- Botero esculturas (1998)
- Salmona (1998)
- El sabor de Colombia (1994)
- Wayuú. Cultura del desierto colombiano (1998)
- Semana Santa en Popayán (1999)
- Cartagena de siempre (1992)
- Palacio de las Garzas (1999)
- Juan Montoya (1998)
- Aves de Colombia. Grabados iluminados del Siglo XVIII (1993)
- Alta Colombia. El esplendor de la montaña (1996)
- Artefactos. Objetos artesanales de Colombia (1992)
- Carros. El automovil en Colombia (1995)
- Espacios Comerciales. Colombia (1994)
- Cerros de Bogotá (2000)
- El Terremoto de San Salvador. Narración de un superviviente (2001)
- Manolo Valdés. La intemporalidad del arte (1999)
- Casa de Hacienda. Arquitectura en el campo colombiano (1997)
- Fiestas. Celebraciones y Ritos de Colombia (1995)
- Costa Rica. Pura Vida (2001)
- Luis Restrepo. Arquitectura (2001)
- Ana Mercedes Hoyos. Palenque (2001)
- La Moneda en Colombia (2001)
- Jardines de Colombia (1996)
- Una jornada en Macondo (1995)
- Retratos (1993)
- Atavíos. Raíces de la moda colombiana (1996)
- La ruta de Humboldt. Colombia - Venezuela (1994)
- Trópico. Visiones de la naturaleza colombiana (1997)
- Herederos de los Incas (1996)
- Casa Moderna. Medio siglo de arquitectura doméstica colombiana (1996)
- Bogotá desde el aire (1994)
- La vida en Colombia (1994)
- Casa Republicana. La bella época en Colombia (1995)
- Selva húmeda de Colombia (1990)
- Richter (1997)
- Por nuestros niños. Programas para su Proteccion y Desarrollo en Colombia (1990)
- Mariposas de Colombia (1991)
- Colombia tierra de flores (1990)
- Los países andinos desde el satélite (1995)
- Deliciosas frutas tropicales (1990)
- Arrecifes del Caribe (1988)
- Casa campesina. Arquitectura vernácula de Colombia (1993)
- Páramos (1988)
- Manglares (1989)
- Señor Ladrillo (1988)
- La última muerte de Wozzeck (2000)
- Historia del Café de Guatemala (2001)
- Casa Guatemalteca (1999)
- Silvia Tcherassi (2002)
- Ana Mercedes Hoyos. Retrospectiva (2002)
- Francisco Mejía Guinand (2002)
- Aves del Llano (1992)
- El año que viene vuelvo (1989)
- Museos de Bogotá (1989)
- El arte de la cocina japonesa (1996)
- Botero Dibujos (1999)
- Colombia Campesina (1989)
- Conflicto amazónico. 1932-1934 (1994)
- Débora Arango. Museo de Arte Moderno de Medellín (1986)
- La Sabana de Bogotá (1988)
- Casas de Embajada en Washington D.C. (2004)
- XVI Bienal colombiana de Arquitectura 1998 (1998)
- Visiones del Siglo XX colombiano. A través de sus protagonistas ya muertos (2003)
- Río Bogotá (1985)
- Jacanamijoy (2003)
- Álvaro Barrera. Arquitectura y Restauración (2003)
- Campos de Golf en Colombia (2003)
- Cartagena de Indias. Visión panorámica desde el aire (2003)
- Guadua. Arquitectura y Diseño (2003)
- Enrique Grau. Homenaje (2003)
- Mauricio Gómez. Con la mano izquierda (2003)
- Ignacio Gómez Jaramillo (2003)
- Tesoros del Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario. 350 años (2003)
- Manos en el arte colombiano (2003)
- Historia de la Fotografía en Colombia. Museo de Arte Moderno de Bogotá (1983)
- Arenas Betancourt. Un realista más allá del tiempo (1986)
- Los Figueroa. Aproximación a su época y a su pintura (1986)
- Andrés de Santa María (1985)
- Ricardo Gómez Campuzano (1987)
- El encanto de Bogotá (1987)
- Manizales de ayer. Album de fotografías (1987)
- Ramírez Villamizar. Museo de Arte Moderno de Bogotá (1984)
- La transformación de Bogotá (1982)
- Las fronteras azules de Colombia (1985)
- Botero en el Museo Nacional de Colombia. Nueva donación 2004 (2004)
- Gonzalo Ariza. Pinturas (1978)
- Grau. El pequeño viaje del Barón Von Humboldt (1977)
- Bogotá Viva (2004)
- Albergues del Libertador en Colombia. Banco de la República (1980)
- El Rey triste (1980)
- Gregorio Vásquez (1985)
- Ciclovías. Bogotá para el ciudadano (1983)
- Negret escultor. Homenaje (2004)
- Mefisto. Alberto Iriarte (2004)
- Suramericana. 60 Años de compromiso con la cultura (2004)
