- Botero esculturas (1998)
- Salmona (1998)
- El sabor de Colombia (1994)
- Wayuú. Cultura del desierto colombiano (1998)
- Semana Santa en Popayán (1999)
- Cartagena de siempre (1992)
- Palacio de las Garzas (1999)
- Juan Montoya (1998)
- Aves de Colombia. Grabados iluminados del Siglo XVIII (1993)
- Alta Colombia. El esplendor de la montaña (1996)
- Artefactos. Objetos artesanales de Colombia (1992)
- Carros. El automovil en Colombia (1995)
- Espacios Comerciales. Colombia (1994)
- Cerros de Bogotá (2000)
- El Terremoto de San Salvador. Narración de un superviviente (2001)
- Manolo Valdés. La intemporalidad del arte (1999)
- Casa de Hacienda. Arquitectura en el campo colombiano (1997)
- Fiestas. Celebraciones y Ritos de Colombia (1995)
- Costa Rica. Pura Vida (2001)
- Luis Restrepo. Arquitectura (2001)
- Ana Mercedes Hoyos. Palenque (2001)
- La Moneda en Colombia (2001)
- Jardines de Colombia (1996)
- Una jornada en Macondo (1995)
- Retratos (1993)
- Atavíos. Raíces de la moda colombiana (1996)
- La ruta de Humboldt. Colombia - Venezuela (1994)
- Trópico. Visiones de la naturaleza colombiana (1997)
- Herederos de los Incas (1996)
- Casa Moderna. Medio siglo de arquitectura doméstica colombiana (1996)
- Bogotá desde el aire (1994)
- La vida en Colombia (1994)
- Casa Republicana. La bella época en Colombia (1995)
- Selva húmeda de Colombia (1990)
- Richter (1997)
- Por nuestros niños. Programas para su Proteccion y Desarrollo en Colombia (1990)
- Mariposas de Colombia (1991)
- Colombia tierra de flores (1990)
- Los países andinos desde el satélite (1995)
- Deliciosas frutas tropicales (1990)
- Arrecifes del Caribe (1988)
- Casa campesina. Arquitectura vernácula de Colombia (1993)
- Páramos (1988)
- Manglares (1989)
- Señor Ladrillo (1988)
- La última muerte de Wozzeck (2000)
- Historia del Café de Guatemala (2001)
- Casa Guatemalteca (1999)
- Silvia Tcherassi (2002)
- Ana Mercedes Hoyos. Retrospectiva (2002)
- Francisco Mejía Guinand (2002)
- Aves del Llano (1992)
- El año que viene vuelvo (1989)
- Museos de Bogotá (1989)
- El arte de la cocina japonesa (1996)
- Botero Dibujos (1999)
- Colombia Campesina (1989)
- Conflicto amazónico. 1932-1934 (1994)
- Débora Arango. Museo de Arte Moderno de Medellín (1986)
- La Sabana de Bogotá (1988)
- Casas de Embajada en Washington D.C. (2004)
- XVI Bienal colombiana de Arquitectura 1998 (1998)
- Visiones del Siglo XX colombiano. A través de sus protagonistas ya muertos (2003)
- Río Bogotá (1985)
- Jacanamijoy (2003)
- Álvaro Barrera. Arquitectura y Restauración (2003)
- Campos de Golf en Colombia (2003)
- Cartagena de Indias. Visión panorámica desde el aire (2003)
- Guadua. Arquitectura y Diseño (2003)
- Enrique Grau. Homenaje (2003)
- Mauricio Gómez. Con la mano izquierda (2003)
- Ignacio Gómez Jaramillo (2003)
- Tesoros del Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario. 350 años (2003)
- Manos en el arte colombiano (2003)
- Historia de la Fotografía en Colombia. Museo de Arte Moderno de Bogotá (1983)
- Arenas Betancourt. Un realista más allá del tiempo (1986)
- Los Figueroa. Aproximación a su época y a su pintura (1986)
- Andrés de Santa María (1985)
- Ricardo Gómez Campuzano (1987)
- El encanto de Bogotá (1987)
- Manizales de ayer. Album de fotografías (1987)
- Ramírez Villamizar. Museo de Arte Moderno de Bogotá (1984)
- La transformación de Bogotá (1982)
- Las fronteras azules de Colombia (1985)
- Botero en el Museo Nacional de Colombia. Nueva donación 2004 (2004)
- Gonzalo Ariza. Pinturas (1978)
- Grau. El pequeño viaje del Barón Von Humboldt (1977)
- Bogotá Viva (2004)
- Albergues del Libertador en Colombia. Banco de la República (1980)
- El Rey triste (1980)
- Gregorio Vásquez (1985)
- Ciclovías. Bogotá para el ciudadano (1983)
- Negret escultor. Homenaje (2004)
- Mefisto. Alberto Iriarte (2004)
- Suramericana. 60 Años de compromiso con la cultura (2004)
- Rostros de Colombia (1985)
- Flora de Los Andes. Cien especies del Altiplano Cundi-Boyacense (1984)
- Casa de Nariño (1985)
- Periodismo gráfico. Círculo de Periodistas de Bogotá (1984)
- Cien años de arte colombiano. 1886 - 1986 (1985)
- Pedro Nel Gómez (1981)
- Colombia amazónica (1988)
- Palacio de San Carlos (1986)
- Veinte años del Sena en Colombia. 1957-1977 (1978)
- Bogotá. Estructura y principales servicios públicos (1978)
- Colombia Parques Naturales (2006)
- Érase una vez Colombia (2005)
- Colombia 360°. Ciudades y pueblos (2006)
- Bogotá 360°. La ciudad interior (2006)
- Guatemala inédita (2006)
- Casa de Recreo en Colombia (2005)
- Manzur. Homenaje (2005)
- Gerardo Aragón (2009)
- Santiago Cárdenas (2006)
- Omar Rayo. Homenaje (2006)
- Beatriz González (2005)
- Casa de Campo en Colombia (2007)
- Luis Restrepo. construcciones (2007)
- Juan Cárdenas (2007)
- Luis Caballero. Homenaje (2007)
- Fútbol en Colombia (2007)
- Cafés de Colombia (2008)
- Colombia es Color (2008)
- Armando Villegas. Homenaje (2008)
- Manuel Hernández (2008)
- Alicia Viteri. Memoria digital (2009)
- Clemencia Echeverri. Sin respuesta (2009)
- Museo de Arte Moderno de Cartagena de Indias (2009)
- Agua. Riqueza de Colombia (2009)
- Volando Colombia. Paisajes (2009)
- Colombia en flor (2009)
- Medellín 360º. Cordial, Pujante y Bella (2009)
- Arte Internacional. Colección del Banco de la República (2009)
- Hugo Zapata (2009)
- Apalaanchi. Pescadores Wayuu (2009)
- Bogotá vuelo al pasado (2010)
- Grabados Antiguos de la Pontificia Universidad Javeriana. Colección Eduardo Ospina S. J. (2010)
- Orquídeas. Especies de Colombia (2010)
- Apartamentos. Bogotá (2010)
- Luis Caballero. Erótico (2010)
- Luis Fernando Peláez (2010)
- Aves en Colombia (2011)
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- Artistas por la paz (1986)
- Reglamento de uniformes, insignias, condecoraciones y distintivos para el personal de la Policía Nacional (2009)
- Historia de Bogotá. Tomo I - Conquista y Colonia (2007)
- Historia de Bogotá. Tomo II - Siglo XIX (2007)
- Academia Colombiana de Jurisprudencia. 125 Años (2019)
- Duque, su presidencia (2022)
Eduardo Santos
Forjador del talante nacional
Texto de: Alfonso López Michelsen.
Murió el doctor Eduardo Santos cuando yo me encontraba en lo más álgido de mi campaña presidencial, en tierras del Chocó. Conservo vivo el recuerdo de la manifestación de Istmina, a donde yo debía llevar la palabra, cuando se me comunicó la infausta nueva. Hacía muchos años que el ex presidente había desaparecido del escenario nacional y apenas, de tiempo en tiempo, nos llegaban noticias sobre la decrepitud que ensombreció sus últimos años. Ordenamos de inmediato el regreso a Bogotá y consideramos la posibilidad de suspender la manifestación. El pueblo permanecía impasible en la plaza y ante la conmovida presencia liberal, hicimos un breve elogio del difunto, calificándolo en aquella provincia saqueada por el capitalismo trasnacional de “recurso natural no renovable”. El despojo sistemático del oro y el platino que, durante siglos, albergaron aquellos aluviones, que ahora estaban en vías de extinguirse, había sido el tema obligado de aquella correría política. Para quienes habíamos visto desaparecer en pocos años las figuras más egregias que integraron la generación del Centenario, esta última incursión de la muerte en sus ya quintadas filas, revestía los caracteres de una catástrofe. Había sido tan grande el aporte de aquella generación a la civilización política colombiana, al periodismo y al manejo pulcro y eficiente de la cosa pública, que este último claro en sus filas significaba perder algo tan precioso y tan imposible de renovar como el oro del Chocó.
Eduardo Santos fue, desde los años veinte hasta su muerte, el hombre más poderoso de Colombia y la más persistente influencia sobre el modo de ser, llamémoslo, el talante, nacional. La identificación entre el temperamento del doctor Santos y la forma de reaccionar nuestras gentes ante determinados episodios llegó a un tal grado de afinidad que, aún hoy en día, es difícil de establecer si se trataba apenas de un intérprete, que daba evasión en todos los casos a un estado de alma colectivo, o de una influencia tan poderosa que conseguía hacer maleable, como la cera, la opinión pública. Con cualquiera de los dos criterios, lo innegable es su constante presencia en la mayor parte de los acontecimientos que van desde la primera guerra mundial hasta la caída en Colombia de la dictadura, y la consiguiente restauración de las instituciones democráticas.
