- Botero esculturas (1998)
- Salmona (1998)
- El sabor de Colombia (1994)
- Wayuú. Cultura del desierto colombiano (1998)
- Semana Santa en Popayán (1999)
- Cartagena de siempre (1992)
- Palacio de las Garzas (1999)
- Juan Montoya (1998)
- Aves de Colombia. Grabados iluminados del Siglo XVIII (1993)
- Alta Colombia. El esplendor de la montaña (1996)
- Artefactos. Objetos artesanales de Colombia (1992)
- Carros. El automovil en Colombia (1995)
- Espacios Comerciales. Colombia (1994)
- Cerros de Bogotá (2000)
- El Terremoto de San Salvador. Narración de un superviviente (2001)
- Manolo Valdés. La intemporalidad del arte (1999)
- Casa de Hacienda. Arquitectura en el campo colombiano (1997)
- Fiestas. Celebraciones y Ritos de Colombia (1995)
- Costa Rica. Pura Vida (2001)
- Luis Restrepo. Arquitectura (2001)
- Ana Mercedes Hoyos. Palenque (2001)
- La Moneda en Colombia (2001)
- Jardines de Colombia (1996)
- Una jornada en Macondo (1995)
- Retratos (1993)
- Atavíos. Raíces de la moda colombiana (1996)
- La ruta de Humboldt. Colombia - Venezuela (1994)
- Trópico. Visiones de la naturaleza colombiana (1997)
- Herederos de los Incas (1996)
- Casa Moderna. Medio siglo de arquitectura doméstica colombiana (1996)
- Bogotá desde el aire (1994)
- La vida en Colombia (1994)
- Casa Republicana. La bella época en Colombia (1995)
- Selva húmeda de Colombia (1990)
- Richter (1997)
- Por nuestros niños. Programas para su Proteccion y Desarrollo en Colombia (1990)
- Mariposas de Colombia (1991)
- Colombia tierra de flores (1990)
- Los países andinos desde el satélite (1995)
- Deliciosas frutas tropicales (1990)
- Arrecifes del Caribe (1988)
- Casa campesina. Arquitectura vernácula de Colombia (1993)
- Páramos (1988)
- Manglares (1989)
- Señor Ladrillo (1988)
- La última muerte de Wozzeck (2000)
- Historia del Café de Guatemala (2001)
- Casa Guatemalteca (1999)
- Silvia Tcherassi (2002)
- Ana Mercedes Hoyos. Retrospectiva (2002)
- Francisco Mejía Guinand (2002)
- Aves del Llano (1992)
- El año que viene vuelvo (1989)
- Museos de Bogotá (1989)
- El arte de la cocina japonesa (1996)
- Botero Dibujos (1999)
- Colombia Campesina (1989)
- Conflicto amazónico. 1932-1934 (1994)
- Débora Arango. Museo de Arte Moderno de Medellín (1986)
- La Sabana de Bogotá (1988)
- Casas de Embajada en Washington D.C. (2004)
- XVI Bienal colombiana de Arquitectura 1998 (1998)
- Visiones del Siglo XX colombiano. A través de sus protagonistas ya muertos (2003)
- Río Bogotá (1985)
- Jacanamijoy (2003)
- Álvaro Barrera. Arquitectura y Restauración (2003)
- Campos de Golf en Colombia (2003)
- Cartagena de Indias. Visión panorámica desde el aire (2003)
- Guadua. Arquitectura y Diseño (2003)
- Enrique Grau. Homenaje (2003)
- Mauricio Gómez. Con la mano izquierda (2003)
- Ignacio Gómez Jaramillo (2003)
- Tesoros del Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario. 350 años (2003)
- Manos en el arte colombiano (2003)
- Historia de la Fotografía en Colombia. Museo de Arte Moderno de Bogotá (1983)
- Arenas Betancourt. Un realista más allá del tiempo (1986)
- Los Figueroa. Aproximación a su época y a su pintura (1986)
- Andrés de Santa María (1985)
- Ricardo Gómez Campuzano (1987)
- El encanto de Bogotá (1987)
- Manizales de ayer. Album de fotografías (1987)
- Ramírez Villamizar. Museo de Arte Moderno de Bogotá (1984)
- La transformación de Bogotá (1982)
- Las fronteras azules de Colombia (1985)
- Botero en el Museo Nacional de Colombia. Nueva donación 2004 (2004)
- Gonzalo Ariza. Pinturas (1978)
- Grau. El pequeño viaje del Barón Von Humboldt (1977)
- Bogotá Viva (2004)
- Albergues del Libertador en Colombia. Banco de la República (1980)
- El Rey triste (1980)
- Gregorio Vásquez (1985)
- Ciclovías. Bogotá para el ciudadano (1983)
- Negret escultor. Homenaje (2004)
- Mefisto. Alberto Iriarte (2004)
- Suramericana. 60 Años de compromiso con la cultura (2004)
- Rostros de Colombia (1985)
- Flora de Los Andes. Cien especies del Altiplano Cundi-Boyacense (1984)
- Casa de Nariño (1985)
- Periodismo gráfico. Círculo de Periodistas de Bogotá (1984)
- Cien años de arte colombiano. 1886 - 1986 (1985)
- Pedro Nel Gómez (1981)
- Colombia amazónica (1988)
- Palacio de San Carlos (1986)
- Veinte años del Sena en Colombia. 1957-1977 (1978)
- Bogotá. Estructura y principales servicios públicos (1978)
- Colombia Parques Naturales (2006)
- Érase una vez Colombia (2005)
- Colombia 360°. Ciudades y pueblos (2006)
- Bogotá 360°. La ciudad interior (2006)
- Guatemala inédita (2006)
- Casa de Recreo en Colombia (2005)
- Manzur. Homenaje (2005)
- Gerardo Aragón (2009)
- Santiago Cárdenas (2006)
- Omar Rayo. Homenaje (2006)
- Beatriz González (2005)
- Casa de Campo en Colombia (2007)
- Luis Restrepo. construcciones (2007)
- Juan Cárdenas (2007)
- Luis Caballero. Homenaje (2007)
- Fútbol en Colombia (2007)
- Cafés de Colombia (2008)
- Colombia es Color (2008)
- Armando Villegas. Homenaje (2008)
- Manuel Hernández (2008)
- Alicia Viteri. Memoria digital (2009)
- Clemencia Echeverri. Sin respuesta (2009)
- Museo de Arte Moderno de Cartagena de Indias (2009)
- Agua. Riqueza de Colombia (2009)
- Volando Colombia. Paisajes (2009)
- Colombia en flor (2009)
- Medellín 360º. Cordial, Pujante y Bella (2009)
- Arte Internacional. Colección del Banco de la República (2009)
- Hugo Zapata (2009)
- Apalaanchi. Pescadores Wayuu (2009)
- Bogotá vuelo al pasado (2010)
- Grabados Antiguos de la Pontificia Universidad Javeriana. Colección Eduardo Ospina S. J. (2010)
- Orquídeas. Especies de Colombia (2010)
- Apartamentos. Bogotá (2010)
- Luis Caballero. Erótico (2010)
- Luis Fernando Peláez (2010)
- Aves en Colombia (2011)
- Pedro Ruiz (2011)
- El mundo del arte en San Agustín (2011)
- Cundinamarca. Corazón de Colombia (2011)
- El hundimiento de los Partidos Políticos Tradicionales venezolanos: El caso Copei (2014)
- Artistas por la paz (1986)
- Reglamento de uniformes, insignias, condecoraciones y distintivos para el personal de la Policía Nacional (2009)
- Historia de Bogotá. Tomo I - Conquista y Colonia (2007)
- Historia de Bogotá. Tomo II - Siglo XIX (2007)
- Academia Colombiana de Jurisprudencia. 125 Años (2019)
- Duque, su presidencia (2022)
La pintura de los Figueroa
Fray Cristóbal de Torres. (c. 70). Gaspar de Figueroa. 2,04 x 1,11. C.M de N.S. del Rosario, Bogotá.
Desposorios de la Virgen y San José. (c. 25). Baltasar Vargas de Figueroa. 2,85 x 2,74. Igl. de San Francisco, Bogotá.
Muerte de Santa Gertrudis. (c. 134). Baltasar Vargas de Figueroa. 1,84 x 2,21. M.A.C., Bogotá.
Adoración de los Pastores. (c. 33). Baltasar Vargas de Figueroa. 1666, 1,97 x 1,47. Igl. de Santa Clara, Bogotá.
San José con el Niño. (c. 26). Gaspar de Figueroa. 1,90 x 1,10. Igl. de Santa Clara, Bogotá.
Cristo Eucarístico. (c. 80). Baltasar Vargas de Figueroa. 1,92 x 1,24. Col. León XIII, Bogotá.
Santa Clara de Asis. (c. 66). Gaspar de Figueroa. 1,29 x 0,90. Igl. de Santa Clara, Bogotá.
Martirio de Santa Bárbara. (c. 117). Baltasar Vargas de Figueroa. 1659. 3,00 x 2,10. Igl. de Santa Bárbara, Bogotá.
Nazareno con las Santas Mujeres. (c. 41). Gaspar de Figueroa. 1,11 x 1,01. Alcaldía de Villa de Leyva.
Nazareno con las Santas Mujeres. (c. 40). Gaspar de Figueroa. 1,10 x 1,35. M.A.C., Bogotá.
Regreso de los exploradores de Canaan. (c. 139). Baltasar Vargas de Figueroa. 1,16 x 1,73. Igl. de la Peña. Bogotá.
