- Botero esculturas (1998)
- Salmona (1998)
- El sabor de Colombia (1994)
- Wayuú. Cultura del desierto colombiano (1998)
- Semana Santa en Popayán (1999)
- Cartagena de siempre (1992)
- Palacio de las Garzas (1999)
- Juan Montoya (1998)
- Aves de Colombia. Grabados iluminados del Siglo XVIII (1993)
- Alta Colombia. El esplendor de la montaña (1996)
- Artefactos. Objetos artesanales de Colombia (1992)
- Carros. El automovil en Colombia (1995)
- Espacios Comerciales. Colombia (1994)
- Cerros de Bogotá (2000)
- El Terremoto de San Salvador. Narración de un superviviente (2001)
- Manolo Valdés. La intemporalidad del arte (1999)
- Casa de Hacienda. Arquitectura en el campo colombiano (1997)
- Fiestas. Celebraciones y Ritos de Colombia (1995)
- Costa Rica. Pura Vida (2001)
- Luis Restrepo. Arquitectura (2001)
- Ana Mercedes Hoyos. Palenque (2001)
- La Moneda en Colombia (2001)
- Jardines de Colombia (1996)
- Una jornada en Macondo (1995)
- Retratos (1993)
- Atavíos. Raíces de la moda colombiana (1996)
- La ruta de Humboldt. Colombia - Venezuela (1994)
- Trópico. Visiones de la naturaleza colombiana (1997)
- Herederos de los Incas (1996)
- Casa Moderna. Medio siglo de arquitectura doméstica colombiana (1996)
- Bogotá desde el aire (1994)
- La vida en Colombia (1994)
- Casa Republicana. La bella época en Colombia (1995)
- Selva húmeda de Colombia (1990)
- Richter (1997)
- Por nuestros niños. Programas para su Proteccion y Desarrollo en Colombia (1990)
- Mariposas de Colombia (1991)
- Colombia tierra de flores (1990)
- Los países andinos desde el satélite (1995)
- Deliciosas frutas tropicales (1990)
- Arrecifes del Caribe (1988)
- Casa campesina. Arquitectura vernácula de Colombia (1993)
- Páramos (1988)
- Manglares (1989)
- Señor Ladrillo (1988)
- La última muerte de Wozzeck (2000)
- Historia del Café de Guatemala (2001)
- Casa Guatemalteca (1999)
- Silvia Tcherassi (2002)
- Ana Mercedes Hoyos. Retrospectiva (2002)
- Francisco Mejía Guinand (2002)
- Aves del Llano (1992)
- El año que viene vuelvo (1989)
- Museos de Bogotá (1989)
- El arte de la cocina japonesa (1996)
- Botero Dibujos (1999)
- Colombia Campesina (1989)
- Conflicto amazónico. 1932-1934 (1994)
- Débora Arango. Museo de Arte Moderno de Medellín (1986)
- La Sabana de Bogotá (1988)
- Casas de Embajada en Washington D.C. (2004)
- XVI Bienal colombiana de Arquitectura 1998 (1998)
- Visiones del Siglo XX colombiano. A través de sus protagonistas ya muertos (2003)
- Río Bogotá (1985)
- Jacanamijoy (2003)
- Álvaro Barrera. Arquitectura y Restauración (2003)
- Campos de Golf en Colombia (2003)
- Cartagena de Indias. Visión panorámica desde el aire (2003)
- Guadua. Arquitectura y Diseño (2003)
- Enrique Grau. Homenaje (2003)
- Mauricio Gómez. Con la mano izquierda (2003)
- Ignacio Gómez Jaramillo (2003)
- Tesoros del Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario. 350 años (2003)
- Manos en el arte colombiano (2003)
- Historia de la Fotografía en Colombia. Museo de Arte Moderno de Bogotá (1983)
- Arenas Betancourt. Un realista más allá del tiempo (1986)
- Los Figueroa. Aproximación a su época y a su pintura (1986)
- Andrés de Santa María (1985)
- Ricardo Gómez Campuzano (1987)
- El encanto de Bogotá (1987)
- Manizales de ayer. Album de fotografías (1987)
- Ramírez Villamizar. Museo de Arte Moderno de Bogotá (1984)
- La transformación de Bogotá (1982)
- Las fronteras azules de Colombia (1985)
- Botero en el Museo Nacional de Colombia. Nueva donación 2004 (2004)
- Gonzalo Ariza. Pinturas (1978)
- Grau. El pequeño viaje del Barón Von Humboldt (1977)
- Bogotá Viva (2004)
- Albergues del Libertador en Colombia. Banco de la República (1980)
- El Rey triste (1980)
- Gregorio Vásquez (1985)
- Ciclovías. Bogotá para el ciudadano (1983)
- Negret escultor. Homenaje (2004)
- Mefisto. Alberto Iriarte (2004)
- Suramericana. 60 Años de compromiso con la cultura (2004)
- Rostros de Colombia (1985)
- Flora de Los Andes. Cien especies del Altiplano Cundi-Boyacense (1984)
- Casa de Nariño (1985)
- Periodismo gráfico. Círculo de Periodistas de Bogotá (1984)
- Cien años de arte colombiano. 1886 - 1986 (1985)
- Pedro Nel Gómez (1981)
- Colombia amazónica (1988)
- Palacio de San Carlos (1986)
- Veinte años del Sena en Colombia. 1957-1977 (1978)
- Bogotá. Estructura y principales servicios públicos (1978)
- Colombia Parques Naturales (2006)
- Érase una vez Colombia (2005)
- Colombia 360°. Ciudades y pueblos (2006)
- Bogotá 360°. La ciudad interior (2006)
- Guatemala inédita (2006)
- Casa de Recreo en Colombia (2005)
- Manzur. Homenaje (2005)
- Gerardo Aragón (2009)
- Santiago Cárdenas (2006)
- Omar Rayo. Homenaje (2006)
- Beatriz González (2005)
- Casa de Campo en Colombia (2007)
- Luis Restrepo. construcciones (2007)
- Juan Cárdenas (2007)
- Luis Caballero. Homenaje (2007)
- Fútbol en Colombia (2007)
- Cafés de Colombia (2008)
- Colombia es Color (2008)
- Armando Villegas. Homenaje (2008)
- Manuel Hernández (2008)
- Alicia Viteri. Memoria digital (2009)
- Clemencia Echeverri. Sin respuesta (2009)
- Museo de Arte Moderno de Cartagena de Indias (2009)
- Agua. Riqueza de Colombia (2009)
- Volando Colombia. Paisajes (2009)
- Colombia en flor (2009)
- Medellín 360º. Cordial, Pujante y Bella (2009)
- Arte Internacional. Colección del Banco de la República (2009)
- Hugo Zapata (2009)
- Apalaanchi. Pescadores Wayuu (2009)
- Bogotá vuelo al pasado (2010)
- Grabados Antiguos de la Pontificia Universidad Javeriana. Colección Eduardo Ospina S. J. (2010)
- Orquídeas. Especies de Colombia (2010)
- Apartamentos. Bogotá (2010)
- Luis Caballero. Erótico (2010)
- Luis Fernando Peláez (2010)
- Aves en Colombia (2011)
- Pedro Ruiz (2011)
- El mundo del arte en San Agustín (2011)
- Cundinamarca. Corazón de Colombia (2011)
- El hundimiento de los Partidos Políticos Tradicionales venezolanos: El caso Copei (2014)
- Artistas por la paz (1986)
- Reglamento de uniformes, insignias, condecoraciones y distintivos para el personal de la Policía Nacional (2009)
- Historia de Bogotá. Tomo I - Conquista y Colonia (2007)
- Historia de Bogotá. Tomo II - Siglo XIX (2007)
- Academia Colombiana de Jurisprudencia. 125 Años (2019)
- Duque, su presidencia (2022)
Alfonso López Pumarejo
Texto de: Alfonso López Michelsen.
Fue un accidente el que hubiera nacido en Honda. Mi abuelo Pedro A. López, era bogotano raizal. Los restos de su padre, Ambrosio López, el organizador de las Ligas Democráticas de Bogotá, reposan bajo el altar mayor de la iglesia de las Nieves. Su madre era costeña, valduparense, como se decía entonces, vallenata, como se dice ahora, con mucho orgullo. Mi abuelo trabajaba en Honda en la casa de Miguel Samper e hijos y allí conoció a Rosario Pumarejo, huérfana de padre y madre, de quien se había hecho cargo el comerciante de Santa Marta, don Joaquín de Mier y doña Josefina Pumarejo de Mier, su tía carnal. En Honda vivió hasta los diez años y, en este sentido, puede decirse que era tolimense.
De su madre conservaba un recuerdo vago e impreciso. Murió cuando él apenas tenía siete u ocho años. Recordaba sus ojos verdes y el afán de vestirlo con esmero. Sólo tarde en la vida, siendo ya presidente, conoció a Valledupar y la casa solariega de la familia Pumarejo, que todavía subsiste, en la plaza mayor, que hoy lleva el nombre de Parque Alfonso López Pumarejo. Algunos miembros de la familia Castro Monsalvo me han relatado, una y otra vez, la historia de su primera visita a Valledupar. Llegó de Riohacha de noche, en medio de un entusiasmo desbordante y conoció entonces personalmente un gran número de personas que figuraban desde hacía años en la correspondencia familiar. Lo llevaron al inmenso dormitorio, con el cielo raso muy alto, como eran las construcciones de tierra caliente entre las familias acomodadas, y le señalaron el sitio donde había nacido su madre. Al día siguiente parientes y amigos que la habían conocido de niña le enseñaron fotografías y cartas con confidencias de su época de novia y de recién casada.
Viajó por las sabanas a lo largo de la actual carretera desde Valledupar hasta Fundación y pudo conocer, después de cincuenta años, aquel patrimonio mitológico que había heredado de su bisabuelo Pumarejo, el hombre más rico del país, al decir del viajero suizo Sisber, que visitó a Colombia en la segunda mitad del siglo pasado y publicó algunas anotaciones sobre lo que hoy es el Cesar. Conoció –digo– aquel globo de tierra de 150 000 hectáreas, del cual nunca estuvo en posesión, pero sobre el cual tenía derechos, en haciendas de nombres sonoros: Camperucho, Leandro, El Diluvio, María Angola, El Tambor, Aguas Blancas, en donde había transcurrido la vida de su abuelo Sinforoso Pumarejo.
Pedro A. López, su padre, fue la gran admiración de su vida. Su personaje inolvidable. Un psicoanalista debería estudiar algún día el conflicto que envenenó sus relaciones en la primera juventud de Alfonso López. Lo quería, lo admiraba, lo imitaba, pero el tono de su correspondencia era casi siempre polémico, con un acento de reclamo. Es el caso frecuente entre los hijos de los grandes hombres. Porque Pedro A. López, a quien se compara con los ricos de su tiempo, porque llegó a acumular un gran capital, era un hombre muy cabal. Tenía la más hermosa letra del mundo, de la cual la de mi padre fue una imitación, y una extraordinaria claridad de pensamiento. Su educación había sido muy esmerada y en la vida adulta había tenido como mentor a don Miguel Samper, el gran ciudadano, como lo llamaron sus contemporáneos. De ahí su preocupación por la educación de sus hijos. Su afán de pagarles clases particulares con los mejores maestros, como fue el caso de mi padre, que a los doce años salía de oír al doctor Cadavid para recibir a don Miguel Antonio Caro o al doctor Rudas. La leyenda, que él mismo contribuyó a difundir, según la cual era un intuitivo, sin instrucción, carece de fundamento y ha hecho mucho daño porque fueron muchos los que a su lado se formaron sin ninguna ilustración, aspirando a suplirla con la intuición.
La ternura, que no conoció al lado de su madre, la reemplazó en su matrimonio con María Michelsen, a quien apodó cariñosamente “Pocha”, hasta el día de su muerte. Cuando fue liberado en Pasto con ocasión del cuartelazo que lo mantuvo preso por algunas horas y ella, a través del telégrafo, le pidió una palabra clave, para estar segura de que en el otro extremo era él quien contestaba, le respondió inequívocamente, Pocha. Y no hubo lugar a más dudas. Fue un miembro de familia ejemplar, con la misma naturalidad con que hacía todas sus cosas. Hasta el día de su muerte sus hijas fueron “las niñas” y sus hijos, genéricamente, “los muchachos”. A todos nos trataba con una gran familiaridad prestándoles una gran atención a nuestras opiniones, cuando aún no habíamos llegado a la mayor edad. Era festivo, espontáneo, afectuoso, le interesaban los jóvenes, le aburrían los viejos. Detestaba las personas solemnes. Si hubiera vivido en la edad de los hippies, hubiera tratado de comprenderlos. El daño que procuraron hacerle sus enemigos, presentándolo como un bohemio, de corazón ligero, lo protege todavía contra el transcurso del tiempo. Es una imagen que atrae a la juventud.
Los últimos días de López
Nunca había estado enfermo de cuidado. Nunca lo acompañamos al pie de su lecho en veladas de aquellas en que interminablemente se decide entre la vida y la muerte por obra de una intervención quirúrgica o de las modernas drogas, que nos hemos acostumbrado a llamar milagrosas, en razón de sus pasmosos e inesperados efectos. Sin embargo, desde la infancia, el día en que la muerte iba a privarnos de su sombra tutelar nos asediaba como la más inevitable y cruel de las hipótesis.
Fue tal vez hacia fines de 1956 cuando la inminencia de un desenlace próximo de sus días fue perfilándose distintamente. No lo sospechaba él mismo, pero los médicos, que, de tiempo atrás, estaban familiarizados con su dolencia del riñón nos lo hicieron saber. Su vida podía durar aún tres, cuatro, quizás seis años, pero ya un proceso implacable, más irreversible que el del propio cáncer, iría intoxicando su organismo a través del riñón esclerótico, que la ciencia mal podía rejuvenecer. Así fue. Los primeros años, cuando su salud, que siempre había sido de hierro, empezó a declinar, él se explicaba así mismo sus achaques como la reacción de un organismo intolerante a los antibióticos cuando la necesidad lo obligaba a tomarlos. Ignoraba que una incurable infección renal minaba su salud y, hasta las últimas semanas, daba su propia versión sobre sus quebrantos. “No sé si te he contado –me decía– empleando un giro que le era familiar, que el médico en París me dio unos antibióticos en dosis muy altas y casi me mata. Mi organismo no los resiste… Es lo que a veces trata de repetirme”.
En noviembre de 1958, cuando había venido a los Estados Unidos a celebrar el arreglo de la deuda externa de Colombia y a representar a la república en la Asamblea de las Naciones Unidas, yo había venido a saludarlo desde México y me sorprendió, por primera vez, verlo fatigoso y taciturno. Era la época en que se quedaba súbitamente dormido en medio de un diálogo y experimentaba un cansancio físico visible al ascender por una escalera medianamente empinada, como es la de la entrada del Hotel Waldorf Astoria por la Avenida Lexigton, a donde íbamos frecuentemente a comer en aquellos días.
Juntos paseábamos por New York, y él, que nunca había sido dado a las reminiscencias pero que traía siempre a cuento las mismas anécdotas de su juventud para ilustrar sus teorías económicas o políticas, hablaba del pasado, inmediato o remoto, con una nostalgia nueva en sus labios: “Pensar que cuando llegamos aquí por primera vez con mi papá el National City Bank tenía sólo diez millones de dólares de capital…” “Por aquí empezaron el subterráneo”, me decía, señalándome una de las estaciones de down town, el centro comercial de New York. “Antes se llegaba en tranvía hasta la oficina de Pedro A. López & Cía., en el mismo edificio en donde ahora trabaja Carvajalito, que hoy parece tan viejo, pero que en ese entonces era uno de los mejores”.