Lo conocí, si por tal se entiende comenzar a formarse un juicio acerca de una persona, en el año de 1927. Habíamos sido confiados mi hermano Pedro y yo a la tutela de don José Latuf, quien vivía a la sazón en París y le había prometido a mi padre, para entonces su amigo más íntimo, ocuparse de nuestros estudios. El domingo siguiente a nuestro arribo, José nos llevó a almorzar a un restaurante en el Bosque de Bolonia y el único comensal era el doctor Eduardo Santos. Para dos adolescentes deslumbrados por el ambiente de la Ciudad Luz, en aquel entonces cuando habían transcurrido apenas ocho años después del armisticio que puso fin a la primera guerra mundial, el espectáculo de un colombiano que se movía con tanta naturalidad en aquel medio era algo que infundía un sentimiento de respeto y admiración. Hablaba con gran fluidez el francés y le reconocí, desde entonces, una forma peculiar de aproximarse a los acontecimientos y a los hombres, que siempre constituyó, a mis ojos, su rasgo distintivo. Consistía su técnica en presentar su punto de vista con una lógica abrumadora, como el único susceptible de ser adoptado por una persona “sensata”. Releyendo sus escritos, cuyo impacto no es fácil apreciar por parte del lector contemporáneo, se descubre fácilmente este proceso intelectual, que se descompone en tres etapas: la presentación del caso, el punto de vista del contrario y el punto de vista suyo, frente al cual el contrario queda reducido a un volumen intelectual mínimo. Muchos años más tarde, con ocasión de un banquete de la Pan American Society de Nueva York, me correspondió escucharle una improvisación acerca de un tema con el cual no estaba familiarizado sino a grandes rasgos, pero en el que se empleó a fondo, con infinita destreza, gracias a su táctica. Minutos antes de la reunión se había anunciado que el Brasil, en vista de la caída de los precios del café, había resuelto poner término a uno de los primeros pactos de sustentación de precios del grano en los mercados internacionales, para buscar unilateralmente la defensa de su economía. Todos estábamos pendientes de la palabra de quien era, como lo he anotado, el máximo orientador de la opinión pública colombiana y un incomparable improvisador. El raciocinio no se hizo esperar. Sin nombrar al Brasil, lo cual también era uno de sus recursos favoritos, presentó el caso colombiano, para llegar por sus pasos contados a la conclusión de que si éramos débiles unidos, lo seríamos más aún desunidos. El lector podrá sonreír ante lo elemental de la anécdota, para ser citada en un ensayo breve como éste. Se olvida, como ocurre con la oratoria en general, que la manera de decir las cosas pierde su poder de impactar al ser leídas. La verdad es que el doctor Santos era, por excelencia, un orador y no un escritor, como lo consideraron tradicionalmente sus contemporáneos. Tenía una voz millonaria en modulaciones, como la de los oradores franceses de la tercera República, un ademán mesurado y un sentido innato de la elegancia intelectual. Quienquiera que lea sus escritos se encuentra frente a un torrente de adjetivos y superlativos que denuncian al improvisador, dotado de una inmensa facilidad de palabra, pero sería necio subestimar la oportunidad y el talento con que el presidente Santos sabía administrar estos atributos, tan decisivos en determinadas coyunturas de la vida nacional. Recuerdo, en particular, dos ocasiones en que, merced al uso afortunado de la palabra, se robó, como se dice comúnmente, el auditorio. Fue el primero en el curso del debate parlamentario sobre el tratado conocido como el Protocolo de Rio de Janeiro que puso fin a la ocupación violenta por parte del Perú de la población fronteriza de Leticia. Por semanas y tal vez por meses, el senador Laureano Gómez, en pleno ejercicio de sus facultades intelectuales y de una habilidad parlamentaria sin parangón en la historia nacional, venía emplazando a nuestro delegado en la Liga de Naciones, para que diera cuenta de su gestión. A través de sus largas peroraciones el calificativo con que solía referirse Laureano Gómez a nuestro representante en la Liga de Naciones era el de “el estupendo señor Santos”, dándole una incuestionable connotación sardónica, por entonces muy en boga, a la palabra “estupendo”. Tan eficaz había sido el recurso retórico que los asistentes a las barras del Senado daban por sentado que el doctor Santos no se presentaría ante tan formidable rival. Por sobre todo, era conocido el hecho de que, a pesar de haber sido elegido congresista durante los últimos veinte años, el senador Santos jamás ocupaba su curul ni figuraba entre los avezados parlamentarios de su generación. Cuál no sería la sorpresa cuando, con la mesura que lo caracterizaba, arrancándole una gama de notas musicales, semejante a la de Briand en las conferencias internacionales y en las asambleas políticas que se sucedieron entre las dos guerras, el doctor Santos dio muestras de una nueva manera de desempeñarse en las corporaciones públicas, cuando, sin usar un solo vocablo grueso, redujo a la impotencia a su contendor, exactamente como el frágil pescador arponea una pieza que le es varias veces superior en volumen físico. Fue en aquellas sesiones cuando aparecieron los primeros síntomas del derrame cerebral que luego afectó por tantos años al jefe del Partido Conservador. La palabra del doctor Santos había realizado el milagro de recoger una tropa dispersa y devolverle la confianza, cuando sólo unos pocos liberales, encabezados por Gabriel Turbay, se atrevían a hacerle frente a Laureano Gómez en la plenitud de sus facultades.
La segunda ocasión fue el sepelio imaginario, tal vez, del doctor Olaya Herrera, cuando se conoció en Bogotá la noticia de su muerte en Roma. Desfilaron las multitudes liberales hasta la calle 26 y los oradores hicieron uso de la palabra desde un balcón situado en una vetusta edificación próxima a donde hoy se eleva el edificio de Seguros Tequendama. Cada uno había hecho, a su manera, el elogio del difunto y se presumía que quien lo lograra con mayor fortuna obtendría como presea la sucesión del entonces candidato indiscutible del liberalismo, con la consagración para ocupar su puesto. El doctor Santos, de lejos, se llevó en aquella mañana memorable el trofeo, trayendo a cuenta las estrofas de Walt Whitman, a propósito de la muerte de Lincoln: “Terminaba el proceloso viaje, mi capitán…”. Para un auditorio que, seis años antes, se había embriagado con los discursos de Guillermo Valencia, que terminaban generalmente en la recitación de alguno de sus poemas, la reaparición de la lírica en la plaza pública se llevó las palmas, que fueron, en este caso, la candidatura presidencial. Las celebradas estrofas de Whitman constituyen un lugar común de la literatura anglosajona, pero en castellano, en una traducción posiblemente obra del propio doctor Santos, por su impecable factura, constituían, sin duda, un hallazgo, que interpretaba a cabalidad la angustia de los copartidarios desconcertados ante la súbita muerte del ex presidente Olaya.
La trayectoria vital de Eduardo Santos es demasiado conocida de sus compatriotas, a pesar de no haberse escrito aún su biografía, en donde el lector podría hallar el recuento minucioso de sus ejecutorias como político, como internacionalista y, sobre todo, como fundador de uno de los primeros diarios de habla hispana, e, incuestionablemente, el más importante de Colombia. Quiero, sin embargo, traer a cuento, para disipar cualquier equívoco, una cuestión de carácter histórico que, en cierto modo, puede servir de pretexto para reconstruir a grandes trazos su carrera pública. Me refiero a su posición frente a Alfonso López Pumarejo, que ha dado lugar a un sinnúmero de leyendas acerca de las relaciones que los dos ex presidentes mantuvieron por más de cincuenta años. Puedo decir, como testigo de excepción, que ambos se profesaban recíprocamente una gran admiración. Carlos Sanz de Santamaría transcribió recientemente un párrafo de la carta del doctor Santos en el que le dice textualmente, refiriéndose a López:
Con él me pasa una cosa curiosa: en cincuenta años hemos sido siempre amigos, y a veces muy amigos. Hemos estado de acuerdo pocas veces y nunca se han interrumpido nuestras relaciones cordiales, ni hemos tenido un minuto de conversación desagradable. Nuestros temperamentos son distintos, y a veces diversas nuestras orientaciones, pero comulgamos en la misma fe liberal, y soy admirador constante de sus extraordinarias cualidades de conductor político, que lo han hecho acreedor a un prestigio sin eclipses. Entre los liberales comparable sólo en la historia al que tuvieron Obando y Olaya Herrera.
Como el estado de salud del ex presidente López Pumarejo era ya grave y Santos anticipaba lo peor, en el párrafo transcrito formula lo que pudiera considerarse su juicio definitivo sobre quien fuera muchas veces su rival y generalmente su aliado. Por su parte, el presidente López Pumarejo solía referirse en su conversación ordinaria a la personalidad del doctor Santos y remataba su análisis con un inevitable: “Es quizá el político más inteligente que me ha sido dado tratar”. ¿Por qué, entonces, con el correr de los años se abrió camino la especie de que entre los dos existía un sentimiento de antipatía, vecino de la animadversión? Algunos pueden situar el origen de esta notoria discrepancia en el hecho innegable de que la segunda candidatura de López tuvo un marcado sello antigobiernista y que la administración Santos no fue discreta en el manejo de sus relaciones con su antecesor. Yo creo que es necesario remontarse años más atrás y hallar una explicación menos anecdótica en la curiosa antítesis que ambos encarnaron desde la juventud. Tomando como punto de partida el año de 1910, que le dio su nombre a toda una generación, por celebrarse entonces el primer centenario de nuestra independencia, nos encontramos con dos jóvenes, apenas salidos de la adolescencia, colocados por circunstancias de la vida en dos polos francamente opuestos. López es el hijo de uno de los hombres más ricos del país y, después de haber sido educado en Inglaterra y en los Estados Unidos, aparece en el escenario nacional asumiendo prematuramente cargos de responsabilidad como socio de Pedro A. López y Cía., en Costa Rica y en el Ecuador. Dueño de una aparente seguridad en sí mismo, es empresario afortunado y hombre de mundo, a quien seduce tangencialmente la política. Santos, que ha perdido a su padre, tiene, por el contrario, una formación francesa y vive modestamente con su madre viuda, completando su exiguo pasar de estudiante recién graduado con un cargo secundario en el Ministerio de Relaciones Exteriores. Es, a ojos vistas, retraído y distante, como lo será toda su vida, no obstante la tradicional práctica santafereña de exteriorizar los sentimientos de familia en las más disímiles circunstancias. Devora libros en varios idiomas, pero principalmente en francés, con una avidez que no lo abandonará jamás. La política lo atrae poderosamente, pero a los ojos de muchos de sus contemporáneos da muestras de ser poco práctico y excesivamente idealista, desdeñoso quizá con el compromiso cotidiano que demanda el ejercicio de la vida pública.
En pocos años, menos de tres lustros, los papeles están totalmente invertidos. Santos, después de comprarle a su cuñado, Alfonso Villegas Restrepo, el periódico El Tiempo con el apoyo económico de su madre, consigue extender la circulación de su periódico hasta límites insospechados para el país de entonces y comienza a desempeñar un papel decisivo en el seno del liberalismo al cual se ha afiliado después de abandonar las toldas republicanas. Es el vocero del civilismo y, al lado de Luis Cano, uno de los más aguerridos polemistas en contra de la hegemonía conservadora. López, después de haberse separado de la firma de su padre, pierde transitoriamente su brillante posición económica, que recupera al frente del Banco Mercantil Americano hasta el momento en que la crisis mundial del año 1923 obliga a la suspensión de pagos tanto a la casa López como al Banco Mercantil. Es un fracasado a quien la gente le cobra la arrogancia de su época dorada y a quien muchos consideran un buen conversador a quien solo ocasionalmente vale la pena escucharle sus ideas brillantes, como un pasatiempo de salón. Tras algunas escapadas a la Asamblea del Tolima y uno o dos períodos en la Cámara de Representantes, su actuación en política se reduce a acogerse a la hospitalidad de El Espectador y, posteriormente, al frustrado intento de resucitar el diario Nacional de Olaya Herrera, que había comprado en asocio de Luis Samper Sordo. Es un profeta de vaticinios que no se cumplen.