Los pintores hispanoamericanos del período colonial en la Nueva Granada son todos derivativos y, por ello, provinciales, criollos descendientes directos de españoles, medio españoles y medio americanos sin sentido claro de lo uno ni de lo otro, esa indefinición viene a constituirse en su drama más real, añadido al de su enclaustramiento y a su mezcla de conciencia y de inconsciencia ante el hecho de ejercer al servicio de una sociedad estamental orientada y dominada por la Iglesia, casi única cliente de ellos.
Baltasar de Figueroa "El Viejo", Gaspar de Figueroa y Baltasar Vargas de Figueroa no podían evitar el estar insertos en tal marco y cualquier comentario en torno de su pintura debe partir de esa inserción. Por otra parte ‑como lo hemos escrito ya a propósito de su contemporáneo y seguidor Gregorio Vásquez‑ cualquier juicio actual sobre artistas del pasado, testigos fieles de su momento, no puede dejar de tener en cuenta que los valores culturales que su obra representa son ya históricos y carecen de significación viva para el hombre de hoy. Situarnos, pues, en su panorama histórico y en su tesitura mental, al margen de anécdotas poco significativas parece lo conveniente, aunque también, claro está lo más dificultoso.
Cronológicamente, Baltasar de Figueroa "El Viejo", corresponde al mundo ya manierista del post‑renacentismo, mientras que su hijo Gaspar, muerto en 1658, y su nieto Baltasar Vargas de Figueroa, en 1667, pertenecen ‑sobre todo este último‑ al barroco. Esta relación cronológica, que sería correcta si se tratase de artistas europeos puestos al día en su tiempo, no es, sin embargo, aplicable a quienes se desenvolvían en el retiro cultural de las alturas andinas, a muchos miles de kilómetros de los centros renacentistas y barrocos, sin los intereses ni vivencias del occidente europeo.
Vivir en la Santa Fe de Bogotá del siglo XVII no debía ser precisamente el mejor medio de estar al tanto de lo que se producía con más empinación en la Europa contemporánea. Poco más de veinte mil habitantes, entre indios y españoles, tenía la capital del Nuevo Reino al decir del obispo santafereño Lucas Fernández de Piedrahita; y aunque los criollos parece que eran "muy curiosos" y dados a "tapicerías y cuadros de extremadas pinturas" según cuenta el cronista franciscano Pedro Simón, ello sólo significa que podía haber un ambiente propicio, pero no indica la calidad o la "modernidad" de lo que se colgaba en las paredes.
Hemos señalado alguna vez como característica del aparente barroco en la Nueva Granada una suerte de indefinición entre lo renacentista y lo abarrocado que, por cierto, se daba también a la sazón en los talleres de Andalucía, sin cuyo conocimiento sería prácticamente imposible comprender lo mejor y lo peor del trabajo de los Figueroa.
Más adelante habrá que anotar, pues, lo propio de los talleres andaluces de pintura, transladando sin mayor modificación a los novogranadinos, entre los que figura en lugar eminente el de los Figueroa. Sin embargo, andando estos pintores en los arrabales del Renacimiento y del Barroco para tocar ‑sin mayor compromiso con el uno ni con el otro‑ parte de lo que ambos movimientos fueron, es conveniente adelantar algunos perfiles de la pintura renaciente y de la barroca que ellos apenas alcanzaron a percibir en algunos de sus aspectos superficiales.
Lo renacentista
España e Hispanoamérica recibieron el movimiento renacentista con alguna tardanza y con escasa comprensión de sus significados, excepción hecha de ciertas familias ilustradas de cultura más selecta, de algún modo vinculadas al italianismo.
El Renacimiento, como bien se sabe, es un fenómeno cultural típicamente italiano y, algo más ampliamente, latino y mediterráneo. Fundamentalmente, en arte, significó el triunfo de la belleza platónica, la idealización de la naturaleza y la imposición de un acento humano algo paganizante en todo aquello que tocó y que antes estaba tocado por otra parte de una forma de pasión sensual ante la naturaleza, hermanada con la tensión interior del artista. Son esa pasión y tensión las que en las pinturas barrocas dinamizan la aspiración de Dios. Lo humanizante en la intención y lo científico en la solución de los cuadros entran en la pintura renacentista, al mismo tiempo que triunfa en ellos la idea y aparece el concepto de artista. José Camón Aznar dice que "hay en el Renacimiento una congruencia que determina la belleza y sentido humano de las figuras, entre la atmósfera rodeada y el tratamiento de las superficies, que aparecen blandas y absorbentes". Así, aparece el sentido del espacio y del tiempo que sutilmente va impregnando los lienzos y entrando a formar parte de la creación artística. En la pintura renacentista ‑‑dejando ya aparte sus obvios propósitos de situar al hombre en el centro del interés del espectador y de tratarlo idealizadorament– la figura parece fluír luminosamente irradiando parte de ella a su alrededor y desvaneciendo sus perfiles como lo recomendaba y practicaba Leonardo da Vinci.
Por otra parte, las figuras que se encadenan en sabias composiciones en los cuadros del estilo buscan casi siempre un ritmo, diríamos que musical. No hace falta acudir al ejemplo paradigmático de las de Boticelli o Leonardo: se percibe en casi todas las pinturas italianas del Quattrocento y del Cinquecento. Así se unen las sensaciones de tiempo y de espacio en el ideal de la armonía, uno de los más firmes y tal vez obsesivos ideales de aquella llamada Edad del Humanismo.
Pues bien. Pocas veces, creo, puede percibirse todo ello en la pintura del Renacimiento español que, recién salida del Gótico, ya parecía estar esperando al Barroco. Isabel de Castilla, 'Va Católica" era una fiel de la pintura gótica y una decidida partidaria de la escuela flamenca. Y aunque sus sucesores en el trono, Carlos 1 y Felipe II, se inclinaron imperialmente hacia lo italiano, Flandes nunca dejó de ser un contrapeso, sobre todo en el norte de la península, favorable a la estética del naturalismo más realista y crudo.
¿Qué decir de los talleres donde se formaban los pintores? Algo italianizantes pero también algo flamenquistas, con un pie en el idealismo clásico latino y con otro en el realismo nórdico, recogían de aquí y de allá, de todo un poco, y ponían un acento entre familiar y dulce a sus figuras.
Lo barroco
Mejor y más sincero recibo tuvo el Barroco. El estilo que, según Antonio Machado "pinta virutas de fuego" parecía comprometer más hondamente el sistema nervioso del pueblo español y de sus artistas representativos, poco dados a la idealización, a las abstracciones, a las finuras y a los formalismos. El Barroco permitía a los pintores entregarse sensualmente a la exaltación de la naturaleza más que a su embellecimiento, lejos de los rigores mentales del Renacimiento clásico.
Relacionado con el ideal de lo confuso, con el sentimiento de lo alborotado y con el predominio de lo curvo y carnoso, "formas de la vida", lo barroco obedecía a un desasosiego preñado de energía vital; de modo que aquellas "virutas de fuego" y los oropeles que "desde lejos engañaban con la color” como pretendía definir al estilo un poeta de su tiempo, no fueron ornamentalismos superpuestos y gratuitos, sino una forma de rebelión contra la tiranía de lo geométrico y claro y una manifestación patética de un vivir que se vive pensando en la muerte.
La pintura barroca no puede entenderse formalmente tan solo, como conjunto de composiciones dinámicas, desequilibradas y de colorido vivo. Si ellas son así es porque reflejan en los que son sus auténticos creadores, un sentido dramático de la vida, una vida que a cada instante parece gozarse en despedirse de sí misma. Se trata de todo, hacen flamear los paños, agitan las figuras y hacen que las escenas sean violentas o teatrales. Cuando el genuino pintor barroco coloca a sus personajes en tales actitudes desatadas, en perspectivas y escorzos forzados, cayendo a veces en lo operático, y las dispone obedientes a una variedad de ejes de composición y de puntos focales que contrapuntean sin atender a un solo ritmo, es porque, en el fondo, él mismo siente la agitación que le prohibe ordenarse.
El famoso desequilibrio barroco, tan ingrato a los teóricos del clasicismo renacentista y del orden racional del arte, no es gratuito más que en los amanerados, los inconsecuentes o los copistas. 0 en los que, lejos de sentir la vida a lo barroco, reciben lejanamente sus luces.
Parece suficientemente claro que los pintores
solamente recibieron reflejos de segunda mano del Renacimiento y del Barroco. Siendo como fueron unos pintores de taller, con lo que este concepto implica, no tenían por qué aspirar a más que a repetir honradamente la letra del repertorio, sin penetrar en su espíritu y, mucho menos, plantearse problemas conceptuales ni de relación forma‑contenido.
El "tallerismo"
Si hemos mencionado el taller más como un concepto que como un término designativo en relación con el trabajo y el modo de los Figueroa es porque indudablemente los define, al punto de que puede asegurarse que casi no hay error cuando sus cuadros se califican como del taller de los Figueroa en tanto que, con más frecuencia de la deseable, nos quedan serias dudas después de haber atribuído concretamente a uno o a otro de ellos la autoría de una obra.
