- Botero esculturas (1998)
- Salmona (1998)
- El sabor de Colombia (1994)
- Wayuú. Cultura del desierto colombiano (1998)
- Semana Santa en Popayán (1999)
- Cartagena de siempre (1992)
- Palacio de las Garzas (1999)
- Juan Montoya (1998)
- Aves de Colombia. Grabados iluminados del Siglo XVIII (1993)
- Alta Colombia. El esplendor de la montaña (1996)
- Artefactos. Objetos artesanales de Colombia (1992)
- Carros. El automovil en Colombia (1995)
- Espacios Comerciales. Colombia (1994)
- Cerros de Bogotá (2000)
- El Terremoto de San Salvador. Narración de un superviviente (2001)
- Manolo Valdés. La intemporalidad del arte (1999)
- Casa de Hacienda. Arquitectura en el campo colombiano (1997)
- Fiestas. Celebraciones y Ritos de Colombia (1995)
- Costa Rica. Pura Vida (2001)
- Luis Restrepo. Arquitectura (2001)
- Ana Mercedes Hoyos. Palenque (2001)
- La Moneda en Colombia (2001)
- Jardines de Colombia (1996)
- Una jornada en Macondo (1995)
- Retratos (1993)
- Atavíos. Raíces de la moda colombiana (1996)
- La ruta de Humboldt. Colombia - Venezuela (1994)
- Trópico. Visiones de la naturaleza colombiana (1997)
- Herederos de los Incas (1996)
- Casa Moderna. Medio siglo de arquitectura doméstica colombiana (1996)
- Bogotá desde el aire (1994)
- La vida en Colombia (1994)
- Casa Republicana. La bella época en Colombia (1995)
- Selva húmeda de Colombia (1990)
- Richter (1997)
- Por nuestros niños. Programas para su Proteccion y Desarrollo en Colombia (1990)
- Mariposas de Colombia (1991)
- Colombia tierra de flores (1990)
- Los países andinos desde el satélite (1995)
- Deliciosas frutas tropicales (1990)
- Arrecifes del Caribe (1988)
- Casa campesina. Arquitectura vernácula de Colombia (1993)
- Páramos (1988)
- Manglares (1989)
- Señor Ladrillo (1988)
- La última muerte de Wozzeck (2000)
- Historia del Café de Guatemala (2001)
- Casa Guatemalteca (1999)
- Silvia Tcherassi (2002)
- Ana Mercedes Hoyos. Retrospectiva (2002)
- Francisco Mejía Guinand (2002)
- Aves del Llano (1992)
- El año que viene vuelvo (1989)
- Museos de Bogotá (1989)
- El arte de la cocina japonesa (1996)
- Botero Dibujos (1999)
- Colombia Campesina (1989)
- Conflicto amazónico. 1932-1934 (1994)
- Débora Arango. Museo de Arte Moderno de Medellín (1986)
- La Sabana de Bogotá (1988)
- Casas de Embajada en Washington D.C. (2004)
- XVI Bienal colombiana de Arquitectura 1998 (1998)
- Visiones del Siglo XX colombiano. A través de sus protagonistas ya muertos (2003)
- Río Bogotá (1985)
- Jacanamijoy (2003)
- Álvaro Barrera. Arquitectura y Restauración (2003)
- Campos de Golf en Colombia (2003)
- Cartagena de Indias. Visión panorámica desde el aire (2003)
- Guadua. Arquitectura y Diseño (2003)
- Enrique Grau. Homenaje (2003)
- Mauricio Gómez. Con la mano izquierda (2003)
- Ignacio Gómez Jaramillo (2003)
- Tesoros del Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario. 350 años (2003)
- Manos en el arte colombiano (2003)
- Historia de la Fotografía en Colombia. Museo de Arte Moderno de Bogotá (1983)
- Arenas Betancourt. Un realista más allá del tiempo (1986)
- Los Figueroa. Aproximación a su época y a su pintura (1986)
- Andrés de Santa María (1985)
- Ricardo Gómez Campuzano (1987)
- El encanto de Bogotá (1987)
- Manizales de ayer. Album de fotografías (1987)
- Ramírez Villamizar. Museo de Arte Moderno de Bogotá (1984)
- La transformación de Bogotá (1982)
- Las fronteras azules de Colombia (1985)
- Botero en el Museo Nacional de Colombia. Nueva donación 2004 (2004)
- Gonzalo Ariza. Pinturas (1978)
- Grau. El pequeño viaje del Barón Von Humboldt (1977)
- Bogotá Viva (2004)
- Albergues del Libertador en Colombia. Banco de la República (1980)
- El Rey triste (1980)
- Gregorio Vásquez (1985)
- Ciclovías. Bogotá para el ciudadano (1983)
- Negret escultor. Homenaje (2004)
- Mefisto. Alberto Iriarte (2004)
- Suramericana. 60 Años de compromiso con la cultura (2004)
- Rostros de Colombia (1985)
- Flora de Los Andes. Cien especies del Altiplano Cundi-Boyacense (1984)
- Casa de Nariño (1985)
- Periodismo gráfico. Círculo de Periodistas de Bogotá (1984)
- Cien años de arte colombiano. 1886 - 1986 (1985)
- Pedro Nel Gómez (1981)
- Colombia amazónica (1988)
- Palacio de San Carlos (1986)
- Veinte años del Sena en Colombia. 1957-1977 (1978)
- Bogotá. Estructura y principales servicios públicos (1978)
- Colombia Parques Naturales (2006)
- Érase una vez Colombia (2005)
- Colombia 360°. Ciudades y pueblos (2006)
- Bogotá 360°. La ciudad interior (2006)
- Guatemala inédita (2006)
- Casa de Recreo en Colombia (2005)
- Manzur. Homenaje (2005)
- Gerardo Aragón (2009)
- Santiago Cárdenas (2006)
- Omar Rayo. Homenaje (2006)
- Beatriz González (2005)
- Casa de Campo en Colombia (2007)
- Luis Restrepo. construcciones (2007)
- Juan Cárdenas (2007)
- Luis Caballero. Homenaje (2007)
- Fútbol en Colombia (2007)
- Cafés de Colombia (2008)
- Colombia es Color (2008)
- Armando Villegas. Homenaje (2008)
- Manuel Hernández (2008)
- Alicia Viteri. Memoria digital (2009)
- Clemencia Echeverri. Sin respuesta (2009)
- Museo de Arte Moderno de Cartagena de Indias (2009)
- Agua. Riqueza de Colombia (2009)
- Volando Colombia. Paisajes (2009)
- Colombia en flor (2009)
- Medellín 360º. Cordial, Pujante y Bella (2009)
- Arte Internacional. Colección del Banco de la República (2009)
- Hugo Zapata (2009)
- Apalaanchi. Pescadores Wayuu (2009)
- Bogotá vuelo al pasado (2010)
- Grabados Antiguos de la Pontificia Universidad Javeriana. Colección Eduardo Ospina S. J. (2010)
- Orquídeas. Especies de Colombia (2010)
- Apartamentos. Bogotá (2010)
- Luis Caballero. Erótico (2010)
- Luis Fernando Peláez (2010)
- Aves en Colombia (2011)
- Pedro Ruiz (2011)
- El mundo del arte en San Agustín (2011)
- Cundinamarca. Corazón de Colombia (2011)
- El hundimiento de los Partidos Políticos Tradicionales venezolanos: El caso Copei (2014)
- Artistas por la paz (1986)
- Reglamento de uniformes, insignias, condecoraciones y distintivos para el personal de la Policía Nacional (2009)
- Historia de Bogotá. Tomo I - Conquista y Colonia (2007)
- Historia de Bogotá. Tomo II - Siglo XIX (2007)
- Academia Colombiana de Jurisprudencia. 125 Años (2019)
- Duque, su presidencia (2022)
Un mundo de oro y hierro
Adoración de los Reyes. (c. 35). Baltasar Vargas de Figueroa. 1,50 x 1,15. M.A.C., Bogotá.
Inmaculada Concepción, Virgen en Oración. (c. 2). Baltasar Vargas de Figueroa. 1661. 1,57 x 1,10. M.A.C., Bogotá.
Santa Rosa de Lima. (c. 130). Baltasar Vargas de Figueroa. 1,56 x 1,08. Igl. de Santa Clara, Bogotá.
Santa Rosa de Viterbo. (c. 131). Baltasar Vargas de Figueroa. 1,55 x 1,08. Igl. de Santa Clara, Bogotá.
Virgen de Las Mercedes. (c. 52). Baltasar Vargas de Figueroa. 1600. 1,83 x 1,03. M. del Chicó, Bogotá.
Predella del Altar de Santa Clara. (c. 144). Baltasar Vargas de Figueroa. 0,19 x 2,54. Igl. de Santa Clara, Bogotá.
La Sagrada Familia. (c. 42). Baltasar Vargas de Figueroa. 0,92 x 0,78. Igl. de Santa Clara, Bogotá.
El Salvador Niño. (c. 66). Baltasar Vargas de Figueroa. 0,31 x 0,43. Igl. de Santa Clara, Bogotá.
De la Alquimia al hallazgo de oro
EL SIGLO XV es en España el de la afirmación del territorio. Berruguete, uno de
los testigos, nos lo dice en su "Auto de fe", que se conserva en el Museo del Prado. La pintura, como la geografía, como la historia, emerge de la negación, del caos, y sirve de enlace con lo que vendrá en breve. En menos de cincuenta años (y dentro de estos hay dieciocho fundamentales bajo el reinado de Isabel y Fernando), España adquiere una fisonomía. En el "Auto de fe" que es sólo una obra puente, son palpables las influencias flamencas y la incorporación de elementos italianos, que anuncian el Renacimiento, un Renacimiento sin solución de continuidad con el medioevo. En él se encuentra el preciosismo de los detalles y la minuciosidad del decorado, junto a lo monumental de una escena que se desenvuelve en triángulo, el mismo triángulo de un Dios sostenido sobre los tribunales de la Inquisición. Porque es la Inquisición, con Santo Domingo de Guzmán a la cabeza, lo que allí aparece. Se juzga a dos reos, desnudos y fálicos, colocados detrás de una hoguera incipiente, todo ello presidido por el sobrio paisaje castellano de cielos ocres, por la majestad del gesto, por el amarillo dosel de la sabiduría, por el esquematismo y limpieza de una arquitectura, en este caso doméstica, que se preocupa por dar cuenta de un mundo ascendente que se construye sobre el esquema del Dante, en círculos que pueden conducir hacia los dos extremos, según se mire, y que representan el infierno o el paraíso que oprimen al hombre colocado en el centro. Es el siglo XV, el siglo de la Inquisición de Torquemada, del descubrimiento de América, de la reconquista, de la expulsión de los judíos, donde no hay espacio para la poesía porque todo es acción encuentra el hombre el territorio de su sueño. Se vive a contrapelo del resto de Europa y mientras Italia asiste a un proceso sostenido, que pasa del Giotto a Boticelli, a Leonardo, a Rafael, hasta dar el zarpazo definitivo con Miguel Angel, en España todo se limita a los anuncios, a lo que vendrá a ser el Siglo de Oro de las artes en general, no sólo de las letras. De ahí ese afirmarse sobre el pasado inmediato, ese buscar las fuentes próximas, que no es un producto del temperamento tradicionalista español, como lo anota Menéndez Pidal(1) sino una imposición de los tiempos. La poesía no muere, no desaparece, no se cansa. Tan solo entra en un período de receso que obliga a echar mano de las gestas como una expresión más de la urgencia, de la celeridad con que se vive, del paréntesis que se impone en la creación artística, la cual sólo encontrará un poco más tarde la simbiosis que busca, cuando aparezca en escena Garcilaso.
