- Botero esculturas (1998)
- Salmona (1998)
- El sabor de Colombia (1994)
- Wayuú. Cultura del desierto colombiano (1998)
- Semana Santa en Popayán (1999)
- Cartagena de siempre (1992)
- Palacio de las Garzas (1999)
- Juan Montoya (1998)
- Aves de Colombia. Grabados iluminados del Siglo XVIII (1993)
- Alta Colombia. El esplendor de la montaña (1996)
- Artefactos. Objetos artesanales de Colombia (1992)
- Carros. El automovil en Colombia (1995)
- Espacios Comerciales. Colombia (1994)
- Cerros de Bogotá (2000)
- El Terremoto de San Salvador. Narración de un superviviente (2001)
- Manolo Valdés. La intemporalidad del arte (1999)
- Casa de Hacienda. Arquitectura en el campo colombiano (1997)
- Fiestas. Celebraciones y Ritos de Colombia (1995)
- Costa Rica. Pura Vida (2001)
- Luis Restrepo. Arquitectura (2001)
- Ana Mercedes Hoyos. Palenque (2001)
- La Moneda en Colombia (2001)
- Jardines de Colombia (1996)
- Una jornada en Macondo (1995)
- Retratos (1993)
- Atavíos. Raíces de la moda colombiana (1996)
- La ruta de Humboldt. Colombia - Venezuela (1994)
- Trópico. Visiones de la naturaleza colombiana (1997)
- Herederos de los Incas (1996)
- Casa Moderna. Medio siglo de arquitectura doméstica colombiana (1996)
- Bogotá desde el aire (1994)
- La vida en Colombia (1994)
- Casa Republicana. La bella época en Colombia (1995)
- Selva húmeda de Colombia (1990)
- Richter (1997)
- Por nuestros niños. Programas para su Proteccion y Desarrollo en Colombia (1990)
- Mariposas de Colombia (1991)
- Colombia tierra de flores (1990)
- Los países andinos desde el satélite (1995)
- Deliciosas frutas tropicales (1990)
- Arrecifes del Caribe (1988)
- Casa campesina. Arquitectura vernácula de Colombia (1993)
- Páramos (1988)
- Manglares (1989)
- Señor Ladrillo (1988)
- La última muerte de Wozzeck (2000)
- Historia del Café de Guatemala (2001)
- Casa Guatemalteca (1999)
- Silvia Tcherassi (2002)
- Ana Mercedes Hoyos. Retrospectiva (2002)
- Francisco Mejía Guinand (2002)
- Aves del Llano (1992)
- El año que viene vuelvo (1989)
- Museos de Bogotá (1989)
- El arte de la cocina japonesa (1996)
- Botero Dibujos (1999)
- Colombia Campesina (1989)
- Conflicto amazónico. 1932-1934 (1994)
- Débora Arango. Museo de Arte Moderno de Medellín (1986)
- La Sabana de Bogotá (1988)
- Casas de Embajada en Washington D.C. (2004)
- XVI Bienal colombiana de Arquitectura 1998 (1998)
- Visiones del Siglo XX colombiano. A través de sus protagonistas ya muertos (2003)
- Río Bogotá (1985)
- Jacanamijoy (2003)
- Álvaro Barrera. Arquitectura y Restauración (2003)
- Campos de Golf en Colombia (2003)
- Cartagena de Indias. Visión panorámica desde el aire (2003)
- Guadua. Arquitectura y Diseño (2003)
- Enrique Grau. Homenaje (2003)
- Mauricio Gómez. Con la mano izquierda (2003)
- Ignacio Gómez Jaramillo (2003)
- Tesoros del Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario. 350 años (2003)
- Manos en el arte colombiano (2003)
- Historia de la Fotografía en Colombia. Museo de Arte Moderno de Bogotá (1983)
- Arenas Betancourt. Un realista más allá del tiempo (1986)
- Los Figueroa. Aproximación a su época y a su pintura (1986)
- Andrés de Santa María (1985)
- Ricardo Gómez Campuzano (1987)
- El encanto de Bogotá (1987)
- Manizales de ayer. Album de fotografías (1987)
- Ramírez Villamizar. Museo de Arte Moderno de Bogotá (1984)
- La transformación de Bogotá (1982)
- Las fronteras azules de Colombia (1985)
- Botero en el Museo Nacional de Colombia. Nueva donación 2004 (2004)
- Gonzalo Ariza. Pinturas (1978)
- Grau. El pequeño viaje del Barón Von Humboldt (1977)
- Bogotá Viva (2004)
- Albergues del Libertador en Colombia. Banco de la República (1980)
- El Rey triste (1980)
- Gregorio Vásquez (1985)
- Ciclovías. Bogotá para el ciudadano (1983)
- Negret escultor. Homenaje (2004)
- Mefisto. Alberto Iriarte (2004)
- Suramericana. 60 Años de compromiso con la cultura (2004)
- Rostros de Colombia (1985)
- Flora de Los Andes. Cien especies del Altiplano Cundi-Boyacense (1984)
- Casa de Nariño (1985)
- Periodismo gráfico. Círculo de Periodistas de Bogotá (1984)
- Cien años de arte colombiano. 1886 - 1986 (1985)
- Pedro Nel Gómez (1981)
- Colombia amazónica (1988)
- Palacio de San Carlos (1986)
- Veinte años del Sena en Colombia. 1957-1977 (1978)
- Bogotá. Estructura y principales servicios públicos (1978)
- Colombia Parques Naturales (2006)
- Érase una vez Colombia (2005)
- Colombia 360°. Ciudades y pueblos (2006)
- Bogotá 360°. La ciudad interior (2006)
- Guatemala inédita (2006)
- Casa de Recreo en Colombia (2005)
- Manzur. Homenaje (2005)
- Gerardo Aragón (2009)
- Santiago Cárdenas (2006)
- Omar Rayo. Homenaje (2006)
- Beatriz González (2005)
- Casa de Campo en Colombia (2007)
- Luis Restrepo. construcciones (2007)
- Juan Cárdenas (2007)
- Luis Caballero. Homenaje (2007)
- Fútbol en Colombia (2007)
- Cafés de Colombia (2008)
- Colombia es Color (2008)
- Armando Villegas. Homenaje (2008)
- Manuel Hernández (2008)
- Alicia Viteri. Memoria digital (2009)
- Clemencia Echeverri. Sin respuesta (2009)
- Museo de Arte Moderno de Cartagena de Indias (2009)
- Agua. Riqueza de Colombia (2009)
- Volando Colombia. Paisajes (2009)
- Colombia en flor (2009)
- Medellín 360º. Cordial, Pujante y Bella (2009)
- Arte Internacional. Colección del Banco de la República (2009)
- Hugo Zapata (2009)
- Apalaanchi. Pescadores Wayuu (2009)
- Bogotá vuelo al pasado (2010)
- Grabados Antiguos de la Pontificia Universidad Javeriana. Colección Eduardo Ospina S. J. (2010)
- Orquídeas. Especies de Colombia (2010)
- Apartamentos. Bogotá (2010)
- Luis Caballero. Erótico (2010)
- Luis Fernando Peláez (2010)
- Aves en Colombia (2011)
- Pedro Ruiz (2011)
- El mundo del arte en San Agustín (2011)
- Cundinamarca. Corazón de Colombia (2011)
- El hundimiento de los Partidos Políticos Tradicionales venezolanos: El caso Copei (2014)
- Artistas por la paz (1986)
- Reglamento de uniformes, insignias, condecoraciones y distintivos para el personal de la Policía Nacional (2009)
- Historia de Bogotá. Tomo I - Conquista y Colonia (2007)
- Historia de Bogotá. Tomo II - Siglo XIX (2007)
- Academia Colombiana de Jurisprudencia. 125 Años (2019)
- Duque, su presidencia (2022)
Mefisto: un bodegonista intemporal
Rábanos y auyama (detalle) / 1979-1980 / Óleo sobre lienzo / 50 x 62 cm
Tomates de árbol (detalle) / Óleo sobre lienzo / 28 x 40 cm
Texto de: Germán Rubiano Caballero
Alberto Iriarte, conocido por sus familiares y amigos cercanos con el sobrenombre de “Mefisto”, es uno de los artistas importantes de Colombia menos divulgado. Los datos biográficos que aparecen en otros textos de este libro son los que se conocen y prácticamente es imposible pensar que pueden aparecer otros nuevos.
Iriarte trabajó encerrado en su casa de Envigado, Antioquia, consagrado a la pintura y eran contadas las personas que podían visitarlo. Tenemos por supuesto sus cuadros y eso basta para escribir su trabajo singularísimo. Son muchos los casos en la historia del arte en los que por diferentes razones ignoramos las vidas de numerosos pintores y escultores. Pienso por ejemplo en Giorgione. De este extraordinario pintor sabemos casi nada y muy pocas de sus telas se consideran hoy plenamente auténticas, aunque en vida, a comienzos del siglo xvi en Venecia, tuvo mucho prestigio. A aquel nombre se pueden agregar los de Pisanello, Bosch, los hermanos Le Nain, Georges de la Tour, etc., que no faltan en los libros y en los museos y que han sido estudiados en los últimos cien años, pero sobre los que aún tenemos grandes vacíos. Para no recordar ahora a los que simplemente se identifican como anónimos.
Refiriéndose a los problemas de los novelistas de América Latina, el crítico uruguayo Ángel Rama escribió que: “Aún el escritor que potencia más el individualismo funciona siempre dentro de un determinado grupo social. No hay Robinsones en la literatura, y la élite es el primer conglomerado social en que un creador se integra. Señalaba Bastide que: ‘no hay duda de que el artista puede ir contra su medio social, puede ser un revolucionario, un no conformista. Pero hasta cuando lucha contra la sociedad que lo ha formado, hasta cuando huye como Gauguin, no deja de llevar consigo su educación, su clase, algunos de los valores colectivos que han llegado a ser parte de su carne, de su ser profundo...’”1.
Estas frases pueden aplicarse igualmente a los artistas plásticos colombianos y en sus casos con mayor razón, toda vez que las pinturas son únicas y si no se muestran en museos o galerías permanecerán desconocidas, o sabrán de ella sólo las personas del círculo social al que pertenece o perteneció el artista. Las naturalezas muertas de Iriarte sólo las conocen unas cuantas personas que tuvieron relación directa con el pintor o con algunos amigos o conocidos del mismo. Los propietarios de los cuadros del artista -algunos colombianos y varios extranjeros- los atesoran con celo reverente. Con seguridad este libro será la revelación de un pintor fuera de serie.
Quizás puede pensarse que la cultura colombiana tenga una clara inclinación por el mundo del pasado, por los grandes pensadores, escritores y artistas de otras épocas. No deja de ser significativo, por ejemplo, que tres ilustres personajes de la literatura, la música y las artes plásticas del país han demostrado esta proclividad. Me refiero a Gabriel García Márquez, Rafael Puyana y Fernando Botero, representantes, junto con unos pocos más, de la élite del pensamiento colombiano. Aunque todos conocen bien la realidad contemporánea y están al tanto de las creaciones de nuestra época, es evidente, al mismo tiempo, su profundo interés por las obras de los mejores autores del pretérito. Mencionándolos individualmente puede decirse que si García Márquez no ha dejado de experimentar con técnicas y temas de la narrativa contemporánea, sus imaginativos relatos se destacan por el manejo de una sintaxis perfectamente clásica forjada en la lectura de los grandes escritores del pasado. Por su parte Puyana, uno de los mejores clavicembalistas del siglo xx, no sólo interpreta partituras especialmente compuestas para él de músicos muy reconocidos como Federico Mompou, Julián Orbón, Alain Louvier y otros, sino que es particularmente célebre por sus interpretaciones de compositores renacentistas y barrocos. Finalmente, y casi que huelga decirlo, Fernando Botero es “un latinoamericano entre los clásicos”, según declaración afortunada de Vargas Llosa. Su abundante obra artística, en pintura, dibujo y escultura, no sólo tiene características formales inconfundibles, sino que evidencia su conocimiento sistemático de artistas como Masaccio, Mantegna, Durero, Caravaggio, Velázquez, Sánchez Cotán, Georges de la Tour, Ingres, etc.
Los bodegones -palabra del castellano que desde el siglo xvii se utiliza para mencionar a los cuadros de cocinas y tabernas en los que junto a personas del pueblo aparecen mesas con objetos propios de esos lugares- o naturalezas muertas de Iriarte son otro ejemplo de esa afección por el mundo del pasado. Hombre cultivado, viajado, radicado en el exterior durante muchos años, en Nueva York y Caracas, el pintor bogotano no desconocía el arte del siglo xx a partir del post-impresionismo, pero al abandonar del todo su profesión de arquitecto se dedicó a pintar exclusivamente naturalezas muertas a la manera de varios artistas de otras épocas. Aunque se pueden tener en cuenta a varios pintores del siglo xvii, especialmente en algunos objetos, en detalles y aspectos compositivos, los españoles son los más cercanos a los bodegones de Iriarte, sobre todo, Juan Sánchez Cotán (1561-1627) y Francisco Zurbarán (1598-1664). El primero, un hermano lego de la Orden de la Cartuja, cuyas naturalezas muertas se distinguen por la sobriedad y la escasez de sus objetos, especialmente verduras y frutas, en composiciones caracterizadas por la presencia de una ventana de fondo negro, observada en perspectiva frontal y paralela a los límites del lienzo y con los elementos colocados en el alféizar o bien colgados de la parte de arriba. Zurbarán, uno de los grandes del siglo xvii en España y quien trabajara especialmente para iglesias y monasterios, dejó una vasta producción de temas religiosos, santos y frailes en la que se destaca un realismo tenebrista pleno de austeridad. Entre sus contados bodegones independientes los más importantes son Naturaleza muerta con limones, naranjas y taza y Naturaleza muerta con cerámica y taza. En uno y otro cuadro llaman la atención la exacta volumetría, el hermoso contraste entre los objetos iluminados y el fondo superior negro y la disposición de los elementos a manera de friso que el historiador italiano Roberto Longhi comparó con la distribución de los vasos litúrgicos en los altares. Siempre ha sido un acierto afirmar que en los bodegones de Sánchez Cotán -unos once- y Zurbarán hay un inefable carácter de trascendencia.
La tradición de las naturalezas muertas en España se remonta a fines del siglo xvi y llega al siglo xx con las obras de Picasso, Juan Gris, Antonio López y Miguel Barceló para sólo mencionar a los más famosos. Entre los primeros bodegonistas españoles hay que citar a Blas de Ledesma, activo en la época de Felipe II y a Juan van der Hamen, quien vino de Flandes y establecido en Madrid formó parte del círculo de los “fioranti” o pintores de flores. No conocemos trabajos del viejo van der Hamen, pero tal vez podemos saber algo de ellos gracias a las obras de su hijo Juan van der Hamen y León (1596-1631), quien influyó en Blas de Ledesma, maestro en Toledo de Sánchez Cotán y a través de éste en Zurbarán. Hay que destacar que en las naturalezas muertas de Blas de Ledesma ya se distinguen los rasgos más característicos de estos trabajos en el arte español: las composiciones presentan objetos humildes que están colocados en las mesas entre el negro del fondo y la luz que penetra por un lado.
Al lado de Sánchez Cotán y Zurbarán hay que citar a Velázquez (1599-1660) que no dejó naturalezas muertas independientes, pero sí estupendas composiciones en las que aparecen diversos objetos de uso diario, particularmente en trabajos tempranos como El desayuno, hacia 1616; Los convidados, entre 1616 y 1619; La criada, ca. 1616; Cristo en casa de Marta y María, entre 1617 y 1621; y los dos más notables, Vieja friendo huevos, entre 1617 y 1622, y El aguador de Sevilla, de 1618 a 1620, del cual dijo Ortega y Gasset que en él vemos “como la intención de Velázquez es la reproducción del objeto en su máxima individualización. La pintura deja de ser la presentación de formas imaginarias y transmundanas, de rasgos genéricos. Aquí no sólo se transcribe con rigurosa exactitud la figura del aguador sino que se hace el retrato del cántaro que no es un cántaro sino este único y determinado cántaro”2.
