- Botero esculturas (1998)
- Salmona (1998)
- El sabor de Colombia (1994)
- Wayuú. Cultura del desierto colombiano (1998)
- Semana Santa en Popayán (1999)
- Cartagena de siempre (1992)
- Palacio de las Garzas (1999)
- Juan Montoya (1998)
- Aves de Colombia. Grabados iluminados del Siglo XVIII (1993)
- Alta Colombia. El esplendor de la montaña (1996)
- Artefactos. Objetos artesanales de Colombia (1992)
- Carros. El automovil en Colombia (1995)
- Espacios Comerciales. Colombia (1994)
- Cerros de Bogotá (2000)
- El Terremoto de San Salvador. Narración de un superviviente (2001)
- Manolo Valdés. La intemporalidad del arte (1999)
- Casa de Hacienda. Arquitectura en el campo colombiano (1997)
- Fiestas. Celebraciones y Ritos de Colombia (1995)
- Costa Rica. Pura Vida (2001)
- Luis Restrepo. Arquitectura (2001)
- Ana Mercedes Hoyos. Palenque (2001)
- La Moneda en Colombia (2001)
- Jardines de Colombia (1996)
- Una jornada en Macondo (1995)
- Retratos (1993)
- Atavíos. Raíces de la moda colombiana (1996)
- La ruta de Humboldt. Colombia - Venezuela (1994)
- Trópico. Visiones de la naturaleza colombiana (1997)
- Herederos de los Incas (1996)
- Casa Moderna. Medio siglo de arquitectura doméstica colombiana (1996)
- Bogotá desde el aire (1994)
- La vida en Colombia (1994)
- Casa Republicana. La bella época en Colombia (1995)
- Selva húmeda de Colombia (1990)
- Richter (1997)
- Por nuestros niños. Programas para su Proteccion y Desarrollo en Colombia (1990)
- Mariposas de Colombia (1991)
- Colombia tierra de flores (1990)
- Los países andinos desde el satélite (1995)
- Deliciosas frutas tropicales (1990)
- Arrecifes del Caribe (1988)
- Casa campesina. Arquitectura vernácula de Colombia (1993)
- Páramos (1988)
- Manglares (1989)
- Señor Ladrillo (1988)
- La última muerte de Wozzeck (2000)
- Historia del Café de Guatemala (2001)
- Casa Guatemalteca (1999)
- Silvia Tcherassi (2002)
- Ana Mercedes Hoyos. Retrospectiva (2002)
- Francisco Mejía Guinand (2002)
- Aves del Llano (1992)
- El año que viene vuelvo (1989)
- Museos de Bogotá (1989)
- El arte de la cocina japonesa (1996)
- Botero Dibujos (1999)
- Colombia Campesina (1989)
- Conflicto amazónico. 1932-1934 (1994)
- Débora Arango. Museo de Arte Moderno de Medellín (1986)
- La Sabana de Bogotá (1988)
- Casas de Embajada en Washington D.C. (2004)
- XVI Bienal colombiana de Arquitectura 1998 (1998)
- Visiones del Siglo XX colombiano. A través de sus protagonistas ya muertos (2003)
- Río Bogotá (1985)
- Jacanamijoy (2003)
- Álvaro Barrera. Arquitectura y Restauración (2003)
- Campos de Golf en Colombia (2003)
- Cartagena de Indias. Visión panorámica desde el aire (2003)
- Guadua. Arquitectura y Diseño (2003)
- Enrique Grau. Homenaje (2003)
- Mauricio Gómez. Con la mano izquierda (2003)
- Ignacio Gómez Jaramillo (2003)
- Tesoros del Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario. 350 años (2003)
- Manos en el arte colombiano (2003)
- Historia de la Fotografía en Colombia. Museo de Arte Moderno de Bogotá (1983)
- Arenas Betancourt. Un realista más allá del tiempo (1986)
- Los Figueroa. Aproximación a su época y a su pintura (1986)
- Andrés de Santa María (1985)
- Ricardo Gómez Campuzano (1987)
- El encanto de Bogotá (1987)
- Manizales de ayer. Album de fotografías (1987)
- Ramírez Villamizar. Museo de Arte Moderno de Bogotá (1984)
- La transformación de Bogotá (1982)
- Las fronteras azules de Colombia (1985)
- Botero en el Museo Nacional de Colombia. Nueva donación 2004 (2004)
- Gonzalo Ariza. Pinturas (1978)
- Grau. El pequeño viaje del Barón Von Humboldt (1977)
- Bogotá Viva (2004)
- Albergues del Libertador en Colombia. Banco de la República (1980)
- El Rey triste (1980)
- Gregorio Vásquez (1985)
- Ciclovías. Bogotá para el ciudadano (1983)