- Rostros de Colombia (1985)
- Flora de Los Andes. Cien especies del Altiplano Cundi-Boyacense (1984)
- Casa de Nariño (1985)
- Periodismo gráfico. Círculo de Periodistas de Bogotá (1984)
- Cien años de arte colombiano. 1886 - 1986 (1985)
- Pedro Nel Gómez (1981)
- Colombia amazónica (1988)
- Palacio de San Carlos (1986)
- Veinte años del Sena en Colombia. 1957-1977 (1978)
- Bogotá. Estructura y principales servicios públicos (1978)
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- Érase una vez Colombia (2005)
- Colombia 360°. Ciudades y pueblos (2006)
- Bogotá 360°. La ciudad interior (2006)
- Guatemala inédita (2006)
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- Manzur. Homenaje (2005)
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- Clemencia Echeverri. Sin respuesta (2009)
- Museo de Arte Moderno de Cartagena de Indias (2009)
- Agua. Riqueza de Colombia (2009)
- Volando Colombia. Paisajes (2009)
- Colombia en flor (2009)
- Medellín 360º. Cordial, Pujante y Bella (2009)
- Arte Internacional. Colección del Banco de la República (2009)
- Hugo Zapata (2009)
- Apalaanchi. Pescadores Wayuu (2009)
- Bogotá vuelo al pasado (2010)
- Grabados Antiguos de la Pontificia Universidad Javeriana. Colección Eduardo Ospina S. J. (2010)
- Orquídeas. Especies de Colombia (2010)
- Apartamentos. Bogotá (2010)
- Luis Caballero. Erótico (2010)
- Luis Fernando Peláez (2010)
- Aves en Colombia (2011)
- Pedro Ruiz (2011)
- El mundo del arte en San Agustín (2011)
- Cundinamarca. Corazón de Colombia (2011)
- El hundimiento de los Partidos Políticos Tradicionales venezolanos: El caso Copei (2014)
- Artistas por la paz (1986)
- Reglamento de uniformes, insignias, condecoraciones y distintivos para el personal de la Policía Nacional (2009)
- Historia de Bogotá. Tomo I - Conquista y Colonia (2007)
- Historia de Bogotá. Tomo II - Siglo XIX (2007)
- Academia Colombiana de Jurisprudencia. 125 Años (2019)
- Duque, su presidencia (2022)
Islas y litorales
En el límite de dos entornos que se disputan la diversidad biológica planetaria, el océano más grande del mundo se estrella contra la selva más lluviosa del planeta, en la costa norte del Pacífico. Aldo Brando.
Reflejos del brillo solar convierten la superficie del agua en un mar iridiscente, al ser observados a través de la ventana del avión, al oriente de Ciénaga, sobre la costa Atlántica. Aldo Brando.
En su descenso vertiginoso desde las nieves perpetuas, ramificaciones de la Sierra Nevada de Santa Marta penetran en el mar Caribe, formando las múltiples ensenadas y bahías protegidas en el Parque Natural Tairona. Aldo Brando.
Vientos incesantes dominan sobre el desierto de La Guajira, dejando sus huellas en forma de relieves y cráteres de arena, como ruinas de algún coliseo perdido en el tiempo. Aldo Brando.
Un ojo de agua refleja el sol por un instante, en la laguna interior de un islote de mangles en la Ciénaga Grande de Santa Marta, costa Atlántica. Aldo Brando.
Estrellas del norte marcan el camino virtual que imprime en el firmamento la rotación de la Tierra, mientras los piqueros enmascarados, posados en sus nidos sobre la montaña más alta de la isla de Malpelo, esperan el amanecer que se asoma sobre el borde del abismo. Aldo Brando.
Con enérgicos llamados, el precursor de un nido de piqueros en Malpelo logra distraer la atención paterna sobre el huevo restante, que será abandonado ante la demanda de atención del primer polluelo. Aldo Brando.
Ritual y cortejo convierten los picos de arpón de los piqueros en instrumentos que consolidan la unión de la pareja, durante la época de apareamiento. Aldo Brando.
La penetrante mirada de una gaviota nocturna parece ahondar en el océano Pacífico, mientras navega en busca de calamares y otras presas pequeñas que, amparadas por la oscuridad, se asomen a la superficie. Aldo Brando.
