- Botero esculturas (1998)
- Salmona (1998)
- El sabor de Colombia (1994)
- Wayuú. Cultura del desierto colombiano (1998)
- Semana Santa en Popayán (1999)
- Cartagena de siempre (1992)
- Palacio de las Garzas (1999)
- Juan Montoya (1998)
- Aves de Colombia. Grabados iluminados del Siglo XVIII (1993)
- Alta Colombia. El esplendor de la montaña (1996)
- Artefactos. Objetos artesanales de Colombia (1992)
- Carros. El automovil en Colombia (1995)
- Espacios Comerciales. Colombia (1994)
- Cerros de Bogotá (2000)
- El Terremoto de San Salvador. Narración de un superviviente (2001)
- Manolo Valdés. La intemporalidad del arte (1999)
- Casa de Hacienda. Arquitectura en el campo colombiano (1997)
- Fiestas. Celebraciones y Ritos de Colombia (1995)
- Costa Rica. Pura Vida (2001)
- Luis Restrepo. Arquitectura (2001)
- Ana Mercedes Hoyos. Palenque (2001)
- La Moneda en Colombia (2001)
- Jardines de Colombia (1996)
- Una jornada en Macondo (1995)
- Retratos (1993)
- Atavíos. Raíces de la moda colombiana (1996)
- La ruta de Humboldt. Colombia - Venezuela (1994)
- Trópico. Visiones de la naturaleza colombiana (1997)
- Herederos de los Incas (1996)
- Casa Moderna. Medio siglo de arquitectura doméstica colombiana (1996)
- Bogotá desde el aire (1994)
- La vida en Colombia (1994)
- Casa Republicana. La bella época en Colombia (1995)
- Selva húmeda de Colombia (1990)
- Richter (1997)
- Por nuestros niños. Programas para su Proteccion y Desarrollo en Colombia (1990)
- Mariposas de Colombia (1991)
- Colombia tierra de flores (1990)
- Los países andinos desde el satélite (1995)
- Deliciosas frutas tropicales (1990)
- Arrecifes del Caribe (1988)
- Casa campesina. Arquitectura vernácula de Colombia (1993)
- Páramos (1988)
- Manglares (1989)
- Señor Ladrillo (1988)
- La última muerte de Wozzeck (2000)
- Historia del Café de Guatemala (2001)
- Casa Guatemalteca (1999)
- Silvia Tcherassi (2002)
- Ana Mercedes Hoyos. Retrospectiva (2002)
- Francisco Mejía Guinand (2002)
- Aves del Llano (1992)
- El año que viene vuelvo (1989)
- Museos de Bogotá (1989)
- El arte de la cocina japonesa (1996)
- Botero Dibujos (1999)
- Colombia Campesina (1989)
- Conflicto amazónico. 1932-1934 (1994)
- Débora Arango. Museo de Arte Moderno de Medellín (1986)
- La Sabana de Bogotá (1988)
- Casas de Embajada en Washington D.C. (2004)
- XVI Bienal colombiana de Arquitectura 1998 (1998)
- Visiones del Siglo XX colombiano. A través de sus protagonistas ya muertos (2003)
- Río Bogotá (1985)
- Jacanamijoy (2003)
- Álvaro Barrera. Arquitectura y Restauración (2003)
- Campos de Golf en Colombia (2003)
- Cartagena de Indias. Visión panorámica desde el aire (2003)
- Guadua. Arquitectura y Diseño (2003)
- Enrique Grau. Homenaje (2003)
- Mauricio Gómez. Con la mano izquierda (2003)
- Ignacio Gómez Jaramillo (2003)
- Tesoros del Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario. 350 años (2003)
- Manos en el arte colombiano (2003)
- Historia de la Fotografía en Colombia. Museo de Arte Moderno de Bogotá (1983)
- Arenas Betancourt. Un realista más allá del tiempo (1986)
- Los Figueroa. Aproximación a su época y a su pintura (1986)
- Andrés de Santa María (1985)
- Ricardo Gómez Campuzano (1987)
- El encanto de Bogotá (1987)
- Manizales de ayer. Album de fotografías (1987)
- Ramírez Villamizar. Museo de Arte Moderno de Bogotá (1984)
- La transformación de Bogotá (1982)
- Las fronteras azules de Colombia (1985)
- Botero en el Museo Nacional de Colombia. Nueva donación 2004 (2004)
- Gonzalo Ariza. Pinturas (1978)
- Grau. El pequeño viaje del Barón Von Humboldt (1977)
- Bogotá Viva (2004)
- Albergues del Libertador en Colombia. Banco de la República (1980)
- El Rey triste (1980)
- Gregorio Vásquez (1985)
- Ciclovías. Bogotá para el ciudadano (1983)
- Negret escultor. Homenaje (2004)
- Mefisto. Alberto Iriarte (2004)
- Suramericana. 60 Años de compromiso con la cultura (2004)
- Rostros de Colombia (1985)
- Flora de Los Andes. Cien especies del Altiplano Cundi-Boyacense (1984)
- Casa de Nariño (1985)
- Periodismo gráfico. Círculo de Periodistas de Bogotá (1984)
- Cien años de arte colombiano. 1886 - 1986 (1985)
- Pedro Nel Gómez (1981)
- Colombia amazónica (1988)
- Palacio de San Carlos (1986)
- Veinte años del Sena en Colombia. 1957-1977 (1978)
- Bogotá. Estructura y principales servicios públicos (1978)
- Colombia Parques Naturales (2006)
- Érase una vez Colombia (2005)
- Colombia 360°. Ciudades y pueblos (2006)
- Bogotá 360°. La ciudad interior (2006)
- Guatemala inédita (2006)
- Casa de Recreo en Colombia (2005)
- Manzur. Homenaje (2005)
- Gerardo Aragón (2009)
- Santiago Cárdenas (2006)
- Omar Rayo. Homenaje (2006)
- Beatriz González (2005)
- Casa de Campo en Colombia (2007)
- Luis Restrepo. construcciones (2007)
- Juan Cárdenas (2007)
- Luis Caballero. Homenaje (2007)