- Negret escultor. Homenaje (2004)
- Mefisto. Alberto Iriarte (2004)
- Suramericana. 60 Años de compromiso con la cultura (2004)
- Rostros de Colombia (1985)
- Flora de Los Andes. Cien especies del Altiplano Cundi-Boyacense (1984)
- Casa de Nariño (1985)
- Periodismo gráfico. Círculo de Periodistas de Bogotá (1984)
- Cien años de arte colombiano. 1886 - 1986 (1985)
- Pedro Nel Gómez (1981)
- Colombia amazónica (1988)
- Palacio de San Carlos (1986)
- Veinte años del Sena en Colombia. 1957-1977 (1978)
- Bogotá. Estructura y principales servicios públicos (1978)
- Colombia Parques Naturales (2006)
- Érase una vez Colombia (2005)
- Colombia 360°. Ciudades y pueblos (2006)
- Bogotá 360°. La ciudad interior (2006)
- Guatemala inédita (2006)
- Casa de Recreo en Colombia (2005)
- Manzur. Homenaje (2005)
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- Omar Rayo. Homenaje (2006)
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- Cafés de Colombia (2008)
- Colombia es Color (2008)
- Armando Villegas. Homenaje (2008)
- Manuel Hernández (2008)
- Alicia Viteri. Memoria digital (2009)
- Clemencia Echeverri. Sin respuesta (2009)
- Museo de Arte Moderno de Cartagena de Indias (2009)
- Agua. Riqueza de Colombia (2009)
- Volando Colombia. Paisajes (2009)
- Colombia en flor (2009)
- Medellín 360º. Cordial, Pujante y Bella (2009)
- Arte Internacional. Colección del Banco de la República (2009)
- Hugo Zapata (2009)
- Apalaanchi. Pescadores Wayuu (2009)
- Bogotá vuelo al pasado (2010)
- Grabados Antiguos de la Pontificia Universidad Javeriana. Colección Eduardo Ospina S. J. (2010)
- Orquídeas. Especies de Colombia (2010)
- Apartamentos. Bogotá (2010)
- Luis Caballero. Erótico (2010)
- Luis Fernando Peláez (2010)
- Aves en Colombia (2011)
- Pedro Ruiz (2011)
- El mundo del arte en San Agustín (2011)
- Cundinamarca. Corazón de Colombia (2011)
- El hundimiento de los Partidos Políticos Tradicionales venezolanos: El caso Copei (2014)
- Artistas por la paz (1986)
- Reglamento de uniformes, insignias, condecoraciones y distintivos para el personal de la Policía Nacional (2009)
- Historia de Bogotá. Tomo I - Conquista y Colonia (2007)
- Historia de Bogotá. Tomo II - Siglo XIX (2007)
- Academia Colombiana de Jurisprudencia. 125 Años (2019)
- Duque, su presidencia (2022)
De como la pedi en el Cristo San Agustín
La alcayata está compuesta por una vara muy resistente de madera de chonta, capaz de resistir el peso, y de una horqueta de hierro empotrada en su extremo superior, sobre la cual descansa el barrote en los momentos en que el paso se detiene. Son pequeños instantes durante los cuales descansan los cargueros.
Una sahumadora con su vistoso y multicolor traje de "apanga" participa en la procesión.
Una de la procesiones a su paso frente a la Alcaldía de Popayán.
Otón Sánchez, un personaje legendario de las procesiones, quien cargó en los pasos más pesados, durante más de sesenta y cinco años.
Texto de: Jaime Paredes Pardo
No no soy propiamente un atleta. De mozo prefería los versos a los partidos de foot-ball. Crecí a la manera de los popayanejos bien popayanejos: comiendo melcocha en los recreos de la escuela, tocando tamboras en las misas de aguinaldo y armando procesiones chiquitas en la semana de Pascua. Dos personajes, dos especies de próceres, cautivaron mi infancia: el hijo del sacristán del Carmen, mi condiscípulo en la escuela de los Hermanos Maristas, quien hacía de embajador en la fiesta de los Reyes; y Luis Bonilla, viejo amigo de mi casa, carguero en todas las noches de la Semana Santa. Este buen don Luis Bonilla, seguramente el decano de los cargueros, fue mi guía, mi maestro en el difícil arte de la animasola, la alcayata, las alpargatas y el barrote.
