- Botero esculturas (1998)
- Salmona (1998)
- El sabor de Colombia (1994)
- Wayuú. Cultura del desierto colombiano (1998)
- Semana Santa en Popayán (1999)
- Cartagena de siempre (1992)
- Palacio de las Garzas (1999)
- Juan Montoya (1998)
- Aves de Colombia. Grabados iluminados del Siglo XVIII (1993)
- Alta Colombia. El esplendor de la montaña (1996)
- Artefactos. Objetos artesanales de Colombia (1992)
- Carros. El automovil en Colombia (1995)
- Espacios Comerciales. Colombia (1994)
- Cerros de Bogotá (2000)
- El Terremoto de San Salvador. Narración de un superviviente (2001)
- Manolo Valdés. La intemporalidad del arte (1999)
- Casa de Hacienda. Arquitectura en el campo colombiano (1997)
- Fiestas. Celebraciones y Ritos de Colombia (1995)
- Costa Rica. Pura Vida (2001)
- Luis Restrepo. Arquitectura (2001)
- Ana Mercedes Hoyos. Palenque (2001)
- La Moneda en Colombia (2001)
- Jardines de Colombia (1996)
- Una jornada en Macondo (1995)
- Retratos (1993)
- Atavíos. Raíces de la moda colombiana (1996)
- La ruta de Humboldt. Colombia - Venezuela (1994)
- Trópico. Visiones de la naturaleza colombiana (1997)
- Herederos de los Incas (1996)
- Casa Moderna. Medio siglo de arquitectura doméstica colombiana (1996)
- Bogotá desde el aire (1994)
- La vida en Colombia (1994)
- Casa Republicana. La bella época en Colombia (1995)
- Selva húmeda de Colombia (1990)
- Richter (1997)
- Por nuestros niños. Programas para su Proteccion y Desarrollo en Colombia (1990)
- Mariposas de Colombia (1991)
- Colombia tierra de flores (1990)
- Los países andinos desde el satélite (1995)
- Deliciosas frutas tropicales (1990)
- Arrecifes del Caribe (1988)
- Casa campesina. Arquitectura vernácula de Colombia (1993)
- Páramos (1988)
- Manglares (1989)
- Señor Ladrillo (1988)
- La última muerte de Wozzeck (2000)
- Historia del Café de Guatemala (2001)
- Casa Guatemalteca (1999)
- Silvia Tcherassi (2002)
- Ana Mercedes Hoyos. Retrospectiva (2002)
- Francisco Mejía Guinand (2002)
- Aves del Llano (1992)
- El año que viene vuelvo (1989)
- Museos de Bogotá (1989)
- El arte de la cocina japonesa (1996)
- Botero Dibujos (1999)
- Colombia Campesina (1989)
- Conflicto amazónico. 1932-1934 (1994)
- Débora Arango. Museo de Arte Moderno de Medellín (1986)
- La Sabana de Bogotá (1988)
- Casas de Embajada en Washington D.C. (2004)
- XVI Bienal colombiana de Arquitectura 1998 (1998)
- Visiones del Siglo XX colombiano. A través de sus protagonistas ya muertos (2003)
- Río Bogotá (1985)
- Jacanamijoy (2003)
- Álvaro Barrera. Arquitectura y Restauración (2003)
- Campos de Golf en Colombia (2003)
- Cartagena de Indias. Visión panorámica desde el aire (2003)
- Guadua. Arquitectura y Diseño (2003)
- Enrique Grau. Homenaje (2003)
- Mauricio Gómez. Con la mano izquierda (2003)
- Ignacio Gómez Jaramillo (2003)
- Tesoros del Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario. 350 años (2003)
- Manos en el arte colombiano (2003)
- Historia de la Fotografía en Colombia. Museo de Arte Moderno de Bogotá (1983)
- Arenas Betancourt. Un realista más allá del tiempo (1986)
- Los Figueroa. Aproximación a su época y a su pintura (1986)
- Andrés de Santa María (1985)
- Ricardo Gómez Campuzano (1987)
- El encanto de Bogotá (1987)
- Manizales de ayer. Album de fotografías (1987)
- Ramírez Villamizar. Museo de Arte Moderno de Bogotá (1984)
- La transformación de Bogotá (1982)
- Las fronteras azules de Colombia (1985)
- Botero en el Museo Nacional de Colombia. Nueva donación 2004 (2004)
- Gonzalo Ariza. Pinturas (1978)
- Grau. El pequeño viaje del Barón Von Humboldt (1977)
- Bogotá Viva (2004)
- Albergues del Libertador en Colombia. Banco de la República (1980)
- El Rey triste (1980)
- Gregorio Vásquez (1985)
- Ciclovías. Bogotá para el ciudadano (1983)
- Negret escultor. Homenaje (2004)
- Mefisto. Alberto Iriarte (2004)
- Suramericana. 60 Años de compromiso con la cultura (2004)
- Rostros de Colombia (1985)
- Flora de Los Andes. Cien especies del Altiplano Cundi-Boyacense (1984)
- Casa de Nariño (1985)
- Periodismo gráfico. Círculo de Periodistas de Bogotá (1984)
- Cien años de arte colombiano. 1886 - 1986 (1985)
- Pedro Nel Gómez (1981)
- Colombia amazónica (1988)
- Palacio de San Carlos (1986)
- Veinte años del Sena en Colombia. 1957-1977 (1978)
- Bogotá. Estructura y principales servicios públicos (1978)
- Colombia Parques Naturales (2006)
- Érase una vez Colombia (2005)
- Colombia 360°. Ciudades y pueblos (2006)
- Bogotá 360°. La ciudad interior (2006)
- Guatemala inédita (2006)
- Casa de Recreo en Colombia (2005)
- Manzur. Homenaje (2005)
- Gerardo Aragón (2009)
- Santiago Cárdenas (2006)
- Omar Rayo. Homenaje (2006)
- Beatriz González (2005)
- Casa de Campo en Colombia (2007)
- Luis Restrepo. construcciones (2007)
- Juan Cárdenas (2007)
- Luis Caballero. Homenaje (2007)
- Fútbol en Colombia (2007)
- Cafés de Colombia (2008)
- Colombia es Color (2008)
- Armando Villegas. Homenaje (2008)
- Manuel Hernández (2008)
- Alicia Viteri. Memoria digital (2009)
- Clemencia Echeverri. Sin respuesta (2009)
- Museo de Arte Moderno de Cartagena de Indias (2009)
- Agua. Riqueza de Colombia (2009)
- Volando Colombia. Paisajes (2009)
- Colombia en flor (2009)
- Medellín 360º. Cordial, Pujante y Bella (2009)
- Arte Internacional. Colección del Banco de la República (2009)
- Hugo Zapata (2009)
- Apalaanchi. Pescadores Wayuu (2009)
- Bogotá vuelo al pasado (2010)
- Grabados Antiguos de la Pontificia Universidad Javeriana. Colección Eduardo Ospina S. J. (2010)
- Orquídeas. Especies de Colombia (2010)
- Apartamentos. Bogotá (2010)
- Luis Caballero. Erótico (2010)
- Luis Fernando Peláez (2010)
- Aves en Colombia (2011)
- Pedro Ruiz (2011)
- El mundo del arte en San Agustín (2011)
- Cundinamarca. Corazón de Colombia (2011)
- El hundimiento de los Partidos Políticos Tradicionales venezolanos: El caso Copei (2014)
- Artistas por la paz (1986)
- Reglamento de uniformes, insignias, condecoraciones y distintivos para el personal de la Policía Nacional (2009)
- Historia de Bogotá. Tomo I - Conquista y Colonia (2007)
- Historia de Bogotá. Tomo II - Siglo XIX (2007)
- Academia Colombiana de Jurisprudencia. 125 Años (2019)
- Duque, su presidencia (2022)
Enrique Olaya Herrera
El manejo político de la gran crisis económica
Texto de: Alfonso López Michelsen.
