- Botero esculturas (1998)
- Salmona (1998)
- El sabor de Colombia (1994)
- Wayuú. Cultura del desierto colombiano (1998)
- Semana Santa en Popayán (1999)
- Cartagena de siempre (1992)
- Palacio de las Garzas (1999)
- Juan Montoya (1998)
- Aves de Colombia. Grabados iluminados del Siglo XVIII (1993)
- Alta Colombia. El esplendor de la montaña (1996)
- Artefactos. Objetos artesanales de Colombia (1992)
- Carros. El automovil en Colombia (1995)
- Espacios Comerciales. Colombia (1994)
- Cerros de Bogotá (2000)
- El Terremoto de San Salvador. Narración de un superviviente (2001)
- Manolo Valdés. La intemporalidad del arte (1999)
- Casa de Hacienda. Arquitectura en el campo colombiano (1997)
- Fiestas. Celebraciones y Ritos de Colombia (1995)
- Costa Rica. Pura Vida (2001)
- Luis Restrepo. Arquitectura (2001)
- Ana Mercedes Hoyos. Palenque (2001)
- La Moneda en Colombia (2001)
- Jardines de Colombia (1996)
- Una jornada en Macondo (1995)
- Retratos (1993)
- Atavíos. Raíces de la moda colombiana (1996)
- La ruta de Humboldt. Colombia - Venezuela (1994)
- Trópico. Visiones de la naturaleza colombiana (1997)
- Herederos de los Incas (1996)
- Casa Moderna. Medio siglo de arquitectura doméstica colombiana (1996)
- Bogotá desde el aire (1994)
- La vida en Colombia (1994)
- Casa Republicana. La bella época en Colombia (1995)
- Selva húmeda de Colombia (1990)
- Richter (1997)
- Por nuestros niños. Programas para su Proteccion y Desarrollo en Colombia (1990)
- Mariposas de Colombia (1991)
- Colombia tierra de flores (1990)
- Los países andinos desde el satélite (1995)
- Deliciosas frutas tropicales (1990)
- Arrecifes del Caribe (1988)
- Casa campesina. Arquitectura vernácula de Colombia (1993)
- Páramos (1988)
- Manglares (1989)
- Señor Ladrillo (1988)
- La última muerte de Wozzeck (2000)
- Historia del Café de Guatemala (2001)
- Casa Guatemalteca (1999)
- Silvia Tcherassi (2002)
- Ana Mercedes Hoyos. Retrospectiva (2002)
- Francisco Mejía Guinand (2002)
- Aves del Llano (1992)
- El año que viene vuelvo (1989)
- Museos de Bogotá (1989)
- El arte de la cocina japonesa (1996)
- Botero Dibujos (1999)
- Colombia Campesina (1989)
- Conflicto amazónico. 1932-1934 (1994)
- Débora Arango. Museo de Arte Moderno de Medellín (1986)
- La Sabana de Bogotá (1988)
- Casas de Embajada en Washington D.C. (2004)
- XVI Bienal colombiana de Arquitectura 1998 (1998)
- Visiones del Siglo XX colombiano. A través de sus protagonistas ya muertos (2003)
- Río Bogotá (1985)
- Jacanamijoy (2003)
- Álvaro Barrera. Arquitectura y Restauración (2003)
- Campos de Golf en Colombia (2003)
- Cartagena de Indias. Visión panorámica desde el aire (2003)
- Guadua. Arquitectura y Diseño (2003)
- Enrique Grau. Homenaje (2003)
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- Ignacio Gómez Jaramillo (2003)
- Tesoros del Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario. 350 años (2003)
- Manos en el arte colombiano (2003)
- Historia de la Fotografía en Colombia. Museo de Arte Moderno de Bogotá (1983)
- Arenas Betancourt. Un realista más allá del tiempo (1986)
- Los Figueroa. Aproximación a su época y a su pintura (1986)
- Andrés de Santa María (1985)
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- El encanto de Bogotá (1987)
- Manizales de ayer. Album de fotografías (1987)
- Ramírez Villamizar. Museo de Arte Moderno de Bogotá (1984)
- La transformación de Bogotá (1982)
- Las fronteras azules de Colombia (1985)
- Botero en el Museo Nacional de Colombia. Nueva donación 2004 (2004)
- Gonzalo Ariza. Pinturas (1978)
- Grau. El pequeño viaje del Barón Von Humboldt (1977)
- Bogotá Viva (2004)
- Albergues del Libertador en Colombia. Banco de la República (1980)
- El Rey triste (1980)
- Gregorio Vásquez (1985)
- Ciclovías. Bogotá para el ciudadano (1983)
- Negret escultor. Homenaje (2004)
- Mefisto. Alberto Iriarte (2004)
- Suramericana. 60 Años de compromiso con la cultura (2004)
- Rostros de Colombia (1985)
- Flora de Los Andes. Cien especies del Altiplano Cundi-Boyacense (1984)
- Casa de Nariño (1985)
- Periodismo gráfico. Círculo de Periodistas de Bogotá (1984)
- Cien años de arte colombiano. 1886 - 1986 (1985)
- Pedro Nel Gómez (1981)
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- Veinte años del Sena en Colombia. 1957-1977 (1978)