Nadie en Popayán ha podido sustraerse a los hechizos de la Semana Santa. Todo esto viene en la sangre. Cuando hacemos la Primera Comunión, ya hemos sido los héroes de muchas procesiones chiquitas; y nuestras primeras travesuras sobre el mundo, las celebran nuestras tías regalándonos un túnico. Hay animasolas desde el tamaño de tres cuartos, animasolas recién nacidos, hasta animasolas para gigantes como Otón Sánchez. Para el popayanejo el túnico está agobiado de ensoñaciones y de embrujos como para el de Sevilla la capa y la montera.
Mis primeras letras en este arte del barrote, las hice en la procesión de Pachito Velasco. Si mal no recuerdo, el barrote valía cincuenta centavos. Pachito, amo y señor de sus judíos marca Faoli, y de sus andas acabadas con todas reglas, Pachito se sentía una especie de dictador, de promotor de grandes espectáculos. Qué pinches los de Pachito atendiendo las intrigas de las mil tías de los mil quicatos que queríamos cargar en sus santos. Su casa zumbaba como una colmena. Idas y venidas, vueltas y revueltas, y al fin Pachito podía sacar a la calle los doce y hasta catorce pasos de su procesión.
Mis primos y yo teníamos la fortuna de que nos vistiera el mismísimo Luis Bonilla. Ese día nos cortaban el pelo y nos hacían comer desde las dos de la tarde. Luis Bonilla se presentaba hecho un profesor, tomando muy a lo serio, casi a lo trágico, sus oficios de carguero veterano. Así nos vestían: unos pantalones largos, negros y por más señas de género, hasta el tobillo; y en el pecho unos masajes de cierto preparado mágico, con cierto efusivo olor a cebo. En ese masaje estaba la fuerza. Debía ser con algo de la famosa manteca de oso; y sobre el masaje, bien apretada, una faja con muchas vueltas. Un carguero sin faja es como un mosquetero sin coraza. ¡Hay del carguero que no se faje! En Popayán se cuenta la historia de muchos cargueros que se quebraron por haberse dado los humos de cargar sin faja. Después venía la animasola y en la cabeza la capucha. Quedábamos como del verso de Machado, “todo de negro hasta los pies vestido”. Y sobre el túnico, el paño con su remate de encajes relamidos. Y toda esa humanidad fúnebre como un monje, sobre unas alpargatas que debían ser marca “el presidio”.
Ya vestidos, don Luis Bonilla, con una voz digna de un preceptor inglés, nos repetía instrucciones del perfecto carguero: el pecho afuera, la cara en alto, el paso firme, y la alcayata a plomo. Luis Bonilla no nos abandonaba. Frente a nuestro paso, caminaría toda la noche indicándonos por señas las leyes del carguero. Se comenzaba por San Juan.
De la procesión de Pachito Velasco pasé a la Verónica de San Agustín. Esto era como entrar al bachillerato. Pachito se quedaba atrás con sus santos de juguete, y ahora comenzaban los síndicos a la manera de don Antonio Bonilla y de don Ezequiel Murillo. Los sueños más amados de la primera infancia se tornaban en realidad: ¡Era un carguero de las procesiones grandes!
Pasaron varios años. Yo era un hombre profundo en esta ciencia, tanto que podía sostener largos diálogos con cargueros del prestigio de Carlos Correa, Azael Sánchez, Laurentino López, Mariano Sánchez, Jorge Romero, Tomás Diago, etc. Ya me había doctorado cargando en un paso de sitial. Francamente que me sentía una de las mejores promesas, de los jóvenes de más porvenir en el mundo de los cargueros de Semana Santa.
Pero llegó un día trágico. Mis amigos los Castellanos me consiguieron un barrote en el Cristo de San Agustín. Este es un paso mayor. Con su alto sitial, y con sus andas de madera verde, el paso del Santo Cristo tenía fama de pesado. Yo consulté el caso con don Luis Bonilla y sus consejos no fueron del todo favorables. Luis consideraba que mi pobre fuerza le quedaba pequeña al paso de mi cuento. Pero a Luis Bonilla le dio como pena desahuciarme. Entonces me dio una especie de segunda instancia; me dijo que me conversara con el maestro Carlos Correa y fui: sus palabras fueron breves pero definitivas. Así me dijo con su honda voz de trueno: “Paqué le voy a decir que no, niño Jaime, pero la cosa es seria”. Y agregó: “Si se resuelve a cargar siempre es bueno que se mande un par de aguardientes antecito de salir la procesión”.