Los cincuenta años de la victoria liberal de 1930 no pueden pasar inadvertidos. He sido invitado a conmemorar esta fecha por dos razones: haber sido testigo desde mi primera infancia hasta este día de la lucha del Partido Liberal por dirigir los destinos nacionales, y porque, como no es secreto para nadie, no tengo agua en la boca y de ello no me avergüenzo ni presento disculpas.
Soy y he sido afirmativo. Polémico, como se dice ahora. Unas veces por discrepar del pensamiento oficial, otras porque me ha correspondido responder a los críticos de mi gestión y devolverles sus argumentos. Gobierno beligerante llamó, en su tiempo, Alberto Lleras a aquel que, en lugar de recurrir a triquiñuelas electorales, o granjearse favores individuales, busca el respaldo de la opinión en la plaza pública. Y está bien que así sea. Dos corrientes se han disputado el favor del partido. La de los polémicos y afirmativos, y la de aquellos que, con uno u otro nombre, procuran evitar la controversia, en aras del entendimiento. Sólo quiero formular la observación de que la posición polémica trae más satisfacciones intelectuales pero también más sinsabores personales. La crítica se hace más rabiosa, más enconada, más baja, contra quien participa beligerantemente en la lucha por las ideas que contra quien procura mantener el equilibrio en el botín por medio del halago general. Yo sugeriría que se cambiara aquella divisa del general Uribe Uribe, según la cual “ser liberal es un honor que cuesta”, por la de “ser afirmativo cuesta la honra”.
El Partido Liberal por tradición fue afirmativo, polémico. Cuando se habla del radicalismo, surge inevitablemente la connotación filológica de verticalidad en las convicciones. Figuras como don Santiago Pérez, un maestro de escuela, padecieron, después de haber sido presidentes, la persecución y el exilio por no haberse resignado a convivir con la arbitrariedad.
Para el año de 1930, el partido estaba en manos de quienes habían hallado algún acomodo con la hegemonía. Imperaba la creencia de que, después de 45 años de predominio conservador, sólo la suerte de las armas podía devolverle el manejo del Estado al liberalismo, y, como no había armas ni perspectivas de obtenerlas, la resignación se había adueñado de la gran masa del partido.
La ley de minorías había acostumbrado a los viejos congresistas liberales a aceptar para su partido un cupo preestablecido, en condición de minoritario permanente. El servicio diplomático había quedado excluido de la controversia partidista y figuras como Enrique Olaya Herrera y Fabio Lozano Torrijos, autorizados por sus directivas, representaban a Colombia en el extranjero. No había ministros ni gobernadores liberales y apenas algunos figurones, precursores de los “lentejos”, gerenciaban bancos oficiales de segunda categoría, que bien pronto tuvieron que ser liquidados por el pobre manejo que se les dio.
Existía, sin embargo, en el seno del partido una ala moderna, enemiga de recurrir a las armas, convencida del poder de las ideas, que afirmaba, una y otra vez, su confianza en la opinión pública, si se le ilustraba suficientemente sobre la desastrada conducción económica y social del país. Eran los civilistas. A su cabeza estaban don Nicolás Esguerra, don Diego Mendoza Pérez, don Nemesio Camacho y sus epígonos; los periodistas liberales, entre los cuales figuraban Eduardo Santos, Luis Cano, Luis Eduardo Nieto Caballero y el propio Olaya Herrera.
Algunos historiadores, como Gerardo Molina en su obra sobre las ideas liberales, sostienen que el Partido Conservador se cayó solo el 9 de febrero de 1930. Es una opinión que otros liberales, vinculados por estirpe o por convicción intelectual con los dirigentes de aquella época, no podemos compartir. Sería ignorar la lucha del civilismo, su agitación en los medios universitarios y desde la tribuna pública, la apertura hacia el socialismo, auspiciada por muchos de sus conductores. Sería olvidar el fatal diagnóstico, sobre el cual se montó toda la campaña electoral de 1930, acerca de lo precario del bienestar que había vivido el país cuatro años antes, cuando sarcásticamente se le calificó de prosperidad a debe. Demostrar que se tenía razón, como un título para llegar al gobierno, ha revestido siempre alguna importancia en las democracias.
Sería olvidar, por otra parte, cuán próximo estuvo del poder nuestro partido en 1921, si no para asumirlo, por lo menos para cambiar las reglas de juego, cuando, aliado el civilismo con Laureano Gómez, provocó la caída del señor Suárez.
En nuestro tiempo, cuando son raros los grandes movimientos de opinión, y el dinero y las canonjías desempeñan un papel preponderante en las movilizaciones políticas, difícil es imaginar cómo, pacíficamente, un partido proscrito de la administración pública pudo no solamente derrotar al partido de gobierno sino paralizar la voluntad de quienes hubieran pretendido, después de la derrota, abstenerse de entregar el mando. No. El Partido Conservador no se cayó solo. Sometido a una crítica implacable y arrastrado por una crisis económica cuyas dimensiones escaparon a sus gobernantes, cayó bajo el empuje de una gran movilización popular en la cual, y por iguales partes, eran ingredientes el fervor de la colectividad liberal y su tradición, y la probada incapacidad de la clase dirigente conservadora para administrar una crisis económica como la que ha llegado a conocerse en los textos de historia bajo el nombre de la crisis mundial.
Ha sido una tradición de nuestro partido el que los disidentes de ayer sean el oficialismo del mañana. Uribe, Olaya, Santos y muchos de los que aún sobreviven pueden servirnos de ejemplo. Es lo propio de un partido, nacido bajo el signo del debate y de la controversia.
Entre las brumas de mi despertar a la vida, evoco la imagen de aquel partido desalentado y vencido, reunido en el Teatro Municipal, a quien el menos letrado de sus civilistas lo sorprende con la atrevida afirmación de que debe prepararse para asumir el poder. Se elige una Dirección Nacional, para salir del paso, en donde toman asiento el general Antonio Samper Uribe, el general Leandro Cuberos Niño y el iluso de Alfonso López Pumarejo, como una concesión al civilismo. La voluntad de lucha estaba latente, en forma recóndita. También aprueba la convención, por unanimidad, una proposición de López Pumarejo consagrando a Ricardo Rendón, el caricaturista, como el más incansable y eficaz opositor del régimen conservador. Expresaba mejor que cualquier nota editorial el sentimiento liberal.
El general Samper Uribe se excusa de participar en la dirección. El general Leandro Cuberos Niño participa por unas pocas semanas y se separa por divergencias en cuanto a la estrategia que se va imponiendo. Por fin, después de casi cuatro años, el civilismo se adueña de la conducción del partido. En menos de un año se adueñaría del gobierno. Fue un formidable trabajo sobre la opinión pública, que, partiendo de las columnas de los periódicos de Bogotá, se difundió por todo el territorio, enjuiciando al Partido Conservador por el colapso de la economía nacional. Con acentos de la vieja estirpe radical se decía en las plazas en aquella época beligerante y afirmativa: “¡el hambre es conservadora!”, “¡el desempleo es conservador!”. Difícilmente se concibe un grito de guerra tan eficaz y poderoso, semejante a los slogans que trece años antes habían puesto en circulación los líderes soviéticos.
Los veteranos de la guerra civil no entienden cómo el Partido Liberal puede prepararse para asumir el poder si no se prepara el parque militar necesario para todo pronunciamiento. A la oficina del doctor Darío Echandía, quien hacia sus primeras armas en la ciudad de Armenia, iba periódicamente el coronel Barrera Uribe a preguntarle cuándo llegarían los fusiles.