Hay en los tres un acento de “tallerismo" marcado. Pero, ¿en qué ha de consistir esto? Se antoja decir, por de pronto, que el “tallerismo" es lo distinto de academismo y de creacionismo cuando del taller antiguo se trata (porque en nuestro tiempo, el concepto se ha impregnado, por el contrario, de sensaciones de libertad de expresión y de creatividad). En los siglos pretéritos, ser de un taller equivalía prácticamente a ser no sólo seguidor sino imitador y casi repetidor de uno o varios maestros‑modelo. En los talleres del siglo XVII, como en los anteriores, se enseñaba el oficio, la fábrica, no el arte, que no se puede enseñar. Más interesaba el saber‑hacer que el pensar y el sentir; y aún más, el hacer: las tareas procedimentales, bastante rutinarias, del trabajo manual: preparar las telas o las maderas, confeccionar los pinceles, elaborar los colores... ; luego, ir aprendiendo 'Vas cosas en el arte" entendido por éste las necesarias recetas y destrezas; por supuesto era importante lo relativo a la copia de estampas de los grandes maestros, aunque también el dibujo del natural, si bien parece que este último poco se practicaba en los talleres novogranadinos. En México, según unas "Ordenanzas de Pintores" propuestas en 168 1, debían examinarse y demostrar que eran "artizados en mui buenos dibujadores", debiendo hacer "...un Hombre desnudo... " o " vestido, con debida atención al trapo, pliegue que haze la Ropa...' 'y, en fin, "a lo natural. Además debían estudiar la composición de las escenas y resolver los problemas que la perspectiva plantea, de tal forma "que sean prácticos en lejos y berduras" (efectos de lejanía o perspectiva y pintura de paisaje).
Estas u otras instrucciones, que en sus líneas fundamentales seguían las que en el mismo siglo XVII regían en España, no se dictaron en el Nuevo Reino de Granada o, al menos, nadie las conoce. Lo más seguro es que no existieran, pues no había escuelas y los talleres eran libres y estaban atenidos al patrón medieval europeo. En ellos, el maestro, a quien ninguna autoridad en la materia había titulado de tal munido de su experiencia y adquirida cierta nombradía, admitía a uno o varios aprendices que, a cambio de escueta soldada o de algunos servicios domésticos u otros, comenzaban por aprender prácticamente lo más elemental del oficio para pasar luego a ayudar al maestro en partes poco relievantes de su trabajo e ir poco a poco, a base de copias de grabados, apuntes del natural y pintura de trabajos menores, perfeccionándose en ello hasta competir con el propio maestro que, lógicamente, alguna vez dejaba de serlo. De ahí los relatos, tan socorridos por los más folclóricos guías de museos y biógrafos anecdóticos, que nos hablan del momento dramático en que tal o cual maestro irascible, empequeñecido ya por el discípulo aventajado, expulsa a éste del taller. No podía faltar la anécdota, repetida desde los tiempos de Protógenes, en las precarias biografías de nuestros pintores, en cuyo taller es casi seguro que se formó el más maduro de la Colonia, Gregorio Váquez Ceballos, a quien se le achaca una vez más diciéndose de él que fue echado del prestigioso obrador santafereño por haber sabido pintar con mayor perfección que su maestro Baltasar Vargas de Figueroa los ojos de un San Roque.
Pues bien, el "tallerismo" en el arte antiguo supone entre otras cosas el seguimiento del maestro, la valoración de la técnica y del oficio por sobre otros intereses, la inanidad estética, el respeto a la tradición y la dependencia de la clientela. Es todo ello lo que, precisamente, distingue a la dinastía de los Figueroa; en lo cual, desde luego, no constituyen una excepción respecto de los demás pintores coloniales.
El criollismo
Además del "tallerismo", el criollismo es un factor de innegable importancia en la obra de los Figueroa. El primero de ellos, Baltasar "El Viejo", había nacido en la española Sevilla, en alguno de cuyos talleres probablemente aprendió los rudimentos de la pintura; pero sus hijos, nietos y descendientes fueron criollos.
Sobre el criollismo hay algo que hablar, porque no se usa lo mismo el término en todos los países de América, en ciertos de los cuales se entiende más bien con la connotación de mestizaje o mezcla de los pueblos conquistador y conquistado. Para nosotros, lo criollo carece en absoluto de esa connotación y, antes al contrario, supone en cierto modo una actitud distinta y a veces opuesta a lo mestizo, sobre todo cuando de hablar de expresiones artísticas se trata.
Por criollos se entendía ‑y en tal sentido se utilizaba la palabra en crónicas y documentos los descendientes de españoles y, en general de blancos, nacidos en territorios de Indias. También se les llamó "españoles‑americanos" y sus raíces se hundían, como es lógico, en el pueblo conquistador, cuyos rasgos característicos, en lo bueno y en lo peor, heredaban, aunque con el paso del tiempo y ante circunstancias distintas íbanse nutriendo de otros; por eso ha podido decirse de ellos que eran "el conquistador conquistado por su conquista". Así, el criollo fue el verdadero hispanoamericano, el mismo que más tarde iba a reaccionar contra el español levantándose contra las ventajas de éste y procurando y logrando, él más que nadie, las independencias nacionales.
En materia de arte, el criollismo supone ante todo el deseo de seguir lo mejor posible a los grandes maestros europeos, prolongando en academias, escuelas y talleres los temas, las formas y las técnicas que se desarrollaban en el viejo Continente. Los pintores criollos se esforzaban en imitar a los flamencos e italianos prestigiosos a través de las estampas que reproducían sus obras, y especialmente a los andaluces cuyas obras originales podían tener más a mano. En el caso de la Nueva Granada, Rubens, Zurbarán, Murillo y Morales parecen figurar en primer término como modelos.
Del prestigio de los famosos europeos pretendían los pintores criollos derivar el suyo propio, mostrándose olímpicamente desinteresados en observar el arte tradicional de los indígenas y, mucho menos, en tomar de ellos algo, pues desde el punto de vista de la estética occidental se les negaba toda posibilidad de producir belleza a no ser que su habilidad imitativa les llevara a repetir lo que los españoles y criollos hacían. El mismo paisaje que a los criollos rodeaba, tan feraz y pictóricamente atractivo, parecía negado a sus ojos de pintores y les era más fácil "ver” el que se reproducía en los grabados flamencos o franceses.
A todo ello no eran ajenas, desde luego, las exigencias de su principal y casi único cliente, la Iglesia, siempre más afecta a la pintura española e italiana que bebía en fuentes más directas, lógicamente, la cultura occidental cristiana y que interpretaba mejor, sobre todo la primera, las orientaciones del Concilio de Trento, impulsador entusiasta de un catolicismo misionero y dogmático. El nuevo concepto católico de la vida no podía transmitir más y de mejor manera que mediante la transferencia del repertorio de temas y formas visuales del barroquismo europeo, cuyo modelo era cosa poco o nada discutible para los criollos.
El criollismo artístico no es, en suma, más que arte europeo hecho en territorio americano. Arte provincial, en fin, que difiere bien poco ~‑en el caso de la Nueva Granada‑ de] que se hacía en la vieja Granada, en Sevilla o en Córdoba, aunque tropezaba con más dificultades para parecerse al que se exportaba desde Italia o Flandes.
El temario
En su tiempo y en las circunstancias de la América hispana ‑‑Objeto de una conquista, de una colonización y de una evangelización que podrán ser discutidas en su filosofía y en sus efectos, pero de cuya eficacia no puede dudarse‑ los temas tratados en cuadros y muros tienen una importancia mucho mayor de lo que nos parecen vistas desde un tiempo en que los valores de forma desplazaron casi totalmente a los de asunto.
La pintura de los siglos coloniales fue eminentemente temática y mensajera. Lo representado en los cuadros, dígase lo que se diga ahora, era fundamental y lo aludido en ellos en el terreno ideológico, aún más importante: lo que se quería decir se valoraba por encima del modo de decirlo y la eficacia didáctica de los temas se consideraba muy por sobre sus valores decorativos y expresivos.
Entre la conquista y el advenimiento de los Borbones, todas las artes se pusieron sin reservas al servicio de una forma de transculturización, de la doctrina cristiana católica y de un nuevo concepto de la vida y de la muerte. Después, asentados los virreinatos pero con cierta influencia francesa propia de la dinastía borbónica, la Iglesia no cedió en nada su influencia; pero las artes, que seguían sirviéndola, hallaron unas perspectivas ligeramente más amplias y tal vez menos comprometidas.
Los Figueroa, de pleno siglo XVII, se encuentran insertos en la primera zona, lo que quiere decir que la totalidad de su producción como pintores es la insistente repetición de unos cuantos temas del repertorio iconográfico católico con destino al culto y a la devoción en iglesias, conventos, capillas y oratorios. Del viejo Baltasar, iniciador de la dinastía, sólo se conoce una serie de óleos sobre la vida de la Sagrada Familia y alguna otra imagen de la Virgen. Su hijo Gaspar repite el mismo temario más unos cuantos retratos. Y su nieto Baltasar Vargas de Figueroa del que se conserva un número más elevado de lienzos, insiste en los asuntos evangélicos y en distintas advocaciones de María, a la que añade un conjunto de imágenes de santos, que incluyen varias escenas de martirio a las que tan aficionado fue el período postrentino y algunos otros retratos de prelados y jerarcas para colecciones eclesiásticas. No se les conoce un sólo paisaje ni un bodegón o naturaleza muerta, que también fueron muy gratos a la época barroca, pero que la iglesia colonial estimaba asuntos "poco útiles" y la estética del tiempo "cosas viles". El desinterés de los Figueroa por temas que no fueran motivo de los "encargos de devoción" de los que derivaban el parco sustento, es absoluto.