- Fútbol en Colombia (2007)
- Cafés de Colombia (2008)
- Colombia es Color (2008)
- Armando Villegas. Homenaje (2008)
- Manuel Hernández (2008)
- Alicia Viteri. Memoria digital (2009)
- Clemencia Echeverri. Sin respuesta (2009)
- Museo de Arte Moderno de Cartagena de Indias (2009)
- Agua. Riqueza de Colombia (2009)
- Volando Colombia. Paisajes (2009)
- Colombia en flor (2009)
- Medellín 360º. Cordial, Pujante y Bella (2009)
- Arte Internacional. Colección del Banco de la República (2009)
- Hugo Zapata (2009)
- Apalaanchi. Pescadores Wayuu (2009)
- Bogotá vuelo al pasado (2010)
- Grabados Antiguos de la Pontificia Universidad Javeriana. Colección Eduardo Ospina S. J. (2010)
- Orquídeas. Especies de Colombia (2010)
- Apartamentos. Bogotá (2010)
- Luis Caballero. Erótico (2010)
- Luis Fernando Peláez (2010)
- Aves en Colombia (2011)
- Pedro Ruiz (2011)
- El mundo del arte en San Agustín (2011)
- Cundinamarca. Corazón de Colombia (2011)
- El hundimiento de los Partidos Políticos Tradicionales venezolanos: El caso Copei (2014)
- Artistas por la paz (1986)
- Reglamento de uniformes, insignias, condecoraciones y distintivos para el personal de la Policía Nacional (2009)
- Historia de Bogotá. Tomo I - Conquista y Colonia (2007)
- Historia de Bogotá. Tomo II - Siglo XIX (2007)
- Academia Colombiana de Jurisprudencia. 125 Años (2019)
- Duque, su presidencia (2022)
Las sutiles transgresiones de Pedro Ruiz
Sin título | Óleo sobre tela | 170 cm x 110 cm | 1989
Desplazamiento n.° 98 | Óleo sobre tela | 170 cm x 110 cm | 2009
Tocado de avionetas Cesna, esparciendo glifosato sobre falda de amapolas mutantes | Óleo sobre fotografía | 46 cm x 30 cm | 2009
Ritual | Óleo sobre tela | 100 cm x 150 cm | 2010
De la serie Deseo | Acrílico sobre papel de revista | 38,5 cm x 27,5 cm | 2006-2010
De la serie Deseo | Acrílico sobre papel de revista | 38,5 cm x 27,5 cm | 2006-2010
Texto de: William Ospina
Yo dormía a veces en una casa de la rue de Bièvre, donde seis siglos atrás Dante había escrito La Divina Comedia. Sabíamos que Dante vivió en esa calle estrecha y curva que, de pronto, en el extremo se abre al espectáculo maravilloso de la catedral de Notre Dame, una inmensa caverna mística al otro lado del río. Era un callejón medieval con catedral gótica y, en nuestro capricho, decidimos que era precisamente en esa casa donde Dante había escrito en el exilio una parte de su poema. “Dolce color d’oriental zaffiro”, exclamábamos al amanecer.
Pero no era mi casa: era la casa de Pedro y Clarisa y Mauricio; yo era uno de los vestigios de la fiesta de la noche anterior. Allí estaba a menudo Margarita Contreras, quien ahora nos espera, sonriendo igual, por los prados del Paraíso, y fue allí donde vi por primera vez las obras de Pedro Ruiz. Después, la vida, que es generosa, me ha permitido ver año tras año cómo brotan de sus manos los espacios fantásticos, y tengo la certeza de haber visto desde el comienzo que allí no había un hombre sino un mundo.
Él es jaguares y palmeras, canoas y capiteles corintios, bellas mujeres etéreas y muchachos que flotan a unos centímetros del suelo, papagayos y selvas, avionetas que dejan en el aire azul líneas de muerte, abigarrados campos de amapolas. La magia de un trazo de tinta que se desliza sobre el papel repitiendo las formas del mundo, de un pincel que transforma alegremente el lienzo en tierra de ilusión.
Bastaba ver el primer cuerpo de flautista saltando en un mundo de manchas de color para entender que Pedro Ruiz era un mensajero de regiones más bellas y sutiles. La mirada que pasea sobre las cosas mezcla la cordialidad con la travesura, la destreza con la laboriosidad, la fe de los místicos con la curiosidad de los botánicos. Pedro el pintor tiene la mano embrujada: ha penetrado en el misterio de las formas y es dueño del secreto.
Pero vivimos en un mundo perverso y paradójico, donde toda belleza es discutida y toda alegría es fuente de recelo. Aquí toda inocencia corre el riesgo de acudir a los tribunales. Sobre esta época retruena la sentencia de Thomas Mann: “Toda música es políticamente sospechosa”. Y Pedro ha vivido a lo largo de su aventura creadora la perplejidad de descubrir que una mano embrujada no puede complacerse sin objeciones en las formas del mundo; que toda mirada cordial y traviesa, crédula y curiosa, está vigilada por la hostilidad y la rigidez, por el escepticismo y la indiferencia.
“Lo feo puede ser hermoso, lo bonito nunca”, dicen que dijo Baudelaire. Pero lo feo también puede ser una comodidad, no menos convencional y estereotipada que la Harmonía de los decadentistas, no menos fácil e intrascendente que la etiqueta. En nuestra edad a Botticelli le exigirían monstruos, a Rubén Darío le segarían las rimas, a Paladio le impondrían el desastre y la grieta.