Quienes no se equivocaban eran los conservadores. Surgen los tentadores, las propuestas de los candidatos ofreciendo cooperación administrativa para el liberalismo pujante, pero ya la suerte estaba echada. Alguien sugiere el nombre de Olaya Herrera para ser el candidato y la idea prende como gasolina inflamada. Es un hombre que no implica un desafío para el conservatismo. Alguien que, sin cargar las responsabilidades del gobierno y solidarizarse con sus errores, es, al mismo tiempo, parte del gobierno. Varios lustros de ausencia, en aquella época en que los embajadores no podían venir cada año a Colombia sino permanecían diez o quince años ausentes, lo rodean de una aura de prestigio. Se recuerdan sus debates contra Laureano Gómez, el máximo orador del conservatismo, y su defensa del tratado del 6 de abril, el Urrutia-Thompson, tan llevado y traído ahora por aquellos que olvidaron extender sus cláusulas al tratado con Panamá, el Vélez-Victoria, que hubiera hecho perpetuos nuestros derechos, sin contradicción. Por sobre todo, Olaya era imponente en su físico. Una estatura descomunal, por encima de la de la gran mayoría de sus compatriotas, un cabello rubio y la más colombiana de las fisonomías, la del mestizo de la altiplanicie boyacense. Bien hubiera podido no ser presidente. Siempre hubiera sido majestuoso, dominante, imperial. Las viceversas de la política lo habían cubierto de desprestigio dos años antes. Como delegado a la Conferencia Panamericana de La Habana había propuesto, como una de las cuatro columnas básicas del panamericanismo, la intervención yanqui para imponer el orden al sur del Río Grande. El liberalismo era entonces, casi que por principio, ferozmente antiamericano. El general Herrera y don Luis Cano habían sido opositores del Tratado Urrutia-Thompson, y los desmanes de los marinos del Norte en Santo Domingo, en Nicaragua y en Haití despertaban instintivamente una reacción de repulsa. Hoy nadie se atrevería a discutir siquiera semejante propuesta, pero tales eran los tiempos. Culpas fueron del tiempo y no de España, como reza el refrán. Enrique Santos había calificado la conducta de Olaya Herrera como acreedora a que se le fusilara de espaldas sobre la cureña de un cañón… Todo aquello había pasado, se había olvidado, obedecía, sin duda alguna, a instrucciones del gobierno de Bogotá y el problema actual y candente era la crisis económica. Aceptó Olaya Herrera la candidatura, bajo condiciones que la estrategia política recomendaba, y sin dinero, sin empleados públicos, sin radio y sin televisión se llenaron las plazas públicas de Colombia para escuchar a quien aparecía como un nuevo Mesías. Si menciono todas estas cosas, como reminiscencias, tal vez impropias de una reunión política, es para devolverles a ustedes liberales la fe en las ideas, la confianza en la capacidad de los hombres para encauzar las multitudes sin necesidad de apelar a las muletas del favor oficial.
Una crisis sin precedentes requería un hombre como Olaya Herrera y el estadista liberal respondía cabalmente a las urgencias de su tiempo. No era un intelectual, en el sentido que comúnmente le atribuimos al vocablo. Era un tribuno, un orador de plaza pública, dotado de una voz estentórea, en aquella época en que no existían los micrófonos. Conocía las fibras que despertaban la emoción liberal y sabía manejarla con maestría. En el gobierno se reveló como un hombre de acción. Un formidable pragmático. Recuerdo que, a mi mentalidad de estudiante, con veleidades literarias, la sorprendía el insuperable influjo de aquel hombre sobre las muchedumbres. Era un animal de pelea, sin pulimentos ni remilgos, para quien el poder tenía una atracción semejante a la que ejerce el amor sobre otros temperamentos. Las épocas de crisis demandan esta clase de estadistas, sin matices literarios ni medias tintas. No tenía ningún bagaje intelectual del cual deshacerse, ni antecedentes que lo obligaran a estar citando sus palabras y sus actuaciones de quince, diez, veinte años atrás. La tarea que tenía por delante, como candidato y como presidente, miraba hacia el futuro.
No vacilo en rendirle el mayor testimonio de admiración a aquel hombre tan excepcional en nuestro medio político, que supo consolidar el predominio liberal por los próximos cincuenta años, merced a la plena conciencia que tuvo sobre su misión y a haber cumplido rigurosamente su compromiso de sortear la crisis económica.
Algunos se sorprenderán de que se señale aquí como medio siglo de supremacía liberal el que va de 1930 a 1980. La verdad es que en estos diez lustros nunca, ni aun en la época de la violencia, los liberales hemos perdido una sola elección. Triunfó la candidatura de Ospina por la división entre Turbay y Gaitán, sin desmentirse el predominio liberal. Las elecciones que se cumplieron bajo gobiernos conservadores dieron siempre el triunfo al partido de nuestros afectos. Cuando la dictadura puso término a los procesos comiciales, se hizo imposible contabilizar las opiniones, pero restablecida la democracia bajo el Frente Nacional, con votos liberales se escogieron y se eligieron mandatarios liberales y conservadores. Ningún caso tan elocuente como el de Pastrana. Derrotado por un empate en la convención de su partido, fue escogido por la de los contrarios. La opinión conservadora se dividió entre Rojas, Betancur, Sourdís. A Pastrana lo sacaron los votos liberales.
Algún día la historia hará justicia al formidable binomio que Olaya constituyó con su ministro de Hacienda, el doctor Esteban Jaramillo. No sabía de economía. No conocía la administración pública por dentro. No había nunca analizado los renglones de un presupuesto de rentas y gastos; pero era un criterio y una voluntad. En aquella época, cuando todavía los presidentes y ministros escribían sus discursos y no existían los escritores fantasmas, que López Pumarejo introdujo en la política nacional, Olaya Herrera ponía al alcance del más lego su buen sentido, su aplomo, las razones de su discernimiento. Fue así como, para emplear los términos de Keynes, se sustituyó en Colombia la sabiduría convencional en materia económica por una nueva sabiduría que salvó a la república del colapso. Se apeló más a la imaginación que a los recuerdos. La imaginación económica la ponía el doctor Esteban Jaramillo y la voluntad política Enrique Olaya Herrera.
¡Quién hubiera podido imaginar soluciones para los problemas más apremiantes como las que surgían de la fértil cabeza del doctor Jaramillo! ¡También, qué soluciones tan novedosas, tan inesperadas, heterodoxas!
Un país que se ufanaba de haber consagrado entre sus grandes conquistas económicas la de la libre estipulación en moneda extranjera y en donde imperaba el patrón oro, súbitamente, por medio de un decreto extraordinario, se despertó una mañana con el control de cambios, a pesar de cuanto decía la Constitución sobre la convertibilidad del peso. ¡Hasta la fecha subsiste la innovación!
Otro día se decreta por el gobierno la moratoria de las deudas privadas y públicas. Se suspende el pago de la deuda externa colombiana, cuando el crédito de la nación reposa sobre el puntual cumplimiento de los compromisos contractuales. Años más tarde, cuando las condiciones son ya más favorables, se reanuda el pago de nuestra deuda pública externa con un considerable descuento. Los deudores privados, que se debaten en medio de una baja constante de los precios de sus activos, son ejecutados inmisericordiosamente por sus acreedores. Cunden el desconcierto y la indignación. Nadie quiere ni puede pagar intereses usurarios, pactados para otras circunstancias. El gobierno, abogado de los más débiles, reduce los intereses y autoriza a los deudores para quedar libres de sus compromisos con sólo el pago de un porcentaje equitativo de su deuda. Es una hazaña inenarrable, contra todos los textos y el recetario de la economía, porque equivale a rebajar por la ley las obligaciones entre particulares, atendiendo al hecho de que el dinero valía mucho más en la época del pago que cuando se contrajo la obligación.