Alberto Lleras, que hacía por aquellos años sus primeras armas en El Tiempo, como cronista, me ha relatado, una y otra vez, las memorables tenidas nocturnas en la redacción de El Tiempo, en donde se ponía de presente el choque de los dos temperamentos. Pasadas las 11 de la noche el doctor Santos preside la reunión, a donde van llegando, como lo describe el diplomático boliviano Alcides Argüedas, contertulios de las más diversas procedencias, políticos disidentes liberales y conservadores, diplomáticos aficionados a las letras, amigos personales del “doctor” y el grueso del civilismo. Todos le profesaban un profundo respeto. Ya he dicho cómo Tomás Rueda Vargas, a pesar de estar condenado el liberalismo desde la eternidad a la oposición, señalaba a Santos entre los futuros presidentes de Colombia. Todo es respeto y unción a su alrededor entre tantas gentes que, por una u otra razón, están obligadas con él. Cuando irrumpe López, desentona descomedidamente. Lo llama Santos, a secas, y la reacción no se hace esperar. El uno cree en el otro, pero ninguno de los dos lo admite, aun entre sus más íntimos amigos. Santos le reprocha a López no saber escribir y López a Santos no entender una palabra de economía. Con el tiempo cada uno de ellos encontrará su complemento en cada uno de los dos Lleras. López en la pluma de Alberto. Santos en la versación económica de Carlos. López considera a Santos débil de carácter y éste, a su turno, frívolo a su contrario. Los años pondrán en evidencia la sinrazón de ambas posiciones. López realiza la más profunda revolución institucional del siglo xx y a Santos le corresponde manejar con mano firme la insurrección conservadora en Santander y, luego, como presidente, el difícil tránsito de una economía de paz a una economía de guerra entre 1938 y 1942; pero, por el momento, y posiblemente hasta el final de sus días, el contrapunteo persiste, con un enfrentamiento de susceptibilidades que nunca degenera en abierta pugnacidad, por el respeto a los atributos intelectuales que uno y otro se reconocen.
Momento estelar de estas dos vidas fueron las jornadas de 1928-1929 y 1930, cuando juntos y sin haber formalmente obtenido aún la jefatura del partido, propician la reconquista, dándole asilo en El Tiempo a Laureano Gómez, de quien se sirven para acometer contra el edificio tambaleante de la vieja hegemonía. Es la época de las célebres conferencias del Teatro Municipal, cuando, por una vez a la semana, se ponen en tela de juicio los valores y las convenciones de la vida colombiana. Un día, es el profesor López de Mesa, otro, el propio doctor Laureano Gómez, otro, la primera mujer que ocupa una tribuna pública, doña Gloria de Echeverri, otro, el doctor Roberto Urdaneta Arbeláez, otro el doctor Zea Uribe o el doctor Jiménez López… Es la época, también, de la publicación del contrato Yates, por medio del cual se otorgaba casi secretamente una concesión petrolífera considerable a una compañía inglesa y, años antes, la implacable campaña contra el presidente Suárez, que lo obligará a hacer dejación de la Presidencia de la República. Vendrán, luego, la Convención Liberal de 1929, la proclamación de la candidatura Olaya y la primera participación de la mujer en la política, cuando como alegres y fanáticas compañeras de viaje doña Lorenza Villegas de Santos, doña María Calderón de Nieto Caballero, doña Alicia Dávila de Izquierdo y doña Cecilia Kopp de Rocha ponen una nota alegre y menos solemne a las giras políticas, que, por primera vez, comenzaron a adelantarse en avión. Fueron ellas y las compañeras que habían viajado con la comitiva desde Medellín quienes en la histórica noche de Puerto Berrío respaldaron a López Pumarejo en su aspiración de que Olaya Herrera declarara, con la debida cautela, que era candidato liberal para una concentración nacional. Mientras se discutía acaloradamente entre los jefes, ellas arrancaron de sus pechos las insignias del candidato y, coreando a quienes les exigían una profesión de fe liberal, pusieron el peso de su gracia al servicio de la causa.
Eduardo Santos, desde las columnas de El Tiempo, orientó de mano maestra la opinión pública, para obtener, primero, la victoria electoral y, luego, la pacífica transmisión del mando. No en vano era un diplomático consumado, y cuanto se ha conseguido después, en este siglo, para desarmar espiritualmente a los contrarios y realizar sin traumatismos movimientos de características nacionales, con miras a la conquista del poder para una parcialidad política, tiene su origen en el pensamiento y en la pluma del entonces director de El Tiempo.
Los primeros meses de gobierno fueron de alborozo y fraternización entre los distintos sectores liberales para quienes Olaya aparecería como un semi Diós. El papel de Santos en aquellos primeros años de transición suele omitirse en el repertorio de sus ejecutorias, aun cuando tiene especial significación en el diagnóstico de su carácter, y sirve, al mismo tiempo, de medida sobre la sagacidad de Olaya, al escogerlo como gobernador de Santander del Sur, un papel aparentemente desproporcionado a su estatura política y a sus merecimientos. Como lo he notado, tenía el doctor Santos, aun entre sus fervientes admiradores, fama de ser de un temperamento transaccional, rayano en la debilidad; pero, como ocurre frecuentemente, las maneras suaves y corteses no corresponden siempre al temple del ánimo. La subversión en los Santanderes, orquestada desde los púlpitos y los campanarios por algunos cléricos carlistas, amenazaba con extenderse a todo el país y se imponía la presencia de un pacificador. El solo calificativo nos hace evocar involuntariamente a don Pablo Morillo, el último general peninsular en el Virreinato de Nueva Granada. Fatal hubiera sido para el gobierno de Olaya encomendar la gobernación del levantisco departamento a alguien que significara un reto. Grande fue el alivio general cuando se designó para tales menesteres a un hombre de pluma y no de acción, con escasa experiencia administrativa y cuyo único nexo con Santander era el del linaje paterno, cuyas raíces remontan a familias de la población de Curití. Quienes creyeron que el presidente Olaya se había equivocado de tratamiento, al escoger para tal cargo a quien pasaba por ser un espíritu excesivamente conciliador, pudieron desengañarse bien pronto. No sólo dio muestras el nuevo gobernador de arrojo personal sino de inquebrantable firmeza dentro de un espíritu de equidad y justicia que le permitió rematar con gran fortuna la tarea que se le había encomendado.
Las relaciones entre Olaya y Santos, que habían sufrido algún eclipse en los años anteriores a la campaña presidencial, cuando el primero desempeñaba la legación de Colombia en Washington, se reanudaron fácilmente y pronto se fue gestando una división respetuosa pero aparente entre los liberales de extracción republicana y los liberales a secas, que reclamaban por boca de Alfonso López Pumarejo un gobierno francamente de partido. Los episodios de los doce años siguientes, en la administración López, en la administración Santos y en la segunda administración López, se ven constantemente interferidos por esta contraposición que, más que ideológica, fue solamente temperamental, como lo intuyó don Luis Cano, pero no por tal tuvo menos incidencia en los destinos del partido. Había algo particularmente irritante, para unos y otros, que frecuentemente se veían exacerbados por las consejas de los cortesanos, que siempre rodean a los políticos de renombre. Es necesario haber vivido esta clase de enfrentamientos sordos para poder apreciar con la perspectiva de los años, en sus verdaderas dimensiones, los documentos de la época, inertes para quienes no estuvieron compenetrados con los conflictos del momento. Uno de los bandos era, por naturaleza, conciliador, transaccional, incansable en la búsqueda de una respuesta favorable al entendimiento, aun entre sus más enconados contradictores. El otro era polémico en el terreno intelectual, vehemente en sus convicciones, y profesaba hondamente la creencia de que, para granjearse el respeto del adversario político, era menester ser contradictor franco y rodear de garantías y salvaguardias a la oposición.
López decía con impaciencia: “Se quieren granjear las simpatías del Partido Conservador a costa de mi lucha para consolidar el predominio liberal y la revolución en marcha”. Inversamente, los lopistas rabiosos presentaban al gobierno de Santos como si se tratara de una contrarrevolución, de un 9 de Termidor, cuando, si se examina desapasionadamente la gestión política de su cuatrienio, no se puede decir con justicia que se tratara de una revolución en contra del progreso alcanzado. Pero lo más irritante consistió en que, voluntaria o involuntariamente, se recurriera a un expediente que, tanto en la vida privada como en la vida pública, hiere a los compañeros de lucha, cual es el de darle la razón, sin decirlo expresamente, al enemigo en contra del socio. Ejemplo elocuentísimo, para ilustrar el caso, fue el de responder a la propuesta de buscar un entendimiento con los conservadores para pacificar el país, declarando simplemente: “Mi posición es la de fe y dignidad”. ¿No podía interpretarse esta actitud como la de que aquellos que estaban proponiendo la conciliación carecían de fe e incurrían en indignidad? Miles de frases de esta laya y con este alcance se deslizaron en tres lustros de gobierno liberal hasta dar en tierra con el partido. Cuando, para despertar la mística de la colectividad, se habló en la plaza pública del sueño de una república liberal, el conservatismo reaccionó inmediatamente interpretando tal slogan como si la aspiración fuera la de una república en donde todos los empleados fueran liberales y clamó por una República de Colombia para todos los colombianos. Era un acto de redomada mala fe. Por república liberal se entendía una nación abierta al pluralismo ideológico, en donde tuvieran cabida todas las ideas y en donde, desde la universidad hasta el Congreso, desaparecieran los delitos de opinión. Al mismo tiempo, una república en donde con un criterio pragmático, ajeno a cualquier dogma, se pusieran a prueba los valores convencionales de la sociedad colombiana y se desempolvara la república de levitón y sombrero de copa, abriéndole el camino a los auténticos valores colombianos. Pero, en la otra orilla liberal, se coqueteó con la posición conservadora hablando de que el gobierno debía ser para todos los colombianos y trayendo a cuento las últimas palabras del Libertador sobre que “cesen los partidos”, cuando es sabido que por partidos Bolívar entendía las facciones regionales y particularmente la controversia entre venezolanos y granadinos.
