- Botero esculturas (1998)
- Salmona (1998)
- El sabor de Colombia (1994)
- Wayuú. Cultura del desierto colombiano (1998)
- Semana Santa en Popayán (1999)
- Cartagena de siempre (1992)
- Palacio de las Garzas (1999)
- Juan Montoya (1998)
- Aves de Colombia. Grabados iluminados del Siglo XVIII (1993)
- Alta Colombia. El esplendor de la montaña (1996)
- Artefactos. Objetos artesanales de Colombia (1992)
- Carros. El automovil en Colombia (1995)
- Espacios Comerciales. Colombia (1994)
- Cerros de Bogotá (2000)
- El Terremoto de San Salvador. Narración de un superviviente (2001)
- Manolo Valdés. La intemporalidad del arte (1999)
- Casa de Hacienda. Arquitectura en el campo colombiano (1997)
- Fiestas. Celebraciones y Ritos de Colombia (1995)
- Costa Rica. Pura Vida (2001)
- Luis Restrepo. Arquitectura (2001)
- Ana Mercedes Hoyos. Palenque (2001)
- La Moneda en Colombia (2001)
- Jardines de Colombia (1996)
- Una jornada en Macondo (1995)
- Retratos (1993)
- Atavíos. Raíces de la moda colombiana (1996)
- La ruta de Humboldt. Colombia - Venezuela (1994)
- Trópico. Visiones de la naturaleza colombiana (1997)
- Herederos de los Incas (1996)
- Casa Moderna. Medio siglo de arquitectura doméstica colombiana (1996)
- Bogotá desde el aire (1994)
- La vida en Colombia (1994)
- Casa Republicana. La bella época en Colombia (1995)
- Selva húmeda de Colombia (1990)
- Richter (1997)
- Por nuestros niños. Programas para su Proteccion y Desarrollo en Colombia (1990)
- Mariposas de Colombia (1991)
- Colombia tierra de flores (1990)
- Los países andinos desde el satélite (1995)
- Deliciosas frutas tropicales (1990)
- Arrecifes del Caribe (1988)
- Casa campesina. Arquitectura vernácula de Colombia (1993)
- Páramos (1988)
- Manglares (1989)
- Señor Ladrillo (1988)
- La última muerte de Wozzeck (2000)
- Historia del Café de Guatemala (2001)
- Casa Guatemalteca (1999)
- Silvia Tcherassi (2002)
- Ana Mercedes Hoyos. Retrospectiva (2002)
- Francisco Mejía Guinand (2002)
- Aves del Llano (1992)
- El año que viene vuelvo (1989)
- Museos de Bogotá (1989)
- El arte de la cocina japonesa (1996)
- Botero Dibujos (1999)
- Colombia Campesina (1989)
- Conflicto amazónico. 1932-1934 (1994)
- Débora Arango. Museo de Arte Moderno de Medellín (1986)
- La Sabana de Bogotá (1988)
- Casas de Embajada en Washington D.C. (2004)
- XVI Bienal colombiana de Arquitectura 1998 (1998)
- Visiones del Siglo XX colombiano. A través de sus protagonistas ya muertos (2003)
- Río Bogotá (1985)
- Jacanamijoy (2003)
- Álvaro Barrera. Arquitectura y Restauración (2003)
- Campos de Golf en Colombia (2003)
- Cartagena de Indias. Visión panorámica desde el aire (2003)
- Guadua. Arquitectura y Diseño (2003)
- Enrique Grau. Homenaje (2003)
- Mauricio Gómez. Con la mano izquierda (2003)
- Ignacio Gómez Jaramillo (2003)
- Tesoros del Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario. 350 años (2003)
- Manos en el arte colombiano (2003)
- Historia de la Fotografía en Colombia. Museo de Arte Moderno de Bogotá (1983)
- Arenas Betancourt. Un realista más allá del tiempo (1986)
- Los Figueroa. Aproximación a su época y a su pintura (1986)