“¿Tú sabes mi cuento sobre el general Herrera?” Mil veces se lo había oído relatar, pero para no desengañarlo le pedía que me lo narrara. “Pues, iba una vez por aquí, por Broad Street, con un liberal herrerista que hacía unos minutos me había leído una carta de Colombia en la que le contaban las enormidades que el general nos endilgaba a los civilistas que lo atacábamos…” Entonces yo le dije: “¿Usted sabe dónde estamos? Aquí es el Tesoro de los Estados Unidos. En ese otro edificio queda la bolsa. Allí el Banco de Morgan. Esa callejuela, que parece tan modesta, es Wall Street. Aquí se juega el destino del mundo en las cotizaciones de los papeles, del oro, del café, del petróleo, del algodón, del trigo… Es el centro de gravedad del universo, pero, sobre todo, de la América Latina… Y, ahora, dígame (y en ese momento alzaba la voz) ¿qué tiene que ver el general Herrera con todo esto? ¿En dónde figura este mundo dentro de las concepciones políticas del general Herrera?” El cuento, como la mayor parte de los suyos, no terminaba. Nadie supo nunca qué había contestado el interlocutor, pero la anécdota quedó circulando en la leyenda, citada por sus contertulios habituales, que todavía la traen a cuento para ilustrar el carácter parroquial de muchos episodios de la política colombiana.
Otras veces se tornaba sentimental: “¿Te acuerdas de cómo le gustaban a tu mamá las flores de New York? La última vez, cuando ya estaba muy mala y vivíamos en Park Avenue, le hice llegar un ramo en el Valentine’s day (el día de la novia) sin tarjeta, y ella se quedó sin saber nunca quién se lo había mandado”.
Pero, bajo la apariencia jovial, con la costumbre que tenía de darle un trato casi juguetón a sus amigos, ya andaba herido de muerte. Alfonso Araújo y José Gutiérrez Gómez, compañeros suyos en la onu, en New York, y en el Comité de los 21, en Washington, me relataron después la angustia con que lo veían decaer día tras día y el temor, no por silenciado menos constante, que abrigaban de encontrarlo muerto de repente en cualquier lugar. Una noche, al salir de una comida en casa de los esposos Araújo, situada en la Quinta Avenida, les asaltó a Alfonso y a Emma el temor de que algo le sucediera camino de su hotel, por lo inquietante de la lividez de su rostro aquel día. Por medio del teléfono se pusieron a verificar si había llegado de regreso a su hotel y preocupados por la demora empezaron a buscarlo. Una hora después, cuando había comenzado a cundir la alarma llegó caminando muy lentamente y respirando con dificultad. Se había sentido mal –“achajuanado”– como él decía con una palabra de su propio léxico, tan peculiar, y se había refugiado en una farmacia del vecindario en donde había descansado por más de una hora. En otra oportunidad, tal vez el día mismo de su célebre intervención como presidente del Comité Interamericano de los 21, cuando con tanto énfasis recabó la urgencia de una mayor ayuda económica norteamericana, para poner en marcha la “operación panamericana” del presidente del Brasil, José Gutiérrez Gómez lo notó tan agotado, cuando iba a tomar el tren de regreso de Washington a New York que, en lugar de despedirse, optó por embarcarse con él en el mismo vagón, sin equipaje y sin sombrero. Temía que algo le sucediera en el camino, y en efecto, a los pocos minutos, perdió el conocimiento y sólo, gracias a una oportuna copa de cognac, suministrada por el propio José, pudo reaccionar. Santiago Salazar me ha contado cómo ambos lo acompañaron hasta su apartamento del hotel, en donde, casi como un autómata, fue hasta la cocina y regresó con una botella de champaña y una lata de caviar, suplicándoles que se quedaran unos minutos más departiendo y celebrando que no le hubiera ocurrido nada. Al día siguiente volvía a la misma vida despreocupada de siempre.
¿Por qué aceptó entonces la embajada de Londres, un año más tarde, en condiciones tan precarias de salud que a nadie podía escapársele que moriría en el desempeño de su misión? Un tejido de consejas, como suele ocurrir tan frecuentemente en la política colombiana, envuelve esta última etapa de su vida pública sobre la cual habrá de hacerse luz algún día, cuando, al escribirse una biografía suya con interés rigurosamente académico, se analice, en última faz, su pensamiento político. En esferas allegadas al gobierno nacional se hizo circular por algún tiempo la especie de que, desgarrado entre sus afectos, vale decir, su cariño por su hijo y por el grupo de amigos que lo acompañaban en su campaña contra la alternación, los cuales se habían contado entre sus más fieles seguidores desde los bancos de la universidad, y sus convicciones frentenacionalistas, como su adhesión al presidente Lleras, había optado por escurrir el bulto, yéndose a vivir al extranjero. No faltaron quienes en las reuniones sociales insinuaran a mis familiares la conveniencia de que nosotros abandonáramos nuestra campaña contra la alternación para que mi padre pudiera morir tranquilo en suelo colombiano. Nada más inexacto. Se necesitaba no conocer su carácter, tan redondamente afirmativo, para imaginárselo sacándole el cuerpo a un problema semejante, en actitud vecina de la cobardía moral o del escapismo psicológico, tan combatido por el psicoanálisis contemporáneo. Horas antes de dejar a Colombia, cuando unos políticos impertinentes del Huila quisieron ponerlo frente al dilema de autorizar o desautorizar la política de “La Calle”, les respondió, en el que fuera su último documento público, que no buscaran un tan pobre pretexto para conseguir que él excomulgara a los que no estaban matriculados en las capillas oficiales del partido ni disfrutaban de los derechos de ocupación electoral sobre determinados territorios, a que se creían acreedores ciertos políticos.
Otros, entre sus amigos más íntimos, atribuyen su determinación de ir a morir, que no a vivir, a Londres, a la sensación de incomodidad que le producía una situación política dentro de la cual el gobierno del Frente Nacional, que él había ayudado tan decisivamente a constituir, lo tuviera pospuesto, sin tomar en cuenta su opinión para ninguna de las decisiones de alta política, sin perjuicio de comprometerlo a los ojos del público y hacerlo aparecer solidario de su gestión. Tampoco corresponde a la realidad de los hechos esta versión. Es cierto que después del acto de posesión del presidente Lleras, el 7 de agosto de 1958, sólo volvió a comunicarse con el presidente en contadas ocasiones, en el curso de aquellos primeros meses de su administración, pero, en cambio, a través del canciller Turbay, se le mantenía informado casi cotidianamente del curso de los acontecimientos. No se solicitaba su opinión por intermedio del doctor Turbay, como si lo había hecho la Junta Militar, por el mismo conducto, pero muy pocas cosas del juego político ocurrían sin que él estuviera al tanto, oportunamente. Nada obligaba al presidente de la república a pedirle su opinión, máxime cuando el estado de su salud no le permitía desarrollar la misma actividad del año anterior, cuando, en estrecha colaboración con los jefes del liberalismo y del Partido Conservador, había adelantado la campaña que diera al traste con la dictadura, y así lo entendía y lo aceptaba en la intimidad del hogar, como el obligado corolario de sus achaques. Muchas veces, cuando ya pasaba la mayor parte del tiempo en su cama de la casa de la calle 18 y sus hijos llegábamos a acompañarlo en las horas de la tarde, nos decía, entre halagado y escéptico: “Turbay llamó a decir que venía más tarde. Quién sabe qué está pasando” y, en efecto, el canciller, después de una serie de entrevistas con personajes de cada uno de los grupos políticos, venía a hacerle un sumario de aquella jornada, siguiendo una afectuosa tradición, ininterrumpida desde el gobierno provisional de la Junta Militar.
“Me mandan a Turbay a envolatarme”, decía, con un término muy suyo, y sin ninguna amargura.
En realidad, estaba en la naturaleza de su mal una urgencia inaplazable de trasladarse de un lugar a otro, un apremio de viajar, una especie de desasosiego fisiológico, que lo obligaba a desplazarse hacia nuevos horizontes, en busca de un cambio. En las últimas semanas de su vida, ya encerrado entre las cuatro paredes de su alcoba, esta manía locomotriz se tradujo en el vicio de deambular en la noche en la residencia donde murió.
Tan apremiante se hacía a sus ojos la urgencia de moverse, que la misma fecha en que abandonó por última vez el territorio nacional, en un súbito arranque de impaciencia, porque el itinerario del viaje no se definía, había comprado simultáneamente dos pasajes de avión: uno para irse a los Llanos y otro para irse a Londres, en su afán de dejar a Bogotá a cualquier precio y en cualquier dirección. De idéntica manera, la muerte lo sorprendió cuando ya había renunciado a la embajada de Londres y se aprestaba para regresar a Colombia con la idea de establecerse en Medellín, en donde contaba con un extenso círculo de amigos.
La vida en Londres fue, desde el día de su llegada, un milagro de voluntad y energía por parte suya y abnegada devoción por parte de su mujer. Las noticias que nos llegaban de los amigos que acudían a visitarlo en la embajada se hacían cada vez más pesimistas y, aun para el más lego, era claro que apenas podía sobrevivir unos pocos meses a la llegada del otoño y del invierno. Cecilia y yo habíamos sido invitados a visitar la China roja y la Unión Soviética a mediados de septiembre y, por carta, habíamos convenido en que de regreso pasaríamos por Londres y viajaríamos a Colombia juntos en la primera semana de noviembre. Como el avión no hacía escala en Inglaterra, lo llamé por teléfono de New York y me sorprendió oírlo más animado y optimista que de costumbre. Cuál no sería su sorpresa, unas horas más tarde, cuando por una alteración en la ruta de la SAS, le hacíamos saber por teléfono, que acabábamos de llegar a Londres y que podíamos pasar una hora juntos antes de proseguir nuestro vuelo a Praga y a Moscú.
Cuando llegamos a la casa de Wilton Crescent, que el chofer del taxi tardó mucho tiempo en encontrar, estaba en la cama, pendiente de nuestra llegada, ansioso de aprovechar al máximo los pocos minutos de que íbamos a disponer para cambiar ideas, recogiendo y suministrando las más heterogéneas informaciones, como era su costumbre. Seguía muy interesado en la política, como si el problema de su salud fuera cuestión de poca monta, y me hablaba, con la mayor naturalidad, de sus planes para 1960, tal como si contara con un amplio crédito de vida, con número ilimitado de días en el futuro. Como quiera que yo no mostraba ningún entusiasmo por lo que él consideraba una nueva y posiblemente brillante intervención suya en el curso de los acontecimientos nacionales, súbitamente me preguntó: “¿Por qué crees impracticable mi regreso a la política activa?”. En un arranque de realismo tuve que contestarle abruptamente: “Porque nadie cree que tengas salud para llevar adelante una campaña intensa, y todos los políticos están buscando posiciones y jugando cartas con los ojos puestos en las elecciones de marzo”. Se incorporó en ese momento, para ir a buscar un papel y Cecilia y yo, que no lo veíamos hacía meses, quedamos sorprendidos de la forma como se había adelgazado y de cómo sus piernas extenuadas podían sostener el volumen de su cuerpo. El contraste entre su estado físico y su energía espiritual se hacía aún más dramático escuchando aquella conversación en la cual se empeñaba en demostrarme que yo me equivocaba sobre su verdadera condición física.
“¿Y qué dicen en Colombia, qué estoy muy enfermo?”.
“Si, que estás enfermo de cuidado”.
“¡Pendejadas! ¡Pendejadas! Los periódicos siempre me andan inventando cosas desde hace 50 años, pero nadie les cree. El público ya está acostumbrado a ver que quieren sacarme del ruedo con cualquier pretexto; pero no les creen. Lo que pasa es que el frío de Londres me hace daño. Sobre todo ahora que comienza el invierno; pero yo no estoy malo. Pregúntaselo a Olga”. Y Olga, desde la entrada, nos había saludado comentando lo grave y desesperado que juzgaba el estado de su salud.
Religiosamente le escribí cada semana, relatándole nuestras experiencias detrás de la “cortina de hierro”. No esperaba de parte suya ninguna respuesta, después de haberlo visto tan postrado aquella mañana en Londres. Del Hotel de la Paz, en Shanghai, le envié un cable inquiriendo sobre el curso de su enfermedad. Me contestó, a los dos días, anunciándonos el éxito de una nueva transfusión de sangre y la formación del nuevo gabinete por el presidente Lleras, al que ingresaba Jorge Enrique Gutiérrez Anzola, a quien él sabía que me ligaba una vieja amistad, como ministro de Gobierno. Fue su último cable, en una correspondencia que duró 40 años, desde cuando se ausentaba en fabulosos viajes al exterior, a Europa y a los Estados Unidos, de los que regresaba cargado de juguetes, que nosotros le pedíamos en letras escritas con palotes que mamá nos enseñaba a dibujar.
El 28 de octubre le hablé por el teléfono desde Moscú y el breve diálogo me dejó una penosa impresión de postración y decaimiento. Había sido una conversación de monosílabos: “Sí, no…” sin nada de la animación de otras épocas. Apenas, cuando le pregunté si quería que regresáramos a Londres inmediatamente, en vista de que se nos invitaba a permanecer algunos días más en la Unión Soviética, para estar presentes en la celebración del aniversario de la Revolución de Octubre que, como es sabido, corresponde al 7 de noviembre del calendario gregoriano, nos insinuó que nos quedáramos, para presenciar el desfile militar en la Plaza Roja. Dos días después, en Leningrado, el eco de su voz apagada me atormentaba como una advertencia, así que, sin consultar siquiera con mi mujer, tomé la determinación de regresar inmediatamente a Inglaterra. Desde la oficina telegráfica del hotel, procurando escribir en caracteres de imprenta y con la mayor claridad un mensaje en inglés anuncié mi regreso para el martes (Tuesday) con tan mala fortuna que, como supe después, el radio-telegrafista transmitió Thursday (Jueves), desfigurando por completo mi intención.
Aquella tarde de noviembre el avión de Moscú aterrizó en Londres con un considerable retardo y como nadie saliera a encontrarnos nos dirigimos en un autobús del aeropuerto al terminal de Kensington de donde habíamos salido dos meses antes. Tampoco allí estaban esperándonos, y conseguir un taxi, una persona que nos ayudara a cargar las maletas o un teléfono desocupado, nos tomó mucho tiempo, antes de poder ponernos al habla con la embajada. Juan, el chofer español, que trabajaba con mi padre desde hacía varios meses, no se atrevió a decirnos nada, cuando le pedí que me comunicara con él. Evasivamente me insinuó que llamaría a la señora.
“¿A dónde estás?”, fue lo primero que me preguntó Olga.
“Aquí en el terminal aéreo de Londres”
“Tu papá está muy malo. Te estamos buscando desde hace días. En la dirección que nos diste en Moscú dicen que no estás registrado. Vente inmediatamente. Los médicos creen que ya no existe esperanza ninguna de volver a Colombia”.
Nos mandó el automóvil y pronto estuvimos en el 33 Wilton Crescent, la antigua residencia del duque de Sutherland, en donde funcionaba la embajada. La casa es relativamente grande con cuatro pisos, más el sótano, en donde, según la costumbre londinense, quedan las dependencias de las cocinas y los dormitorios de los sirvientes. Con los problemas clásicos de las grandes ciudades del mundo contemporáneo, todo el servicio para atender aquel inmenso caserón lo constituía un matrimonio español con derecho a una salida semanal de todo el día, los jueves.