El territorio de la utopía
El siglo XV es el siglo del Romancero. "No me atrevo a afirmar, sostiene Borges, que haya en la tierra una sola página, una sola palabra que sea sencilla, ya que todas postulan el universo, cuyo más notorio atributo es la complejidad"(2). En el Romancero hay un universo que postula otro universo, un espacio en busca de otro espacio. Se vive la afirmación como deseo e impulso hacia lo concreto. El poema es entonces el territorio de la utopía, donde se refugia lo que será, afirmado (manes de la urgencia) sobre lo que fue. En la utopía vive el mito, que comienza a ser sobrepasado por la realidad. Porque en el siglo XV, cuando los romances llegan a su apogeo, en Castilla y en León se demuestra que la leyenda puede ser superada. En una palabra la realidad es mítica y el mundo adquiere unos perfiles inusitados que rebasan los límites racionales.
La poesía es sueño, es negación de la realidad, es u‑topos, utopía. En el "Quattrocento" no se ha llegado aún a la utopía, que Barthes define como la "doctrina del habitáculo a la deriva"(3). Se está asignado a un lugar, a una residencia de casta y se reacciona(4) . El mundo del ensueño se repliega, busca sus fuentes, busca sus orígenes, construye su espacio, lo cerca y lo defiende. Las grandes gestas se despojan de lo objetivo, se enriquecen con "elementos subjetivos y sentimentales"(5) , se fragmentan, precisan su contorno poético que pasa a ser un contorno nacional, enfrentado a la demencia, atributo del medio. El mito se ciñe a lo velado, a lo no dicho. Y detrás de las palabras se yergue de cuerpo entero un espacio que es propio, un territorio para escogidos, porque el resto: el héroe y demás seres secundarios, permanecerán en el nivel de lo que sucede cada día, de lo fabuloso, de lo mítico.
Así pues, la respuesta del poeta: Yo no digo mi canción sino a quien conmigo va, es la respuesta al héroe. El héroe es cualquiera, es Cristóbal Colón habitante de la fábula. El poeta es el pueblo. Repite, memoriza, aprende, sueña. De lado quedan los juglares, los trovadores, los versificadores de la corte. Pero sólo después vendrá a aparecer aquél que no dirá su canción sino a quien lo acompañe, cuando el misterio haya desaparecido, cuando Hernán Cortés haya quemado sus naves, cuando "los muros de la patria mía", de la patria de Quevedo se hayan finalmente resquebrajado. En ese momento surge la gran poesía del desencanto. Quevedo, Lope, Góngora, acompañan a don Quijote en su búsqueda de un pasado que fue maravilloso, de una realidad que fue mágica, de un realismo mágico perdido para siempre. A todos los derrotan los molinos de viento. Lo cotidiano vuelve a adquirir un contorno y la poesía retoma sus fueros. Mientras tanto ha permanecido en manos de todos. Todos la han defendido, la han enriquecido, la han escrito y precisado. El Romancero es una obra colectiva, es el espacio de la utopía. Don Quijote, la plenitud de la utopía. Y en medio, el fluir poético, el hilo conductor, el alma colectiva, la afirmación, la verdad del poema, el romance, lo épico y lo lírico a la vez, el Romancero.
Elogio de la locura
Esta es, ¿quién podría dudarlo?, la madriguera del conejo. Al entrar no hemos tenido tiempo de pensar y hemos caído vertiginosamente por lo que parecía un pozo muy profundo. "A medida que descendía, Alicia pudo mirar alrededor suyo con toda tranquilidad y preguntarse qué es lo que le iba a suceder después. Primero intentó mirar hacia abajo para ver a dónde iba a dar: pero estaba todo demasiado oscuro; luego se fijó en las paredes del pozo y observó que estaban cubiertas de armarios y anaqueles; aquí y allá se veían también mapas y cuadros colgados de algún clavo. Mientras caía, Alicia alcanzó a coger un jarro de una repisa y vio que tenía una etiqueta que decía: "MERMELADA DE NARANJA", pero con gran desilusión descubrió que estaba vacío"(6).
Hasta entonces Alicia ignoraba un hecho fundamental: se encontraba rumbo al país de las maravillas, entraba en relación con el afuera. Ya lo explicó Guilles Deleuze en su cátedra de la Universidad de París, al hablar de Nietzsche. "Cuando se abre al azar un texto de Nietzche –dice‑, esa es una de las primeras veces en las que ya no se pasa por una interioridad, sea la interioridad del alma o de la conciencia, la interioridad de la esencia o del concepto, es decir, lo que siempre ha constituido el principio de la filosofía. Lo que constituye el estilo de la filosofía es que la relación al exterior está siempre en ella mediatizada y sustentada por una interioridad, en una interioridad. Nietzsche, al contrario, funda el pensamiento, la escritura, sobre una relación inmediata con el afuera. ¿ Qué es una pintura muy bella o un dibujo muy bello? A partir del momento en que se sabe y en que se siente que el movimiento, que la línea que está enmarcada viene de otro lugar que no comienza en el límite del marco. Ella ha comenzado por encima o al lado del cuadro y la línea atraviesa el cuadro. Como en la película de Godard, se pinta el cuadro con el muro. Lejos de ser la delimitación de la superficie pictórica, el marco es la puesta de relación inmediata con el afuera. Ahora bien, ramificar el pensamiento sobre el afuera es lo que, a la letra, los filósofos jamás han hecho, incluso cuando ellos hablaban de política, incluso cuando ellos hablaban de la caminata o del aire puro. No basta hablar del aire puro, hablar del exterior para ramificar el pensamiento directa e inmediatamente con el afuera" (7)
El pozo por donde cae Alicia es el hilo conductor entre el cuadro: la realidad, y el afuera: el sueño. Lo mismo en el Romancero. El enlace con el pasado nos lleva a la luminosa época medieval y a la historia. Ya se ha construido toda una genealogía en tomo del asunto, donde don Rodrigo, Fernán González, los infantes de Lara, el Cid y Bernardo del Carpio se sumergen en las profundidades de una leyenda que deja de ser leyenda. Pero frente al cuadro, frente al Romancero, se puede avanzar en cualquier sentido. Lo común es retroceder. García por ejemplo, señala que "no hay romances en América o con el tema de la conquista de América"(8) y con ello se ha limitado al interior, no ha dado el paso que se necesita. Nuestra propia historia literaria demuestra lo contrario. Vergara y Vergara transcribe en el primer tomo de su obra(9) el "Romance de Ximénez de Quesada", "cuyos ochenta versos (escritos por el fraile español Antón de Lezcamez) son los primeros que se escribieron en el Nuevo Reino", en septiembre de 1538. Por allí, por aquel
... cuando abandoné a Granada
por alguna fichoría...
el Romance ha dado el salto hacia el afuera, hacia nosotros (nosotros: afuera), se ha
en lo desconocido. Pero todavía se ciñe a los rigurosos cánones del interno, todavía obedece a pautas rígidas, prima la lógica, nuestro primer poema en español se integra a la tradición castellana, que se prepara a ser fecundada por el mestizaje. Sin embargo la corriente de la poesía no se detiene. El Romance, como la poesía (por ser poesía), no muere. Por el contrario, nos lleva a la emancipación. Habría entonces que recordar una sentencia de Bellow: "el resultado de la emancipación es la locura"(10). Poco a poco nuestra emancipación de la forma, del génesis, de la genealogía, nuestro repudio por la camisa de fuerza, nos lleva al espacio abierto, nos lanza de cabeza en el abismo. Allí vive el fondo de los tiempos, también vive el futuro. El panorama es el de una película de Altman(11). El texto ha roto el límite, ha sorteado el destino trágico de la obra de arte, se ha sentido a gusto en el territorio de la locura. Porque la locura es el único territorio posible, es el sustento y el principio y fin de todas las cosas. Y sólo mediante ella hemos podido dominar la muerte.
Nosotros: afuera
Nosotros, afuera. El viaje entre Moguer y Guanahaní es el derrumbe del heroísmo, el derrotero entre los siglos XV y XVI. Colón no se da cuenta pero se despeña con su tripulación por las cataratas del fin del mundo y llega al otro lado del espejo donde ninguna imagen es posible, donde mi antípoda es mi vecino y las ramas de los árboles son las raíces de la tierra sembradas en el firmamento(12). La lógica se reinventa a partir de la mitología, las grandes serpientes marinas de los vikingos adquieren figura corporal en los bergantines que husmean bajo los cocoteros, la cruz es un símbolo místico frente al cual debe reducirse lo irreductible, la muerte es la muerte, el jinete se desprende de su cabalgadura, se rompe en dos, sufre una fractura. En la memoria colectiva existen el fuego, la sal, el tótem, el asesinato. El castigo y el deseo. Pero los palos son de ciego, un demente aterrorizado los reparte a diestro y siniestro, golpea en el vacío, hasta que vuelve a territorio conocido, la tierra firme, la enfermedad y la palabra. Es el mundo de la conquista y de la jurisprudencia, conquista que se sojuzga a sí misma y norma que sólo se reglamenta a partir de circunstancias que no existen, delitos inexistentes, objetos inexistentes, regiones inexistentes. En los primeros tiempos no puede hablarse de vasallaje, inclusive mientras las avanzadas sojuzgan a sangre y fuego. El hierro de las espadas sólo existe cuando brota la sangre. Es imperioso matar, robar, violar, para afirmarse en el vacío. Sólo mediante el asesinato se encuentra un hilo conductor con el pasado. El espacio de lo desconocido debe someterse por el miedo. Pero no se trata del miedo de las naciones replegadas: se trata del miedo del que avanza sujeto a la mediocridad de su propia geografía, al mare nostrum que de un momento a otro se le convierte en mar abierto, a una teología acostumbrada a lo inmediato, a una geología que se reduce a terrones al paso de los ejércitos.