Y yo cargué. Me pusieron de esquinero en los barrotes de atrás. Exactamente a las siete de la noche se presentó a mi casa el maestro Correa. Luis Bonilla ya me había dado las instrucciones de rigor. El maestro Correa también cargaba esa noche. Ya estaba saliendo la procesión. Se oían los primeros misereres, y un olor a incienso y a azucenas sahumaba la noche. Las alumbrantes sonreían a los piropos de los estudiantes. Era la noche del Martes Santo.
El maestro Correa me llevó a una tienda que daba precisamente frente a la puerta mayor de San Agustín, y allí como si me estuviera contando los planes de una conjuración, majestuoso, grave y silencioso, me pasó una botella de aguardiente tapada con una tusa. Ese aguardiente olía a manzanas y a duraznos. “Es del chiquito”, me dijo, cuando me destapaba la botella. Yo me bebí un trago inmenso que se me fue por la garganta arañándome y quemándome. Recuerdo que me patió como cuando se dispara una carabina. Después un cigarrillo, unas pocas palabras y otro trago de la misma botella. Realmente que yo sentí que ese aguardiente de marras me ponía duros los músculos. Y del tercer trago, derecho a meterme bajo el barrote del Santo Cristo. Las primeras cuadras muy bien. Era el Popayán de las calles empedradas. Mis alpargatas nuevas chirriaban parejas con las andas. Como un Hércules doblé por la esquina de San Agustín. Unos pasos más y nuestro santo estacionaba frente a la tienda de la negra Teresa (q.e.p.d.). Desde allí me llamó la mano de una animasola. Hasta ahora ignoro quién fue el que me hizo beber de un trago como tres aguardientes juntos. Instantáneamente sentí que se me había caído el alma. En ese momento pensaba en los toros que atraviesan los toreros con sus estoques. Toda mi fuerza, mi pobre poquito de fuerza, quedó hecha añicos... Pero había que volver a meterse debajo del barrote del Santo.
Ya con mi paso a las espaldas lo primero fue mirar hacia adelante: qué calle pa larga le decía a mi alma, mirando esa cuadra y media que me faltaba para llegar a la esquina del reloj. Sonó la señal de arrancar, y al segundo paso, yo estaba encima de una de aquellas piedras de cantera que servían de tapa a las antiguas cajas de agua. Por mis interioridades sonó un ruido de costillas que se apachurraban. Los amarrijos de mi faja y todo, debieron estallar porque yo sentí que dentro de mi túnico quedaba desnudo. Y un frío igual al que traspasa el corazón de los novios cuando se les muere la amada en las novelas románticas, heló mi pobre humanidad. Sin embargo, yo seguí al pie de mi santo. Media cuadra más y pasaba frente a los balcones de la casa de mi tío Luis. Miré con ojos despavoridos hacia arriba, y en la cara de mi buen tío comprendí la tragedia de mi seco espinazo doblado tristemente bajo las andas que yo sentía de plomo, del santo Crucifijo de San Agustín.
Había entrado en la terrible agonía de los cargueros que la piden. Ni los puños crispados de mis primos que me amenazaban desde los andenes, ni la mirada conmovida de una dulce niña que había tenido el optimismo de mi porvenir de púgil, ya nada fue capaz de reanimarme. No había duda de que mis instantes estaban contados. Yo era un perfecto moribundo. Momentos después, con la sensación de que escapaba de una pesadilla, de que lograba salvarme de las ruedas de una aplanadora, huí por en medio de la multitud. ¡La había pedido! Corrí muchas cuadras por unas calles oscuras, todo helado y avergonzado. ¡A lo lejos llegaban a lo más alto los misereres del negro Agustín!
#AmorPorColombia
De como la pedi en el Cristo San Agustín
La alcayata está compuesta por una vara muy resistente de madera de chonta, capaz de resistir el peso, y de una horqueta de hierro empotrada en su extremo superior, sobre la cual descansa el barrote en los momentos en que el paso se detiene. Son pequeños instantes durante los cuales descansan los cargueros.
Una sahumadora con su vistoso y multicolor traje de "apanga" participa en la procesión.
Una de la procesiones a su paso frente a la Alcaldía de Popayán.
Otón Sánchez, un personaje legendario de las procesiones, quien cargó en los pasos más pesados, durante más de sesenta y cinco años.