Novalis se preguntaba si el lenguaje es una secreción, y yo siempre prefiero a los artistas que dejan que las obras broten de su manantial más profundo, no a los que se preguntan primero cuáles son los deberes de la época, los hábitos de la cultura o las tendencias del mercado. Hoy se habla mucho de vanguardias, rupturas y revoluciones, pero terminan siendo más revolucionarios los que sin proponérselo contrarían las inercias de su tiempo, los que no se someten a la tiranía de los efímeros dueños de la norma estética, y dejan brotar el asombro y la riqueza que hay en su arcilla acaso intimidados, pero nunca acallados, por el rumor de las factorías. Alguien dirá que estas obras son ingenuas, o por lo menos se atrevían a decirlo antes de que Pedro Ruiz empezara a mostrarnos las garras de sus visiones paradójicas, pero todo es ingenuo a los ojos de los escépticos profesionales, todo es blando para la mirada de piedra.
Esa doncella de perfil coronada de palomas y rosas en un aire rayado de golondrinas habría sido apreciada por cualquiera de los prerrafaelitas. Esa pareja de rasgos indígenas que está de rodillas, en un aire saturado de lirios, tiene la serenidad de los frisos clásicos. Pero es evidente que eran los ejercicios iniciales de una pluma cuya tinta pugnaba por hacer erupción. Esas obras tempranas están, como decía nuestro poeta, “llenas del intenso temblor de la flecha no disparada”. Ese jaguar que lleva un hombre en su interior y ese otro jaguar que camina a la sombra de un planeta con piel de jaguar son ejercicios más complejos, hay en ellos mitología y pensamiento.
Pero fue en las Ciudades perdidas donde Pedro encontró por primera vez su tono personal, y donde su arte se encontró por primera vez con los mundos de ficción como metáforas que descifran el mundo real. Pocas cosas simbolizan más a la América Latina que el contacto misterioso entre las sobrias arquitecturas clásicas y la exuberancia de las selvas. Como el encuentro de dos cosas mudas, como la vecindad de dos cosas ciegas, cada elemento existe plenamente en sí pero no dialoga con el otro, solo se aproxima y contrasta, y muchas cosas de nuestra cultura están hechas de esa vecindad incomunicada, de cercanía distante, de intimidad remota.
Torres que emergen entre la naturaleza salvaje, hierba que avanza entre las grietas, la selva pánica devora la ciudad. Estos cuadros de Pedro Ruiz, que tienen el silencio de Hopper, prodigan su belleza terrible, su esplendor, su quietud, una sensación de paraísos inhabitables. Vemos flotar una ciudad de fantasía entre el azul del cielo y el del mar, y tenemos que exclamar como en el poema de Jorge Guillén: “Tan improbable aún, y ya inmediata”. En pocos sitios será tan desolada una estatua como en esa cornisa frente al mar donde se alza una blanca necrópolis de rascacielos que ya parecen más una escritura que una arquitectura.
Hay edificios como sumergidos en océanos vegetales, ventanas como de la ciudad de los inmortales de Borges, a las que ningún ser humano podría asomarse, pero que se abren en la pared altísima y miran hacia un paraíso imposible. Pedro pinta con inocencia, y esa es una de las principales características de sus obras. Pero la verdad es que todo arte es, en cierto modo, un ejercicio infantil: los artistas crean cosas para los niños que fuimos, y también para los niños que volvemos a ser cuando contemplamos sus obras. Chesterton dijo que el arte es un juego de niños, y que en ello consiste su seriedad y su rigor; nadie como los niños asume el juego de un modo tan responsable y tan trascendental. Como un poeta que escogiera todas las limitaciones del soneto para dejar fluir su inspiración, Pedro se somete voluntariamente al rigor de las formas, y a partir de ese naturalismo empieza a desarrollar sus transgresiones, sus delicadas alteraciones en el orden del mundo. Otros artistas juegan a la transgresión evidente, las de Pedro son alteraciones secretas, transgresiones sutiles: como las grandes hojas de los plátanos que se tiñen de rojo y que, de repente, alzándose entre los mármoles clásicos, producen una zozobra desconocida, como si el mundo griego se viera teñido por una locura sangrienta, como si las selvas resultaran de pronto ser de otro planeta.
Pedro pinta con la misma naturalidad con que respira, en pocos artistas siente uno tanto el arte como una manera natural de vivir. Tiene esa manía picassiana de andar interviniendo todo lo que toca, las sillas, los trajes, los objetos, y supongo que tendrá que haber alguien impidiéndole transformar en obras de arte los refrigeradores y las puertas, las vajillas y los espejos.
Hubo un momento de la historia en que la fotografía pareció sustituir a la pintura. Hubo un momento, hace unas décadas, en que los críticos creyeron que, ante la profusión de lenguajes de las instalaciones y los videos, ante las ocurrencias de nuestro tiempo, la pintura agonizaba o acaso había muerto ya. Pero hay que ser ingenuo para pensar que, merced a las modas fugaces de unos años, la humanidad esté dispuesta a renunciar a un arte que la ha acompañado desde las cavernas, un arte que siempre encontró la manera de reinventarse y de reinventar el mundo. Esos críticos absurdos le contagiaron por un tiempo a la pintura un sentimiento de declinación y de postrimerías, y a eso solo podían sobrevivir los que llevan la pintura en la sangre, los que escriben con sangre, como quería Nietzsche, los que después del fin del mundo, a la mañana siguiente, empezarán a pintar de nuevo los muros de la casa vacía.
Para los locos pintores todo está para ser pintado, lo que existe y lo que no existe, lo que nadie ha pintado nunca y lo que ya pintaron otros. Si basta que una cámara cambie de manos para que la fotografía de un paisaje sea distinta, ¿cómo no ha de ser distinta y personal la realidad que pasa por la criba de una conciencia, por el filtro de una técnica depurada en los nervios y en el ritmo vital?