Luego de estos maestros, España ha tenido otros bodegonistas destacados: Antonio de Pereda (1611-1678), un ilustre representante de los cuadros conocidos como vanitas, en los que no faltan las calaveras alusivas a la muerte -“con la muerte todo termina/ la muerte es confín de las cosas”- y que básicamente se refieren a la vanidad de las cosas humanas; Juan de Arellano (1614-1676), pintor de flores influido por Juan van der Hamen ya mencionado; Juan Zurbarán (1620-1649), hijo de Francisco y cuya muerte temprana nos privó de otros cuadros tan bellos como el Bodegón con servicio de chocolate, de 1640, en el que sobre un fondo negro se aprecia una mesa sobre la que hay algunos objetos de diversos materiales, dispuestos en aparente desorden y con una suave iluminación; Luis Meléndez (1716-1780), quien continuó la calidad de los maestros del xvii, aunque sus bodegones abundan en comestibles, incluyendo los pescados plateados y no deja de haber algunos con fondo de paisaje; Francisco de Goya (1746-1828) cuya impresionante producción de grabados, dibujos y pinturas sobre la historia y la vida en España deja en segundo plano sus excelentes bodegones de comienzos del siglo xix, en los que, de nuevo sobre fondos negros, se observan animales muertos -Pavo desplumado y cacerola de fritar- o porciones de carnes crudas -Bodegón con salmón, Bodegón con pedazos de costilla, lomos y cabeza de carnero- de un verismo casi hiperrealista, pero cargado de la intención macabra de aproximarnos a unas carnes mortecinas; José López Enguídanos (1760-1812), con sobrios bodegones de fondos oscuros en los que aparecen animales muertos, frutas cortadas y en uno, óleo de 1807, un vaso de cristal con agua, que pudo tener como modelo el hermoso cuadro de Chardin Vaso de agua con jarra, de aproximadamente 1760; Francisco Millán (1778-1837), quien pintara con suaves empastes conjuntos de frutas sobre fondos oscuros; y Francisco Peralta de Campo (1820-1897), cuyos bodegones sobre los característicos fondos negros abundan en objetos -vasijas y copas- de diferentes materiales, formas y tamaños.
Es muy posible que Iriarte supiera de todos esos artistas, aunque de algunos sus trabajos reconocidos no son muy abundantes. Y es posible también que conociera las obras de otros bodegonistas españoles que aquí no se han citado. Lo único cierto es que el colombiano realizó sus naturalezas muertas, como ya se dijo, a partir de los bodegones españoles que, como también se ha anotado, tienen características bien establecidas. Empero, hay algo más. Iriarte supo agregar a sus óleos otros elementos que vienen de otras naturalezas muertas o incluso de cuadros de interiores que no sólo enriquecen sus propias obras sino que les dan un aspecto particular, muy personal. Los bodegones del bogotano acusan la influencia de las naturalezas muertas españolas, pero son esencialmente Iriartes. Por eso es fácil distinguirlos de los lienzos europeos.
Dejando aparte por ahora algunos objetos excepcionales de su trabajo, se pueden mencionar como elementos prácticamente desconocidos en los bodegones españoles: los animalitos, desde los insectos hasta el pájaro y los ratones, las carpetas y manteles con prolijos patrones decorativos y las baldosas exornadas con cuidadosos diseños, para no citar las verduras y los frutos y algunos enseres que no son europeos. Los insectos provienen del norte, de Flandes y de algunas ciudades que hoy son de Alemania. Son los casos de Georg Flegel (1566-1638), Balthasar van der Ast (1594-1675), Abraham Mignon (1640-1679), Ambrosius Bosschaert (1573-1621), Jan Brueghel El Joven (1568-1625) y Osias Beert (1580-1624), entre otros. Mientras las carpetas (tapices o alfombras orientales) se encuentran en las espléndidas naturalezas muertas del holandés Willem Kalf (1619-1693) y en muchos cuadros de interiores de los también holandeses Gerard ter Borch (1617-1681), Jan Steen (1626-1679),Gabriel Metsu (1629-1667), Pieter de Hooch (1629-1648) y Johannes Vermeer (1632-1675), que indudablemente tiene los más bellos ejemplos; los manteles y las baldosas recubiertos de patrones geométricos o abstraídos de formas naturales no son fáciles de encontrar pero debe haberlos; son entonces bastante peculiares de los bodegones de Iriarte.
La pintura de Iriarte, con su evidente interés de mostrar las cosas como son y de atender a muchos entes sencillos y cotidianos y, al mismo tiempo, con su esfuerzo innegable de representar todo el mundo físico de la manera más cuidadosa, se entronca con una vieja tradición del arte europeo del norte, que tiene sus más nobles ejemplos en el arte holandés del siglo xvii y que no deja de tener manifestaciones sobresalientes en el arte de España, Francia e incluso Italia: esa tradición es la de un arte de descripción, en contraposición al arte narrativo italiano, que la historiadora Svetlana Alpers resume con las siguientes palabras: “En el Renacimiento, este mundo era un escenario en el que las figuras humanas representaban acciones significativas basadas en los textos de los poetas. Es un arte narrativo. Y la omnipresente doctrina del ut pictura poesis se invocaba para explicar y legitimar las imágenes por su relación con previos y sacrosantos textos”3. La misma historiadora dice más adelante del arte del norte: “Las pinturas holandesas son ricas y variadas en su observación de la realidad, deslumbrantes en su ostentación de maestría, domésticas y domesticadoras en sus asuntos. Los retratos, bodegones, paisajes y la presentación de la vida cotidiana representan placeres escogidos en un mundo lleno de placeres: los placeres de los vínculos familiares; los placeres de la posesión; el placer de las ciudades, de las iglesias, de la tierra. En esas imágenes, el siglo xvii parece un largo domingo, como lo ha expresado recientemente un escritor holandés, después de las tribulaciones del siglo anterior. El arte holandés es una fiesta para los ojos, y, como tal, parece exigir menos de nosotros que el arte de Italia”4.
Sin el lujo y abundancia de ciertos bodegones holandeses, los de Pieter Aertsen (1508-1575), Willem Claesz Heda (1594-1682), Pieter Claesz (1597-1660), Willem van Aelst (1627-1683) y el ya mencionado Willem Kalf, las naturalezas muertas de Iriarte también son un regocijo para la vista. He aquí dos ejemplos por ahora: el primero es la naturaleza muerta llamada Composición, de fines de los setenta (págs. 130-131), en la que hay una estructura de tres niveles: un nivel inferior continuo, de lado a lado del cuadro horizontal, en cuyo centro se observa un ratoncito comiendo, y dos niveles superiores, cada uno con alturas diferentes; en el nivel más bajo, a la derecha, se ve la mitad de un cítrico y un vaso de cristal circular, de bella transparencia luminosa, lleno de agua hasta la iniciación del pico del vaso del que salen tres ramas con abundantes hojas y botones y en el nivel más alto, a la izquierda, se aprecia una jarra posiblemente de cerámica y un vegetal. Detrás de los dos niveles superiores todo es negro y las tres superficies soportantes tienen una suave luz con las sombras exactas que proyectan el ratón, el vegetal, el cítrico y el vaso de cristal. Todo en verdes claros, habanos, cafés y amarillos y hermosa entonación. El segundo ejemplo es Berenjenas, de 1980 (pág. 159), una naturaleza muerta centrada en una cesta que contiene dos berenjenas y un conjunto de hojas y está colocada sobre una mesa con mantel a cuadros. El fondo superior es negro y el límite de la mesa en la parte posterior se pierde en la oscuridad. Adelante, la mesa termina en el mismo borde anterior. La superficie de la mesa ligeramente inclinada hacia adelante es bien visible y destaca el patrón de cuadritos habanos y cafés del mantel que alternan con otros con diagonales cruzadas. Dentro de la sobriedad característica de los bodegones de Iriarte, en estos óleos hay mucho para ver. Al emprender un atento recorrido por todos los aspectos representativos y formales de las dos composiciones se alcanza un auténtico goce estético.
En el siglo xvii cuando se pintaban los más variados y hermosos cuadros de naturalezas muertas, este género artístico ocupaba el puesto más bajo dentro de una jerarquía establecida por las academias de arte que habían nacido en Italia, pero que se multiplicaron en Europa luego de la fundación de la Real Academia de París en 1648. Esas academias consideraban que el puesto más alto de la pintura correspondía sin discusión al género histórico que tenía que ver con los personajes y episodios del Antiguo y Nuevo Testamento, con los dioses de la mitología que casi siempre estaban inspirados en Las Metamorfosis de Ovidio y con los personajes y acontecimientos más importantes de Europa y sus diversas regiones. En aquella jerarquía seguían luego los retratos y posteriormente los paisajes y los cuadros de animales. Con Caravaggio (1573-1610) estos criterios comenzaron a cambiar. Como lo dijo lúcidamente Lionello Venturi: “... una tendencia nueva, la tendencia de la pintura moderna, comenzó con una simple cesta de frutas. Evitar un tema complejo; expresar la contemplación, sin complicaciones, de una simple cesta de frutas, mostrando los diversos aspectos de una hoja, la redondez de una manzana, los reflejos de una uva, todo ello relacionado, a través de una tonalidad apagada, con un fondo claro; demostrar que un motivo sencillo como esta cesta puede ser tema de un cuadro, requería una humildad sobrehumana ante la naturaleza. Y es una realización notable no sólo desde el punto de vista artístico, sino también moral. De una vez por todas liberó la pintura del prejuicio de género y tema, y colocó sobre un pedestal a la naturaleza muerta. Si Cézanne encontró su estilo pintando manzanas, es porque tres siglos atrás Caravaggio había señalado el camino”5.
La influencia revolucionaria de Caravaggio se notó pronto. Velázquez, muy joven, en Sevilla comienza su carrera pintando bodegones. Ortega y Gasset que tiene algunos textos irremplazables sobre este enorme pintor del siglo xvii precisa una intención igualmente novedosa en el manejo de aquel tema por parte de Velázquez. Escribió Ortega y Gasset: “Las descripciones de cuadros que aquel tiempo nos ha dejado revelan que estos eran vividos desde sus asuntos, es decir de lo que tienen de narración y de sugestión de ‘otro’ mundo. En el asunto se apreciaban las formas ‘cómo’ pertenecientes a los seres representados. Esto quiere decir que no se veía el cuadro como pintura. La visión en ‘voz media’, en reflexividad del cuadro como cuadro, del cuadro no como asunto, sino en cuanto al ‘cómo’ está pintado, no la tenían sino inconsciente y en rudimento. Forzar al contemplador para que se desentienda del asunto y atienda a la pintura es lo que el bodegón se propone eligiendo objetos y escenas viles. De este modo se vuelve del revés la relación tradicional. En ésta el cuadro lleva y dispara la atención hacia el ilustre asunto, desapareciendo él. En Velázquez es el asunto quien por su trivialidad nos devuelve al cuadro mismo, a sus pigmentos. El cuadro que era medio, trámite y tránsito a otro mundo ‘bello’ se hace término y mundo él mismo”6.
Llegamos así al quid del asunto. Gracias a las naturalezas muertas la apreciación de la pintura dejó en segundo plano los temas y le dio especial importancia a la pintura per se, a la manera como están realizados los cuadros, a sus formas, esto es: a su composición, a su dibujo, a sus colores, a su espacio, a su atmósfera, a sus luces y sombras, es decir, reiterativamente a todo lo que es la pintura más allá de los motivos. De allí el éxito de los bodegones en el siglo xx, una centuria que, sobre todo en los primeros decenios, le dio especial relieve a las formas y prácticamente se desentendió de los temas, a los que consideró sólo como pretextos para pintar. Como afirma Norbert Schneider: “... la naturaleza muerta será cada vez más el medio que reflejará la índole de la percepción artística y los procesos de realización de la pintura”7.
Antes de corroborar lo anterior con una referencia a las naturalezas muertas del siglo xx, hay que recordar algunos bodegonistas de los dos siglos anteriores. De los varios pintores destacados del siglo xviii, uno de los más grandes fue Jean Baptiste Chardin (1699-1779), quien aparte de los retratos y las escenas de género, en las que sobresalen los personajes de la clase obrera, realizó numerosas naturalezas muertas caracterizadas por la sencillez de las composiciones y la humildad, en la mayoría de los casos, de los objetos y comestibles que presentan. Pero lo que hace superior y muy avanzado para su tiempo a Chardin es la distancia que establece con la mera descripción objetiva de las cosas, gracias al refinado tratamiento de los empastes y al colorido amortiguado y siempre muy bien entonado. De allí que sus imágenes prosaicas, completamente recreadas por los medios pictóricos, parezcan casi irreales.
Luego de las espléndidas producciones de Jacques Louis David (1748-1825), Jean Dominique Ingres (1780-1867) y Eugne Delacroix (1798-1863), que pusieron en un puesto muy alto los géneros de historia y retrato, en la primera parte del siglo xix, la pintura comenzó a cambiar radicalmente a partir del realismo. Desde Gustave Courbet (1819-1877) el arte se orientó hacia la vida cotidiana y eliminó siempre todo lo que tenía que ver con el género histórico. Positivista convencido, el gran artista del Franco Condado pintó entonces Los picapedreros, Cribadoras de trigo, Los campesinos de Flagey, Las señoritas del pueblo, El entierro en Ornans, entre otros muchos. De este último cuadro Julio Payró escribió: “El entierro de Courbet describe un episodio material y terreno... un cielo bajo y plomizo aplasta a los personajes: parientes, vecinos, jueces togados y plañideras que se aglomeran en torno de la fosa. La escena es sombría y sus protagonistas no alientan esperanzas...”8. Y pintó, por supuesto, muchos paisajes y naturalezas muertas. Norbert Lynton comentó de Manzanas y paisaje: “... la pintura es rica y espesa, como si Courbet quisiera plasmar en su cuadro la materialidad de la fruta, su densidad y peso. Esto tiene el siguiente efecto: recuerda al espectador que se encuentra frente a un cuadro, es decir, un objeto hecho de lienzo y pintura al óleo, un objeto producido / fabricado artificialmente, idéntico en esto a una silla o un zapato”9.
En la segunda parte del siglo xix la lista de naturalezas muertas realizadas por notables artistas que abrirán las puertas de la siguiente centuria con sus importantes innovaciones es bastante grande. Baste con recordar los vasos con flores de 1864 y 1882 de Manet (1832-1883), hechos de pinceladas y manchas finas que son registros prodigiosos de la visión pura; algunas naturalezas muertas de Cézanne (1839-1906), como la titulada Bodegón con manzanas, de los años noventa, en las que aparte de la limitación del espacio en profundidad, sorprende la observación de los objetos desde más de un punto de vista, que anticipa una de las innovaciones más importantes del cubismo; ciertos cuadros de Gauguin (1848-1903) en los que comienza a verse la síntesis de sus figuras, definidas por un diseño firme -Bodegón con tres perritos, de 1888- o en los que la atmósfera del lienzo es francamente exótica -Un vaso de flores, de 1896-; varios trabajos de Van Gogh (1853-1890) de nuevos temas en las naturalezas muertas como botas viejas, sillas y materas y de diversas flores, entre las que se cuentan los girasoles, de los que escribió el artista a su hermano Theo: “Estoy en vena de pintar, con el ardor de un marsellés comiendo la sopa de pescado, lo que te asombrará, porque se trata de pintar los grandes girasoles...” (agosto de 1888)10. Las mesas con objetos y los vasos con flores de Adolphe Monticelli (1824-1886) siempre con abundantes y coloridos empastes y los floreros y bodegones de Pierre Bonnard (1867-1947), quien desde el inicio de su carrera nos dejó unas pinturas -Junquillos en vaso verde, de 1887, y Cesta de frutas sobre un mantel, de 1895- hechas de empastes refinados y colores bellamente entonados.