El gobierno de Santos fue, sin lugar a dudas, un nuevo jalón en el proceso de acreditar al liberalismo como partido de gobierno. Junto con su ministro de Hacienda Carlos Lleras Restrepo, adelantó una tarea administrativa y una gestión económica afortunada en momentos difíciles para la república. Se reveló entonces Carlos Lleras Restrepo como la gran promesa de la colectividad liberal, dando pruebas de una versación jurídica y económica comparable a la de los prohombres de la Regeneración, que se consideraban irremplazables, lo cual le permitió sortear con fortuna los primeros años de la segunda guerra mundial, antes de la participación de los Estados Unidos, que ocurrió solamente en diciembre de 1941, seis meses antes de expirar el período presidencial de Santos. En los próximos seis lustros, con gobierno liberal, con gobierno conservador, con dictadura o con junta militar, Lleras Restrepo fue consejero de todos los gobiernos y voz atendida con respeto en el concierto de las naciones americanas. El primero en dejar de consultarlo fue su ex ministro de Gobierno doctor Misael Pastrana, cuando asumió la Presidencia en 1970, causando innecesariamente una ruptura entre las dos administraciones, que se manifestó con la formación del llamado “progresismo”, en el que militamos los antiguos colaboradores de Lleras Restrepo.
El balance de la administración Santos siempre ha sido considerado como favorable para la república, no obstante las condiciones adversas que le tocó afrontar por causa de la guerra. Mucho más graves serían para el gobierno que lo sucedió, puesto que los efectos de la participación de los Estados Unidos, nuestro principal comprador y vendedor, tuvieron repercusiones inimaginables sobre nuestra economía y nuestra vida social. Durante el cuatrienio de 1938-1942, si bien es cierto que se presentaron fenómenos en el comercio exterior, el gobierno pudo encontrar nuevos arbitrios fiscales con la congelación de bienes extranjeros enemigos, principalmente los alemanes e italianos, que poseían cuantiosos haberes en Colombia, cuyos proventos se destinaron a la adquisición de bonos con los cuales se pudieron iniciar algunas de las operaciones de los primeros institutos descentralizados. Es algo a lo que tendré que referirme en otra oportunidad, pero que menciono aquí por haberse pretendido involucrar indirectamente a la administración Santos en los debates que posteriormente se adelantaron contra mí. No tenía yo ningún impedimento para ejercer mi profesión entre 1938 y 1942 y mal podía considerarse como un favor el que, atendiendo a disposiciones generales, impersonales y abstractas, yo me acogiera a ellas en nombre de los intereses que representaba, como fue el caso de los fideicomisos para los súbditos del Eje.
Si algún lunar puede señalársele a la administración Santos, como a cualquiera otra, porque ninguna es perfecta, fue su intervención en el campo político en contra de la candidatura de López. Era, desde luego, muy difícil hacer gala de imparcialidad cuando el presidente Santos era propietario de un periódico obligado a opinar todas la mañanas, sobre el cual el funcionario, atareado en su labor administrativa, no podía ejercer un control directo. Tampoco era concebible que se restringiera la libertad de prensa al extremo de imponerle la censura a los colaboradores de El Tiempo, cuando formulaban reparos a la política de López. No es menos cierto que la opinión pública mal podría admitir un divorcio entre El Tiempo y el gobierno, así el presidente insistiera en que él no tenía nada que ver con su empresa. Esta situación hubiera podido prolongarse, aun cuando fuera mortificante para ambas partes, si el gobierno no hubiera optado por participar en la liza, poniendo el peso de su autoridad y de su prestigio al servicio del antilopismo. En este camino se consiguió llevar a la Dirección Nacional Liberal al general y doctor Lucas Caballero, posición a la cual jamás habría tenido acceso en aquellos años sin la intervención presidencial. No es del caso discutir aquí la figura del general y doctor Caballero en las múltiples posiciones políticas y económicas que desempeñó desde la época de la última guerra civil. El hecho escueto e incontrovertible es el de que para entonces carecía de respaldo político propio y era apenas una reliquia del Partido Liberal. No solamente había sido ajeno al movimiento que en 1930 dio al traste con el gobierno conservador sino que, como gerente del Banco Agrícola Hipotecario, había formado parte de ese gobierno y había defendido su gestión económica en sonado debate con López Pumarejo. Tampoco ocupaba, desde hacía muchos años, curul en la Cámara o en el Senado que le permitiera conocer de cerca y personalmente el equipo joven del partido, empeñado en reformar las instituciones. El presidente López Pumarejo, ajeno a todo rencor personal, lo había designado en una posición diplomática y sus relaciones personales jamás habían sufrido mengua. Pero su reaparición en el escenario fue obra, como se diría posteriormente, de “la gran prensa”. Era uno de ellos. No había dentro del estado mayor de El Tiempo y de El Espectador quien por sangre o por alianza no fuera su pariente o no le mereciera especiales consideraciones, en razón de vínculos de amistad. A esta primera intervención inequívoca del gobierno siguió el paso extravagante de designar al ministro de Hacienda, doctor Carlos Lleras Restrepo, como director de El Tiempo, para capitanear el movimiento anti-reeleccionista. Ya he dicho que el ministro de Hacienda era el primero de a bordo en el gobierno y a nadie se le podía ocultar que el tránsito de la cartera que venía desempeñando a satisfacción general para pasar a la dirección de El Tiempo habría podido tener ocurrencia contra la voluntad del presidente Santos. Por último, se adoptó como carta de victoria en la ya abierta campaña del gobierno contra López, la táctica de darle el alcance de un plebiscito en favor o en contra del gobierno a los comicios que debían celebrarse en marzo, dando por sabido que anti-reeleccionista y gobiernista iban a ser términos sinónimos. Don Luis Cano, tan hábil en buscarle ángulos originales a cada situación para alcanzar alguna forma de compromiso, se devanaba los sesos, en procura de algún slogan que evitara la división liberal, y fue así como acuñó la consigna de “apoyo a Santos y adhesión a López”, que le permitió ser neutral.
El plebiscito de marras, como suele ocurrir en estos casos, no inclinó el fiel de la balanza claramente en favor de ninguno de los dos grupos, pero evidentemente no se había salido el gobierno con la suya ni los anti-reeleccionistas estaban agrupados alrededor de un solo candidato que les diera un mínimo grado de homogeneidad. Fue así como el gobierno se vio obligado a cambiar de orientación y a adoptar una imparcialidad que colocó al anti-reeleccionismo en la condición de apéndice del Partido Conservador, como lo demostraron los guarismos posteriores. Mil veces mejor, para el prestigio de la administración Santos, habría sido que los episodios que dejo reseñados no hubieran tenido vigencia.
Si bien el gobierno aceptó de buen grado el fallo de las urnas y el propio doctor Carlos Lleras Restrepo se sometió a los resultados sin amargura, los partidarios del doctor Carlos Arango Vélez se sintieron traicionados y muchos de entre ellos, que se habían comprometido con el anti-reeleccionismo, se prepararon para futuras batallas en alianza con los conservadores.
Algún día me corresponderá hacer el recuento de lo que fue la segunda administración López con los antecedentes que dejo enumerados. Durante este período el doctor Eduardo Santos, quizá por su alejamiento del país, observó una actitud tranquila y discreta, quebrantada apenas por su oposición a las medidas de emergencia de carácter social, dictadas en uso del artículo 121 de la Constitución, a raíz del golpe de Pasto. Recientemente he leído las comunicaciones del embajador de Inglaterra a su canciller, que sólo se divulgan de treinta en treinta años, y que están al alcance del público en un hermoso edificio recientemente construido a orillas del Támesis. No deja el embajador Snow de expresar su sorpresa ante la oposición del ex presidente Santos al uso de las atribuciones del artículo 121 sobre el estado de sitio, para dar una respuesta adecuada a un golpe de cuartel que había apresado por más de 24 horas al presidente constitucional. Extraño el embajador a las sutilezas del legalismo colombiano, se aferraba pragmáticamente al principio de que a las situaciones de excepción debe dárseles un tratamiento con medidas de excepción. La polémica tiene tantos ángulos, particularmente a la luz de acontecimientos posteriores, que nos haríamos interminables presentando el caso en sus múltiples facetas. La prudencia que mostró el ex presidente Santos frente al nuevo gobierno no fue compartida por el propio periódico El Tiempo ni por los ardientes entre sus inmediatos colaboradores. En las columnas del prestigioso diario, en el sonado caso del boxeador Mamatoco, llegó a hablarse de un crimen de Estado, acogiéndose a la versión de fuentes conservadoras, según las cuales mi hermano Pedro había disparado contra un carabinero y el asesinato del boxeador, dueño de una hojita periódica, habría tenido por objeto silenciarlo. Con el andar del tiempo se reveló, por medio de una gallarda carta de un pariente del doctor Santos, que quien había disparado sobre un carabinero, sin causarle mayor daño y en defensa propia, había sido un pariente suyo muy próximo. La investigación sobre el crimen se adelantó, los móviles quedaron establecidos, los responsables condenados a prisión después de haber confesado, y el misterio de quién mató a Mamatoco –cuestiones sobre el manejo de fondos de la Intendencia de la Policía– definitivamente dilucidado. Los condenados estaban cumpliendo su pena el 9 de abril de 1948, cuando, en medio de los sucesos del “Bogotazo”, consiguieron escaparse. Incidentes como éstos, de la guerrilla entre los dos jefes máximos del liberalismo, se repitieron incesantemente hasta cuando la adversidad común y la de todo el partido los obligó de nuevo a aunar fuerzas para devolverle a Colombia sus instituciones democráticas.
El periódico El Tiempo, que era uno de los instrumentos claves de la supremacía liberal como vehículo de información, fue sometido a la censura bajo el gobierno conservador de Laureano Gómez y a la clausura bajo la dictadura del general Rojas Pinilla. Regresaba yo de México, en donde vivía desde hacía varios años, y salió mi padre a encontrarme a Barranquilla en compañía de su segunda esposa doña Olga Dávila de López. Coincidencialmente, al regresar a Bogotá nos encontramos con el doctor Eduardo Santos quien venía de Europa, llamado por sus colaboradores. Instalados en el pequeño bar del aeropuerto, me correspondió ser testigo de una escena singular. El ex presidente Santos contemplaba el sombrío panorama de su futuro y, con un rasgo de humor negro, le decía a López: “Vamos a tener que acabar dando clases de idiomas. Yo me tendré que ganar la vida enseñando francés”. No ocurrió así, por fortuna. Juntos se comprometieron en la lucha política, por distintos caminos, pero ya desaparecida la pugnacidad que había reinado entre los dos durante tantos años. La empresa del Frente Nacional, el entendimiento con los conservadores para derrocar la dictadura, que había concebido López varios años antes, se abrió camino y los sucesos del 10 de mayo cerraron la etapa del gobierno de facto, que se había instalado en el poder el 13 de junio de 1953.