En América el héroe vuelve a serlo, vuelve a individualizarse en la fatiga, en el bostezo, en los malos olores. La historia adquiere entonces sus propias dimensiones, poco a poco comienza a fijar su frontera. Cuando años más tarde el monarca pretende divisar desde su ventana las murallas de Cartagena de Indias, corre de un solo golpe el espejo en que España se contemplaba a sí misma hasta el territorio de lo desconocido, el oro pierde su connotación de ensueño y adquiere su mediocre dimensión económica, y América penetra en ese mismo instante en el espacio cortesano de las reverencias y de los madrigales. Antes la frontera existía en la imaginación y en la leyenda. Después se vuelve una cifra en millas, marcada por los ríos y por las cordilleras, cuantificada en doblones de oro y en almas dispuestas a rendir culto a un Dios menos tangible que el sol, la luna o las lagunas.
Esa es la conquista. Más allá y más acá de la línea que marca el fin del mundo hay un desfile de ex‑presidiarios, de clérigos ligeros, de mozas de partido. Pero la aventura no consiste en cruzar el océano, romper la selva, buscar oro, avasallar a los indígenas. Por el contrario, consiste en soñar, consiste en dibujar el contorno de la palabra piña, en ir con la imaginación hasta la periferia de lo desconocido. La poesía reclama entonces su sitio en ese vaivén de cotas y de cabalgadura. En España, hastiada de lo real maravilloso, fatigada de héroes y de hazañas, crea cien años luego a Cervantes que es don Quijote, y a los indianos que regresan, relucientes y satisfechos, después de gobernar en Barataria. En América, donde se tejen cada día las urdimbres fantásticas de un universo que sobrepasa la imaginación y las posibilidades, vuelve a la corte, se entremezcla con las intrigas palaciegas, se escribe en los endecasílabos que Garcilaso afirma como una batalla. De ahí las crónicas de Fernández de Oviedo, quien dibuja animales y frutas con una mano experta en la curiosidad de Carlos V. De ahí las nostalgias, las tristezas y el desamparo de Cabeza de Vaca, que estremece el corpiño de las infantas. De ahí el delirio de Juan de Castellanos, su contenida desmesura escueta e inverosímil, desmesura de loco de atar (y de altar), de loco de manicomio.
La imagen de la demencia
América es la primera enfermedad del raciocinio. Antes la peste, la lepra, después la sífilis. ¿De dónde viene la lepra? De Egipto, de la India, de Palestina. Europa es presa del horror que emana de lo desconocido. Las legiones romanas y, luego, los cruzados, son víctimas del mal que aqueja, que debe aquejar a quien se aproxime al conocimiento. Y el conocimiento en el siglo XII, cuando la dolencia se propaga como una epidemia, comienza a abandonar la teología para aproximarse al espacio geográfico. Occidente, que es Europa, se enfrenta entonces a un universo que considera inferior y a su servicio. Y de esos extramuros, de las tierras de bárbaros, más allá de las almenas y los adarves de sus castillos, viene la enfermedad y se extiende la peste. La enfermedad es producto del subdesarrollo. No se trata de un contagio. Se trata de un contenido ideológico, de un sutil mecanismo de dominio: yo, sano, contagiado por tu culpa, debo castigarte; tú, enfermo, eres inferior, tienes que ser castigado y proscrito.
La peste, la lepra, la sífilis. Y las herejías. Las herejías asestan golpes siempre exactos en el corazón de una iglesia que se somete al poder temporal y le sirve con obsecuencia. La lepra toca un punto crítico de la relación social, deslíe la piel que es el único elemento de enlace de grupos humanos que sólo establecen relación en la epidermis. Más allá de la peste, que está en la base de la solidaridad, y de la sífilis que se mira con indiferencia, la lepra, como la locura, provoca la marginalidad que se asume como un desafío. Los leprosos marchan sobre París. Legiones de seres deformes, cubiertos por los trapos de la ignominia, la cabeza bajo un manto que oculta las llagas y las ulceraciones, los pies descalzos, los ojos extraviados, los profundos cantos rituales que prolongan su cadencia solemne a lo largo de decenas de grupos de hombres desdentados, esqueléticos, que elevan sus muñones frente a los palacios para exigir justicia, Llegan de improviso, con su carga de risotadas obscenas y de desafíos, y se vuelven a perder entre la niebla, Son la imagen de la demencia, están más allá de la muerte y no le temen a la hoguera ni a la justicia capitular ni a la miseria. No se sabe de dónde vienen ni para dónde van. Deben tocar la campanilla para no contaminar el aire que otros respiran, para avisar el peligro que constituye su presencia. El universo de la inquisición y de las abadías, de los burgos y de los señores feudales, exige la presencia de esos enfermos como una forma palpable de ubicar el mal, de desterrarlo. Los leprosos son nómadas. El sufrimiento y la locura que ellos encaman son ubicuos y por lo tanto corren de un lado a otro, demandando el privilegio de ser los marginales, los sucios, los nauseabundos, los llenos de pústulas en cuerpo y alma, los que horrorizan al horror, aquellos que necesitan ser expulsados para que la ley y el orden, la moralidad y la limpieza, encuentren una razón evidente de existir, se justifiquen.
Pero avanza la historia, fracasa la marginalidad y la sociedad crea el hecho corriente de "estar enfermo". En el momento de la conquista no se trata de un "estar enfermo" individualizado, como pudo ser el caso de Dorian Gray, que constituye la reflexión espesa de un leproso sobre su condición de marginalidad. Se trata, antes bien, de una anticipación del doctor Jeky11, quien crea a mister Hyde para disfrutar sin cortapizas de su enfermedad. "Ser hombre es estar enfermo"(13) , escribió Mann. Pero ser hombre es, también, ser sinuoso, ser temeroso y contenido. El doctor Jeky11 busca ser descubierto en su otro yo para recibir el castigo que necesita y que cree merecer. La enfermedad marca a Europa con un hierro de fuego sobre la frente. Desde siempre. Porque antes que un problema de asepsia (Semelweiss lo plantearía en el siglo XIX(14), es un problema ideológico. Por eso Artaud llega a sostener que la peste "parece manifestar su presencia afectando los lugares del cuerpo, los particulares puntos físicos donde pueden manifestarse, o están a punto de manifestarse, la voluntad humana, el pensamiento y la conciencia"(15).
El hombre: su culpa y su castigo
La enfermedad está en la esencia de la conquista. Es necesario huir de Europa. En el siglo XVI el Renacimiento, que era eterno, comienza a derrumbarse. Occidente cifró en él la reivindicación de la libertad frente al autoritarismo de la teología. En su evolución hacia el barroco, se detiene entonces en el manierismo como una estación necesaria, una forma de oponer mínima resistencia. En el manierismo conviven el espiritualismo místico del Greco y el naturalismo panteísta de Bruegel(16). Pero el manierismo no es sólo una expresión artística: es una norma de conducta. La "lucha entre el carnaval y la cuaresma" (1559) es un instante de la vida urbana, que antecede varios siglos después a lo que Ingmar Bergman narró en El Séptimo Sello, y sirve de prólogo a la obra de Dickens. Bruegel plantea allí (y no sólo allí), una dispersión hacia el exterior, una fuga. El centro de una esfera que más allá llega hasta los confines del mundo, es un cerdo que devora sus desperdicios. El resto es un desierto de seres deformes, de mutilados, de barajas que ruedan por el suelo, de una simbología elaborada de la miseria, la enfermedad y el sexo. La arquitectura solemne de uno de los extremos es tan solo una anécdota frente al bufón que da la espalda, frente al monaguillo, al fuego, al hambre satisfecha en la puerta de los banquetes. El hombre, el ser humano, está a ras de suelo, vale decir, al nivel de sí mismo. Hay desfiles de embozados, de clérigos, de mendigos, carretas, pozos secos, banderas, toda una urbana que juega a la pelota y transporta cosas de un lado a otro, que no se da descanso, que cabalga sobre toneles de vino y sale del templo oprimida por el pecado, por la culpa. Es necesario huir aunque se huya de un vórtice que todo lo devora, que devolverá irremediablemente a su aparato digestivo a unos pobres seres que crean su propia mitología, que prefieren sentirse vivos en sus figuras inclinadas, en su opresión, en sus harapos. Cincuenta años antes, el Bosco le había dado un contenido ideológico a la misma escena, ubicada esta vez en El Infierno. En él la enfermedad, el evidente chancro sifilítico, el guerrero rodeado de basiliscos, los monjes zoomorfos, los seres culpables por el hecho de oír, por el hecho de poner atención al horizonte y a los pífanos. El sexo oprime mediante una heráldica que le es propia, y la historia es una sucesión de estupidez, de inútiles ramajes secos asidos a nada, de traseros donde se lee música, donde se clavan flechas, agujas y flautas, de traseros que defecan oro y sirven de espejo a la belleza. El hombre es el infierno. El hombre: su culpa y su castigo.
Este es el siglo XVI en Europa, el siglo de la Reforma. Por los vericuetos de la doctrina se llega a la libertad, que en Alemania deriva hacia la razón y en España hacia el misticismo. Hay un afán de ascender a Dios, de palparlo, de fundirse con él en la demencia. Ningún ser más Francisco de Asís, con su entrega total y posesiva, que Teresa de Jesús, la loca de Avila, quien es sólo una anticipación de don Quijote. En el siglo XVI España es la hija de América. No sólo vive del oro que de ella proviene, sino que se alimenta de la ensoñación que produce, de su halo de poesía. Es el universo hollado e intocado a la vez, prostituido pero inexpugnable. Al margen de los groseros apetitos de la corte y de los clérigos, la nación, que es ascética, encuentra una razón de ser en la imposibilidad de acercarse a ese mundo hermético y silencioso, que intuye apenas como una respuesta de la divinidad a su sacrificio de muchos siglos. Pasar de conquistados a conquistadores, de siervos a señores, de sometidos a feudatarios, implica un aprendizaje. España atraviesa el espejo, sojuzga a América con los elementos de que dispone, pero conserva intacta su posición ante la vida. En la península, Teresa de Jesús inicia un ir y venir atafagado, vive una angustia que no da espera, va de un lado a otro, sueña (porqué no) en la Sierra Morena, convierte (porqué no) el yelmo de oro de Mambrino en una pobre y abollada bacía de barbero, y mantiene intacta la pequeña llama de la poesía mientras se asoma a su ventana para divisar, al otro lado del océano, su propia imagen reflejada. Frente a la gruesa sentencia del monarca según la cual el sol no llega a ponerse en sus dominios, encuentra que el sol no se pone pero tampoco nace en sus dominios. Para que nazca es necesario crear, imaginar, fabular, trascender, darle un contenido poético a la conquista, convertirla en una reflexión sobre sí misma, sobre la santa delirante para quien recibir a Dios es obra del demonio.