Texto de: Jaime Paredes Pardo
No no soy propiamente un atleta. De mozo prefería los versos a los partidos de foot-ball. Crecí a la manera de los popayanejos bien popayanejos: comiendo melcocha en los recreos de la escuela, tocando tamboras en las misas de aguinaldo y armando procesiones chiquitas en la semana de Pascua. Dos personajes, dos especies de próceres, cautivaron mi infancia: el hijo del sacristán del Carmen, mi condiscípulo en la escuela de los Hermanos Maristas, quien hacía de embajador en la fiesta de los Reyes; y Luis Bonilla, viejo amigo de mi casa, carguero en todas las noches de la Semana Santa. Este buen don Luis Bonilla, seguramente el decano de los cargueros, fue mi guía, mi maestro en el difícil arte de la animasola, la alcayata, las alpargatas y el barrote.
Nadie en Popayán ha podido sustraerse a los hechizos de la Semana Santa. Todo esto viene en la sangre. Cuando hacemos la Primera Comunión, ya hemos sido los héroes de muchas procesiones chiquitas; y nuestras primeras travesuras sobre el mundo, las celebran nuestras tías regalándonos un túnico. Hay animasolas desde el tamaño de tres cuartos, animasolas recién nacidos, hasta animasolas para gigantes como Otón Sánchez. Para el popayanejo el túnico está agobiado de ensoñaciones y de embrujos como para el de Sevilla la capa y la montera.
Mis primeras letras en este arte del barrote, las hice en la procesión de Pachito Velasco. Si mal no recuerdo, el barrote valía cincuenta centavos. Pachito, amo y señor de sus judíos marca Faoli, y de sus andas acabadas con todas reglas, Pachito se sentía una especie de dictador, de promotor de grandes espectáculos. Qué pinches los de Pachito atendiendo las intrigas de las mil tías de los mil quicatos que queríamos cargar en sus santos. Su casa zumbaba como una colmena. Idas y venidas, vueltas y revueltas, y al fin Pachito podía sacar a la calle los doce y hasta catorce pasos de su procesión.
Mis primos y yo teníamos la fortuna de que nos vistiera el mismísimo Luis Bonilla. Ese día nos cortaban el pelo y nos hacían comer desde las dos de la tarde. Luis Bonilla se presentaba hecho un profesor, tomando muy a lo serio, casi a lo trágico, sus oficios de carguero veterano. Así nos vestían: unos pantalones largos, negros y por más señas de género, hasta el tobillo; y en el pecho unos masajes de cierto preparado mágico, con cierto efusivo olor a cebo. En ese masaje estaba la fuerza. Debía ser con algo de la famosa manteca de oso; y sobre el masaje, bien apretada, una faja con muchas vueltas. Un carguero sin faja es como un mosquetero sin coraza. ¡Hay del carguero que no se faje! En Popayán se cuenta la historia de muchos cargueros que se quebraron por haberse dado los humos de cargar sin faja. Después venía la animasola y en la cabeza la capucha. Quedábamos como del verso de Machado, “todo de negro hasta los pies vestido”. Y sobre el túnico, el paño con su remate de encajes relamidos. Y toda esa humanidad fúnebre como un monje, sobre unas alpargatas que debían ser marca “el presidio”.
Ya vestidos, don Luis Bonilla, con una voz digna de un preceptor inglés, nos repetía instrucciones del perfecto carguero: el pecho afuera, la cara en alto, el paso firme, y la alcayata a plomo. Luis Bonilla no nos abandonaba. Frente a nuestro paso, caminaría toda la noche indicándonos por señas las leyes del carguero. Se comenzaba por San Juan.
De la procesión de Pachito Velasco pasé a la Verónica de San Agustín. Esto era como entrar al bachillerato. Pachito se quedaba atrás con sus santos de juguete, y ahora comenzaban los síndicos a la manera de don Antonio Bonilla y de don Ezequiel Murillo. Los sueños más amados de la primera infancia se tornaban en realidad: ¡Era un carguero de las procesiones grandes!
Pasaron varios años. Yo era un hombre profundo en esta ciencia, tanto que podía sostener largos diálogos con cargueros del prestigio de Carlos Correa, Azael Sánchez, Laurentino López, Mariano Sánchez, Jorge Romero, Tomás Diago, etc. Ya me había doctorado cargando en un paso de sitial. Francamente que me sentía una de las mejores promesas, de los jóvenes de más porvenir en el mundo de los cargueros de Semana Santa.