Valores y antivalores
Bien sabido es que la originalidad y la inventiva no era precisamente lo que desvelaba a los pintores coloniales, bastante más próximos al oficio de pintar que al arte de expresar. Sería, pues, de todo punto injusto tratar de encontrar en ellos lo que ahora llamamos "creatividad". Los Figueroa, como el resto de ellos en el Nuevo Reino, estaban lejos de pensar, al hacer su trabajo, en términos de concepciones artísticas y de transmisión de visiones personales de los temas que les eran encargados. Viendo su obra, sería incluso disparatado imaginárselo. El sentido mismo de la pintura como arte se les escapa; pero volviendo a lo dicho, es sencillamente injusto pretender que eran artistas según el concepto actual. Claro es que no debe creerse por ello que esta consideración es aplicable a todos los pintores de su tiempo, aun cuando la idea de la originalidad no fuera principal preocupación de ninguno; pero no todos eran tan convencionales, aun en el contexto de las limitaciones que la vida colonial imponía. Los Figueroa, cada uno algo mejor que el anterior en el procedimiento, en el oficio y en la técnica, no sólo carecieron de originalidad, lo cual era cosa corriente y perfectamente explicable, sino que no reflejan en sus obras lo que se ha llamado el estilo. Todas sus obras tienen, más que otros valores excepción hecha de los del oficio, un valor de la ilustración y de manera. Eso, descontando las que evidencian de inmediato que de lo que se trata es de salir pronto y de cualquier manera del encargo.
Que algunos lienzos de Gaspar y otros de su hijo Baltasar están bastante bien ejecutado, queda fuera de duda. El Fray Cristóbal de Torres, fundador del Colegio Mayor del Rosario, firmado y fechado en 1943 por Gaspar, es un buen retrato del natural concebido con sentimiento de monumentalidad y nobleza al mismo tiempo, y realizado con notorios valores plásticos. El mismo concepto monumental preside el Jesús Crucificado de la iglesia bogotana de Santa Bárbara, obra formalmente defectuosa pero inspirada; y el Ecce Homo de la misma iglesia es una pintura de muy buen oficio y profunda, bien es verdad que tomada de Luis de Morales. Pero junto a ello se acumulan en la obra conocida del mariquiteño acartonamiento, desarreglos y elementales esfuerzos que recuerdan los mediocres y nada interesantes trabajos de su padre, pintor tosco y duro cuyo mérito reside en haber iniciado la dinastía.
Baltasar Vargas de Figueroa, igualmente irregular, muestra más aciertos, si bien es verdad que de él conocemos mayor número de obras. En general, su pintura, considerada en lo que ella tiene de oficio, es más sólida y densa, con una preparación de toques breves bajo las capas del acabado; el manejo de las luces es más barroquista, inclinado al uso de la técnica de la iluminación tenebrosa, tan de moda en su tiempo tanto en los talleres sevillanos como en los hispanoamericanos. En el San Guillermo de Aquitania que se ve en la iglesia‑museo de Santa Clara, de Bogotá (en el caso de ser de su mano, cosa que dudamos mucho), lo mismo que en sus Adoraciones de los pastores y de los Reyes Magos repetidas con variantes, o de sus Bodas místicas de Santa Catalina de Siena, y teniendo en cuenta tan solo unas cuantas telas más como las citadas, hay fragmentos de pintura de los que podría deducirse que se trata de uno de los pintores más empinados de su siglo en toda América. Desgraciadamente, por otra parte abunda en trabajos menores e incluso muy malos, aun considerados desde el ángulo de la simple pintura de receta.
Las fuentes
En cuanto a sus fuentes no se puede dudar que son los grabados sueltos o impresos en libros piadosos que llegaron con suficiente abundancia al país, como a toda la América española, procedentes de las prensas de Plantin‑Moretus, de Amberes, que gozaban del privilegio de la Corona para exportarlos a los territorios dependientes de Madrid. Esta casa impresora, cuyo fondo constituye hoy el contenido de un interesante museo antuerpiense, utilizó a los más expertos grabadores en metal para reproducir conocidas pinturas de grandes y medianos maestros europeos renacentistas y barrocos con destino a la ilustración de libros religiosos, que tan poderosamente contribuyeron al establecimiento y consolidación de la fe católica durante el período colonial. Centenares de estampas de tal procedencia formaban parte del cuerpo informativo y formativo de los talleres españoles e hispanoamericanos, y de ellas los pintores "tornaban ocasión", como nos lo dice a comienzos del siglo XVIII el pintor y tratadista Antonio Acisclo Palomino en su Museo Pictórico, y como es obvio observando la relación estrecha entre dichos grabados y buena parte de las obras salidas de los obradores del período.
El taller santafereño de los Figueroa dispuso de tales modelos como era lo acostumbrado y necesario. En el testamento de Gaspar, dispuesto el 12 de diciembre de 1658, se habla expresamente de ello: "Mando que los colores, estampas y todo lo que me toca a mí oficio de pintor se le dé al dh. Baltasar de Figueroa, mí hijo. Para que las acabe y pone hermanable, las estampas y copias, con sus dos hermanos chiquitos". Y en el inventario levantado a la muerte de Baltasar una década después, en febrero de 1667, se incluyen "seis libros de vida de santos con estampas para las pinturas, más un libro de Architectura, necesario a el arte, más de mil ochocientas estampas que habían costado unas a doce, otras a patacón y otras a quatro reales; más quarenta y cinco o cincuenta copias sacadas de mano del dh. difuncto para pintar por ellas... ".
Fueron, pues, miles de grabados europeos lo que pudieran tener a mano los Figueroa para "tomar ocasión". Por "tomar ocasión" no hay que entender que copiar literalmente sino, más bien, el inspirarse y entresacar de aquí y de allá figuras de unos y otros para componer los cuadros, procedimiento que, repito era y es común y corriente en el "Tallerismo "y que emplearon desde Velásquez y Murillo para abajo, todos. Semejante proceder es el que en casos como el de los Figueroa, en que el pintor carece de voluntad artística clara y de marcada personalidad, deriva en la sensación que recibimos de estar ante obras sin estilo, compuestas artificiosamente y a pedazos (véase como ejemplo paradigmático La Misa de San Gregorio de Baltasar de Vargas, en la iglesia de Santa Clara) sin un encadenamiento fluído de las masas y con perfiles muy delimitados e incapaces de insertarse en la atmósfera que, por otra parte ‑y sobre todo Baltasar buscaban por haberla observado, seguramente, en obras de barrocos europeos.
Es lamentable. que en el andar del tiempo se haya dispersado y perdido la preciosa colección de grabados que sirvieron de base a las obras de los Figueroa. Sin embargo y a título de ejemplos, bueno será citar algunos que, por supuesto, no fueron utilizados exclusivamente por ellos, pues son origen directo de numerosos lienzos salidos de obradores mexicanos, quiteños, limeños o cuzqueños y que se pueden ver aun en iglesias, museos, conventos y viviendas de los países que una vez fueron colonias españolas. Tal vez el más repetido ‑o, al menos, el más veces visto‑ es el que representa a San José y la Virgen María conduciendo de las manos a Jesús niño, que camina entre sus padres, todos de cara al espectador. Bajo los títulos de “La Sagrada Familia "y "E] regreso, de Egipto" se conocen de este asunto varios lienzos del taller de los Figueroa, lo mismo que otros del de su discípulo Gregorio Vásquez y de decenas más de pintores del área andina. El modelo de todos ellos debe ser un grabado impreso hacia 1620 en las prensas antuerpienses de Platin, anónimo, y que aparece en el libro Oficio de Nuestra Señora la Sma. Virgen María" y que, con variantes que incluyen la de La Doble Trinidad, se sigue imprimiendo en el siglo XVIII. En un libro sobre el mismo tema, Officium B. Marie Virgínis, de 1601 aparece la imagen de la Virgen rodeada por los símbolos de la letanía lauretana y por ángeles, grabado en el taller de Theodoor Galle; fue una estampa muy difundida y bien acogida por la Iglesia dado su alto valor simbólico y docente, y parece haber pocos pintores del siglo XVII en Hispanoamérica que no hayan sido encargados de repetir este terna, al que Baltasar Vargas de dedica un buen lienzo ,conservado hoy en la iglesia bogotana de San Francisco. También se inspiran en un grabado del mismo Galle, así como en otro de Seghers, ambos reproductores de un famoso cuadro de Rubens, para la Adoración de los Reyes Magos del Museo de Arte Colonial y de otras colecciones de Bogotá, y con ello siguen los Figueroa casi la obligación de tomar este tema del gran maestro flameco, tantas veces imitado. De una obra suya está tomada así mismo la composición simétrica de La Virgen M" coronada por la Santísima Trinidad, del Colegio Mayor del Rosario.
En cambio El Milagro de Sofiano, pintado por Baltasar más de una vez, está tomado del cuadro de Zurbarán fechado en 1626‑1627, que conserva el convento de San Pablo en Sevilla y del que también tomaron los suyos varios pintores anóñl4mos de Quito y Lima. En Zurbarán está así mismo el origen del tema de la Virgen Protectora bajo cuyo desplegado manto se protegen los fundadores de una u otra Orden, según sea la cliente del pintor, y que Baltasar de Figueroa aplica a la de Santo Domingo. La influencia de Zurbarán no parece, sin embargo, que se ejerciera por medio de estampas, sino de copias de talleres sevillanos, ya que la observación directa de los cuadros del severo e intenso extremeño no es sospechable si se tiene en cuenta lo que los historiadores nos dicen de la vida de los pintores novogranadinos.