Un mundo de oro y de hierro
América es la fascinación. Para tocarla, sólo para tocarla, es necesario vivir la aventura, el riesgo, aceptar el misterio. Es, claro, el misterio de una llama encendida, silenciosa y voraz, roja, que lanza sus resplandores en medio de la noche. La llama –escribió Bachelard–, es precaria y pujante. Un soplo la apaga, una chispa la enciende. La llama es nacimiento fácil y muerte fácil. Vida y muerte pueden yuxtaponerse en ella. Vida y muerte son, en su imagen, contrarios que se complementan(17) . América atrae con su fascinación y quema. Desde el otro lado del mundo legiones de pequeños seres miedosos, de pequeños seres indefensos, se sienten irremediablemente fascinados por ella, deben amarla, deben poseerla. Basta entonces un crepitar de esa hoguera encendida para llevarlos a la muerte. Sólo es posible llegar a la epidermis, bordearla, palpar su *piel de mujer en el momento de la entrega, hundirse bajo su mirada de fuego. Pero todos, los aguerridos y los pusilánimes, los forzados y los aventureros, sucumben ante ella. España vive esa aventura como un episodio más de sus conquistas. Aunque siglos después Carpentier intenta inventar a América(18), en el 1500 es el viaje por el afuera, Castilla trasladada a Castilla, Granada a Granada, Andalucía a Andalucía. Sin embargo el hondo sentido de esa primera salida, que es la auténtica primera salida que de su tierra hizo el ingenioso Don Quijote, permanece como una ruptura entre la fascinación y lo fascinado, como un quiebre profundo entre la verdad auténtica y la mentira. España pone su impronta en América, la enamora, pero se desentiende de ella y la abandona. Se limita entonces a un canje de oro por hierro, de oro por doctrina. Y es difícil creerlo, pero se trata de ella, de la misma España recóndita que recupera apenas cien años antes su territorio palmo a palmo, que batalla con el Cid, que canta en el Romancero.
En el siglo XVI España es inferior a España: vive la aventura de don Juan, su narcisismo. Dentro de ese comportamiento se acerca entonces al territorio pero no lo hace suyo, no lo posee, apenas lo describe. En la Nueva Granada un cura loco cuenta los años de la conquista en un poema interminable(19). En él hay ruido de puertos improvisados, de hierros, ruido de asesinatos. Pero el silencio que es América, y como tal la libertad y poesía que también son América, sólo aparecen de vez en cuando. En sus "Elegías", Castellanos es un hombre de su tiempo, sujeto a la fascinación, víctima de la epidermis. Frente a un universo que se abre y se impone, recula aterrorizado. Cae entonces en la dialéctica. "En vez de la dialéctica, surgía la vida", escribió Dostoyevski(20). Surgía la vida en América, la vida del comportamiento, arrasada como contraria a la doctrina, aplastada bajo el peso de las armaduras. Castellanos, como los demás ‑cronistas, como los conquistadores y los clérigos, como las leyes de Indias y los encomenderos, permanece al margen. Pero no sólo Castellanos: el siglo entero permanece al margen, es el siglo de la transposición, de la conquista. El mundo se mira desde el otro lado del espejo, sin querer entender que está ante un universo diferente, ante el misterio y el silencio. Por eso Castellanos escribe la relación de sus hechos a partir de la camisa de fuerza, de la razón que no da partido a la sinrazón, a la carencia de lógica del afuera. El abrazo de hierro de la doctrina abarca cada vez más, se impone, trae la inquisición y la palabra. Castellanos narra lo que quiere narrar:
Mas aunque con palabras apacibles,
razones sincerísimas y llanas,
aquí se contarán casos terribles,
recuentos y proezas soberanas:
muertes, riesgos, trabajos invencibles,
mas que pueden llevar fuerzas humanas,
rabiosa sed y hambre perusina
más grave, más pesada, más continua.
Veréis romper caminos no sabidos,
montañas bravas y nublosas cumbres.
Veréis pocos é ya cuasi perdidos
sujetas increíbles muchedumbres
de bárbaros crüeles y atrevidos,
forzados a tomar nuevas costumbres...(21).
Forzados a tomar nuevas costumbres. ¿Quién es el bárbaro? Castellanos lo intuye, en ocasiones lo proclama. Cuando las tropas de Colón liberan a una doncella presa por los cabellos en una enredadera, y la halagan con caricias y viandas desconocidas, el cronista lanza una admonición ante las razones que ella dá para aplacar el temor de su gente:
¿Qué vas, mujer liviana, pregonando,
juzgando solamente lo presente?
Mira que con las nuevas de ese bando
engañas a los tuyos malamente;
el dicho vas agora publicando,
mas tu verás el hecho diferente,
verás gran sinrazón y desafuero,
y el sueño de tu rey ser verdadero...
Y ansí fue que los hombres que vinieron
en los primeros años fueron tales,
que sin refrenamiento consumieron
innumerables indios naturales:
tan grande fue la prisa que les dieron
en usos de labranzas y metales,
y eran tan escesivos los tormentos
que se mataban ellos por momentos.
Lamentan los más duros corazones,
en islas tan ad plenum abastadas,
de ver que de millones de millones
ya no se hallan rastros ni pisadas;
y que tan conocidas poblaciones
estén todas barridas y asoladas,
y destos no quedar hombre viviente
que como cosa propia lo lamente (22).
Pero Castellanos, como los españoles, no llega a en el hecho mismo que plantea el universo que tiene por delante. Se limita a da un testimonio sin convertirse en protagonista. Es curiosa, por ejemplo, la descripción que nace de los caimanes:
Esta bestia crüel parece muerta
en el agua y á modo de madero,
pero para hacer su presa cierta
no puede gavilán ser más lijero:
va por turbias orillas encubierta
adonde cogen agua ó lavadero.
Y aun sin sacar de] agua la ventrecha
de los que suenan fuera se aprovecha.
Pues como huela que por la ribera
anda bárbara gente ó española,
si no puede cazar de otra manera
procura hacer presa con la cola,
que con pesado golpe saca fuera,
y es tal, que bastara con ella sola
a llevar plantas gruesas arraigadas,
cuanto más a personas descuidadas.
Son en estas astucias tan continos,
que aunque viven con miedo de] engaño
todos aquellos bárbaros vecinos
reciben destas bestias mucho daño;
pues son en se llevar cuervos marinos,
y las corrientes aguas en su baño,
y es su recreación y policía
lavarse muchas veces en el día(23).
Por ahí, enredados en los malos versos de don Juan, aparecen dichos y costumbres, aparecen palabras, aparecen transposiciones. La mazamorra, por ejemplo:
... querían almorzar en su posadapuchas o poleadas cuyo nombre
es en aquestas partes mazamorra(24).
0 el aguacate:
... lo cual fue causa de que padeciesen
grave necesidad, y mayor fuera
si no se socorrieran del ganado
y fructa de aguacates que hallaban
en grande cuantidad, cuya hechura
es a similitud de pera verde,
aunque mayor y de más largo cuello,
de gusto simple cuasi de manteca,
ningún olor, mas tales hay que tienen
el de] anís, y su sabor el mismo,
una pepita sola, y esa grande
poco menos que huevo de gallina:
es fruta sana, y es el arbor alto,
no muy hojoso, mas de buena vista (25).
En fin, pocas cosas se sacan en claro de esta interminable relación de hechos. En el fondo, sin embargo, brilla la lámpara encendida. Eros se sacrifica a Thanatos, conscientemente, sensualmente. Este es el universo de la muerte, el universo de la no‑poesía. El oro, situado en el vórtice del deseo, es el principio y fin de todas las cosas. Y sin embargo la relación de la España luminosa del siglo XV y de la América intacta del siglo XVI, permanece como algo intocado. Los protagonistas del medioevo, capaces de anónimas hazañas heroicas, son la ensoñación de una aventura que no fue, enredada en la punta de la lanza de los sujetos a la fascinación, al complejo de Empédocles. La honda comunión del hombre consigo mismo, del hombre como factor de la naturaleza, en la que se agota la presencia de los primitivos americanos, se pierde en la miseria de los tiempos. El siglo XVI es una hazaña de segundo orden, donde la religión es la razón y es la vida. Frente a ellas el fuego, el delirio, la muerte. Y en el contacto de unas y otros, en esa simbiosis de circunstancias lista a romperse para volver a los orígenes, la honda y triste historia del hombre mediocre que somos todos, en nuestra gesta diaria de desayuno y subsistencia. Cuatrocientos años luego reflexionamos sobre esa aventura como lo hace el soñador que Bachelard coloca frente al reflejo tenue de una vela. "Un pecado cósmico que no conmueve nuestra sensibilidad ‑‑escribe‑, es el de la mariposa que quema sus alas en la lámpara sin que, ante esa desgracia, tomemos el cuidado de apagarla luz. Y sin embargo, ¡qué símbolo el de un ser que se arroja para quemar sus alas! Quemar su ata vío, quemar su ser" (26).
España quema su atavío, entrega su ser a América. Y América permanece como una lámpara encendida.
Nueva aventura de los molinos de viento
Si Moisés inventó la escritura, Cervantes inventó el lenguaje. Antes existía el ensueño. Garcilaso inventó el ensueño. Existían la épica y la tristeza y en ellas tuvieron mucho que ver Góngora y don Jorge Manrique. Existía la gracia del Arcipreste y de Lope. Pero el universo se inició con Cervantes. Un universo primigenio a partir del cual pudieron crearse (re‑crearse) Garcilaso, Góngora, Jorge Manrique, el Arcipreste y Lope de Vega y todos los que vinieron antes y continuaron después. Cervantes es el contenido de algo que hasta él fue desasido de todo y que posteriormente sólo se explica en virtud de una referencia. " Todas las cosas por él fueron hechas y sin él nada de lo que ha sido hecho fue hecho" (27).
Pero esta razón de ser y de nombrar, este descubrimiento paulatino del universo, se construyó con base en un elemento de contracultura: la demencia. Cervantes no dibuja un personaje de acuerdo con los cánones. Dibuja un loco que habla su lenguaje de loco y que vive, en la ficción, el mundo de la ficción. El discurso, de una lúcida armonía coherente, no puede demostrar nada distinto que el siglo XVII, en el que se entra de lleno en dos épocas paralelas: la edad de hierro de la organización social y económica y la edad de oro de la cultura.
Ya se ha estudiado muchas veces la relación de interdependencia entre una y otra, pero no se ha puesto el suficiente énfasis sobre esa característica: la de un quiebre obligatorio, una fisura en el universo contenido por la cual se desborda para nombrar, para crear desde la otra frontera. En ella se desbarata por primera vez en castellano la cosmética de las palabras y se encuentra la verdadera tarea del lenguaje: la de comunicar, la de abrir territorios.