En la alcoba más grande de la residencia, que en otro tiempo debió pertenecer a la señora de la casa, entre varias ventanas que miran sobre la plaza, lo encontramos en su lecho, más fatigado e inquieto que nunca. Hubiérase dicho que estaba en estado avanzado de grippe, por la forma como respiraba y como se llevaba la mano a la nariz de continuo, no menos que por la dificultad que tenía para articular las palabras en la conversación. Puede ser también que la expresión muy bogotana con que Olga nos pintaba su estado contribuyera igualmente a dejar esa sensación de resfriado, que emanaba de toda su persona. “Está tupido, tupido”, nos decía, insinuando que no hilaba fácilmente los conceptos. Me acerqué a la mesa en donde yacían cartas y cables viejos de semanas sin abrir y que por la letra reconocía como de mis hermanas y de sus hijos. Era el signo inequívoco de que se abandonaba, de que la enfermedad lo dominaba más allá de toda su curiosidad y de todo afecto, por primera vez desde que yo tenía uso de razón.
Pareció regocijarse enormemente al reconocernos y, en vano, trataba de adelantar una conversación con frases entrecortadas, que siempre quedaban truncas: “Juan Uribe… Juan Uribe…”. E inútilmente tratábamos de indagar a cuál Juan Uribe quería referirse: Si a Juan Uribe Durán, su apoderado en Bogotá, a Juan Uribe Holguín o a Juan Uribe Cualla, quienes habían venido a visitarlo recientemente y con quienes tenía una vieja amistad, por ser Juan Uribe Holguín pariente de mi madre y Juan Uribe Cualla compañero suyo y de Laureano Gómez en las campañas políticas de hacía 20, 30 o 40 años. “¡Qué sé yo! “Juan Uribe… Juan Uribe…”. Hablaba luego de Carlos Echeverri Cortés, también muy amigo suyo, para tratar de relatarme anécdotas mundanas a las que era tan aficionado: “A Echeverri Cortés me lo sacaron del Jockey”. Había sido derrotado para la vicepresidencia del club, por motivos políticos y mi padre, como buen centenarista, le atribuía una desmedida importancia al papel de los clubes en la vida nacional.
Más adelante intentaba hablarme de la hija de Fernando Mazuera y Helena Aya, estudiante entonces en un colegio de los alrededores de Londres.
“Fernando Mazuera… Fernando Mazuera… tiene una hija muy linda y muy inteligente”. Supe después que en los últimos meses solía pasar largos ratos platicando con Rosario, enterándose de la vida del internado, en donde estudiaba, de las costumbres de las muchachas de la nueva generación y dándole consejos de toda índole sobre cómo debía escoger un marido cuando fuera mayor, después de haber aprovechado lo más posible su juventud. Era un rasgo característico de su vitalidad interesarse por la vida ajena y avocar con insaciable curiosidad los problemas y conflictos de las nuevas generaciones.
“Aquí estuvo Santos… muy amistoso… muy cariñoso”.
“¿Y de política?”
“Muy frentenacionalista… muy republicano… muy republicano”.
El lector se asombrará de hallar en esta narración tantos detalles triviales. Son los que tienen verdadera significación e importancia, así carezcan de alcance político, cuando se trata de reducir a sus verdaderas proporciones humanas, de pintar en la intimidad, a quien por otros muchos conceptos conocieron sus conciudadanos como hombre público a través de la imagen del estadista que la política proyectó entre las multitudes.
La noche de noviembre caía sobre Londres y, casi con impaciencia, tercamente, luchando con una dificultad casi invencible de dicción, él proseguía su monólogo en el cual los asistentes tratábamos de participar para hacérselo más verdadero. Era el comienzo del fin. Días más o días menos, llegaría el momento en que ni el episodio picante del club, ni la tesis política brillante, ni los nombres de los amigos volverían a aflorar a sus labios. Sabíamos que el plazo no era ya una incógnita de meses o de años, sino cuestión de semanas, de días, tal vez de horas. Su médico, lord Evans, había manifestado su deseo de tener una entrevista conmigo en cuanto yo regresara a Londres y ésta se cumplió en su consultorio al día siguiente, a las 6 de la tarde. No había para qué engañarse. De antemano yo sospechaba cuál sería el tema y el alcance de nuestra conversación a la cual, lacónicamente, puso término el propio doctor, con la frialdad de quien está familiarizado con la muerte.
“Su padre no puede regresar a Colombia. Científicamente es inexplicable cómo puede seguir viviendo. Desde que lo examiné en el mes de julio me di cuenta de que su muerte era cuestión de semanas, pero el milagro prosigue. Con todo, prepárese usted para lo peor en unos 10 o 15 días. Ya no hay nada que hacer. Lo he llamado a usted en representación de la familia para que tomen sus disposiciones”.
Di las gracias y salí caminando sin rumbo, sin saber exactamente cuál era la vía más corta para regresar a Wilton Crescent. Estaba en la calle tradicional de los consultorios médicos, en Harley Street, y me correspondía tomar el autobús en alguna de las esquinas de Baker Street. Hacía 25 años que había recorrido por última vez aquel barrio, aureolado en nuestra infancia por las siluetas inolvidables del doctor Watson y de Sherlock Holmes, cuyas aventuras se iniciaban casi siempre con una entrevista en el consultorio del primero, en los alrededores de Baker Street Station, y siempre se me había antojado que cualquier día iba a divisar, tras los cristales empañados de cualquiera de aquellas mansiones, la figura del padre de todos los detectives, con su cachucha peculiar y su pipa encorvada. Horas gasté en regresar a la embajada, sin preocuparme poco ni mucho por el tiempo. El bus, torpemente seleccionado, me llevaba por la más larga de las vías y un sentimiento de nostalgia me transportaba a nuestra vida de 30 años, cuando mi padre había llegado a Londres como ministro de Colombia. A cien metros de la casa de Wilton Crescent, en donde vivía ahora y en donde iba a morir, seguramente, habíamos vivido junto con mi madre, en el No. 4 de Grovesnor Crescent. ¿Quién hubiera sospechado, cuando salíamos muy de mañana, camino del liceo, en la alborada de la adolescencia, que, en la segunda casa de la cuadra, al pie del buzón de correo de la esquina, en donde depositábamos la correspondencia, estaríamos un día reunidos para verlo morir? Y, más en el pasado, en la noche de los tiempos, quién hubiera aventurado el pronóstico, cuando Mr. Merryan, comisionado por mi abuelo, lo llevó por primera vez al colegio en Brighton o cuando, como hombre de negocios, antes de la primera guerra mundial, venía en representación de Pedro A. López y Cía. a buscar créditos, que su existencia se acabaría allí mismo, cualquier día de noviembre, en la residencia de uno de los grandes señores de su tiempo, venido a menos, merced a los impuestos de los gobiernos socialistas, a dos guerras mundiales, al ocaso, en fin, del mundo capitalista del cual Alfonso López había formado parte en forma tan cabal hasta los 25 años. Más de medio siglo ciertamente, desde cuando le había cortado su primer traje sastre, Mr. Peckover, en Sackville Street, donde seguían vistiéndolo todavía; medio siglo de ser suscriptor del Manchester Guardian, del New Statesman y del Economist, que, con el Nation y el New Republic, de New York, constituían sus únicas lecturas, a través de los años. ¿Quién, entre quienes vivieron su vida íntima, no lo recuerda, con la cara fresca, por haberse afeitado antes de meterse a la cama, como acostumbraba a hacerlo, leyendo, dentro de un lecho impecable, estos semanarios? Los libros no le interesaron sino como obsequio para sus amigos. Jamás como alimento para su espíritu. Sabía, por lo que leía en las revistas, los nombres y la importancia de los libros que iban apareciendo en Londres o en New York y ordenaba varios ejemplares, para hacérselos llegar a sus compañeros de lucha política. Entraba a las librerías, en donde pasaba horas hojeando las últimas publicaciones, y acababa adquiriendo una edición más de las cartas de lord Chesterfield a su hijo o el Así hablaba Zaratustra o la Civilización de Clive Belí, libros todos que dudo fundamentalmente que hubiera leído jamás. Los llevaba consigo, como llevaba las anécdotas de su repertorio, de las cuales no se desprendía nunca y las repetía incesantemente, no sin haberle preguntado previamente al interlocutor si la de turno no se la había contado en otra ocasión. La favorita en Londres era aquella de la noche de la victoria del almirante Togo sobre la flota rusa, en los estrechos de Tushima, cuando el Japón se reveló como una potencia militar y naval de primera magnitud. Él había estado presente entre la multitud en Trafalgar Square cuando las agencias de noticias de aquel tiempo dieron el parte de victoria en los tableros luminosos, precursores de la televisión de nuestro tiempo, y aún recordaba el texto exacto de la memorable alocución del marino japonés, que tiene algo de la concisión del Veni, vidi, vici del general romano, y que yo, desgraciadamente, he olvidado.
Ahora el negocio de la muerte y en los días por venir se iba a poner en la tarea de esperarla, serena, sencilla y humanamente, como habían sido las cosas suyas.
La muerte discreta. Nada hacía sospechar en la atmósfera señorial de la casa de la embajada que por sus recámaras paseaba la muerte. El médico principal, lord Evans, había dejado al paciente a cargo de su segundo, el Dr. Atkinson, quien, a su turno, daba por agotado ¿cualquier tratamiento y sólo cada tres o cuatro días, por breves minutos iba a visitarlo, convencido, como estaba de que los recursos de la ciencia no obraban en forma alguna y que su tarea no era otra que la de evitar cualquier sufrimiento físico, que pudiera presentársele. Ni el olor del alcohol, característico de las inyecciones, ni las enfermeras circulando por la escalera, ni el ambiente tenso, cuando las gentes comienzan a caminar en puntillas, nada del hálito de cámara mortuoria flotaba en el aire. Arriba, en su lecho, él permanecía casi todo el tiempo, lúcido y silencioso, en la más incómoda de las posiciones, con la cabeza en el aire, exactamente como si se hubiera dormido boca arriba y alguien hubiera retirado la almohada en que reposaba la cabeza, dejando un vacío entre el colchón y la nuca. Todo el que entraba al cuarto se sorprendía de verlo apoyándose en la espalda, con la cabeza suspendida, y sugería que le pusieran un cojín para que pudiera descansar… Al escuchar semejante iniciativa, volvía a ser el mismo de siempre, con una explosión de impaciencia contra los que, sin solicitárselo, le daban consejos sobre cómo debía obrar en la vida o sentirse más cómodo. “¿Por qué no me dejan estar como quiero? ¿Por qué van a saber más que yo cómo me siento más cómodo?” Era la misma reacción que cuando se daba un baño de tina en su alcoba particular y permanecía de pie 10, 20 o hasta 30 minutos, en medio de la preocupación de Olga, mudo, envuelto en una toalla como un pollo mojado, pero testarudo, como un niño, diciéndole: “No, mija, yo me salgo cuando quiera. No me apures”. Y entre más se le insistía, más se negaba a salir hasta cuando, sin hablarle, ella le daba la mano y él insensiblemente se resignaba a abandonar su extraña posición.
Un dolor, que se fue haciendo más agudo con el transcurso de los días, lo atormentaba en la región inguinal y le hacía fruncir el ceño en un gesto doloroso, que sus cejas, que fueron siempre excepcionalmente arriscadas, como de ave de presa, hacían aún más notorio. El Dr. Atkinson y Olga desde hacía días estaban suplicándole que tomara sus cápsulas calmantes para aliviarle el dolor, toda vez que, con el fastidio y la desazón que siempre había experimentado por las inyecciones, las cuales se negaba a aceptar sistemáticamente, era imposible combatirlo de otro modo. Pero nunca les había hecho caso a los médicos y profesaba, de remate, una inclinación a opinar sobre sus propios males con más autoridad que ellos y a contradecirlos en sus diagnósticos con la misma vehemencia con que ponía en tela de juicio una opinión política. “La cosa no es por ahí”, parecía decirle al médico, mientras hacía signos negativos con la cabeza ante su insistencia.
Olga, que ya había desistido de hacerle tomar las cápsulas, nos pedía a Cecilia, por quien él tenía especial afecto desde niña, y a mí, que, al desgaire y en forma puramente incidental, tratáramos de hacerle ingerir el medicamento, pero él no se dejaba engañar y nos contestaba con enojo: “Esas cápsulas no sirven. Ya las he probado y le he dicho al Dr. Atkinson que no sirven. No tomo más” Y no había quien lo convenciera.
Casi todo el día transcurría en silencio, con breves intervalos, que consagraba a hacer sus planes de regreso o a protestar contra la forma como Pedro, con quien mantenía una pelea de novios, administraba las fincas de los Llanos, que era uno de sus temas favoritos, con el cual reaccionaba automáticamente. Si los ganados no engordaban, si morían los terneros, si se inundaban los potreros, la culpa era de Pedro, siempre, y no de aquellas regiones en formación, como se lo ponían de presente los críticos de sus opiniones agrarias. Otras veces recuperaba durante el día el sueño de que no había podido disfrutar en la noche y despertaba solicitando una taza de té, que se bebía a sorbos. Pero con la doncella española que le arreglaba el cuarto hacia las 10 de la mañana, se chanceaba paternalmente, como era su natural. La andaluza lo entendía a la maravilla y tal vez era en esta media hora de la mañana cuando más animado se le veía.
Llegaba la camarera, regordeta y locuaz, diciendo, mientras divisaba la taza de té de la noche y las galletas apenas empezadas: “¡Huy!, el señor embajador no ha comido nada. A mí sí me va a aceptar esta taza de té”.
“No tengo apetito y además no quiero engordarme. ¿Cuántas libras ha ganado, Dominga, en la última semana? Tiene que cuidarse esa silueta, no vaya a ser que Juan se le escape con una inglesa”.
“Cuando se levante”, proseguía la muchacha, “¿por qué no nos lleva a Colombia?” Y, al día siguiente, mientras corría las cortinas y el sol de noviembre inundaba la recámara: “Señor embajador, hoy sí que tiene buen semblante, cómo debió dormir de bien”. Hasta cuando el 17 de noviembre la doncella subió a nuestra alcoba a referirnos el diálogo de aquel día.
“El día está precioso, ¿qué hay de nuevo para hoy, señor embajador?”
Y, en efecto, aquel mes de noviembre de 1959, más parecía un mes de primavera, con un cielo azul, como sólo excepcionalmente se ve en Londres.
“Hoy, Dominga, lo de nuevo es que el señor embajador se va a morir”.
Fueron las únicas palabras que nos hacen pensar que conocía su verdadero estado y se obstinaba en no aceptar lo inevitable. De lo contrario, nadie que lo viera por varias horas, podía darse cuenta cabal de cuán próximo estaba el fin. Muchos, aún los más familiarizados con la rutina de la casa, que no entendían por qué no hacíamos venir a mis hermanas desde Colombia sino cuando fuera estrictamente necesario, se impacientaban contra aquel irse de este mundo sin aparato, contra aquella “muerte de buenas maneras”, que era como retirarse de una reunión social sin echarla a perder, sin despedirse de nadie, llevando clandestinamente el abrigo bajo el brazo.
Unos pocos amigos colombianos y los colegas del cuerpo diplomático, venían a dejar una tarjeta o eran recibidos en los salones principales, como si nada estuviera ocurriendo, hablando generalidades, mientras él, solo en su alcoba sin cruzar una palabra con nadie, elaboraba planes para fijar su domicilio en Medellín y señalaba fechas hipotéticas para abandonar a Londres antes del invierno.