A velocidad de crucero sobre los islotes que rodean a Malpelo, un piquero enmascarado emprende la búsqueda de pequeñas piedras para la construcción de su nido. Aldo Brando.
El final del día señala el regreso a tierra para un piquero de patas rojas, que extiende sus membranas natatorias antes de aterrizar en los islotes de Malpelo. Aldo Brando.
Sobre el sol de la mañana que se abre paso entre el mar de nubes, una fragata se eleva en la inmensidad del Pacífico, frente a la costa de Nariño. Aldo Brando.
Diluidas en el sol de la tarde, las aguas dulces de los ríos que llegan a la Ciénaga Grande de Santa Marta encuentran las aguas salobres empujadas por las mareas del Caribe. Gracias a este intercambio cobran vida los manglares, considerados como “El Dorado” Aldo Brando.
Sólo una armadura abandonada queda del cangrejo terrestre en la isla de Gorgona, luego de mudar el caparazón que lo recubre antes del cambio de tamaño. Aldo Brando.
Entre los pliegues volcánicos de Malpelo, que semejan la imagen fósil de algún antepasado, un cangrejo terrestre se refugia mientras raspa las algas adheridas a la roca. Aldo Brando.
Una pluma de garza cae sobre las aguas de las islas del Rosario, junto a una colonia de caracoles, que ejerce su oficio de recicladores en el manglar. Aldo Brando.
Afianzadas sobre suelos inestables, las raíces del mangle rojo se extienden como zancos, lo cual les permite un buen soporte, y la posibilidad de sobrevivir en zonas de alta salinidad como la Ciénaga Grande de Santa Marta. Aldo Brando.
Amparado bajo una nube protectora, el cardumen de peces en Serrana transita a la velocidad de las corrientes, que arrastran las islas flotantes de algas que se desprenden del mítico mar de los Sargazos. Aldo Brando.
Flotando a la deriva, los manglares inician su existencia entre un mar de posibilidades. Las plántulas en que se han convertido sus semillas –vistas entre las hojas en forma de cigarro y de baya– son arrastradas por las mareas, esperando colonizar zonas óptimas como las del cabo Manglar, al sur de la costa Pacífica. Aldo Brando.
Pasada la tormenta, un lagarto exclusivo de la isla de Malpelo se posa sobre la roca, en espera del sol para elevar su temperatura corporal. Allí permanece alerta por los depredadores que, en busca de otras formas de caloría, lo puedan incluir en su menú. Aldo Brando.
Juegos de infancia muestran la eficacia prensil, que señala ya los dolorosos efectos del mordisco más letal del estuario en poder de las babillas, aunque todavía carezcan del afilado armamento dental de los adultos. Ciénaga Grande de Santa Marta, costa Atlán Aldo Brando.
Gestos de alarma y apetito se marcan en el rostro del mono araña, de la costa norte del Pacífico, es un acróbata del dosel que llega hasta la playa. Aldo Brando.
Gestos de alarma y apetito se marcan en el rostro del mapache (derecha), habitante de manglares como los del delta del río Magdalena, es llamado también osito lavador, por la costumbre de lavar sus manos con frecuencia. Aldo Brando.
Arbustos y cactus esperan con ansiedad las lluvias eventuales que se liberen en los escasos conglomerados de nubes sobre el desierto de La Guajira. Aldo Brando.
En medio de las triatlónicas jornadas de pesca, que incluyen persecución de cardúmenes, clavados submarinos y mucha puntería, un pelícano acuatiza para reposar sobre las aguas de la costa chocoana. Aldo Brando.
Con el sol canicular sobre su espalda encrestada, una iguana terrestre despliega su papada para tratar de intimidar a cualquier merodeador del desierto guajiro que pueda tornarse en eventual depredador. Aldo Brando.
Texto de: Arturo Guerrero
Hay que imaginar a los vetustos mongoles cuando, después de atravesar los hielos de Bering, de caminar entre los lobos del norte y de estrecharse entre las selvas del istmo, desembocan por fin, hambrientos, a esta ventana de América del Sur y se encuentran con la palabra exceso. De eso hace ya cuarenta mil años, y todo en estos litorales recuerda todavía la grandeza que enardeció a las hordas.
Unos tomaron hacia el nororiente, hacia la tibieza de un mar Caribe mediterráneo, perpetuamente vestido con pieles de soles, dorado de playas con elevadas olas, asombrado de trescientas especies de pájaros, acunado por árboles de mangle que andan sobre zancos y que respiran milagrosamente para no dejarse quemar por las sales, fertilizado por colonias de corales en cuyo seno se opera una construcción de planetas subacuáticos.
