- Botero esculturas (1998)
- Salmona (1998)
- El sabor de Colombia (1994)
- Wayuú. Cultura del desierto colombiano (1998)
- Semana Santa en Popayán (1999)
- Cartagena de siempre (1992)
- Palacio de las Garzas (1999)
- Juan Montoya (1998)
- Aves de Colombia. Grabados iluminados del Siglo XVIII (1993)
- Alta Colombia. El esplendor de la montaña (1996)
- Artefactos. Objetos artesanales de Colombia (1992)
- Carros. El automovil en Colombia (1995)
- Espacios Comerciales. Colombia (1994)
- Cerros de Bogotá (2000)
- El Terremoto de San Salvador. Narración de un superviviente (2001)
- Manolo Valdés. La intemporalidad del arte (1999)
- Casa de Hacienda. Arquitectura en el campo colombiano (1997)
- Fiestas. Celebraciones y Ritos de Colombia (1995)
- Costa Rica. Pura Vida (2001)
- Luis Restrepo. Arquitectura (2001)
- Ana Mercedes Hoyos. Palenque (2001)
- La Moneda en Colombia (2001)
- Jardines de Colombia (1996)
- Una jornada en Macondo (1995)
- Retratos (1993)
- Atavíos. Raíces de la moda colombiana (1996)
- La ruta de Humboldt. Colombia - Venezuela (1994)
- Trópico. Visiones de la naturaleza colombiana (1997)
- Herederos de los Incas (1996)
- Casa Moderna. Medio siglo de arquitectura doméstica colombiana (1996)
- Bogotá desde el aire (1994)
- La vida en Colombia (1994)
- Casa Republicana. La bella época en Colombia (1995)
- Selva húmeda de Colombia (1990)
- Richter (1997)
- Por nuestros niños. Programas para su Proteccion y Desarrollo en Colombia (1990)
- Mariposas de Colombia (1991)
- Colombia tierra de flores (1990)
- Los países andinos desde el satélite (1995)
- Deliciosas frutas tropicales (1990)
- Arrecifes del Caribe (1988)
- Casa campesina. Arquitectura vernácula de Colombia (1993)
- Páramos (1988)
- Manglares (1989)
- Señor Ladrillo (1988)
- La última muerte de Wozzeck (2000)
- Historia del Café de Guatemala (2001)
- Casa Guatemalteca (1999)
- Silvia Tcherassi (2002)
- Ana Mercedes Hoyos. Retrospectiva (2002)
- Francisco Mejía Guinand (2002)
- Aves del Llano (1992)
- El año que viene vuelvo (1989)
- Museos de Bogotá (1989)
- El arte de la cocina japonesa (1996)
- Botero Dibujos (1999)
- Colombia Campesina (1989)
- Conflicto amazónico. 1932-1934 (1994)
- Débora Arango. Museo de Arte Moderno de Medellín (1986)
- La Sabana de Bogotá (1988)
- Casas de Embajada en Washington D.C. (2004)
- XVI Bienal colombiana de Arquitectura 1998 (1998)
- Visiones del Siglo XX colombiano. A través de sus protagonistas ya muertos (2003)
- Río Bogotá (1985)
- Jacanamijoy (2003)
- Álvaro Barrera. Arquitectura y Restauración (2003)
- Campos de Golf en Colombia (2003)
- Cartagena de Indias. Visión panorámica desde el aire (2003)
- Guadua. Arquitectura y Diseño (2003)
- Enrique Grau. Homenaje (2003)
- Mauricio Gómez. Con la mano izquierda (2003)
- Ignacio Gómez Jaramillo (2003)
- Tesoros del Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario. 350 años (2003)
- Manos en el arte colombiano (2003)
- Historia de la Fotografía en Colombia. Museo de Arte Moderno de Bogotá (1983)
- Arenas Betancourt. Un realista más allá del tiempo (1986)
- Los Figueroa. Aproximación a su época y a su pintura (1986)
- Andrés de Santa María (1985)
- Ricardo Gómez Campuzano (1987)
- El encanto de Bogotá (1987)
- Manizales de ayer. Album de fotografías (1987)
- Ramírez Villamizar. Museo de Arte Moderno de Bogotá (1984)
- La transformación de Bogotá (1982)
- Las fronteras azules de Colombia (1985)