Tan imperceptible fue la llegada de la muerte que, tres días antes, el almirante Piedrahíta y su señora, de paso en Londres, fueron a saludarlo en desarrollo de una vieja amistad que las vinculaciones políticas del período de la Junta Militar, en la cual el almirante desempeñó un papel tan destacado, habían estrechado aún más. Por horas enteras permanecieron en el salón, tomando el té y comentando las noticias de Colombia, pendientes de verlo aparecer por la escalera para ofrecer uno de aquellos cocktails, que él mismo preparaba, como había ocurrido siempre. No sospecharon el estado de postración a que había llegado sino cuando tímidamente nos preguntaron si podían verlo. Grande fue su asombro cuando supieron que la muerte estaba tan próxima y aquella misma noche se despedían con una carta en que nos expresaban su pesar.
Hacía unos 20 años, estando en New York, al recibir el cable redactado en inglés dando parte sobre la muerte de un viejo amigo suyo, me había hecho una observación que, retrospectivamente parecía concebida para su propia muerte. “¿Te has fijado qué poco dramática es la lengua inglesa? Las palabras morir, fallecer, expirar, no tienen cabida. He passed away (así rezaba el cable) no tienen ninguna implicación fúnebre, refleja sencilla, escuetamente, un tránsito”. Y él se iba al más allá, como quien se despide, con una sonrisa o un apretón de manos, sin entrar en muchas explicaciones.
Una tarde, cuando desprevenidamente despachaba mi correspondencia en la oficina comercial de la embajada, a unas pocas cuadras de la residencia, me llamaron de urgencia por el teléfono para que regresara sin dilación a la casa. Era imposible e inútil enterarse de lo que ocurría, porque después de la llamada el número del teléfono de la embajada permanecía ocupado todo el tiempo. Como a esa hora de la tarde no se puede conseguir un vehículo de servicio público en Londres, llegué literalmente corriendo a la casa: “¿Qué pasa?”; “¿por qué me han llamado?”; “¿se ha agravado súbitamente?”. Olga y Cecilia discurrían en el salón mientras el obispo del oratorio vecino, que había oficiado años antes su segundo matrimonio, lo confesaba en la alcoba. Nunca antes lo había oído profesar sus creencias religiosas, menos aún, practicar ninguno de los sacramentos, que desconocía por completo, en razón de haber perdido prematuramente a su madre y no haber tenido luego educación católica alguna en el internado del colegio inglés, a donde mi abuelo lo envió en su primera infancia… ¿Qué lo motivó a confesarse? La explicación íntima de sus determinaciones, la confidencia de que solía hacerme partícipe, nunca la tuve con respecto a este último acto de su vida, que contribuyó, como ningún otro, para que Olga y mis hermanas aceptaran con toda resignación su muerte, a sabiendas de que llegaba a su término en lo que la Iglesia católica llama “Gracia de Dios”.
En la alta noche, cuando ya dormían los sirvientes, la casa adquiría una dimensión nueva. Haciendo un esfuerzo sobrehumano, para salirse de la cama, después de dormir una o dos horas, se ponía de pies y en pijama comenzaba a pasearse por la alcoba, a recorrer los baños, a asomarse a la ventana, para contemplar el tráfico de los últimos automóviles que, con los trasnochadores del vecindario, recorrían Belgrave Square. Abajo, en el sótano, los empleados, agotados por el intenso trabajo del día, dormían a pierna suelta. Olga, con una solicitud admirable, bajaba y subía los cuatro pisos que separaban los dormitorios de la cocina para ir a prepararle una taza de té, que él saboreaba lentamente, sin probar siquiera las galletas que la acompañaban.
En los últimos días, después de nuestro regreso de Moscú, cuando aquella manía de deambular al amanecer se hizo más insistente, y Olga comenzó a perder confianza en su capacidad física de detenerlo, en el caso de que, casi sonámbulo, intentara bajar por la escalera y dirigirse a los salones, Cecilia y yo nos quedábamos en la alcoba, medio vestidos, al pie del lecho, para hacerle compañía. Las horas transcurrían así en un estado de alerta. En el último piso, en medio de la noche, escuchábamos intermitentemente los pasos que se arrastraban sobre la alfombra, el golpe de las puertas de los baños y sobresaltados bajábamos en carrera a ver lo que ocurría. Mudo, como un autómata, buscaba la ventana desde donde podía mirar hacia la calle en silencio, como si diera rienda suelta a sus ideas, que era su forma favorita de meditar, cuando gozaba de la plenitud de sus facultades, y sorprendía a sus interlocutores inopinadamente con una observación trivial sobre los transeúntes. Creo que hacia el alba eran sus peores momentos, porque perdía casi por completo el discernimiento y realizaba automáticamente sus correrías. En uno de aquellos amaneceres me reconoció vagamente, me miró conmovido y me dijo, trastocando los términos: “¡Ay, papacito!, cómo estoy de mal”. Como siempre, tuvimos que persuadirlo con ternura de que regresara a su lecho y a poco tiempo se quedó dormido, sin decir más.
Los amigos que tenía en todas partes seguían angustiados el curso de la enfermedad, pendientes del fatal desenlace, y llamaban en las horas más inverosímiles del tiempo en Londres, olvidando generalmente la diferencia de horario entre los dos hemisferios. Sonaba la campana, característica de las llamadas de larga distancia en el teléfono del pasillo y, del otro lado del mar, Julio César Turbay, Carlos Sanz de Santamaría, Enrique o Emilio Toro, José Camacho Lorenzana, Bernardo Cock o José Gutiérrez Gómez inquirían por su salud o se trenzaban en un diálogo con él, si la ocasión era propicia. Era de verse cómo se recuperaba y como por encanto salía del sopor en que parecía sumido, para hacer gala de la misma lucidez y humor de sus buenos tiempos. “Lo que tengo es frío. Se me cuela hasta los huesos. Por eso me voy para Medellín. Los médicos ingleses no lo entienden así porque no me han visto recuperarme con el calor. Es el mismo fenómeno que cuando voy a los Llanos”. Del otro lado del hilo telefónico el interlocutor pensaba que, después de todo, el Dr. López no estaba tan grave.
Nunca olvidaré la satisfacción que experimentó al saber que lo llamaba el presidente Lleras desde Colombia, y cómo se transformó súbitamente, hablando en un tono de voz que ya creíamos perdido para siempre. Sin embargo, unos minutos antes, había tenido yo que explicar al presidente, por otra derivación, que toda aquella historia del viaje a Medellín, de los pasajes en el jet para el 20 de noviembre, de la necesidad de que le contestaran su renuncia, mal podía distraernos de la muerte, que se hacía cada día más próxima. Hablaron unos minutos. Volvió a atribuirle al frío su mal estado de salud, a mencionar el viaje a Medellín y, cuando colgó el teléfono, volvió a entrar en el mismo sopor de siempre y a pasearse la mano por las entradas de sus escasos cabellos, como si tratara de peinarse con la mano.
Y, a mañana y tarde, cada vez que entraba yo a su cuarto, me hablaba del viaje a Medellín, de los amigos con que contaba pasar sus días, de los buenos liberales que eran los antioqueños y de lo fácil que iba a ser, para los que vivíamos en Bogotá, ir a pasar viernes, sábados y domingos a la casa de El Poblado, que yo le había conseguido para el 16 de diciembre. “¿Cómo es? ¿A dónde dices que se pueden colocar las niñas de María Mercedes? (Mi hermana menor)”. La casa era la residencia de Rodrigo y Olga Uribe, quienes a la sazón estaban en Londres y me ayudaban con afectuoso celo a llevar adelante la comedia de un contrato de arrendamiento cuyas cláusulas imaginarias iba transmitiendo a papá, empecinado en prolongar el plazo y en adelantar la fecha de la entrega, cuando el médico le daba una semana de vida.
Era un ademán muy característico suyo, cuando tenía un problema espinoso, quitarse los anteojos, colocarlos doblados sobre un mueble y antes de empezar a hablar frotarse las cejas con la palma de la mano, cogerse la nariz entre el pulgar y el índice, recorriéndola entera, para pasearse después la mano extendida por la boca y la barbilla, hasta volver a cerrarla antes de tomar la palabra. Respiraba hondo y comenzaba muy despacio: “A mí me parece… ¿Cuántas veces no repitió aquel gesto en la última semana, sin decir nada? Con la tenacidad que paseaba la mano por la nariz acabó causándose un pequeño rasguño con la uña entre la aleta y el labio superior, herida que en la agonía le fastidió mucho.
“Más o menos el 20 salimos para Medellín”, era su estribillo. Semanas antes había presentado su renuncia y solicitado sus pasajes, como si se tratara de un viaje de rutina.
Pero el dolor de la ingle, como él decía, se hacía cada vez más intenso y el doctor Atkinson contaba ya su vida por horas. Recuerdo la inmensa dificultad con que Jaime Canal, secretario de la embajada, consiguió que firmara su último cheque, para cancelar algunas deudas pendientes. Tenía una hermosa letra inglesa, de la cual siempre se había sentido muy ufano, y gustaba de rubricar la firma con una gruesa línea que vacilaba unos segundos en dibujar de un tajo, como quien apunta al blanco antes de disparar. ¡Cómo le temblaba la mano y con qué inseguridad echó aquella última firma! Le había cobrado singular afecto a Jaime y volviéndose hacia él le entregó el cheque sonriendo, sin comentarios.
Unos diez días antes de morir, precisamente un domingo, se había sentido mucho mejor y parecía que iba camino de realizar uno de aquellos fenómenos extraordinarios de recuperación que sorprendían a los médicos. Mientras se afeitaba minuciosamente, como era su costumbre inveterada, volvió a hacerme una conferencia política, en bata, dentro de lo que siempre había sido un rito, de jabón, de repasadas de la cuchilla sobre el rostro templado con la mano izquierda y de llamadas telefónicas. Fue el mejor de sus días entre nuestro arribo y su muerte. Dos o tres horas se paseó, agitando los brazos en su bata azul, deteniéndose a mirarnos inquisitivamente y alzando la voz, a medida que se entusiasmaba, relatándonos sus entrevistas con el ex presidente Santos, con quien estaba muy agradecido porque había venido a visitarlo una semana antes, con Juan Uribe Holguín, con Juan Uribe Cualla y tal vez con Gilberto Alzate Avendaño.
Como he querido proscribir deliberadamente el tema político de este recuento de hechos insignificantemente íntimos, de carácter no controvertible, dejaré para otra oportunidad el análisis de lo que pudiera calificarse como su posición definitiva frente al primer gobierno del Frente Nacional, al de la Junta Militar y a la marginización de la vida pública, que habían adoptado por entonces personalidades eminentes de los dos partidos, como los doctores Carlos Lleras Restrepo y Guillermo León Valencia.
¿Hasta qué punto se daba cuenta de la proximidad de su muerte? En aquella conversación de varias horas, en la que hubiera podido tomar algunas disposiciones últimas o pensar siquiera en tomarlas con respecto a sus hijas y al fabuloso desorden en que siempre vivieron sus asuntos, no pasó por su imaginación una sola iniciativa de esta índole. Le interesaba más, mucho más, dejar en claro que regresaba a Colombia después de haber hecho dejación de la embajada y con una renuncia aceptada. Como ya lo he dicho, constituía un motivo de preocupación para el alto gobierno, en donde se conocía la gravedad de su dolencia, que él interpretara como desatención el que no se hubiera dado respuesta a su renuncia, cuando aparecer aceptándola era exponerse a una posición desairada ante la opinión pública, que seguía día a día las peripecias de su enfermedad y consideraba cuestión de días su muerte. El futuro de la nación, el de la coalición de los partidos, el del Partido Liberal, principalmente, eran temas que embargaban más su atención que los problemas de sus familiares. Cabe pensar que, elaborando fórmulas políticas, acariciando planes para el futuro, trataba de convencerse a sí mismo de que el plazo de sus días no era tan angustioso y que iba a poder burlar la muerte. Iba a pedirle, como el personaje de la leyenda, una última espera: que le cogiera una manzana del árbol, en la ilusión de dejarla prendida en las ramas’, mientras él seguía viviendo impunemente.
Al domingo siguiente, en vista de que los dolores del riñón se hacían más intensos, el Dr. Atkinson le había recomendado un analgésico mucho más enérgico que los que habían empleado hasta entonces y él había accedido a ingerirlo. Yo mismo había salido a buscarlo, atribulado ante el gesto de dolor físico que denunciaba su rostro, e inmediatamente le había cablegrafiado a mis hermanas, indicándoles la urgencia de que volaran a Londres para asistirlo en su hora postrera. Así ocurrió. Alcanzaron a llegar en la mañana del martes, cuando aún podía articular unas pocas palabras. Temimos que el impacto de la presencia de María y María Mercedes en Londres fueran a afectarlo y Olga cariñosamente se acercó y le dijo: “Adivina quién está aquí”. Se incorporó en el lecho, miró hacia la puerta, y exclamó, echando la cabeza hacia atrás, como cuando saluda a sus huéspedes: “Ah, las niñas…”; “las niñas… los muchachos…”. Nunca, desde nuestra lejana infancia, había cambiado el modo de llamarnos: “Las niñas… los muchachos…”. Tal vez fueron sus últimas palabras coherentes: “Las niñas”.
Los sentimientos de familia habían sido los más profundos en toda su vida y, en escala ascendente, el amor por la causa de sus convicciones políticas y por su patria, que alcanzaba en ocasiones la dimensión de la ternura.
La preocupación por los suyos, el afán de extender su sombra protectora hasta para los nimios detalles no lo abandonó nunca. Asediado por la muerte, se incorporaba en su lecho para hacer las más inverosímiles recomendaciones, antes de emprender el vuelo a Medellín en el cual él mismo no podía ya creer. Había que comprarle a Pedro un abrigo gris en Harrods porque el que le había visto la última vez en Bogotá le quedaba estrecho y los abrigos que se consiguen en New York son de muy mala calidad. Había que comprarle otra maleta blanca de avión a Olga, como el juego que él le había regalado en el aniversario de su boda. Había que buscarles los regalos de llegada a las niñas de María Mercedes, que estarían pendientes del regreso de papá abuelito…
Cuatro días antes de morir, yo había sido invitado por la sociedad latinoamericana del London School of Economics para dictar una conferencia sobre mis experiencias detrás de la Cortina de Hierro. Como había sabido por Pablo Samper o Jaime Canal, que mi exposición había tenido buena acogida, había ordenado poner en el refrigerador una botella de champagne, para que brindáramos juntos, con Olga y Cecilia, después de una cena a que amablemente nos habían invitado los estudiantes colombianos de la universidad.
La víspera de su muerte, llegó de Colombia, en incomparable gesto de amistad, Emilio Toro, quien quería estar presente en su última hora. Ya había perdido el habla, pero miraba intensamente alrededor suyo, con una penetración que la falta de anteojos hacía más notoria. Yo me había puesto abusivamente una corbata suya que había sacado de su armario y me parecía que todo el tiempo trataba de reconocerla y me iba a formular un reproche. Emilio se sentó sobre la angosta cama y lo saludó con la mayor naturalidad, empleando un giro convencional que había acabado por convertirse en señal de afecto entre sus íntimos: “Buenos días, jefe, ¿cómo sigue, jefe?”. Un relámpago de alegría iluminó las verdes pupilas, pero sus labios no musitaron nada. Era el fin.