Es un ejemplo permanente del tratamiento que se debe dar a las crisis, a los problemas de las épocas de incertidumbre, a las de tanteo, cuando la experimentación se convierte en regla. Pero yo pregunto a ustedes, mi auditorio, ¿cuál es la doctrina que no se aferra a ningún dogma, cuál es la que permite aproximarse a las realidades desprevenidamente, para justipreciarlas, si no es el liberalismo?
Hace un par de meses, desde París, respondí a la pregunta de un periodista acerca de cuál sería el remedio para el turbión social y económico en que nos debatimos, diciendo que el pueblo lo que estaba reclamando no eran promesas sino que se le dijera la verdad. Admitir sinceramente cuáles son los males que se pueden remediar, cuáles son superiores a nuestras fuerzas. Abstenerse de los grandes esquemas, como de los pajaritos de oro, para decir en un idioma llano que las terapéuticas conocidas han fracasado. Y tratar de garantizar lo del diario. Fue lo que hizo Olaya. Regresó de los Estados Unidos con el viejo y manido concepto de que un empréstito norteamericano por veinticinco millones de dólares lo arreglaba todo. Bien pronto pudo darse cuenta de que, en aquella crisis mundial, ni siquiera podría Colombia conseguir esa suma. Prestándole oído al doctor Jaramillo, buscaron caminos nuevos, soluciones a la colombiana, herejías como las que acabo de señalar. No por el prurito de ser originales sino imaginativos. Cada nuevo descubrimiento científico obedece a un divorcio con lo cotidiano, con lo sabido, con lo gastado. Entre tanto, se sentaban, silenciosamente, las bases del despegue industrial en la vida colombiana. Sin saberlo, se adopta un modelo de desarrollo y se ponía en ejecución un plan que debía durar por más de treinta años. Se diseñó la estrategia para la industrialización del país, poniendo las divisas provenientes de la agricultura a fomentar el desarrollo de la industria, entregando parsimoniosamente a la sustitución de importaciones los dólares, escasos hasta hace cuatro años.
Olaya no se equivocó sobre la tarea. A quienes le proponían grandes reformas de la Constitución y del Concordato, les recordaba su compromiso de hacer un gobierno de transición. Ni la guerra con el Perú torció el rumbo de sus propósitos. Reformó la Ley de Petróleos, permitiendo que se perforara el territorio nacional en busca de hidrocarburos, como no se había hecho nunca antes. Le abrió el paso a la Concesión del Catatumbo, conocida como la Concesión Barco, y, como ocurre siempre, al lado de los reparos técnicos, comenzaron a prosperar en la sombra las suspicacias. A quienes le exigían desde la calle un ritmo distinto para la modernización del país e intentaban presionarlo, los ponía a raya. El doctor Carlos Lleras Restrepo una noche fue a parar a la cárcel y quién sabe cuántos más hubiéramos corrido la misma suerte, de haber tenido años e influencia en la ciudad. Los universitarios de entonces no lo entendíamos, y el anuncio de la república liberal parecía que iba a poner término a una transición demasiado larga. Hoy tenemos que reconocer que cada día trae su afán y, como dice la Biblia, “tiempo hay de sembrar y tiempo de recolectar”.
Presidencia monárquica fue la suya y las que le sucedieron, mas no por las disposiciones de la carta constitucional sino por el influjo y la presencia de personalidades avasalladoras, cada una con su propio estilo, como lo fuera en el siglo anterior la de Mosquera, pese a la Constitución de Rionegro.
Tuvo alguna vez Olaya la osadía de nombrar ministro de Guerra al doctor Carlos Adolfo Urueta. Era el primer ministro de Guerra liberal desde 1885. Algunos periodistas, como don Luis Cano, que habían adelantado una violenta campaña contra el doctor Urueta, se presentaron a palacio a reclamarle al presidente su determinación. La expectativa crecía en la ciudad y algunos cronistas esperaban ansiosos en la carrera séptima el resultado de la entrevista, cuando vieron salir mohínos a quienes habían pretendido imponerle condiciones al presidente. Con arrogancia de conductor de multitudes, Olaya se había negado a aceptar la tutela de los periódicos, que tanto habían contribuido a su victoria en las urnas. Poco a poco el Partido Liberal se fue aglutinando a su alrededor y la oposición de un sector del Partido Conservador se fue haciendo más acerba, más rencorosa, más sectaria. No hubo cargo que no se formulara contra el presidente o contra sus ministros, liberales y conservadores, por igual. Particularmente a propósito del Protocolo de Rio de Janeiro, que puso fin a la guerra con el Perú, se revivieron en contra suya y de sus colaboradores las más recónditas pasiones, utilizando el nacionalismo para acusarlo de traición a la patria. Un hermoso poema de Guillermo Valencia da cuenta del clima de aquellos días. Llevaba por título latino el de Causa nost rae Laetittae (Por causa de nuestra Leticia).
Apenas habían transcurrido unos pocos meses después de dejar el mando, cuando ya las multitudes se aglutinaban en torno suyo. La sevicia conservadora lo había convertido en símbolo de su partido. La muerte lo sorprendió, prematuramente, cuando tenía asegurada por segunda vez, sin contendor, la banda de los presidentes.
La reelección presidencial en Colombia ha tenido un anecdotario singular. En el curso del siglo xx, en el período que corresponde a los conservadores propiamente dichos, no hubo una sola reelección presidencial. El liberalismo, en cambio, tiene una larga tradición reeleccionista, que viene desde el siglo xix. Santander, Obando, Mosquera, Murillo Toro y Núñez le enseñaron al liberalismo a ser reeleccionista. Al reconquistar el poder en 1930, surgió, en cabeza del ex presidente Olaya, la misma tendencia, por primera vez en el siglo xx. ¿Cómo cobró auge otra vez una práctica tan contraria al espíritu de renovación propio del liberalismo? No sólo la tradición del partido sino la propia idiosincrasia de Olaya Herrera debieron desempeñar un papel en esta evolución. El haber permanecido tanto tiempo en los Estados Unidos, donde la institución de la reelección es semejante a una prórroga del periodo presidencial, debió hacer que el ex presidente Olaya la mirara como algo natural. Ningún presidente de la Unión deja de presentarse para su propia sucesión. No existe, sin embargo, paralelo alguno entre la reelección inmediata, sin solución de continuidad y la reelección después de uno o dos períodos presidenciales, cuando ya las circunstancias y el ritmo de la tarea administrativa han cambiado totalmente. Sólo el primer Roosevelt trató de hacerse reelegir desde fuera de la Presidencia y, como dice su biógrafo Gardner, dejó “evaporarse su gloria”, buscando dos y tres veces la reelección después de haber dejado el gobierno.
En el caso de Olaya pienso que su segunda gestión no hubiera sido tan afortunada como la primera, porque el ansia de un ritmo distinto y de reformas claramente liberales orientaba la política hacia otros horizontes. Su muerte nos privó de una experiencia que lo mismo hubiera podido darle una nueva dimensión histórica a su figura como no agregarle nada a su gloria. El hecho ha sido que desde aquella primera tentativa de regresar al gobierno, a la cabeza de sus amigos, el Partido Liberal ha expresado periódicamente una tendencia reeleccionista semejante a la del siglo pasado. Es una práctica que he considerado frecuentemente injustificada porque interfiere con el normal ejercicio del gobierno, al buscarle un sucesor al presidente en la persona de su antecesor, cuando todavía no han transcurrido dos años de mandato. Con ocasión de la Reforma Constitucional de 1977, por medio de la cual se convocaba una Asamblea Constituyente, quise yo extirpar de raíz esta práctica, a partir de mi propio caso, para que no se pensara que la enmienda iba dirigida en contra de mis antecesores. Fui derrotado en mi empeño, y regañado, a título de estar interviniendo en política, por haber sustentado en la plaza pública una tesis intemporal como la de no reelección.