- Bogotá. Estructura y principales servicios públicos (1978)
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- Armando Villegas. Homenaje (2008)
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- Alicia Viteri. Memoria digital (2009)
- Clemencia Echeverri. Sin respuesta (2009)
- Museo de Arte Moderno de Cartagena de Indias (2009)
- Agua. Riqueza de Colombia (2009)
- Volando Colombia. Paisajes (2009)
- Colombia en flor (2009)
- Medellín 360º. Cordial, Pujante y Bella (2009)
- Arte Internacional. Colección del Banco de la República (2009)
- Hugo Zapata (2009)
- Apalaanchi. Pescadores Wayuu (2009)
- Bogotá vuelo al pasado (2010)
- Grabados Antiguos de la Pontificia Universidad Javeriana. Colección Eduardo Ospina S. J. (2010)
- Orquídeas. Especies de Colombia (2010)
- Apartamentos. Bogotá (2010)
- Luis Caballero. Erótico (2010)
- Luis Fernando Peláez (2010)
- Aves en Colombia (2011)
- Pedro Ruiz (2011)
- El mundo del arte en San Agustín (2011)
- Cundinamarca. Corazón de Colombia (2011)
- El hundimiento de los Partidos Políticos Tradicionales venezolanos: El caso Copei (2014)
- Artistas por la paz (1986)
- Reglamento de uniformes, insignias, condecoraciones y distintivos para el personal de la Policía Nacional (2009)
- Historia de Bogotá. Tomo I - Conquista y Colonia (2007)
- Historia de Bogotá. Tomo II - Siglo XIX (2007)
- Academia Colombiana de Jurisprudencia. 125 Años (2019)
- Duque, su presidencia (2022)
Montañas
Con un bosque limitado al laberinto entre afiladas crestas, la Cuchilla del Zorro se interpone en la frontera de los Andes con los llanos del Casanare. Aldo Brando.
Un colchón de nubes se extiende sobre los bosques del nevado del Huila, que gracias a su existencia como cinturón vegetal, lo convierten en uno de los glaciares más conservados del país. Aldo Brando.
Como aguas remanentes de gélidas épocas, dos lagunas se evaporan en el tiempo sobre la cumbre de la Cordillera Oriental, al norte del Huila. Aldo Brando.
Tormentas eléctricas destellan en la noche del volcán Galeras, mientras una de las bocas de su cráter deslumbra con el resplandor que anunciaba su actividad a finales de los ochenta. Aldo Brando.
Pajonales espontáneos se mecen con los fríos vientos del páramo de Güita, en Suesca, mientras el calor del verano se desvanece con la tarde en el cielo incendiado. Aldo Brando.
Un aura alrededor del sol, oculto tras el frailejón, ilustra la alta radiación a la que está expuesta la vegetación de páramos como el de Chingaza, en Cundinamarca, adaptada a los drásticos cambios climáticos. Aldo Brando.
Velos de niebla aparecen de repente, dejando entrever el penacho de hojas de un frailejón entre la mística atmósfera andina del páramo de Chingaza, Cundinamarca. Aldo Brando.
Palmas de cera se erigen sobre el lomo de una montaña entre la bruma, que oculta a su paso el bosque nublado del valle de Cocora, en los Andes centrales del Quindío. Aldo Brando.
Plantas epífitas recubren la superficie del tronco sobre el espejo de una laguna temporal, que refleja los árboles de la otra orilla en el páramo de Sumapaz, Cundinamarca. Aldo Brando.
Un remolino de espumas naturales, destiladas de la vegetación que rodea la quebrada, gira acorralado en la orilla rocosa del páramo de Ocetá, Boyacá. Aldo Brando.
Musgos y líquenes se recogen en la roca como huéspedes que viven de los elementos, por encima del suelo donde frailejones, chusques y pajonales terminan por hacer del páramo una infusión que fluye desde las montañas de Chingaza, arriba de los 3.000 metros, y por encima de la capital colombiana. Aldo Brando.
El Dorado vegetal brota con la inflorescencia más generosa del páramo, en este frailejón de la laguna sagrada de Siecha, Cundinamarca. Aldo Brando.
Los primeros rayos del sol se filtran entre la espesura montañosa más alta de Colombia, en la Sierra Nevada de Santa Marta. Aldo Brando.
Hojas como abrigos de terciopelo dorado protegen a los frailejones del frío intenso, mientras en la penumbra de la laguna verde su corona parece irradiar la luz solar acumulada en el páramo de Guargua, Cundinamarca. Aldo Brando.
Con un bosque limitado al laberinto entre afiladas crestas, la Cuchilla del Zorro se interpone en la frontera de los Andes con los llanos del Casanare. Aldo Brando.