La demencia es un primitivo(28). Detrás no resta nada. La demencia de Don Quijote no es una demencia de circunstancias. Es la expresión de una época que ha llegado al fondo, que se ha desmontado por las orejas, y que se encuentra de manos a boca con un pequeño gusano corroído e incómodo: la verdad. Es imposible enfrentar la verdad. La política la elude, y el arte la elude con guiños circunstanciales. El mundo se desdibuja. Pero llega Cervantes y con su ficción dentro de la ficción desbarata el tinglado e inventa el mundo, tomando como punto de partida el despropósito del sustantivo que sojuzga el propósito de lo accesorio por la simple y llana circunstancia de estar desnudo, de tener al aire cosas horribles (como el sexo), creadas para mantenerse púdicamente ocultas.
Cervantes no oculta nada. Se enfrenta a la decadencia de su época, en la cual el oro de América es un recuerdo endeble del pasado. Así pues, hay que echar mano de lo único que se tiene a mano: de la demencia que es creadora, que es capaz de nombrar, de decir, de señalar. La historia de Don Quijote es la historia de la conquista de América. Su antiepopeya se convierte sobre el espejo en la epopeya. Pero hay desencanto. Se vivió en exceso y se murió en exceso también. De ello no quedó nada, salvo un conjunto de seres idealistas que creen en el poder de la razón. Pero la razón ya ha tenido tiempo de demostrar su inutilidad. Así pues, hay que abrirle paso a la sinrazón para que ella compruebe la sinrazón de la razón. Cervantes echa mano de la misma, fabrica su fábula sustantiva, recorre como un nuevo conquistador el territorio muchas veces conquistado, e inventa un macrocosmos que él mismo creía estéril. Le da una dimensión, lo saca de la domesticidad heróica del siglo XV, donde la vida es lo de menos porque el ideal está por encima de todas las cosas. Matriculándose en esta escuela, Cervantes lleva las cosas al extremo, las coloca como un punto de reflexión desde el cual sólo es posible devolverse. Don Quijote es el contraste. En su delirio repite la hazaña de Hernán Cortés y quema sus naves: se arma caballero, dibuja a Aldonza Lorenzo en el extremo del arco iris donde sólo él podrá llegar mediante un mecanismo latente, el de recobrar la razón. Pero la razón es absurda. El escrutinio del cura y del barbero sobre la biblioteca del hidalgo demuestra
hasta qué punto Don Quijote tenía derecho a conquistar el mundo mientras los demás
podían y debían quedarse con la olla de algo más vaca que carnero. La razón se expresa
en un temperamento cansado de la gloria, del furor de las armas, de la conquista. España
lleva ocho siglos de lucha, de encamar a Don Quijote \'. Es necesario, entonces, con
vertirla en algo real, tangible, en el caballero de la Blanca Luna que, siendo la personificación de la razón, debe simular, debe acercarse a la demencia simulando demencia, para volver las cosas a su sitio, al sitio del desencanto de algo que no pudo ser, de una nación que todo lo perdió por su incapacidad de sustentar la vida en la sola verdad desnuda de la muerte.
¿Por qué Don Quijote recobra la razón? Porque ya el universo ha sido construido, se ha soñado, se ha repetido paso a paso, se ha idealizado y en una alucinación definitiva se ha repetido en la aventura de España. Llega, pues, la edad de hierro. Dulcinea, como México, como el Perú, no es Dulcinea ni es lo que pudo ser el imperio de América: es Aldonza Lorenzo. Don Quijote no es Don Quijote, ni siquiera Jiménez de Quesada: es don Alonso Quijano, un ser achacoso y débil, hambriento, con una sobrina casadera que nunca casó y un rocín flaco al que impidió gozar de la manada de yeguas. Hay que volver las cosas a su sitio. España está cansada de ideal y el ideal es Don Quijote. Por eso, mientras el cura, el bachiller y el barbero vienen con la buena nueva del fin del encantamiento de la señora Dulcinea (¡fin del encantamiento!), Don Quijote vuelve a ser Alonso Quijano, Quijada, Quesada, y pasa de ser figura en el espejo a ser figura corporal como nosotros. En una palabra, abandona a América y regresa a la corte de Felipe, que está a las puertas de Velásquez, a las puertas de Goya con sus caprichos y sus disparates.
Temperamento del desarraigo
Pero lo que en España es el desencanto, en América es el encantamiento. En el siglo XVII comienza a ir en contravía, inicia una reflexión sobre sí misma. Ya ha tenido tiempo de bifurcarse entre el silencio sagrado de la mitología y el escepticismo irónico del mestizo y del criollo. La pobreza perfila el temperamento del desarraigo, en cuanto el habitante de América es un individuo ubicado entre un pasado esplendoroso que no le corresponde y un futuro que le es extraño por completo. En medio está él, con la frustración de quien no es porque no tiene raíces a las cuales asirse, porque carece de un espacio sobre el que pueda proyectarse. Y sin embargo en esa actitud y con tales elementos, los americanos de entonces siembran lo que para ellos (para todos) pudo ser la semilla de una actitud libertaria, de una presencia vertical ante la historia. Lo hace don Juan Rodríguez Freile, por ejemplo. En él, el desencanto de la época se manifiesta en un ácido tono de sarcasmo que es, sin duda alguna, uno de los elementos que ponen las bases para convertir al siglo XVII en un espacio previo a la libertad. En "E] Carnero"(29) no explica porqué su actitud crítica frente a la organización social de su época. Tal vez ni él mismo lo entienda. Pero lo cierto es que se atreve a denunciar desembozadamente en un libro dedicado al Rey, Nuestro Señor, el mismo desequilibrio al que se refirió Camilo Torres siglo y medio después en palabras ambiguas.
Si Felipe IV hubiera conocido el manuscrito de don Juan, otro gallo le hubiera cantado al tranquilo campesino de Santa Fe de Bogotá. Basta leer, por ejemplo, lo que escribe en el capítulo VII respecto de la conquista: "Antes que pase de aquí ‑anota‑, quiero decir dos cosas, con licencia, y sea la primera: que como en lo que dejo escrito traigo en boca siempre el oro, digo que podían decir estos naturales que antes de la conquista fue para ellos aquel siglo dorado, y después de ella el siglo de hierro y acero: ¿y qué tal acero? Pues de todos ellos no quedó más que los poquitos de esta jurisdicción y de la de Tunja(30).
Más adelante, en el capítulo XVII, añade algo respecto del mismo tema: "Pues todo este dinero iba de este reino. He dicho esto, porque dije que aquella sazón era el siglo dorado de este reino. Pues, ¿ quién lo ha empobrecido? Yo lo diré, sí acertare a su tiempo: pues aquel dinero ya se fue a España, que no ha de volver acá. Pues, ¿ qué le queda a esta tierra para llamarla rica ? Quédale diez y siete o veinte reales de mina ricas, que todos ellos vienen a fundir a esta real caja; y ¿ qué se le paga a esta tierra de eso ? Tercio, mitad y octavo, porque lo llevan empleado en los géneros que hay en ella, hoy que son necesarios en aquellos reales de minas".
No se trata, sin embargo, de observaciones aisladas. La persistencia a lo largo del texto permite juzgar mejor lo que fue el deterioro social y político del siglo XVII y acercarse a la conquista a través de un testimonio inmediato. Una enumeración al respecto sería interminable. Pero miremos, así sea a vuelo de pájaro, las dos primeras páginas. En las seiscientas palabras del "Prólogo al lector", Rodríguez Freile da algunos testimonios de índole política, tan evidentes que no es necesario leerlos entre líneas.
El primero se refiere al despojo de nuestra riqueza: "...,ticos minerales que de ellos se han llevado y se llevan a nuestra España grandes tesoros, y se llevarán muchos más y mayores sí fuera ayudada como convenía, y más el día de hoy, por haberle faltado los más de sus naturales".
Y añade: "...es verdad que los capitanes que conquistaron el Pirú y las gober naciones de Popayán y Venezuela y este Nuevo Reino, siempre aspiraron a la Conquista del Dorado, que sólo su nombre levantó los ánimos para su conquista a los españoles".
Para terminar: \'Volviendo a mi propósito digo, que aunque el reverendo padre fray Pedro Simón, en sus escritos y noticias, y el padre Juan de Castellanos en los suyos, trataron de las conquistas de estas partes, nunca trataron de lo acontecido en este Nuevo Reino". Lo que quiere decir, palabras más, palabras menos, que Castellanos y Simón, españoles, no pudieron integrarse al proceso de la Nueva Granada, como sí pudo hacerlo él, quien se aproxima e intuye la visión mestiza de ese mismo proceso.
El primer dato que debe destacarse en esta razón de ser y sinrazón de la época, es el de la población indígena. Rodríguez Freile encabeza el capítulo III narrando cómo el teniente Bogotá juntó más de treinta mil indígenas para oponerse a los rebeldes de Ubaque, Chipaque, Pasca, Fosca, Chiguachí, Une y Fusagasugá. Ellos son varones, lógicamente, y de una cierta edad, ya que participan en la guerra. Pero apenas forman parte de uno de los dos ejércitos del territorio del Zipa que, junto con el del Zaque, constituyen a su vez el de los Muiscas. El ejército de Guatavita, quien se opone al teniente Bogotá es, como lo afirma Rodríguez Freile al final del mismo capítulo, de cuarenta mil hombres, de los cuales muere una cuarta parte en la guerra civil en que estaban empeñados los indígenas, según se expresa al terminar la primera parte del capítulo IV. Y, por último, el ejército de Bogotá ha aumentado, páginas más adelante, a "cincuenta y cinco mil indios de pelea". Si este es uno solo de los cuatro ejércitos que podían conformarse en la región central del país, la de los Muiscas, es posible afirmar que en la misma había doscientos mil "indios de pelea", varones y mayores de edad, lo que permite decir que el cálculo de una población de ochocientos mil individuos a la llegada de los españoles peca, y en materia grave, por lo menguado y mentiroso.
Como lo reconoce Rodríguez Freile, alrededor del oro gira la conquista. Lo dice en su "Prólogo al lector" y lo reitera a todo lo largo y ancho de su crónica:
El capitán Antonio de Olalla, por ejemplo, escapa con vida de un naufragio cuando se dirigía a España, lo que fue "suerte dichosa aunque se perdió el oro".
Alrededor del oro gira todo el comercio de la metrópoli con sus colonias y con las regiones de ultramar: "... Cartagena, por ser ella la puerta y escala por donde el Pirá y este Reino gozan de toda España, Italia, Roma, Francia y la India orienta], y todas las demás tierras y provincias del mundo a donde España tiene correspondencia, trato y comercio; pues siendo ella el almacén de todas, envía a Cartagena, que es escala de estos reinos, lo que de tan largas provincias le vienen, y esto lo causa el oro...".