El gobierno de la Junta Militar designó una comisión para estudiar los procedimientos constitucionales encaminados a restablecer la normalidad. Era un pequeño parlamento en donde tomaban asiento no más de veinte personas de ambos partidos entre lo más granado de lo que llamaban las constituciones del Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario, hace cuatrocientos años, “lo más granado de la nobleza secular en este reyno”. Sesionábamos en el antiguo local de la Cámara de Representantes (yo también, al lado de Fabio Lozano Simonelli, formaba parte de aquel aerópago), en el que todos quienes tenían asiento ya habían escrito páginas de la historia nacional, a excepción nuestra, y era un deleite escuchar las disertaciones de quienes representaban treinta o cuarenta años de la historia patria. Allí estaban todos los ex presidentes, el ex ministro doctor José Antonio Montalvo, el ex presidente de la Corte, doctor Eleuterio Serna, el designado Ricardo Uribe Escobar, y los doctores Edgardo Manotas Wilches y Antonio Rocha entre aquellos que vienen a mi memoria. A tan sabias disquisiciones puso término el repentino viaje de Alberto Lleras a conversar con Laureano Gómez en las playas españolas porque con base en los memorandos de Sitges y de Benidorm se elaboró el articulado del Plebiscito de 1959. Frecuentemente, en medio de las tediosas reuniones del procedimiento, me acercaba yo a escuchar las palabras del ex presidente Santos en la intimidad de pequeñas tertulias que se formaban alrededor de su curul. Era un conversador festivo, pero siempre distante, como si tendiera la mano frente al interlocutor en señal de que no podía propasar ciertos límites. Se mantenía siempre al tanto de las más diversas manifestaciones culturales y políticas francesas y salpicaba el relato con anécdotas que iban desde su adolescencia hasta ocurrencias del pasado inmediato. Figuras como la de León Blum, con quien había mantenido relaciones de amistad, y Briand, lo seducían especialmente. Siempre he pensado que, consciente o subconscientemente, asimilaba su parábola vital a la del líder socialista francés. Blum, como Santos, había sido, en sus comienzos, un hombre más aficionado a las letras que a la política. Atraído por el ideario socialista libró batallas hasta alcanzar el poder con el Frente Popular en 1936. Le correspondió a aquel hombre frágil, un aristócrata de la inteligencia, adelantar simultáneamente una transformación radical de la sociedad francesa en el interior del país y administrar el espinoso problema internacional de la no intervención en la guerra de España. Tuvo enemigos implacables que le enrostraban su bien habida fortuna y pintaban al dirigente socialista comiendo en vajilla de oro. Era un tema que Santos traía a cuento constantemente. Vinieron, luego, los días adversos perseguido por el fascismo y fue sometido a un inicuo proceso de claras connotaciones antisemitas. Era el contraste obligado entre los días de gloria y de poder y la persecución, que también había conocido Santos.
Lo vi, por última vez, en Nueva York, cuando regresaba de Londres con el cadáver de Alfonso López Pumarejo. Él había sido comisionado por el presidente Lleras Camargo para representar al gobierno durante las ceremonias que se cumplieron en la urbe americana. Más distante que nunca, posiblemente por el enfrentamiento entre el MRL y El Tiempo, me dio una explicación innecesaria sobre el carácter oficial de su misión para conjurar la posibilidad de que yo considerara su presencia como una atención personal. No lo volví a ver nunca y, con el transcurso de los años, aun antes de su muerte, se fue perdiendo en la noche de la senectud.
#AmorPorColombia
Eduardo Santos
Forjador del talante nacional
Texto de: Alfonso López Michelsen.
Murió el doctor Eduardo Santos cuando yo me encontraba en lo más álgido de mi campaña presidencial, en tierras del Chocó. Conservo vivo el recuerdo de la manifestación de Istmina, a donde yo debía llevar la palabra, cuando se me comunicó la infausta nueva. Hacía muchos años que el ex presidente había desaparecido del escenario nacional y apenas, de tiempo en tiempo, nos llegaban noticias sobre la decrepitud que ensombreció sus últimos años. Ordenamos de inmediato el regreso a Bogotá y consideramos la posibilidad de suspender la manifestación. El pueblo permanecía impasible en la plaza y ante la conmovida presencia liberal, hicimos un breve elogio del difunto, calificándolo en aquella provincia saqueada por el capitalismo trasnacional de “recurso natural no renovable”. El despojo sistemático del oro y el platino que, durante siglos, albergaron aquellos aluviones, que ahora estaban en vías de extinguirse, había sido el tema obligado de aquella correría política. Para quienes habíamos visto desaparecer en pocos años las figuras más egregias que integraron la generación del Centenario, esta última incursión de la muerte en sus ya quintadas filas, revestía los caracteres de una catástrofe. Había sido tan grande el aporte de aquella generación a la civilización política colombiana, al periodismo y al manejo pulcro y eficiente de la cosa pública, que este último claro en sus filas significaba perder algo tan precioso y tan imposible de renovar como el oro del Chocó.
Eduardo Santos fue, desde los años veinte hasta su muerte, el hombre más poderoso de Colombia y la más persistente influencia sobre el modo de ser, llamémoslo, el talante, nacional. La identificación entre el temperamento del doctor Santos y la forma de reaccionar nuestras gentes ante determinados episodios llegó a un tal grado de afinidad que, aún hoy en día, es difícil de establecer si se trataba apenas de un intérprete, que daba evasión en todos los casos a un estado de alma colectivo, o de una influencia tan poderosa que conseguía hacer maleable, como la cera, la opinión pública. Con cualquiera de los dos criterios, lo innegable es su constante presencia en la mayor parte de los acontecimientos que van desde la primera guerra mundial hasta la caída en Colombia de la dictadura, y la consiguiente restauración de las instituciones democráticas.
Lo conocí, si por tal se entiende comenzar a formarse un juicio acerca de una persona, en el año de 1927. Habíamos sido confiados mi hermano Pedro y yo a la tutela de don José Latuf, quien vivía a la sazón en París y le había prometido a mi padre, para entonces su amigo más íntimo, ocuparse de nuestros estudios. El domingo siguiente a nuestro arribo, José nos llevó a almorzar a un restaurante en el Bosque de Bolonia y el único comensal era el doctor Eduardo Santos. Para dos adolescentes deslumbrados por el ambiente de la Ciudad Luz, en aquel entonces cuando habían transcurrido apenas ocho años después del armisticio que puso fin a la primera guerra mundial, el espectáculo de un colombiano que se movía con tanta naturalidad en aquel medio era algo que infundía un sentimiento de respeto y admiración. Hablaba con gran fluidez el francés y le reconocí, desde entonces, una forma peculiar de aproximarse a los acontecimientos y a los hombres, que siempre constituyó, a mis ojos, su rasgo distintivo. Consistía su técnica en presentar su punto de vista con una lógica abrumadora, como el único susceptible de ser adoptado por una persona “sensata”. Releyendo sus escritos, cuyo impacto no es fácil apreciar por parte del lector contemporáneo, se descubre fácilmente este proceso intelectual, que se descompone en tres etapas: la presentación del caso, el punto de vista del contrario y el punto de vista suyo, frente al cual el contrario queda reducido a un volumen intelectual mínimo. Muchos años más tarde, con ocasión de un banquete de la Pan American Society de Nueva York, me correspondió escucharle una improvisación acerca de un tema con el cual no estaba familiarizado sino a grandes rasgos, pero en el que se empleó a fondo, con infinita destreza, gracias a su táctica. Minutos antes de la reunión se había anunciado que el Brasil, en vista de la caída de los precios del café, había resuelto poner término a uno de los primeros pactos de sustentación de precios del grano en los mercados internacionales, para buscar unilateralmente la defensa de su economía. Todos estábamos pendientes de la palabra de quien era, como lo he anotado, el máximo orientador de la opinión pública colombiana y un incomparable improvisador. El raciocinio no se hizo esperar. Sin nombrar al Brasil, lo cual también era uno de sus recursos favoritos, presentó el caso colombiano, para llegar por sus pasos contados a la conclusión de que si éramos débiles unidos, lo seríamos más aún desunidos. El lector podrá sonreír ante lo elemental de la anécdota, para ser citada en un ensayo breve como éste. Se olvida, como ocurre con la oratoria en general, que la manera de decir las cosas pierde su poder de impactar al ser leídas. La verdad es que el doctor Santos era, por excelencia, un orador y no un escritor, como lo consideraron tradicionalmente sus contemporáneos. Tenía una voz millonaria en modulaciones, como la de los oradores franceses de la tercera República, un ademán mesurado y un sentido innato de la elegancia intelectual. Quienquiera que lea sus escritos se encuentra frente a un torrente de adjetivos y superlativos que denuncian al improvisador, dotado de una inmensa facilidad de palabra, pero sería necio subestimar la oportunidad y el talento con que el presidente Santos sabía administrar estos atributos, tan decisivos en determinadas coyunturas de la vida nacional. Recuerdo, en particular, dos ocasiones en que, merced al uso afortunado de la palabra, se robó, como se dice comúnmente, el auditorio. Fue el primero en el curso del debate parlamentario sobre el tratado conocido como el Protocolo de Rio de Janeiro que puso fin a la ocupación violenta por parte del Perú de la población fronteriza de Leticia. Por semanas y tal vez por meses, el senador Laureano Gómez, en pleno ejercicio de sus facultades intelectuales y de una habilidad parlamentaria sin parangón en la historia nacional, venía emplazando a nuestro delegado en la Liga de Naciones, para que diera cuenta de su gestión. A través de sus largas peroraciones el calificativo con que solía referirse Laureano Gómez a nuestro representante en la Liga de Naciones era el de “el estupendo señor Santos”, dándole una incuestionable connotación sardónica, por entonces muy en boga, a la palabra “estupendo”. Tan eficaz había sido el recurso retórico que los asistentes a las barras del Senado daban por sentado que el doctor Santos no se presentaría ante tan formidable rival. Por sobre todo, era conocido el hecho de que, a pesar de haber sido elegido congresista durante los últimos veinte años, el senador Santos jamás ocupaba su curul ni figuraba entre los avezados parlamentarios de su generación. Cuál no sería la sorpresa cuando, con la mesura que lo caracterizaba, arrancándole una gama de notas musicales, semejante a la de Briand en las conferencias internacionales y en las asambleas políticas que se sucedieron entre las dos guerras, el doctor Santos dio muestras de una nueva manera de desempeñarse en las corporaciones públicas, cuando, sin usar un solo vocablo grueso, redujo a la impotencia a su contendor, exactamente como el frágil pescador arponea una pieza que le es varias veces superior en volumen físico. Fue en aquellas sesiones cuando aparecieron los primeros síntomas del derrame cerebral que luego afectó por tantos años al jefe del Partido Conservador. La palabra del doctor Santos había realizado el milagro de recoger una tropa dispersa y devolverle la confianza, cuando sólo unos pocos liberales, encabezados por Gabriel Turbay, se atrevían a hacerle frente a Laureano Gómez en la plenitud de sus facultades.