Un colchón de nubes se extiende sobre los bosques del nevado del Huila, que gracias a su existencia como cinturón vegetal, lo convierten en uno de los glaciares más conservados del país. Aldo Brando.
Como aguas remanentes de gélidas épocas, dos lagunas se evaporan en el tiempo sobre la cumbre de la Cordillera Oriental, al norte del Huila. Aldo Brando.
Tormentas eléctricas destellan en la noche del volcán Galeras, mientras una de las bocas de su cráter deslumbra con el resplandor que anunciaba su actividad a finales de los ochenta. Aldo Brando.
Pajonales espontáneos se mecen con los fríos vientos del páramo de Güita, en Suesca, mientras el calor del verano se desvanece con la tarde en el cielo incendiado. Aldo Brando.
Un aura alrededor del sol, oculto tras el frailejón, ilustra la alta radiación a la que está expuesta la vegetación de páramos como el de Chingaza, en Cundinamarca, adaptada a los drásticos cambios climáticos. Aldo Brando.
Velos de niebla aparecen de repente, dejando entrever el penacho de hojas de un frailejón entre la mística atmósfera andina del páramo de Chingaza, Cundinamarca. Aldo Brando.
Palmas de cera se erigen sobre el lomo de una montaña entre la bruma, que oculta a su paso el bosque nublado del valle de Cocora, en los Andes centrales del Quindío. Aldo Brando.
Plantas epífitas recubren la superficie del tronco sobre el espejo de una laguna temporal, que refleja los árboles de la otra orilla en el páramo de Sumapaz, Cundinamarca. Aldo Brando.
Un remolino de espumas naturales, destiladas de la vegetación que rodea la quebrada, gira acorralado en la orilla rocosa del páramo de Ocetá, Boyacá. Aldo Brando.
Musgos y líquenes se recogen en la roca como huéspedes que viven de los elementos, por encima del suelo donde frailejones, chusques y pajonales terminan por hacer del páramo una infusión que fluye desde las montañas de Chingaza, arriba de los 3.000 metros, y por encima de la capital colombiana. Aldo Brando.
El Dorado vegetal brota con la inflorescencia más generosa del páramo, en este frailejón de la laguna sagrada de Siecha, Cundinamarca. Aldo Brando.
Conocido también como leoncillo, un perro de monte se aferra con su cola prensil a las ramas de un árbol en las montañas de Nariño. Aldo Brando.
Entre el color análogo de las hojas y el tono metálico del rocío, un escarabajo avanza sobre un lupino, en el páramo de Pisba, Boyacá. Aldo Brando.
Con escamas iridiscentes a la luz solar, una polilla permanece inmóvil entre las inflorescencias del páramo de Ocetá, Boyacá. Aldo Brando.
Una pasiflora espera la llegada del colibrí pico de espada, ante el cual expone su polen en las terminaciones de los estambres Aldo Brando.
Pero la oportunidad para usurpar el néctar en la base de la flor es aprovechada por otro picaflor, que al estar dotado de un pico tan corto, no satisface las necesidades Aldo Brando.
Tras su captura por cazadores en las montañas de Cundinamarca, un águila real de páramo fue rehabilitada hasta su liberación en el páramo de Chingaza Aldo Brando.
A las pocas semanas realizaba ya sus primeros vuelos nupciales, con un parejo que nunca imaginaría las penas de “Cautiva” en su paso por la civilización. Aldo Brando.
Con penachos que parecen orejas, un búho permanece atento durante el día, a pesar de sus hábitos nocturnos en las montañas del Huila. Aldo Brando.
Un rostro con forma de antena parabólica, especializado en captar sonidos, se dibuja en dos jóvenes lechuzas que anidan entre una cueva en la Sierra Nevada de Santa Marta. Aldo Brando.
Los primeros rayos del sol se filtran entre la espesura montañosa más alta de Colombia, en la Sierra Nevada de Santa Marta. Aldo Brando.
Hojas como abrigos de terciopelo dorado protegen a los frailejones del frío intenso, mientras en la penumbra de la laguna verde su corona parece irradiar la luz solar acumulada en el páramo de Guargua, Cundinamarca. Aldo Brando.
Elevaciones de la Serranía de Jarara en La Guajira proyectan su sombra como dunas en expansión. La altura permite a los bosques secos aprovechar un ambiente más fresco para su sobrevivencia. Aldo Brando.
Con su copete retraído mientras vuela, en un proceso de rehabilitación, el águila de montaña o guamán negro penetra con su mirada rapaz los bosques del pie de monte andino en los Llanos. Aldo Brando.
Texto de: Arturo Guerrero
Después de fatigar de abajo arriba todo el espinazo de Suramérica, la cordillera de los Andes, que es la montaña más larga del mundo, se niega a morir en el norte en calidad de mole de una sola pieza. No bien llega a Colombia, se bifurca a la altura de un accidente conocido como Nudo de los Pastos. Más adelante el ramal derecho vuelve a bifurcarse en el Macizo Colombiano, que es el ojo de agua donde brotan cuatro ríos monumentales. Al final de su brío, cada brazo se divide en dos o tres dedos corrugados que languidecen sobre la llanura del Caribe y sobre el desierto de la baja Guajira.