Otros viraron al suroccidente, al territorio del Pacífico llovido de aguas, al sitio más húmedo del planeta, a la selva costera que en cada décima de hectárea acomoda doscientas sesenta y cinco especies diferentes de árboles, a los duros acantilados donde se cargan de sol los lagartos, a la pradera más circundada de ríos y a los ríos más caudalosos de todas las aguas. Unos y otros se estremecieron en presencia de una exuberancia de plantas, de animales y de alimentos, como nunca la habían soñado en sus noches de caverna, de pieles y de dibujos con bisontes.
Tras tres decenas y media de miles de años fatigados en el nomadismo y la recolección, accedieron a la evidencia de que en estas fronteras entre el árbol y el agua valía la pena volverse sedentarios. Ni en el valle de lo que hoy es México, ni en las tierras bajas de Guatemala, ni en los riscos de Perú, era posible encontrar tanta proteína, tan saludables climas, tan variados regalos ofrecidos en calidad de paraíso. Entonces plantaron sus huellas y comenzaron a fabricar una vida feliz, cocinada en vasijas de cerámica que hoy nos hablan en sus redondeces barrocas de una civilización de cacicazgos, como la Sinú en el Caribe y la Tumaco en el Pacífico, en cuyas instituciones no cabía todavía el Estado.
Dos mil años antes de que surgieran en América los imperios del sol, el Inca, el Azteca, el Maya, los habitantes del litoral Caribe eran la vanguardia cultural de un mundo que les dio impulso inicial a aquellos pueblos hoy clásicos. Aquí tuvieron su zona de despegue y su foco de irradiación las más altas elaboraciones del continente americano, hoy apenas adivinadas en las moles ciclópeas de Sacsahuamán y en las geometrías acústicas de Teotihuacán.
Pasaron los siglos. El azar quiso que fuera también en el Caribe donde se escenificara el encuentro de los dos mundos, el europeo y el americano, y donde naciera la era moderna. Los descendientes de los primeros hombres, aborígenes del litoral fértil, optaron por diferentes astucias. Sobre la larga costa cuajada de ciénagas y lagunas, los indios Caribes opusieron armas de caña a las armas de fuego españolas y convirtieron el siglo XVI en cementerio de ibéricos, tal como lo sufrió el propio Juan de la Cosa, oráculo de los mares y principal paladín de los conquistadores, derrotado y muerto por flechas. Sólo en el tardío año de 1600, la corona europea consiguió extirpar la rebelión de los Caribes, mediante el expediente burdo de la aniquilación.
Al norte, sobre el cono de la Sierra Nevada de Santa Marta, que es la montaña contigua al litoral más alta del mundo, otro pueblo, el Tairona, se replegó a los lugares elevados para continuar allí el espectáculo de una civilización de sabios con miradas alquímicas que cuidaron de este centro del planeta con el infinito cariño de sus terrazas de cultivo, de sus aldeas cónicas, de sus laberintos de piedra apenas hoy rastreados con devoción por los antropólogos.
Mientras en el Caribe se asentaban las fortificaciones pétreas del imperio español, abajo, en el Pacífico lluvioso, oleadas de negros traídos a látigo del Africa ecuatorial fundaron una vida palafítica y pescadora, sobre la que no pasaba el tiempo porque el imperio de la naturaleza benigna resultó tan nutriente que no dejaba extrañar los artilugios del progreso.
Durante cuatrocientos años las aguas de los océanos colombianos, y especialmente las del mar Caribe retumbaron bajo los cañones de los barcos de diversas potencias aspirantes a imperio. España, Inglaterra, Holanda, Francia, Portugal, armaron naves feroces y contrataron para su servicio a piratas terribles, cuyos nombres sirvieron además para ilustrar la fiebre de los fabricantes de leyendas. Francis Drake, Henry Morgan, Louis Aury, sitiaron, abordaron y depredaron una y varias veces, una y varias islas, ciudades costeras, fortificaciones marítimas. Las islas fueron, así, grandes trasatlánticos fijos, ofrecidos a la avaricia de los mejor armados.
Bandera tras bandera, estas islas fueron cambiando de dueño y ante la mirada serena de unas aves que siempre habían estado ahí y que hoy continúan vagando a contracorriente de los vientos alisios, los cuales nueve meses al año agitan la fuerza de estos territorios, zona de convergencia intertropical y surtidor hídrico del planeta.