Hace algunos años, Pedro Ruiz decidió pintar fotografías: viejas fotografías clásicas como la de Yuri Gagarin en su traje de cosmonauta hundido en el estupor de un viaje cósmico. La imagen no puede ser más fiel, aunque no es una copia proyectada sino una pintura tomada al ojo del original, pero hay algo, indefinible tal vez, que nos hace sentir que esta imagen no ha sido depositada por la luz en un papel sensible sino trasladada por una sensibilidad humana, que viene cargada de siglos de arte, de sombras holandesas y de arte impresionista. Aquella colección de fotografías incluía caprichosamente el rostro de un niño amazónico tomado de alguna revista, una imagen de la virgen de la Macarena, variaciones sobre la fotografía de una rosa tomada de un aviso publicitario, la mano al vuelo de una modelo de la revista Vogue que, apartada de su fotografía de pasarela y trasladada al blanco y negro, se convierte en un hermoso y enorme y misterioso objeto de arte.
¿Qué lleva a Pedro Ruiz a escoger entre miles de imágenes estas que toma, no para reproducir sino para reinventar? ¿Cuál es el misterio de ese cosmonauta que viene de nuestras fantasías de infancia, el secreto de una fotografía perdida entre millares en las páginas de las revistas semanales, de un fragmento que acaso nadie más habrá advertido en las páginas de una revista de modas? El arte toma una pequeña porción de realidad y la subraya, toma una estrella perdida entre las otras y nos dice: “Mírala!”, y de repente todo el milagro de la luz y del iris, de la distancia y de la inmensidad, luz de los soles muertos, con mundos invisibles que gravitan a su alrededor, con el pulso de su ritmo profundo, todo eso se hace parte de nuestro ser y de nuestro sueño, escapa a lo indiferente y nos deja marcados con su fuego.
Ocurrió con la fotografía y de repente, un día, ocurrió con el video también. Todas las imágenes que las pequeñas cámaras de video recogen en sus travesías por el mundo se apoderaron de la atención de Pedro Ruiz, quien ahora tenía el propósito de escoger, en esa plétora, juegos de armonía, mundos de color, equilibrios, simetrías, fragmentos de desolación, de compasión, de ternura, de abandono, de plenitud, que podían convertirse en pinturas, y fue formando una galería extraordinaria de imágenes que son pintura pura.
Son bellas las formas, llamativos los colores, exquisitas las composiciones, pero sobre todo son el juego de una pintura que ya no quiere deberse a nada más que a sus necesidades de color y de ritmo, de armonía y de fuerza. Todas esas imágenes de la serie Hi 8 tienen un tema figurativo, pero yo tiendo a verlas todas como arte abstracto, siento que lo importante en ellas no es la anécdota sino el equilibrio total, el impacto visual, la condensación. La embriaguez de una realidad condensada en pequeñas joyas visuales, el estado anímico que propician, el aire místico de comunicación con el mundo del que son testimonio, porque hay en esta serie algo que Pedro Ruiz ha buscado con su arte desde el comienzo: una suerte de panteísmo que le permite ver a Dios en cada fragmento de la realidad, adorar lo misterioso en un durmiente callejero y en un aviso de publicidad, en una señal de tránsito y en una pantalla de televisión, en una brizna de maleza y en el casco de un obrero.
Un día Pedro pintó una avioneta de fumigación dejando su blanco trazo letal sobre la quietud verde del paisaje. A partir de aquel momento esos vuelos a la vez admirables y terribles invadieron sus vigilias y sus lienzos de manera obsesiva. Las avionetas pasaban llevando la muerte con su trazo a las selvas y los ríos, a las montañas y las llanuras, a los jardines y a los cielos. Es asombroso el modo como la línea blanca de la estela del veneno que intenta destruir los cultivos ilícitos parece confundirse con la línea blanca de la droga ya procesada y a punto de ser consumida; como si fueran una misma cosa la causa y la consecuencia, el mal y la persecución del mal, la culpa y el castigo. El arte no resuelve los temas con argumentos sino con eficientes metáforas, con esos trazos inspirados, signos que evitan largas disquisiciones. Bajo el vuelo de esas naves que dibujan su raya en el viento se abrieron campos de amapolas, y todo lo demás fue la fruición del pintor convirtiendo las amapolas en verdaderas selvas, naturalezas muertas, fantásticos jardines que se resuelven en explosión y en sangre. La flor de la sangre revienta bajo el vuelo de una blanca línea mortal, la diversidad del mundo desaparece bajo la monotonía de los cultivos que quieren convertir la realidad en un solo tema persistente y sangriento.
Si Hi 8 era un regodearse en la humildad y la diversidad de lo que permanece, después Pedro se ha embelesado más con lo que huye. A partir de cierto momento en su obra todo escapa: las imágenes permanecen inmóviles frente al espectador pero no nos dejan olvidar que son algo fugitivo. Es como si el pintor recorriera los caminos del hinduismo, como si después de fascinarse con la creación y de deleitarse con la permanencia de lo real, ahora se reconciliara con la sucesión, con lo que se está yendo sin fin, con el fluir del tiempo, y tratara de incorporar a la inmovilidad inevitable de su arte una conciencia de fuga: esas canoas inmóviles que sin embargo están huyendo, que se están llevando todas las cosas que han sido nuestra vida.
Pintar puede ser al comienzo el juego de hacer que las cosas permanezcan, que todo lo visto y lo amado persista en la pupila y siga dándole su sentido a la conciencia, pero todo arte tiene también profunda conciencia de la fugacidad. Es más: precisamente por perdurar nos hace más conscientes de esta condición de seres efímeros. Y no solo efímeros porque morimos, sino por algo más cotidiano: porque cambiamos; porque ningún día repite a otro, ningún amor, ninguna pérdida se asemeja a la anterior.