María, mi hermana, que venía de ver recuperarse en forma sorprendente a su suegra en Bogotá, insistía ante el Dr. Atkinson porque se intentara lo imposible para salvar la vida de mi padre, esperanzada tal vez en un milagro científico, que ya no tenía cabida, tratándose de una enfermedad tan implacable como su infección renal. Quería que se le pusiera una enfermera, que le suministrara oxígeno, que se recurriera a todos los adelantos de la ciencia contemporánea, para hacerlo sobrevivir. El Dr. Atkinson nos invitó a pasar a la pequeña alcoba y, con la precisión de un matemático, nos explicó, con el máximo rigor científico la gravedad del caso. ¿Para qué prolongar inútilmente la vida de mi padre? ¿Para qué aprovechar los recursos de la ciencia a efecto de hacerlo sobrevivir unos días o unas horas dentro de un mal tan incurable como es el endurecimiento de las arterias por los años y la intoxicación de los distintos sistemas del organismo por la urea, que el riñón no alcanza a eliminar? El oxígeno, el aceite alcanforado, los tónicos para el corazón se justifican cuando existe siquiera una remota esperanza de rehabilitación, pero vivir por vivir, por obtener una pírrica victoria de unas horas o unos días contra un proceso biológico irreversible carece de sentido y la medicina no tiene por qué entorpecer el ineluctable final. Por cortesía accedió a la solicitud de mi hermana, sin darle ninguna esperanza, y volviéndose a mí me insinuó que tomáramos juntos un whisky, porque había tenido un día recargado de un trabajo agobiador. En realidad lo hacía porque quería decirme que juzgaba altamente improbable que papá viviera hasta el día siguiente. No quise decírselo a nadie sino a Cecilia y a Lucía Restrepo de Robledo, que insistió en acompañarnos toda la noche hasta cuando nos pareció claro que una vez más su resistencia física había defraudado a los médicos.
El 20 de noviembre fue un día de sol espléndido. La luz entraba a torrentes por la ventana de la alcoba y una placidez, una paz interior, como si el tiempo y la enfermedad se hubieran detenido, se había apoderado de la casa. No hablaba ya, pero estaba tranquilo y parecía dormir apaciblemente, como no lo hacía desde mucho tiempo atrás. Serían las seis y cuarto de la tarde, cuando, en momentos en que tomábamos el té en compañía del cónsul de Colombia, Pablo Uribe, de Lucía, de la señora de Aparicio, de Margarita López de Narváez, de Beatriz Koop y su marido, Guillermo Gómez, y de Alfonso Dávila y su mujer, venidos de París la víspera, y de algunos otros amigos, el médico nos hizo llamar a la alcoba de urgencia, para asistir a los últimos instantes.
Con la cabeza por fin sobre la almohada y una mueca en la boca, como si tratara de inhalar del lado izquierdo de la cara, la respiración se iba extinguiendo poco a poco. La mano inconsciente, que durante aquellos días le había causado la herida en la aleta de la nariz, permanecía desgonzada sobre las sábanas y los ojos habían perdido expresión y comenzaban a cobrar una apariencia de fatiga. Al pie de la cama, María y María Mercedes, sujetándole cada una una mano diferente, esperaban angustiosamente el final de aquella agonía, mientras Olga y Cecilia, de rodillas, unos pasos más atrás, junto al obispo, musitaban oraciones. Emilio Toro permanecía de pie al lado del Dr. Atkinson, que seguía minuto a minuto la desaceleración del corazón, como fascinado por la expectativa del ambiente. Vestía todo de negro, con el atuendo de los médicos del siglo xix, como si hubiera llegado de etiqueta para presenciar aquella escena. Las luces de las lámparas de la alcoba, amortiguadas tal vez por las pantallas, y concentradas sobre el lecho, desdibujaban un claroscuro al que la silueta anacrónica del médico revestía de dramática solemnidad. Sólo se escuchaba el rumor de la respiración contenida y los suspiros discretos de las mujeres cuando el Dr. Atkinson, volviéndose hacia nosotros, nos hizo saber que todo había terminado. Eran las seis y cincuenta minutos de la tarde en Londres y, a pesar de nuestro deseo de guardar todavía la infausta noticia por unas horas, mientras preveníamos a la familia en Bogotá y a Enrique e Inés Toro en Miami, un cronista de una agencia de noticias internacionales ya había regado la nueva por el mundo, minutos después, cuando desde la calle vio, por la ventana desde donde él contemplaba la ciudad, que se apagaban las luces del dormitorio.
#AmorPorColombia
Alfonso López Pumarejo
Texto de: Alfonso López Michelsen.
Fue un accidente el que hubiera nacido en Honda. Mi abuelo Pedro A. López, era bogotano raizal. Los restos de su padre, Ambrosio López, el organizador de las Ligas Democráticas de Bogotá, reposan bajo el altar mayor de la iglesia de las Nieves. Su madre era costeña, valduparense, como se decía entonces, vallenata, como se dice ahora, con mucho orgullo. Mi abuelo trabajaba en Honda en la casa de Miguel Samper e hijos y allí conoció a Rosario Pumarejo, huérfana de padre y madre, de quien se había hecho cargo el comerciante de Santa Marta, don Joaquín de Mier y doña Josefina Pumarejo de Mier, su tía carnal. En Honda vivió hasta los diez años y, en este sentido, puede decirse que era tolimense.
De su madre conservaba un recuerdo vago e impreciso. Murió cuando él apenas tenía siete u ocho años. Recordaba sus ojos verdes y el afán de vestirlo con esmero. Sólo tarde en la vida, siendo ya presidente, conoció a Valledupar y la casa solariega de la familia Pumarejo, que todavía subsiste, en la plaza mayor, que hoy lleva el nombre de Parque Alfonso López Pumarejo. Algunos miembros de la familia Castro Monsalvo me han relatado, una y otra vez, la historia de su primera visita a Valledupar. Llegó de Riohacha de noche, en medio de un entusiasmo desbordante y conoció entonces personalmente un gran número de personas que figuraban desde hacía años en la correspondencia familiar. Lo llevaron al inmenso dormitorio, con el cielo raso muy alto, como eran las construcciones de tierra caliente entre las familias acomodadas, y le señalaron el sitio donde había nacido su madre. Al día siguiente parientes y amigos que la habían conocido de niña le enseñaron fotografías y cartas con confidencias de su época de novia y de recién casada.
Viajó por las sabanas a lo largo de la actual carretera desde Valledupar hasta Fundación y pudo conocer, después de cincuenta años, aquel patrimonio mitológico que había heredado de su bisabuelo Pumarejo, el hombre más rico del país, al decir del viajero suizo Sisber, que visitó a Colombia en la segunda mitad del siglo pasado y publicó algunas anotaciones sobre lo que hoy es el Cesar. Conoció –digo– aquel globo de tierra de 150 000 hectáreas, del cual nunca estuvo en posesión, pero sobre el cual tenía derechos, en haciendas de nombres sonoros: Camperucho, Leandro, El Diluvio, María Angola, El Tambor, Aguas Blancas, en donde había transcurrido la vida de su abuelo Sinforoso Pumarejo.
Pedro A. López, su padre, fue la gran admiración de su vida. Su personaje inolvidable. Un psicoanalista debería estudiar algún día el conflicto que envenenó sus relaciones en la primera juventud de Alfonso López. Lo quería, lo admiraba, lo imitaba, pero el tono de su correspondencia era casi siempre polémico, con un acento de reclamo. Es el caso frecuente entre los hijos de los grandes hombres. Porque Pedro A. López, a quien se compara con los ricos de su tiempo, porque llegó a acumular un gran capital, era un hombre muy cabal. Tenía la más hermosa letra del mundo, de la cual la de mi padre fue una imitación, y una extraordinaria claridad de pensamiento. Su educación había sido muy esmerada y en la vida adulta había tenido como mentor a don Miguel Samper, el gran ciudadano, como lo llamaron sus contemporáneos. De ahí su preocupación por la educación de sus hijos. Su afán de pagarles clases particulares con los mejores maestros, como fue el caso de mi padre, que a los doce años salía de oír al doctor Cadavid para recibir a don Miguel Antonio Caro o al doctor Rudas. La leyenda, que él mismo contribuyó a difundir, según la cual era un intuitivo, sin instrucción, carece de fundamento y ha hecho mucho daño porque fueron muchos los que a su lado se formaron sin ninguna ilustración, aspirando a suplirla con la intuición.
La ternura, que no conoció al lado de su madre, la reemplazó en su matrimonio con María Michelsen, a quien apodó cariñosamente “Pocha”, hasta el día de su muerte. Cuando fue liberado en Pasto con ocasión del cuartelazo que lo mantuvo preso por algunas horas y ella, a través del telégrafo, le pidió una palabra clave, para estar segura de que en el otro extremo era él quien contestaba, le respondió inequívocamente, Pocha. Y no hubo lugar a más dudas. Fue un miembro de familia ejemplar, con la misma naturalidad con que hacía todas sus cosas. Hasta el día de su muerte sus hijas fueron “las niñas” y sus hijos, genéricamente, “los muchachos”. A todos nos trataba con una gran familiaridad prestándoles una gran atención a nuestras opiniones, cuando aún no habíamos llegado a la mayor edad. Era festivo, espontáneo, afectuoso, le interesaban los jóvenes, le aburrían los viejos. Detestaba las personas solemnes. Si hubiera vivido en la edad de los hippies, hubiera tratado de comprenderlos. El daño que procuraron hacerle sus enemigos, presentándolo como un bohemio, de corazón ligero, lo protege todavía contra el transcurso del tiempo. Es una imagen que atrae a la juventud.
Los últimos días de López
Nunca había estado enfermo de cuidado. Nunca lo acompañamos al pie de su lecho en veladas de aquellas en que interminablemente se decide entre la vida y la muerte por obra de una intervención quirúrgica o de las modernas drogas, que nos hemos acostumbrado a llamar milagrosas, en razón de sus pasmosos e inesperados efectos. Sin embargo, desde la infancia, el día en que la muerte iba a privarnos de su sombra tutelar nos asediaba como la más inevitable y cruel de las hipótesis.
Fue tal vez hacia fines de 1956 cuando la inminencia de un desenlace próximo de sus días fue perfilándose distintamente. No lo sospechaba él mismo, pero los médicos, que, de tiempo atrás, estaban familiarizados con su dolencia del riñón nos lo hicieron saber. Su vida podía durar aún tres, cuatro, quizás seis años, pero ya un proceso implacable, más irreversible que el del propio cáncer, iría intoxicando su organismo a través del riñón esclerótico, que la ciencia mal podía rejuvenecer. Así fue. Los primeros años, cuando su salud, que siempre había sido de hierro, empezó a declinar, él se explicaba así mismo sus achaques como la reacción de un organismo intolerante a los antibióticos cuando la necesidad lo obligaba a tomarlos. Ignoraba que una incurable infección renal minaba su salud y, hasta las últimas semanas, daba su propia versión sobre sus quebrantos. “No sé si te he contado –me decía– empleando un giro que le era familiar, que el médico en París me dio unos antibióticos en dosis muy altas y casi me mata. Mi organismo no los resiste… Es lo que a veces trata de repetirme”.
En noviembre de 1958, cuando había venido a los Estados Unidos a celebrar el arreglo de la deuda externa de Colombia y a representar a la república en la Asamblea de las Naciones Unidas, yo había venido a saludarlo desde México y me sorprendió, por primera vez, verlo fatigoso y taciturno. Era la época en que se quedaba súbitamente dormido en medio de un diálogo y experimentaba un cansancio físico visible al ascender por una escalera medianamente empinada, como es la de la entrada del Hotel Waldorf Astoria por la Avenida Lexigton, a donde íbamos frecuentemente a comer en aquellos días.
Juntos paseábamos por New York, y él, que nunca había sido dado a las reminiscencias pero que traía siempre a cuento las mismas anécdotas de su juventud para ilustrar sus teorías económicas o políticas, hablaba del pasado, inmediato o remoto, con una nostalgia nueva en sus labios: “Pensar que cuando llegamos aquí por primera vez con mi papá el National City Bank tenía sólo diez millones de dólares de capital…” “Por aquí empezaron el subterráneo”, me decía, señalándome una de las estaciones de down town, el centro comercial de New York. “Antes se llegaba en tranvía hasta la oficina de Pedro A. López & Cía., en el mismo edificio en donde ahora trabaja Carvajalito, que hoy parece tan viejo, pero que en ese entonces era uno de los mejores”.
“¿Tú sabes mi cuento sobre el general Herrera?” Mil veces se lo había oído relatar, pero para no desengañarlo le pedía que me lo narrara. “Pues, iba una vez por aquí, por Broad Street, con un liberal herrerista que hacía unos minutos me había leído una carta de Colombia en la que le contaban las enormidades que el general nos endilgaba a los civilistas que lo atacábamos…” Entonces yo le dije: “¿Usted sabe dónde estamos? Aquí es el Tesoro de los Estados Unidos. En ese otro edificio queda la bolsa. Allí el Banco de Morgan. Esa callejuela, que parece tan modesta, es Wall Street. Aquí se juega el destino del mundo en las cotizaciones de los papeles, del oro, del café, del petróleo, del algodón, del trigo… Es el centro de gravedad del universo, pero, sobre todo, de la América Latina… Y, ahora, dígame (y en ese momento alzaba la voz) ¿qué tiene que ver el general Herrera con todo esto? ¿En dónde figura este mundo dentro de las concepciones políticas del general Herrera?” El cuento, como la mayor parte de los suyos, no terminaba. Nadie supo nunca qué había contestado el interlocutor, pero la anécdota quedó circulando en la leyenda, citada por sus contertulios habituales, que todavía la traen a cuento para ilustrar el carácter parroquial de muchos episodios de la política colombiana.
Otras veces se tornaba sentimental: “¿Te acuerdas de cómo le gustaban a tu mamá las flores de New York? La última vez, cuando ya estaba muy mala y vivíamos en Park Avenue, le hice llegar un ramo en el Valentine’s day (el día de la novia) sin tarjeta, y ella se quedó sin saber nunca quién se lo había mandado”.
Pero, bajo la apariencia jovial, con la costumbre que tenía de darle un trato casi juguetón a sus amigos, ya andaba herido de muerte. Alfonso Araújo y José Gutiérrez Gómez, compañeros suyos en la onu, en New York, y en el Comité de los 21, en Washington, me relataron después la angustia con que lo veían decaer día tras día y el temor, no por silenciado menos constante, que abrigaban de encontrarlo muerto de repente en cualquier lugar. Una noche, al salir de una comida en casa de los esposos Araújo, situada en la Quinta Avenida, les asaltó a Alfonso y a Emma el temor de que algo le sucediera camino de su hotel, por lo inquietante de la lividez de su rostro aquel día. Por medio del teléfono se pusieron a verificar si había llegado de regreso a su hotel y preocupados por la demora empezaron a buscarlo. Una hora después, cuando había comenzado a cundir la alarma llegó caminando muy lentamente y respirando con dificultad. Se había sentido mal –“achajuanado”– como él decía con una palabra de su propio léxico, tan peculiar, y se había refugiado en una farmacia del vecindario en donde había descansado por más de una hora. En otra oportunidad, tal vez el día mismo de su célebre intervención como presidente del Comité Interamericano de los 21, cuando con tanto énfasis recabó la urgencia de una mayor ayuda económica norteamericana, para poner en marcha la “operación panamericana” del presidente del Brasil, José Gutiérrez Gómez lo notó tan agotado, cuando iba a tomar el tren de regreso de Washington a New York que, en lugar de despedirse, optó por embarcarse con él en el mismo vagón, sin equipaje y sin sombrero. Temía que algo le sucediera en el camino, y en efecto, a los pocos minutos, perdió el conocimiento y sólo, gracias a una oportuna copa de cognac, suministrada por el propio José, pudo reaccionar. Santiago Salazar me ha contado cómo ambos lo acompañaron hasta su apartamento del hotel, en donde, casi como un autómata, fue hasta la cocina y regresó con una botella de champaña y una lata de caviar, suplicándoles que se quedaran unos minutos más departiendo y celebrando que no le hubiera ocurrido nada. Al día siguiente volvía a la misma vida despreocupada de siempre.