¿Por qué aceptaba Olaya la reelección? Había sido un enamorado de las dificultades y su temperamento era el de un luchador. Una reelección ganada de antemano, prácticamente sin campaña y sin correr riesgos, se avenía mal con su temperamento de animal político. El estudiante que había encabezado el motín contra el general Reyes, el de defensor del Tratado Urrutia-Thompson contra el jefe y los escritores más ilustres de su propio partido, el par de Laureano Gómez en la arena parlamentaria, el hombre que había servido de símbolo de la reconquista liberal, considerada entonces como imposible, ¿qué tenía que hacer con esta candidatura, servida en bandeja de plata? Tal vez veía en su reelección un acto reivindicatorio. En contra de Olaya se habían esgrimido las armas más bajas, se habían hecho circular las más innobles consejas, se había buscado por todos los medios rodear de sinsabores y amarguras los últimos meses de su ejercicio presidencial, y él no era hombre de arredrarse ni de desistir de un propósito por consideraciones de tranquilidad personal. Veía la conjura contra su nombre y en un momento de exaltación, a las pocas semanas de retirarse de la Presidencia se vio obligado a decir: “Lo que quieren mis enemigos es hacerme correr la suerte de los Alfaros, arrastrados por las turbas clericales a lo largo y ancho de las calles de Quito”.
A partir de 1930 el Partido Liberal colombiano, a semejanza del Demócrata norteamericano, comenzó a girar sobre el inmenso crédito que obtuvo con la gestión de Olaya para salvar la crisis y las reformas que lo institucionalizaron como el partido del pueblo. Los estudiantes, los obreros, los protestantes, la mujer, cuando apenas daba los primeros pasos en la vida pública, hicieron de nuestro partido una inmensa coalición de minorías que permitió victorias como la del 21 de abril de 1974. ¿Qué falta ahora para proseguir el camino? Reformas tan inaplazables como la del régimen de las regiones, llámese descentralización o nuevo federalismo, pero, si algún mensaje se quiere oír de mis labios de antiguo combatiente, tengo que decir, con toda honradez, que quien aspire a la Presidencia a nombre de nuestro partido debe, en mi sentir, volver a la política de épocas de crisis que practicó el presidente Olaya Herrera. Velar, antes que todo, por lo del diario. Apelar a la imaginación cuando las viejas recetas familiares no alivian las dolencias. Poner la voluntad política al servicio de quienes tienen conocimiento en cada ramo, en lugar de recurrir al fácil expediente de los memorandos, para hacer alarde de erudición en las mesas redondas, con sólo llevar grabadas en la memoria unas cuantas cifras. El mundo está de regreso de tales procedimientos, y ahora, cuando se celebran los cincuenta años del episodio político más trascendental en nuestro siglo xx, bien vale la pena volver el rostro hacia el pasado, así sea, como se dice en las carteleras de los cines, una película para mayores de cincuenta años.
Al Partido Liberal lo resucitaron las ideas, no los puestos ni el dinero. Al Partido Liberal lo enriqueció electoralmente el ejercicio del gobierno, gracias a que pudo extender sus alas protectoras sobre todos los sectores débiles de la población. Al Partido Liberal lo fecundó la inteligencia natural de sus primeros conductores de este siglo, sin la abrumadora carga de citas propias y ajenas. Haber salvado a la nación de una crisis de superproducción a nivel mundial, cuando había más bienes y servicios que dineros con qué comprarlos, hasta haber conseguido restablecer el equilibrio, les presenta el desafío a nuestros jóvenes para hallarle una solución a esta crisis, de otro tipo, en donde con tantas divisas, con tantos ingresos por diversos conceptos, con un comercio exterior en permanente expansión y un empleo creciente, no hemos conseguido hacer descender los frutos de la prosperidad de unas minorías hasta la totalidad de la población.
Lo que se está disputando en Colombia, como en 1930, es cuál partido corre el telón en este nuevo episodio de nuestro discurrir como nación.
¿Vamos a perder o a ganar los próximos cincuenta años?
#AmorPorColombia
Enrique Olaya Herrera
El manejo político de la gran crisis económica
Texto de: Alfonso López Michelsen.
Los cincuenta años de la victoria liberal de 1930 no pueden pasar inadvertidos. He sido invitado a conmemorar esta fecha por dos razones: haber sido testigo desde mi primera infancia hasta este día de la lucha del Partido Liberal por dirigir los destinos nacionales, y porque, como no es secreto para nadie, no tengo agua en la boca y de ello no me avergüenzo ni presento disculpas.
Soy y he sido afirmativo. Polémico, como se dice ahora. Unas veces por discrepar del pensamiento oficial, otras porque me ha correspondido responder a los críticos de mi gestión y devolverles sus argumentos. Gobierno beligerante llamó, en su tiempo, Alberto Lleras a aquel que, en lugar de recurrir a triquiñuelas electorales, o granjearse favores individuales, busca el respaldo de la opinión en la plaza pública. Y está bien que así sea. Dos corrientes se han disputado el favor del partido. La de los polémicos y afirmativos, y la de aquellos que, con uno u otro nombre, procuran evitar la controversia, en aras del entendimiento. Sólo quiero formular la observación de que la posición polémica trae más satisfacciones intelectuales pero también más sinsabores personales. La crítica se hace más rabiosa, más enconada, más baja, contra quien participa beligerantemente en la lucha por las ideas que contra quien procura mantener el equilibrio en el botín por medio del halago general. Yo sugeriría que se cambiara aquella divisa del general Uribe Uribe, según la cual “ser liberal es un honor que cuesta”, por la de “ser afirmativo cuesta la honra”.
El Partido Liberal por tradición fue afirmativo, polémico. Cuando se habla del radicalismo, surge inevitablemente la connotación filológica de verticalidad en las convicciones. Figuras como don Santiago Pérez, un maestro de escuela, padecieron, después de haber sido presidentes, la persecución y el exilio por no haberse resignado a convivir con la arbitrariedad.
Para el año de 1930, el partido estaba en manos de quienes habían hallado algún acomodo con la hegemonía. Imperaba la creencia de que, después de 45 años de predominio conservador, sólo la suerte de las armas podía devolverle el manejo del Estado al liberalismo, y, como no había armas ni perspectivas de obtenerlas, la resignación se había adueñado de la gran masa del partido.
La ley de minorías había acostumbrado a los viejos congresistas liberales a aceptar para su partido un cupo preestablecido, en condición de minoritario permanente. El servicio diplomático había quedado excluido de la controversia partidista y figuras como Enrique Olaya Herrera y Fabio Lozano Torrijos, autorizados por sus directivas, representaban a Colombia en el extranjero. No había ministros ni gobernadores liberales y apenas algunos figurones, precursores de los “lentejos”, gerenciaban bancos oficiales de segunda categoría, que bien pronto tuvieron que ser liquidados por el pobre manejo que se les dio.
Existía, sin embargo, en el seno del partido una ala moderna, enemiga de recurrir a las armas, convencida del poder de las ideas, que afirmaba, una y otra vez, su confianza en la opinión pública, si se le ilustraba suficientemente sobre la desastrada conducción económica y social del país. Eran los civilistas. A su cabeza estaban don Nicolás Esguerra, don Diego Mendoza Pérez, don Nemesio Camacho y sus epígonos; los periodistas liberales, entre los cuales figuraban Eduardo Santos, Luis Cano, Luis Eduardo Nieto Caballero y el propio Olaya Herrera.
Algunos historiadores, como Gerardo Molina en su obra sobre las ideas liberales, sostienen que el Partido Conservador se cayó solo el 9 de febrero de 1930. Es una opinión que otros liberales, vinculados por estirpe o por convicción intelectual con los dirigentes de aquella época, no podemos compartir. Sería ignorar la lucha del civilismo, su agitación en los medios universitarios y desde la tribuna pública, la apertura hacia el socialismo, auspiciada por muchos de sus conductores. Sería olvidar el fatal diagnóstico, sobre el cual se montó toda la campaña electoral de 1930, acerca de lo precario del bienestar que había vivido el país cuatro años antes, cuando sarcásticamente se le calificó de prosperidad a debe. Demostrar que se tenía razón, como un título para llegar al gobierno, ha revestido siempre alguna importancia en las democracias.