- Andrés de Santa María (1985)
- Ricardo Gómez Campuzano (1987)
- El encanto de Bogotá (1987)
- Manizales de ayer. Album de fotografías (1987)
- Ramírez Villamizar. Museo de Arte Moderno de Bogotá (1984)
- La transformación de Bogotá (1982)
- Las fronteras azules de Colombia (1985)
- Botero en el Museo Nacional de Colombia. Nueva donación 2004 (2004)
- Gonzalo Ariza. Pinturas (1978)
- Grau. El pequeño viaje del Barón Von Humboldt (1977)
- Bogotá Viva (2004)
- Albergues del Libertador en Colombia. Banco de la República (1980)
- El Rey triste (1980)
- Gregorio Vásquez (1985)
- Ciclovías. Bogotá para el ciudadano (1983)
- Negret escultor. Homenaje (2004)
- Mefisto. Alberto Iriarte (2004)
- Suramericana. 60 Años de compromiso con la cultura (2004)
- Rostros de Colombia (1985)
- Flora de Los Andes. Cien especies del Altiplano Cundi-Boyacense (1984)
- Casa de Nariño (1985)
- Periodismo gráfico. Círculo de Periodistas de Bogotá (1984)
- Cien años de arte colombiano. 1886 - 1986 (1985)
- Pedro Nel Gómez (1981)
- Colombia amazónica (1988)
- Palacio de San Carlos (1986)
- Veinte años del Sena en Colombia. 1957-1977 (1978)
- Bogotá. Estructura y principales servicios públicos (1978)
- Colombia Parques Naturales (2006)
- Érase una vez Colombia (2005)
- Colombia 360°. Ciudades y pueblos (2006)
- Bogotá 360°. La ciudad interior (2006)
- Guatemala inédita (2006)
- Casa de Recreo en Colombia (2005)
- Manzur. Homenaje (2005)
- Gerardo Aragón (2009)
- Santiago Cárdenas (2006)
- Omar Rayo. Homenaje (2006)
- Beatriz González (2005)
- Casa de Campo en Colombia (2007)
- Luis Restrepo. construcciones (2007)
- Juan Cárdenas (2007)
- Luis Caballero. Homenaje (2007)
- Fútbol en Colombia (2007)
- Cafés de Colombia (2008)
- Colombia es Color (2008)
- Armando Villegas. Homenaje (2008)
- Manuel Hernández (2008)
- Alicia Viteri. Memoria digital (2009)
- Clemencia Echeverri. Sin respuesta (2009)
- Museo de Arte Moderno de Cartagena de Indias (2009)
- Agua. Riqueza de Colombia (2009)
- Volando Colombia. Paisajes (2009)
- Colombia en flor (2009)
- Medellín 360º. Cordial, Pujante y Bella (2009)
- Arte Internacional. Colección del Banco de la República (2009)
- Hugo Zapata (2009)
- Apalaanchi. Pescadores Wayuu (2009)
- Bogotá vuelo al pasado (2010)
- Grabados Antiguos de la Pontificia Universidad Javeriana. Colección Eduardo Ospina S. J. (2010)
- Orquídeas. Especies de Colombia (2010)
- Apartamentos. Bogotá (2010)
- Luis Caballero. Erótico (2010)
- Luis Fernando Peláez (2010)
- Aves en Colombia (2011)
- Pedro Ruiz (2011)
- El mundo del arte en San Agustín (2011)
- Cundinamarca. Corazón de Colombia (2011)
- El hundimiento de los Partidos Políticos Tradicionales venezolanos: El caso Copei (2014)
- Artistas por la paz (1986)
- Reglamento de uniformes, insignias, condecoraciones y distintivos para el personal de la Policía Nacional (2009)
- Historia de Bogotá. Tomo I - Conquista y Colonia (2007)
- Historia de Bogotá. Tomo II - Siglo XIX (2007)
- Academia Colombiana de Jurisprudencia. 125 Años (2019)
- Duque, su presidencia (2022)
Mariano Ospina Pérez
Un antioqueño integral
Texto de: Alfonso López Michelsen.