¿Por qué aceptó entonces la embajada de Londres, un año más tarde, en condiciones tan precarias de salud que a nadie podía escapársele que moriría en el desempeño de su misión? Un tejido de consejas, como suele ocurrir tan frecuentemente en la política colombiana, envuelve esta última etapa de su vida pública sobre la cual habrá de hacerse luz algún día, cuando, al escribirse una biografía suya con interés rigurosamente académico, se analice, en última faz, su pensamiento político. En esferas allegadas al gobierno nacional se hizo circular por algún tiempo la especie de que, desgarrado entre sus afectos, vale decir, su cariño por su hijo y por el grupo de amigos que lo acompañaban en su campaña contra la alternación, los cuales se habían contado entre sus más fieles seguidores desde los bancos de la universidad, y sus convicciones frentenacionalistas, como su adhesión al presidente Lleras, había optado por escurrir el bulto, yéndose a vivir al extranjero. No faltaron quienes en las reuniones sociales insinuaran a mis familiares la conveniencia de que nosotros abandonáramos nuestra campaña contra la alternación para que mi padre pudiera morir tranquilo en suelo colombiano. Nada más inexacto. Se necesitaba no conocer su carácter, tan redondamente afirmativo, para imaginárselo sacándole el cuerpo a un problema semejante, en actitud vecina de la cobardía moral o del escapismo psicológico, tan combatido por el psicoanálisis contemporáneo. Horas antes de dejar a Colombia, cuando unos políticos impertinentes del Huila quisieron ponerlo frente al dilema de autorizar o desautorizar la política de “La Calle”, les respondió, en el que fuera su último documento público, que no buscaran un tan pobre pretexto para conseguir que él excomulgara a los que no estaban matriculados en las capillas oficiales del partido ni disfrutaban de los derechos de ocupación electoral sobre determinados territorios, a que se creían acreedores ciertos políticos.
Otros, entre sus amigos más íntimos, atribuyen su determinación de ir a morir, que no a vivir, a Londres, a la sensación de incomodidad que le producía una situación política dentro de la cual el gobierno del Frente Nacional, que él había ayudado tan decisivamente a constituir, lo tuviera pospuesto, sin tomar en cuenta su opinión para ninguna de las decisiones de alta política, sin perjuicio de comprometerlo a los ojos del público y hacerlo aparecer solidario de su gestión. Tampoco corresponde a la realidad de los hechos esta versión. Es cierto que después del acto de posesión del presidente Lleras, el 7 de agosto de 1958, sólo volvió a comunicarse con el presidente en contadas ocasiones, en el curso de aquellos primeros meses de su administración, pero, en cambio, a través del canciller Turbay, se le mantenía informado casi cotidianamente del curso de los acontecimientos. No se solicitaba su opinión por intermedio del doctor Turbay, como si lo había hecho la Junta Militar, por el mismo conducto, pero muy pocas cosas del juego político ocurrían sin que él estuviera al tanto, oportunamente. Nada obligaba al presidente de la república a pedirle su opinión, máxime cuando el estado de su salud no le permitía desarrollar la misma actividad del año anterior, cuando, en estrecha colaboración con los jefes del liberalismo y del Partido Conservador, había adelantado la campaña que diera al traste con la dictadura, y así lo entendía y lo aceptaba en la intimidad del hogar, como el obligado corolario de sus achaques. Muchas veces, cuando ya pasaba la mayor parte del tiempo en su cama de la casa de la calle 18 y sus hijos llegábamos a acompañarlo en las horas de la tarde, nos decía, entre halagado y escéptico: “Turbay llamó a decir que venía más tarde. Quién sabe qué está pasando” y, en efecto, el canciller, después de una serie de entrevistas con personajes de cada uno de los grupos políticos, venía a hacerle un sumario de aquella jornada, siguiendo una afectuosa tradición, ininterrumpida desde el gobierno provisional de la Junta Militar.
“Me mandan a Turbay a envolatarme”, decía, con un término muy suyo, y sin ninguna amargura.
En realidad, estaba en la naturaleza de su mal una urgencia inaplazable de trasladarse de un lugar a otro, un apremio de viajar, una especie de desasosiego fisiológico, que lo obligaba a desplazarse hacia nuevos horizontes, en busca de un cambio. En las últimas semanas de su vida, ya encerrado entre las cuatro paredes de su alcoba, esta manía locomotriz se tradujo en el vicio de deambular en la noche en la residencia donde murió.
Tan apremiante se hacía a sus ojos la urgencia de moverse, que la misma fecha en que abandonó por última vez el territorio nacional, en un súbito arranque de impaciencia, porque el itinerario del viaje no se definía, había comprado simultáneamente dos pasajes de avión: uno para irse a los Llanos y otro para irse a Londres, en su afán de dejar a Bogotá a cualquier precio y en cualquier dirección. De idéntica manera, la muerte lo sorprendió cuando ya había renunciado a la embajada de Londres y se aprestaba para regresar a Colombia con la idea de establecerse en Medellín, en donde contaba con un extenso círculo de amigos.
La vida en Londres fue, desde el día de su llegada, un milagro de voluntad y energía por parte suya y abnegada devoción por parte de su mujer. Las noticias que nos llegaban de los amigos que acudían a visitarlo en la embajada se hacían cada vez más pesimistas y, aun para el más lego, era claro que apenas podía sobrevivir unos pocos meses a la llegada del otoño y del invierno. Cecilia y yo habíamos sido invitados a visitar la China roja y la Unión Soviética a mediados de septiembre y, por carta, habíamos convenido en que de regreso pasaríamos por Londres y viajaríamos a Colombia juntos en la primera semana de noviembre. Como el avión no hacía escala en Inglaterra, lo llamé por teléfono de New York y me sorprendió oírlo más animado y optimista que de costumbre. Cuál no sería su sorpresa, unas horas más tarde, cuando por una alteración en la ruta de la SAS, le hacíamos saber por teléfono, que acabábamos de llegar a Londres y que podíamos pasar una hora juntos antes de proseguir nuestro vuelo a Praga y a Moscú.
Cuando llegamos a la casa de Wilton Crescent, que el chofer del taxi tardó mucho tiempo en encontrar, estaba en la cama, pendiente de nuestra llegada, ansioso de aprovechar al máximo los pocos minutos de que íbamos a disponer para cambiar ideas, recogiendo y suministrando las más heterogéneas informaciones, como era su costumbre. Seguía muy interesado en la política, como si el problema de su salud fuera cuestión de poca monta, y me hablaba, con la mayor naturalidad, de sus planes para 1960, tal como si contara con un amplio crédito de vida, con número ilimitado de días en el futuro. Como quiera que yo no mostraba ningún entusiasmo por lo que él consideraba una nueva y posiblemente brillante intervención suya en el curso de los acontecimientos nacionales, súbitamente me preguntó: “¿Por qué crees impracticable mi regreso a la política activa?”. En un arranque de realismo tuve que contestarle abruptamente: “Porque nadie cree que tengas salud para llevar adelante una campaña intensa, y todos los políticos están buscando posiciones y jugando cartas con los ojos puestos en las elecciones de marzo”. Se incorporó en ese momento, para ir a buscar un papel y Cecilia y yo, que no lo veíamos hacía meses, quedamos sorprendidos de la forma como se había adelgazado y de cómo sus piernas extenuadas podían sostener el volumen de su cuerpo. El contraste entre su estado físico y su energía espiritual se hacía aún más dramático escuchando aquella conversación en la cual se empeñaba en demostrarme que yo me equivocaba sobre su verdadera condición física.
“¿Y qué dicen en Colombia, qué estoy muy enfermo?”.
“Si, que estás enfermo de cuidado”.
“¡Pendejadas! ¡Pendejadas! Los periódicos siempre me andan inventando cosas desde hace 50 años, pero nadie les cree. El público ya está acostumbrado a ver que quieren sacarme del ruedo con cualquier pretexto; pero no les creen. Lo que pasa es que el frío de Londres me hace daño. Sobre todo ahora que comienza el invierno; pero yo no estoy malo. Pregúntaselo a Olga”. Y Olga, desde la entrada, nos había saludado comentando lo grave y desesperado que juzgaba el estado de su salud.
Religiosamente le escribí cada semana, relatándole nuestras experiencias detrás de la “cortina de hierro”. No esperaba de parte suya ninguna respuesta, después de haberlo visto tan postrado aquella mañana en Londres. Del Hotel de la Paz, en Shanghai, le envié un cable inquiriendo sobre el curso de su enfermedad. Me contestó, a los dos días, anunciándonos el éxito de una nueva transfusión de sangre y la formación del nuevo gabinete por el presidente Lleras, al que ingresaba Jorge Enrique Gutiérrez Anzola, a quien él sabía que me ligaba una vieja amistad, como ministro de Gobierno. Fue su último cable, en una correspondencia que duró 40 años, desde cuando se ausentaba en fabulosos viajes al exterior, a Europa y a los Estados Unidos, de los que regresaba cargado de juguetes, que nosotros le pedíamos en letras escritas con palotes que mamá nos enseñaba a dibujar.
El 28 de octubre le hablé por el teléfono desde Moscú y el breve diálogo me dejó una penosa impresión de postración y decaimiento. Había sido una conversación de monosílabos: “Sí, no…” sin nada de la animación de otras épocas. Apenas, cuando le pregunté si quería que regresáramos a Londres inmediatamente, en vista de que se nos invitaba a permanecer algunos días más en la Unión Soviética, para estar presentes en la celebración del aniversario de la Revolución de Octubre que, como es sabido, corresponde al 7 de noviembre del calendario gregoriano, nos insinuó que nos quedáramos, para presenciar el desfile militar en la Plaza Roja. Dos días después, en Leningrado, el eco de su voz apagada me atormentaba como una advertencia, así que, sin consultar siquiera con mi mujer, tomé la determinación de regresar inmediatamente a Inglaterra. Desde la oficina telegráfica del hotel, procurando escribir en caracteres de imprenta y con la mayor claridad un mensaje en inglés anuncié mi regreso para el martes (Tuesday) con tan mala fortuna que, como supe después, el radio-telegrafista transmitió Thursday (Jueves), desfigurando por completo mi intención.
Aquella tarde de noviembre el avión de Moscú aterrizó en Londres con un considerable retardo y como nadie saliera a encontrarnos nos dirigimos en un autobús del aeropuerto al terminal de Kensington de donde habíamos salido dos meses antes. Tampoco allí estaban esperándonos, y conseguir un taxi, una persona que nos ayudara a cargar las maletas o un teléfono desocupado, nos tomó mucho tiempo, antes de poder ponernos al habla con la embajada. Juan, el chofer español, que trabajaba con mi padre desde hacía varios meses, no se atrevió a decirnos nada, cuando le pedí que me comunicara con él. Evasivamente me insinuó que llamaría a la señora.
“¿A dónde estás?”, fue lo primero que me preguntó Olga.
“Aquí en el terminal aéreo de Londres”
“Tu papá está muy malo. Te estamos buscando desde hace días. En la dirección que nos diste en Moscú dicen que no estás registrado. Vente inmediatamente. Los médicos creen que ya no existe esperanza ninguna de volver a Colombia”.
Nos mandó el automóvil y pronto estuvimos en el 33 Wilton Crescent, la antigua residencia del duque de Sutherland, en donde funcionaba la embajada. La casa es relativamente grande con cuatro pisos, más el sótano, en donde, según la costumbre londinense, quedan las dependencias de las cocinas y los dormitorios de los sirvientes. Con los problemas clásicos de las grandes ciudades del mundo contemporáneo, todo el servicio para atender aquel inmenso caserón lo constituía un matrimonio español con derecho a una salida semanal de todo el día, los jueves.
En la alcoba más grande de la residencia, que en otro tiempo debió pertenecer a la señora de la casa, entre varias ventanas que miran sobre la plaza, lo encontramos en su lecho, más fatigado e inquieto que nunca. Hubiérase dicho que estaba en estado avanzado de grippe, por la forma como respiraba y como se llevaba la mano a la nariz de continuo, no menos que por la dificultad que tenía para articular las palabras en la conversación. Puede ser también que la expresión muy bogotana con que Olga nos pintaba su estado contribuyera igualmente a dejar esa sensación de resfriado, que emanaba de toda su persona. “Está tupido, tupido”, nos decía, insinuando que no hilaba fácilmente los conceptos. Me acerqué a la mesa en donde yacían cartas y cables viejos de semanas sin abrir y que por la letra reconocía como de mis hermanas y de sus hijos. Era el signo inequívoco de que se abandonaba, de que la enfermedad lo dominaba más allá de toda su curiosidad y de todo afecto, por primera vez desde que yo tenía uso de razón.
Pareció regocijarse enormemente al reconocernos y, en vano, trataba de adelantar una conversación con frases entrecortadas, que siempre quedaban truncas: “Juan Uribe… Juan Uribe…”. E inútilmente tratábamos de indagar a cuál Juan Uribe quería referirse: Si a Juan Uribe Durán, su apoderado en Bogotá, a Juan Uribe Holguín o a Juan Uribe Cualla, quienes habían venido a visitarlo recientemente y con quienes tenía una vieja amistad, por ser Juan Uribe Holguín pariente de mi madre y Juan Uribe Cualla compañero suyo y de Laureano Gómez en las campañas políticas de hacía 20, 30 o 40 años. “¡Qué sé yo! “Juan Uribe… Juan Uribe…”. Hablaba luego de Carlos Echeverri Cortés, también muy amigo suyo, para tratar de relatarme anécdotas mundanas a las que era tan aficionado: “A Echeverri Cortés me lo sacaron del Jockey”. Había sido derrotado para la vicepresidencia del club, por motivos políticos y mi padre, como buen centenarista, le atribuía una desmedida importancia al papel de los clubes en la vida nacional.
Más adelante intentaba hablarme de la hija de Fernando Mazuera y Helena Aya, estudiante entonces en un colegio de los alrededores de Londres.
“Fernando Mazuera… Fernando Mazuera… tiene una hija muy linda y muy inteligente”. Supe después que en los últimos meses solía pasar largos ratos platicando con Rosario, enterándose de la vida del internado, en donde estudiaba, de las costumbres de las muchachas de la nueva generación y dándole consejos de toda índole sobre cómo debía escoger un marido cuando fuera mayor, después de haber aprovechado lo más posible su juventud. Era un rasgo característico de su vitalidad interesarse por la vida ajena y avocar con insaciable curiosidad los problemas y conflictos de las nuevas generaciones.
“Aquí estuvo Santos… muy amistoso… muy cariñoso”.
“¿Y de política?”
“Muy frentenacionalista… muy republicano… muy republicano”.
El lector se asombrará de hallar en esta narración tantos detalles triviales. Son los que tienen verdadera significación e importancia, así carezcan de alcance político, cuando se trata de reducir a sus verdaderas proporciones humanas, de pintar en la intimidad, a quien por otros muchos conceptos conocieron sus conciudadanos como hombre público a través de la imagen del estadista que la política proyectó entre las multitudes.
La noche de noviembre caía sobre Londres y, casi con impaciencia, tercamente, luchando con una dificultad casi invencible de dicción, él proseguía su monólogo en el cual los asistentes tratábamos de participar para hacérselo más verdadero. Era el comienzo del fin. Días más o días menos, llegaría el momento en que ni el episodio picante del club, ni la tesis política brillante, ni los nombres de los amigos volverían a aflorar a sus labios. Sabíamos que el plazo no era ya una incógnita de meses o de años, sino cuestión de semanas, de días, tal vez de horas. Su médico, lord Evans, había manifestado su deseo de tener una entrevista conmigo en cuanto yo regresara a Londres y ésta se cumplió en su consultorio al día siguiente, a las 6 de la tarde. No había para qué engañarse. De antemano yo sospechaba cuál sería el tema y el alcance de nuestra conversación a la cual, lacónicamente, puso término el propio doctor, con la frialdad de quien está familiarizado con la muerte.