Es como si los elementos telúricos que empujaron el levantamiento de los Andes y que brindaron excesivos picos de nieve a los países del sur y del centro del subcontinente, hubieran resuelto luchar contra la aniquilación que los esperaba en el extremo norte utilizando la estratagema de la dispersión de fuerzas. Esta necesidad, entonces, creó nuevos órganos, brazos, muñones, angustiados dedos. El resultado bendijo a Colombia, la hendió, le proporcionó valles con anatomía generosa, la hizo no una sino tres y más veces ascendente y descendente, fértil, caprichosa. No biodiversa, sino megadiversa.
Los tres ramales, central, occidental y oriental de los Andes colombianos determinaron la fractura de este país en regiones bien distintas y en pisos térmicos y biológicos de riqueza inusitada. Un complejo horizontal y vertical de cuestas, laberintos, ríos, lagunas, llanuras, páramos y volcanes difíciles de replicar en el planeta. La localización de bisagra entre continentes agregó al panorama del suelo un ingrediente también irrepetible. Colombia es el territorio por donde se unieron los viejos megacontinentes laurásico y gondwaniano, tras la emergencia del istmo panameño. Muchas especies vegetales de Laurasia penetraron a Gondwana y enigmáticamente detuvieron su expansión al sur de Colombia. El ejemplo más esclarecido es la presencia en todas las montañas de Colombia del único roble suramericano, el Quercus humboldtii, que habiendo entrado por arriba desde Norte y Centroamérica, se detuvo al sur del departamento de Nariño sin traspasar la frontera con Ecuador.
Tres procedencias distintas tiene también la fauna de los bosques altos colombianos. La tropical propiamente dicha, la patagónica que atropella desde el sur, y la laurásica del norte que compite con las dos primeras por las tierras altas y que antes de la existencia del istmo de Panamá pudo ingresar a saltos gracias a una cadena de islotes intercontinentales. Cada una de estas especies animales ha sufrido un larguísimo proceso de adaptación a las condiciones andinas, a los diversos climas, a las variadas vegetaciones que las montañas agregaron al neotrópico colombiano. Y esta evolución continúa.
De esta manera, Colombia no sólo es una rosa de los vientos y los climas, sino un vivero de las plantas y un criadero de los animales más diferenciados del planeta. Sobre su suelo, y gracias a la emergencia de la triple cordillera, el trópico americano aprehendió el frío y cobró todos los climas del orbe, y con los climas, íntegros los alientos de la vida. Aquí la evolución experimentó una inusitada aceleración que produjo una riqueza florística superior al Asia y al Africa. Aquí los bosques de niebla andinos tienen seis veces más especies de plantas epífitas vasculares y de musgos que el Africa. Y a pesar de que estos bosques cubren apenas el 0.2 por ciento de la superficie terrestre, albergan el 6.3 por ciento de las aves. Aquí las aguas se desbordan desde los páramos y le dan a Colombia el quinto puesto mundial en riqueza hídrica.
Cuatro son los niveles en los que se escenifica esta explosión evolutiva. Hasta los 1.500 metros sobre el nivel del mar, los bosques andinos colombianos guardan una vegetación y vida semejante a la de las selvas bajas del Amazonas. Es la tierra templada. Desde ahí, hasta los 3.000 metros, están los bosques de niebla, los misteriosos, serenos y abigarrados hábitat de especies todavía en gran parte no clasificadas. Entre los 3.000 y los 4.800 quedan los páramos, esos ecosistemas exclusivos de los países bolivarianos, Colombia, Venezuela y Ecuador, que son la fábrica del agua. En la cumbre, y hasta casi los 5.800 metros, flotan las nieves perpetuas de volcanes y nevados, los glaciares que coronan de estrellas al país.
La fiesta de la vida, sin duda, se celebra en los bosques de niebla, donde flora y fauna están ya caracterizados y donde la explosión evolutiva ha dado frutos todavía alejados de la ciencia del hombre. En efecto, los investigadores y naturalistas extranjeros y nacionales han consagrado sus mejores años al estudio de los bosques bajos, considerados “lo típico” del trópico, abandonando los superiores a los 1.500 metros a la imaginación de los novelistas que han poblado sus gasas de niebla con gnomos, duendes, elfos y otros sutiles seres elementales. Al aura del enigma contribuye el hecho de que en los bosques de niebla todo es duda, probabilidad, incógnita, nada es lo que aparenta, un velo perpetuo somete la realidad al filtro casual de la imaginación.