La innata modestia del señor presidente Ospina, tan ajena al brillo engañoso de las pompas, indujo a los suyos a disponer que su sepelio se verificara en su parroquia y no en la Catedral Primada ni en la Plaza Mayor de Bogotá, colmada por la multitud y engalanada para el duelo por las armas de la república. Fúe allí sin embargo, en donde, por medio siglo, se cumplió su periplo político. Cincuenta años durante los cuales, mientras se transformaba la república, le correspondió al presidente Ospina Pérez participar, entre los primeros actores de la vida nacional, en el escenario en donde, desde la proclamación de la independencia, se han venido cumpliendo los grandes sucesos de nuestro acontecer histórico. Cuántas veces su estampa varonil, su talla erguida y su porte apuesto, como el del propio general Santander, presidió o aprestigió transmisiones de poderes presidenciales, paradas militares, instalaciones del Congreso y ritos funerarios, como el que hoy la acongojada multitud registra estremecida.
Es frecuente en otras latitudes contemplar el espectáculo de una vida pública dilatada y fecunda, como fue la de Mariano Ospina Pérez, pero en el trópico, en donde las instituciones y los hombres tienen una precaria existencia, no es de ocurrencia diaria hallar a la vez un escenario como Colombia en donde sólo por excepción se quebrantan las reglas del juego democrático, y un ejemplar humano como Mariano Ospina Pérez, que supo conservar hasta la cima de sus 84 años su inextinguible lucidez mental y su poder de conducción. Desde México hasta la Argentina, en el proceloso discurrir de nuestra vida independiente, algunos hombres de Estado, de gabinete o de cuartel, mantuvieron su influjo sobre nuestras patrias hasta el ocaso de sus vidas; pero ninguno puede hombrearse con nuestro compatriota. Dictadores apoyados en las bayonetas o repúblicos de verbo fulgurante, desalojados y restaurados sobre los hombros de las multitudes o víctimas de los cuartelazos, ninguno de ellos consiguió enfrentarse con la capacidad del político demócrata, al mudable talante de las multitudes, para conservar intacto su predominio, con el solo peso del pensamiento o de la acción política, en la balanza de los destinos patrios.
Recordaba recientemente Alberto Lleras Camargo, en sus amenas crónicas, cómo, entre los colombianos vivos, era singular el caso del presidente Ospina Pérez y el suyo propio, de ser apenas tercera generación de varones cuya acción pública se vinculó a los orígenes mismos de la república. Tres generaciones –el abuelo glorioso, el hijo agricultor, el nieto consagrado al servicio público–, para abarcar en un solo linaje episodios desde la disolución de la Gran Colombia hasta los conflictos sociales de nuestro tiempo.