Al lado de las representaciones humanas que siguen por obvias razones predominando en el arte figurativo, las naturalezas muertas ocupan un lugar destacado. Nunca antes en la historia del arte se habían visto tantos trabajos que, de muy diversas maneras, se aproximan o tratan directamente el tema de las naturalezas muertas. Como lo escribiera Margit Rowell en el prefacio del catálogo de la exposición, de la que ella fuera curadora, “Objetos de deseo: la naturaleza muerta moderna”: “Intentar contar la historia de la naturaleza muerta moderna es virtualmente equivalente a tratar de contar la historia del arteÊavant garde del siglo xx”11. Un rápido vistazo a esta enorme muestra, presentada en el Museo de Arte Moderno de Nueva York y en la Galería Hayward de Londres (1997-1998), nos impresiona por la variedad de las obras que pueden aceptarse, con razones, dentro de la idea, ahora bastante laxa, de naturaleza muerta. Lo anterior se debe, de acuerdo con la curadora, a que “la convencional condición material ‘inanimada’ de los objetos de la naturaleza muerta e igualmente el hecho de que ellos sean ficciones, estimulan al artista a tomar infinitas libertades en su representación e interpretación y a inventar u obedecer códigos formales y sutilmente semánticos con el objeto de proyectar sus mensajes mudos aunque elocuentemente simbólicos”12. De los numerosos artistas de gran importancia incluidos en dicha exhibición y que fueron presentados en varias secciones conceptuales deben recordarse a Picasso, Braque, Léger, Matisse, Klee, Gris, Boccioni, Mondrian (en el grupo denominado “El mundo como campo perceptual”); Redon, Laurens, más Picasso, Braque, Gris y Matisse (en “Anatomías de estructura”); Duchamp, Ray, Picabia (en “Ficciones reales”); de Chirico, Magnelli, Carrˆ, Morandi, Le Corbusier, Ozenfant, más Picasso y Matisse (en “Pintura metafísica: clasicismos modernos / geometrías ideales”); Miró, Höch, Davis, Dalí, más Léger (en “Formas de una nueva objetividad”); Soutine, Ensor, Beckmann, más Picasso, Matisse y Miró (en “Alegorías de vida y muerte: tradición revisitada y transformada”); Magritte, Cornell, Fontana, Kahlo, Dubuffet, más Dalí, Miró y Klee (en “Lenguajes de surrealismo. Lenguajes de subversión”); Johns, Rauschenberg, Dine, Flavin, Spoerri, Arman, Christo, Manzoni, Lichtenstein, Oldenburg, Warhol, Hamilton (en “Los mecanismos de la cultura de consumo”); Richter, Guston, Baselitz, Sherman, Kiki Smith, Cragg, Koons, Therrien, Gober, más Warhol (en “Simulacros postmodernos”); y Merz, Charles Ray, Gnolli (en “Cézanne y Magritte revisitados”), para sólo citar a los más famosos. Casi hacia el final del catálogo Margit Rowell hace la siguiente anotación: “A lo largo de este libro se ha sugerido que la materia temática de la naturaleza muerta ha evolucionado en alguna proporción y relación con los desarrollos sociales, culturales y económicos del siglo xx y que su sintaxis formal ha sido reestructurada por códigos de representación revistos y renovados y a través de avances tecnológicos o emancipaciones de modos anteriores”13.
Aunque los artistas estuvieron representados con obras excelentes, de muchos faltaron trabajos superiores (Cesta de naranjas, óleo de 1912, de Matisse; Mandolina y guitarra, óleo de 1924, de Picasso, para citar sólo dos ejemplos). De todos modos, aprovechando el catálogo de “Objetos de deseo: la naturaleza muerta moderna” puede decirse que algunos de los trabajos memorables son: los óleos, los collages y las construcciones relacionadas con el cubismo de Picasso; La naturaleza muerta española (1910-1911) y La mesa de mármol rosa (1917) de Matisse; La naturaleza muerta con cuatro manzanas (ca.1909) de Klee; Cristales (1927) de Hannah Höch; La cesta de pan (1926) y Teléfono en un plato con sardinas asadas (1939) de Dalí; Naturaleza muerta-tazón con peras (1925) de Léger; Naturaleza muerta con zapato viejo (1937) de Miró; Retrato (1935) de Magritte; El motivo: atmósfera vespertina (1988) de Baselitz; Sin naturaleza muerta (1966) de Gnolli y los ready mades y algunas esculturas en diversos materiales de : Manzoni (panes cubiertos de caolín, 1961-1962), Man Ray (plancha con tachuelas, 1921), Arman (acumulado de peinillas,1962), Christo (paquete sobre una mesa, 1961), Oldenburg (vitrina de pasteles hechos con yeso pintado, 1961-1962), Cragg (ocho objetos de los más diversos materiales, 1981) y Therrien (gran pila de platos hechos con cerámica epoxy y fibra de vidrio, 1994).
En la exposición que estoy comentando no dejaron de faltar nombres importantes. Aunque la curadora Rowell precisa que su criterio de selección tuvo en cuenta, entre otras cosas, los cambios fundamentales que se han presentado entre los artistas y la sociedad y la amplia libertad de los creadores actuales -pese a las presiones del mercado- que hace que estos comuniquen sin cortapisas sus propias narrativas, estructuras y objetos de deseo y busquen además nuevos motivos para las naturalezas muertas -los artículos manufacturados impersonalmente, los productos de consumo comercialmente atractivos, etc.-, no puede ignorarse que las ausencias tienen otra explicación ya casi paladina: para la curadora, como para muchos críticos y curadores de los últimos años, es inmodificable el juicio de que lo que miran, estudian y presentan en una exhibición no sea nada que tenga que ver con lo que llamaré el gran estilo, el arte apoyado en una tradición secular en la que los oficios, formas y contenidos que se remontan al Renacimiento son todavía prioritarios y esenciales; un arte que es retiniano y no exclusivamente conceptual, para recordar la terminología entre seria e irónica de Marcel Duchamp. Resulta lamentable que esa posición la asuman personas que vinculadas al mundo del arte debieran tener puntos de vista y criterios más flexibles y además una actitud menos arrogante de la de considerar que ellos son los únicos que poseen la verdad absoluta. ¿Cómo es posible que en una gran exposición de naturalezas muertas del siglo xx no aparezcan, para poner unos ejemplos, los nombres de Giorgio Morandi -que sólo tenía Objetos de deseo, una pintura temprana (1919) que poco tiene que ver con su admirable producción definitiva que comienza hacia los primeros cuarenta-, Ben Nicholson -cuyas naturalezas muertas influidas por el arte final del xix y luego las relacionadas con el cubismo son de los cuadros más hermosos del arte inglés de la primera parte del xx-, Antonio López García -de quien citando solamente un óleo como Conejo desollado (1972) puede señalarse como uno de los más profundos y desconcertantes bodegonistas de hoy-, y David Hockney -con una obra gigantesca en la que han abundado exquisitos bodegones en grabado, dibujo y pintura siempre con un estilo vivaz y de gran factura?
Y como también es habitual, en la muestra mencionada faltaban los artistas latinoamericanos, con la excepción de la mexicana Frida Kahlo, incluida con el óleo Naturaleza muerta con tunas, de 1938. Desde Diego Rivera (1886-1957), que hizo bodegones cubistas contemporáneamente con la presencia de este movimiento en París, hasta conceptuales muy importantes como el argentino Víctor Grippo (1936), el uruguayo Luis Camnitzer (1937) y el brasilero Cildo Meireles (1948), para citar unos pocos, América Latina tiene notables artistas que han trabajado naturalezas muertas u obras relacionadas con dicho género. Meireles, por ejemplo, cuya instalación Cómo se construyen catedrales, varias veces presentada en Europa y Estados Unidos, es una de las más contundentes demostraciones de la necesidad de otras propuestas artísticas para comunicar contenidos críticos en forma perfectamente clara. En su gran mayoría las mejores naturalezas muertas latinoamericanas están relacionadas con el cubismo. Son los casos de Rufino Tamayo -en sus primeros años de producción-; Amelia Peláez, quien hizo una bella síntesis de arquitectura, muebles y frutos tropicales; Alejandro Otero -también en el comienzo de su extensa obra-; Aldo Bonadei; los hijos de Joaquín Torres García, Augusto y Horacio; y Emilio Pettoruti, con una amplia y fina producción consagrada casi exclusivamente a los bodegones. Finalmente no puede olvidarse Claudio Bravo quien, entre varios temas, tiene unas impecables naturalezas muertas.
Antes de estudiar en detalle la obra de Alberto Iriarte, “Mefisto”, se justifica un breve resumen de lo dicho hasta aquí y que ante todo ha querido establecer un marco histórico para poder apreciar mejor la pintura de este artista colombiano. Iriarte, desde que dejó la arquitectura y se consagró a pintar, trabajó exclusivamente naturalezas muertas. Estas están especialmente influidas por los bodegones de algunos españoles del siglo xvii, pero no dejan de acusar contactos con trabajos flamencos y holandeses de la misma centuria, lo que determina una producción particular y bien reconocible. Del sitio más bajo del escalafón académico, las naturalezas muertas comenzaron a ganar prestigio y llegaron a convertirse en uno de los temas más importantes y populares del arte del siglo xx. Así pues, que a Iriarte hay que verlo dentro de un contexto plagado de variados y destacados bodegonistas. Desde la primera naturaleza muerta de Caravaggio -Cesta de frutas, de 1596- los cuadros comenzaron a apreciarse por la manera como habían sido realizados y se le quitó importancia al tema tratado. Y poco después, los cuadros empezaron a observarse más como hechos pintados, como pigmentos que muestran unas formas -composición, dibujo, color, espacio, etc.- que hacen visibles las representaciones de unos objetos inertes o bodegones. En el siglo xx se acentuó más esta apreciación: un cuadro es la reunión de unos colores sobre una superficie. Todo lo demás es secundario.
En un primer vistazo las naturalezas muertas de Iriarte, trabajadas en algo más de veinte años, son bastante parecidas. Con la excepción de algunos pocos motivos que aparecen en algunos cuadros (una esfera armilar, bibliotecas, materas, algún florero) las pinturas insisten en la reunión de unos pocos elementos -verduras, frutos, enseres de comedor, algunos animalitos- sobre una superficie en un espacio reducido y en la mayoría de los casos con fondo oscuro. Además, los vegetales suelen repetirse, lo mismo que algunos objetos.
Empero, cuando se vuelven a mirar con más atención, los bodegones comienzan a destacar todas sus diferencias. Cada uno constituye un mundo recoleto particular en el que las composiciones son lo primero que se impone. Como dijera Kahnweiler de Juan Gris, para Iriarte “cada obra era un todo inmutable: no era agradable la decoración, sino un pequeño universo con sus propias leyes”14. Normas de cuidadoso dibujo, exacta distribución y precisa entonación en sombras y colores. Aproximémonos por ejemplo a Rábanos y auyama, de 1979-1980 (pág. 98). Sobre un mueble que termina oscurecido por la sombra en el borde anterior que limita con la propia superficie de la pintura, se observan a la derecha una calabaza y a la izquierda dos rábanos, uno acostado y el otro erguido. Estos vegetales reposan sobre el plano del mueble suavemente iluminado. En la pared del fondo se ven un asador de alambres circulares y una mosca. Sobre la superficie del mueble, cuyos bordes laterales exceden el espacio representado, se aprecian las sombras de los vegetales y en la pared hay sombras en torno al asador. Las zonas de los rábanos y de la pared detrás de la calabaza son las más iluminadas. Sin mencionar en este análisis el color -obviamente complementario del todo- y destacar sólo los contrastes de luces y sombras y el dibujo es evidente que el pintor realizó una composición minuciosamente balanceada en la que los valores tonales -pensando sólo en las sombras- y las diferencias entre tamaño, volumen y transparencia de los cuerpos representados -claramente ceñidos en sus límites- están perfectamente armonizados. Mirando de esta manera el cuadro, se cae en cuenta de que la composición comienza en la realidad -y esto sucede en todas las naturalezas muertas-, cuando el artista reúne los objetos y los instala en el orden que quiere para pintarlos. Aunque Kandinsky se refería a sus pinturas abstractas esta definición también es pertinente para los bodegones de Iriarte: “Una expresión de un sentir interior lentamente formado, elaborado repetidamente y de un modo casi pedante. A esto llamo una composición. En esto, la razón, la conciencia y el propósito representan un papel principalísimo. Pero nada aparece del cálculo, sólo el sentir”15.
Pongamos ahora otro ejemplo para mirar de cerca la composición de los colores. En el bello óleo Fruteros, 1978-1979 (págs. 50-51), en el que sobre la superficie de una madera café de finas vetas horizontales se destaca en el centro el motivo que da título a la obra. En él, además de las frutas redondas y las hojas vistas desde diferentes lados, se distingue una especie de libélula y a uno y otro lado sobresalen también un plato con pequeños limatones y un recipiente de madera con tapa. La armonía cromática es admirable. Sobre el fondo oscuro resaltan los amarillos naranjas de las frutas, los verdes amarillentos de los vegetales de la izquierda y el café amarillento con brillo dorado del recipiente de la derecha. Los amarillos están perfectamente entonados con los verdes suaves y los cafés claros. Una entonación que está estrictamente sintonizada con las sombras que proyectan los objetos y con las zonas iluminadas. El equilibrio de color, luz y sombra es perfecto. Iriarte parece tener en cuenta estas frases de Matisse respecto de sus propias pinturas: “No consigo copiar servilmente la naturaleza sino que me siento forzado a interpretarla y a someterla al espíritu del cuadro. Una vez que he dado con todas las relaciones tonales, el resultado es un acorde vivo de colores, una armonía análoga a la de una composición musical”16.
En las naturalezas muertas de Iriarte, aparte de la organización de los diferentes objetos del cuadro, es muy importante el pequeño escenario en que estos se presentan. Aunque aparentemente la disposición es muy parecida, de nuevo con más atención se aprecia cuán variadas son las mises en scne. Si predominan los fondos oscuros, casi negros y en primer plano aparece la superficie que sostiene los objetos -que puede ser la de una mesa, aunque a veces se puede pensar en otro tipo de soporte-, sorprenden, en primer lugar, los diferentes puntos de vista sobre dicha superficie. Esta se ve un poco desde arriba y a veces se observa el límite interior que colinda con el fondo oscuro, pero en muchos casos el punto de observación no es tan alto y sólo deja ver algo de la superficie o, como sucede muchas veces, el soporte sólo se ve en su borde -una línea horizontal- y sólo se destaca el plano anterior que colinda con el límite mismo de la pintura. Y si se detalla esta cara se verán otras variantes: o no se puede observar el grosor del soporte o se ve que éste es delgado y muestra entonces la oscuridad del vacío que está por debajo. Pero hay algo importante que falta: la presencia de más de un soporte, a veces de varios a diferentes niveles, y la descripción de diagonales y de vanos. Miremos algunas obras para detallar mejor lo mencionado: Cesta con vegetales, de 1973 (págs. 98-99), presenta un soporte -¿una mesa?- en primer plano que en su lado izquierdo termina en una diagonal pronunciada y detrás de ésta se ve una repisa -realmente un tablón-, cuyo borde derecho constituye otra diagonal. De esta manera, este bodegón es uno de los que más destaca la profundidad del escenario. Lechugas y granadilla, de 1981-1982 (pág. 112), exhibe adelante un volumen rectangular a manera de peldaño, en el que se ven una lechuga y ya en el extremo de la derecha una granadilla y atrás, a la izquierda, un vano oscuro en el que se destaca la otra lechuga. Tanto el peldaño como el alféizar sólo presentan el borde, no se divisa nada de sus superficies superiores. Y Guanábana y mangos, de 1979-1980 (pág. 44), presenta los objetos en dos niveles, uno inferior que muestra su superficie donde reposan unas frutas y un insecto y otro que es de nuevo un vano que deja ver su lado lateral vertical tiene el mismo grosor del alféizar donde descansa la guanábana. Los planos vertical-horizontal de este hueco de negro profundo constituyen una diagonal. Todas estas breves descripciones apuntan entonces a otro aspecto de las composiciones de Iriarte: el que tiene que ver con la distribución del espacio. Un espacio más inventado que real, pleno de coherencia y determinado por la perspectiva clásica, que demuestra la formación de arquitecto del pintor bogotano.