- Botero en el Museo Nacional de Colombia. Nueva donación 2004 (2004)
- Gonzalo Ariza. Pinturas (1978)
- Grau. El pequeño viaje del Barón Von Humboldt (1977)
- Bogotá Viva (2004)
- Albergues del Libertador en Colombia. Banco de la República (1980)
- El Rey triste (1980)
- Gregorio Vásquez (1985)
- Ciclovías. Bogotá para el ciudadano (1983)
- Negret escultor. Homenaje (2004)
- Mefisto. Alberto Iriarte (2004)
- Suramericana. 60 Años de compromiso con la cultura (2004)
- Rostros de Colombia (1985)
- Flora de Los Andes. Cien especies del Altiplano Cundi-Boyacense (1984)
- Casa de Nariño (1985)
- Periodismo gráfico. Círculo de Periodistas de Bogotá (1984)
- Cien años de arte colombiano. 1886 - 1986 (1985)
- Pedro Nel Gómez (1981)
- Colombia amazónica (1988)
- Palacio de San Carlos (1986)
- Veinte años del Sena en Colombia. 1957-1977 (1978)
- Bogotá. Estructura y principales servicios públicos (1978)
- Colombia Parques Naturales (2006)
- Érase una vez Colombia (2005)
- Colombia 360°. Ciudades y pueblos (2006)
- Bogotá 360°. La ciudad interior (2006)
- Guatemala inédita (2006)
- Casa de Recreo en Colombia (2005)
- Manzur. Homenaje (2005)
- Gerardo Aragón (2009)
- Santiago Cárdenas (2006)
- Omar Rayo. Homenaje (2006)
- Beatriz González (2005)
- Casa de Campo en Colombia (2007)
- Luis Restrepo. construcciones (2007)
- Juan Cárdenas (2007)
- Luis Caballero. Homenaje (2007)
- Fútbol en Colombia (2007)
- Cafés de Colombia (2008)
- Colombia es Color (2008)
- Armando Villegas. Homenaje (2008)
- Manuel Hernández (2008)
- Alicia Viteri. Memoria digital (2009)
- Clemencia Echeverri. Sin respuesta (2009)
- Museo de Arte Moderno de Cartagena de Indias (2009)
- Agua. Riqueza de Colombia (2009)
- Volando Colombia. Paisajes (2009)
- Colombia en flor (2009)
- Medellín 360º. Cordial, Pujante y Bella (2009)
- Arte Internacional. Colección del Banco de la República (2009)
- Hugo Zapata (2009)
- Apalaanchi. Pescadores Wayuu (2009)
- Bogotá vuelo al pasado (2010)
- Grabados Antiguos de la Pontificia Universidad Javeriana. Colección Eduardo Ospina S. J. (2010)
- Orquídeas. Especies de Colombia (2010)
- Apartamentos. Bogotá (2010)
- Luis Caballero. Erótico (2010)
- Luis Fernando Peláez (2010)
- Aves en Colombia (2011)
- Pedro Ruiz (2011)
- El mundo del arte en San Agustín (2011)
- Cundinamarca. Corazón de Colombia (2011)
- El hundimiento de los Partidos Políticos Tradicionales venezolanos: El caso Copei (2014)
- Artistas por la paz (1986)
- Reglamento de uniformes, insignias, condecoraciones y distintivos para el personal de la Policía Nacional (2009)
- Historia de Bogotá. Tomo I - Conquista y Colonia (2007)
- Historia de Bogotá. Tomo II - Siglo XIX (2007)
- Academia Colombiana de Jurisprudencia. 125 Años (2019)
- Duque, su presidencia (2022)
Encerrado en envigado, está triunfando en París
Fruta / Lápiz sobre papel
Plato con frutas / Lápiz sobre papel
Granadillas / Lápiz sobre papel
Manzanas / Lápiz sobre papel
Vasos y semillas / Óleo sobre madera / 23 x 42 cm
Vasos y fruta / Óleo sobre lienzo / 25 x 31,5 cm
Mandarinas / Óleo sobre lienzo / 20 x 28 cm
Peras / ca. 1978 / Óleo sobre lienzo / 20 x 28 cm
La flor del cítrico / ca. 1979 / Óleo sobre lienzo / 61 x 51 cm
La flor del cítrico (detalle) / ca. 1979 / Óleo sobre lienzo / 61 x 51 cm
Guanábana y mangos (detalle) / ca. 1979 / Óleo sobre lienzo / 61,5 x 50 cm
Mandarinas / Lápiz sobre papel
Vaso con rosa / ca. 1982 / Óleo sobre lienzo / 49 x 60 cm