No tuvo el presidente Ospina la carrera fulgurante ni el brillo deslumbrador de algunos de sus contemporáneos y copartidarios. Tampoco conoció los altibajos abismales de otras carreras políticas, en donde, para emplear la frase de Julio Arboleda, lo mismo se hace el tránsito al solio de los presidentes que a las playas del exilio. No. Su ascenso fue rectilíneo y sin estrépitos porque las gentes experimentaban en su presencia la convicción de que, siguiéndolo, no perderían el camino. Su palabra disipaba, de antemano, cualquier asomo de aventurerismo, cualquier rasgo de inmadurez. Él mismo solía ufanarse de su apego a la tierra, de su extracción campesina y, en veces, arrebatado por la elocuencia, evocaba, como un compromiso, las raíces de su estirpe, hundidas en la historia patria. En verdad, había acumulado un caudal inmenso de experiencias, de pragmatismo, enriquecido por una gran dosis de sentido común, legado de su ancestro antioqueño. Oírlo hablar, con el marcado dejo de su comarca salpicado de anécdotas y gracejos, hacía de su conversación un deleite del espíritu. Conservó, también, hasta última hora, por temperamento, una visión optimista del porvenir, siempre confiado en que, a pesar de los obstáculos y tropiezos, la vida individual y la colectiva regresarían a la postre a su cauce. Estudioso y metódico, la vida misma, desde temprana edad, fue su gran maestra. Nació y se formó en medio de dificultades pecuniarias que lo aleccionaron tempranamente para familiarizarse, por igual, con los días de fortuna como con los días aciagos. La frialdad cautelosa que, antes de las grandes pruebas, algunos hubieran podido atribuirle a displicencia, o peor aún, el deseo de esquivar responsabilidades, era apenas prudencia y templanza en un alma en la que las pasiones estuvieron siempre sometidas a las rígidas normas que practicaba su espíritu cristiano, inclinado a entregarse por entero en manos de la Providencia. Nadie más alejado del escepticismo, de la duda metódica, del oscilar entre el pro y el contra de las causas de moda, divulgadas en libros y revistas. Semejante a las rocas de su montaña nativa, su espíritu no conoció ni vaivenes ni ráfagas, asentado como estaba sobre unas pocas verdades, que él juzgaba inconmovibles. Y no porque su curiosidad intelectual se hubiera agotado con el tiempo, sino porque las novedades, de las cuales se mantenía al corriente, lejos de debilitar sus convicciones, contribuían a robustecerlas con el transcurso de los años.
Encarnó a cabalidad los valores de su patria y de su partido, tan diferentes de otros partidos conservadores de América enclaustrados en el pasado y subyugados, en su hora, por la tentación totalitaria. Quizá en ese afán de preservarlo, como lo habían concebido sus fundadores, radica su mayor contribución al caudal doctrinario de su causa. El presidente Ospina Pérez fue, desde su adolescencia hasta su muerte, un demócrata sincero y un hombre moderno. Cuando no existían los economistas profesionales, él ya era un economista. Cuando los laureles se conquistaban a la sombra de las glorias militares, él se abría camino pensando en términos de ferrocarriles, de crédito de fomento a los campesinos, de exportaciones, de un cooperativismo que sus contemporáneos sólo conocían de nombre y cuya concreción imperecedera iba a ser la Federación Nacional de Cafeteros, fruto de sus desvelos. La muerte lo sorprendió al tanto del pensamiento político europeo más reciente, desde las últimas doctrinas monetarias hasta las más avanzadas técnicas agrícolas, atento siempre a las peripecias y fluctuaciones de nuestra agricultura, principalmente del café, en las lonjas mundiales, con la misma ansia de saber y de informarse con que, en la adolescencia, se había nutrido en las páginas de su abuelo, de Caro, de Núñez.
Como primer magistrado de la nación y militante de una parcialidad política distinta de la suya, yo quisiera exaltar, para quienes me escuchan, la figura de este gran colombiano cuya muerte, me atrevo a pensarlo, señala el fin de una época en cuyos perfiles intervino como factor decisivo; época primero, de un patriciado enfrentado fanáticamente por lealtades ancestrales entre los partidos políticos; época luego, de coaliciones condicionadas en que un partido llegó, a veces, a decidir con sus votos la suerte del candidato del partido contrario, como no sucede en países donde existen verdaderas derechas e izquierdas; época, en fin, en donde hicieron su aparición los primeros brotes violentos de la lucha de clases. El vacío que deja el presidente Ospina Pérez no es posible llenarlo. Sus epígonos, o quienes lo sucedan en la jefatura de su partido, prolongarán en el tiempo su doctrina, pero como testigo supérstite de medio siglo de historia colombiana, ninguno podrá ocupar con iguales dimensiones su lugar. El vio nacer, crecer y desarrollarse a Colombia desde la nación pastoril de sus abuelos hasta convertirse en una potencia industrial de Suramérica. Vio perderse en el tiempo el espectro de las guerras civiles, en las que habían participado los suyos, y escudriñó el futuro hasta vislumbrar el reto de una Colombia dividida alrededor de la institución de la propiedad privada, de los medios de producción, y la contradicción, por parte de sectores de la juventud, del sistema representativo. Simbolizó como ningún otro, entre los miembros de su partido, el temperamento republicano, transaccional, de la generación del centenario, que tan vasta huella dejara en la república y del cual era quizá el último representante, el más calificado entre los conservadores.