Las diferencias
Tanto el criollismo como el "tallerismo" de los Figueroa, ya señalados como parte de la explicación de su trabajo, eran en ellos muy conscientes. El testamento otorgado por Gaspar dejaba a sus hijos no sólo algunos enseres, materiales, instrumentos y deudas sino el encargo de acabar algunos cuadros comenzados con fidelidad a las estampas, para cumplir con los clientes que los habían contratado: ¿cabe más muestra de indiferencia por la personalidad y el estilo? El sentido de la impersonalidad de que estaban poseídos ‑más aún Baltasar "El Viejo" y Gaspar‑ perfectamente reflejado en sus trabajos convencionales, explica que se puedan confundir los de uno con los de otro, tanto más cuanto puede tenerse la seguridad, documentada en el citado testamento, de que en algunos de los cuadros, si no en muchos, intervinieron dos y hasta posiblemente tres miembros del taller familiar.
No obstante, la falta de estilo no supone carencia de modo y de manera. Si el primero se entiende como "la huella del espíritu sobre la forma" según la clásica concepción de D'Ors, es decir, el signo de la personalidad del artista sobre los elementos en los que se expresa, los segundos se dan aún al margen de los esquemas mentales y de los sentimientos. Basta que exista obra de mano u oficio para que haya una manera y, con frecuencia, un amaneramiento o molduración de la manera. Y en esto encontramos, más en otros aspectos, algunas de las diferencias que median entre Gaspar y Baltasar.
La manera del primero se nos aparece algo mas rígida "mano dura", se dice en un tratado antiguo‑ y conforme con la simple necesidad de determinar la forma escuetamente, sin el menor regodeo estético en ella. Su dibujo es seco, aparte su debilidad en las descripciones anatómicas; y al rellenarlo con las masas de color, todo se le acartona. Pero en medio de la heterogénea calidad de sus lienzos parece percibirse una "mano amplía", y más decisiva que la de su hijo, que, sumada a una mayor economía de elementos ‑al extremo de pobreza, a veces‑ hace del conjunto de su trabajo algo más fuerte y sólido.
La obra de Baltasar Vargas de Figueroa, aparentemente más suelta y de tendencias más naturalistas, cae sin embargo, en convencionalismos y amaneramientos de los que está más libre la de su padre y maestro. Algunos de ellos se repiten con más frecuencia; así como la imitación de las místicas dulzuras con recursos de recetario como el de ladear suavemente las cabezas; o el uso de rasgos finos y graciosos para las mujeres jóvenes ‑según el consejo leonardesco‑, con narices delgadas rectas, labios y ojos menudos, cejas delicadas y óvalo puntiagudo del rostro; y para los hombres, frente despejada y algo cuadrangular, y aspecto general grave aunque con definición no muy clara respecto del otro sexo.
Si ambos tienen el oficio de lo que Wölffin llamó “pintura cerrada”, predominantemente lineal por tanto, en Baltasar se percibe la intención de abrir las siluetas hacia su espacio exterior, lográndolo a veces aunque con resultados estrechos por su dominio solamente parcial de la técnica de iluminación tenebrista.
El taller de estos pintores guarda para Colombia, en fin, un notable valor histórico. Es el primero en establecer, debidamente documentado, el sistema y el método del taller español y el primero en sentar una serie de características que serán las mismas, a partir de entonces, de lo que se ha llamado escuela santafereña de pintura: sevillanista italianizante, naturalismo dulcificado, barroquismo sin Barroco, atenuada yuxtaposición de tendencias, modosidad, devocionismo... Bases de una pintura que había de durar tres siglos y cuyos reflejos habrían de percibirse durante más tiempo aún.
Gaspar y Baltasar de Figueroa fueron sin duda unos hábiles elaboradores de cuadros de devoción perfectamente insertos en un sistema cultural que vio y pareció en ellos el valor de esa inserción y la eficacia de una comunicación clara con su sociedad. Ilustradores pictóricos de los ideales de su tiempo y de su comuniad, en uso de un oficio cuyas calidades avanzaban gradualmente, su puesto de pionero en las artes visuales de la Colonia no parece discutible.
#AmorPorColombia
La pintura de los Figueroa
Fray Cristóbal de Torres. (c. 70). Gaspar de Figueroa. 2,04 x 1,11. C.M de N.S. del Rosario, Bogotá.
Desposorios de la Virgen y San José. (c. 25). Baltasar Vargas de Figueroa. 2,85 x 2,74. Igl. de San Francisco, Bogotá.
Muerte de Santa Gertrudis. (c. 134). Baltasar Vargas de Figueroa. 1,84 x 2,21. M.A.C., Bogotá.
Adoración de los Pastores. (c. 33). Baltasar Vargas de Figueroa. 1666, 1,97 x 1,47. Igl. de Santa Clara, Bogotá.
San José con el Niño. (c. 26). Gaspar de Figueroa. 1,90 x 1,10. Igl. de Santa Clara, Bogotá.
Cristo Eucarístico. (c. 80). Baltasar Vargas de Figueroa. 1,92 x 1,24. Col. León XIII, Bogotá.
Santa Clara de Asis. (c. 66). Gaspar de Figueroa. 1,29 x 0,90. Igl. de Santa Clara, Bogotá.
Martirio de Santa Bárbara. (c. 117). Baltasar Vargas de Figueroa. 1659. 3,00 x 2,10. Igl. de Santa Bárbara, Bogotá.
Nazareno con las Santas Mujeres. (c. 41). Gaspar de Figueroa. 1,11 x 1,01. Alcaldía de Villa de Leyva.
Nazareno con las Santas Mujeres. (c. 40). Gaspar de Figueroa. 1,10 x 1,35. M.A.C., Bogotá.
Regreso de los exploradores de Canaan. (c. 139). Baltasar Vargas de Figueroa. 1,16 x 1,73. Igl. de la Peña. Bogotá.
Los pintores hispanoamericanos del período colonial en la Nueva Granada son todos derivativos y, por ello, provinciales, criollos descendientes directos de españoles, medio españoles y medio americanos sin sentido claro de lo uno ni de lo otro, esa indefinición viene a constituirse en su drama más real, añadido al de su enclaustramiento y a su mezcla de conciencia y de inconsciencia ante el hecho de ejercer al servicio de una sociedad estamental orientada y dominada por la Iglesia, casi única cliente de ellos.
Baltasar de Figueroa "El Viejo", Gaspar de Figueroa y Baltasar Vargas de Figueroa no podían evitar el estar insertos en tal marco y cualquier comentario en torno de su pintura debe partir de esa inserción. Por otra parte ‑como lo hemos escrito ya a propósito de su contemporáneo y seguidor Gregorio Vásquez‑ cualquier juicio actual sobre artistas del pasado, testigos fieles de su momento, no puede dejar de tener en cuenta que los valores culturales que su obra representa son ya históricos y carecen de significación viva para el hombre de hoy. Situarnos, pues, en su panorama histórico y en su tesitura mental, al margen de anécdotas poco significativas parece lo conveniente, aunque también, claro está lo más dificultoso.
Cronológicamente, Baltasar de Figueroa "El Viejo", corresponde al mundo ya manierista del post‑renacentismo, mientras que su hijo Gaspar, muerto en 1658, y su nieto Baltasar Vargas de Figueroa, en 1667, pertenecen ‑sobre todo este último‑ al barroco. Esta relación cronológica, que sería correcta si se tratase de artistas europeos puestos al día en su tiempo, no es, sin embargo, aplicable a quienes se desenvolvían en el retiro cultural de las alturas andinas, a muchos miles de kilómetros de los centros renacentistas y barrocos, sin los intereses ni vivencias del occidente europeo.
Vivir en la Santa Fe de Bogotá del siglo XVII no debía ser precisamente el mejor medio de estar al tanto de lo que se producía con más empinación en la Europa contemporánea. Poco más de veinte mil habitantes, entre indios y españoles, tenía la capital del Nuevo Reino al decir del obispo santafereño Lucas Fernández de Piedrahita; y aunque los criollos parece que eran "muy curiosos" y dados a "tapicerías y cuadros de extremadas pinturas" según cuenta el cronista franciscano Pedro Simón, ello sólo significa que podía haber un ambiente propicio, pero no indica la calidad o la "modernidad" de lo que se colgaba en las paredes.
Hemos señalado alguna vez como característica del aparente barroco en la Nueva Granada una suerte de indefinición entre lo renacentista y lo abarrocado que, por cierto, se daba también a la sazón en los talleres de Andalucía, sin cuyo conocimiento sería prácticamente imposible comprender lo mejor y lo peor del trabajo de los Figueroa.
Más adelante habrá que anotar, pues, lo propio de los talleres andaluces de pintura, transladando sin mayor modificación a los novogranadinos, entre los que figura en lugar eminente el de los Figueroa. Sin embargo, andando estos pintores en los arrabales del Renacimiento y del Barroco para tocar ‑sin mayor compromiso con el uno ni con el otro‑ parte de lo que ambos movimientos fueron, es conveniente adelantar algunos perfiles de la pintura renaciente y de la barroca que ellos apenas alcanzaron a percibir en algunos de sus aspectos superficiales.
Lo renacentista
España e Hispanoamérica recibieron el movimiento renacentista con alguna tardanza y con escasa comprensión de sus significados, excepción hecha de ciertas familias ilustradas de cultura más selecta, de algún modo vinculadas al italianismo.