En estos andurriales son confusas las fronteras entre el suelo y la vegetación que lo cubre. El caminante ha de vacilar continuamente, porque esa base sólida sobre la que va a apoyar el pie puede resultar siendo la trampa de hojas y bejucos que utiliza el precipicio para engullir a los desprevenidos, o la falsa balsa bajo la cual se profundiza un lago de lodo. Un fragante árbol lleno de follaje puede ser un cadáver vegetal rodeado de plantas epífitas y sostenido en su muerte por un esplendor prestado. Un grueso tronco, bien examinado, oculta un endeble tallo recubierto de musgos. Todo es engañoso en estos lugares donde se pierde la identidad individual de las especies y donde fracasa la ley física de la impenetrabilidad de los cuerpos. Los animales se camuflan, de manera que los escarabajos suelen vestirse del verde de la hoja sobre la que medran y adicionalmente hacer brillar su escudo con el plata de las gotas de agua vecinas.
Y como si la apariencia no bastara para obnubilar la conciencia, el aire enfriado al pasar sobre la montaña pierde su capacidad de conservar el vapor, de tal modo que éste se convierte en diminutas gotas de cinco a cincuenta milésimas de milímetro de diámetro, que flotan conformando la niebla que todo lo hace evanescente y poético, y que en calidad de lluvia horizontal hurta sus misterios a la captación de los pluviómetros regulares incapaces de volverla ciencia y técnica. Son asombrosas las expresiones de ignorancia de los naturalistas frente a este ecosistema de los elfos. “Generalizada ignorancia”, “bosques llenos de sorpresas”, “enigmas tan fascinantes como los de la ciencia ficción”, “abrumadora falta de conocimientos”, estas son las confesiones de parte de los científicos que apenas rasguñan los humedales umbríos de los bosques de niebla, la mitad de cuyas especies vegetales no han sido descubiertas ni clasificadas. En estas regiones, cada excursión produce un hallazgo de géneros completos y aun de familias desconocidas no sólo en el país sino en el continente. Los magos todavía aquí tienen arduo trabajo como nombradores originales de todas las cosas.
Uno de los procesos más sorprendentes que se viven en los bosques de niebla es el de la polinización de las plantas. Cada especie ha desarrollado formas de cortejo orientadas a que su polen sea aprovechado con el menor desperdicio. Abejas, mariposas, escarabajos, pájaros, murciélagos, mamíferos, son atraídos por las flores mediante coqueterías de color, fragancia, sabor y formas específicas. Cada variación es una señal de orientación para un polinizador determinado, el cual, alelado, buscará ansiosamente un ejemplar de la misma especie para saciar el deseo creado por el original, y depositar así el polen en el destinatario exacto. Las intrincadas relaciones de las flores con sus polinizadores son una celebración de la armonía de la vida.
Y por encima de los bosques de niebla se extienden los páramos, como silbantes territorios del viento y de las aguas niñas. Permanecen en una contemplación de rocas y de plantas broncas en un ambiente que sufre cambios bruscos de temperatura. Por cada cien metros de ascenso sobre el nivel del mar, el páramo baja medio grado centígrado. Su cercanía a las alturas lo hace objeto de una elevada radiación solar que en el verano alcanza hasta doce horas diarias. La altísima luminosidad ha obligado a los frailejones, reyes vegetales del páramo, a desarrollar unas hojas plateadas, doradas, vidriosas y brillantes, que reflejan los excesos de la luz. Por eso no es extraño observar las coronas de estos frailejones, que a veces crecen como palmas de doce metros y a veces son rastreros, generando un fulgor amarillo propio de quien pare soles. Los páramos están cuajados de lagunas, muchas de ellas sin nombre, desde cuyo espejo verde se yerguen en el fondo del cielo las cúspides de nieve de los altos picos a donde únicamente se atreven las águilas.
#AmorPorColombia
Montañas
Con un bosque limitado al laberinto entre afiladas crestas, la Cuchilla del Zorro se interpone en la frontera de los Andes con los llanos del Casanare. Aldo Brando.
Un colchón de nubes se extiende sobre los bosques del nevado del Huila, que gracias a su existencia como cinturón vegetal, lo convierten en uno de los glaciares más conservados del país. Aldo Brando.
Como aguas remanentes de gélidas épocas, dos lagunas se evaporan en el tiempo sobre la cumbre de la Cordillera Oriental, al norte del Huila. Aldo Brando.
Tormentas eléctricas destellan en la noche del volcán Galeras, mientras una de las bocas de su cráter deslumbra con el resplandor que anunciaba su actividad a finales de los ochenta. Aldo Brando.
Pajonales espontáneos se mecen con los fríos vientos del páramo de Güita, en Suesca, mientras el calor del verano se desvanece con la tarde en el cielo incendiado. Aldo Brando.
Un aura alrededor del sol, oculto tras el frailejón, ilustra la alta radiación a la que está expuesta la vegetación de páramos como el de Chingaza, en Cundinamarca, adaptada a los drásticos cambios climáticos. Aldo Brando.
Velos de niebla aparecen de repente, dejando entrever el penacho de hojas de un frailejón entre la mística atmósfera andina del páramo de Chingaza, Cundinamarca. Aldo Brando.
Palmas de cera se erigen sobre el lomo de una montaña entre la bruma, que oculta a su paso el bosque nublado del valle de Cocora, en los Andes centrales del Quindío. Aldo Brando.