Y sobre las canoas empezaron a deslizarse primero los ramajes de sus ciudades perdidas, después las palmeras, después los montes mismos, y han terminado siendo parte del desfile obras de arte, canciones, bandadas de guacamayas, manadas de ballenas cantoras, orquídeas, jaguares, montes, ríos. Así como en los salmos de David los montes saltan como corderillos, y como en los versos las llanuras se marchan en silencio, aquí el mundo se somete a los rigores del viaje y un cielo de oro empieza a cubrir todas las cosas, para que las aventuras de nuestro arte presente se reconcilien con las fuentes primeras del arte en estas regiones equinocciales, que son los sueños del oro, el metal de las minas profundas que siempre salió durante milenios a convertirse en objeto de celebración y de alabanza.
Algo en la exposición Oro, de Pedro Ruiz, ha embrujado a los públicos en varios lugares del mundo. Algo en su tono menor, en su pequeño formato, en su concentración casi de miniatura, que invita al recogimiento y al silencio. Una vez más Pedro Ruiz despliega el refinamiento de su arte, pero lo hace con una especial austeridad de artífice gótico, de capilla y de recinto de meditación; muestra su destreza pero se esfuerza por no imponérsela al observador, por permitir que sea más bien el que mira quien vaya descubriendo detalles y secretos.
Todo arte verdadero está comprometido con la humanidad y con el mundo. Los amantes de un arte comprometido con causas momentáneas y denuncias de actualidad siempre esperan que el mensaje de las obras sea evidente. Esperan que si una obra habla de desplazamientos, quede claro que se trata de las muchedumbres desterradas de tal o cual lugar, de selvas arrasadas, de héroes perseguidos y martirizados. No entenderían el profundo compromiso que hay en un arte que se detiene en las formas del mundo, que celebra con precisión y con pequeños énfasis su abundancia y su misterio.
Pero los artistas más hondos trabajan en el taller de otros dioses, no están tiranizados por la actualidad y por la urgencia, nos permiten por momentos sentirnos testigos intemporales del mundo. Esa dulzura de eternidad le da a Pedro Ruiz su fuerza y su poder estético. No pinta en realidad para nosotros, atrapados por la cotidianidad y por la historia, pinta para la infancia del mundo, que un día llegará, para el sueño de las edades, para quienes son capaces de ver, como Blake, el mundo en un grano de arena y el cielo en una flor silvestre, abarcar el infinito en la palma de la mano y la eternidad en una hora.
Mañana podrá sorprendernos con imágenes que hoy no imaginamos, pero que ya estaban guardadas en los intersticios de lo que ha pintado, esperando el momento de aparecer del todo, de revelar las semillas de las que brotaron sus árboles, los amores de los que brotaron sus dioses, los secretos sueños y dolores de los que siempre brotó la belleza.
En los trazos, los dibujos, los bocetos, los ejercicios del ocio que llenan sus cuadernos, habría suficiente arte, suficientes inventos, para medir el talento creador de un artista que aunque nos ha dado ya muchas maravillas no ha agotado aún la plenitud de su arte. Pedro Ruiz está desde el comienzo en una búsqueda; cada uno de los momentos de su pintura nos ofrece las muestras de su arte pleno, pero esa búsqueda no puede cesar. Un día veremos todas estas obras a la luz de las nuevas, profundas, delicadas imágenes que Pedro creará, y entenderemos de qué manera unas obras nacen de otras, y todas son como piedras de un camino, gérmenes de bosques impredecibles.
Porque uno de los milagros del arte es su infinita capacidad de buscar a tientas, guiándose apenas por el placer y por la intuición, dejándose llevar por obsesiones, miedos, bruscos entusiasmos y súbitas revelaciones. “El artista —decía Auden— solo sabe lo que busca cuando lo encuentra”.
#AmorPorColombia
Las sutiles transgresiones de Pedro Ruiz
Sin título | Óleo sobre tela | 170 cm x 110 cm | 1989
Desplazamiento n.° 98 | Óleo sobre tela | 170 cm x 110 cm | 2009
Tocado de avionetas Cesna, esparciendo glifosato sobre falda de amapolas mutantes | Óleo sobre fotografía | 46 cm x 30 cm | 2009
Ritual | Óleo sobre tela | 100 cm x 150 cm | 2010
De la serie Deseo | Acrílico sobre papel de revista | 38,5 cm x 27,5 cm | 2006-2010
De la serie Deseo | Acrílico sobre papel de revista | 38,5 cm x 27,5 cm | 2006-2010
Texto de: William Ospina
Yo dormía a veces en una casa de la rue de Bièvre, donde seis siglos atrás Dante había escrito La Divina Comedia. Sabíamos que Dante vivió en esa calle estrecha y curva que, de pronto, en el extremo se abre al espectáculo maravilloso de la catedral de Notre Dame, una inmensa caverna mística al otro lado del río. Era un callejón medieval con catedral gótica y, en nuestro capricho, decidimos que era precisamente en esa casa donde Dante había escrito en el exilio una parte de su poema. “Dolce color d’oriental zaffiro”, exclamábamos al amanecer.
Pero no era mi casa: era la casa de Pedro y Clarisa y Mauricio; yo era uno de los vestigios de la fiesta de la noche anterior. Allí estaba a menudo Margarita Contreras, quien ahora nos espera, sonriendo igual, por los prados del Paraíso, y fue allí donde vi por primera vez las obras de Pedro Ruiz. Después, la vida, que es generosa, me ha permitido ver año tras año cómo brotan de sus manos los espacios fantásticos, y tengo la certeza de haber visto desde el comienzo que allí no había un hombre sino un mundo.