Uvas y duraznos / ca. 1983 / Óleo sobre lienzo / 35 x 56 cm
Cubios y coles (detalle) / 1986 / Óleo sobre lienzo / 38 x 57 cm
Entrevista del artista con: Camilo Calderón
Ya desde niño y aun antes de recordarlo, lo ll amaban “Mefisto”. Es un sobrenombre que lo ha acompañado toda la vida: se le volvió un apodo cariñoso, un seudónimo involuntario y hasta una manera de vivir. En sus años de juventud, su rostro era realmente mefistofélico: cejas agudas, mirada brillante, nariz larga y quebrada, ojos irónicos. Hoy, a sus 62 años, los rasgos se han dulcificado, pero Mefistófeles sigue presente en su risa burlona, en su barba blanca y puntiaguda, en sus dedos huesudos y azufrados por la nicotina. Paradójicamente, es un solitario con muchos y buenos amigos, que él mantiene prudentemente alejados para que no le rompan su soledad voluntaria. Juega al misántropo, pero tiene un corazón demasiado sensible como para que su odio a la humanidad no sea un oculto cariño. Detesta que la vida exterior irrumpa en su mundo particular, en su retiro de austeridad y silencio, pero la verdad es que soporta bastante bien las intromisiones, porque en el fondo tiene la menesterosidad comunicativa del buen conversador. Se ha despojado de todo lo superfluo aunque al echar todo por la borda, tal vez salió ganando, porque se quedó con lo mejor: su profesión de pintor, en su casa de campo en Envigado; la compañía de Eugenia Lince, su esposa; una supervivencia elemental y un diálogo diario con la naturaleza. ¿Qué más pudiera pedir un artista?
Alberto Iriarte, “Mefisto”, no pide nada, no quiere nada. Lo más lejano a su manera de ser es promoverse. Pero con sus pinturas y su manera de vivir está logrando lo que otros artistas malogran con ansia de figurar y sobresalir. Desde esta semana, los cuadros de “Mefisto” -tan poco numerosos y tan pequeños que apenas alcanzan para llenar una o dos paredes- se exhiben en la prestigiosa Galería Claude Bernard de París, logrando así una inmediata y genuina consagración internacional. Toda la obra está vendida de antemano e inclusive se rumora que algunos cuadros han quedado en poder de grandes coleccionistas, como Henry Luce Jr., de Time, y el barón Thyssen-Bornemiza (su museo de Villa Favorita en Lugano, es una de las colecciones privadas más importantes y valiosas del mundo).
La historia de esta exposición comenzó en casa del clavecinista Rafael Puyana, en París. Claude Bernard, el mismo marchand de Fernando Botero, vio un díptico de “Mefisto” -dos de sus pequeños bodegones con frutas tropicales- y, con su ojo clínico, quedó de inmediato fascinado por su despliegue de técnica. Lo mismo sucedió con el coleccionista Louis Clayeux, curador de la fundación Maeght y director del Patrimonio Artístico de Francia. Claude Bernard quiere ver más obra y aprovecha su viaje a la última Bienal de Medellín para visitar al pintor en su casa de Envigado. Abierto, inteligente, siempre a la búsqueda de nuevos talentos queda maravillado con los cuadros que “Mefisto” le muestra esa tarde y le compra todos los que están disponibles. La exposición es, entonces, un hecho. El pintor, escéptico como siempre, sigue trabajando a su manera. No le importa lo que está a punto de suceder. “A mí me parecía un poco raro ver al señor Claude Bernard sentado en este salón, pero así fue. Lo que más le gustaba y alababa era la técnica... une belle téchnique, eso fue lo que me dijo”.