Plantas epífitas recubren la superficie del tronco sobre el espejo de una laguna temporal, que refleja los árboles de la otra orilla en el páramo de Sumapaz, Cundinamarca. Aldo Brando.
Un remolino de espumas naturales, destiladas de la vegetación que rodea la quebrada, gira acorralado en la orilla rocosa del páramo de Ocetá, Boyacá. Aldo Brando.
Musgos y líquenes se recogen en la roca como huéspedes que viven de los elementos, por encima del suelo donde frailejones, chusques y pajonales terminan por hacer del páramo una infusión que fluye desde las montañas de Chingaza, arriba de los 3.000 metros, y por encima de la capital colombiana. Aldo Brando.
El Dorado vegetal brota con la inflorescencia más generosa del páramo, en este frailejón de la laguna sagrada de Siecha, Cundinamarca. Aldo Brando.
Los primeros rayos del sol se filtran entre la espesura montañosa más alta de Colombia, en la Sierra Nevada de Santa Marta. Aldo Brando.
Hojas como abrigos de terciopelo dorado protegen a los frailejones del frío intenso, mientras en la penumbra de la laguna verde su corona parece irradiar la luz solar acumulada en el páramo de Guargua, Cundinamarca. Aldo Brando.
Con un bosque limitado al laberinto entre afiladas crestas, la Cuchilla del Zorro se interpone en la frontera de los Andes con los llanos del Casanare. Aldo Brando.
Un colchón de nubes se extiende sobre los bosques del nevado del Huila, que gracias a su existencia como cinturón vegetal, lo convierten en uno de los glaciares más conservados del país. Aldo Brando.
Como aguas remanentes de gélidas épocas, dos lagunas se evaporan en el tiempo sobre la cumbre de la Cordillera Oriental, al norte del Huila. Aldo Brando.
Tormentas eléctricas destellan en la noche del volcán Galeras, mientras una de las bocas de su cráter deslumbra con el resplandor que anunciaba su actividad a finales de los ochenta. Aldo Brando.
Pajonales espontáneos se mecen con los fríos vientos del páramo de Güita, en Suesca, mientras el calor del verano se desvanece con la tarde en el cielo incendiado. Aldo Brando.
Un aura alrededor del sol, oculto tras el frailejón, ilustra la alta radiación a la que está expuesta la vegetación de páramos como el de Chingaza, en Cundinamarca, adaptada a los drásticos cambios climáticos. Aldo Brando.
Velos de niebla aparecen de repente, dejando entrever el penacho de hojas de un frailejón entre la mística atmósfera andina del páramo de Chingaza, Cundinamarca. Aldo Brando.
Palmas de cera se erigen sobre el lomo de una montaña entre la bruma, que oculta a su paso el bosque nublado del valle de Cocora, en los Andes centrales del Quindío. Aldo Brando.
Plantas epífitas recubren la superficie del tronco sobre el espejo de una laguna temporal, que refleja los árboles de la otra orilla en el páramo de Sumapaz, Cundinamarca. Aldo Brando.
Un remolino de espumas naturales, destiladas de la vegetación que rodea la quebrada, gira acorralado en la orilla rocosa del páramo de Ocetá, Boyacá. Aldo Brando.
Musgos y líquenes se recogen en la roca como huéspedes que viven de los elementos, por encima del suelo donde frailejones, chusques y pajonales terminan por hacer del páramo una infusión que fluye desde las montañas de Chingaza, arriba de los 3.000 metros, y por encima de la capital colombiana. Aldo Brando.
El Dorado vegetal brota con la inflorescencia más generosa del páramo, en este frailejón de la laguna sagrada de Siecha, Cundinamarca. Aldo Brando.
Conocido también como leoncillo, un perro de monte se aferra con su cola prensil a las ramas de un árbol en las montañas de Nariño. Aldo Brando.
Entre el color análogo de las hojas y el tono metálico del rocío, un escarabajo avanza sobre un lupino, en el páramo de Pisba, Boyacá. Aldo Brando.
Con escamas iridiscentes a la luz solar, una polilla permanece inmóvil entre las inflorescencias del páramo de Ocetá, Boyacá. Aldo Brando.
Una pasiflora espera la llegada del colibrí pico de espada, ante el cual expone su polen en las terminaciones de los estambres Aldo Brando.
Pero la oportunidad para usurpar el néctar en la base de la flor es aprovechada por otro picaflor, que al estar dotado de un pico tan corto, no satisface las necesidades Aldo Brando.
Tras su captura por cazadores en las montañas de Cundinamarca, un águila real de páramo fue rehabilitada hasta su liberación en el páramo de Chingaza Aldo Brando.
A las pocas semanas realizaba ya sus primeros vuelos nupciales, con un parejo que nunca imaginaría las penas de “Cautiva” en su paso por la civilización. Aldo Brando.
Con penachos que parecen orejas, un búho permanece atento durante el día, a pesar de sus hábitos nocturnos en las montañas del Huila. Aldo Brando.