Sería olvidar, por otra parte, cuán próximo estuvo del poder nuestro partido en 1921, si no para asumirlo, por lo menos para cambiar las reglas de juego, cuando, aliado el civilismo con Laureano Gómez, provocó la caída del señor Suárez.
En nuestro tiempo, cuando son raros los grandes movimientos de opinión, y el dinero y las canonjías desempeñan un papel preponderante en las movilizaciones políticas, difícil es imaginar cómo, pacíficamente, un partido proscrito de la administración pública pudo no solamente derrotar al partido de gobierno sino paralizar la voluntad de quienes hubieran pretendido, después de la derrota, abstenerse de entregar el mando. No. El Partido Conservador no se cayó solo. Sometido a una crítica implacable y arrastrado por una crisis económica cuyas dimensiones escaparon a sus gobernantes, cayó bajo el empuje de una gran movilización popular en la cual, y por iguales partes, eran ingredientes el fervor de la colectividad liberal y su tradición, y la probada incapacidad de la clase dirigente conservadora para administrar una crisis económica como la que ha llegado a conocerse en los textos de historia bajo el nombre de la crisis mundial.
Ha sido una tradición de nuestro partido el que los disidentes de ayer sean el oficialismo del mañana. Uribe, Olaya, Santos y muchos de los que aún sobreviven pueden servirnos de ejemplo. Es lo propio de un partido, nacido bajo el signo del debate y de la controversia.
Entre las brumas de mi despertar a la vida, evoco la imagen de aquel partido desalentado y vencido, reunido en el Teatro Municipal, a quien el menos letrado de sus civilistas lo sorprende con la atrevida afirmación de que debe prepararse para asumir el poder. Se elige una Dirección Nacional, para salir del paso, en donde toman asiento el general Antonio Samper Uribe, el general Leandro Cuberos Niño y el iluso de Alfonso López Pumarejo, como una concesión al civilismo. La voluntad de lucha estaba latente, en forma recóndita. También aprueba la convención, por unanimidad, una proposición de López Pumarejo consagrando a Ricardo Rendón, el caricaturista, como el más incansable y eficaz opositor del régimen conservador. Expresaba mejor que cualquier nota editorial el sentimiento liberal.
El general Samper Uribe se excusa de participar en la dirección. El general Leandro Cuberos Niño participa por unas pocas semanas y se separa por divergencias en cuanto a la estrategia que se va imponiendo. Por fin, después de casi cuatro años, el civilismo se adueña de la conducción del partido. En menos de un año se adueñaría del gobierno. Fue un formidable trabajo sobre la opinión pública, que, partiendo de las columnas de los periódicos de Bogotá, se difundió por todo el territorio, enjuiciando al Partido Conservador por el colapso de la economía nacional. Con acentos de la vieja estirpe radical se decía en las plazas en aquella época beligerante y afirmativa: “¡el hambre es conservadora!”, “¡el desempleo es conservador!”. Difícilmente se concibe un grito de guerra tan eficaz y poderoso, semejante a los slogans que trece años antes habían puesto en circulación los líderes soviéticos.
Los veteranos de la guerra civil no entienden cómo el Partido Liberal puede prepararse para asumir el poder si no se prepara el parque militar necesario para todo pronunciamiento. A la oficina del doctor Darío Echandía, quien hacia sus primeras armas en la ciudad de Armenia, iba periódicamente el coronel Barrera Uribe a preguntarle cuándo llegarían los fusiles.
Quienes no se equivocaban eran los conservadores. Surgen los tentadores, las propuestas de los candidatos ofreciendo cooperación administrativa para el liberalismo pujante, pero ya la suerte estaba echada. Alguien sugiere el nombre de Olaya Herrera para ser el candidato y la idea prende como gasolina inflamada. Es un hombre que no implica un desafío para el conservatismo. Alguien que, sin cargar las responsabilidades del gobierno y solidarizarse con sus errores, es, al mismo tiempo, parte del gobierno. Varios lustros de ausencia, en aquella época en que los embajadores no podían venir cada año a Colombia sino permanecían diez o quince años ausentes, lo rodean de una aura de prestigio. Se recuerdan sus debates contra Laureano Gómez, el máximo orador del conservatismo, y su defensa del tratado del 6 de abril, el Urrutia-Thompson, tan llevado y traído ahora por aquellos que olvidaron extender sus cláusulas al tratado con Panamá, el Vélez-Victoria, que hubiera hecho perpetuos nuestros derechos, sin contradicción. Por sobre todo, Olaya era imponente en su físico. Una estatura descomunal, por encima de la de la gran mayoría de sus compatriotas, un cabello rubio y la más colombiana de las fisonomías, la del mestizo de la altiplanicie boyacense. Bien hubiera podido no ser presidente. Siempre hubiera sido majestuoso, dominante, imperial. Las viceversas de la política lo habían cubierto de desprestigio dos años antes. Como delegado a la Conferencia Panamericana de La Habana había propuesto, como una de las cuatro columnas básicas del panamericanismo, la intervención yanqui para imponer el orden al sur del Río Grande. El liberalismo era entonces, casi que por principio, ferozmente antiamericano. El general Herrera y don Luis Cano habían sido opositores del Tratado Urrutia-Thompson, y los desmanes de los marinos del Norte en Santo Domingo, en Nicaragua y en Haití despertaban instintivamente una reacción de repulsa. Hoy nadie se atrevería a discutir siquiera semejante propuesta, pero tales eran los tiempos. Culpas fueron del tiempo y no de España, como reza el refrán. Enrique Santos había calificado la conducta de Olaya Herrera como acreedora a que se le fusilara de espaldas sobre la cureña de un cañón… Todo aquello había pasado, se había olvidado, obedecía, sin duda alguna, a instrucciones del gobierno de Bogotá y el problema actual y candente era la crisis económica. Aceptó Olaya Herrera la candidatura, bajo condiciones que la estrategia política recomendaba, y sin dinero, sin empleados públicos, sin radio y sin televisión se llenaron las plazas públicas de Colombia para escuchar a quien aparecía como un nuevo Mesías. Si menciono todas estas cosas, como reminiscencias, tal vez impropias de una reunión política, es para devolverles a ustedes liberales la fe en las ideas, la confianza en la capacidad de los hombres para encauzar las multitudes sin necesidad de apelar a las muletas del favor oficial.
Una crisis sin precedentes requería un hombre como Olaya Herrera y el estadista liberal respondía cabalmente a las urgencias de su tiempo. No era un intelectual, en el sentido que comúnmente le atribuimos al vocablo. Era un tribuno, un orador de plaza pública, dotado de una voz estentórea, en aquella época en que no existían los micrófonos. Conocía las fibras que despertaban la emoción liberal y sabía manejarla con maestría. En el gobierno se reveló como un hombre de acción. Un formidable pragmático. Recuerdo que, a mi mentalidad de estudiante, con veleidades literarias, la sorprendía el insuperable influjo de aquel hombre sobre las muchedumbres. Era un animal de pelea, sin pulimentos ni remilgos, para quien el poder tenía una atracción semejante a la que ejerce el amor sobre otros temperamentos. Las épocas de crisis demandan esta clase de estadistas, sin matices literarios ni medias tintas. No tenía ningún bagaje intelectual del cual deshacerse, ni antecedentes que lo obligaran a estar citando sus palabras y sus actuaciones de quince, diez, veinte años atrás. La tarea que tenía por delante, como candidato y como presidente, miraba hacia el futuro.