Hasta hace diez años, “Mefisto” era arquitecto. Fue de los estudiantes que abrieron la brecha en la Universidad Nacional, cuando apenas había un grupo de egresados anterior al suyo. Estudió con Gabriel Serrano, “que es el padre de todos nosotros, un hombre encantador”; con Roberto Ancízar, Carlos Martínez, José Gómez (“tenía mil cosas que hacer, pero allá iba a darnos sus clases”). Se interesó por el urbanismo y se fue a trabajar en Nueva York, con el gran arquitecto español José Luis Sert y con su socio, el austríaco Paul Wiener. “Los quería mucho a ellos y ellos me querían a mí, era una especie de niño de la oficina y debo reconocer que lo poco que sé lo aprendí de Sert. El era el discípulo preferido de Le Corbusier y toda esa generación de arquitectos sabía perfectamente que después del maestro, la persona que más sabía era Sert”. Allí conoció de cerca a Le Corbusier, precisamente cuando éste estaba trabajando en su famoso proyecto de planificación para Bogotá: “Fue un proyecto que desde el principio nació torcido, porque Corbusier trabajaba en un plano puramente ideal: eran los felices tiempos en que los arquitectos eran arquitectos y los urbanistas eran urbanistas y en que las soluciones que ellos buscaban eran las que, según la profesión, parecían óptimas. Les importaba un pepino si se podían hacer o no. Su visión era extremadamente radical: por eso lo mejor de su obra como urbanista, que es extraordinaria, se quedó sobre el papel”.
Pero hace diez años, “Mefisto” resolvió dejar de ser arquitecto y se retiró para dedicarse totalmente a la pintura: “Como yo vivo bravo con la humanidad, la arquitectura no resultaba una buena profesión para mí, a pesar de que me encanta; lo que sucede es que la arquitectura no se puede hacer solo, se necesita una organización, y yo deseaba estar aislado, quería encerrarme a pintar mis naranjas... Creo que así me va mejor, aunque con esto de las naranjas me acuerdo de Buñuel cuando decía: ‘No entiendo cómo a la gente sensata le gustan las estupideces que yo hago’”. “Mefisto” es negativo consigo mismo y con su trabajo, pero uno se acostumbra pronto y empieza a pasar por alto sus observaciones demoledoras. Al final, hacen parte del juego, descubren la riqueza de su persona, ayudan a comprenderlo mejor.
Sin embargo, hay algo que, como todo el mundo, él termina por reconocer: “No tengo mala técnica, es lo único que tengo. Mis cuadros tienen una bonita calidad. Uno aprende a pintar chamboneando, como diría López. Y en estos tiempos en que hay tanta anarquía, pienso que yo también tengo derecho a hacer lo que quiera”. Cuando niño, tenía lo que las señora bogotanas de entonces llamaban “una buena disposición para el dibujo”. Su mamá había recibido clases de piano y dibujo, como era de rigor, y era la persona que le daba cuerda para estimularlo. En el Gimnasio Moderno tuvo al maestro Miguel Díaz Vargas como profesor de dibujo y, ya en la universidad, asistió al curso que dictaba el maestro Gonzalo Ariza. Se hicieron buenos amigos porque, además, vivían cerca, a unas cuatro cuadras de distancia sobre la carrera décima, que entonces no era la carrera décima sino una calle pequeña. También conoció al pintor Moreno Otero (“me estuvo enseñando a dibujar, pero no pudo”) y tuvo buena amistad con Sergio Trujillo, a quien nunca volvió a ver. Durante todo el tiempo, el “Mefisto” arquitecto seguía siendo pintor, pero la “profesión” le dejaba poco tiempo, tenía que conformarse con pintar los domingos.
En Nueva York, conoció a Amedée Ozenfant, otro gran amigo de Le Corbusier. “Era un gran técnico y un gran teórico, pero pintaba mal”. En su academia aprendió algo que Ozenfant había heredado de Fernand Léger: la fórmula de les trois couches; al cuadro había que darle las tres capas de pintura. Pero “Mefisto” llegó a alcanzar su técnica con más de las tres capas. Pacientemente, va cubriendo poco a poco la superficie del lienzo, una y otra vez, día tras día, y así durante meses. Si uno se fija en cualquiera de sus cuadros, no verá una sola pincelada, porque aplica la pintura en muchas y delgadas capas que van transparentándose hasta lograr ese efecto final, terso y brillante. Por eso sus cuadros son necesariamente pequeños. Pero no es todo: la composición definitiva de sus bodegones está precedida por un boceto al tamaño del cuadro, en el que dibuja cuidadosamente del natural el contorno y los detalles de los objetos. Aquí hace los ajustes y cambios de estructura, con ayuda del borrador; en el lienzo no se lo permitiría, porque terminaría ensuciando la pintura. Ya en la tela, la luz y el color son “convencionales”, en el sentido de “no realistas”: “Para pintar un cuadro, tengo que darle una mano al fondo, lo mismo que al frutero, a las naranjas, a las hojas. Desde luego, queda muy mal. Vuelvo a empezar y la segunda mano tampoco queda bien. Hasta que poco a poco uno siente que se va acercando, porque hay una cosa curiosa y es que, como todo el mundo sabe, los colores no tienen un valor absoluto por sí mismos, sino que dependen de sus vecinos: por eso dedicarle todo el trabajo de una sola vez a la naranja sería perder el tiempo. Hay que ir entonando el conjunto hasta que uno cree haber llegado al momento final, pero siempre en la totalidad, nunca en una parte determinada del cuadro”.