Es que acercarse a las islas y litorales de Colombia es mucho más que destacar el enigma de su remoto poblamiento y las extravagancias de su historia reciente. Desde mucho antes del azaroso viaje de hielo de los lejanos asiáticos por Bering y de sus concomitantes procedentes del Pacífico Sur y del Africa, estas tierras vecinas del agua conformaron un hábitat superior para las dos terceras partes de los peces del orbe. Este hábitat es el bosque de mangle, salacuna en la que pasan su etapa larval las especies que más tarde repoblarán incesantemente el mar. Los manglares son las zonas de más alta productividad biológica del planeta, y se encuentran de manera exclusiva en el trópico.
Son bosques anfibios de árboles con raíces superficiales que los hacen parecer saltimbanquis en apuros, altamente tolerantes a la sal, y que crecen en estuarios fangosos con mezcla de aguas dulces y marinas. Reciben los nutrientes de los ríos y de las mareas, los incorporan a su fronda, que en ocasiones alcanza los cuarenta metros de altura, y luego los liberan como materia orgánica en forma de hojarasca, para que sean colonizados por infinidad de hongos y organismos microscópicos que los descomponen. La masa nutricia es luego arrastrada por las mareas, dándose así una exportación continua desde éste hacia otros sistemas. Tan prodigioso laboratorio natural es capaz de liberar doce toneladas de materia orgánica por hectárea por año. El mangle se diferencia así de la selva, ya que esta última mantiene un circuito cerrado alimenticio y no exporta sustancias al exterior de sí misma.
En vista de que las mareas hacen subir el nivel de las aguas, el mangle adopta mecanismos anfibios diversos, como el de respirar acumulando aire en receptáculos esponjosos, especies de tanques de buceo, o como el de servirse de tubos de hasta treinta centímetros de longitud para absorber oxígeno, tal si se tratara de snorkels naturales. Su mecánica de reproducción es igualmente ingeniosa: el mangle libera las plántulas que flotan y utilizan el agua como medio de dispersión. Bajo las aguas tibias y penumbrosas de los manglares, los peces jóvenes hallan a la vez nutrientes y refugio contra los depredadores. Sin manglares no existirían ni el camarón ni el atún ni la mayoría de especies marinas que alimentan al hombre.
Asociada a la porción de superficie de este bosque fronterizo entre la tierra y el agua vive una fauna variada de insectos, aves, mamíferos. Está el mapache, amante de las oscuridades y exquisito comensal que lava sus presas antes de devorarlas, por lo cual se le conoce también como oso lavador. Está el venado, que se alimenta de las hojas del mangle blanco, ricas en grasa y proteína y estupendas como forraje para el ganado. Están varias clases de lagartos, entre los cuales uno, el basilisco, que corre sobre el agua, a la manera de los taumaturgos antiguos. Están los cangrejos de colores fulgentes, reyes del manglar, con sus pinzas que todo lo trinchan. Y están, sobre todos, las aves pescadoras, dotadas cada especie de una configuración distinta del pico – arpón, flecha, bolsa a manera de red –, según las diversas técnicas para la faena.
En los mares de Colombia, la palabra exceso es benigna. Pero en las islas oceánicas del Pacífico, Gorgona y particularmente Malpelo, la efervescencia de la vida permanece aún como en las primeras luces de la creación. A ese peñasco castigado por las más severas olas y por un nombre maldito, Malpelo, no pudieron llegar los desuetos hombres de Bering. Y hoy apenas unos pocos guardianes y exploradores arriesgan la visita. Por eso, allá los pájaros y los lagartos no huyen del hombre, a quien consideran una especie más de entre las especies puras bajo el cielo. Por eso, allá todo transcurre como hace cuarenta mil años, con idéntico asombro, con similar armonía entre las variadas pulsiones de la vida.
#AmorPorColombia
Islas y litorales
En el límite de dos entornos que se disputan la diversidad biológica planetaria, el océano más grande del mundo se estrella contra la selva más lluviosa del planeta, en la costa norte del Pacífico. Aldo Brando.
Reflejos del brillo solar convierten la superficie del agua en un mar iridiscente, al ser observados a través de la ventana del avión, al oriente de Ciénaga, sobre la costa Atlántica. Aldo Brando.
En su descenso vertiginoso desde las nieves perpetuas, ramificaciones de la Sierra Nevada de Santa Marta penetran en el mar Caribe, formando las múltiples ensenadas y bahías protegidas en el Parque Natural Tairona. Aldo Brando.
Vientos incesantes dominan sobre el desierto de La Guajira, dejando sus huellas en forma de relieves y cráteres de arena, como ruinas de algún coliseo perdido en el tiempo. Aldo Brando.