Ningún decreto de honores, con la fría enumeración de sus ejecutorias, sabrá resumir lo que significó para Colombia la conducción que, desde el gobierno o desde la oposición, supo imprimirle a nuestros destinos a través de su partido. La emoción que embarga a la ciudadanía entera, al sentir que con su ausencia desaparece un fragmento de su ámbito familiar, no es artificiosa creación de las plumas o de las gargantas sino realidad tangible. Son muchos los colombianos que abrieron los ojos a la luz cuando su imagen campeaba entre los grandes. Otros, ya llegados al uso de razón, pudieron asociarlo a los valores patrios, y algunos, los menos, sobrevivientes de edades pretéritas, lo recuerdan cuando hacía sus primeras armas. El sentimiento de que Colombia siempre contaría con sus luces y lo seguiría teniendo entre sus hijos, debían experimentarlo hasta ayer los más. De ahí el desgarramiento que no sólo aflige a los suyos sino al conglomerado del cual formaba parte y al que honró y enalteció con el ejemplo de sus virtudes públicas y privadas, de esposo, de padre, de abuelo amantísimo.
Sepan los suyos y, en particular, su viuda, doña Bertha Hernández de Ospina, que los pliegues de la bandera nacional que, solícitos, exornan su féretro, encarnan cabalmente el respetuoso duelo con que lo despide la nación entera.
#AmorPorColombia
Mariano Ospina Pérez
Un antioqueño integral
Texto de: Alfonso López Michelsen.
La innata modestia del señor presidente Ospina, tan ajena al brillo engañoso de las pompas, indujo a los suyos a disponer que su sepelio se verificara en su parroquia y no en la Catedral Primada ni en la Plaza Mayor de Bogotá, colmada por la multitud y engalanada para el duelo por las armas de la república. Fúe allí sin embargo, en donde, por medio siglo, se cumplió su periplo político. Cincuenta años durante los cuales, mientras se transformaba la república, le correspondió al presidente Ospina Pérez participar, entre los primeros actores de la vida nacional, en el escenario en donde, desde la proclamación de la independencia, se han venido cumpliendo los grandes sucesos de nuestro acontecer histórico. Cuántas veces su estampa varonil, su talla erguida y su porte apuesto, como el del propio general Santander, presidió o aprestigió transmisiones de poderes presidenciales, paradas militares, instalaciones del Congreso y ritos funerarios, como el que hoy la acongojada multitud registra estremecida.
Es frecuente en otras latitudes contemplar el espectáculo de una vida pública dilatada y fecunda, como fue la de Mariano Ospina Pérez, pero en el trópico, en donde las instituciones y los hombres tienen una precaria existencia, no es de ocurrencia diaria hallar a la vez un escenario como Colombia en donde sólo por excepción se quebrantan las reglas del juego democrático, y un ejemplar humano como Mariano Ospina Pérez, que supo conservar hasta la cima de sus 84 años su inextinguible lucidez mental y su poder de conducción. Desde México hasta la Argentina, en el proceloso discurrir de nuestra vida independiente, algunos hombres de Estado, de gabinete o de cuartel, mantuvieron su influjo sobre nuestras patrias hasta el ocaso de sus vidas; pero ninguno puede hombrearse con nuestro compatriota. Dictadores apoyados en las bayonetas o repúblicos de verbo fulgurante, desalojados y restaurados sobre los hombros de las multitudes o víctimas de los cuartelazos, ninguno de ellos consiguió enfrentarse con la capacidad del político demócrata, al mudable talante de las multitudes, para conservar intacto su predominio, con el solo peso del pensamiento o de la acción política, en la balanza de los destinos patrios.