Él es jaguares y palmeras, canoas y capiteles corintios, bellas mujeres etéreas y muchachos que flotan a unos centímetros del suelo, papagayos y selvas, avionetas que dejan en el aire azul líneas de muerte, abigarrados campos de amapolas. La magia de un trazo de tinta que se desliza sobre el papel repitiendo las formas del mundo, de un pincel que transforma alegremente el lienzo en tierra de ilusión.
Bastaba ver el primer cuerpo de flautista saltando en un mundo de manchas de color para entender que Pedro Ruiz era un mensajero de regiones más bellas y sutiles. La mirada que pasea sobre las cosas mezcla la cordialidad con la travesura, la destreza con la laboriosidad, la fe de los místicos con la curiosidad de los botánicos. Pedro el pintor tiene la mano embrujada: ha penetrado en el misterio de las formas y es dueño del secreto.
Pero vivimos en un mundo perverso y paradójico, donde toda belleza es discutida y toda alegría es fuente de recelo. Aquí toda inocencia corre el riesgo de acudir a los tribunales. Sobre esta época retruena la sentencia de Thomas Mann: “Toda música es políticamente sospechosa”. Y Pedro ha vivido a lo largo de su aventura creadora la perplejidad de descubrir que una mano embrujada no puede complacerse sin objeciones en las formas del mundo; que toda mirada cordial y traviesa, crédula y curiosa, está vigilada por la hostilidad y la rigidez, por el escepticismo y la indiferencia.
“Lo feo puede ser hermoso, lo bonito nunca”, dicen que dijo Baudelaire. Pero lo feo también puede ser una comodidad, no menos convencional y estereotipada que la Harmonía de los decadentistas, no menos fácil e intrascendente que la etiqueta. En nuestra edad a Botticelli le exigirían monstruos, a Rubén Darío le segarían las rimas, a Paladio le impondrían el desastre y la grieta.
Novalis se preguntaba si el lenguaje es una secreción, y yo siempre prefiero a los artistas que dejan que las obras broten de su manantial más profundo, no a los que se preguntan primero cuáles son los deberes de la época, los hábitos de la cultura o las tendencias del mercado. Hoy se habla mucho de vanguardias, rupturas y revoluciones, pero terminan siendo más revolucionarios los que sin proponérselo contrarían las inercias de su tiempo, los que no se someten a la tiranía de los efímeros dueños de la norma estética, y dejan brotar el asombro y la riqueza que hay en su arcilla acaso intimidados, pero nunca acallados, por el rumor de las factorías. Alguien dirá que estas obras son ingenuas, o por lo menos se atrevían a decirlo antes de que Pedro Ruiz empezara a mostrarnos las garras de sus visiones paradójicas, pero todo es ingenuo a los ojos de los escépticos profesionales, todo es blando para la mirada de piedra.
Esa doncella de perfil coronada de palomas y rosas en un aire rayado de golondrinas habría sido apreciada por cualquiera de los prerrafaelitas. Esa pareja de rasgos indígenas que está de rodillas, en un aire saturado de lirios, tiene la serenidad de los frisos clásicos. Pero es evidente que eran los ejercicios iniciales de una pluma cuya tinta pugnaba por hacer erupción. Esas obras tempranas están, como decía nuestro poeta, “llenas del intenso temblor de la flecha no disparada”. Ese jaguar que lleva un hombre en su interior y ese otro jaguar que camina a la sombra de un planeta con piel de jaguar son ejercicios más complejos, hay en ellos mitología y pensamiento.
Pero fue en las Ciudades perdidas donde Pedro encontró por primera vez su tono personal, y donde su arte se encontró por primera vez con los mundos de ficción como metáforas que descifran el mundo real. Pocas cosas simbolizan más a la América Latina que el contacto misterioso entre las sobrias arquitecturas clásicas y la exuberancia de las selvas. Como el encuentro de dos cosas mudas, como la vecindad de dos cosas ciegas, cada elemento existe plenamente en sí pero no dialoga con el otro, solo se aproxima y contrasta, y muchas cosas de nuestra cultura están hechas de esa vecindad incomunicada, de cercanía distante, de intimidad remota.
Torres que emergen entre la naturaleza salvaje, hierba que avanza entre las grietas, la selva pánica devora la ciudad. Estos cuadros de Pedro Ruiz, que tienen el silencio de Hopper, prodigan su belleza terrible, su esplendor, su quietud, una sensación de paraísos inhabitables. Vemos flotar una ciudad de fantasía entre el azul del cielo y el del mar, y tenemos que exclamar como en el poema de Jorge Guillén: “Tan improbable aún, y ya inmediata”. En pocos sitios será tan desolada una estatua como en esa cornisa frente al mar donde se alza una blanca necrópolis de rascacielos que ya parecen más una escritura que una arquitectura.
Hay edificios como sumergidos en océanos vegetales, ventanas como de la ciudad de los inmortales de Borges, a las que ningún ser humano podría asomarse, pero que se abren en la pared altísima y miran hacia un paraíso imposible. Pedro pinta con inocencia, y esa es una de las principales características de sus obras. Pero la verdad es que todo arte es, en cierto modo, un ejercicio infantil: los artistas crean cosas para los niños que fuimos, y también para los niños que volvemos a ser cuando contemplamos sus obras. Chesterton dijo que el arte es un juego de niños, y que en ello consiste su seriedad y su rigor; nadie como los niños asume el juego de un modo tan responsable y tan trascendental. Como un poeta que escogiera todas las limitaciones del soneto para dejar fluir su inspiración, Pedro se somete voluntariamente al rigor de las formas, y a partir de ese naturalismo empieza a desarrollar sus transgresiones, sus delicadas alteraciones en el orden del mundo. Otros artistas juegan a la transgresión evidente, las de Pedro son alteraciones secretas, transgresiones sutiles: como las grandes hojas de los plátanos que se tiñen de rojo y que, de repente, alzándose entre los mármoles clásicos, producen una zozobra desconocida, como si el mundo griego se viera teñido por una locura sangrienta, como si las selvas resultaran de pronto ser de otro planeta.