A las cuatro de la mañana, Alberto Iriarte se toma un café y se pone a pintar en silencio. Así sucede todos los días de su vida, sin importar que sea fiesta o domingo. Cuando está terminado el trabajo, a media mañana, queda agotado por el esfuerzo de atención y concentración. La tarde la dedica a la música (“don Juan Sebastián”) y a la lectura. Pasa de García Márquez a Plutarco con la mayor naturalidad (“cada vez que estoy deprimido me pongo a leer a Plutarco”); admira especialmente a Marco Aurelio y en la conversación cita a los clásicos con toda la naturalidad. El Quijote lo abre donde caiga y siempre le divierte. Como pasa todo el tiempo en casa, puede leer toda clase de “monstruos”: “No me importa, tengo la ventaja de tener mala memoria; recuerdo que Montaigne decía que era una gran cosa no tener buena memoria, porque se puede volver a leer el mismo libro una y otra vez, sin recordarlo después”.
Tiene dos televisores: el de color lo tiene rigurosamente guardado, “porque, sinceramente, es un martirio chino”; el de blanco y negro, pequeñito, es el que ve ocasionalmente con su esposa, “que a veces le mete diente y me avisa cuando hay algo que considera interesante”. Tiene un radio más pequeño todavía “donde oigo las cosas absurdas de la humanidad, sobre El Salvador, sobre Nicaragua, sobre Las Malvinas; de todo eso me entero para mi desgracia, porque sería mejor no saber que están pasando disparates”.
La política no le preocupa: le desagrada muchísimo; dice al respecto: “Me acuerdo mucho del poeta Hernando Martínez cuando decía que afortunadamente ya se iba a morir, porque así se iba a evitar hacer la próxima declaración de renta y oírse la próxima campaña presidencial. Lo que pasa es que ahora se juntaron las dos cosas. ¡Francamente, deberían tener un poco más de consideración con la gente!”.
Entre sus amigos, “hay una persona que ha sido excepcionalmente buena conmigo: Elvira Martínez de Nieto; admiro su constancia; con toda la lata que le he dado en la vida, es como para que no me saludara, y eso con toda la razón”. Jamás sale de su casa, por puro principio. Pero hace gustoso una excepción: las cortas incursiones por el mercado de Envigado, buscando cosas para pintar: lechugas, limatones, rábanos, repollos morados, calabacines y frutas de la estación. Su perro se llamaba Lupus, en honor de san Francisco de Asís; era un pastor alemán que compartía su desilusión por la humanidad y que la llevaba al extremo de detestar también a los otros perros. Odia la vejez y se lamenta de que ni siquiera leyendo De senectute se pueda llegar a aceptarla. De la ancianidad prefiere no hablar: “por ahí decía Menandro: ‘a quien los dioses aman, muere joven’. Quizás tenía razón”.
Ese es “Mefisto”, encerrado en su casa de Envigado. En homenaje a Palladio la llama “La Malcontenta” (¿podía ser de otro modo?). Pero con todo su pesimismo y todo su desdeño de lo terreno, ahí están sus cuadros colgados en Claude Bernard. Allá, como aquí, el misterio y la fuerza de su belleza permanece inquieta. ¿De dónde viene esa presencia irreal que llena sus espacios?
Notas
- 1. Magazín al día. Bogotá, 11 de mayo, 1982, Ed. 54, pp. 46-52.