El Renacimiento, como bien se sabe, es un fenómeno cultural típicamente italiano y, algo más ampliamente, latino y mediterráneo. Fundamentalmente, en arte, significó el triunfo de la belleza platónica, la idealización de la naturaleza y la imposición de un acento humano algo paganizante en todo aquello que tocó y que antes estaba tocado por otra parte de una forma de pasión sensual ante la naturaleza, hermanada con la tensión interior del artista. Son esa pasión y tensión las que en las pinturas barrocas dinamizan la aspiración de Dios. Lo humanizante en la intención y lo científico en la solución de los cuadros entran en la pintura renacentista, al mismo tiempo que triunfa en ellos la idea y aparece el concepto de artista. José Camón Aznar dice que "hay en el Renacimiento una congruencia que determina la belleza y sentido humano de las figuras, entre la atmósfera rodeada y el tratamiento de las superficies, que aparecen blandas y absorbentes". Así, aparece el sentido del espacio y del tiempo que sutilmente va impregnando los lienzos y entrando a formar parte de la creación artística. En la pintura renacentista ‑‑dejando ya aparte sus obvios propósitos de situar al hombre en el centro del interés del espectador y de tratarlo idealizadorament– la figura parece fluír luminosamente irradiando parte de ella a su alrededor y desvaneciendo sus perfiles como lo recomendaba y practicaba Leonardo da Vinci.
Por otra parte, las figuras que se encadenan en sabias composiciones en los cuadros del estilo buscan casi siempre un ritmo, diríamos que musical. No hace falta acudir al ejemplo paradigmático de las de Boticelli o Leonardo: se percibe en casi todas las pinturas italianas del Quattrocento y del Cinquecento. Así se unen las sensaciones de tiempo y de espacio en el ideal de la armonía, uno de los más firmes y tal vez obsesivos ideales de aquella llamada Edad del Humanismo.
Pues bien. Pocas veces, creo, puede percibirse todo ello en la pintura del Renacimiento español que, recién salida del Gótico, ya parecía estar esperando al Barroco. Isabel de Castilla, 'Va Católica" era una fiel de la pintura gótica y una decidida partidaria de la escuela flamenca. Y aunque sus sucesores en el trono, Carlos 1 y Felipe II, se inclinaron imperialmente hacia lo italiano, Flandes nunca dejó de ser un contrapeso, sobre todo en el norte de la península, favorable a la estética del naturalismo más realista y crudo.
¿Qué decir de los talleres donde se formaban los pintores? Algo italianizantes pero también algo flamenquistas, con un pie en el idealismo clásico latino y con otro en el realismo nórdico, recogían de aquí y de allá, de todo un poco, y ponían un acento entre familiar y dulce a sus figuras.
Lo barroco
Mejor y más sincero recibo tuvo el Barroco. El estilo que, según Antonio Machado "pinta virutas de fuego" parecía comprometer más hondamente el sistema nervioso del pueblo español y de sus artistas representativos, poco dados a la idealización, a las abstracciones, a las finuras y a los formalismos. El Barroco permitía a los pintores entregarse sensualmente a la exaltación de la naturaleza más que a su embellecimiento, lejos de los rigores mentales del Renacimiento clásico.
Relacionado con el ideal de lo confuso, con el sentimiento de lo alborotado y con el predominio de lo curvo y carnoso, "formas de la vida", lo barroco obedecía a un desasosiego preñado de energía vital; de modo que aquellas "virutas de fuego" y los oropeles que "desde lejos engañaban con la color” como pretendía definir al estilo un poeta de su tiempo, no fueron ornamentalismos superpuestos y gratuitos, sino una forma de rebelión contra la tiranía de lo geométrico y claro y una manifestación patética de un vivir que se vive pensando en la muerte.
La pintura barroca no puede entenderse formalmente tan solo, como conjunto de composiciones dinámicas, desequilibradas y de colorido vivo. Si ellas son así es porque reflejan en los que son sus auténticos creadores, un sentido dramático de la vida, una vida que a cada instante parece gozarse en despedirse de sí misma. Se trata de todo, hacen flamear los paños, agitan las figuras y hacen que las escenas sean violentas o teatrales. Cuando el genuino pintor barroco coloca a sus personajes en tales actitudes desatadas, en perspectivas y escorzos forzados, cayendo a veces en lo operático, y las dispone obedientes a una variedad de ejes de composición y de puntos focales que contrapuntean sin atender a un solo ritmo, es porque, en el fondo, él mismo siente la agitación que le prohibe ordenarse.
El famoso desequilibrio barroco, tan ingrato a los teóricos del clasicismo renacentista y del orden racional del arte, no es gratuito más que en los amanerados, los inconsecuentes o los copistas. 0 en los que, lejos de sentir la vida a lo barroco, reciben lejanamente sus luces.
Parece suficientemente claro que los pintores
solamente recibieron reflejos de segunda mano del Renacimiento y del Barroco. Siendo como fueron unos pintores de taller, con lo que este concepto implica, no tenían por qué aspirar a más que a repetir honradamente la letra del repertorio, sin penetrar en su espíritu y, mucho menos, plantearse problemas conceptuales ni de relación forma‑contenido.
El "tallerismo"
Si hemos mencionado el taller más como un concepto que como un término designativo en relación con el trabajo y el modo de los Figueroa es porque indudablemente los define, al punto de que puede asegurarse que casi no hay error cuando sus cuadros se califican como del taller de los Figueroa en tanto que, con más frecuencia de la deseable, nos quedan serias dudas después de haber atribuído concretamente a uno o a otro de ellos la autoría de una obra.
Hay en los tres un acento de “tallerismo" marcado. Pero, ¿en qué ha de consistir esto? Se antoja decir, por de pronto, que el “tallerismo" es lo distinto de academismo y de creacionismo cuando del taller antiguo se trata (porque en nuestro tiempo, el concepto se ha impregnado, por el contrario, de sensaciones de libertad de expresión y de creatividad). En los siglos pretéritos, ser de un taller equivalía prácticamente a ser no sólo seguidor sino imitador y casi repetidor de uno o varios maestros‑modelo. En los talleres del siglo XVII, como en los anteriores, se enseñaba el oficio, la fábrica, no el arte, que no se puede enseñar. Más interesaba el saber‑hacer que el pensar y el sentir; y aún más, el hacer: las tareas procedimentales, bastante rutinarias, del trabajo manual: preparar las telas o las maderas, confeccionar los pinceles, elaborar los colores... ; luego, ir aprendiendo 'Vas cosas en el arte" entendido por éste las necesarias recetas y destrezas; por supuesto era importante lo relativo a la copia de estampas de los grandes maestros, aunque también el dibujo del natural, si bien parece que este último poco se practicaba en los talleres novogranadinos. En México, según unas "Ordenanzas de Pintores" propuestas en 168 1, debían examinarse y demostrar que eran "artizados en mui buenos dibujadores", debiendo hacer "...un Hombre desnudo... " o " vestido, con debida atención al trapo, pliegue que haze la Ropa...' 'y, en fin, "a lo natural. Además debían estudiar la composición de las escenas y resolver los problemas que la perspectiva plantea, de tal forma "que sean prácticos en lejos y berduras" (efectos de lejanía o perspectiva y pintura de paisaje).
Estas u otras instrucciones, que en sus líneas fundamentales seguían las que en el mismo siglo XVII regían en España, no se dictaron en el Nuevo Reino de Granada o, al menos, nadie las conoce. Lo más seguro es que no existieran, pues no había escuelas y los talleres eran libres y estaban atenidos al patrón medieval europeo. En ellos, el maestro, a quien ninguna autoridad en la materia había titulado de tal munido de su experiencia y adquirida cierta nombradía, admitía a uno o varios aprendices que, a cambio de escueta soldada o de algunos servicios domésticos u otros, comenzaban por aprender prácticamente lo más elemental del oficio para pasar luego a ayudar al maestro en partes poco relievantes de su trabajo e ir poco a poco, a base de copias de grabados, apuntes del natural y pintura de trabajos menores, perfeccionándose en ello hasta competir con el propio maestro que, lógicamente, alguna vez dejaba de serlo. De ahí los relatos, tan socorridos por los más folclóricos guías de museos y biógrafos anecdóticos, que nos hablan del momento dramático en que tal o cual maestro irascible, empequeñecido ya por el discípulo aventajado, expulsa a éste del taller. No podía faltar la anécdota, repetida desde los tiempos de Protógenes, en las precarias biografías de nuestros pintores, en cuyo taller es casi seguro que se formó el más maduro de la Colonia, Gregorio Váquez Ceballos, a quien se le achaca una vez más diciéndose de él que fue echado del prestigioso obrador santafereño por haber sabido pintar con mayor perfección que su maestro Baltasar Vargas de Figueroa los ojos de un San Roque.
Pues bien, el "tallerismo" en el arte antiguo supone entre otras cosas el seguimiento del maestro, la valoración de la técnica y del oficio por sobre otros intereses, la inanidad estética, el respeto a la tradición y la dependencia de la clientela. Es todo ello lo que, precisamente, distingue a la dinastía de los Figueroa; en lo cual, desde luego, no constituyen una excepción respecto de los demás pintores coloniales.
El criollismo
Además del "tallerismo", el criollismo es un factor de innegable importancia en la obra de los Figueroa. El primero de ellos, Baltasar "El Viejo", había nacido en la española Sevilla, en alguno de cuyos talleres probablemente aprendió los rudimentos de la pintura; pero sus hijos, nietos y descendientes fueron criollos.
Sobre el criollismo hay algo que hablar, porque no se usa lo mismo el término en todos los países de América, en ciertos de los cuales se entiende más bien con la connotación de mestizaje o mezcla de los pueblos conquistador y conquistado. Para nosotros, lo criollo carece en absoluto de esa connotación y, antes al contrario, supone en cierto modo una actitud distinta y a veces opuesta a lo mestizo, sobre todo cuando de hablar de expresiones artísticas se trata.