Un rostro con forma de antena parabólica, especializado en captar sonidos, se dibuja en dos jóvenes lechuzas que anidan entre una cueva en la Sierra Nevada de Santa Marta. Aldo Brando.
Los primeros rayos del sol se filtran entre la espesura montañosa más alta de Colombia, en la Sierra Nevada de Santa Marta. Aldo Brando.
Hojas como abrigos de terciopelo dorado protegen a los frailejones del frío intenso, mientras en la penumbra de la laguna verde su corona parece irradiar la luz solar acumulada en el páramo de Guargua, Cundinamarca. Aldo Brando.
Elevaciones de la Serranía de Jarara en La Guajira proyectan su sombra como dunas en expansión. La altura permite a los bosques secos aprovechar un ambiente más fresco para su sobrevivencia. Aldo Brando.
Con su copete retraído mientras vuela, en un proceso de rehabilitación, el águila de montaña o guamán negro penetra con su mirada rapaz los bosques del pie de monte andino en los Llanos. Aldo Brando.
Texto de: Arturo Guerrero
Después de fatigar de abajo arriba todo el espinazo de Suramérica, la cordillera de los Andes, que es la montaña más larga del mundo, se niega a morir en el norte en calidad de mole de una sola pieza. No bien llega a Colombia, se bifurca a la altura de un accidente conocido como Nudo de los Pastos. Más adelante el ramal derecho vuelve a bifurcarse en el Macizo Colombiano, que es el ojo de agua donde brotan cuatro ríos monumentales. Al final de su brío, cada brazo se divide en dos o tres dedos corrugados que languidecen sobre la llanura del Caribe y sobre el desierto de la baja Guajira.
Es como si los elementos telúricos que empujaron el levantamiento de los Andes y que brindaron excesivos picos de nieve a los países del sur y del centro del subcontinente, hubieran resuelto luchar contra la aniquilación que los esperaba en el extremo norte utilizando la estratagema de la dispersión de fuerzas. Esta necesidad, entonces, creó nuevos órganos, brazos, muñones, angustiados dedos. El resultado bendijo a Colombia, la hendió, le proporcionó valles con anatomía generosa, la hizo no una sino tres y más veces ascendente y descendente, fértil, caprichosa. No biodiversa, sino megadiversa.
Los tres ramales, central, occidental y oriental de los Andes colombianos determinaron la fractura de este país en regiones bien distintas y en pisos térmicos y biológicos de riqueza inusitada. Un complejo horizontal y vertical de cuestas, laberintos, ríos, lagunas, llanuras, páramos y volcanes difíciles de replicar en el planeta. La localización de bisagra entre continentes agregó al panorama del suelo un ingrediente también irrepetible. Colombia es el territorio por donde se unieron los viejos megacontinentes laurásico y gondwaniano, tras la emergencia del istmo panameño. Muchas especies vegetales de Laurasia penetraron a Gondwana y enigmáticamente detuvieron su expansión al sur de Colombia. El ejemplo más esclarecido es la presencia en todas las montañas de Colombia del único roble suramericano, el Quercus humboldtii, que habiendo entrado por arriba desde Norte y Centroamérica, se detuvo al sur del departamento de Nariño sin traspasar la frontera con Ecuador.
Tres procedencias distintas tiene también la fauna de los bosques altos colombianos. La tropical propiamente dicha, la patagónica que atropella desde el sur, y la laurásica del norte que compite con las dos primeras por las tierras altas y que antes de la existencia del istmo de Panamá pudo ingresar a saltos gracias a una cadena de islotes intercontinentales. Cada una de estas especies animales ha sufrido un larguísimo proceso de adaptación a las condiciones andinas, a los diversos climas, a las variadas vegetaciones que las montañas agregaron al neotrópico colombiano. Y esta evolución continúa.
De esta manera, Colombia no sólo es una rosa de los vientos y los climas, sino un vivero de las plantas y un criadero de los animales más diferenciados del planeta. Sobre su suelo, y gracias a la emergencia de la triple cordillera, el trópico americano aprehendió el frío y cobró todos los climas del orbe, y con los climas, íntegros los alientos de la vida. Aquí la evolución experimentó una inusitada aceleración que produjo una riqueza florística superior al Asia y al Africa. Aquí los bosques de niebla andinos tienen seis veces más especies de plantas epífitas vasculares y de musgos que el Africa. Y a pesar de que estos bosques cubren apenas el 0.2 por ciento de la superficie terrestre, albergan el 6.3 por ciento de las aves. Aquí las aguas se desbordan desde los páramos y le dan a Colombia el quinto puesto mundial en riqueza hídrica.