Luego de las composiciones hay que hablar del dibujo. Todas las naturalezas muertas de Iriarte se distinguen por la precisión de su dibujo. En cada cuadro los objetos están destacados por la línea de sus contornos y por las que recorren todas las variantes lineales de sus superficies. Por eso sus bodegones son de carácter táctil; están realizados para que el ojo los recorra y prácticamente los pueda palpar. Veamos un primer ejemplo: Manzanas, de 1977 (págs. 166-167). En una cesta de mimbre situada exactamente en el centro de la pintura se aprecian siete manzanas, cinco grandes y muy redondeadas y dos pequeñas, e igualmente se destacan algunas ramitas con hojas, una flor y una mariposa. Todo representado a partir de su físico, de su ser material, de sus formas características. Con el empeño además de que cada objeto se vea autónomo, aislado de todo lo vecino.
La claridad de la imagen es el primer atractivo de las naturalezas muertas de Iriarte. Como las mejores pinturas del Renacimiento, los óleos de nuestro artista están basados en el concepto de lo lineal, de acuerdo con los estupendos análisis formales realizados por el historiador suizo H. Wölfflin17. A partir de este autor es bueno abordar ahora los conceptos de superficie y multiplicidad que están estrechamente asociados con el predominio absoluto de la línea. Para ello es mejor buscar una obra con más elementos, por ejemplo: Tres granadas, de 1979-1980 (págs. 174-175). En este bodegón se distinguen tres planos. El plano anterior muestra el borde de la superficie soportante que en la parte de la derecha está cubierto con un mantel de cuadritos y a la izquierda muestra el grosor de la madera y el vacío oscuro que está debajo. En el plano intermedio se encuentran los objetos: de izquierda a derecha, un plato con frutas y en una de ellas una mariposa, las tres granadas, un jarrón con dos rosas y varias hojas, dos pétalos y una caja circular de madera de poca altura. En el plano posterior se ve el borde interno de la posible mesa y el fondo que en este caso no es negro sino verde aceituna, matizado con gris y amarillento. Es evidente que aunque el espacio es relativamente somero, todo está dispuesto para que se visualicen los planos que nos hacen ver un adelante y un atrás y la zona intermedia donde los objetos no aparecen en línea (como en los bodegones de Zurbarán), sino que están en aparente desorden, unos más adelante o más atrás que sus vecinos. Esa disposición en planos contribuye a la claridad del todo y hace que los objetos aparezcan vistos muy de cerca. El concepto de multiplicidad es muy fácil de apreciar. Es tal el afán de claridad, es tan precisa la organización del espacio en profundidad y es tal el interés de que todo aparezca visto de cerca, como si se pudiera tocar, que los diferentes objetos de la naturaleza muerta lucen independientemente, al punto de que el cuadro puede fraccionarse en varias partes sin que ninguna pierda coherencia. De Tres granadas surgen varios bodegones igualmente completos: uno con el plato con frutas y la mariposa, otro con la granada sobre la madera, otro con las dos granadas que están sobre el mantel, otro con el jarrón con rosas, etc.
Desde cuando comenzó a pintarse al óleo a principios del siglo xv, con ejemplos tempranos en Flandes, el arte occidental alcanzó su más logrado ilusionismo. A partir de entonces, las representaciones no sólo mostraron un espacio coherente en profundidad y unos cuerpos plasmados con rigor anatómico, sino que por primera vez las superficies de todas las cosas parecieron literalmente exactas. Las maderas, los metales, los cristales, las telas, las pieles y, por supuesto, las epidermis de los frutos y vegetales se vieron de acuerdo con sus cualidades. Los bodegonistas del siglo xvii prácticamente en toda Europa, pero sobre todo en Holanda, Flandes y España, aprovecharon la experiencia en el manejo del óleo de casi dos centurias para realizar las más asombrosas representaciones de todos los objetos que suelen reunirse para pintar naturalezas muertas.
El oficio para lograr estos efectos era dispendioso y generalmente la pintura se trabajaba por capas, con lo que se conseguían no sólo las apariencias veristas, sino los reflejos de la luz, las opacidades, las sombras de las que surgían determinadas formas, etc. El uso de pinceles finos y de pigmentos fluidos hizo que estos cuadros al óleo tuvieran un aspecto liso y sin huellas de pinceladas. Obviamente, Iriarte estaba relacionado con esta tradición. Hace unos años, el escritor Camilo Calderón recordaba que el bogotano estudió en Nueva York en el taller de Amadée Ozenfant y que allí aprendió la fórmula de les trois couches: “al cuadro había que darle las tres capas de pintura. Pero ‘Mefisto’ llegó a alcanzar su técnica con más de las tres capas. Pacientemente, va cubriendo poco a poco la superficie del lienzo, una y otra vez, día tras día, y así durante meses. Si uno se fija en cualquiera de sus cuadros, no verá una sola pincelada, porque aplica la pintura en muchas y delgadas capas que van transparentándose, fundiéndose e integrándose hasta lograr ese efecto final terso y brillante...”18.
Sin duda alguna las naturalezas muertas de Iriarte fueron trabajadas despacio. El artista estaba consagrado a pintar y tenía todo el tiempo para ello. Esa es la razón para explicar cómo en sus años dedicados al arte dejó relativamente pocos cuadros; lienzos que además son pequeños y con el mismo tema. Iriarte era fiel a estas declaraciones de Picasso: “Nada puede surgir sin soledad. Yo me he creado una soledad que nadie es capaz de imaginar. Hoy día es muy difícil aislarse, porque estamos rodeados de relojes. ¿Han visto alguna vez a un santo con reloj? Yo no he podido encontrar ninguno, ni siquiera entre los santos patrones de los relojeros”19.
Entre los bodegones de Iriarte hay algunos que son distintos y hay otros que tienen motivos diferentes. En el primer grupo deben mencionarse aquellos trabajos que tienen carpetas o manteles sobre la superficie de las mesas o elementos soportantes y unos pocos que muestran baldosas decoradas. Berenjenas de 1980 (pág. 159), por ejemplo es un cuadro muy sencillo en el que se destaca el mantel de cuadritos, sobre el cual se ve una cesta con berenjenas, exactamente en el centro de la composición. Con una paciencia monacal, el pintor cubre de colores café y habano los cuadritos del mantel y agrega en algunos líneas diagonales que se cruzan en el centro. Muestra también un pliegue casi imperceptible en la tela, en la zona en la que ésta desciende en la parte anterior. Como en otros casos, la cesta exhibe un detallado tejido de mimbre. De los cuadros con baldosas hay que señalar el titulado Rincón de cocina, de 1979-1980 (pág. 153), un rico bodegón en el que se ve una hornacina no muy profunda y varios comestibles: un racimo de plátanos, una vasija con tres pimentones y, en la parte inferior del lienzo, dos lechugas. El nicho está rodeado de baldosas habanas que tienen una fina decoración floral inserta en círculos de los que salen patrones lineales que se relacionan con los de las baldosas vecinas para constituir sutiles diseños a manera de estrellas. Todo un trabajo de “bordado” realmente preciosista.
Son naturalezas muertas atípicas de Iriarte las dos que tienen materas, una que sólo presenta un vaso con una rosa y dos botones, dos que son bibliotecas y una que destaca una esfera armilar. La primera de las materas se denomina Azalea, de 1976 (pág. 187). Esta planta con dos flores rosadas y varias ramitas está ubicada en el ángulo de una hornacina -que solo se observa parcialmente- en la que se ve un gran insecto. La superficie inferior del nicho está recubierta de baldosas que alternan dos diseños florales muy sintéticos. En este cuadro es muy bella la luz que ilumina la pared del fondo y destaca las formas y el color de las azaleas. Pajarito, 1981, (pág. 191) es una pequeña naturaleza muerta de gran austeridad. Sólo presenta lo que dice el título, sobre un fondo que en la parte inferior muestra el límite de la superficie en la que está ubicada la matera. A la derecha, sobre un tronquito sin hojas posa un pajarito de plumaje encrespado. Iriarte, aparte de pintar y oír música -especialmente a Bach- leía mucho. No es insólito entonces que haya pintado dos bibliotecas. Los dos óleos son parecidos y pueden estar inspirados en la conocida biblioteca musical de Giuseppe Maria Crespi (1665-1747) un prestigioso pintor de Bolonia. En ambas hay espacios en dos niveles y se distinguen algunos títulos en los lomos de los libros empastados. En la primera biblioteca se puede leer: Historia de Portugal, Las Galias, San Juan de la Cruz, Santa Teresa de Jesús, The Golden Ass, Historia de España, Las nubes, Las avispas, Lope de Vega, etc. Abajo a la derecha de este mueble se ve un vaso con asa de cristal entre rojizo y azulenco. La segunda biblioteca también tiene libros con títulos legibles: Petronio, Caesar, Tacitus, Ovidio, Lucrecius, etc. En este mueble también se distingue un pequeño portarretrato y en la parte de abajo, a la derecha, en un pequeño espacio, se ve su cuadro Calabacines de Tabio, de 1981-1982, que en la realidad tiene 25 por 32 centímetros (pág. 87). Finalmente a la izquierda hay un frasco con una etiqueta roja que reza: Glic.Fos.Hi.. Quizás no sobre recordar que hay un buen pintor español que ha pintado bibliotecas: Luis Marsans (1930), de Barcelona. Libros, por ejemplo, de 1982, es un excelente cuadro en el que sobre los lomos de los libros aparecen acumulados sobres, dibujos pequeños, etc.
La esfera armilar (pág. 4) es un cuadro excepcional. Sobre una mesa que deja ver su superficie, cubierta con una carpeta roja de patrones decorativos negros, se destaca en el centro este objeto que, de acuerdo con el diccionario, es un dispositivo astronómico empleado antiguamente, compuesto por una serie de círculos graduados, con el cual podía materializarse la situación relativa de los círculos fundamentales de la esfera celeste (ecuador, eclíptica, etc.). La composición la completan un pequeño péndulo, arriba a la izquierda; y un ratoncito que avanza hacia la esfera. El fondo es de un amarillento matizado y ligeramente sombreado. Iriarte era por supuesto un hombre culto. La naturaleza muerta con la esfera armilar hace pensar que debería ser amigo de la ciencia -recuérdese que había estudiado y había ejercido la arquitectura. Desde comienzos del siglo xviii la ciencia alcanzó una gran influencia y empezó a verse como factor determinante de los años por venir. James Keir escribió en 1789, el año de la Revolución Francesa: “La difusión de los conocimientos generales y de una afición a la ciencia entre hombres de todas las clases, y en toda nación de Europa o de origen europeo, parece ser el rasgo característico de la época actual”20.
Alberto Iriarte, “Mefisto”, ocupa un lugar no muy común en el arte del siglo xx y en el arte colombiano. Su obra es anacrónica en el sentido de que de inmediato recuerda más la pintura del pasado que la de cualquier artista de la centuria anterior. Sin embargo, la calidad de sus cuadros, pintados dentro de lo que he llamado el gran estilo, es indiscutible. Sus óleos son excelentes aquí y en cualquier parte. Iriarte le dijo a Camilo Calderón algo muy cierto: “No tengo mala técnica, es lo único que tengo. Mis cuadros tienen una bonita calidad”21. Pero no sólo se trata de esto, Iriarte pintó como los mejores artistas de todos los tiempos, transmitiendo sus ideas, su temperamento, su manera de concebir e imaginar el mundo, sus preferencias y emociones. Pintó sus propias y exclusivas naturalezas muertas, es decir, hizo la relación de los objetos que más le gustaban y los representó con la fidelidad que deseó -muchas veces violando adrede el realismo- y alteró cuidadosamente las formas para que sus composiciones le quedaran como él quería. Fue entonces, sin romper con la tradición de los bodegones, un artista original, que debe apreciarse en términos muy positivos si somos capaces de ver más allá de los motivos y si podemos valorar la organización perfectamente calculada de todo lo que constituye el mundo de las formas. Por la dedicación exclusiva en los últimos años de su vida a pintar, por su consagración al tema de los bodegones, por su desinterés de estar a la moda, de formar parte de cotarros artísticos, Iriarte nos hace pensar en Giorgio Morandi (1890-1964), esa “especie de marginado seráfico” según dijera Robert Hughes, quien en un lúcido artículo sobre el gran pintor de naturalezas muertas -“pequeños grupos de botellas y latas, o un florero con una solitaria rosa de papel”- escribió varias frases que bien pueden aplicarse a Iriarte: “Ninguno de los grandes pintores modernos tiene menos que decirnos acerca de las tensiones de la historia y los hechos del siglo xx... en la actualidad (su) renuncia al mundo del arte como sistema nos parece noble y tal vez inimitable. Desdeñó todas las ambiciones que no pudiesen ser internalizadas como lenguaje pictórico dentro de su arte”22.
En la historia del arte colombiano de la centuria pasada pueden recordarse varios bodegonistas. Sin embargo, no hay como Iriarte otro artista dedicado únicamente a trabajar naturalezas muertas. De la lista de los bodegonistas del pais deben mencionarse a: Roberto Páramo (con pequeñas, sencillas y muy sensibles composiciones), Andrés de Santamaría (con floreros y frutas de ricos empastes), Guillermo Wiedemann (con pescados y frutos completamente transformados por los trazos y las manchas pictóricas), Ignacio Gómez Jaramillo (especialmente en sus bodegones geometrizados), Obregón (en su período post-cubista de los cincuenta y luego en sus flores carnívoras), Grau (también en sus composiciones de los cincuenta con influencia del cubismo tardío), Roda (sobre todo con sus aguafuertes y óleos con el motivo de las flores), Manzur (con atildados bodegones en los que no faltan los instrumentos musicales), Botero (con una producción enorme de naturalezas muertas, algunas excelentes, en dibujo, pintura y escultura), Carlos Rojas (con logrados collages de papeles siguiendo el cubismo sintético), Jim Amaral (con frutas que mezclan partes del cuerpo humano o aluden a lo caduco y a lo mórbido), Margarita Lozano (particularmente en sus coloridos y equilibrados pasteles), Teresa Cuéllar (en unos cuantos dibujos de líneas seguras y sintéticas), Santiago Cárdenas (con abundantes óleos en los que insiste en confundir el hecho pictórico con la representación), Beatriz González (rindiendo homenaje a maestros del bodegón o inspirándose en la iconografía popular), Juan Cárdenas (cuyos Talleres abundan en objetos inertes: caballetes, mesas, papeles, cajas, instrumentos de trabajo, etc.), Ana Mercedes Hoyos (con interpretaciones de Caravaggio, Zurbarán, Van Gogh, Jawlensky, Lichtenstein y platones con frutas de las palenqueras), Darío Morales (quien dejara en bronces varios bodegones de objetos de cocina), Santiago Uribe Holguín (con naturalezas muertas estudiadas en los frescos de la antigua Roma) y José Antonio González (con múltiples objetos, desde juguetes hasta vasijas que presenta con el oficio del gran estilo).