Pedro pinta con la misma naturalidad con que respira, en pocos artistas siente uno tanto el arte como una manera natural de vivir. Tiene esa manía picassiana de andar interviniendo todo lo que toca, las sillas, los trajes, los objetos, y supongo que tendrá que haber alguien impidiéndole transformar en obras de arte los refrigeradores y las puertas, las vajillas y los espejos.
Hubo un momento de la historia en que la fotografía pareció sustituir a la pintura. Hubo un momento, hace unas décadas, en que los críticos creyeron que, ante la profusión de lenguajes de las instalaciones y los videos, ante las ocurrencias de nuestro tiempo, la pintura agonizaba o acaso había muerto ya. Pero hay que ser ingenuo para pensar que, merced a las modas fugaces de unos años, la humanidad esté dispuesta a renunciar a un arte que la ha acompañado desde las cavernas, un arte que siempre encontró la manera de reinventarse y de reinventar el mundo. Esos críticos absurdos le contagiaron por un tiempo a la pintura un sentimiento de declinación y de postrimerías, y a eso solo podían sobrevivir los que llevan la pintura en la sangre, los que escriben con sangre, como quería Nietzsche, los que después del fin del mundo, a la mañana siguiente, empezarán a pintar de nuevo los muros de la casa vacía.
Para los locos pintores todo está para ser pintado, lo que existe y lo que no existe, lo que nadie ha pintado nunca y lo que ya pintaron otros. Si basta que una cámara cambie de manos para que la fotografía de un paisaje sea distinta, ¿cómo no ha de ser distinta y personal la realidad que pasa por la criba de una conciencia, por el filtro de una técnica depurada en los nervios y en el ritmo vital?
Hace algunos años, Pedro Ruiz decidió pintar fotografías: viejas fotografías clásicas como la de Yuri Gagarin en su traje de cosmonauta hundido en el estupor de un viaje cósmico. La imagen no puede ser más fiel, aunque no es una copia proyectada sino una pintura tomada al ojo del original, pero hay algo, indefinible tal vez, que nos hace sentir que esta imagen no ha sido depositada por la luz en un papel sensible sino trasladada por una sensibilidad humana, que viene cargada de siglos de arte, de sombras holandesas y de arte impresionista. Aquella colección de fotografías incluía caprichosamente el rostro de un niño amazónico tomado de alguna revista, una imagen de la virgen de la Macarena, variaciones sobre la fotografía de una rosa tomada de un aviso publicitario, la mano al vuelo de una modelo de la revista Vogue que, apartada de su fotografía de pasarela y trasladada al blanco y negro, se convierte en un hermoso y enorme y misterioso objeto de arte.
¿Qué lleva a Pedro Ruiz a escoger entre miles de imágenes estas que toma, no para reproducir sino para reinventar? ¿Cuál es el misterio de ese cosmonauta que viene de nuestras fantasías de infancia, el secreto de una fotografía perdida entre millares en las páginas de las revistas semanales, de un fragmento que acaso nadie más habrá advertido en las páginas de una revista de modas? El arte toma una pequeña porción de realidad y la subraya, toma una estrella perdida entre las otras y nos dice: “Mírala!”, y de repente todo el milagro de la luz y del iris, de la distancia y de la inmensidad, luz de los soles muertos, con mundos invisibles que gravitan a su alrededor, con el pulso de su ritmo profundo, todo eso se hace parte de nuestro ser y de nuestro sueño, escapa a lo indiferente y nos deja marcados con su fuego.
Ocurrió con la fotografía y de repente, un día, ocurrió con el video también. Todas las imágenes que las pequeñas cámaras de video recogen en sus travesías por el mundo se apoderaron de la atención de Pedro Ruiz, quien ahora tenía el propósito de escoger, en esa plétora, juegos de armonía, mundos de color, equilibrios, simetrías, fragmentos de desolación, de compasión, de ternura, de abandono, de plenitud, que podían convertirse en pinturas, y fue formando una galería extraordinaria de imágenes que son pintura pura.
Son bellas las formas, llamativos los colores, exquisitas las composiciones, pero sobre todo son el juego de una pintura que ya no quiere deberse a nada más que a sus necesidades de color y de ritmo, de armonía y de fuerza. Todas esas imágenes de la serie Hi 8 tienen un tema figurativo, pero yo tiendo a verlas todas como arte abstracto, siento que lo importante en ellas no es la anécdota sino el equilibrio total, el impacto visual, la condensación. La embriaguez de una realidad condensada en pequeñas joyas visuales, el estado anímico que propician, el aire místico de comunicación con el mundo del que son testimonio, porque hay en esta serie algo que Pedro Ruiz ha buscado con su arte desde el comienzo: una suerte de panteísmo que le permite ver a Dios en cada fragmento de la realidad, adorar lo misterioso en un durmiente callejero y en un aviso de publicidad, en una señal de tránsito y en una pantalla de televisión, en una brizna de maleza y en el casco de un obrero.