Cuatro son los niveles en los que se escenifica esta explosión evolutiva. Hasta los 1.500 metros sobre el nivel del mar, los bosques andinos colombianos guardan una vegetación y vida semejante a la de las selvas bajas del Amazonas. Es la tierra templada. Desde ahí, hasta los 3.000 metros, están los bosques de niebla, los misteriosos, serenos y abigarrados hábitat de especies todavía en gran parte no clasificadas. Entre los 3.000 y los 4.800 quedan los páramos, esos ecosistemas exclusivos de los países bolivarianos, Colombia, Venezuela y Ecuador, que son la fábrica del agua. En la cumbre, y hasta casi los 5.800 metros, flotan las nieves perpetuas de volcanes y nevados, los glaciares que coronan de estrellas al país.
La fiesta de la vida, sin duda, se celebra en los bosques de niebla, donde flora y fauna están ya caracterizados y donde la explosión evolutiva ha dado frutos todavía alejados de la ciencia del hombre. En efecto, los investigadores y naturalistas extranjeros y nacionales han consagrado sus mejores años al estudio de los bosques bajos, considerados “lo típico” del trópico, abandonando los superiores a los 1.500 metros a la imaginación de los novelistas que han poblado sus gasas de niebla con gnomos, duendes, elfos y otros sutiles seres elementales. Al aura del enigma contribuye el hecho de que en los bosques de niebla todo es duda, probabilidad, incógnita, nada es lo que aparenta, un velo perpetuo somete la realidad al filtro casual de la imaginación.
En estos andurriales son confusas las fronteras entre el suelo y la vegetación que lo cubre. El caminante ha de vacilar continuamente, porque esa base sólida sobre la que va a apoyar el pie puede resultar siendo la trampa de hojas y bejucos que utiliza el precipicio para engullir a los desprevenidos, o la falsa balsa bajo la cual se profundiza un lago de lodo. Un fragante árbol lleno de follaje puede ser un cadáver vegetal rodeado de plantas epífitas y sostenido en su muerte por un esplendor prestado. Un grueso tronco, bien examinado, oculta un endeble tallo recubierto de musgos. Todo es engañoso en estos lugares donde se pierde la identidad individual de las especies y donde fracasa la ley física de la impenetrabilidad de los cuerpos. Los animales se camuflan, de manera que los escarabajos suelen vestirse del verde de la hoja sobre la que medran y adicionalmente hacer brillar su escudo con el plata de las gotas de agua vecinas.
Y como si la apariencia no bastara para obnubilar la conciencia, el aire enfriado al pasar sobre la montaña pierde su capacidad de conservar el vapor, de tal modo que éste se convierte en diminutas gotas de cinco a cincuenta milésimas de milímetro de diámetro, que flotan conformando la niebla que todo lo hace evanescente y poético, y que en calidad de lluvia horizontal hurta sus misterios a la captación de los pluviómetros regulares incapaces de volverla ciencia y técnica. Son asombrosas las expresiones de ignorancia de los naturalistas frente a este ecosistema de los elfos. “Generalizada ignorancia”, “bosques llenos de sorpresas”, “enigmas tan fascinantes como los de la ciencia ficción”, “abrumadora falta de conocimientos”, estas son las confesiones de parte de los científicos que apenas rasguñan los humedales umbríos de los bosques de niebla, la mitad de cuyas especies vegetales no han sido descubiertas ni clasificadas. En estas regiones, cada excursión produce un hallazgo de géneros completos y aun de familias desconocidas no sólo en el país sino en el continente. Los magos todavía aquí tienen arduo trabajo como nombradores originales de todas las cosas.
Uno de los procesos más sorprendentes que se viven en los bosques de niebla es el de la polinización de las plantas. Cada especie ha desarrollado formas de cortejo orientadas a que su polen sea aprovechado con el menor desperdicio. Abejas, mariposas, escarabajos, pájaros, murciélagos, mamíferos, son atraídos por las flores mediante coqueterías de color, fragancia, sabor y formas específicas. Cada variación es una señal de orientación para un polinizador determinado, el cual, alelado, buscará ansiosamente un ejemplar de la misma especie para saciar el deseo creado por el original, y depositar así el polen en el destinatario exacto. Las intrincadas relaciones de las flores con sus polinizadores son una celebración de la armonía de la vida.
Y por encima de los bosques de niebla se extienden los páramos, como silbantes territorios del viento y de las aguas niñas. Permanecen en una contemplación de rocas y de plantas broncas en un ambiente que sufre cambios bruscos de temperatura. Por cada cien metros de ascenso sobre el nivel del mar, el páramo baja medio grado centígrado. Su cercanía a las alturas lo hace objeto de una elevada radiación solar que en el verano alcanza hasta doce horas diarias. La altísima luminosidad ha obligado a los frailejones, reyes vegetales del páramo, a desarrollar unas hojas plateadas, doradas, vidriosas y brillantes, que reflejan los excesos de la luz. Por eso no es extraño observar las coronas de estos frailejones, que a veces crecen como palmas de doce metros y a veces son rastreros, generando un fulgor amarillo propio de quien pare soles. Los páramos están cuajados de lagunas, muchas de ellas sin nombre, desde cuyo espejo verde se yerguen en el fondo del cielo las cúspides de nieve de los altos picos a donde únicamente se atreven las águilas.