Encerrado en Envigado, con esporádicas venidas a Bogotá y algunos viajes al exterior, Alberto Iriarte, “Mefisto”, también nos dejó una lección moral y una enseñanza de amor y respeto por la historia de la cultura. Aun cuando la entrevista de Didier Eribon se publicó en castellano el año de la muerte del pintor bogotano, es muy seguro que éste estuviera plenamente identificado con el pensamiento del célebre autor de La historia del arte. Al final del extenso diálogo, el periodista y escritor francés le preguntó a Gombrich: “En la biografía que consagró a Aby Warburg, usted escribió que éste ‘jamás se consideró un observador distante’. ¿Es ésta una manera de hablar de usted mismo? Tengo la impresión de que usted considera al historiador del arte como lo que se llama en Francia un ‘intelectual comprometido’”.
- Sí, usted tiene razón.
- ¿Lucha por defender valores?
- Sí, es así como veo al historiador del arte, al historiador.
- ¿Y cuáles son los valores que defiende? - Creo que se lo puedo decir de manera simple: la civilización tradicional de Europa occidental. Sé que también hay cosas horribles en esta civilización, lo sé perfectamente. Pero pienso que el historiador del arte es un portavoz de nuestra civilización: queremos saber más acerca de nuestro Olimpo.
- ¿Para consevar la memoria de nuestro pasado? - No sólo la memoria, sino también lo que le debemos. A menudo he criticado a quienes hablan de evasión. La vida sería insoportable si jamás se pudiera escapar hacia el consuelo del gran arte. Hay que compadecer realmente a quienes no han tenido contacto con esta herencia del pasado. Tenemos que estar muy agradecidos de poder escuchar a Mozart o de mirar a Velázquez y compadecer a quienes no lo pueden hacer 23.
Notas
- 1. Ángel Rama, La novela latinoamericana, 1920-1980, Procultura, Bogotá,1982
- 2. José Ortega y Gasset, Velázquez, Revista de Occidente, Madrid, 1959
- 3. Svetlana Alpers, El arte de describir, Madrid, Hermann Blume, 1987
- 4. Svetlana Alpers, op. cit.
- 5. Lionello Venturi, Cuatro pasos hacia el arte moderno, Buenos Aires, Nueva visión, 1960
- 6. José Ortega y Gasset. Op. cit.
- 7. Norbert Schneider, Naturaleza muerta, Colonia, Taschen, 1992
- 8. Julio Payró, Pintura moderna, Buenos Aires, Editorial Nova, 1957
- 9. Norbert Lynton, Ver el arte, Madrid, Hermann Blume, 1985
- 10. Vincent Van Gogh, Cartas a Theo, Barcelona, Barral Editores, 1975
- 11. Margit Rowell, Objects of desire, The modern still life, The Museum of Modern Art, New York, 1997
- 12. Margit Rowell. Op. cit.
- 13. Margit Rowell. Op. cit.
- 14. Juan Gris, De las posibilidades de la pintura y otros escritos, Barcelona, Gustavo Gili, 1980
- 15. Herbert Read, Breve historia de la pintura moderna, Barcelona, Ediciones del Serbal, 1984
- 16. Herbert Read. Op. cit.
- 17. Heinrich Wölfflin, Conceptos fundamentales de la historia del arte, Madrid, Espasa Calpe, 1952
- 18. Camilo Calderón, “Alberto Iriarte, encerrado en Envigado, está triunfando en París”, Magazín al día. Bogotá, 11 de mayo, 1982, Ed. 54, pp. 46-52.
- 19. Ingo F. Walther, Pablo Picasso, Colonia, Taschen, 1994
- 20. Varios autores, El siglo xviii, Barcelona, Editorial Labor, 1972
- 21. Camilo Calderón. Op. cit.
- 22. Robert Hughes, A toda crítica, Barcelona, Anagrama, 1992
- 23. Didier Eribon, Ernst Gombrich, Lo que nos dice la imagen, Bogotá, Norma, 1993
#AmorPorColombia
Mefisto: un bodegonista intemporal
Rábanos y auyama (detalle) / 1979-1980 / Óleo sobre lienzo / 50 x 62 cm
Tomates de árbol (detalle) / Óleo sobre lienzo / 28 x 40 cm
Texto de: Germán Rubiano Caballero
Alberto Iriarte, conocido por sus familiares y amigos cercanos con el sobrenombre de “Mefisto”, es uno de los artistas importantes de Colombia menos divulgado. Los datos biográficos que aparecen en otros textos de este libro son los que se conocen y prácticamente es imposible pensar que pueden aparecer otros nuevos.
Iriarte trabajó encerrado en su casa de Envigado, Antioquia, consagrado a la pintura y eran contadas las personas que podían visitarlo. Tenemos por supuesto sus cuadros y eso basta para escribir su trabajo singularísimo. Son muchos los casos en la historia del arte en los que por diferentes razones ignoramos las vidas de numerosos pintores y escultores. Pienso por ejemplo en Giorgione. De este extraordinario pintor sabemos casi nada y muy pocas de sus telas se consideran hoy plenamente auténticas, aunque en vida, a comienzos del siglo xvi en Venecia, tuvo mucho prestigio. A aquel nombre se pueden agregar los de Pisanello, Bosch, los hermanos Le Nain, Georges de la Tour, etc., que no faltan en los libros y en los museos y que han sido estudiados en los últimos cien años, pero sobre los que aún tenemos grandes vacíos. Para no recordar ahora a los que simplemente se identifican como anónimos.
Refiriéndose a los problemas de los novelistas de América Latina, el crítico uruguayo Ángel Rama escribió que: “Aún el escritor que potencia más el individualismo funciona siempre dentro de un determinado grupo social. No hay Robinsones en la literatura, y la élite es el primer conglomerado social en que un creador se integra. Señalaba Bastide que: ‘no hay duda de que el artista puede ir contra su medio social, puede ser un revolucionario, un no conformista. Pero hasta cuando lucha contra la sociedad que lo ha formado, hasta cuando huye como Gauguin, no deja de llevar consigo su educación, su clase, algunos de los valores colectivos que han llegado a ser parte de su carne, de su ser profundo...’”1.
Estas frases pueden aplicarse igualmente a los artistas plásticos colombianos y en sus casos con mayor razón, toda vez que las pinturas son únicas y si no se muestran en museos o galerías permanecerán desconocidas, o sabrán de ella sólo las personas del círculo social al que pertenece o perteneció el artista. Las naturalezas muertas de Iriarte sólo las conocen unas cuantas personas que tuvieron relación directa con el pintor o con algunos amigos o conocidos del mismo. Los propietarios de los cuadros del artista -algunos colombianos y varios extranjeros- los atesoran con celo reverente. Con seguridad este libro será la revelación de un pintor fuera de serie.
Quizás puede pensarse que la cultura colombiana tenga una clara inclinación por el mundo del pasado, por los grandes pensadores, escritores y artistas de otras épocas. No deja de ser significativo, por ejemplo, que tres ilustres personajes de la literatura, la música y las artes plásticas del país han demostrado esta proclividad. Me refiero a Gabriel García Márquez, Rafael Puyana y Fernando Botero, representantes, junto con unos pocos más, de la élite del pensamiento colombiano. Aunque todos conocen bien la realidad contemporánea y están al tanto de las creaciones de nuestra época, es evidente, al mismo tiempo, su profundo interés por las obras de los mejores autores del pretérito. Mencionándolos individualmente puede decirse que si García Márquez no ha dejado de experimentar con técnicas y temas de la narrativa contemporánea, sus imaginativos relatos se destacan por el manejo de una sintaxis perfectamente clásica forjada en la lectura de los grandes escritores del pasado. Por su parte Puyana, uno de los mejores clavicembalistas del siglo xx, no sólo interpreta partituras especialmente compuestas para él de músicos muy reconocidos como Federico Mompou, Julián Orbón, Alain Louvier y otros, sino que es particularmente célebre por sus interpretaciones de compositores renacentistas y barrocos. Finalmente, y casi que huelga decirlo, Fernando Botero es “un latinoamericano entre los clásicos”, según declaración afortunada de Vargas Llosa. Su abundante obra artística, en pintura, dibujo y escultura, no sólo tiene características formales inconfundibles, sino que evidencia su conocimiento sistemático de artistas como Masaccio, Mantegna, Durero, Caravaggio, Velázquez, Sánchez Cotán, Georges de la Tour, Ingres, etc.
Los bodegones -palabra del castellano que desde el siglo xvii se utiliza para mencionar a los cuadros de cocinas y tabernas en los que junto a personas del pueblo aparecen mesas con objetos propios de esos lugares- o naturalezas muertas de Iriarte son otro ejemplo de esa afección por el mundo del pasado. Hombre cultivado, viajado, radicado en el exterior durante muchos años, en Nueva York y Caracas, el pintor bogotano no desconocía el arte del siglo xx a partir del post-impresionismo, pero al abandonar del todo su profesión de arquitecto se dedicó a pintar exclusivamente naturalezas muertas a la manera de varios artistas de otras épocas. Aunque se pueden tener en cuenta a varios pintores del siglo xvii, especialmente en algunos objetos, en detalles y aspectos compositivos, los españoles son los más cercanos a los bodegones de Iriarte, sobre todo, Juan Sánchez Cotán (1561-1627) y Francisco Zurbarán (1598-1664). El primero, un hermano lego de la Orden de la Cartuja, cuyas naturalezas muertas se distinguen por la sobriedad y la escasez de sus objetos, especialmente verduras y frutas, en composiciones caracterizadas por la presencia de una ventana de fondo negro, observada en perspectiva frontal y paralela a los límites del lienzo y con los elementos colocados en el alféizar o bien colgados de la parte de arriba. Zurbarán, uno de los grandes del siglo xvii en España y quien trabajara especialmente para iglesias y monasterios, dejó una vasta producción de temas religiosos, santos y frailes en la que se destaca un realismo tenebrista pleno de austeridad. Entre sus contados bodegones independientes los más importantes son Naturaleza muerta con limones, naranjas y taza y Naturaleza muerta con cerámica y taza. En uno y otro cuadro llaman la atención la exacta volumetría, el hermoso contraste entre los objetos iluminados y el fondo superior negro y la disposición de los elementos a manera de friso que el historiador italiano Roberto Longhi comparó con la distribución de los vasos litúrgicos en los altares. Siempre ha sido un acierto afirmar que en los bodegones de Sánchez Cotán -unos once- y Zurbarán hay un inefable carácter de trascendencia.
La tradición de las naturalezas muertas en España se remonta a fines del siglo xvi y llega al siglo xx con las obras de Picasso, Juan Gris, Antonio López y Miguel Barceló para sólo mencionar a los más famosos. Entre los primeros bodegonistas españoles hay que citar a Blas de Ledesma, activo en la época de Felipe II y a Juan van der Hamen, quien vino de Flandes y establecido en Madrid formó parte del círculo de los “fioranti” o pintores de flores. No conocemos trabajos del viejo van der Hamen, pero tal vez podemos saber algo de ellos gracias a las obras de su hijo Juan van der Hamen y León (1596-1631), quien influyó en Blas de Ledesma, maestro en Toledo de Sánchez Cotán y a través de éste en Zurbarán. Hay que destacar que en las naturalezas muertas de Blas de Ledesma ya se distinguen los rasgos más característicos de estos trabajos en el arte español: las composiciones presentan objetos humildes que están colocados en las mesas entre el negro del fondo y la luz que penetra por un lado.
Al lado de Sánchez Cotán y Zurbarán hay que citar a Velázquez (1599-1660) que no dejó naturalezas muertas independientes, pero sí estupendas composiciones en las que aparecen diversos objetos de uso diario, particularmente en trabajos tempranos como El desayuno, hacia 1616; Los convidados, entre 1616 y 1619; La criada, ca. 1616; Cristo en casa de Marta y María, entre 1617 y 1621; y los dos más notables, Vieja friendo huevos, entre 1617 y 1622, y El aguador de Sevilla, de 1618 a 1620, del cual dijo Ortega y Gasset que en él vemos “como la intención de Velázquez es la reproducción del objeto en su máxima individualización. La pintura deja de ser la presentación de formas imaginarias y transmundanas, de rasgos genéricos. Aquí no sólo se transcribe con rigurosa exactitud la figura del aguador sino que se hace el retrato del cántaro que no es un cántaro sino este único y determinado cántaro”2.
Luego de estos maestros, España ha tenido otros bodegonistas destacados: Antonio de Pereda (1611-1678), un ilustre representante de los cuadros conocidos como vanitas, en los que no faltan las calaveras alusivas a la muerte -“con la muerte todo termina/ la muerte es confín de las cosas”- y que básicamente se refieren a la vanidad de las cosas humanas; Juan de Arellano (1614-1676), pintor de flores influido por Juan van der Hamen ya mencionado; Juan Zurbarán (1620-1649), hijo de Francisco y cuya muerte temprana nos privó de otros cuadros tan bellos como el Bodegón con servicio de chocolate, de 1640, en el que sobre un fondo negro se aprecia una mesa sobre la que hay algunos objetos de diversos materiales, dispuestos en aparente desorden y con una suave iluminación; Luis Meléndez (1716-1780), quien continuó la calidad de los maestros del xvii, aunque sus bodegones abundan en comestibles, incluyendo los pescados plateados y no deja de haber algunos con fondo de paisaje; Francisco de Goya (1746-1828) cuya impresionante producción de grabados, dibujos y pinturas sobre la historia y la vida en España deja en segundo plano sus excelentes bodegones de comienzos del siglo xix, en los que, de nuevo sobre fondos negros, se observan animales muertos -Pavo desplumado y cacerola de fritar- o porciones de carnes crudas -Bodegón con salmón, Bodegón con pedazos de costilla, lomos y cabeza de carnero- de un verismo casi hiperrealista, pero cargado de la intención macabra de aproximarnos a unas carnes mortecinas; José López Enguídanos (1760-1812), con sobrios bodegones de fondos oscuros en los que aparecen animales muertos, frutas cortadas y en uno, óleo de 1807, un vaso de cristal con agua, que pudo tener como modelo el hermoso cuadro de Chardin Vaso de agua con jarra, de aproximadamente 1760; Francisco Millán (1778-1837), quien pintara con suaves empastes conjuntos de frutas sobre fondos oscuros; y Francisco Peralta de Campo (1820-1897), cuyos bodegones sobre los característicos fondos negros abundan en objetos -vasijas y copas- de diferentes materiales, formas y tamaños.
Es muy posible que Iriarte supiera de todos esos artistas, aunque de algunos sus trabajos reconocidos no son muy abundantes. Y es posible también que conociera las obras de otros bodegonistas españoles que aquí no se han citado. Lo único cierto es que el colombiano realizó sus naturalezas muertas, como ya se dijo, a partir de los bodegones españoles que, como también se ha anotado, tienen características bien establecidas. Empero, hay algo más. Iriarte supo agregar a sus óleos otros elementos que vienen de otras naturalezas muertas o incluso de cuadros de interiores que no sólo enriquecen sus propias obras sino que les dan un aspecto particular, muy personal. Los bodegones del bogotano acusan la influencia de las naturalezas muertas españolas, pero son esencialmente Iriartes. Por eso es fácil distinguirlos de los lienzos europeos.