“Su padre no puede regresar a Colombia. Científicamente es inexplicable cómo puede seguir viviendo. Desde que lo examiné en el mes de julio me di cuenta de que su muerte era cuestión de semanas, pero el milagro prosigue. Con todo, prepárese usted para lo peor en unos 10 o 15 días. Ya no hay nada que hacer. Lo he llamado a usted en representación de la familia para que tomen sus disposiciones”.
Di las gracias y salí caminando sin rumbo, sin saber exactamente cuál era la vía más corta para regresar a Wilton Crescent. Estaba en la calle tradicional de los consultorios médicos, en Harley Street, y me correspondía tomar el autobús en alguna de las esquinas de Baker Street. Hacía 25 años que había recorrido por última vez aquel barrio, aureolado en nuestra infancia por las siluetas inolvidables del doctor Watson y de Sherlock Holmes, cuyas aventuras se iniciaban casi siempre con una entrevista en el consultorio del primero, en los alrededores de Baker Street Station, y siempre se me había antojado que cualquier día iba a divisar, tras los cristales empañados de cualquiera de aquellas mansiones, la figura del padre de todos los detectives, con su cachucha peculiar y su pipa encorvada. Horas gasté en regresar a la embajada, sin preocuparme poco ni mucho por el tiempo. El bus, torpemente seleccionado, me llevaba por la más larga de las vías y un sentimiento de nostalgia me transportaba a nuestra vida de 30 años, cuando mi padre había llegado a Londres como ministro de Colombia. A cien metros de la casa de Wilton Crescent, en donde vivía ahora y en donde iba a morir, seguramente, habíamos vivido junto con mi madre, en el No. 4 de Grovesnor Crescent. ¿Quién hubiera sospechado, cuando salíamos muy de mañana, camino del liceo, en la alborada de la adolescencia, que, en la segunda casa de la cuadra, al pie del buzón de correo de la esquina, en donde depositábamos la correspondencia, estaríamos un día reunidos para verlo morir? Y, más en el pasado, en la noche de los tiempos, quién hubiera aventurado el pronóstico, cuando Mr. Merryan, comisionado por mi abuelo, lo llevó por primera vez al colegio en Brighton o cuando, como hombre de negocios, antes de la primera guerra mundial, venía en representación de Pedro A. López y Cía. a buscar créditos, que su existencia se acabaría allí mismo, cualquier día de noviembre, en la residencia de uno de los grandes señores de su tiempo, venido a menos, merced a los impuestos de los gobiernos socialistas, a dos guerras mundiales, al ocaso, en fin, del mundo capitalista del cual Alfonso López había formado parte en forma tan cabal hasta los 25 años. Más de medio siglo ciertamente, desde cuando le había cortado su primer traje sastre, Mr. Peckover, en Sackville Street, donde seguían vistiéndolo todavía; medio siglo de ser suscriptor del Manchester Guardian, del New Statesman y del Economist, que, con el Nation y el New Republic, de New York, constituían sus únicas lecturas, a través de los años. ¿Quién, entre quienes vivieron su vida íntima, no lo recuerda, con la cara fresca, por haberse afeitado antes de meterse a la cama, como acostumbraba a hacerlo, leyendo, dentro de un lecho impecable, estos semanarios? Los libros no le interesaron sino como obsequio para sus amigos. Jamás como alimento para su espíritu. Sabía, por lo que leía en las revistas, los nombres y la importancia de los libros que iban apareciendo en Londres o en New York y ordenaba varios ejemplares, para hacérselos llegar a sus compañeros de lucha política. Entraba a las librerías, en donde pasaba horas hojeando las últimas publicaciones, y acababa adquiriendo una edición más de las cartas de lord Chesterfield a su hijo o el Así hablaba Zaratustra o la Civilización de Clive Belí, libros todos que dudo fundamentalmente que hubiera leído jamás. Los llevaba consigo, como llevaba las anécdotas de su repertorio, de las cuales no se desprendía nunca y las repetía incesantemente, no sin haberle preguntado previamente al interlocutor si la de turno no se la había contado en otra ocasión. La favorita en Londres era aquella de la noche de la victoria del almirante Togo sobre la flota rusa, en los estrechos de Tushima, cuando el Japón se reveló como una potencia militar y naval de primera magnitud. Él había estado presente entre la multitud en Trafalgar Square cuando las agencias de noticias de aquel tiempo dieron el parte de victoria en los tableros luminosos, precursores de la televisión de nuestro tiempo, y aún recordaba el texto exacto de la memorable alocución del marino japonés, que tiene algo de la concisión del Veni, vidi, vici del general romano, y que yo, desgraciadamente, he olvidado.
Ahora el negocio de la muerte y en los días por venir se iba a poner en la tarea de esperarla, serena, sencilla y humanamente, como habían sido las cosas suyas.
La muerte discreta. Nada hacía sospechar en la atmósfera señorial de la casa de la embajada que por sus recámaras paseaba la muerte. El médico principal, lord Evans, había dejado al paciente a cargo de su segundo, el Dr. Atkinson, quien, a su turno, daba por agotado ¿cualquier tratamiento y sólo cada tres o cuatro días, por breves minutos iba a visitarlo, convencido, como estaba de que los recursos de la ciencia no obraban en forma alguna y que su tarea no era otra que la de evitar cualquier sufrimiento físico, que pudiera presentársele. Ni el olor del alcohol, característico de las inyecciones, ni las enfermeras circulando por la escalera, ni el ambiente tenso, cuando las gentes comienzan a caminar en puntillas, nada del hálito de cámara mortuoria flotaba en el aire. Arriba, en su lecho, él permanecía casi todo el tiempo, lúcido y silencioso, en la más incómoda de las posiciones, con la cabeza en el aire, exactamente como si se hubiera dormido boca arriba y alguien hubiera retirado la almohada en que reposaba la cabeza, dejando un vacío entre el colchón y la nuca. Todo el que entraba al cuarto se sorprendía de verlo apoyándose en la espalda, con la cabeza suspendida, y sugería que le pusieran un cojín para que pudiera descansar… Al escuchar semejante iniciativa, volvía a ser el mismo de siempre, con una explosión de impaciencia contra los que, sin solicitárselo, le daban consejos sobre cómo debía obrar en la vida o sentirse más cómodo. “¿Por qué no me dejan estar como quiero? ¿Por qué van a saber más que yo cómo me siento más cómodo?” Era la misma reacción que cuando se daba un baño de tina en su alcoba particular y permanecía de pie 10, 20 o hasta 30 minutos, en medio de la preocupación de Olga, mudo, envuelto en una toalla como un pollo mojado, pero testarudo, como un niño, diciéndole: “No, mija, yo me salgo cuando quiera. No me apures”. Y entre más se le insistía, más se negaba a salir hasta cuando, sin hablarle, ella le daba la mano y él insensiblemente se resignaba a abandonar su extraña posición.
Un dolor, que se fue haciendo más agudo con el transcurso de los días, lo atormentaba en la región inguinal y le hacía fruncir el ceño en un gesto doloroso, que sus cejas, que fueron siempre excepcionalmente arriscadas, como de ave de presa, hacían aún más notorio. El Dr. Atkinson y Olga desde hacía días estaban suplicándole que tomara sus cápsulas calmantes para aliviarle el dolor, toda vez que, con el fastidio y la desazón que siempre había experimentado por las inyecciones, las cuales se negaba a aceptar sistemáticamente, era imposible combatirlo de otro modo. Pero nunca les había hecho caso a los médicos y profesaba, de remate, una inclinación a opinar sobre sus propios males con más autoridad que ellos y a contradecirlos en sus diagnósticos con la misma vehemencia con que ponía en tela de juicio una opinión política. “La cosa no es por ahí”, parecía decirle al médico, mientras hacía signos negativos con la cabeza ante su insistencia.
Olga, que ya había desistido de hacerle tomar las cápsulas, nos pedía a Cecilia, por quien él tenía especial afecto desde niña, y a mí, que, al desgaire y en forma puramente incidental, tratáramos de hacerle ingerir el medicamento, pero él no se dejaba engañar y nos contestaba con enojo: “Esas cápsulas no sirven. Ya las he probado y le he dicho al Dr. Atkinson que no sirven. No tomo más” Y no había quien lo convenciera.
Casi todo el día transcurría en silencio, con breves intervalos, que consagraba a hacer sus planes de regreso o a protestar contra la forma como Pedro, con quien mantenía una pelea de novios, administraba las fincas de los Llanos, que era uno de sus temas favoritos, con el cual reaccionaba automáticamente. Si los ganados no engordaban, si morían los terneros, si se inundaban los potreros, la culpa era de Pedro, siempre, y no de aquellas regiones en formación, como se lo ponían de presente los críticos de sus opiniones agrarias. Otras veces recuperaba durante el día el sueño de que no había podido disfrutar en la noche y despertaba solicitando una taza de té, que se bebía a sorbos. Pero con la doncella española que le arreglaba el cuarto hacia las 10 de la mañana, se chanceaba paternalmente, como era su natural. La andaluza lo entendía a la maravilla y tal vez era en esta media hora de la mañana cuando más animado se le veía.
Llegaba la camarera, regordeta y locuaz, diciendo, mientras divisaba la taza de té de la noche y las galletas apenas empezadas: “¡Huy!, el señor embajador no ha comido nada. A mí sí me va a aceptar esta taza de té”.
“No tengo apetito y además no quiero engordarme. ¿Cuántas libras ha ganado, Dominga, en la última semana? Tiene que cuidarse esa silueta, no vaya a ser que Juan se le escape con una inglesa”.
“Cuando se levante”, proseguía la muchacha, “¿por qué no nos lleva a Colombia?” Y, al día siguiente, mientras corría las cortinas y el sol de noviembre inundaba la recámara: “Señor embajador, hoy sí que tiene buen semblante, cómo debió dormir de bien”. Hasta cuando el 17 de noviembre la doncella subió a nuestra alcoba a referirnos el diálogo de aquel día.
“El día está precioso, ¿qué hay de nuevo para hoy, señor embajador?”
Y, en efecto, aquel mes de noviembre de 1959, más parecía un mes de primavera, con un cielo azul, como sólo excepcionalmente se ve en Londres.
“Hoy, Dominga, lo de nuevo es que el señor embajador se va a morir”.
Fueron las únicas palabras que nos hacen pensar que conocía su verdadero estado y se obstinaba en no aceptar lo inevitable. De lo contrario, nadie que lo viera por varias horas, podía darse cuenta cabal de cuán próximo estaba el fin. Muchos, aún los más familiarizados con la rutina de la casa, que no entendían por qué no hacíamos venir a mis hermanas desde Colombia sino cuando fuera estrictamente necesario, se impacientaban contra aquel irse de este mundo sin aparato, contra aquella “muerte de buenas maneras”, que era como retirarse de una reunión social sin echarla a perder, sin despedirse de nadie, llevando clandestinamente el abrigo bajo el brazo.
Unos pocos amigos colombianos y los colegas del cuerpo diplomático, venían a dejar una tarjeta o eran recibidos en los salones principales, como si nada estuviera ocurriendo, hablando generalidades, mientras él, solo en su alcoba sin cruzar una palabra con nadie, elaboraba planes para fijar su domicilio en Medellín y señalaba fechas hipotéticas para abandonar a Londres antes del invierno.
Tan imperceptible fue la llegada de la muerte que, tres días antes, el almirante Piedrahíta y su señora, de paso en Londres, fueron a saludarlo en desarrollo de una vieja amistad que las vinculaciones políticas del período de la Junta Militar, en la cual el almirante desempeñó un papel tan destacado, habían estrechado aún más. Por horas enteras permanecieron en el salón, tomando el té y comentando las noticias de Colombia, pendientes de verlo aparecer por la escalera para ofrecer uno de aquellos cocktails, que él mismo preparaba, como había ocurrido siempre. No sospecharon el estado de postración a que había llegado sino cuando tímidamente nos preguntaron si podían verlo. Grande fue su asombro cuando supieron que la muerte estaba tan próxima y aquella misma noche se despedían con una carta en que nos expresaban su pesar.
Hacía unos 20 años, estando en New York, al recibir el cable redactado en inglés dando parte sobre la muerte de un viejo amigo suyo, me había hecho una observación que, retrospectivamente parecía concebida para su propia muerte. “¿Te has fijado qué poco dramática es la lengua inglesa? Las palabras morir, fallecer, expirar, no tienen cabida. He passed away (así rezaba el cable) no tienen ninguna implicación fúnebre, refleja sencilla, escuetamente, un tránsito”. Y él se iba al más allá, como quien se despide, con una sonrisa o un apretón de manos, sin entrar en muchas explicaciones.
Una tarde, cuando desprevenidamente despachaba mi correspondencia en la oficina comercial de la embajada, a unas pocas cuadras de la residencia, me llamaron de urgencia por el teléfono para que regresara sin dilación a la casa. Era imposible e inútil enterarse de lo que ocurría, porque después de la llamada el número del teléfono de la embajada permanecía ocupado todo el tiempo. Como a esa hora de la tarde no se puede conseguir un vehículo de servicio público en Londres, llegué literalmente corriendo a la casa: “¿Qué pasa?”; “¿por qué me han llamado?”; “¿se ha agravado súbitamente?”. Olga y Cecilia discurrían en el salón mientras el obispo del oratorio vecino, que había oficiado años antes su segundo matrimonio, lo confesaba en la alcoba. Nunca antes lo había oído profesar sus creencias religiosas, menos aún, practicar ninguno de los sacramentos, que desconocía por completo, en razón de haber perdido prematuramente a su madre y no haber tenido luego educación católica alguna en el internado del colegio inglés, a donde mi abuelo lo envió en su primera infancia… ¿Qué lo motivó a confesarse? La explicación íntima de sus determinaciones, la confidencia de que solía hacerme partícipe, nunca la tuve con respecto a este último acto de su vida, que contribuyó, como ningún otro, para que Olga y mis hermanas aceptaran con toda resignación su muerte, a sabiendas de que llegaba a su término en lo que la Iglesia católica llama “Gracia de Dios”.
En la alta noche, cuando ya dormían los sirvientes, la casa adquiría una dimensión nueva. Haciendo un esfuerzo sobrehumano, para salirse de la cama, después de dormir una o dos horas, se ponía de pies y en pijama comenzaba a pasearse por la alcoba, a recorrer los baños, a asomarse a la ventana, para contemplar el tráfico de los últimos automóviles que, con los trasnochadores del vecindario, recorrían Belgrave Square. Abajo, en el sótano, los empleados, agotados por el intenso trabajo del día, dormían a pierna suelta. Olga, con una solicitud admirable, bajaba y subía los cuatro pisos que separaban los dormitorios de la cocina para ir a prepararle una taza de té, que él saboreaba lentamente, sin probar siquiera las galletas que la acompañaban.