#AmorPorColombia
Encerrado en envigado, está triunfando en París
Fruta / Lápiz sobre papel
Plato con frutas / Lápiz sobre papel
Granadillas / Lápiz sobre papel
Manzanas / Lápiz sobre papel
Vasos y semillas / Óleo sobre madera / 23 x 42 cm
Vasos y fruta / Óleo sobre lienzo / 25 x 31,5 cm
Mandarinas / Óleo sobre lienzo / 20 x 28 cm
Peras / ca. 1978 / Óleo sobre lienzo / 20 x 28 cm
La flor del cítrico / ca. 1979 / Óleo sobre lienzo / 61 x 51 cm
La flor del cítrico (detalle) / ca. 1979 / Óleo sobre lienzo / 61 x 51 cm
Guanábana y mangos (detalle) / ca. 1979 / Óleo sobre lienzo / 61,5 x 50 cm
Mandarinas / Lápiz sobre papel
Vaso con rosa / ca. 1982 / Óleo sobre lienzo / 49 x 60 cm
Uvas y duraznos / ca. 1983 / Óleo sobre lienzo / 35 x 56 cm
Cubios y coles (detalle) / 1986 / Óleo sobre lienzo / 38 x 57 cm
Entrevista del artista con: Camilo Calderón
Ya desde niño y aun antes de recordarlo, lo ll amaban “Mefisto”. Es un sobrenombre que lo ha acompañado toda la vida: se le volvió un apodo cariñoso, un seudónimo involuntario y hasta una manera de vivir. En sus años de juventud, su rostro era realmente mefistofélico: cejas agudas, mirada brillante, nariz larga y quebrada, ojos irónicos. Hoy, a sus 62 años, los rasgos se han dulcificado, pero Mefistófeles sigue presente en su risa burlona, en su barba blanca y puntiaguda, en sus dedos huesudos y azufrados por la nicotina. Paradójicamente, es un solitario con muchos y buenos amigos, que él mantiene prudentemente alejados para que no le rompan su soledad voluntaria. Juega al misántropo, pero tiene un corazón demasiado sensible como para que su odio a la humanidad no sea un oculto cariño. Detesta que la vida exterior irrumpa en su mundo particular, en su retiro de austeridad y silencio, pero la verdad es que soporta bastante bien las intromisiones, porque en el fondo tiene la menesterosidad comunicativa del buen conversador. Se ha despojado de todo lo superfluo aunque al echar todo por la borda, tal vez salió ganando, porque se quedó con lo mejor: su profesión de pintor, en su casa de campo en Envigado; la compañía de Eugenia Lince, su esposa; una supervivencia elemental y un diálogo diario con la naturaleza. ¿Qué más pudiera pedir un artista?
Alberto Iriarte, “Mefisto”, no pide nada, no quiere nada. Lo más lejano a su manera de ser es promoverse. Pero con sus pinturas y su manera de vivir está logrando lo que otros artistas malogran con ansia de figurar y sobresalir. Desde esta semana, los cuadros de “Mefisto” -tan poco numerosos y tan pequeños que apenas alcanzan para llenar una o dos paredes- se exhiben en la prestigiosa Galería Claude Bernard de París, logrando así una inmediata y genuina consagración internacional. Toda la obra está vendida de antemano e inclusive se rumora que algunos cuadros han quedado en poder de grandes coleccionistas, como Henry Luce Jr., de Time, y el barón Thyssen-Bornemiza (su museo de Villa Favorita en Lugano, es una de las colecciones privadas más importantes y valiosas del mundo).
La historia de esta exposición comenzó en casa del clavecinista Rafael Puyana, en París. Claude Bernard, el mismo marchand de Fernando Botero, vio un díptico de “Mefisto” -dos de sus pequeños bodegones con frutas tropicales- y, con su ojo clínico, quedó de inmediato fascinado por su despliegue de técnica. Lo mismo sucedió con el coleccionista Louis Clayeux, curador de la fundación Maeght y director del Patrimonio Artístico de Francia. Claude Bernard quiere ver más obra y aprovecha su viaje a la última Bienal de Medellín para visitar al pintor en su casa de Envigado. Abierto, inteligente, siempre a la búsqueda de nuevos talentos queda maravillado con los cuadros que “Mefisto” le muestra esa tarde y le compra todos los que están disponibles. La exposición es, entonces, un hecho. El pintor, escéptico como siempre, sigue trabajando a su manera. No le importa lo que está a punto de suceder. “A mí me parecía un poco raro ver al señor Claude Bernard sentado en este salón, pero así fue. Lo que más le gustaba y alababa era la técnica... une belle téchnique, eso fue lo que me dijo”.