Por criollos se entendía ‑y en tal sentido se utilizaba la palabra en crónicas y documentos los descendientes de españoles y, en general de blancos, nacidos en territorios de Indias. También se les llamó "españoles‑americanos" y sus raíces se hundían, como es lógico, en el pueblo conquistador, cuyos rasgos característicos, en lo bueno y en lo peor, heredaban, aunque con el paso del tiempo y ante circunstancias distintas íbanse nutriendo de otros; por eso ha podido decirse de ellos que eran "el conquistador conquistado por su conquista". Así, el criollo fue el verdadero hispanoamericano, el mismo que más tarde iba a reaccionar contra el español levantándose contra las ventajas de éste y procurando y logrando, él más que nadie, las independencias nacionales.
En materia de arte, el criollismo supone ante todo el deseo de seguir lo mejor posible a los grandes maestros europeos, prolongando en academias, escuelas y talleres los temas, las formas y las técnicas que se desarrollaban en el viejo Continente. Los pintores criollos se esforzaban en imitar a los flamencos e italianos prestigiosos a través de las estampas que reproducían sus obras, y especialmente a los andaluces cuyas obras originales podían tener más a mano. En el caso de la Nueva Granada, Rubens, Zurbarán, Murillo y Morales parecen figurar en primer término como modelos.
Del prestigio de los famosos europeos pretendían los pintores criollos derivar el suyo propio, mostrándose olímpicamente desinteresados en observar el arte tradicional de los indígenas y, mucho menos, en tomar de ellos algo, pues desde el punto de vista de la estética occidental se les negaba toda posibilidad de producir belleza a no ser que su habilidad imitativa les llevara a repetir lo que los españoles y criollos hacían. El mismo paisaje que a los criollos rodeaba, tan feraz y pictóricamente atractivo, parecía negado a sus ojos de pintores y les era más fácil "ver” el que se reproducía en los grabados flamencos o franceses.
A todo ello no eran ajenas, desde luego, las exigencias de su principal y casi único cliente, la Iglesia, siempre más afecta a la pintura española e italiana que bebía en fuentes más directas, lógicamente, la cultura occidental cristiana y que interpretaba mejor, sobre todo la primera, las orientaciones del Concilio de Trento, impulsador entusiasta de un catolicismo misionero y dogmático. El nuevo concepto católico de la vida no podía transmitir más y de mejor manera que mediante la transferencia del repertorio de temas y formas visuales del barroquismo europeo, cuyo modelo era cosa poco o nada discutible para los criollos.
El criollismo artístico no es, en suma, más que arte europeo hecho en territorio americano. Arte provincial, en fin, que difiere bien poco ~‑en el caso de la Nueva Granada‑ de] que se hacía en la vieja Granada, en Sevilla o en Córdoba, aunque tropezaba con más dificultades para parecerse al que se exportaba desde Italia o Flandes.
El temario
En su tiempo y en las circunstancias de la América hispana ‑‑Objeto de una conquista, de una colonización y de una evangelización que podrán ser discutidas en su filosofía y en sus efectos, pero de cuya eficacia no puede dudarse‑ los temas tratados en cuadros y muros tienen una importancia mucho mayor de lo que nos parecen vistas desde un tiempo en que los valores de forma desplazaron casi totalmente a los de asunto.
La pintura de los siglos coloniales fue eminentemente temática y mensajera. Lo representado en los cuadros, dígase lo que se diga ahora, era fundamental y lo aludido en ellos en el terreno ideológico, aún más importante: lo que se quería decir se valoraba por encima del modo de decirlo y la eficacia didáctica de los temas se consideraba muy por sobre sus valores decorativos y expresivos.
Entre la conquista y el advenimiento de los Borbones, todas las artes se pusieron sin reservas al servicio de una forma de transculturización, de la doctrina cristiana católica y de un nuevo concepto de la vida y de la muerte. Después, asentados los virreinatos pero con cierta influencia francesa propia de la dinastía borbónica, la Iglesia no cedió en nada su influencia; pero las artes, que seguían sirviéndola, hallaron unas perspectivas ligeramente más amplias y tal vez menos comprometidas.
Los Figueroa, de pleno siglo XVII, se encuentran insertos en la primera zona, lo que quiere decir que la totalidad de su producción como pintores es la insistente repetición de unos cuantos temas del repertorio iconográfico católico con destino al culto y a la devoción en iglesias, conventos, capillas y oratorios. Del viejo Baltasar, iniciador de la dinastía, sólo se conoce una serie de óleos sobre la vida de la Sagrada Familia y alguna otra imagen de la Virgen. Su hijo Gaspar repite el mismo temario más unos cuantos retratos. Y su nieto Baltasar Vargas de Figueroa del que se conserva un número más elevado de lienzos, insiste en los asuntos evangélicos y en distintas advocaciones de María, a la que añade un conjunto de imágenes de santos, que incluyen varias escenas de martirio a las que tan aficionado fue el período postrentino y algunos otros retratos de prelados y jerarcas para colecciones eclesiásticas. No se les conoce un sólo paisaje ni un bodegón o naturaleza muerta, que también fueron muy gratos a la época barroca, pero que la iglesia colonial estimaba asuntos "poco útiles" y la estética del tiempo "cosas viles". El desinterés de los Figueroa por temas que no fueran motivo de los "encargos de devoción" de los que derivaban el parco sustento, es absoluto.
Valores y antivalores
Bien sabido es que la originalidad y la inventiva no era precisamente lo que desvelaba a los pintores coloniales, bastante más próximos al oficio de pintar que al arte de expresar. Sería, pues, de todo punto injusto tratar de encontrar en ellos lo que ahora llamamos "creatividad". Los Figueroa, como el resto de ellos en el Nuevo Reino, estaban lejos de pensar, al hacer su trabajo, en términos de concepciones artísticas y de transmisión de visiones personales de los temas que les eran encargados. Viendo su obra, sería incluso disparatado imaginárselo. El sentido mismo de la pintura como arte se les escapa; pero volviendo a lo dicho, es sencillamente injusto pretender que eran artistas según el concepto actual. Claro es que no debe creerse por ello que esta consideración es aplicable a todos los pintores de su tiempo, aun cuando la idea de la originalidad no fuera principal preocupación de ninguno; pero no todos eran tan convencionales, aun en el contexto de las limitaciones que la vida colonial imponía. Los Figueroa, cada uno algo mejor que el anterior en el procedimiento, en el oficio y en la técnica, no sólo carecieron de originalidad, lo cual era cosa corriente y perfectamente explicable, sino que no reflejan en sus obras lo que se ha llamado el estilo. Todas sus obras tienen, más que otros valores excepción hecha de los del oficio, un valor de la ilustración y de manera. Eso, descontando las que evidencian de inmediato que de lo que se trata es de salir pronto y de cualquier manera del encargo.
Que algunos lienzos de Gaspar y otros de su hijo Baltasar están bastante bien ejecutado, queda fuera de duda. El Fray Cristóbal de Torres, fundador del Colegio Mayor del Rosario, firmado y fechado en 1943 por Gaspar, es un buen retrato del natural concebido con sentimiento de monumentalidad y nobleza al mismo tiempo, y realizado con notorios valores plásticos. El mismo concepto monumental preside el Jesús Crucificado de la iglesia bogotana de Santa Bárbara, obra formalmente defectuosa pero inspirada; y el Ecce Homo de la misma iglesia es una pintura de muy buen oficio y profunda, bien es verdad que tomada de Luis de Morales. Pero junto a ello se acumulan en la obra conocida del mariquiteño acartonamiento, desarreglos y elementales esfuerzos que recuerdan los mediocres y nada interesantes trabajos de su padre, pintor tosco y duro cuyo mérito reside en haber iniciado la dinastía.
Baltasar Vargas de Figueroa, igualmente irregular, muestra más aciertos, si bien es verdad que de él conocemos mayor número de obras. En general, su pintura, considerada en lo que ella tiene de oficio, es más sólida y densa, con una preparación de toques breves bajo las capas del acabado; el manejo de las luces es más barroquista, inclinado al uso de la técnica de la iluminación tenebrosa, tan de moda en su tiempo tanto en los talleres sevillanos como en los hispanoamericanos. En el San Guillermo de Aquitania que se ve en la iglesia‑museo de Santa Clara, de Bogotá (en el caso de ser de su mano, cosa que dudamos mucho), lo mismo que en sus Adoraciones de los pastores y de los Reyes Magos repetidas con variantes, o de sus Bodas místicas de Santa Catalina de Siena, y teniendo en cuenta tan solo unas cuantas telas más como las citadas, hay fragmentos de pintura de los que podría deducirse que se trata de uno de los pintores más empinados de su siglo en toda América. Desgraciadamente, por otra parte abunda en trabajos menores e incluso muy malos, aun considerados desde el ángulo de la simple pintura de receta.
Las fuentes
En cuanto a sus fuentes no se puede dudar que son los grabados sueltos o impresos en libros piadosos que llegaron con suficiente abundancia al país, como a toda la América española, procedentes de las prensas de Plantin‑Moretus, de Amberes, que gozaban del privilegio de la Corona para exportarlos a los territorios dependientes de Madrid. Esta casa impresora, cuyo fondo constituye hoy el contenido de un interesante museo antuerpiense, utilizó a los más expertos grabadores en metal para reproducir conocidas pinturas de grandes y medianos maestros europeos renacentistas y barrocos con destino a la ilustración de libros religiosos, que tan poderosamente contribuyeron al establecimiento y consolidación de la fe católica durante el período colonial. Centenares de estampas de tal procedencia formaban parte del cuerpo informativo y formativo de los talleres españoles e hispanoamericanos, y de ellas los pintores "tornaban ocasión", como nos lo dice a comienzos del siglo XVIII el pintor y tratadista Antonio Acisclo Palomino en su Museo Pictórico, y como es obvio observando la relación estrecha entre dichos grabados y buena parte de las obras salidas de los obradores del período.