Recordaba recientemente Alberto Lleras Camargo, en sus amenas crónicas, cómo, entre los colombianos vivos, era singular el caso del presidente Ospina Pérez y el suyo propio, de ser apenas tercera generación de varones cuya acción pública se vinculó a los orígenes mismos de la república. Tres generaciones –el abuelo glorioso, el hijo agricultor, el nieto consagrado al servicio público–, para abarcar en un solo linaje episodios desde la disolución de la Gran Colombia hasta los conflictos sociales de nuestro tiempo.
No tuvo el presidente Ospina la carrera fulgurante ni el brillo deslumbrador de algunos de sus contemporáneos y copartidarios. Tampoco conoció los altibajos abismales de otras carreras políticas, en donde, para emplear la frase de Julio Arboleda, lo mismo se hace el tránsito al solio de los presidentes que a las playas del exilio. No. Su ascenso fue rectilíneo y sin estrépitos porque las gentes experimentaban en su presencia la convicción de que, siguiéndolo, no perderían el camino. Su palabra disipaba, de antemano, cualquier asomo de aventurerismo, cualquier rasgo de inmadurez. Él mismo solía ufanarse de su apego a la tierra, de su extracción campesina y, en veces, arrebatado por la elocuencia, evocaba, como un compromiso, las raíces de su estirpe, hundidas en la historia patria. En verdad, había acumulado un caudal inmenso de experiencias, de pragmatismo, enriquecido por una gran dosis de sentido común, legado de su ancestro antioqueño. Oírlo hablar, con el marcado dejo de su comarca salpicado de anécdotas y gracejos, hacía de su conversación un deleite del espíritu. Conservó, también, hasta última hora, por temperamento, una visión optimista del porvenir, siempre confiado en que, a pesar de los obstáculos y tropiezos, la vida individual y la colectiva regresarían a la postre a su cauce. Estudioso y metódico, la vida misma, desde temprana edad, fue su gran maestra. Nació y se formó en medio de dificultades pecuniarias que lo aleccionaron tempranamente para familiarizarse, por igual, con los días de fortuna como con los días aciagos. La frialdad cautelosa que, antes de las grandes pruebas, algunos hubieran podido atribuirle a displicencia, o peor aún, el deseo de esquivar responsabilidades, era apenas prudencia y templanza en un alma en la que las pasiones estuvieron siempre sometidas a las rígidas normas que practicaba su espíritu cristiano, inclinado a entregarse por entero en manos de la Providencia. Nadie más alejado del escepticismo, de la duda metódica, del oscilar entre el pro y el contra de las causas de moda, divulgadas en libros y revistas. Semejante a las rocas de su montaña nativa, su espíritu no conoció ni vaivenes ni ráfagas, asentado como estaba sobre unas pocas verdades, que él juzgaba inconmovibles. Y no porque su curiosidad intelectual se hubiera agotado con el tiempo, sino porque las novedades, de las cuales se mantenía al corriente, lejos de debilitar sus convicciones, contribuían a robustecerlas con el transcurso de los años.