Hasta hace diez años, “Mefisto” era arquitecto. Fue de los estudiantes que abrieron la brecha en la Universidad Nacional, cuando apenas había un grupo de egresados anterior al suyo. Estudió con Gabriel Serrano, “que es el padre de todos nosotros, un hombre encantador”; con Roberto Ancízar, Carlos Martínez, José Gómez (“tenía mil cosas que hacer, pero allá iba a darnos sus clases”). Se interesó por el urbanismo y se fue a trabajar en Nueva York, con el gran arquitecto español José Luis Sert y con su socio, el austríaco Paul Wiener. “Los quería mucho a ellos y ellos me querían a mí, era una especie de niño de la oficina y debo reconocer que lo poco que sé lo aprendí de Sert. El era el discípulo preferido de Le Corbusier y toda esa generación de arquitectos sabía perfectamente que después del maestro, la persona que más sabía era Sert”. Allí conoció de cerca a Le Corbusier, precisamente cuando éste estaba trabajando en su famoso proyecto de planificación para Bogotá: “Fue un proyecto que desde el principio nació torcido, porque Corbusier trabajaba en un plano puramente ideal: eran los felices tiempos en que los arquitectos eran arquitectos y los urbanistas eran urbanistas y en que las soluciones que ellos buscaban eran las que, según la profesión, parecían óptimas. Les importaba un pepino si se podían hacer o no. Su visión era extremadamente radical: por eso lo mejor de su obra como urbanista, que es extraordinaria, se quedó sobre el papel”.
Pero hace diez años, “Mefisto” resolvió dejar de ser arquitecto y se retiró para dedicarse totalmente a la pintura: “Como yo vivo bravo con la humanidad, la arquitectura no resultaba una buena profesión para mí, a pesar de que me encanta; lo que sucede es que la arquitectura no se puede hacer solo, se necesita una organización, y yo deseaba estar aislado, quería encerrarme a pintar mis naranjas... Creo que así me va mejor, aunque con esto de las naranjas me acuerdo de Buñuel cuando decía: ‘No entiendo cómo a la gente sensata le gustan las estupideces que yo hago’”. “Mefisto” es negativo consigo mismo y con su trabajo, pero uno se acostumbra pronto y empieza a pasar por alto sus observaciones demoledoras. Al final, hacen parte del juego, descubren la riqueza de su persona, ayudan a comprenderlo mejor.
Sin embargo, hay algo que, como todo el mundo, él termina por reconocer: “No tengo mala técnica, es lo único que tengo. Mis cuadros tienen una bonita calidad. Uno aprende a pintar chamboneando, como diría López. Y en estos tiempos en que hay tanta anarquía, pienso que yo también tengo derecho a hacer lo que quiera”. Cuando niño, tenía lo que las señora bogotanas de entonces llamaban “una buena disposición para el dibujo”. Su mamá había recibido clases de piano y dibujo, como era de rigor, y era la persona que le daba cuerda para estimularlo. En el Gimnasio Moderno tuvo al maestro Miguel Díaz Vargas como profesor de dibujo y, ya en la universidad, asistió al curso que dictaba el maestro Gonzalo Ariza. Se hicieron buenos amigos porque, además, vivían cerca, a unas cuatro cuadras de distancia sobre la carrera décima, que entonces no era la carrera décima sino una calle pequeña. También conoció al pintor Moreno Otero (“me estuvo enseñando a dibujar, pero no pudo”) y tuvo buena amistad con Sergio Trujillo, a quien nunca volvió a ver. Durante todo el tiempo, el “Mefisto” arquitecto seguía siendo pintor, pero la “profesión” le dejaba poco tiempo, tenía que conformarse con pintar los domingos.