La segunda ocasión fue el sepelio imaginario, tal vez, del doctor Olaya Herrera, cuando se conoció en Bogotá la noticia de su muerte en Roma. Desfilaron las multitudes liberales hasta la calle 26 y los oradores hicieron uso de la palabra desde un balcón situado en una vetusta edificación próxima a donde hoy se eleva el edificio de Seguros Tequendama. Cada uno había hecho, a su manera, el elogio del difunto y se presumía que quien lo lograra con mayor fortuna obtendría como presea la sucesión del entonces candidato indiscutible del liberalismo, con la consagración para ocupar su puesto. El doctor Santos, de lejos, se llevó en aquella mañana memorable el trofeo, trayendo a cuenta las estrofas de Walt Whitman, a propósito de la muerte de Lincoln: “Terminaba el proceloso viaje, mi capitán…”. Para un auditorio que, seis años antes, se había embriagado con los discursos de Guillermo Valencia, que terminaban generalmente en la recitación de alguno de sus poemas, la reaparición de la lírica en la plaza pública se llevó las palmas, que fueron, en este caso, la candidatura presidencial. Las celebradas estrofas de Whitman constituyen un lugar común de la literatura anglosajona, pero en castellano, en una traducción posiblemente obra del propio doctor Santos, por su impecable factura, constituían, sin duda, un hallazgo, que interpretaba a cabalidad la angustia de los copartidarios desconcertados ante la súbita muerte del ex presidente Olaya.
La trayectoria vital de Eduardo Santos es demasiado conocida de sus compatriotas, a pesar de no haberse escrito aún su biografía, en donde el lector podría hallar el recuento minucioso de sus ejecutorias como político, como internacionalista y, sobre todo, como fundador de uno de los primeros diarios de habla hispana, e, incuestionablemente, el más importante de Colombia. Quiero, sin embargo, traer a cuento, para disipar cualquier equívoco, una cuestión de carácter histórico que, en cierto modo, puede servir de pretexto para reconstruir a grandes trazos su carrera pública. Me refiero a su posición frente a Alfonso López Pumarejo, que ha dado lugar a un sinnúmero de leyendas acerca de las relaciones que los dos ex presidentes mantuvieron por más de cincuenta años. Puedo decir, como testigo de excepción, que ambos se profesaban recíprocamente una gran admiración. Carlos Sanz de Santamaría transcribió recientemente un párrafo de la carta del doctor Santos en el que le dice textualmente, refiriéndose a López:
Con él me pasa una cosa curiosa: en cincuenta años hemos sido siempre amigos, y a veces muy amigos. Hemos estado de acuerdo pocas veces y nunca se han interrumpido nuestras relaciones cordiales, ni hemos tenido un minuto de conversación desagradable. Nuestros temperamentos son distintos, y a veces diversas nuestras orientaciones, pero comulgamos en la misma fe liberal, y soy admirador constante de sus extraordinarias cualidades de conductor político, que lo han hecho acreedor a un prestigio sin eclipses. Entre los liberales comparable sólo en la historia al que tuvieron Obando y Olaya Herrera.
Como el estado de salud del ex presidente López Pumarejo era ya grave y Santos anticipaba lo peor, en el párrafo transcrito formula lo que pudiera considerarse su juicio definitivo sobre quien fuera muchas veces su rival y generalmente su aliado. Por su parte, el presidente López Pumarejo solía referirse en su conversación ordinaria a la personalidad del doctor Santos y remataba su análisis con un inevitable: “Es quizá el político más inteligente que me ha sido dado tratar”. ¿Por qué, entonces, con el correr de los años se abrió camino la especie de que entre los dos existía un sentimiento de antipatía, vecino de la animadversión? Algunos pueden situar el origen de esta notoria discrepancia en el hecho innegable de que la segunda candidatura de López tuvo un marcado sello antigobiernista y que la administración Santos no fue discreta en el manejo de sus relaciones con su antecesor. Yo creo que es necesario remontarse años más atrás y hallar una explicación menos anecdótica en la curiosa antítesis que ambos encarnaron desde la juventud. Tomando como punto de partida el año de 1910, que le dio su nombre a toda una generación, por celebrarse entonces el primer centenario de nuestra independencia, nos encontramos con dos jóvenes, apenas salidos de la adolescencia, colocados por circunstancias de la vida en dos polos francamente opuestos. López es el hijo de uno de los hombres más ricos del país y, después de haber sido educado en Inglaterra y en los Estados Unidos, aparece en el escenario nacional asumiendo prematuramente cargos de responsabilidad como socio de Pedro A. López y Cía., en Costa Rica y en el Ecuador. Dueño de una aparente seguridad en sí mismo, es empresario afortunado y hombre de mundo, a quien seduce tangencialmente la política. Santos, que ha perdido a su padre, tiene, por el contrario, una formación francesa y vive modestamente con su madre viuda, completando su exiguo pasar de estudiante recién graduado con un cargo secundario en el Ministerio de Relaciones Exteriores. Es, a ojos vistas, retraído y distante, como lo será toda su vida, no obstante la tradicional práctica santafereña de exteriorizar los sentimientos de familia en las más disímiles circunstancias. Devora libros en varios idiomas, pero principalmente en francés, con una avidez que no lo abandonará jamás. La política lo atrae poderosamente, pero a los ojos de muchos de sus contemporáneos da muestras de ser poco práctico y excesivamente idealista, desdeñoso quizá con el compromiso cotidiano que demanda el ejercicio de la vida pública.
En pocos años, menos de tres lustros, los papeles están totalmente invertidos. Santos, después de comprarle a su cuñado, Alfonso Villegas Restrepo, el periódico El Tiempo con el apoyo económico de su madre, consigue extender la circulación de su periódico hasta límites insospechados para el país de entonces y comienza a desempeñar un papel decisivo en el seno del liberalismo al cual se ha afiliado después de abandonar las toldas republicanas. Es el vocero del civilismo y, al lado de Luis Cano, uno de los más aguerridos polemistas en contra de la hegemonía conservadora. López, después de haberse separado de la firma de su padre, pierde transitoriamente su brillante posición económica, que recupera al frente del Banco Mercantil Americano hasta el momento en que la crisis mundial del año 1923 obliga a la suspensión de pagos tanto a la casa López como al Banco Mercantil. Es un fracasado a quien la gente le cobra la arrogancia de su época dorada y a quien muchos consideran un buen conversador a quien solo ocasionalmente vale la pena escucharle sus ideas brillantes, como un pasatiempo de salón. Tras algunas escapadas a la Asamblea del Tolima y uno o dos períodos en la Cámara de Representantes, su actuación en política se reduce a acogerse a la hospitalidad de El Espectador y, posteriormente, al frustrado intento de resucitar el diario Nacional de Olaya Herrera, que había comprado en asocio de Luis Samper Sordo. Es un profeta de vaticinios que no se cumplen.
Alberto Lleras, que hacía por aquellos años sus primeras armas en El Tiempo, como cronista, me ha relatado, una y otra vez, las memorables tenidas nocturnas en la redacción de El Tiempo, en donde se ponía de presente el choque de los dos temperamentos. Pasadas las 11 de la noche el doctor Santos preside la reunión, a donde van llegando, como lo describe el diplomático boliviano Alcides Argüedas, contertulios de las más diversas procedencias, políticos disidentes liberales y conservadores, diplomáticos aficionados a las letras, amigos personales del “doctor” y el grueso del civilismo. Todos le profesaban un profundo respeto. Ya he dicho cómo Tomás Rueda Vargas, a pesar de estar condenado el liberalismo desde la eternidad a la oposición, señalaba a Santos entre los futuros presidentes de Colombia. Todo es respeto y unción a su alrededor entre tantas gentes que, por una u otra razón, están obligadas con él. Cuando irrumpe López, desentona descomedidamente. Lo llama Santos, a secas, y la reacción no se hace esperar. El uno cree en el otro, pero ninguno de los dos lo admite, aun entre sus más íntimos amigos. Santos le reprocha a López no saber escribir y López a Santos no entender una palabra de economía. Con el tiempo cada uno de ellos encontrará su complemento en cada uno de los dos Lleras. López en la pluma de Alberto. Santos en la versación económica de Carlos. López considera a Santos débil de carácter y éste, a su turno, frívolo a su contrario. Los años pondrán en evidencia la sinrazón de ambas posiciones. López realiza la más profunda revolución institucional del siglo xx y a Santos le corresponde manejar con mano firme la insurrección conservadora en Santander y, luego, como presidente, el difícil tránsito de una economía de paz a una economía de guerra entre 1938 y 1942; pero, por el momento, y posiblemente hasta el final de sus días, el contrapunteo persiste, con un enfrentamiento de susceptibilidades que nunca degenera en abierta pugnacidad, por el respeto a los atributos intelectuales que uno y otro se reconocen.
Momento estelar de estas dos vidas fueron las jornadas de 1928-1929 y 1930, cuando juntos y sin haber formalmente obtenido aún la jefatura del partido, propician la reconquista, dándole asilo en El Tiempo a Laureano Gómez, de quien se sirven para acometer contra el edificio tambaleante de la vieja hegemonía. Es la época de las célebres conferencias del Teatro Municipal, cuando, por una vez a la semana, se ponen en tela de juicio los valores y las convenciones de la vida colombiana. Un día, es el profesor López de Mesa, otro, el propio doctor Laureano Gómez, otro, la primera mujer que ocupa una tribuna pública, doña Gloria de Echeverri, otro, el doctor Roberto Urdaneta Arbeláez, otro el doctor Zea Uribe o el doctor Jiménez López… Es la época, también, de la publicación del contrato Yates, por medio del cual se otorgaba casi secretamente una concesión petrolífera considerable a una compañía inglesa y, años antes, la implacable campaña contra el presidente Suárez, que lo obligará a hacer dejación de la Presidencia de la República. Vendrán, luego, la Convención Liberal de 1929, la proclamación de la candidatura Olaya y la primera participación de la mujer en la política, cuando como alegres y fanáticas compañeras de viaje doña Lorenza Villegas de Santos, doña María Calderón de Nieto Caballero, doña Alicia Dávila de Izquierdo y doña Cecilia Kopp de Rocha ponen una nota alegre y menos solemne a las giras políticas, que, por primera vez, comenzaron a adelantarse en avión. Fueron ellas y las compañeras que habían viajado con la comitiva desde Medellín quienes en la histórica noche de Puerto Berrío respaldaron a López Pumarejo en su aspiración de que Olaya Herrera declarara, con la debida cautela, que era candidato liberal para una concentración nacional. Mientras se discutía acaloradamente entre los jefes, ellas arrancaron de sus pechos las insignias del candidato y, coreando a quienes les exigían una profesión de fe liberal, pusieron el peso de su gracia al servicio de la causa.