Un ojo de agua refleja el sol por un instante, en la laguna interior de un islote de mangles en la Ciénaga Grande de Santa Marta, costa Atlántica. Aldo Brando.
Estrellas del norte marcan el camino virtual que imprime en el firmamento la rotación de la Tierra, mientras los piqueros enmascarados, posados en sus nidos sobre la montaña más alta de la isla de Malpelo, esperan el amanecer que se asoma sobre el borde del abismo. Aldo Brando.
Con enérgicos llamados, el precursor de un nido de piqueros en Malpelo logra distraer la atención paterna sobre el huevo restante, que será abandonado ante la demanda de atención del primer polluelo. Aldo Brando.
Ritual y cortejo convierten los picos de arpón de los piqueros en instrumentos que consolidan la unión de la pareja, durante la época de apareamiento. Aldo Brando.
La penetrante mirada de una gaviota nocturna parece ahondar en el océano Pacífico, mientras navega en busca de calamares y otras presas pequeñas que, amparadas por la oscuridad, se asomen a la superficie. Aldo Brando.
A velocidad de crucero sobre los islotes que rodean a Malpelo, un piquero enmascarado emprende la búsqueda de pequeñas piedras para la construcción de su nido. Aldo Brando.
El final del día señala el regreso a tierra para un piquero de patas rojas, que extiende sus membranas natatorias antes de aterrizar en los islotes de Malpelo. Aldo Brando.
Sobre el sol de la mañana que se abre paso entre el mar de nubes, una fragata se eleva en la inmensidad del Pacífico, frente a la costa de Nariño. Aldo Brando.
Diluidas en el sol de la tarde, las aguas dulces de los ríos que llegan a la Ciénaga Grande de Santa Marta encuentran las aguas salobres empujadas por las mareas del Caribe. Gracias a este intercambio cobran vida los manglares, considerados como “El Dorado” Aldo Brando.
Sólo una armadura abandonada queda del cangrejo terrestre en la isla de Gorgona, luego de mudar el caparazón que lo recubre antes del cambio de tamaño. Aldo Brando.
Entre los pliegues volcánicos de Malpelo, que semejan la imagen fósil de algún antepasado, un cangrejo terrestre se refugia mientras raspa las algas adheridas a la roca. Aldo Brando.
Una pluma de garza cae sobre las aguas de las islas del Rosario, junto a una colonia de caracoles, que ejerce su oficio de recicladores en el manglar. Aldo Brando.
Afianzadas sobre suelos inestables, las raíces del mangle rojo se extienden como zancos, lo cual les permite un buen soporte, y la posibilidad de sobrevivir en zonas de alta salinidad como la Ciénaga Grande de Santa Marta. Aldo Brando.
Amparado bajo una nube protectora, el cardumen de peces en Serrana transita a la velocidad de las corrientes, que arrastran las islas flotantes de algas que se desprenden del mítico mar de los Sargazos. Aldo Brando.
Flotando a la deriva, los manglares inician su existencia entre un mar de posibilidades. Las plántulas en que se han convertido sus semillas –vistas entre las hojas en forma de cigarro y de baya– son arrastradas por las mareas, esperando colonizar zonas óptimas como las del cabo Manglar, al sur de la costa Pacífica. Aldo Brando.
Pasada la tormenta, un lagarto exclusivo de la isla de Malpelo se posa sobre la roca, en espera del sol para elevar su temperatura corporal. Allí permanece alerta por los depredadores que, en busca de otras formas de caloría, lo puedan incluir en su menú. Aldo Brando.
Juegos de infancia muestran la eficacia prensil, que señala ya los dolorosos efectos del mordisco más letal del estuario en poder de las babillas, aunque todavía carezcan del afilado armamento dental de los adultos. Ciénaga Grande de Santa Marta, costa Atlán Aldo Brando.
Gestos de alarma y apetito se marcan en el rostro del mono araña, de la costa norte del Pacífico, es un acróbata del dosel que llega hasta la playa. Aldo Brando.
Gestos de alarma y apetito se marcan en el rostro del mapache (derecha), habitante de manglares como los del delta del río Magdalena, es llamado también osito lavador, por la costumbre de lavar sus manos con frecuencia. Aldo Brando.
Arbustos y cactus esperan con ansiedad las lluvias eventuales que se liberen en los escasos conglomerados de nubes sobre el desierto de La Guajira. Aldo Brando.
En medio de las triatlónicas jornadas de pesca, que incluyen persecución de cardúmenes, clavados submarinos y mucha puntería, un pelícano acuatiza para reposar sobre las aguas de la costa chocoana. Aldo Brando.