Dejando aparte por ahora algunos objetos excepcionales de su trabajo, se pueden mencionar como elementos prácticamente desconocidos en los bodegones españoles: los animalitos, desde los insectos hasta el pájaro y los ratones, las carpetas y manteles con prolijos patrones decorativos y las baldosas exornadas con cuidadosos diseños, para no citar las verduras y los frutos y algunos enseres que no son europeos. Los insectos provienen del norte, de Flandes y de algunas ciudades que hoy son de Alemania. Son los casos de Georg Flegel (1566-1638), Balthasar van der Ast (1594-1675), Abraham Mignon (1640-1679), Ambrosius Bosschaert (1573-1621), Jan Brueghel El Joven (1568-1625) y Osias Beert (1580-1624), entre otros. Mientras las carpetas (tapices o alfombras orientales) se encuentran en las espléndidas naturalezas muertas del holandés Willem Kalf (1619-1693) y en muchos cuadros de interiores de los también holandeses Gerard ter Borch (1617-1681), Jan Steen (1626-1679),Gabriel Metsu (1629-1667), Pieter de Hooch (1629-1648) y Johannes Vermeer (1632-1675), que indudablemente tiene los más bellos ejemplos; los manteles y las baldosas recubiertos de patrones geométricos o abstraídos de formas naturales no son fáciles de encontrar pero debe haberlos; son entonces bastante peculiares de los bodegones de Iriarte.
La pintura de Iriarte, con su evidente interés de mostrar las cosas como son y de atender a muchos entes sencillos y cotidianos y, al mismo tiempo, con su esfuerzo innegable de representar todo el mundo físico de la manera más cuidadosa, se entronca con una vieja tradición del arte europeo del norte, que tiene sus más nobles ejemplos en el arte holandés del siglo xvii y que no deja de tener manifestaciones sobresalientes en el arte de España, Francia e incluso Italia: esa tradición es la de un arte de descripción, en contraposición al arte narrativo italiano, que la historiadora Svetlana Alpers resume con las siguientes palabras: “En el Renacimiento, este mundo era un escenario en el que las figuras humanas representaban acciones significativas basadas en los textos de los poetas. Es un arte narrativo. Y la omnipresente doctrina del ut pictura poesis se invocaba para explicar y legitimar las imágenes por su relación con previos y sacrosantos textos”3. La misma historiadora dice más adelante del arte del norte: “Las pinturas holandesas son ricas y variadas en su observación de la realidad, deslumbrantes en su ostentación de maestría, domésticas y domesticadoras en sus asuntos. Los retratos, bodegones, paisajes y la presentación de la vida cotidiana representan placeres escogidos en un mundo lleno de placeres: los placeres de los vínculos familiares; los placeres de la posesión; el placer de las ciudades, de las iglesias, de la tierra. En esas imágenes, el siglo xvii parece un largo domingo, como lo ha expresado recientemente un escritor holandés, después de las tribulaciones del siglo anterior. El arte holandés es una fiesta para los ojos, y, como tal, parece exigir menos de nosotros que el arte de Italia”4.
Sin el lujo y abundancia de ciertos bodegones holandeses, los de Pieter Aertsen (1508-1575), Willem Claesz Heda (1594-1682), Pieter Claesz (1597-1660), Willem van Aelst (1627-1683) y el ya mencionado Willem Kalf, las naturalezas muertas de Iriarte también son un regocijo para la vista. He aquí dos ejemplos por ahora: el primero es la naturaleza muerta llamada Composición, de fines de los setenta (págs. 130-131), en la que hay una estructura de tres niveles: un nivel inferior continuo, de lado a lado del cuadro horizontal, en cuyo centro se observa un ratoncito comiendo, y dos niveles superiores, cada uno con alturas diferentes; en el nivel más bajo, a la derecha, se ve la mitad de un cítrico y un vaso de cristal circular, de bella transparencia luminosa, lleno de agua hasta la iniciación del pico del vaso del que salen tres ramas con abundantes hojas y botones y en el nivel más alto, a la izquierda, se aprecia una jarra posiblemente de cerámica y un vegetal. Detrás de los dos niveles superiores todo es negro y las tres superficies soportantes tienen una suave luz con las sombras exactas que proyectan el ratón, el vegetal, el cítrico y el vaso de cristal. Todo en verdes claros, habanos, cafés y amarillos y hermosa entonación. El segundo ejemplo es Berenjenas, de 1980 (pág. 159), una naturaleza muerta centrada en una cesta que contiene dos berenjenas y un conjunto de hojas y está colocada sobre una mesa con mantel a cuadros. El fondo superior es negro y el límite de la mesa en la parte posterior se pierde en la oscuridad. Adelante, la mesa termina en el mismo borde anterior. La superficie de la mesa ligeramente inclinada hacia adelante es bien visible y destaca el patrón de cuadritos habanos y cafés del mantel que alternan con otros con diagonales cruzadas. Dentro de la sobriedad característica de los bodegones de Iriarte, en estos óleos hay mucho para ver. Al emprender un atento recorrido por todos los aspectos representativos y formales de las dos composiciones se alcanza un auténtico goce estético.
En el siglo xvii cuando se pintaban los más variados y hermosos cuadros de naturalezas muertas, este género artístico ocupaba el puesto más bajo dentro de una jerarquía establecida por las academias de arte que habían nacido en Italia, pero que se multiplicaron en Europa luego de la fundación de la Real Academia de París en 1648. Esas academias consideraban que el puesto más alto de la pintura correspondía sin discusión al género histórico que tenía que ver con los personajes y episodios del Antiguo y Nuevo Testamento, con los dioses de la mitología que casi siempre estaban inspirados en Las Metamorfosis de Ovidio y con los personajes y acontecimientos más importantes de Europa y sus diversas regiones. En aquella jerarquía seguían luego los retratos y posteriormente los paisajes y los cuadros de animales. Con Caravaggio (1573-1610) estos criterios comenzaron a cambiar. Como lo dijo lúcidamente Lionello Venturi: “... una tendencia nueva, la tendencia de la pintura moderna, comenzó con una simple cesta de frutas. Evitar un tema complejo; expresar la contemplación, sin complicaciones, de una simple cesta de frutas, mostrando los diversos aspectos de una hoja, la redondez de una manzana, los reflejos de una uva, todo ello relacionado, a través de una tonalidad apagada, con un fondo claro; demostrar que un motivo sencillo como esta cesta puede ser tema de un cuadro, requería una humildad sobrehumana ante la naturaleza. Y es una realización notable no sólo desde el punto de vista artístico, sino también moral. De una vez por todas liberó la pintura del prejuicio de género y tema, y colocó sobre un pedestal a la naturaleza muerta. Si Cézanne encontró su estilo pintando manzanas, es porque tres siglos atrás Caravaggio había señalado el camino”5.
La influencia revolucionaria de Caravaggio se notó pronto. Velázquez, muy joven, en Sevilla comienza su carrera pintando bodegones. Ortega y Gasset que tiene algunos textos irremplazables sobre este enorme pintor del siglo xvii precisa una intención igualmente novedosa en el manejo de aquel tema por parte de Velázquez. Escribió Ortega y Gasset: “Las descripciones de cuadros que aquel tiempo nos ha dejado revelan que estos eran vividos desde sus asuntos, es decir de lo que tienen de narración y de sugestión de ‘otro’ mundo. En el asunto se apreciaban las formas ‘cómo’ pertenecientes a los seres representados. Esto quiere decir que no se veía el cuadro como pintura. La visión en ‘voz media’, en reflexividad del cuadro como cuadro, del cuadro no como asunto, sino en cuanto al ‘cómo’ está pintado, no la tenían sino inconsciente y en rudimento. Forzar al contemplador para que se desentienda del asunto y atienda a la pintura es lo que el bodegón se propone eligiendo objetos y escenas viles. De este modo se vuelve del revés la relación tradicional. En ésta el cuadro lleva y dispara la atención hacia el ilustre asunto, desapareciendo él. En Velázquez es el asunto quien por su trivialidad nos devuelve al cuadro mismo, a sus pigmentos. El cuadro que era medio, trámite y tránsito a otro mundo ‘bello’ se hace término y mundo él mismo”6.
Llegamos así al quid del asunto. Gracias a las naturalezas muertas la apreciación de la pintura dejó en segundo plano los temas y le dio especial importancia a la pintura per se, a la manera como están realizados los cuadros, a sus formas, esto es: a su composición, a su dibujo, a sus colores, a su espacio, a su atmósfera, a sus luces y sombras, es decir, reiterativamente a todo lo que es la pintura más allá de los motivos. De allí el éxito de los bodegones en el siglo xx, una centuria que, sobre todo en los primeros decenios, le dio especial relieve a las formas y prácticamente se desentendió de los temas, a los que consideró sólo como pretextos para pintar. Como afirma Norbert Schneider: “... la naturaleza muerta será cada vez más el medio que reflejará la índole de la percepción artística y los procesos de realización de la pintura”7.
Antes de corroborar lo anterior con una referencia a las naturalezas muertas del siglo xx, hay que recordar algunos bodegonistas de los dos siglos anteriores. De los varios pintores destacados del siglo xviii, uno de los más grandes fue Jean Baptiste Chardin (1699-1779), quien aparte de los retratos y las escenas de género, en las que sobresalen los personajes de la clase obrera, realizó numerosas naturalezas muertas caracterizadas por la sencillez de las composiciones y la humildad, en la mayoría de los casos, de los objetos y comestibles que presentan. Pero lo que hace superior y muy avanzado para su tiempo a Chardin es la distancia que establece con la mera descripción objetiva de las cosas, gracias al refinado tratamiento de los empastes y al colorido amortiguado y siempre muy bien entonado. De allí que sus imágenes prosaicas, completamente recreadas por los medios pictóricos, parezcan casi irreales.
Luego de las espléndidas producciones de Jacques Louis David (1748-1825), Jean Dominique Ingres (1780-1867) y Eugne Delacroix (1798-1863), que pusieron en un puesto muy alto los géneros de historia y retrato, en la primera parte del siglo xix, la pintura comenzó a cambiar radicalmente a partir del realismo. Desde Gustave Courbet (1819-1877) el arte se orientó hacia la vida cotidiana y eliminó siempre todo lo que tenía que ver con el género histórico. Positivista convencido, el gran artista del Franco Condado pintó entonces Los picapedreros, Cribadoras de trigo, Los campesinos de Flagey, Las señoritas del pueblo, El entierro en Ornans, entre otros muchos. De este último cuadro Julio Payró escribió: “El entierro de Courbet describe un episodio material y terreno... un cielo bajo y plomizo aplasta a los personajes: parientes, vecinos, jueces togados y plañideras que se aglomeran en torno de la fosa. La escena es sombría y sus protagonistas no alientan esperanzas...”8. Y pintó, por supuesto, muchos paisajes y naturalezas muertas. Norbert Lynton comentó de Manzanas y paisaje: “... la pintura es rica y espesa, como si Courbet quisiera plasmar en su cuadro la materialidad de la fruta, su densidad y peso. Esto tiene el siguiente efecto: recuerda al espectador que se encuentra frente a un cuadro, es decir, un objeto hecho de lienzo y pintura al óleo, un objeto producido / fabricado artificialmente, idéntico en esto a una silla o un zapato”9.
En la segunda parte del siglo xix la lista de naturalezas muertas realizadas por notables artistas que abrirán las puertas de la siguiente centuria con sus importantes innovaciones es bastante grande. Baste con recordar los vasos con flores de 1864 y 1882 de Manet (1832-1883), hechos de pinceladas y manchas finas que son registros prodigiosos de la visión pura; algunas naturalezas muertas de Cézanne (1839-1906), como la titulada Bodegón con manzanas, de los años noventa, en las que aparte de la limitación del espacio en profundidad, sorprende la observación de los objetos desde más de un punto de vista, que anticipa una de las innovaciones más importantes del cubismo; ciertos cuadros de Gauguin (1848-1903) en los que comienza a verse la síntesis de sus figuras, definidas por un diseño firme -Bodegón con tres perritos, de 1888- o en los que la atmósfera del lienzo es francamente exótica -Un vaso de flores, de 1896-; varios trabajos de Van Gogh (1853-1890) de nuevos temas en las naturalezas muertas como botas viejas, sillas y materas y de diversas flores, entre las que se cuentan los girasoles, de los que escribió el artista a su hermano Theo: “Estoy en vena de pintar, con el ardor de un marsellés comiendo la sopa de pescado, lo que te asombrará, porque se trata de pintar los grandes girasoles...” (agosto de 1888)10. Las mesas con objetos y los vasos con flores de Adolphe Monticelli (1824-1886) siempre con abundantes y coloridos empastes y los floreros y bodegones de Pierre Bonnard (1867-1947), quien desde el inicio de su carrera nos dejó unas pinturas -Junquillos en vaso verde, de 1887, y Cesta de frutas sobre un mantel, de 1895- hechas de empastes refinados y colores bellamente entonados.
Al lado de las representaciones humanas que siguen por obvias razones predominando en el arte figurativo, las naturalezas muertas ocupan un lugar destacado. Nunca antes en la historia del arte se habían visto tantos trabajos que, de muy diversas maneras, se aproximan o tratan directamente el tema de las naturalezas muertas. Como lo escribiera Margit Rowell en el prefacio del catálogo de la exposición, de la que ella fuera curadora, “Objetos de deseo: la naturaleza muerta moderna”: “Intentar contar la historia de la naturaleza muerta moderna es virtualmente equivalente a tratar de contar la historia del arteÊavant garde del siglo xx”11. Un rápido vistazo a esta enorme muestra, presentada en el Museo de Arte Moderno de Nueva York y en la Galería Hayward de Londres (1997-1998), nos impresiona por la variedad de las obras que pueden aceptarse, con razones, dentro de la idea, ahora bastante laxa, de naturaleza muerta. Lo anterior se debe, de acuerdo con la curadora, a que “la convencional condición material ‘inanimada’ de los objetos de la naturaleza muerta e igualmente el hecho de que ellos sean ficciones, estimulan al artista a tomar infinitas libertades en su representación e interpretación y a inventar u obedecer códigos formales y sutilmente semánticos con el objeto de proyectar sus mensajes mudos aunque elocuentemente simbólicos”12. De los numerosos artistas de gran importancia incluidos en dicha exhibición y que fueron presentados en varias secciones conceptuales deben recordarse a Picasso, Braque, Léger, Matisse, Klee, Gris, Boccioni, Mondrian (en el grupo denominado “El mundo como campo perceptual”); Redon, Laurens, más Picasso, Braque, Gris y Matisse (en “Anatomías de estructura”); Duchamp, Ray, Picabia (en “Ficciones reales”); de Chirico, Magnelli, Carrˆ, Morandi, Le Corbusier, Ozenfant, más Picasso y Matisse (en “Pintura metafísica: clasicismos modernos / geometrías ideales”); Miró, Höch, Davis, Dalí, más Léger (en “Formas de una nueva objetividad”); Soutine, Ensor, Beckmann, más Picasso, Matisse y Miró (en “Alegorías de vida y muerte: tradición revisitada y transformada”); Magritte, Cornell, Fontana, Kahlo, Dubuffet, más Dalí, Miró y Klee (en “Lenguajes de surrealismo. Lenguajes de subversión”); Johns, Rauschenberg, Dine, Flavin, Spoerri, Arman, Christo, Manzoni, Lichtenstein, Oldenburg, Warhol, Hamilton (en “Los mecanismos de la cultura de consumo”); Richter, Guston, Baselitz, Sherman, Kiki Smith, Cragg, Koons, Therrien, Gober, más Warhol (en “Simulacros postmodernos”); y Merz, Charles Ray, Gnolli (en “Cézanne y Magritte revisitados”), para sólo citar a los más famosos. Casi hacia el final del catálogo Margit Rowell hace la siguiente anotación: “A lo largo de este libro se ha sugerido que la materia temática de la naturaleza muerta ha evolucionado en alguna proporción y relación con los desarrollos sociales, culturales y económicos del siglo xx y que su sintaxis formal ha sido reestructurada por códigos de representación revistos y renovados y a través de avances tecnológicos o emancipaciones de modos anteriores”13.