Encarnó a cabalidad los valores de su patria y de su partido, tan diferentes de otros partidos conservadores de América enclaustrados en el pasado y subyugados, en su hora, por la tentación totalitaria. Quizá en ese afán de preservarlo, como lo habían concebido sus fundadores, radica su mayor contribución al caudal doctrinario de su causa. El presidente Ospina Pérez fue, desde su adolescencia hasta su muerte, un demócrata sincero y un hombre moderno. Cuando no existían los economistas profesionales, él ya era un economista. Cuando los laureles se conquistaban a la sombra de las glorias militares, él se abría camino pensando en términos de ferrocarriles, de crédito de fomento a los campesinos, de exportaciones, de un cooperativismo que sus contemporáneos sólo conocían de nombre y cuya concreción imperecedera iba a ser la Federación Nacional de Cafeteros, fruto de sus desvelos. La muerte lo sorprendió al tanto del pensamiento político europeo más reciente, desde las últimas doctrinas monetarias hasta las más avanzadas técnicas agrícolas, atento siempre a las peripecias y fluctuaciones de nuestra agricultura, principalmente del café, en las lonjas mundiales, con la misma ansia de saber y de informarse con que, en la adolescencia, se había nutrido en las páginas de su abuelo, de Caro, de Núñez.
Como primer magistrado de la nación y militante de una parcialidad política distinta de la suya, yo quisiera exaltar, para quienes me escuchan, la figura de este gran colombiano cuya muerte, me atrevo a pensarlo, señala el fin de una época en cuyos perfiles intervino como factor decisivo; época primero, de un patriciado enfrentado fanáticamente por lealtades ancestrales entre los partidos políticos; época luego, de coaliciones condicionadas en que un partido llegó, a veces, a decidir con sus votos la suerte del candidato del partido contrario, como no sucede en países donde existen verdaderas derechas e izquierdas; época, en fin, en donde hicieron su aparición los primeros brotes violentos de la lucha de clases. El vacío que deja el presidente Ospina Pérez no es posible llenarlo. Sus epígonos, o quienes lo sucedan en la jefatura de su partido, prolongarán en el tiempo su doctrina, pero como testigo supérstite de medio siglo de historia colombiana, ninguno podrá ocupar con iguales dimensiones su lugar. El vio nacer, crecer y desarrollarse a Colombia desde la nación pastoril de sus abuelos hasta convertirse en una potencia industrial de Suramérica. Vio perderse en el tiempo el espectro de las guerras civiles, en las que habían participado los suyos, y escudriñó el futuro hasta vislumbrar el reto de una Colombia dividida alrededor de la institución de la propiedad privada, de los medios de producción, y la contradicción, por parte de sectores de la juventud, del sistema representativo. Simbolizó como ningún otro, entre los miembros de su partido, el temperamento republicano, transaccional, de la generación del centenario, que tan vasta huella dejara en la república y del cual era quizá el último representante, el más calificado entre los conservadores.
Ningún decreto de honores, con la fría enumeración de sus ejecutorias, sabrá resumir lo que significó para Colombia la conducción que, desde el gobierno o desde la oposición, supo imprimirle a nuestros destinos a través de su partido. La emoción que embarga a la ciudadanía entera, al sentir que con su ausencia desaparece un fragmento de su ámbito familiar, no es artificiosa creación de las plumas o de las gargantas sino realidad tangible. Son muchos los colombianos que abrieron los ojos a la luz cuando su imagen campeaba entre los grandes. Otros, ya llegados al uso de razón, pudieron asociarlo a los valores patrios, y algunos, los menos, sobrevivientes de edades pretéritas, lo recuerdan cuando hacía sus primeras armas. El sentimiento de que Colombia siempre contaría con sus luces y lo seguiría teniendo entre sus hijos, debían experimentarlo hasta ayer los más. De ahí el desgarramiento que no sólo aflige a los suyos sino al conglomerado del cual formaba parte y al que honró y enalteció con el ejemplo de sus virtudes públicas y privadas, de esposo, de padre, de abuelo amantísimo.
Sepan los suyos y, en particular, su viuda, doña Bertha Hernández de Ospina, que los pliegues de la bandera nacional que, solícitos, exornan su féretro, encarnan cabalmente el respetuoso duelo con que lo despide la nación entera.