Con el sol canicular sobre su espalda encrestada, una iguana terrestre despliega su papada para tratar de intimidar a cualquier merodeador del desierto guajiro que pueda tornarse en eventual depredador. Aldo Brando.
Texto de: Arturo Guerrero
Hay que imaginar a los vetustos mongoles cuando, después de atravesar los hielos de Bering, de caminar entre los lobos del norte y de estrecharse entre las selvas del istmo, desembocan por fin, hambrientos, a esta ventana de América del Sur y se encuentran con la palabra exceso. De eso hace ya cuarenta mil años, y todo en estos litorales recuerda todavía la grandeza que enardeció a las hordas.
Unos tomaron hacia el nororiente, hacia la tibieza de un mar Caribe mediterráneo, perpetuamente vestido con pieles de soles, dorado de playas con elevadas olas, asombrado de trescientas especies de pájaros, acunado por árboles de mangle que andan sobre zancos y que respiran milagrosamente para no dejarse quemar por las sales, fertilizado por colonias de corales en cuyo seno se opera una construcción de planetas subacuáticos.
Otros viraron al suroccidente, al territorio del Pacífico llovido de aguas, al sitio más húmedo del planeta, a la selva costera que en cada décima de hectárea acomoda doscientas sesenta y cinco especies diferentes de árboles, a los duros acantilados donde se cargan de sol los lagartos, a la pradera más circundada de ríos y a los ríos más caudalosos de todas las aguas. Unos y otros se estremecieron en presencia de una exuberancia de plantas, de animales y de alimentos, como nunca la habían soñado en sus noches de caverna, de pieles y de dibujos con bisontes.
Tras tres decenas y media de miles de años fatigados en el nomadismo y la recolección, accedieron a la evidencia de que en estas fronteras entre el árbol y el agua valía la pena volverse sedentarios. Ni en el valle de lo que hoy es México, ni en las tierras bajas de Guatemala, ni en los riscos de Perú, era posible encontrar tanta proteína, tan saludables climas, tan variados regalos ofrecidos en calidad de paraíso. Entonces plantaron sus huellas y comenzaron a fabricar una vida feliz, cocinada en vasijas de cerámica que hoy nos hablan en sus redondeces barrocas de una civilización de cacicazgos, como la Sinú en el Caribe y la Tumaco en el Pacífico, en cuyas instituciones no cabía todavía el Estado.
Dos mil años antes de que surgieran en América los imperios del sol, el Inca, el Azteca, el Maya, los habitantes del litoral Caribe eran la vanguardia cultural de un mundo que les dio impulso inicial a aquellos pueblos hoy clásicos. Aquí tuvieron su zona de despegue y su foco de irradiación las más altas elaboraciones del continente americano, hoy apenas adivinadas en las moles ciclópeas de Sacsahuamán y en las geometrías acústicas de Teotihuacán.
Pasaron los siglos. El azar quiso que fuera también en el Caribe donde se escenificara el encuentro de los dos mundos, el europeo y el americano, y donde naciera la era moderna. Los descendientes de los primeros hombres, aborígenes del litoral fértil, optaron por diferentes astucias. Sobre la larga costa cuajada de ciénagas y lagunas, los indios Caribes opusieron armas de caña a las armas de fuego españolas y convirtieron el siglo XVI en cementerio de ibéricos, tal como lo sufrió el propio Juan de la Cosa, oráculo de los mares y principal paladín de los conquistadores, derrotado y muerto por flechas. Sólo en el tardío año de 1600, la corona europea consiguió extirpar la rebelión de los Caribes, mediante el expediente burdo de la aniquilación.
Al norte, sobre el cono de la Sierra Nevada de Santa Marta, que es la montaña contigua al litoral más alta del mundo, otro pueblo, el Tairona, se replegó a los lugares elevados para continuar allí el espectáculo de una civilización de sabios con miradas alquímicas que cuidaron de este centro del planeta con el infinito cariño de sus terrazas de cultivo, de sus aldeas cónicas, de sus laberintos de piedra apenas hoy rastreados con devoción por los antropólogos.
Mientras en el Caribe se asentaban las fortificaciones pétreas del imperio español, abajo, en el Pacífico lluvioso, oleadas de negros traídos a látigo del Africa ecuatorial fundaron una vida palafítica y pescadora, sobre la que no pasaba el tiempo porque el imperio de la naturaleza benigna resultó tan nutriente que no dejaba extrañar los artilugios del progreso.