Un día Pedro pintó una avioneta de fumigación dejando su blanco trazo letal sobre la quietud verde del paisaje. A partir de aquel momento esos vuelos a la vez admirables y terribles invadieron sus vigilias y sus lienzos de manera obsesiva. Las avionetas pasaban llevando la muerte con su trazo a las selvas y los ríos, a las montañas y las llanuras, a los jardines y a los cielos. Es asombroso el modo como la línea blanca de la estela del veneno que intenta destruir los cultivos ilícitos parece confundirse con la línea blanca de la droga ya procesada y a punto de ser consumida; como si fueran una misma cosa la causa y la consecuencia, el mal y la persecución del mal, la culpa y el castigo. El arte no resuelve los temas con argumentos sino con eficientes metáforas, con esos trazos inspirados, signos que evitan largas disquisiciones. Bajo el vuelo de esas naves que dibujan su raya en el viento se abrieron campos de amapolas, y todo lo demás fue la fruición del pintor convirtiendo las amapolas en verdaderas selvas, naturalezas muertas, fantásticos jardines que se resuelven en explosión y en sangre. La flor de la sangre revienta bajo el vuelo de una blanca línea mortal, la diversidad del mundo desaparece bajo la monotonía de los cultivos que quieren convertir la realidad en un solo tema persistente y sangriento.
Si Hi 8 era un regodearse en la humildad y la diversidad de lo que permanece, después Pedro se ha embelesado más con lo que huye. A partir de cierto momento en su obra todo escapa: las imágenes permanecen inmóviles frente al espectador pero no nos dejan olvidar que son algo fugitivo. Es como si el pintor recorriera los caminos del hinduismo, como si después de fascinarse con la creación y de deleitarse con la permanencia de lo real, ahora se reconciliara con la sucesión, con lo que se está yendo sin fin, con el fluir del tiempo, y tratara de incorporar a la inmovilidad inevitable de su arte una conciencia de fuga: esas canoas inmóviles que sin embargo están huyendo, que se están llevando todas las cosas que han sido nuestra vida.
Pintar puede ser al comienzo el juego de hacer que las cosas permanezcan, que todo lo visto y lo amado persista en la pupila y siga dándole su sentido a la conciencia, pero todo arte tiene también profunda conciencia de la fugacidad. Es más: precisamente por perdurar nos hace más conscientes de esta condición de seres efímeros. Y no solo efímeros porque morimos, sino por algo más cotidiano: porque cambiamos; porque ningún día repite a otro, ningún amor, ninguna pérdida se asemeja a la anterior.
Y sobre las canoas empezaron a deslizarse primero los ramajes de sus ciudades perdidas, después las palmeras, después los montes mismos, y han terminado siendo parte del desfile obras de arte, canciones, bandadas de guacamayas, manadas de ballenas cantoras, orquídeas, jaguares, montes, ríos. Así como en los salmos de David los montes saltan como corderillos, y como en los versos las llanuras se marchan en silencio, aquí el mundo se somete a los rigores del viaje y un cielo de oro empieza a cubrir todas las cosas, para que las aventuras de nuestro arte presente se reconcilien con las fuentes primeras del arte en estas regiones equinocciales, que son los sueños del oro, el metal de las minas profundas que siempre salió durante milenios a convertirse en objeto de celebración y de alabanza.
Algo en la exposición Oro, de Pedro Ruiz, ha embrujado a los públicos en varios lugares del mundo. Algo en su tono menor, en su pequeño formato, en su concentración casi de miniatura, que invita al recogimiento y al silencio. Una vez más Pedro Ruiz despliega el refinamiento de su arte, pero lo hace con una especial austeridad de artífice gótico, de capilla y de recinto de meditación; muestra su destreza pero se esfuerza por no imponérsela al observador, por permitir que sea más bien el que mira quien vaya descubriendo detalles y secretos.
Todo arte verdadero está comprometido con la humanidad y con el mundo. Los amantes de un arte comprometido con causas momentáneas y denuncias de actualidad siempre esperan que el mensaje de las obras sea evidente. Esperan que si una obra habla de desplazamientos, quede claro que se trata de las muchedumbres desterradas de tal o cual lugar, de selvas arrasadas, de héroes perseguidos y martirizados. No entenderían el profundo compromiso que hay en un arte que se detiene en las formas del mundo, que celebra con precisión y con pequeños énfasis su abundancia y su misterio.
Pero los artistas más hondos trabajan en el taller de otros dioses, no están tiranizados por la actualidad y por la urgencia, nos permiten por momentos sentirnos testigos intemporales del mundo. Esa dulzura de eternidad le da a Pedro Ruiz su fuerza y su poder estético. No pinta en realidad para nosotros, atrapados por la cotidianidad y por la historia, pinta para la infancia del mundo, que un día llegará, para el sueño de las edades, para quienes son capaces de ver, como Blake, el mundo en un grano de arena y el cielo en una flor silvestre, abarcar el infinito en la palma de la mano y la eternidad en una hora.
Mañana podrá sorprendernos con imágenes que hoy no imaginamos, pero que ya estaban guardadas en los intersticios de lo que ha pintado, esperando el momento de aparecer del todo, de revelar las semillas de las que brotaron sus árboles, los amores de los que brotaron sus dioses, los secretos sueños y dolores de los que siempre brotó la belleza.
En los trazos, los dibujos, los bocetos, los ejercicios del ocio que llenan sus cuadernos, habría suficiente arte, suficientes inventos, para medir el talento creador de un artista que aunque nos ha dado ya muchas maravillas no ha agotado aún la plenitud de su arte. Pedro Ruiz está desde el comienzo en una búsqueda; cada uno de los momentos de su pintura nos ofrece las muestras de su arte pleno, pero esa búsqueda no puede cesar. Un día veremos todas estas obras a la luz de las nuevas, profundas, delicadas imágenes que Pedro creará, y entenderemos de qué manera unas obras nacen de otras, y todas son como piedras de un camino, gérmenes de bosques impredecibles.
Porque uno de los milagros del arte es su infinita capacidad de buscar a tientas, guiándose apenas por el placer y por la intuición, dejándose llevar por obsesiones, miedos, bruscos entusiasmos y súbitas revelaciones. “El artista —decía Auden— solo sabe lo que busca cuando lo encuentra”.