Aunque los artistas estuvieron representados con obras excelentes, de muchos faltaron trabajos superiores (Cesta de naranjas, óleo de 1912, de Matisse; Mandolina y guitarra, óleo de 1924, de Picasso, para citar sólo dos ejemplos). De todos modos, aprovechando el catálogo de “Objetos de deseo: la naturaleza muerta moderna” puede decirse que algunos de los trabajos memorables son: los óleos, los collages y las construcciones relacionadas con el cubismo de Picasso; La naturaleza muerta española (1910-1911) y La mesa de mármol rosa (1917) de Matisse; La naturaleza muerta con cuatro manzanas (ca.1909) de Klee; Cristales (1927) de Hannah Höch; La cesta de pan (1926) y Teléfono en un plato con sardinas asadas (1939) de Dalí; Naturaleza muerta-tazón con peras (1925) de Léger; Naturaleza muerta con zapato viejo (1937) de Miró; Retrato (1935) de Magritte; El motivo: atmósfera vespertina (1988) de Baselitz; Sin naturaleza muerta (1966) de Gnolli y los ready mades y algunas esculturas en diversos materiales de : Manzoni (panes cubiertos de caolín, 1961-1962), Man Ray (plancha con tachuelas, 1921), Arman (acumulado de peinillas,1962), Christo (paquete sobre una mesa, 1961), Oldenburg (vitrina de pasteles hechos con yeso pintado, 1961-1962), Cragg (ocho objetos de los más diversos materiales, 1981) y Therrien (gran pila de platos hechos con cerámica epoxy y fibra de vidrio, 1994).
En la exposición que estoy comentando no dejaron de faltar nombres importantes. Aunque la curadora Rowell precisa que su criterio de selección tuvo en cuenta, entre otras cosas, los cambios fundamentales que se han presentado entre los artistas y la sociedad y la amplia libertad de los creadores actuales -pese a las presiones del mercado- que hace que estos comuniquen sin cortapisas sus propias narrativas, estructuras y objetos de deseo y busquen además nuevos motivos para las naturalezas muertas -los artículos manufacturados impersonalmente, los productos de consumo comercialmente atractivos, etc.-, no puede ignorarse que las ausencias tienen otra explicación ya casi paladina: para la curadora, como para muchos críticos y curadores de los últimos años, es inmodificable el juicio de que lo que miran, estudian y presentan en una exhibición no sea nada que tenga que ver con lo que llamaré el gran estilo, el arte apoyado en una tradición secular en la que los oficios, formas y contenidos que se remontan al Renacimiento son todavía prioritarios y esenciales; un arte que es retiniano y no exclusivamente conceptual, para recordar la terminología entre seria e irónica de Marcel Duchamp. Resulta lamentable que esa posición la asuman personas que vinculadas al mundo del arte debieran tener puntos de vista y criterios más flexibles y además una actitud menos arrogante de la de considerar que ellos son los únicos que poseen la verdad absoluta. ¿Cómo es posible que en una gran exposición de naturalezas muertas del siglo xx no aparezcan, para poner unos ejemplos, los nombres de Giorgio Morandi -que sólo tenía Objetos de deseo, una pintura temprana (1919) que poco tiene que ver con su admirable producción definitiva que comienza hacia los primeros cuarenta-, Ben Nicholson -cuyas naturalezas muertas influidas por el arte final del xix y luego las relacionadas con el cubismo son de los cuadros más hermosos del arte inglés de la primera parte del xx-, Antonio López García -de quien citando solamente un óleo como Conejo desollado (1972) puede señalarse como uno de los más profundos y desconcertantes bodegonistas de hoy-, y David Hockney -con una obra gigantesca en la que han abundado exquisitos bodegones en grabado, dibujo y pintura siempre con un estilo vivaz y de gran factura?
Y como también es habitual, en la muestra mencionada faltaban los artistas latinoamericanos, con la excepción de la mexicana Frida Kahlo, incluida con el óleo Naturaleza muerta con tunas, de 1938. Desde Diego Rivera (1886-1957), que hizo bodegones cubistas contemporáneamente con la presencia de este movimiento en París, hasta conceptuales muy importantes como el argentino Víctor Grippo (1936), el uruguayo Luis Camnitzer (1937) y el brasilero Cildo Meireles (1948), para citar unos pocos, América Latina tiene notables artistas que han trabajado naturalezas muertas u obras relacionadas con dicho género. Meireles, por ejemplo, cuya instalación Cómo se construyen catedrales, varias veces presentada en Europa y Estados Unidos, es una de las más contundentes demostraciones de la necesidad de otras propuestas artísticas para comunicar contenidos críticos en forma perfectamente clara. En su gran mayoría las mejores naturalezas muertas latinoamericanas están relacionadas con el cubismo. Son los casos de Rufino Tamayo -en sus primeros años de producción-; Amelia Peláez, quien hizo una bella síntesis de arquitectura, muebles y frutos tropicales; Alejandro Otero -también en el comienzo de su extensa obra-; Aldo Bonadei; los hijos de Joaquín Torres García, Augusto y Horacio; y Emilio Pettoruti, con una amplia y fina producción consagrada casi exclusivamente a los bodegones. Finalmente no puede olvidarse Claudio Bravo quien, entre varios temas, tiene unas impecables naturalezas muertas.
Antes de estudiar en detalle la obra de Alberto Iriarte, “Mefisto”, se justifica un breve resumen de lo dicho hasta aquí y que ante todo ha querido establecer un marco histórico para poder apreciar mejor la pintura de este artista colombiano. Iriarte, desde que dejó la arquitectura y se consagró a pintar, trabajó exclusivamente naturalezas muertas. Estas están especialmente influidas por los bodegones de algunos españoles del siglo xvii, pero no dejan de acusar contactos con trabajos flamencos y holandeses de la misma centuria, lo que determina una producción particular y bien reconocible. Del sitio más bajo del escalafón académico, las naturalezas muertas comenzaron a ganar prestigio y llegaron a convertirse en uno de los temas más importantes y populares del arte del siglo xx. Así pues, que a Iriarte hay que verlo dentro de un contexto plagado de variados y destacados bodegonistas. Desde la primera naturaleza muerta de Caravaggio -Cesta de frutas, de 1596- los cuadros comenzaron a apreciarse por la manera como habían sido realizados y se le quitó importancia al tema tratado. Y poco después, los cuadros empezaron a observarse más como hechos pintados, como pigmentos que muestran unas formas -composición, dibujo, color, espacio, etc.- que hacen visibles las representaciones de unos objetos inertes o bodegones. En el siglo xx se acentuó más esta apreciación: un cuadro es la reunión de unos colores sobre una superficie. Todo lo demás es secundario.
En un primer vistazo las naturalezas muertas de Iriarte, trabajadas en algo más de veinte años, son bastante parecidas. Con la excepción de algunos pocos motivos que aparecen en algunos cuadros (una esfera armilar, bibliotecas, materas, algún florero) las pinturas insisten en la reunión de unos pocos elementos -verduras, frutos, enseres de comedor, algunos animalitos- sobre una superficie en un espacio reducido y en la mayoría de los casos con fondo oscuro. Además, los vegetales suelen repetirse, lo mismo que algunos objetos.
Empero, cuando se vuelven a mirar con más atención, los bodegones comienzan a destacar todas sus diferencias. Cada uno constituye un mundo recoleto particular en el que las composiciones son lo primero que se impone. Como dijera Kahnweiler de Juan Gris, para Iriarte “cada obra era un todo inmutable: no era agradable la decoración, sino un pequeño universo con sus propias leyes”14. Normas de cuidadoso dibujo, exacta distribución y precisa entonación en sombras y colores. Aproximémonos por ejemplo a Rábanos y auyama, de 1979-1980 (pág. 98). Sobre un mueble que termina oscurecido por la sombra en el borde anterior que limita con la propia superficie de la pintura, se observan a la derecha una calabaza y a la izquierda dos rábanos, uno acostado y el otro erguido. Estos vegetales reposan sobre el plano del mueble suavemente iluminado. En la pared del fondo se ven un asador de alambres circulares y una mosca. Sobre la superficie del mueble, cuyos bordes laterales exceden el espacio representado, se aprecian las sombras de los vegetales y en la pared hay sombras en torno al asador. Las zonas de los rábanos y de la pared detrás de la calabaza son las más iluminadas. Sin mencionar en este análisis el color -obviamente complementario del todo- y destacar sólo los contrastes de luces y sombras y el dibujo es evidente que el pintor realizó una composición minuciosamente balanceada en la que los valores tonales -pensando sólo en las sombras- y las diferencias entre tamaño, volumen y transparencia de los cuerpos representados -claramente ceñidos en sus límites- están perfectamente armonizados. Mirando de esta manera el cuadro, se cae en cuenta de que la composición comienza en la realidad -y esto sucede en todas las naturalezas muertas-, cuando el artista reúne los objetos y los instala en el orden que quiere para pintarlos. Aunque Kandinsky se refería a sus pinturas abstractas esta definición también es pertinente para los bodegones de Iriarte: “Una expresión de un sentir interior lentamente formado, elaborado repetidamente y de un modo casi pedante. A esto llamo una composición. En esto, la razón, la conciencia y el propósito representan un papel principalísimo. Pero nada aparece del cálculo, sólo el sentir”15.
Pongamos ahora otro ejemplo para mirar de cerca la composición de los colores. En el bello óleo Fruteros, 1978-1979 (págs. 50-51), en el que sobre la superficie de una madera café de finas vetas horizontales se destaca en el centro el motivo que da título a la obra. En él, además de las frutas redondas y las hojas vistas desde diferentes lados, se distingue una especie de libélula y a uno y otro lado sobresalen también un plato con pequeños limatones y un recipiente de madera con tapa. La armonía cromática es admirable. Sobre el fondo oscuro resaltan los amarillos naranjas de las frutas, los verdes amarillentos de los vegetales de la izquierda y el café amarillento con brillo dorado del recipiente de la derecha. Los amarillos están perfectamente entonados con los verdes suaves y los cafés claros. Una entonación que está estrictamente sintonizada con las sombras que proyectan los objetos y con las zonas iluminadas. El equilibrio de color, luz y sombra es perfecto. Iriarte parece tener en cuenta estas frases de Matisse respecto de sus propias pinturas: “No consigo copiar servilmente la naturaleza sino que me siento forzado a interpretarla y a someterla al espíritu del cuadro. Una vez que he dado con todas las relaciones tonales, el resultado es un acorde vivo de colores, una armonía análoga a la de una composición musical”16.
En las naturalezas muertas de Iriarte, aparte de la organización de los diferentes objetos del cuadro, es muy importante el pequeño escenario en que estos se presentan. Aunque aparentemente la disposición es muy parecida, de nuevo con más atención se aprecia cuán variadas son las mises en scne. Si predominan los fondos oscuros, casi negros y en primer plano aparece la superficie que sostiene los objetos -que puede ser la de una mesa, aunque a veces se puede pensar en otro tipo de soporte-, sorprenden, en primer lugar, los diferentes puntos de vista sobre dicha superficie. Esta se ve un poco desde arriba y a veces se observa el límite interior que colinda con el fondo oscuro, pero en muchos casos el punto de observación no es tan alto y sólo deja ver algo de la superficie o, como sucede muchas veces, el soporte sólo se ve en su borde -una línea horizontal- y sólo se destaca el plano anterior que colinda con el límite mismo de la pintura. Y si se detalla esta cara se verán otras variantes: o no se puede observar el grosor del soporte o se ve que éste es delgado y muestra entonces la oscuridad del vacío que está por debajo. Pero hay algo importante que falta: la presencia de más de un soporte, a veces de varios a diferentes niveles, y la descripción de diagonales y de vanos. Miremos algunas obras para detallar mejor lo mencionado: Cesta con vegetales, de 1973 (págs. 98-99), presenta un soporte -¿una mesa?- en primer plano que en su lado izquierdo termina en una diagonal pronunciada y detrás de ésta se ve una repisa -realmente un tablón-, cuyo borde derecho constituye otra diagonal. De esta manera, este bodegón es uno de los que más destaca la profundidad del escenario. Lechugas y granadilla, de 1981-1982 (pág. 112), exhibe adelante un volumen rectangular a manera de peldaño, en el que se ven una lechuga y ya en el extremo de la derecha una granadilla y atrás, a la izquierda, un vano oscuro en el que se destaca la otra lechuga. Tanto el peldaño como el alféizar sólo presentan el borde, no se divisa nada de sus superficies superiores. Y Guanábana y mangos, de 1979-1980 (pág. 44), presenta los objetos en dos niveles, uno inferior que muestra su superficie donde reposan unas frutas y un insecto y otro que es de nuevo un vano que deja ver su lado lateral vertical tiene el mismo grosor del alféizar donde descansa la guanábana. Los planos vertical-horizontal de este hueco de negro profundo constituyen una diagonal. Todas estas breves descripciones apuntan entonces a otro aspecto de las composiciones de Iriarte: el que tiene que ver con la distribución del espacio. Un espacio más inventado que real, pleno de coherencia y determinado por la perspectiva clásica, que demuestra la formación de arquitecto del pintor bogotano.
Luego de las composiciones hay que hablar del dibujo. Todas las naturalezas muertas de Iriarte se distinguen por la precisión de su dibujo. En cada cuadro los objetos están destacados por la línea de sus contornos y por las que recorren todas las variantes lineales de sus superficies. Por eso sus bodegones son de carácter táctil; están realizados para que el ojo los recorra y prácticamente los pueda palpar. Veamos un primer ejemplo: Manzanas, de 1977 (págs. 166-167). En una cesta de mimbre situada exactamente en el centro de la pintura se aprecian siete manzanas, cinco grandes y muy redondeadas y dos pequeñas, e igualmente se destacan algunas ramitas con hojas, una flor y una mariposa. Todo representado a partir de su físico, de su ser material, de sus formas características. Con el empeño además de que cada objeto se vea autónomo, aislado de todo lo vecino.
La claridad de la imagen es el primer atractivo de las naturalezas muertas de Iriarte. Como las mejores pinturas del Renacimiento, los óleos de nuestro artista están basados en el concepto de lo lineal, de acuerdo con los estupendos análisis formales realizados por el historiador suizo H. Wölfflin17. A partir de este autor es bueno abordar ahora los conceptos de superficie y multiplicidad que están estrechamente asociados con el predominio absoluto de la línea. Para ello es mejor buscar una obra con más elementos, por ejemplo: Tres granadas, de 1979-1980 (págs. 174-175). En este bodegón se distinguen tres planos. El plano anterior muestra el borde de la superficie soportante que en la parte de la derecha está cubierto con un mantel de cuadritos y a la izquierda muestra el grosor de la madera y el vacío oscuro que está debajo. En el plano intermedio se encuentran los objetos: de izquierda a derecha, un plato con frutas y en una de ellas una mariposa, las tres granadas, un jarrón con dos rosas y varias hojas, dos pétalos y una caja circular de madera de poca altura. En el plano posterior se ve el borde interno de la posible mesa y el fondo que en este caso no es negro sino verde aceituna, matizado con gris y amarillento. Es evidente que aunque el espacio es relativamente somero, todo está dispuesto para que se visualicen los planos que nos hacen ver un adelante y un atrás y la zona intermedia donde los objetos no aparecen en línea (como en los bodegones de Zurbarán), sino que están en aparente desorden, unos más adelante o más atrás que sus vecinos. Esa disposición en planos contribuye a la claridad del todo y hace que los objetos aparezcan vistos muy de cerca. El concepto de multiplicidad es muy fácil de apreciar. Es tal el afán de claridad, es tan precisa la organización del espacio en profundidad y es tal el interés de que todo aparezca visto de cerca, como si se pudiera tocar, que los diferentes objetos de la naturaleza muerta lucen independientemente, al punto de que el cuadro puede fraccionarse en varias partes sin que ninguna pierda coherencia. De Tres granadas surgen varios bodegones igualmente completos: uno con el plato con frutas y la mariposa, otro con la granada sobre la madera, otro con las dos granadas que están sobre el mantel, otro con el jarrón con rosas, etc.