En el oro se gastan los dineros que se consiguen y se traen de España: "Yo confieso mí pecado, que entré en esta \' letanía con cudicia de pescar uno de los caimanes (de oro) y sucedióme que habiendo galanteado muy bien a un jeque, que lo había sido de esta laguna o santuario, me llevó a él, y así como descubrimos la laguna, que vió él el agua de ella, cayó de bruces en el suelo y nunca lo pude alzar de él, ni que me hablase más palabra. Allí lo dejé y me volví sin nada y con pérdida de lo gastado, que nunca más lo vi".
Por el oro se pierde la vida: "El quinto puesto y altar de devoción era la laguna de Ubaque, que hoy llaman la de Carriega, que según fama le costó la vida al querer sacar el oro que dicen tiene".
El oro sirve para firmar capitulaciones con el rey y para desecar lagunas: "En todas estas lagunas fue siempre fama que había mucho oro y particularmente en la de Guatavíta, donde había un gran tesoro; y a esta fama Antonio de Sepúlveda capituló con la Majestad de Felipe II desaguar esta laguna, y poniéndole en efecto se dió el primer desaguadero como se ve en ella el día de hoy ......
El oro mueve a los soldados: "...andando los soldados rancheando los bohíos de los indios y buscando oro y los vuelve "ricos y contentos".
El oro determina negocios con las mujeres e hijos: "...acudieron (los indios) al Adelantado don Gonzalo Jiménez de Quesada pidiéndole les diese favor y ayuda para cobrar sus mujeres e hijos. El Adelantado acudió muy bien a esto (porque) los soldados salieron aprovechados del pillaje de los panches, a donde hallaron muy, buen oro en polvo".
El oro determina, también, la muerte de los indígenas: "...donde halló al tesorero Sueva, cacique del Zaque, con quinientos indios armados, el cual pasó a cuchillo a todos los que habían llevado el oro a esconder... Parece que este fue consejo del diablo por… quitarnos el oro".
El oro sirve para salir de la miseria: los conquistadores que no lo encuentran entran a la carrera eclesiástica: "...quedó tan pobre, que su enemigo el capitán Lanchero, le sacó de la cárcel y le díó dineros con que pudo ir a España; y se hizo clérigo para pretender una prebenda".
Y, por último, el oro mueve a los sacerdotes que han venido a "doctrinar a los indios", según el sagrado propósito de los monarcas españoles. Tal sucede a lo largo y ancho de estos nuevos episodios de la picaresca, en los que Rodríguez Freile, al relatar el descalabro de la época que lo antecede, abre un resquicio hacia la ilusión y explica, sin hacerlo, lo que fue el siglo XVII como paréntesis entre la historia y la historia, entre la perspectiva de la riqueza y el desarraigo como única expresión y única perspectiva.
El arte, la vida
Así, termina la epopeya y nace el mito, vale decir, termina el oro y nace la economía. El proceso paralelo se bifurca en ese momento y mientras la corte se hunde en el vocerío de la decadencia, la nación, en sus dos grandes vertientes, llega a un divorcio ineludible. Las Soledades son un quiebre del habla pero también una escisión profunda del comportamiento. Frente a un oro esquivo, el siglo de oro cohesiona la energía de un grupo humano fatigado de heroísmo, que entrega lo mejor de si antes de hundirse en la hecatombe. El Cid es Don Quijote después de quinientos años, con todo su ideal y todo su desencanto. Pero en América, donde aún no se ha construido un espacio auténtico, no hay tiempo para el desaliento, no hay tiempo para reflexionar sobre lo que no fue en medio de tanto pudo ser, de tanto ideal inalcanzable. América agoniza en el instante de su nacimiento, mejor, no vive el desencanto de quien fue encantado por la magia de los sucesos, sino el desencanto del desencanto, la miseria enfermiza de lo que no es en medio de tanto puede ser, del futuro inmediato. Pero el frú‑frú de las sedas cortesanas se percibe, por su ausencia, en el crujir de los géneros gruesos de clérigos y oidores. Es, sin embargo, una impostura maravillosa, la puerta abierta hacia el encantamiento. Y en medio el espacio vacío que llenamos, abigarradamente, con nuestro Góngora nativo, con nuestro arte del medioevo, nosotros, los habitantes del afuera, dispersos, asombrados.
Habiendo sido victimas de la grandeza de España, vivimos su decadencia militar y económica sin alcanzarnos a integrar a su honda reflexión en el siglo de oro. Mal podríamos hacerlo sin haber tocado, imaginado siquiera, las gestas heróicas del periodo musulmán, la reconquista, sin haber visto la honda mirada de Alfonso X, sin haber batallado con Santiago, sin alcanzar a llevar esas mismas raíces hasta el extremo de los tiempos. Nuestro siglo XVII es el del artificio. Y mientras en España, Zurbarán siembra vientos para recoger tempestades y Ribera oscila entre el desgarramiento de la verdad y la afectación de la belleza, mientras Velásquez lanza su gélida mirada analítica sobre Europa y Murillo descubre que él es la encarnación del arte y que el arte nace en Sevilla, nosotros nos vemos obligados a inventarnos nuestras propias raíces epigeas, asidas al tronco común pero endebles, apenas un liquen fugaz en el proceso de la historia.
Desde ese punto de vista enternece mirar estos orígenes, saber de la melancolía en Suesca, de cómo se puede ser Homero en Santa Fe de Bogotá, Morales en Monguí, el Greco en Mariquita. El proceso vivo del arte es en ese momento un proceso que agoniza. Somos seres marcados por la culpa, marcados por la doctrina. Para poder soportar la libertad, nosotros, convertidos en infractores, invertimos el túnel y nos sumimos en la miseria de los templos, abandonamos el país de las maravillas y nos defendemos a manotazos de las hojas que nos perturban. La obra de los artistas y escritores de la época de la colonia no consulta nada, salvo un atavismo que no nos corresponde. Es diciente que Santa Fe sea un lugar de tránsito y que aquí sólo afinquen gentes de espíritu sedentario, atenidas a la forma y a la prudencia. Mientras Vásquez hace su obra y sobrevive su vida, en Quito Miguel de Santiago atraviesa con una lanza a su modelo para pintar con exactitud la agonía de Cristo(31). Ese es el despropósito, la energía de un universo que comienza. Nosotros no. El espíritu de aventura entra en el laberinto donde ninguna Ariadna aparece para rescatarlo. Nuestro desafío sucumbe en las zapatillas de la virreina. Lo hundimos en crear un al margen del margen. Castilla queda en Villa de Leyva. Y sin embargo no se trata de una falta de autenticidad: se trata de la autenticidad de la impostura. El imperio que arrasa sólo ha permitido la transposición. Y en este comportamiento deleznable el arte es la expresión más exacta de una transición entre el vasallaje y el deseo. No la transición del buen salvaje, que es apenas un ideal moralizante, un espacio para Bernardin de Saint Pierre con su carga retórica. La transición de un ser libertario que no es de ninguna parte, que es Aguirre en el momento de declararle la guerra a Felipe II, que es el Inca en el momento de ser asesinado. El arte del siglo XVII es un vórtice que no va a ninguna parte. Pero está ahí. Y mientras la administración de la península se empeña en el prestigio de los oficinistas, en uno y otro extremo del sol que no se pone, la vida, o sea la poesía, se escapa de su control, se quita la camisa de fuerza. Las aduanas y la vigilancia policivas no pueden hacer nada contra extremos ~ contrapuestos en contravía que responden al despropósito de la libertad. Lo que en España es el profundo instante de los poemas de Góngora, de Quevedo, en la Nueva Granada es la historia de la Virgen María, de los apóstoles, de santo Domingo. La procesión de la Dolorosa es una bomba de tiempo, las imágenes sagradas un desafío al entorno, a lo que queda detrás de la ventana. El arte se toma mudo. Pero sin arte, sin poesía, sin habla, sin la palabra que dejo de escribir luego de punto, viene el caos. La geografía regresa al planisferio y la doctrina besa los pies de Galileo. Llega el arte de la gramática, de la norma, de la academia. Pero en la opresión hay un apetito de libertad, en las tinieblas una pequeña lámpara encendida.
Mientras tanto, mientras se cumple el ciclo de las fundaciones, mientras la búsqueda del Dorado se convierte en un elemento literario y la metafísica se vuelve una fumarola de incienso ante los altares, el alma honda, el alma profunda de un universo que no cesa, que no muere, que no se arredra, espera agazapada. En lo más profundo de la selva del Vaupés, "para que nazca un niño" un cubeo exorciza a la muerte:
En el lugar donde va a nacer un niño se hace un círculo con tabaco. Dentro de él la mujer dará a luz a su hijo.
En la tierra están la lombriz blanca y la lombriz negra. El soplo de] tabaco arrojará a los animales al fondo de la tierra.
Para que la chicharra no le haga daño al niño, la mujer deberá dar a luz en medio del humo del tabaco.
Para que el lagarto no le haga daño al niño, ni el waibayokü se lo haga, la mujer dará a luz en medio de] humo de] tabaco.
El humo de¡ tabaco también defenderá al niño del sol. Igualmente lo defenderá del diablo ratón.
Para que el lagarto de la palma patabá no ataque al niño, su madre lo pintará con carayurú. Con carayurá se hará un cerco de yariba. Dentro de él nacerá el niño.
Para que los pájaros vacurabá no lo vean ni le hagan daño, la mujer dará a luz en medio del humo del tabaco.
La mujer es como la miel. Así se vuelve cuando ha tenido a su hijo.
Para que los grillos de la tierra no lo vean ni lo molesten, la madre se cubrirá con su capa de caraña mezclada con carayurá.
También encerrará al sapo en su casa para que no ataque al niño. Y para que el diablo perezoso no le vaya a hacer ningún mal, dará a luz en medio del humo del tabaco. El humo del tabaco desviará también al diablo venado.
Con el humo del tabaco se hará un círculo. Con carayuro otro círculo mayor. Así, ni los diablos ni los animales le harán daño al niño(32).
Un círculo. Porque detrás de la muerte está la vida.
#AmorPorColombia
Un mundo de oro y hierro
Adoración de los Reyes. (c. 35). Baltasar Vargas de Figueroa. 1,50 x 1,15. M.A.C., Bogotá.
Inmaculada Concepción, Virgen en Oración. (c. 2). Baltasar Vargas de Figueroa. 1661. 1,57 x 1,10. M.A.C., Bogotá.
Santa Rosa de Lima. (c. 130). Baltasar Vargas de Figueroa. 1,56 x 1,08. Igl. de Santa Clara, Bogotá.
Santa Rosa de Viterbo. (c. 131). Baltasar Vargas de Figueroa. 1,55 x 1,08. Igl. de Santa Clara, Bogotá.