Pero llegó un día trágico. Mis amigos los Castellanos me consiguieron un barrote en el Cristo de San Agustín. Este es un paso mayor. Con su alto sitial, y con sus andas de madera verde, el paso del Santo Cristo tenía fama de pesado. Yo consulté el caso con don Luis Bonilla y sus consejos no fueron del todo favorables. Luis consideraba que mi pobre fuerza le quedaba pequeña al paso de mi cuento. Pero a Luis Bonilla le dio como pena desahuciarme. Entonces me dio una especie de segunda instancia; me dijo que me conversara con el maestro Carlos Correa y fui: sus palabras fueron breves pero definitivas. Así me dijo con su honda voz de trueno: “Paqué le voy a decir que no, niño Jaime, pero la cosa es seria”. Y agregó: “Si se resuelve a cargar siempre es bueno que se mande un par de aguardientes antecito de salir la procesión”.
Y yo cargué. Me pusieron de esquinero en los barrotes de atrás. Exactamente a las siete de la noche se presentó a mi casa el maestro Correa. Luis Bonilla ya me había dado las instrucciones de rigor. El maestro Correa también cargaba esa noche. Ya estaba saliendo la procesión. Se oían los primeros misereres, y un olor a incienso y a azucenas sahumaba la noche. Las alumbrantes sonreían a los piropos de los estudiantes. Era la noche del Martes Santo.
El maestro Correa me llevó a una tienda que daba precisamente frente a la puerta mayor de San Agustín, y allí como si me estuviera contando los planes de una conjuración, majestuoso, grave y silencioso, me pasó una botella de aguardiente tapada con una tusa. Ese aguardiente olía a manzanas y a duraznos. “Es del chiquito”, me dijo, cuando me destapaba la botella. Yo me bebí un trago inmenso que se me fue por la garganta arañándome y quemándome. Recuerdo que me patió como cuando se dispara una carabina. Después un cigarrillo, unas pocas palabras y otro trago de la misma botella. Realmente que yo sentí que ese aguardiente de marras me ponía duros los músculos. Y del tercer trago, derecho a meterme bajo el barrote del Santo Cristo. Las primeras cuadras muy bien. Era el Popayán de las calles empedradas. Mis alpargatas nuevas chirriaban parejas con las andas. Como un Hércules doblé por la esquina de San Agustín. Unos pasos más y nuestro santo estacionaba frente a la tienda de la negra Teresa (q.e.p.d.). Desde allí me llamó la mano de una animasola. Hasta ahora ignoro quién fue el que me hizo beber de un trago como tres aguardientes juntos. Instantáneamente sentí que se me había caído el alma. En ese momento pensaba en los toros que atraviesan los toreros con sus estoques. Toda mi fuerza, mi pobre poquito de fuerza, quedó hecha añicos... Pero había que volver a meterse debajo del barrote del Santo.
Ya con mi paso a las espaldas lo primero fue mirar hacia adelante: qué calle pa larga le decía a mi alma, mirando esa cuadra y media que me faltaba para llegar a la esquina del reloj. Sonó la señal de arrancar, y al segundo paso, yo estaba encima de una de aquellas piedras de cantera que servían de tapa a las antiguas cajas de agua. Por mis interioridades sonó un ruido de costillas que se apachurraban. Los amarrijos de mi faja y todo, debieron estallar porque yo sentí que dentro de mi túnico quedaba desnudo. Y un frío igual al que traspasa el corazón de los novios cuando se les muere la amada en las novelas románticas, heló mi pobre humanidad. Sin embargo, yo seguí al pie de mi santo. Media cuadra más y pasaba frente a los balcones de la casa de mi tío Luis. Miré con ojos despavoridos hacia arriba, y en la cara de mi buen tío comprendí la tragedia de mi seco espinazo doblado tristemente bajo las andas que yo sentía de plomo, del santo Crucifijo de San Agustín.
Había entrado en la terrible agonía de los cargueros que la piden. Ni los puños crispados de mis primos que me amenazaban desde los andenes, ni la mirada conmovida de una dulce niña que había tenido el optimismo de mi porvenir de púgil, ya nada fue capaz de reanimarme. No había duda de que mis instantes estaban contados. Yo era un perfecto moribundo. Momentos después, con la sensación de que escapaba de una pesadilla, de que lograba salvarme de las ruedas de una aplanadora, huí por en medio de la multitud. ¡La había pedido! Corrí muchas cuadras por unas calles oscuras, todo helado y avergonzado. ¡A lo lejos llegaban a lo más alto los misereres del negro Agustín!