Eduardo Santos, desde las columnas de El Tiempo, orientó de mano maestra la opinión pública, para obtener, primero, la victoria electoral y, luego, la pacífica transmisión del mando. No en vano era un diplomático consumado, y cuanto se ha conseguido después, en este siglo, para desarmar espiritualmente a los contrarios y realizar sin traumatismos movimientos de características nacionales, con miras a la conquista del poder para una parcialidad política, tiene su origen en el pensamiento y en la pluma del entonces director de El Tiempo.
Los primeros meses de gobierno fueron de alborozo y fraternización entre los distintos sectores liberales para quienes Olaya aparecería como un semi Diós. El papel de Santos en aquellos primeros años de transición suele omitirse en el repertorio de sus ejecutorias, aun cuando tiene especial significación en el diagnóstico de su carácter, y sirve, al mismo tiempo, de medida sobre la sagacidad de Olaya, al escogerlo como gobernador de Santander del Sur, un papel aparentemente desproporcionado a su estatura política y a sus merecimientos. Como lo he notado, tenía el doctor Santos, aun entre sus fervientes admiradores, fama de ser de un temperamento transaccional, rayano en la debilidad; pero, como ocurre frecuentemente, las maneras suaves y corteses no corresponden siempre al temple del ánimo. La subversión en los Santanderes, orquestada desde los púlpitos y los campanarios por algunos cléricos carlistas, amenazaba con extenderse a todo el país y se imponía la presencia de un pacificador. El solo calificativo nos hace evocar involuntariamente a don Pablo Morillo, el último general peninsular en el Virreinato de Nueva Granada. Fatal hubiera sido para el gobierno de Olaya encomendar la gobernación del levantisco departamento a alguien que significara un reto. Grande fue el alivio general cuando se designó para tales menesteres a un hombre de pluma y no de acción, con escasa experiencia administrativa y cuyo único nexo con Santander era el del linaje paterno, cuyas raíces remontan a familias de la población de Curití. Quienes creyeron que el presidente Olaya se había equivocado de tratamiento, al escoger para tal cargo a quien pasaba por ser un espíritu excesivamente conciliador, pudieron desengañarse bien pronto. No sólo dio muestras el nuevo gobernador de arrojo personal sino de inquebrantable firmeza dentro de un espíritu de equidad y justicia que le permitió rematar con gran fortuna la tarea que se le había encomendado.
Las relaciones entre Olaya y Santos, que habían sufrido algún eclipse en los años anteriores a la campaña presidencial, cuando el primero desempeñaba la legación de Colombia en Washington, se reanudaron fácilmente y pronto se fue gestando una división respetuosa pero aparente entre los liberales de extracción republicana y los liberales a secas, que reclamaban por boca de Alfonso López Pumarejo un gobierno francamente de partido. Los episodios de los doce años siguientes, en la administración López, en la administración Santos y en la segunda administración López, se ven constantemente interferidos por esta contraposición que, más que ideológica, fue solamente temperamental, como lo intuyó don Luis Cano, pero no por tal tuvo menos incidencia en los destinos del partido. Había algo particularmente irritante, para unos y otros, que frecuentemente se veían exacerbados por las consejas de los cortesanos, que siempre rodean a los políticos de renombre. Es necesario haber vivido esta clase de enfrentamientos sordos para poder apreciar con la perspectiva de los años, en sus verdaderas dimensiones, los documentos de la época, inertes para quienes no estuvieron compenetrados con los conflictos del momento. Uno de los bandos era, por naturaleza, conciliador, transaccional, incansable en la búsqueda de una respuesta favorable al entendimiento, aun entre sus más enconados contradictores. El otro era polémico en el terreno intelectual, vehemente en sus convicciones, y profesaba hondamente la creencia de que, para granjearse el respeto del adversario político, era menester ser contradictor franco y rodear de garantías y salvaguardias a la oposición.
López decía con impaciencia: “Se quieren granjear las simpatías del Partido Conservador a costa de mi lucha para consolidar el predominio liberal y la revolución en marcha”. Inversamente, los lopistas rabiosos presentaban al gobierno de Santos como si se tratara de una contrarrevolución, de un 9 de Termidor, cuando, si se examina desapasionadamente la gestión política de su cuatrienio, no se puede decir con justicia que se tratara de una revolución en contra del progreso alcanzado. Pero lo más irritante consistió en que, voluntaria o involuntariamente, se recurriera a un expediente que, tanto en la vida privada como en la vida pública, hiere a los compañeros de lucha, cual es el de darle la razón, sin decirlo expresamente, al enemigo en contra del socio. Ejemplo elocuentísimo, para ilustrar el caso, fue el de responder a la propuesta de buscar un entendimiento con los conservadores para pacificar el país, declarando simplemente: “Mi posición es la de fe y dignidad”. ¿No podía interpretarse esta actitud como la de que aquellos que estaban proponiendo la conciliación carecían de fe e incurrían en indignidad? Miles de frases de esta laya y con este alcance se deslizaron en tres lustros de gobierno liberal hasta dar en tierra con el partido. Cuando, para despertar la mística de la colectividad, se habló en la plaza pública del sueño de una república liberal, el conservatismo reaccionó inmediatamente interpretando tal slogan como si la aspiración fuera la de una república en donde todos los empleados fueran liberales y clamó por una República de Colombia para todos los colombianos. Era un acto de redomada mala fe. Por república liberal se entendía una nación abierta al pluralismo ideológico, en donde tuvieran cabida todas las ideas y en donde, desde la universidad hasta el Congreso, desaparecieran los delitos de opinión. Al mismo tiempo, una república en donde con un criterio pragmático, ajeno a cualquier dogma, se pusieran a prueba los valores convencionales de la sociedad colombiana y se desempolvara la república de levitón y sombrero de copa, abriéndole el camino a los auténticos valores colombianos. Pero, en la otra orilla liberal, se coqueteó con la posición conservadora hablando de que el gobierno debía ser para todos los colombianos y trayendo a cuento las últimas palabras del Libertador sobre que “cesen los partidos”, cuando es sabido que por partidos Bolívar entendía las facciones regionales y particularmente la controversia entre venezolanos y granadinos.
El gobierno de Santos fue, sin lugar a dudas, un nuevo jalón en el proceso de acreditar al liberalismo como partido de gobierno. Junto con su ministro de Hacienda Carlos Lleras Restrepo, adelantó una tarea administrativa y una gestión económica afortunada en momentos difíciles para la república. Se reveló entonces Carlos Lleras Restrepo como la gran promesa de la colectividad liberal, dando pruebas de una versación jurídica y económica comparable a la de los prohombres de la Regeneración, que se consideraban irremplazables, lo cual le permitió sortear con fortuna los primeros años de la segunda guerra mundial, antes de la participación de los Estados Unidos, que ocurrió solamente en diciembre de 1941, seis meses antes de expirar el período presidencial de Santos. En los próximos seis lustros, con gobierno liberal, con gobierno conservador, con dictadura o con junta militar, Lleras Restrepo fue consejero de todos los gobiernos y voz atendida con respeto en el concierto de las naciones americanas. El primero en dejar de consultarlo fue su ex ministro de Gobierno doctor Misael Pastrana, cuando asumió la Presidencia en 1970, causando innecesariamente una ruptura entre las dos administraciones, que se manifestó con la formación del llamado “progresismo”, en el que militamos los antiguos colaboradores de Lleras Restrepo.
El balance de la administración Santos siempre ha sido considerado como favorable para la república, no obstante las condiciones adversas que le tocó afrontar por causa de la guerra. Mucho más graves serían para el gobierno que lo sucedió, puesto que los efectos de la participación de los Estados Unidos, nuestro principal comprador y vendedor, tuvieron repercusiones inimaginables sobre nuestra economía y nuestra vida social. Durante el cuatrienio de 1938-1942, si bien es cierto que se presentaron fenómenos en el comercio exterior, el gobierno pudo encontrar nuevos arbitrios fiscales con la congelación de bienes extranjeros enemigos, principalmente los alemanes e italianos, que poseían cuantiosos haberes en Colombia, cuyos proventos se destinaron a la adquisición de bonos con los cuales se pudieron iniciar algunas de las operaciones de los primeros institutos descentralizados. Es algo a lo que tendré que referirme en otra oportunidad, pero que menciono aquí por haberse pretendido involucrar indirectamente a la administración Santos en los debates que posteriormente se adelantaron contra mí. No tenía yo ningún impedimento para ejercer mi profesión entre 1938 y 1942 y mal podía considerarse como un favor el que, atendiendo a disposiciones generales, impersonales y abstractas, yo me acogiera a ellas en nombre de los intereses que representaba, como fue el caso de los fideicomisos para los súbditos del Eje.