Virgen de Las Mercedes. (c. 52). Baltasar Vargas de Figueroa. 1600. 1,83 x 1,03. M. del Chicó, Bogotá.
Predella del Altar de Santa Clara. (c. 144). Baltasar Vargas de Figueroa. 0,19 x 2,54. Igl. de Santa Clara, Bogotá.
La Sagrada Familia. (c. 42). Baltasar Vargas de Figueroa. 0,92 x 0,78. Igl. de Santa Clara, Bogotá.
El Salvador Niño. (c. 66). Baltasar Vargas de Figueroa. 0,31 x 0,43. Igl. de Santa Clara, Bogotá.
De la Alquimia al hallazgo de oro
EL SIGLO XV es en España el de la afirmación del territorio. Berruguete, uno de
los testigos, nos lo dice en su "Auto de fe", que se conserva en el Museo del Prado. La pintura, como la geografía, como la historia, emerge de la negación, del caos, y sirve de enlace con lo que vendrá en breve. En menos de cincuenta años (y dentro de estos hay dieciocho fundamentales bajo el reinado de Isabel y Fernando), España adquiere una fisonomía. En el "Auto de fe" que es sólo una obra puente, son palpables las influencias flamencas y la incorporación de elementos italianos, que anuncian el Renacimiento, un Renacimiento sin solución de continuidad con el medioevo. En él se encuentra el preciosismo de los detalles y la minuciosidad del decorado, junto a lo monumental de una escena que se desenvuelve en triángulo, el mismo triángulo de un Dios sostenido sobre los tribunales de la Inquisición. Porque es la Inquisición, con Santo Domingo de Guzmán a la cabeza, lo que allí aparece. Se juzga a dos reos, desnudos y fálicos, colocados detrás de una hoguera incipiente, todo ello presidido por el sobrio paisaje castellano de cielos ocres, por la majestad del gesto, por el amarillo dosel de la sabiduría, por el esquematismo y limpieza de una arquitectura, en este caso doméstica, que se preocupa por dar cuenta de un mundo ascendente que se construye sobre el esquema del Dante, en círculos que pueden conducir hacia los dos extremos, según se mire, y que representan el infierno o el paraíso que oprimen al hombre colocado en el centro. Es el siglo XV, el siglo de la Inquisición de Torquemada, del descubrimiento de América, de la reconquista, de la expulsión de los judíos, donde no hay espacio para la poesía porque todo es acción encuentra el hombre el territorio de su sueño. Se vive a contrapelo del resto de Europa y mientras Italia asiste a un proceso sostenido, que pasa del Giotto a Boticelli, a Leonardo, a Rafael, hasta dar el zarpazo definitivo con Miguel Angel, en España todo se limita a los anuncios, a lo que vendrá a ser el Siglo de Oro de las artes en general, no sólo de las letras. De ahí ese afirmarse sobre el pasado inmediato, ese buscar las fuentes próximas, que no es un producto del temperamento tradicionalista español, como lo anota Menéndez Pidal(1) sino una imposición de los tiempos. La poesía no muere, no desaparece, no se cansa. Tan solo entra en un período de receso que obliga a echar mano de las gestas como una expresión más de la urgencia, de la celeridad con que se vive, del paréntesis que se impone en la creación artística, la cual sólo encontrará un poco más tarde la simbiosis que busca, cuando aparezca en escena Garcilaso.
El territorio de la utopía
El siglo XV es el siglo del Romancero. "No me atrevo a afirmar, sostiene Borges, que haya en la tierra una sola página, una sola palabra que sea sencilla, ya que todas postulan el universo, cuyo más notorio atributo es la complejidad"(2). En el Romancero hay un universo que postula otro universo, un espacio en busca de otro espacio. Se vive la afirmación como deseo e impulso hacia lo concreto. El poema es entonces el territorio de la utopía, donde se refugia lo que será, afirmado (manes de la urgencia) sobre lo que fue. En la utopía vive el mito, que comienza a ser sobrepasado por la realidad. Porque en el siglo XV, cuando los romances llegan a su apogeo, en Castilla y en León se demuestra que la leyenda puede ser superada. En una palabra la realidad es mítica y el mundo adquiere unos perfiles inusitados que rebasan los límites racionales.
La poesía es sueño, es negación de la realidad, es u‑topos, utopía. En el "Quattrocento" no se ha llegado aún a la utopía, que Barthes define como la "doctrina del habitáculo a la deriva"(3). Se está asignado a un lugar, a una residencia de casta y se reacciona(4) . El mundo del ensueño se repliega, busca sus fuentes, busca sus orígenes, construye su espacio, lo cerca y lo defiende. Las grandes gestas se despojan de lo objetivo, se enriquecen con "elementos subjetivos y sentimentales"(5) , se fragmentan, precisan su contorno poético que pasa a ser un contorno nacional, enfrentado a la demencia, atributo del medio. El mito se ciñe a lo velado, a lo no dicho. Y detrás de las palabras se yergue de cuerpo entero un espacio que es propio, un territorio para escogidos, porque el resto: el héroe y demás seres secundarios, permanecerán en el nivel de lo que sucede cada día, de lo fabuloso, de lo mítico.
Así pues, la respuesta del poeta: Yo no digo mi canción sino a quien conmigo va, es la respuesta al héroe. El héroe es cualquiera, es Cristóbal Colón habitante de la fábula. El poeta es el pueblo. Repite, memoriza, aprende, sueña. De lado quedan los juglares, los trovadores, los versificadores de la corte. Pero sólo después vendrá a aparecer aquél que no dirá su canción sino a quien lo acompañe, cuando el misterio haya desaparecido, cuando Hernán Cortés haya quemado sus naves, cuando "los muros de la patria mía", de la patria de Quevedo se hayan finalmente resquebrajado. En ese momento surge la gran poesía del desencanto. Quevedo, Lope, Góngora, acompañan a don Quijote en su búsqueda de un pasado que fue maravilloso, de una realidad que fue mágica, de un realismo mágico perdido para siempre. A todos los derrotan los molinos de viento. Lo cotidiano vuelve a adquirir un contorno y la poesía retoma sus fueros. Mientras tanto ha permanecido en manos de todos. Todos la han defendido, la han enriquecido, la han escrito y precisado. El Romancero es una obra colectiva, es el espacio de la utopía. Don Quijote, la plenitud de la utopía. Y en medio, el fluir poético, el hilo conductor, el alma colectiva, la afirmación, la verdad del poema, el romance, lo épico y lo lírico a la vez, el Romancero.
Elogio de la locura
Esta es, ¿quién podría dudarlo?, la madriguera del conejo. Al entrar no hemos tenido tiempo de pensar y hemos caído vertiginosamente por lo que parecía un pozo muy profundo. "A medida que descendía, Alicia pudo mirar alrededor suyo con toda tranquilidad y preguntarse qué es lo que le iba a suceder después. Primero intentó mirar hacia abajo para ver a dónde iba a dar: pero estaba todo demasiado oscuro; luego se fijó en las paredes del pozo y observó que estaban cubiertas de armarios y anaqueles; aquí y allá se veían también mapas y cuadros colgados de algún clavo. Mientras caía, Alicia alcanzó a coger un jarro de una repisa y vio que tenía una etiqueta que decía: "MERMELADA DE NARANJA", pero con gran desilusión descubrió que estaba vacío"(6).
Hasta entonces Alicia ignoraba un hecho fundamental: se encontraba rumbo al país de las maravillas, entraba en relación con el afuera. Ya lo explicó Guilles Deleuze en su cátedra de la Universidad de París, al hablar de Nietzsche. "Cuando se abre al azar un texto de Nietzche –dice‑, esa es una de las primeras veces en las que ya no se pasa por una interioridad, sea la interioridad del alma o de la conciencia, la interioridad de la esencia o del concepto, es decir, lo que siempre ha constituido el principio de la filosofía. Lo que constituye el estilo de la filosofía es que la relación al exterior está siempre en ella mediatizada y sustentada por una interioridad, en una interioridad. Nietzsche, al contrario, funda el pensamiento, la escritura, sobre una relación inmediata con el afuera. ¿ Qué es una pintura muy bella o un dibujo muy bello? A partir del momento en que se sabe y en que se siente que el movimiento, que la línea que está enmarcada viene de otro lugar que no comienza en el límite del marco. Ella ha comenzado por encima o al lado del cuadro y la línea atraviesa el cuadro. Como en la película de Godard, se pinta el cuadro con el muro. Lejos de ser la delimitación de la superficie pictórica, el marco es la puesta de relación inmediata con el afuera. Ahora bien, ramificar el pensamiento sobre el afuera es lo que, a la letra, los filósofos jamás han hecho, incluso cuando ellos hablaban de política, incluso cuando ellos hablaban de la caminata o del aire puro. No basta hablar del aire puro, hablar del exterior para ramificar el pensamiento directa e inmediatamente con el afuera" (7)
El pozo por donde cae Alicia es el hilo conductor entre el cuadro: la realidad, y el afuera: el sueño. Lo mismo en el Romancero. El enlace con el pasado nos lleva a la luminosa época medieval y a la historia. Ya se ha construido toda una genealogía en tomo del asunto, donde don Rodrigo, Fernán González, los infantes de Lara, el Cid y Bernardo del Carpio se sumergen en las profundidades de una leyenda que deja de ser leyenda. Pero frente al cuadro, frente al Romancero, se puede avanzar en cualquier sentido. Lo común es retroceder. García por ejemplo, señala que "no hay romances en América o con el tema de la conquista de América"(8) y con ello se ha limitado al interior, no ha dado el paso que se necesita. Nuestra propia historia literaria demuestra lo contrario. Vergara y Vergara transcribe en el primer tomo de su obra(9) el "Romance de Ximénez de Quesada", "cuyos ochenta versos (escritos por el fraile español Antón de Lezcamez) son los primeros que se escribieron en el Nuevo Reino", en septiembre de 1538. Por allí, por aquel
... cuando abandoné a Granada
por alguna fichoría...
el Romance ha dado el salto hacia el afuera, hacia nosotros (nosotros: afuera), se ha
en lo desconocido. Pero todavía se ciñe a los rigurosos cánones del interno, todavía obedece a pautas rígidas, prima la lógica, nuestro primer poema en español se integra a la tradición castellana, que se prepara a ser fecundada por el mestizaje. Sin embargo la corriente de la poesía no se detiene. El Romance, como la poesía (por ser poesía), no muere. Por el contrario, nos lleva a la emancipación. Habría entonces que recordar una sentencia de Bellow: "el resultado de la emancipación es la locura"(10). Poco a poco nuestra emancipación de la forma, del génesis, de la genealogía, nuestro repudio por la camisa de fuerza, nos lleva al espacio abierto, nos lanza de cabeza en el abismo. Allí vive el fondo de los tiempos, también vive el futuro. El panorama es el de una película de Altman(11). El texto ha roto el límite, ha sorteado el destino trágico de la obra de arte, se ha sentido a gusto en el territorio de la locura. Porque la locura es el único territorio posible, es el sustento y el principio y fin de todas las cosas. Y sólo mediante ella hemos podido dominar la muerte.