El taller santafereño de los Figueroa dispuso de tales modelos como era lo acostumbrado y necesario. En el testamento de Gaspar, dispuesto el 12 de diciembre de 1658, se habla expresamente de ello: "Mando que los colores, estampas y todo lo que me toca a mí oficio de pintor se le dé al dh. Baltasar de Figueroa, mí hijo. Para que las acabe y pone hermanable, las estampas y copias, con sus dos hermanos chiquitos". Y en el inventario levantado a la muerte de Baltasar una década después, en febrero de 1667, se incluyen "seis libros de vida de santos con estampas para las pinturas, más un libro de Architectura, necesario a el arte, más de mil ochocientas estampas que habían costado unas a doce, otras a patacón y otras a quatro reales; más quarenta y cinco o cincuenta copias sacadas de mano del dh. difuncto para pintar por ellas... ".
Fueron, pues, miles de grabados europeos lo que pudieran tener a mano los Figueroa para "tomar ocasión". Por "tomar ocasión" no hay que entender que copiar literalmente sino, más bien, el inspirarse y entresacar de aquí y de allá figuras de unos y otros para componer los cuadros, procedimiento que, repito era y es común y corriente en el "Tallerismo "y que emplearon desde Velásquez y Murillo para abajo, todos. Semejante proceder es el que en casos como el de los Figueroa, en que el pintor carece de voluntad artística clara y de marcada personalidad, deriva en la sensación que recibimos de estar ante obras sin estilo, compuestas artificiosamente y a pedazos (véase como ejemplo paradigmático La Misa de San Gregorio de Baltasar de Vargas, en la iglesia de Santa Clara) sin un encadenamiento fluído de las masas y con perfiles muy delimitados e incapaces de insertarse en la atmósfera que, por otra parte ‑y sobre todo Baltasar buscaban por haberla observado, seguramente, en obras de barrocos europeos.
Es lamentable. que en el andar del tiempo se haya dispersado y perdido la preciosa colección de grabados que sirvieron de base a las obras de los Figueroa. Sin embargo y a título de ejemplos, bueno será citar algunos que, por supuesto, no fueron utilizados exclusivamente por ellos, pues son origen directo de numerosos lienzos salidos de obradores mexicanos, quiteños, limeños o cuzqueños y que se pueden ver aun en iglesias, museos, conventos y viviendas de los países que una vez fueron colonias españolas. Tal vez el más repetido ‑o, al menos, el más veces visto‑ es el que representa a San José y la Virgen María conduciendo de las manos a Jesús niño, que camina entre sus padres, todos de cara al espectador. Bajo los títulos de “La Sagrada Familia "y "E] regreso, de Egipto" se conocen de este asunto varios lienzos del taller de los Figueroa, lo mismo que otros del de su discípulo Gregorio Vásquez y de decenas más de pintores del área andina. El modelo de todos ellos debe ser un grabado impreso hacia 1620 en las prensas antuerpienses de Platin, anónimo, y que aparece en el libro Oficio de Nuestra Señora la Sma. Virgen María" y que, con variantes que incluyen la de La Doble Trinidad, se sigue imprimiendo en el siglo XVIII. En un libro sobre el mismo tema, Officium B. Marie Virgínis, de 1601 aparece la imagen de la Virgen rodeada por los símbolos de la letanía lauretana y por ángeles, grabado en el taller de Theodoor Galle; fue una estampa muy difundida y bien acogida por la Iglesia dado su alto valor simbólico y docente, y parece haber pocos pintores del siglo XVII en Hispanoamérica que no hayan sido encargados de repetir este terna, al que Baltasar Vargas de dedica un buen lienzo ,conservado hoy en la iglesia bogotana de San Francisco. También se inspiran en un grabado del mismo Galle, así como en otro de Seghers, ambos reproductores de un famoso cuadro de Rubens, para la Adoración de los Reyes Magos del Museo de Arte Colonial y de otras colecciones de Bogotá, y con ello siguen los Figueroa casi la obligación de tomar este tema del gran maestro flameco, tantas veces imitado. De una obra suya está tomada así mismo la composición simétrica de La Virgen M" coronada por la Santísima Trinidad, del Colegio Mayor del Rosario.
En cambio El Milagro de Sofiano, pintado por Baltasar más de una vez, está tomado del cuadro de Zurbarán fechado en 1626‑1627, que conserva el convento de San Pablo en Sevilla y del que también tomaron los suyos varios pintores anóñl4mos de Quito y Lima. En Zurbarán está así mismo el origen del tema de la Virgen Protectora bajo cuyo desplegado manto se protegen los fundadores de una u otra Orden, según sea la cliente del pintor, y que Baltasar de Figueroa aplica a la de Santo Domingo. La influencia de Zurbarán no parece, sin embargo, que se ejerciera por medio de estampas, sino de copias de talleres sevillanos, ya que la observación directa de los cuadros del severo e intenso extremeño no es sospechable si se tiene en cuenta lo que los historiadores nos dicen de la vida de los pintores novogranadinos.
Las diferencias
Tanto el criollismo como el "tallerismo" de los Figueroa, ya señalados como parte de la explicación de su trabajo, eran en ellos muy conscientes. El testamento otorgado por Gaspar dejaba a sus hijos no sólo algunos enseres, materiales, instrumentos y deudas sino el encargo de acabar algunos cuadros comenzados con fidelidad a las estampas, para cumplir con los clientes que los habían contratado: ¿cabe más muestra de indiferencia por la personalidad y el estilo? El sentido de la impersonalidad de que estaban poseídos ‑más aún Baltasar "El Viejo" y Gaspar‑ perfectamente reflejado en sus trabajos convencionales, explica que se puedan confundir los de uno con los de otro, tanto más cuanto puede tenerse la seguridad, documentada en el citado testamento, de que en algunos de los cuadros, si no en muchos, intervinieron dos y hasta posiblemente tres miembros del taller familiar.
No obstante, la falta de estilo no supone carencia de modo y de manera. Si el primero se entiende como "la huella del espíritu sobre la forma" según la clásica concepción de D'Ors, es decir, el signo de la personalidad del artista sobre los elementos en los que se expresa, los segundos se dan aún al margen de los esquemas mentales y de los sentimientos. Basta que exista obra de mano u oficio para que haya una manera y, con frecuencia, un amaneramiento o molduración de la manera. Y en esto encontramos, más en otros aspectos, algunas de las diferencias que median entre Gaspar y Baltasar.
La manera del primero se nos aparece algo mas rígida "mano dura", se dice en un tratado antiguo‑ y conforme con la simple necesidad de determinar la forma escuetamente, sin el menor regodeo estético en ella. Su dibujo es seco, aparte su debilidad en las descripciones anatómicas; y al rellenarlo con las masas de color, todo se le acartona. Pero en medio de la heterogénea calidad de sus lienzos parece percibirse una "mano amplía", y más decisiva que la de su hijo, que, sumada a una mayor economía de elementos ‑al extremo de pobreza, a veces‑ hace del conjunto de su trabajo algo más fuerte y sólido.
La obra de Baltasar Vargas de Figueroa, aparentemente más suelta y de tendencias más naturalistas, cae sin embargo, en convencionalismos y amaneramientos de los que está más libre la de su padre y maestro. Algunos de ellos se repiten con más frecuencia; así como la imitación de las místicas dulzuras con recursos de recetario como el de ladear suavemente las cabezas; o el uso de rasgos finos y graciosos para las mujeres jóvenes ‑según el consejo leonardesco‑, con narices delgadas rectas, labios y ojos menudos, cejas delicadas y óvalo puntiagudo del rostro; y para los hombres, frente despejada y algo cuadrangular, y aspecto general grave aunque con definición no muy clara respecto del otro sexo.
Si ambos tienen el oficio de lo que Wölffin llamó “pintura cerrada”, predominantemente lineal por tanto, en Baltasar se percibe la intención de abrir las siluetas hacia su espacio exterior, lográndolo a veces aunque con resultados estrechos por su dominio solamente parcial de la técnica de iluminación tenebrista.
El taller de estos pintores guarda para Colombia, en fin, un notable valor histórico. Es el primero en establecer, debidamente documentado, el sistema y el método del taller español y el primero en sentar una serie de características que serán las mismas, a partir de entonces, de lo que se ha llamado escuela santafereña de pintura: sevillanista italianizante, naturalismo dulcificado, barroquismo sin Barroco, atenuada yuxtaposición de tendencias, modosidad, devocionismo... Bases de una pintura que había de durar tres siglos y cuyos reflejos habrían de percibirse durante más tiempo aún.
Gaspar y Baltasar de Figueroa fueron sin duda unos hábiles elaboradores de cuadros de devoción perfectamente insertos en un sistema cultural que vio y pareció en ellos el valor de esa inserción y la eficacia de una comunicación clara con su sociedad. Ilustradores pictóricos de los ideales de su tiempo y de su comuniad, en uso de un oficio cuyas calidades avanzaban gradualmente, su puesto de pionero en las artes visuales de la Colonia no parece discutible.