Si algún lunar puede señalársele a la administración Santos, como a cualquiera otra, porque ninguna es perfecta, fue su intervención en el campo político en contra de la candidatura de López. Era, desde luego, muy difícil hacer gala de imparcialidad cuando el presidente Santos era propietario de un periódico obligado a opinar todas la mañanas, sobre el cual el funcionario, atareado en su labor administrativa, no podía ejercer un control directo. Tampoco era concebible que se restringiera la libertad de prensa al extremo de imponerle la censura a los colaboradores de El Tiempo, cuando formulaban reparos a la política de López. No es menos cierto que la opinión pública mal podría admitir un divorcio entre El Tiempo y el gobierno, así el presidente insistiera en que él no tenía nada que ver con su empresa. Esta situación hubiera podido prolongarse, aun cuando fuera mortificante para ambas partes, si el gobierno no hubiera optado por participar en la liza, poniendo el peso de su autoridad y de su prestigio al servicio del antilopismo. En este camino se consiguió llevar a la Dirección Nacional Liberal al general y doctor Lucas Caballero, posición a la cual jamás habría tenido acceso en aquellos años sin la intervención presidencial. No es del caso discutir aquí la figura del general y doctor Caballero en las múltiples posiciones políticas y económicas que desempeñó desde la época de la última guerra civil. El hecho escueto e incontrovertible es el de que para entonces carecía de respaldo político propio y era apenas una reliquia del Partido Liberal. No solamente había sido ajeno al movimiento que en 1930 dio al traste con el gobierno conservador sino que, como gerente del Banco Agrícola Hipotecario, había formado parte de ese gobierno y había defendido su gestión económica en sonado debate con López Pumarejo. Tampoco ocupaba, desde hacía muchos años, curul en la Cámara o en el Senado que le permitiera conocer de cerca y personalmente el equipo joven del partido, empeñado en reformar las instituciones. El presidente López Pumarejo, ajeno a todo rencor personal, lo había designado en una posición diplomática y sus relaciones personales jamás habían sufrido mengua. Pero su reaparición en el escenario fue obra, como se diría posteriormente, de “la gran prensa”. Era uno de ellos. No había dentro del estado mayor de El Tiempo y de El Espectador quien por sangre o por alianza no fuera su pariente o no le mereciera especiales consideraciones, en razón de vínculos de amistad. A esta primera intervención inequívoca del gobierno siguió el paso extravagante de designar al ministro de Hacienda, doctor Carlos Lleras Restrepo, como director de El Tiempo, para capitanear el movimiento anti-reeleccionista. Ya he dicho que el ministro de Hacienda era el primero de a bordo en el gobierno y a nadie se le podía ocultar que el tránsito de la cartera que venía desempeñando a satisfacción general para pasar a la dirección de El Tiempo habría podido tener ocurrencia contra la voluntad del presidente Santos. Por último, se adoptó como carta de victoria en la ya abierta campaña del gobierno contra López, la táctica de darle el alcance de un plebiscito en favor o en contra del gobierno a los comicios que debían celebrarse en marzo, dando por sabido que anti-reeleccionista y gobiernista iban a ser términos sinónimos. Don Luis Cano, tan hábil en buscarle ángulos originales a cada situación para alcanzar alguna forma de compromiso, se devanaba los sesos, en procura de algún slogan que evitara la división liberal, y fue así como acuñó la consigna de “apoyo a Santos y adhesión a López”, que le permitió ser neutral.
El plebiscito de marras, como suele ocurrir en estos casos, no inclinó el fiel de la balanza claramente en favor de ninguno de los dos grupos, pero evidentemente no se había salido el gobierno con la suya ni los anti-reeleccionistas estaban agrupados alrededor de un solo candidato que les diera un mínimo grado de homogeneidad. Fue así como el gobierno se vio obligado a cambiar de orientación y a adoptar una imparcialidad que colocó al anti-reeleccionismo en la condición de apéndice del Partido Conservador, como lo demostraron los guarismos posteriores. Mil veces mejor, para el prestigio de la administración Santos, habría sido que los episodios que dejo reseñados no hubieran tenido vigencia.
Si bien el gobierno aceptó de buen grado el fallo de las urnas y el propio doctor Carlos Lleras Restrepo se sometió a los resultados sin amargura, los partidarios del doctor Carlos Arango Vélez se sintieron traicionados y muchos de entre ellos, que se habían comprometido con el anti-reeleccionismo, se prepararon para futuras batallas en alianza con los conservadores.
Algún día me corresponderá hacer el recuento de lo que fue la segunda administración López con los antecedentes que dejo enumerados. Durante este período el doctor Eduardo Santos, quizá por su alejamiento del país, observó una actitud tranquila y discreta, quebrantada apenas por su oposición a las medidas de emergencia de carácter social, dictadas en uso del artículo 121 de la Constitución, a raíz del golpe de Pasto. Recientemente he leído las comunicaciones del embajador de Inglaterra a su canciller, que sólo se divulgan de treinta en treinta años, y que están al alcance del público en un hermoso edificio recientemente construido a orillas del Támesis. No deja el embajador Snow de expresar su sorpresa ante la oposición del ex presidente Santos al uso de las atribuciones del artículo 121 sobre el estado de sitio, para dar una respuesta adecuada a un golpe de cuartel que había apresado por más de 24 horas al presidente constitucional. Extraño el embajador a las sutilezas del legalismo colombiano, se aferraba pragmáticamente al principio de que a las situaciones de excepción debe dárseles un tratamiento con medidas de excepción. La polémica tiene tantos ángulos, particularmente a la luz de acontecimientos posteriores, que nos haríamos interminables presentando el caso en sus múltiples facetas. La prudencia que mostró el ex presidente Santos frente al nuevo gobierno no fue compartida por el propio periódico El Tiempo ni por los ardientes entre sus inmediatos colaboradores. En las columnas del prestigioso diario, en el sonado caso del boxeador Mamatoco, llegó a hablarse de un crimen de Estado, acogiéndose a la versión de fuentes conservadoras, según las cuales mi hermano Pedro había disparado contra un carabinero y el asesinato del boxeador, dueño de una hojita periódica, habría tenido por objeto silenciarlo. Con el andar del tiempo se reveló, por medio de una gallarda carta de un pariente del doctor Santos, que quien había disparado sobre un carabinero, sin causarle mayor daño y en defensa propia, había sido un pariente suyo muy próximo. La investigación sobre el crimen se adelantó, los móviles quedaron establecidos, los responsables condenados a prisión después de haber confesado, y el misterio de quién mató a Mamatoco –cuestiones sobre el manejo de fondos de la Intendencia de la Policía– definitivamente dilucidado. Los condenados estaban cumpliendo su pena el 9 de abril de 1948, cuando, en medio de los sucesos del “Bogotazo”, consiguieron escaparse. Incidentes como éstos, de la guerrilla entre los dos jefes máximos del liberalismo, se repitieron incesantemente hasta cuando la adversidad común y la de todo el partido los obligó de nuevo a aunar fuerzas para devolverle a Colombia sus instituciones democráticas.
El periódico El Tiempo, que era uno de los instrumentos claves de la supremacía liberal como vehículo de información, fue sometido a la censura bajo el gobierno conservador de Laureano Gómez y a la clausura bajo la dictadura del general Rojas Pinilla. Regresaba yo de México, en donde vivía desde hacía varios años, y salió mi padre a encontrarme a Barranquilla en compañía de su segunda esposa doña Olga Dávila de López. Coincidencialmente, al regresar a Bogotá nos encontramos con el doctor Eduardo Santos quien venía de Europa, llamado por sus colaboradores. Instalados en el pequeño bar del aeropuerto, me correspondió ser testigo de una escena singular. El ex presidente Santos contemplaba el sombrío panorama de su futuro y, con un rasgo de humor negro, le decía a López: “Vamos a tener que acabar dando clases de idiomas. Yo me tendré que ganar la vida enseñando francés”. No ocurrió así, por fortuna. Juntos se comprometieron en la lucha política, por distintos caminos, pero ya desaparecida la pugnacidad que había reinado entre los dos durante tantos años. La empresa del Frente Nacional, el entendimiento con los conservadores para derrocar la dictadura, que había concebido López varios años antes, se abrió camino y los sucesos del 10 de mayo cerraron la etapa del gobierno de facto, que se había instalado en el poder el 13 de junio de 1953.
El gobierno de la Junta Militar designó una comisión para estudiar los procedimientos constitucionales encaminados a restablecer la normalidad. Era un pequeño parlamento en donde tomaban asiento no más de veinte personas de ambos partidos entre lo más granado de lo que llamaban las constituciones del Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario, hace cuatrocientos años, “lo más granado de la nobleza secular en este reyno”. Sesionábamos en el antiguo local de la Cámara de Representantes (yo también, al lado de Fabio Lozano Simonelli, formaba parte de aquel aerópago), en el que todos quienes tenían asiento ya habían escrito páginas de la historia nacional, a excepción nuestra, y era un deleite escuchar las disertaciones de quienes representaban treinta o cuarenta años de la historia patria. Allí estaban todos los ex presidentes, el ex ministro doctor José Antonio Montalvo, el ex presidente de la Corte, doctor Eleuterio Serna, el designado Ricardo Uribe Escobar, y los doctores Edgardo Manotas Wilches y Antonio Rocha entre aquellos que vienen a mi memoria. A tan sabias disquisiciones puso término el repentino viaje de Alberto Lleras a conversar con Laureano Gómez en las playas españolas porque con base en los memorandos de Sitges y de Benidorm se elaboró el articulado del Plebiscito de 1959. Frecuentemente, en medio de las tediosas reuniones del procedimiento, me acercaba yo a escuchar las palabras del ex presidente Santos en la intimidad de pequeñas tertulias que se formaban alrededor de su curul. Era un conversador festivo, pero siempre distante, como si tendiera la mano frente al interlocutor en señal de que no podía propasar ciertos límites. Se mantenía siempre al tanto de las más diversas manifestaciones culturales y políticas francesas y salpicaba el relato con anécdotas que iban desde su adolescencia hasta ocurrencias del pasado inmediato. Figuras como la de León Blum, con quien había mantenido relaciones de amistad, y Briand, lo seducían especialmente. Siempre he pensado que, consciente o subconscientemente, asimilaba su parábola vital a la del líder socialista francés. Blum, como Santos, había sido, en sus comienzos, un hombre más aficionado a las letras que a la política. Atraído por el ideario socialista libró batallas hasta alcanzar el poder con el Frente Popular en 1936. Le correspondió a aquel hombre frágil, un aristócrata de la inteligencia, adelantar simultáneamente una transformación radical de la sociedad francesa en el interior del país y administrar el espinoso problema internacional de la no intervención en la guerra de España. Tuvo enemigos implacables que le enrostraban su bien habida fortuna y pintaban al dirigente socialista comiendo en vajilla de oro. Era un tema que Santos traía a cuento constantemente. Vinieron, luego, los días adversos perseguido por el fascismo y fue sometido a un inicuo proceso de claras connotaciones antisemitas. Era el contraste obligado entre los días de gloria y de poder y la persecución, que también había conocido Santos.
Lo vi, por última vez, en Nueva York, cuando regresaba de Londres con el cadáver de Alfonso López Pumarejo. Él había sido comisionado por el presidente Lleras Camargo para representar al gobierno durante las ceremonias que se cumplieron en la urbe americana. Más distante que nunca, posiblemente por el enfrentamiento entre el MRL y El Tiempo, me dio una explicación innecesaria sobre el carácter oficial de su misión para conjurar la posibilidad de que yo considerara su presencia como una atención personal. No lo volví a ver nunca y, con el transcurso de los años, aun antes de su muerte, se fue perdiendo en la noche de la senectud.