No vacilo en rendirle el mayor testimonio de admiración a aquel hombre tan excepcional en nuestro medio político, que supo consolidar el predominio liberal por los próximos cincuenta años, merced a la plena conciencia que tuvo sobre su misión y a haber cumplido rigurosamente su compromiso de sortear la crisis económica.
Algunos se sorprenderán de que se señale aquí como medio siglo de supremacía liberal el que va de 1930 a 1980. La verdad es que en estos diez lustros nunca, ni aun en la época de la violencia, los liberales hemos perdido una sola elección. Triunfó la candidatura de Ospina por la división entre Turbay y Gaitán, sin desmentirse el predominio liberal. Las elecciones que se cumplieron bajo gobiernos conservadores dieron siempre el triunfo al partido de nuestros afectos. Cuando la dictadura puso término a los procesos comiciales, se hizo imposible contabilizar las opiniones, pero restablecida la democracia bajo el Frente Nacional, con votos liberales se escogieron y se eligieron mandatarios liberales y conservadores. Ningún caso tan elocuente como el de Pastrana. Derrotado por un empate en la convención de su partido, fue escogido por la de los contrarios. La opinión conservadora se dividió entre Rojas, Betancur, Sourdís. A Pastrana lo sacaron los votos liberales.
Algún día la historia hará justicia al formidable binomio que Olaya constituyó con su ministro de Hacienda, el doctor Esteban Jaramillo. No sabía de economía. No conocía la administración pública por dentro. No había nunca analizado los renglones de un presupuesto de rentas y gastos; pero era un criterio y una voluntad. En aquella época, cuando todavía los presidentes y ministros escribían sus discursos y no existían los escritores fantasmas, que López Pumarejo introdujo en la política nacional, Olaya Herrera ponía al alcance del más lego su buen sentido, su aplomo, las razones de su discernimiento. Fue así como, para emplear los términos de Keynes, se sustituyó en Colombia la sabiduría convencional en materia económica por una nueva sabiduría que salvó a la república del colapso. Se apeló más a la imaginación que a los recuerdos. La imaginación económica la ponía el doctor Esteban Jaramillo y la voluntad política Enrique Olaya Herrera.
¡Quién hubiera podido imaginar soluciones para los problemas más apremiantes como las que surgían de la fértil cabeza del doctor Jaramillo! ¡También, qué soluciones tan novedosas, tan inesperadas, heterodoxas!
Un país que se ufanaba de haber consagrado entre sus grandes conquistas económicas la de la libre estipulación en moneda extranjera y en donde imperaba el patrón oro, súbitamente, por medio de un decreto extraordinario, se despertó una mañana con el control de cambios, a pesar de cuanto decía la Constitución sobre la convertibilidad del peso. ¡Hasta la fecha subsiste la innovación!
Otro día se decreta por el gobierno la moratoria de las deudas privadas y públicas. Se suspende el pago de la deuda externa colombiana, cuando el crédito de la nación reposa sobre el puntual cumplimiento de los compromisos contractuales. Años más tarde, cuando las condiciones son ya más favorables, se reanuda el pago de nuestra deuda pública externa con un considerable descuento. Los deudores privados, que se debaten en medio de una baja constante de los precios de sus activos, son ejecutados inmisericordiosamente por sus acreedores. Cunden el desconcierto y la indignación. Nadie quiere ni puede pagar intereses usurarios, pactados para otras circunstancias. El gobierno, abogado de los más débiles, reduce los intereses y autoriza a los deudores para quedar libres de sus compromisos con sólo el pago de un porcentaje equitativo de su deuda. Es una hazaña inenarrable, contra todos los textos y el recetario de la economía, porque equivale a rebajar por la ley las obligaciones entre particulares, atendiendo al hecho de que el dinero valía mucho más en la época del pago que cuando se contrajo la obligación.
Es un ejemplo permanente del tratamiento que se debe dar a las crisis, a los problemas de las épocas de incertidumbre, a las de tanteo, cuando la experimentación se convierte en regla. Pero yo pregunto a ustedes, mi auditorio, ¿cuál es la doctrina que no se aferra a ningún dogma, cuál es la que permite aproximarse a las realidades desprevenidamente, para justipreciarlas, si no es el liberalismo?
Hace un par de meses, desde París, respondí a la pregunta de un periodista acerca de cuál sería el remedio para el turbión social y económico en que nos debatimos, diciendo que el pueblo lo que estaba reclamando no eran promesas sino que se le dijera la verdad. Admitir sinceramente cuáles son los males que se pueden remediar, cuáles son superiores a nuestras fuerzas. Abstenerse de los grandes esquemas, como de los pajaritos de oro, para decir en un idioma llano que las terapéuticas conocidas han fracasado. Y tratar de garantizar lo del diario. Fue lo que hizo Olaya. Regresó de los Estados Unidos con el viejo y manido concepto de que un empréstito norteamericano por veinticinco millones de dólares lo arreglaba todo. Bien pronto pudo darse cuenta de que, en aquella crisis mundial, ni siquiera podría Colombia conseguir esa suma. Prestándole oído al doctor Jaramillo, buscaron caminos nuevos, soluciones a la colombiana, herejías como las que acabo de señalar. No por el prurito de ser originales sino imaginativos. Cada nuevo descubrimiento científico obedece a un divorcio con lo cotidiano, con lo sabido, con lo gastado. Entre tanto, se sentaban, silenciosamente, las bases del despegue industrial en la vida colombiana. Sin saberlo, se adopta un modelo de desarrollo y se ponía en ejecución un plan que debía durar por más de treinta años. Se diseñó la estrategia para la industrialización del país, poniendo las divisas provenientes de la agricultura a fomentar el desarrollo de la industria, entregando parsimoniosamente a la sustitución de importaciones los dólares, escasos hasta hace cuatro años.
Olaya no se equivocó sobre la tarea. A quienes le proponían grandes reformas de la Constitución y del Concordato, les recordaba su compromiso de hacer un gobierno de transición. Ni la guerra con el Perú torció el rumbo de sus propósitos. Reformó la Ley de Petróleos, permitiendo que se perforara el territorio nacional en busca de hidrocarburos, como no se había hecho nunca antes. Le abrió el paso a la Concesión del Catatumbo, conocida como la Concesión Barco, y, como ocurre siempre, al lado de los reparos técnicos, comenzaron a prosperar en la sombra las suspicacias. A quienes le exigían desde la calle un ritmo distinto para la modernización del país e intentaban presionarlo, los ponía a raya. El doctor Carlos Lleras Restrepo una noche fue a parar a la cárcel y quién sabe cuántos más hubiéramos corrido la misma suerte, de haber tenido años e influencia en la ciudad. Los universitarios de entonces no lo entendíamos, y el anuncio de la república liberal parecía que iba a poner término a una transición demasiado larga. Hoy tenemos que reconocer que cada día trae su afán y, como dice la Biblia, “tiempo hay de sembrar y tiempo de recolectar”.
Presidencia monárquica fue la suya y las que le sucedieron, mas no por las disposiciones de la carta constitucional sino por el influjo y la presencia de personalidades avasalladoras, cada una con su propio estilo, como lo fuera en el siglo anterior la de Mosquera, pese a la Constitución de Rionegro.