En Nueva York, conoció a Amedée Ozenfant, otro gran amigo de Le Corbusier. “Era un gran técnico y un gran teórico, pero pintaba mal”. En su academia aprendió algo que Ozenfant había heredado de Fernand Léger: la fórmula de les trois couches; al cuadro había que darle las tres capas de pintura. Pero “Mefisto” llegó a alcanzar su técnica con más de las tres capas. Pacientemente, va cubriendo poco a poco la superficie del lienzo, una y otra vez, día tras día, y así durante meses. Si uno se fija en cualquiera de sus cuadros, no verá una sola pincelada, porque aplica la pintura en muchas y delgadas capas que van transparentándose hasta lograr ese efecto final, terso y brillante. Por eso sus cuadros son necesariamente pequeños. Pero no es todo: la composición definitiva de sus bodegones está precedida por un boceto al tamaño del cuadro, en el que dibuja cuidadosamente del natural el contorno y los detalles de los objetos. Aquí hace los ajustes y cambios de estructura, con ayuda del borrador; en el lienzo no se lo permitiría, porque terminaría ensuciando la pintura. Ya en la tela, la luz y el color son “convencionales”, en el sentido de “no realistas”: “Para pintar un cuadro, tengo que darle una mano al fondo, lo mismo que al frutero, a las naranjas, a las hojas. Desde luego, queda muy mal. Vuelvo a empezar y la segunda mano tampoco queda bien. Hasta que poco a poco uno siente que se va acercando, porque hay una cosa curiosa y es que, como todo el mundo sabe, los colores no tienen un valor absoluto por sí mismos, sino que dependen de sus vecinos: por eso dedicarle todo el trabajo de una sola vez a la naranja sería perder el tiempo. Hay que ir entonando el conjunto hasta que uno cree haber llegado al momento final, pero siempre en la totalidad, nunca en una parte determinada del cuadro”.
A las cuatro de la mañana, Alberto Iriarte se toma un café y se pone a pintar en silencio. Así sucede todos los días de su vida, sin importar que sea fiesta o domingo. Cuando está terminado el trabajo, a media mañana, queda agotado por el esfuerzo de atención y concentración. La tarde la dedica a la música (“don Juan Sebastián”) y a la lectura. Pasa de García Márquez a Plutarco con la mayor naturalidad (“cada vez que estoy deprimido me pongo a leer a Plutarco”); admira especialmente a Marco Aurelio y en la conversación cita a los clásicos con toda la naturalidad. El Quijote lo abre donde caiga y siempre le divierte. Como pasa todo el tiempo en casa, puede leer toda clase de “monstruos”: “No me importa, tengo la ventaja de tener mala memoria; recuerdo que Montaigne decía que era una gran cosa no tener buena memoria, porque se puede volver a leer el mismo libro una y otra vez, sin recordarlo después”.
Tiene dos televisores: el de color lo tiene rigurosamente guardado, “porque, sinceramente, es un martirio chino”; el de blanco y negro, pequeñito, es el que ve ocasionalmente con su esposa, “que a veces le mete diente y me avisa cuando hay algo que considera interesante”. Tiene un radio más pequeño todavía “donde oigo las cosas absurdas de la humanidad, sobre El Salvador, sobre Nicaragua, sobre Las Malvinas; de todo eso me entero para mi desgracia, porque sería mejor no saber que están pasando disparates”.
La política no le preocupa: le desagrada muchísimo; dice al respecto: “Me acuerdo mucho del poeta Hernando Martínez cuando decía que afortunadamente ya se iba a morir, porque así se iba a evitar hacer la próxima declaración de renta y oírse la próxima campaña presidencial. Lo que pasa es que ahora se juntaron las dos cosas. ¡Francamente, deberían tener un poco más de consideración con la gente!”.
Entre sus amigos, “hay una persona que ha sido excepcionalmente buena conmigo: Elvira Martínez de Nieto; admiro su constancia; con toda la lata que le he dado en la vida, es como para que no me saludara, y eso con toda la razón”. Jamás sale de su casa, por puro principio. Pero hace gustoso una excepción: las cortas incursiones por el mercado de Envigado, buscando cosas para pintar: lechugas, limatones, rábanos, repollos morados, calabacines y frutas de la estación. Su perro se llamaba Lupus, en honor de san Francisco de Asís; era un pastor alemán que compartía su desilusión por la humanidad y que la llevaba al extremo de detestar también a los otros perros. Odia la vejez y se lamenta de que ni siquiera leyendo De senectute se pueda llegar a aceptarla. De la ancianidad prefiere no hablar: “por ahí decía Menandro: ‘a quien los dioses aman, muere joven’. Quizás tenía razón”.
Ese es “Mefisto”, encerrado en su casa de Envigado. En homenaje a Palladio la llama “La Malcontenta” (¿podía ser de otro modo?). Pero con todo su pesimismo y todo su desdeño de lo terreno, ahí están sus cuadros colgados en Claude Bernard. Allá, como aquí, el misterio y la fuerza de su belleza permanece inquieta. ¿De dónde viene esa presencia irreal que llena sus espacios?
Notas
- 1. Magazín al día. Bogotá, 11 de mayo, 1982, Ed. 54, pp. 46-52.