Desde cuando comenzó a pintarse al óleo a principios del siglo xv, con ejemplos tempranos en Flandes, el arte occidental alcanzó su más logrado ilusionismo. A partir de entonces, las representaciones no sólo mostraron un espacio coherente en profundidad y unos cuerpos plasmados con rigor anatómico, sino que por primera vez las superficies de todas las cosas parecieron literalmente exactas. Las maderas, los metales, los cristales, las telas, las pieles y, por supuesto, las epidermis de los frutos y vegetales se vieron de acuerdo con sus cualidades. Los bodegonistas del siglo xvii prácticamente en toda Europa, pero sobre todo en Holanda, Flandes y España, aprovecharon la experiencia en el manejo del óleo de casi dos centurias para realizar las más asombrosas representaciones de todos los objetos que suelen reunirse para pintar naturalezas muertas.
El oficio para lograr estos efectos era dispendioso y generalmente la pintura se trabajaba por capas, con lo que se conseguían no sólo las apariencias veristas, sino los reflejos de la luz, las opacidades, las sombras de las que surgían determinadas formas, etc. El uso de pinceles finos y de pigmentos fluidos hizo que estos cuadros al óleo tuvieran un aspecto liso y sin huellas de pinceladas. Obviamente, Iriarte estaba relacionado con esta tradición. Hace unos años, el escritor Camilo Calderón recordaba que el bogotano estudió en Nueva York en el taller de Amadée Ozenfant y que allí aprendió la fórmula de les trois couches: “al cuadro había que darle las tres capas de pintura. Pero ‘Mefisto’ llegó a alcanzar su técnica con más de las tres capas. Pacientemente, va cubriendo poco a poco la superficie del lienzo, una y otra vez, día tras día, y así durante meses. Si uno se fija en cualquiera de sus cuadros, no verá una sola pincelada, porque aplica la pintura en muchas y delgadas capas que van transparentándose, fundiéndose e integrándose hasta lograr ese efecto final terso y brillante...”18.
Sin duda alguna las naturalezas muertas de Iriarte fueron trabajadas despacio. El artista estaba consagrado a pintar y tenía todo el tiempo para ello. Esa es la razón para explicar cómo en sus años dedicados al arte dejó relativamente pocos cuadros; lienzos que además son pequeños y con el mismo tema. Iriarte era fiel a estas declaraciones de Picasso: “Nada puede surgir sin soledad. Yo me he creado una soledad que nadie es capaz de imaginar. Hoy día es muy difícil aislarse, porque estamos rodeados de relojes. ¿Han visto alguna vez a un santo con reloj? Yo no he podido encontrar ninguno, ni siquiera entre los santos patrones de los relojeros”19.
Entre los bodegones de Iriarte hay algunos que son distintos y hay otros que tienen motivos diferentes. En el primer grupo deben mencionarse aquellos trabajos que tienen carpetas o manteles sobre la superficie de las mesas o elementos soportantes y unos pocos que muestran baldosas decoradas. Berenjenas de 1980 (pág. 159), por ejemplo es un cuadro muy sencillo en el que se destaca el mantel de cuadritos, sobre el cual se ve una cesta con berenjenas, exactamente en el centro de la composición. Con una paciencia monacal, el pintor cubre de colores café y habano los cuadritos del mantel y agrega en algunos líneas diagonales que se cruzan en el centro. Muestra también un pliegue casi imperceptible en la tela, en la zona en la que ésta desciende en la parte anterior. Como en otros casos, la cesta exhibe un detallado tejido de mimbre. De los cuadros con baldosas hay que señalar el titulado Rincón de cocina, de 1979-1980 (pág. 153), un rico bodegón en el que se ve una hornacina no muy profunda y varios comestibles: un racimo de plátanos, una vasija con tres pimentones y, en la parte inferior del lienzo, dos lechugas. El nicho está rodeado de baldosas habanas que tienen una fina decoración floral inserta en círculos de los que salen patrones lineales que se relacionan con los de las baldosas vecinas para constituir sutiles diseños a manera de estrellas. Todo un trabajo de “bordado” realmente preciosista.
Son naturalezas muertas atípicas de Iriarte las dos que tienen materas, una que sólo presenta un vaso con una rosa y dos botones, dos que son bibliotecas y una que destaca una esfera armilar. La primera de las materas se denomina Azalea, de 1976 (pág. 187). Esta planta con dos flores rosadas y varias ramitas está ubicada en el ángulo de una hornacina -que solo se observa parcialmente- en la que se ve un gran insecto. La superficie inferior del nicho está recubierta de baldosas que alternan dos diseños florales muy sintéticos. En este cuadro es muy bella la luz que ilumina la pared del fondo y destaca las formas y el color de las azaleas. Pajarito, 1981, (pág. 191) es una pequeña naturaleza muerta de gran austeridad. Sólo presenta lo que dice el título, sobre un fondo que en la parte inferior muestra el límite de la superficie en la que está ubicada la matera. A la derecha, sobre un tronquito sin hojas posa un pajarito de plumaje encrespado. Iriarte, aparte de pintar y oír música -especialmente a Bach- leía mucho. No es insólito entonces que haya pintado dos bibliotecas. Los dos óleos son parecidos y pueden estar inspirados en la conocida biblioteca musical de Giuseppe Maria Crespi (1665-1747) un prestigioso pintor de Bolonia. En ambas hay espacios en dos niveles y se distinguen algunos títulos en los lomos de los libros empastados. En la primera biblioteca se puede leer: Historia de Portugal, Las Galias, San Juan de la Cruz, Santa Teresa de Jesús, The Golden Ass, Historia de España, Las nubes, Las avispas, Lope de Vega, etc. Abajo a la derecha de este mueble se ve un vaso con asa de cristal entre rojizo y azulenco. La segunda biblioteca también tiene libros con títulos legibles: Petronio, Caesar, Tacitus, Ovidio, Lucrecius, etc. En este mueble también se distingue un pequeño portarretrato y en la parte de abajo, a la derecha, en un pequeño espacio, se ve su cuadro Calabacines de Tabio, de 1981-1982, que en la realidad tiene 25 por 32 centímetros (pág. 87). Finalmente a la izquierda hay un frasco con una etiqueta roja que reza: Glic.Fos.Hi.. Quizás no sobre recordar que hay un buen pintor español que ha pintado bibliotecas: Luis Marsans (1930), de Barcelona. Libros, por ejemplo, de 1982, es un excelente cuadro en el que sobre los lomos de los libros aparecen acumulados sobres, dibujos pequeños, etc.
La esfera armilar (pág. 4) es un cuadro excepcional. Sobre una mesa que deja ver su superficie, cubierta con una carpeta roja de patrones decorativos negros, se destaca en el centro este objeto que, de acuerdo con el diccionario, es un dispositivo astronómico empleado antiguamente, compuesto por una serie de círculos graduados, con el cual podía materializarse la situación relativa de los círculos fundamentales de la esfera celeste (ecuador, eclíptica, etc.). La composición la completan un pequeño péndulo, arriba a la izquierda; y un ratoncito que avanza hacia la esfera. El fondo es de un amarillento matizado y ligeramente sombreado. Iriarte era por supuesto un hombre culto. La naturaleza muerta con la esfera armilar hace pensar que debería ser amigo de la ciencia -recuérdese que había estudiado y había ejercido la arquitectura. Desde comienzos del siglo xviii la ciencia alcanzó una gran influencia y empezó a verse como factor determinante de los años por venir. James Keir escribió en 1789, el año de la Revolución Francesa: “La difusión de los conocimientos generales y de una afición a la ciencia entre hombres de todas las clases, y en toda nación de Europa o de origen europeo, parece ser el rasgo característico de la época actual”20.
Alberto Iriarte, “Mefisto”, ocupa un lugar no muy común en el arte del siglo xx y en el arte colombiano. Su obra es anacrónica en el sentido de que de inmediato recuerda más la pintura del pasado que la de cualquier artista de la centuria anterior. Sin embargo, la calidad de sus cuadros, pintados dentro de lo que he llamado el gran estilo, es indiscutible. Sus óleos son excelentes aquí y en cualquier parte. Iriarte le dijo a Camilo Calderón algo muy cierto: “No tengo mala técnica, es lo único que tengo. Mis cuadros tienen una bonita calidad”21. Pero no sólo se trata de esto, Iriarte pintó como los mejores artistas de todos los tiempos, transmitiendo sus ideas, su temperamento, su manera de concebir e imaginar el mundo, sus preferencias y emociones. Pintó sus propias y exclusivas naturalezas muertas, es decir, hizo la relación de los objetos que más le gustaban y los representó con la fidelidad que deseó -muchas veces violando adrede el realismo- y alteró cuidadosamente las formas para que sus composiciones le quedaran como él quería. Fue entonces, sin romper con la tradición de los bodegones, un artista original, que debe apreciarse en términos muy positivos si somos capaces de ver más allá de los motivos y si podemos valorar la organización perfectamente calculada de todo lo que constituye el mundo de las formas. Por la dedicación exclusiva en los últimos años de su vida a pintar, por su consagración al tema de los bodegones, por su desinterés de estar a la moda, de formar parte de cotarros artísticos, Iriarte nos hace pensar en Giorgio Morandi (1890-1964), esa “especie de marginado seráfico” según dijera Robert Hughes, quien en un lúcido artículo sobre el gran pintor de naturalezas muertas -“pequeños grupos de botellas y latas, o un florero con una solitaria rosa de papel”- escribió varias frases que bien pueden aplicarse a Iriarte: “Ninguno de los grandes pintores modernos tiene menos que decirnos acerca de las tensiones de la historia y los hechos del siglo xx... en la actualidad (su) renuncia al mundo del arte como sistema nos parece noble y tal vez inimitable. Desdeñó todas las ambiciones que no pudiesen ser internalizadas como lenguaje pictórico dentro de su arte”22.
En la historia del arte colombiano de la centuria pasada pueden recordarse varios bodegonistas. Sin embargo, no hay como Iriarte otro artista dedicado únicamente a trabajar naturalezas muertas. De la lista de los bodegonistas del pais deben mencionarse a: Roberto Páramo (con pequeñas, sencillas y muy sensibles composiciones), Andrés de Santamaría (con floreros y frutas de ricos empastes), Guillermo Wiedemann (con pescados y frutos completamente transformados por los trazos y las manchas pictóricas), Ignacio Gómez Jaramillo (especialmente en sus bodegones geometrizados), Obregón (en su período post-cubista de los cincuenta y luego en sus flores carnívoras), Grau (también en sus composiciones de los cincuenta con influencia del cubismo tardío), Roda (sobre todo con sus aguafuertes y óleos con el motivo de las flores), Manzur (con atildados bodegones en los que no faltan los instrumentos musicales), Botero (con una producción enorme de naturalezas muertas, algunas excelentes, en dibujo, pintura y escultura), Carlos Rojas (con logrados collages de papeles siguiendo el cubismo sintético), Jim Amaral (con frutas que mezclan partes del cuerpo humano o aluden a lo caduco y a lo mórbido), Margarita Lozano (particularmente en sus coloridos y equilibrados pasteles), Teresa Cuéllar (en unos cuantos dibujos de líneas seguras y sintéticas), Santiago Cárdenas (con abundantes óleos en los que insiste en confundir el hecho pictórico con la representación), Beatriz González (rindiendo homenaje a maestros del bodegón o inspirándose en la iconografía popular), Juan Cárdenas (cuyos Talleres abundan en objetos inertes: caballetes, mesas, papeles, cajas, instrumentos de trabajo, etc.), Ana Mercedes Hoyos (con interpretaciones de Caravaggio, Zurbarán, Van Gogh, Jawlensky, Lichtenstein y platones con frutas de las palenqueras), Darío Morales (quien dejara en bronces varios bodegones de objetos de cocina), Santiago Uribe Holguín (con naturalezas muertas estudiadas en los frescos de la antigua Roma) y José Antonio González (con múltiples objetos, desde juguetes hasta vasijas que presenta con el oficio del gran estilo).
Encerrado en Envigado, con esporádicas venidas a Bogotá y algunos viajes al exterior, Alberto Iriarte, “Mefisto”, también nos dejó una lección moral y una enseñanza de amor y respeto por la historia de la cultura. Aun cuando la entrevista de Didier Eribon se publicó en castellano el año de la muerte del pintor bogotano, es muy seguro que éste estuviera plenamente identificado con el pensamiento del célebre autor de La historia del arte. Al final del extenso diálogo, el periodista y escritor francés le preguntó a Gombrich: “En la biografía que consagró a Aby Warburg, usted escribió que éste ‘jamás se consideró un observador distante’. ¿Es ésta una manera de hablar de usted mismo? Tengo la impresión de que usted considera al historiador del arte como lo que se llama en Francia un ‘intelectual comprometido’”.
- Sí, usted tiene razón.
- ¿Lucha por defender valores?
- Sí, es así como veo al historiador del arte, al historiador.
- ¿Y cuáles son los valores que defiende? - Creo que se lo puedo decir de manera simple: la civilización tradicional de Europa occidental. Sé que también hay cosas horribles en esta civilización, lo sé perfectamente. Pero pienso que el historiador del arte es un portavoz de nuestra civilización: queremos saber más acerca de nuestro Olimpo.
- ¿Para consevar la memoria de nuestro pasado? - No sólo la memoria, sino también lo que le debemos. A menudo he criticado a quienes hablan de evasión. La vida sería insoportable si jamás se pudiera escapar hacia el consuelo del gran arte. Hay que compadecer realmente a quienes no han tenido contacto con esta herencia del pasado. Tenemos que estar muy agradecidos de poder escuchar a Mozart o de mirar a Velázquez y compadecer a quienes no lo pueden hacer 23.
Notas
- 1. Ángel Rama, La novela latinoamericana, 1920-1980, Procultura, Bogotá,1982
- 2. José Ortega y Gasset, Velázquez, Revista de Occidente, Madrid, 1959
- 3. Svetlana Alpers, El arte de describir, Madrid, Hermann Blume, 1987
- 4. Svetlana Alpers, op. cit.
- 5. Lionello Venturi, Cuatro pasos hacia el arte moderno, Buenos Aires, Nueva visión, 1960
- 6. José Ortega y Gasset. Op. cit.
- 7. Norbert Schneider, Naturaleza muerta, Colonia, Taschen, 1992
- 8. Julio Payró, Pintura moderna, Buenos Aires, Editorial Nova, 1957
- 9. Norbert Lynton, Ver el arte, Madrid, Hermann Blume, 1985
- 10. Vincent Van Gogh, Cartas a Theo, Barcelona, Barral Editores, 1975
- 11. Margit Rowell, Objects of desire, The modern still life, The Museum of Modern Art, New York, 1997
- 12. Margit Rowell. Op. cit.
- 13. Margit Rowell. Op. cit.
- 14. Juan Gris, De las posibilidades de la pintura y otros escritos, Barcelona, Gustavo Gili, 1980
- 15. Herbert Read, Breve historia de la pintura moderna, Barcelona, Ediciones del Serbal, 1984
- 16. Herbert Read. Op. cit.
- 17. Heinrich Wölfflin, Conceptos fundamentales de la historia del arte, Madrid, Espasa Calpe, 1952
- 18. Camilo Calderón, “Alberto Iriarte, encerrado en Envigado, está triunfando en París”, Magazín al día. Bogotá, 11 de mayo, 1982, Ed. 54, pp. 46-52.
- 19. Ingo F. Walther, Pablo Picasso, Colonia, Taschen, 1994
- 20. Varios autores, El siglo xviii, Barcelona, Editorial Labor, 1972
- 21. Camilo Calderón. Op. cit.
- 22. Robert Hughes, A toda crítica, Barcelona, Anagrama, 1992
- 23. Didier Eribon, Ernst Gombrich, Lo que nos dice la imagen, Bogotá, Norma, 1993