Tuvo alguna vez Olaya la osadía de nombrar ministro de Guerra al doctor Carlos Adolfo Urueta. Era el primer ministro de Guerra liberal desde 1885. Algunos periodistas, como don Luis Cano, que habían adelantado una violenta campaña contra el doctor Urueta, se presentaron a palacio a reclamarle al presidente su determinación. La expectativa crecía en la ciudad y algunos cronistas esperaban ansiosos en la carrera séptima el resultado de la entrevista, cuando vieron salir mohínos a quienes habían pretendido imponerle condiciones al presidente. Con arrogancia de conductor de multitudes, Olaya se había negado a aceptar la tutela de los periódicos, que tanto habían contribuido a su victoria en las urnas. Poco a poco el Partido Liberal se fue aglutinando a su alrededor y la oposición de un sector del Partido Conservador se fue haciendo más acerba, más rencorosa, más sectaria. No hubo cargo que no se formulara contra el presidente o contra sus ministros, liberales y conservadores, por igual. Particularmente a propósito del Protocolo de Rio de Janeiro, que puso fin a la guerra con el Perú, se revivieron en contra suya y de sus colaboradores las más recónditas pasiones, utilizando el nacionalismo para acusarlo de traición a la patria. Un hermoso poema de Guillermo Valencia da cuenta del clima de aquellos días. Llevaba por título latino el de Causa nost rae Laetittae (Por causa de nuestra Leticia).
Apenas habían transcurrido unos pocos meses después de dejar el mando, cuando ya las multitudes se aglutinaban en torno suyo. La sevicia conservadora lo había convertido en símbolo de su partido. La muerte lo sorprendió, prematuramente, cuando tenía asegurada por segunda vez, sin contendor, la banda de los presidentes.
La reelección presidencial en Colombia ha tenido un anecdotario singular. En el curso del siglo xx, en el período que corresponde a los conservadores propiamente dichos, no hubo una sola reelección presidencial. El liberalismo, en cambio, tiene una larga tradición reeleccionista, que viene desde el siglo xix. Santander, Obando, Mosquera, Murillo Toro y Núñez le enseñaron al liberalismo a ser reeleccionista. Al reconquistar el poder en 1930, surgió, en cabeza del ex presidente Olaya, la misma tendencia, por primera vez en el siglo xx. ¿Cómo cobró auge otra vez una práctica tan contraria al espíritu de renovación propio del liberalismo? No sólo la tradición del partido sino la propia idiosincrasia de Olaya Herrera debieron desempeñar un papel en esta evolución. El haber permanecido tanto tiempo en los Estados Unidos, donde la institución de la reelección es semejante a una prórroga del periodo presidencial, debió hacer que el ex presidente Olaya la mirara como algo natural. Ningún presidente de la Unión deja de presentarse para su propia sucesión. No existe, sin embargo, paralelo alguno entre la reelección inmediata, sin solución de continuidad y la reelección después de uno o dos períodos presidenciales, cuando ya las circunstancias y el ritmo de la tarea administrativa han cambiado totalmente. Sólo el primer Roosevelt trató de hacerse reelegir desde fuera de la Presidencia y, como dice su biógrafo Gardner, dejó “evaporarse su gloria”, buscando dos y tres veces la reelección después de haber dejado el gobierno.
En el caso de Olaya pienso que su segunda gestión no hubiera sido tan afortunada como la primera, porque el ansia de un ritmo distinto y de reformas claramente liberales orientaba la política hacia otros horizontes. Su muerte nos privó de una experiencia que lo mismo hubiera podido darle una nueva dimensión histórica a su figura como no agregarle nada a su gloria. El hecho ha sido que desde aquella primera tentativa de regresar al gobierno, a la cabeza de sus amigos, el Partido Liberal ha expresado periódicamente una tendencia reeleccionista semejante a la del siglo pasado. Es una práctica que he considerado frecuentemente injustificada porque interfiere con el normal ejercicio del gobierno, al buscarle un sucesor al presidente en la persona de su antecesor, cuando todavía no han transcurrido dos años de mandato. Con ocasión de la Reforma Constitucional de 1977, por medio de la cual se convocaba una Asamblea Constituyente, quise yo extirpar de raíz esta práctica, a partir de mi propio caso, para que no se pensara que la enmienda iba dirigida en contra de mis antecesores. Fui derrotado en mi empeño, y regañado, a título de estar interviniendo en política, por haber sustentado en la plaza pública una tesis intemporal como la de no reelección.
¿Por qué aceptaba Olaya la reelección? Había sido un enamorado de las dificultades y su temperamento era el de un luchador. Una reelección ganada de antemano, prácticamente sin campaña y sin correr riesgos, se avenía mal con su temperamento de animal político. El estudiante que había encabezado el motín contra el general Reyes, el de defensor del Tratado Urrutia-Thompson contra el jefe y los escritores más ilustres de su propio partido, el par de Laureano Gómez en la arena parlamentaria, el hombre que había servido de símbolo de la reconquista liberal, considerada entonces como imposible, ¿qué tenía que hacer con esta candidatura, servida en bandeja de plata? Tal vez veía en su reelección un acto reivindicatorio. En contra de Olaya se habían esgrimido las armas más bajas, se habían hecho circular las más innobles consejas, se había buscado por todos los medios rodear de sinsabores y amarguras los últimos meses de su ejercicio presidencial, y él no era hombre de arredrarse ni de desistir de un propósito por consideraciones de tranquilidad personal. Veía la conjura contra su nombre y en un momento de exaltación, a las pocas semanas de retirarse de la Presidencia se vio obligado a decir: “Lo que quieren mis enemigos es hacerme correr la suerte de los Alfaros, arrastrados por las turbas clericales a lo largo y ancho de las calles de Quito”.
A partir de 1930 el Partido Liberal colombiano, a semejanza del Demócrata norteamericano, comenzó a girar sobre el inmenso crédito que obtuvo con la gestión de Olaya para salvar la crisis y las reformas que lo institucionalizaron como el partido del pueblo. Los estudiantes, los obreros, los protestantes, la mujer, cuando apenas daba los primeros pasos en la vida pública, hicieron de nuestro partido una inmensa coalición de minorías que permitió victorias como la del 21 de abril de 1974. ¿Qué falta ahora para proseguir el camino? Reformas tan inaplazables como la del régimen de las regiones, llámese descentralización o nuevo federalismo, pero, si algún mensaje se quiere oír de mis labios de antiguo combatiente, tengo que decir, con toda honradez, que quien aspire a la Presidencia a nombre de nuestro partido debe, en mi sentir, volver a la política de épocas de crisis que practicó el presidente Olaya Herrera. Velar, antes que todo, por lo del diario. Apelar a la imaginación cuando las viejas recetas familiares no alivian las dolencias. Poner la voluntad política al servicio de quienes tienen conocimiento en cada ramo, en lugar de recurrir al fácil expediente de los memorandos, para hacer alarde de erudición en las mesas redondas, con sólo llevar grabadas en la memoria unas cuantas cifras. El mundo está de regreso de tales procedimientos, y ahora, cuando se celebran los cincuenta años del episodio político más trascendental en nuestro siglo xx, bien vale la pena volver el rostro hacia el pasado, así sea, como se dice en las carteleras de los cines, una película para mayores de cincuenta años.
Al Partido Liberal lo resucitaron las ideas, no los puestos ni el dinero. Al Partido Liberal lo enriqueció electoralmente el ejercicio del gobierno, gracias a que pudo extender sus alas protectoras sobre todos los sectores débiles de la población. Al Partido Liberal lo fecundó la inteligencia natural de sus primeros conductores de este siglo, sin la abrumadora carga de citas propias y ajenas. Haber salvado a la nación de una crisis de superproducción a nivel mundial, cuando había más bienes y servicios que dineros con qué comprarlos, hasta haber conseguido restablecer el equilibrio, les presenta el desafío a nuestros jóvenes para hallarle una solución a esta crisis, de otro tipo, en donde con tantas divisas, con tantos ingresos por diversos conceptos, con un comercio exterior en permanente expansión y un empleo creciente, no hemos conseguido hacer descender los frutos de la prosperidad de unas minorías hasta la totalidad de la población.
Lo que se está disputando en Colombia, como en 1930, es cuál partido corre el telón en este nuevo episodio de nuestro discurrir como nación.
¿Vamos a perder o a ganar los próximos cincuenta años?