Durante cuatrocientos años las aguas de los océanos colombianos, y especialmente las del mar Caribe retumbaron bajo los cañones de los barcos de diversas potencias aspirantes a imperio. España, Inglaterra, Holanda, Francia, Portugal, armaron naves feroces y contrataron para su servicio a piratas terribles, cuyos nombres sirvieron además para ilustrar la fiebre de los fabricantes de leyendas. Francis Drake, Henry Morgan, Louis Aury, sitiaron, abordaron y depredaron una y varias veces, una y varias islas, ciudades costeras, fortificaciones marítimas. Las islas fueron, así, grandes trasatlánticos fijos, ofrecidos a la avaricia de los mejor armados.
Bandera tras bandera, estas islas fueron cambiando de dueño y ante la mirada serena de unas aves que siempre habían estado ahí y que hoy continúan vagando a contracorriente de los vientos alisios, los cuales nueve meses al año agitan la fuerza de estos territorios, zona de convergencia intertropical y surtidor hídrico del planeta.
Es que acercarse a las islas y litorales de Colombia es mucho más que destacar el enigma de su remoto poblamiento y las extravagancias de su historia reciente. Desde mucho antes del azaroso viaje de hielo de los lejanos asiáticos por Bering y de sus concomitantes procedentes del Pacífico Sur y del Africa, estas tierras vecinas del agua conformaron un hábitat superior para las dos terceras partes de los peces del orbe. Este hábitat es el bosque de mangle, salacuna en la que pasan su etapa larval las especies que más tarde repoblarán incesantemente el mar. Los manglares son las zonas de más alta productividad biológica del planeta, y se encuentran de manera exclusiva en el trópico.
Son bosques anfibios de árboles con raíces superficiales que los hacen parecer saltimbanquis en apuros, altamente tolerantes a la sal, y que crecen en estuarios fangosos con mezcla de aguas dulces y marinas. Reciben los nutrientes de los ríos y de las mareas, los incorporan a su fronda, que en ocasiones alcanza los cuarenta metros de altura, y luego los liberan como materia orgánica en forma de hojarasca, para que sean colonizados por infinidad de hongos y organismos microscópicos que los descomponen. La masa nutricia es luego arrastrada por las mareas, dándose así una exportación continua desde éste hacia otros sistemas. Tan prodigioso laboratorio natural es capaz de liberar doce toneladas de materia orgánica por hectárea por año. El mangle se diferencia así de la selva, ya que esta última mantiene un circuito cerrado alimenticio y no exporta sustancias al exterior de sí misma.
En vista de que las mareas hacen subir el nivel de las aguas, el mangle adopta mecanismos anfibios diversos, como el de respirar acumulando aire en receptáculos esponjosos, especies de tanques de buceo, o como el de servirse de tubos de hasta treinta centímetros de longitud para absorber oxígeno, tal si se tratara de snorkels naturales. Su mecánica de reproducción es igualmente ingeniosa: el mangle libera las plántulas que flotan y utilizan el agua como medio de dispersión. Bajo las aguas tibias y penumbrosas de los manglares, los peces jóvenes hallan a la vez nutrientes y refugio contra los depredadores. Sin manglares no existirían ni el camarón ni el atún ni la mayoría de especies marinas que alimentan al hombre.
Asociada a la porción de superficie de este bosque fronterizo entre la tierra y el agua vive una fauna variada de insectos, aves, mamíferos. Está el mapache, amante de las oscuridades y exquisito comensal que lava sus presas antes de devorarlas, por lo cual se le conoce también como oso lavador. Está el venado, que se alimenta de las hojas del mangle blanco, ricas en grasa y proteína y estupendas como forraje para el ganado. Están varias clases de lagartos, entre los cuales uno, el basilisco, que corre sobre el agua, a la manera de los taumaturgos antiguos. Están los cangrejos de colores fulgentes, reyes del manglar, con sus pinzas que todo lo trinchan. Y están, sobre todos, las aves pescadoras, dotadas cada especie de una configuración distinta del pico – arpón, flecha, bolsa a manera de red –, según las diversas técnicas para la faena.
En los mares de Colombia, la palabra exceso es benigna. Pero en las islas oceánicas del Pacífico, Gorgona y particularmente Malpelo, la efervescencia de la vida permanece aún como en las primeras luces de la creación. A ese peñasco castigado por las más severas olas y por un nombre maldito, Malpelo, no pudieron llegar los desuetos hombres de Bering. Y hoy apenas unos pocos guardianes y exploradores arriesgan la visita. Por eso, allá los pájaros y los lagartos no huyen del hombre, a quien consideran una especie más de entre las especies puras bajo el cielo. Por eso, allá todo transcurre como hace cuarenta mil años, con idéntico asombro, con similar armonía entre las variadas pulsiones de la vida.