En los últimos días, después de nuestro regreso de Moscú, cuando aquella manía de deambular al amanecer se hizo más insistente, y Olga comenzó a perder confianza en su capacidad física de detenerlo, en el caso de que, casi sonámbulo, intentara bajar por la escalera y dirigirse a los salones, Cecilia y yo nos quedábamos en la alcoba, medio vestidos, al pie del lecho, para hacerle compañía. Las horas transcurrían así en un estado de alerta. En el último piso, en medio de la noche, escuchábamos intermitentemente los pasos que se arrastraban sobre la alfombra, el golpe de las puertas de los baños y sobresaltados bajábamos en carrera a ver lo que ocurría. Mudo, como un autómata, buscaba la ventana desde donde podía mirar hacia la calle en silencio, como si diera rienda suelta a sus ideas, que era su forma favorita de meditar, cuando gozaba de la plenitud de sus facultades, y sorprendía a sus interlocutores inopinadamente con una observación trivial sobre los transeúntes. Creo que hacia el alba eran sus peores momentos, porque perdía casi por completo el discernimiento y realizaba automáticamente sus correrías. En uno de aquellos amaneceres me reconoció vagamente, me miró conmovido y me dijo, trastocando los términos: “¡Ay, papacito!, cómo estoy de mal”. Como siempre, tuvimos que persuadirlo con ternura de que regresara a su lecho y a poco tiempo se quedó dormido, sin decir más.
Los amigos que tenía en todas partes seguían angustiados el curso de la enfermedad, pendientes del fatal desenlace, y llamaban en las horas más inverosímiles del tiempo en Londres, olvidando generalmente la diferencia de horario entre los dos hemisferios. Sonaba la campana, característica de las llamadas de larga distancia en el teléfono del pasillo y, del otro lado del mar, Julio César Turbay, Carlos Sanz de Santamaría, Enrique o Emilio Toro, José Camacho Lorenzana, Bernardo Cock o José Gutiérrez Gómez inquirían por su salud o se trenzaban en un diálogo con él, si la ocasión era propicia. Era de verse cómo se recuperaba y como por encanto salía del sopor en que parecía sumido, para hacer gala de la misma lucidez y humor de sus buenos tiempos. “Lo que tengo es frío. Se me cuela hasta los huesos. Por eso me voy para Medellín. Los médicos ingleses no lo entienden así porque no me han visto recuperarme con el calor. Es el mismo fenómeno que cuando voy a los Llanos”. Del otro lado del hilo telefónico el interlocutor pensaba que, después de todo, el Dr. López no estaba tan grave.
Nunca olvidaré la satisfacción que experimentó al saber que lo llamaba el presidente Lleras desde Colombia, y cómo se transformó súbitamente, hablando en un tono de voz que ya creíamos perdido para siempre. Sin embargo, unos minutos antes, había tenido yo que explicar al presidente, por otra derivación, que toda aquella historia del viaje a Medellín, de los pasajes en el jet para el 20 de noviembre, de la necesidad de que le contestaran su renuncia, mal podía distraernos de la muerte, que se hacía cada día más próxima. Hablaron unos minutos. Volvió a atribuirle al frío su mal estado de salud, a mencionar el viaje a Medellín y, cuando colgó el teléfono, volvió a entrar en el mismo sopor de siempre y a pasearse la mano por las entradas de sus escasos cabellos, como si tratara de peinarse con la mano.
Y, a mañana y tarde, cada vez que entraba yo a su cuarto, me hablaba del viaje a Medellín, de los amigos con que contaba pasar sus días, de los buenos liberales que eran los antioqueños y de lo fácil que iba a ser, para los que vivíamos en Bogotá, ir a pasar viernes, sábados y domingos a la casa de El Poblado, que yo le había conseguido para el 16 de diciembre. “¿Cómo es? ¿A dónde dices que se pueden colocar las niñas de María Mercedes? (Mi hermana menor)”. La casa era la residencia de Rodrigo y Olga Uribe, quienes a la sazón estaban en Londres y me ayudaban con afectuoso celo a llevar adelante la comedia de un contrato de arrendamiento cuyas cláusulas imaginarias iba transmitiendo a papá, empecinado en prolongar el plazo y en adelantar la fecha de la entrega, cuando el médico le daba una semana de vida.
Era un ademán muy característico suyo, cuando tenía un problema espinoso, quitarse los anteojos, colocarlos doblados sobre un mueble y antes de empezar a hablar frotarse las cejas con la palma de la mano, cogerse la nariz entre el pulgar y el índice, recorriéndola entera, para pasearse después la mano extendida por la boca y la barbilla, hasta volver a cerrarla antes de tomar la palabra. Respiraba hondo y comenzaba muy despacio: “A mí me parece… ¿Cuántas veces no repitió aquel gesto en la última semana, sin decir nada? Con la tenacidad que paseaba la mano por la nariz acabó causándose un pequeño rasguño con la uña entre la aleta y el labio superior, herida que en la agonía le fastidió mucho.
“Más o menos el 20 salimos para Medellín”, era su estribillo. Semanas antes había presentado su renuncia y solicitado sus pasajes, como si se tratara de un viaje de rutina.
Pero el dolor de la ingle, como él decía, se hacía cada vez más intenso y el doctor Atkinson contaba ya su vida por horas. Recuerdo la inmensa dificultad con que Jaime Canal, secretario de la embajada, consiguió que firmara su último cheque, para cancelar algunas deudas pendientes. Tenía una hermosa letra inglesa, de la cual siempre se había sentido muy ufano, y gustaba de rubricar la firma con una gruesa línea que vacilaba unos segundos en dibujar de un tajo, como quien apunta al blanco antes de disparar. ¡Cómo le temblaba la mano y con qué inseguridad echó aquella última firma! Le había cobrado singular afecto a Jaime y volviéndose hacia él le entregó el cheque sonriendo, sin comentarios.
Unos diez días antes de morir, precisamente un domingo, se había sentido mucho mejor y parecía que iba camino de realizar uno de aquellos fenómenos extraordinarios de recuperación que sorprendían a los médicos. Mientras se afeitaba minuciosamente, como era su costumbre inveterada, volvió a hacerme una conferencia política, en bata, dentro de lo que siempre había sido un rito, de jabón, de repasadas de la cuchilla sobre el rostro templado con la mano izquierda y de llamadas telefónicas. Fue el mejor de sus días entre nuestro arribo y su muerte. Dos o tres horas se paseó, agitando los brazos en su bata azul, deteniéndose a mirarnos inquisitivamente y alzando la voz, a medida que se entusiasmaba, relatándonos sus entrevistas con el ex presidente Santos, con quien estaba muy agradecido porque había venido a visitarlo una semana antes, con Juan Uribe Holguín, con Juan Uribe Cualla y tal vez con Gilberto Alzate Avendaño.
Como he querido proscribir deliberadamente el tema político de este recuento de hechos insignificantemente íntimos, de carácter no controvertible, dejaré para otra oportunidad el análisis de lo que pudiera calificarse como su posición definitiva frente al primer gobierno del Frente Nacional, al de la Junta Militar y a la marginización de la vida pública, que habían adoptado por entonces personalidades eminentes de los dos partidos, como los doctores Carlos Lleras Restrepo y Guillermo León Valencia.
¿Hasta qué punto se daba cuenta de la proximidad de su muerte? En aquella conversación de varias horas, en la que hubiera podido tomar algunas disposiciones últimas o pensar siquiera en tomarlas con respecto a sus hijas y al fabuloso desorden en que siempre vivieron sus asuntos, no pasó por su imaginación una sola iniciativa de esta índole. Le interesaba más, mucho más, dejar en claro que regresaba a Colombia después de haber hecho dejación de la embajada y con una renuncia aceptada. Como ya lo he dicho, constituía un motivo de preocupación para el alto gobierno, en donde se conocía la gravedad de su dolencia, que él interpretara como desatención el que no se hubiera dado respuesta a su renuncia, cuando aparecer aceptándola era exponerse a una posición desairada ante la opinión pública, que seguía día a día las peripecias de su enfermedad y consideraba cuestión de días su muerte. El futuro de la nación, el de la coalición de los partidos, el del Partido Liberal, principalmente, eran temas que embargaban más su atención que los problemas de sus familiares. Cabe pensar que, elaborando fórmulas políticas, acariciando planes para el futuro, trataba de convencerse a sí mismo de que el plazo de sus días no era tan angustioso y que iba a poder burlar la muerte. Iba a pedirle, como el personaje de la leyenda, una última espera: que le cogiera una manzana del árbol, en la ilusión de dejarla prendida en las ramas’, mientras él seguía viviendo impunemente.
Al domingo siguiente, en vista de que los dolores del riñón se hacían más intensos, el Dr. Atkinson le había recomendado un analgésico mucho más enérgico que los que habían empleado hasta entonces y él había accedido a ingerirlo. Yo mismo había salido a buscarlo, atribulado ante el gesto de dolor físico que denunciaba su rostro, e inmediatamente le había cablegrafiado a mis hermanas, indicándoles la urgencia de que volaran a Londres para asistirlo en su hora postrera. Así ocurrió. Alcanzaron a llegar en la mañana del martes, cuando aún podía articular unas pocas palabras. Temimos que el impacto de la presencia de María y María Mercedes en Londres fueran a afectarlo y Olga cariñosamente se acercó y le dijo: “Adivina quién está aquí”. Se incorporó en el lecho, miró hacia la puerta, y exclamó, echando la cabeza hacia atrás, como cuando saluda a sus huéspedes: “Ah, las niñas…”; “las niñas… los muchachos…”. Nunca, desde nuestra lejana infancia, había cambiado el modo de llamarnos: “Las niñas… los muchachos…”. Tal vez fueron sus últimas palabras coherentes: “Las niñas”.
Los sentimientos de familia habían sido los más profundos en toda su vida y, en escala ascendente, el amor por la causa de sus convicciones políticas y por su patria, que alcanzaba en ocasiones la dimensión de la ternura.
La preocupación por los suyos, el afán de extender su sombra protectora hasta para los nimios detalles no lo abandonó nunca. Asediado por la muerte, se incorporaba en su lecho para hacer las más inverosímiles recomendaciones, antes de emprender el vuelo a Medellín en el cual él mismo no podía ya creer. Había que comprarle a Pedro un abrigo gris en Harrods porque el que le había visto la última vez en Bogotá le quedaba estrecho y los abrigos que se consiguen en New York son de muy mala calidad. Había que comprarle otra maleta blanca de avión a Olga, como el juego que él le había regalado en el aniversario de su boda. Había que buscarles los regalos de llegada a las niñas de María Mercedes, que estarían pendientes del regreso de papá abuelito…
Cuatro días antes de morir, yo había sido invitado por la sociedad latinoamericana del London School of Economics para dictar una conferencia sobre mis experiencias detrás de la Cortina de Hierro. Como había sabido por Pablo Samper o Jaime Canal, que mi exposición había tenido buena acogida, había ordenado poner en el refrigerador una botella de champagne, para que brindáramos juntos, con Olga y Cecilia, después de una cena a que amablemente nos habían invitado los estudiantes colombianos de la universidad.
La víspera de su muerte, llegó de Colombia, en incomparable gesto de amistad, Emilio Toro, quien quería estar presente en su última hora. Ya había perdido el habla, pero miraba intensamente alrededor suyo, con una penetración que la falta de anteojos hacía más notoria. Yo me había puesto abusivamente una corbata suya que había sacado de su armario y me parecía que todo el tiempo trataba de reconocerla y me iba a formular un reproche. Emilio se sentó sobre la angosta cama y lo saludó con la mayor naturalidad, empleando un giro convencional que había acabado por convertirse en señal de afecto entre sus íntimos: “Buenos días, jefe, ¿cómo sigue, jefe?”. Un relámpago de alegría iluminó las verdes pupilas, pero sus labios no musitaron nada. Era el fin.
María, mi hermana, que venía de ver recuperarse en forma sorprendente a su suegra en Bogotá, insistía ante el Dr. Atkinson porque se intentara lo imposible para salvar la vida de mi padre, esperanzada tal vez en un milagro científico, que ya no tenía cabida, tratándose de una enfermedad tan implacable como su infección renal. Quería que se le pusiera una enfermera, que le suministrara oxígeno, que se recurriera a todos los adelantos de la ciencia contemporánea, para hacerlo sobrevivir. El Dr. Atkinson nos invitó a pasar a la pequeña alcoba y, con la precisión de un matemático, nos explicó, con el máximo rigor científico la gravedad del caso. ¿Para qué prolongar inútilmente la vida de mi padre? ¿Para qué aprovechar los recursos de la ciencia a efecto de hacerlo sobrevivir unos días o unas horas dentro de un mal tan incurable como es el endurecimiento de las arterias por los años y la intoxicación de los distintos sistemas del organismo por la urea, que el riñón no alcanza a eliminar? El oxígeno, el aceite alcanforado, los tónicos para el corazón se justifican cuando existe siquiera una remota esperanza de rehabilitación, pero vivir por vivir, por obtener una pírrica victoria de unas horas o unos días contra un proceso biológico irreversible carece de sentido y la medicina no tiene por qué entorpecer el ineluctable final. Por cortesía accedió a la solicitud de mi hermana, sin darle ninguna esperanza, y volviéndose a mí me insinuó que tomáramos juntos un whisky, porque había tenido un día recargado de un trabajo agobiador. En realidad lo hacía porque quería decirme que juzgaba altamente improbable que papá viviera hasta el día siguiente. No quise decírselo a nadie sino a Cecilia y a Lucía Restrepo de Robledo, que insistió en acompañarnos toda la noche hasta cuando nos pareció claro que una vez más su resistencia física había defraudado a los médicos.
El 20 de noviembre fue un día de sol espléndido. La luz entraba a torrentes por la ventana de la alcoba y una placidez, una paz interior, como si el tiempo y la enfermedad se hubieran detenido, se había apoderado de la casa. No hablaba ya, pero estaba tranquilo y parecía dormir apaciblemente, como no lo hacía desde mucho tiempo atrás. Serían las seis y cuarto de la tarde, cuando, en momentos en que tomábamos el té en compañía del cónsul de Colombia, Pablo Uribe, de Lucía, de la señora de Aparicio, de Margarita López de Narváez, de Beatriz Koop y su marido, Guillermo Gómez, y de Alfonso Dávila y su mujer, venidos de París la víspera, y de algunos otros amigos, el médico nos hizo llamar a la alcoba de urgencia, para asistir a los últimos instantes.
Con la cabeza por fin sobre la almohada y una mueca en la boca, como si tratara de inhalar del lado izquierdo de la cara, la respiración se iba extinguiendo poco a poco. La mano inconsciente, que durante aquellos días le había causado la herida en la aleta de la nariz, permanecía desgonzada sobre las sábanas y los ojos habían perdido expresión y comenzaban a cobrar una apariencia de fatiga. Al pie de la cama, María y María Mercedes, sujetándole cada una una mano diferente, esperaban angustiosamente el final de aquella agonía, mientras Olga y Cecilia, de rodillas, unos pasos más atrás, junto al obispo, musitaban oraciones. Emilio Toro permanecía de pie al lado del Dr. Atkinson, que seguía minuto a minuto la desaceleración del corazón, como fascinado por la expectativa del ambiente. Vestía todo de negro, con el atuendo de los médicos del siglo xix, como si hubiera llegado de etiqueta para presenciar aquella escena. Las luces de las lámparas de la alcoba, amortiguadas tal vez por las pantallas, y concentradas sobre el lecho, desdibujaban un claroscuro al que la silueta anacrónica del médico revestía de dramática solemnidad. Sólo se escuchaba el rumor de la respiración contenida y los suspiros discretos de las mujeres cuando el Dr. Atkinson, volviéndose hacia nosotros, nos hizo saber que todo había terminado. Eran las seis y cincuenta minutos de la tarde en Londres y, a pesar de nuestro deseo de guardar todavía la infausta noticia por unas horas, mientras preveníamos a la familia en Bogotá y a Enrique e Inés Toro en Miami, un cronista de una agencia de noticias internacionales ya había regado la nueva por el mundo, minutos después, cuando desde la calle vio, por la ventana desde donde él contemplaba la ciudad, que se apagaban las luces del dormitorio.