Nosotros: afuera
Nosotros, afuera. El viaje entre Moguer y Guanahaní es el derrumbe del heroísmo, el derrotero entre los siglos XV y XVI. Colón no se da cuenta pero se despeña con su tripulación por las cataratas del fin del mundo y llega al otro lado del espejo donde ninguna imagen es posible, donde mi antípoda es mi vecino y las ramas de los árboles son las raíces de la tierra sembradas en el firmamento(12). La lógica se reinventa a partir de la mitología, las grandes serpientes marinas de los vikingos adquieren figura corporal en los bergantines que husmean bajo los cocoteros, la cruz es un símbolo místico frente al cual debe reducirse lo irreductible, la muerte es la muerte, el jinete se desprende de su cabalgadura, se rompe en dos, sufre una fractura. En la memoria colectiva existen el fuego, la sal, el tótem, el asesinato. El castigo y el deseo. Pero los palos son de ciego, un demente aterrorizado los reparte a diestro y siniestro, golpea en el vacío, hasta que vuelve a territorio conocido, la tierra firme, la enfermedad y la palabra. Es el mundo de la conquista y de la jurisprudencia, conquista que se sojuzga a sí misma y norma que sólo se reglamenta a partir de circunstancias que no existen, delitos inexistentes, objetos inexistentes, regiones inexistentes. En los primeros tiempos no puede hablarse de vasallaje, inclusive mientras las avanzadas sojuzgan a sangre y fuego. El hierro de las espadas sólo existe cuando brota la sangre. Es imperioso matar, robar, violar, para afirmarse en el vacío. Sólo mediante el asesinato se encuentra un hilo conductor con el pasado. El espacio de lo desconocido debe someterse por el miedo. Pero no se trata del miedo de las naciones replegadas: se trata del miedo del que avanza sujeto a la mediocridad de su propia geografía, al mare nostrum que de un momento a otro se le convierte en mar abierto, a una teología acostumbrada a lo inmediato, a una geología que se reduce a terrones al paso de los ejércitos.
En América el héroe vuelve a serlo, vuelve a individualizarse en la fatiga, en el bostezo, en los malos olores. La historia adquiere entonces sus propias dimensiones, poco a poco comienza a fijar su frontera. Cuando años más tarde el monarca pretende divisar desde su ventana las murallas de Cartagena de Indias, corre de un solo golpe el espejo en que España se contemplaba a sí misma hasta el territorio de lo desconocido, el oro pierde su connotación de ensueño y adquiere su mediocre dimensión económica, y América penetra en ese mismo instante en el espacio cortesano de las reverencias y de los madrigales. Antes la frontera existía en la imaginación y en la leyenda. Después se vuelve una cifra en millas, marcada por los ríos y por las cordilleras, cuantificada en doblones de oro y en almas dispuestas a rendir culto a un Dios menos tangible que el sol, la luna o las lagunas.
Esa es la conquista. Más allá y más acá de la línea que marca el fin del mundo hay un desfile de ex‑presidiarios, de clérigos ligeros, de mozas de partido. Pero la aventura no consiste en cruzar el océano, romper la selva, buscar oro, avasallar a los indígenas. Por el contrario, consiste en soñar, consiste en dibujar el contorno de la palabra piña, en ir con la imaginación hasta la periferia de lo desconocido. La poesía reclama entonces su sitio en ese vaivén de cotas y de cabalgadura. En España, hastiada de lo real maravilloso, fatigada de héroes y de hazañas, crea cien años luego a Cervantes que es don Quijote, y a los indianos que regresan, relucientes y satisfechos, después de gobernar en Barataria. En América, donde se tejen cada día las urdimbres fantásticas de un universo que sobrepasa la imaginación y las posibilidades, vuelve a la corte, se entremezcla con las intrigas palaciegas, se escribe en los endecasílabos que Garcilaso afirma como una batalla. De ahí las crónicas de Fernández de Oviedo, quien dibuja animales y frutas con una mano experta en la curiosidad de Carlos V. De ahí las nostalgias, las tristezas y el desamparo de Cabeza de Vaca, que estremece el corpiño de las infantas. De ahí el delirio de Juan de Castellanos, su contenida desmesura escueta e inverosímil, desmesura de loco de atar (y de altar), de loco de manicomio.
La imagen de la demencia
América es la primera enfermedad del raciocinio. Antes la peste, la lepra, después la sífilis. ¿De dónde viene la lepra? De Egipto, de la India, de Palestina. Europa es presa del horror que emana de lo desconocido. Las legiones romanas y, luego, los cruzados, son víctimas del mal que aqueja, que debe aquejar a quien se aproxime al conocimiento. Y el conocimiento en el siglo XII, cuando la dolencia se propaga como una epidemia, comienza a abandonar la teología para aproximarse al espacio geográfico. Occidente, que es Europa, se enfrenta entonces a un universo que considera inferior y a su servicio. Y de esos extramuros, de las tierras de bárbaros, más allá de las almenas y los adarves de sus castillos, viene la enfermedad y se extiende la peste. La enfermedad es producto del subdesarrollo. No se trata de un contagio. Se trata de un contenido ideológico, de un sutil mecanismo de dominio: yo, sano, contagiado por tu culpa, debo castigarte; tú, enfermo, eres inferior, tienes que ser castigado y proscrito.
La peste, la lepra, la sífilis. Y las herejías. Las herejías asestan golpes siempre exactos en el corazón de una iglesia que se somete al poder temporal y le sirve con obsecuencia. La lepra toca un punto crítico de la relación social, deslíe la piel que es el único elemento de enlace de grupos humanos que sólo establecen relación en la epidermis. Más allá de la peste, que está en la base de la solidaridad, y de la sífilis que se mira con indiferencia, la lepra, como la locura, provoca la marginalidad que se asume como un desafío. Los leprosos marchan sobre París. Legiones de seres deformes, cubiertos por los trapos de la ignominia, la cabeza bajo un manto que oculta las llagas y las ulceraciones, los pies descalzos, los ojos extraviados, los profundos cantos rituales que prolongan su cadencia solemne a lo largo de decenas de grupos de hombres desdentados, esqueléticos, que elevan sus muñones frente a los palacios para exigir justicia, Llegan de improviso, con su carga de risotadas obscenas y de desafíos, y se vuelven a perder entre la niebla, Son la imagen de la demencia, están más allá de la muerte y no le temen a la hoguera ni a la justicia capitular ni a la miseria. No se sabe de dónde vienen ni para dónde van. Deben tocar la campanilla para no contaminar el aire que otros respiran, para avisar el peligro que constituye su presencia. El universo de la inquisición y de las abadías, de los burgos y de los señores feudales, exige la presencia de esos enfermos como una forma palpable de ubicar el mal, de desterrarlo. Los leprosos son nómadas. El sufrimiento y la locura que ellos encaman son ubicuos y por lo tanto corren de un lado a otro, demandando el privilegio de ser los marginales, los sucios, los nauseabundos, los llenos de pústulas en cuerpo y alma, los que horrorizan al horror, aquellos que necesitan ser expulsados para que la ley y el orden, la moralidad y la limpieza, encuentren una razón evidente de existir, se justifiquen.
Pero avanza la historia, fracasa la marginalidad y la sociedad crea el hecho corriente de "estar enfermo". En el momento de la conquista no se trata de un "estar enfermo" individualizado, como pudo ser el caso de Dorian Gray, que constituye la reflexión espesa de un leproso sobre su condición de marginalidad. Se trata, antes bien, de una anticipación del doctor Jeky11, quien crea a mister Hyde para disfrutar sin cortapizas de su enfermedad. "Ser hombre es estar enfermo"(13) , escribió Mann. Pero ser hombre es, también, ser sinuoso, ser temeroso y contenido. El doctor Jeky11 busca ser descubierto en su otro yo para recibir el castigo que necesita y que cree merecer. La enfermedad marca a Europa con un hierro de fuego sobre la frente. Desde siempre. Porque antes que un problema de asepsia (Semelweiss lo plantearía en el siglo XIX(14), es un problema ideológico. Por eso Artaud llega a sostener que la peste "parece manifestar su presencia afectando los lugares del cuerpo, los particulares puntos físicos donde pueden manifestarse, o están a punto de manifestarse, la voluntad humana, el pensamiento y la conciencia"(15).
El hombre: su culpa y su castigo
La enfermedad está en la esencia de la conquista. Es necesario huir de Europa. En el siglo XVI el Renacimiento, que era eterno, comienza a derrumbarse. Occidente cifró en él la reivindicación de la libertad frente al autoritarismo de la teología. En su evolución hacia el barroco, se detiene entonces en el manierismo como una estación necesaria, una forma de oponer mínima resistencia. En el manierismo conviven el espiritualismo místico del Greco y el naturalismo panteísta de Bruegel(16). Pero el manierismo no es sólo una expresión artística: es una norma de conducta. La "lucha entre el carnaval y la cuaresma" (1559) es un instante de la vida urbana, que antecede varios siglos después a lo que Ingmar Bergman narró en El Séptimo Sello, y sirve de prólogo a la obra de Dickens. Bruegel plantea allí (y no sólo allí), una dispersión hacia el exterior, una fuga. El centro de una esfera que más allá llega hasta los confines del mundo, es un cerdo que devora sus desperdicios. El resto es un desierto de seres deformes, de mutilados, de barajas que ruedan por el suelo, de una simbología elaborada de la miseria, la enfermedad y el sexo. La arquitectura solemne de uno de los extremos es tan solo una anécdota frente al bufón que da la espalda, frente al monaguillo, al fuego, al hambre satisfecha en la puerta de los banquetes. El hombre, el ser humano, está a ras de suelo, vale decir, al nivel de sí mismo. Hay desfiles de embozados, de clérigos, de mendigos, carretas, pozos secos, banderas, toda una urbana que juega a la pelota y transporta cosas de un lado a otro, que no se da descanso, que cabalga sobre toneles de vino y sale del templo oprimida por el pecado, por la culpa. Es necesario huir aunque se huya de un vórtice que todo lo devora, que devolverá irremediablemente a su aparato digestivo a unos pobres seres que crean su propia mitología, que prefieren sentirse vivos en sus figuras inclinadas, en su opresión, en sus harapos. Cincuenta años antes, el Bosco le había dado un contenido ideológico a la misma escena, ubicada esta vez en El Infierno. En él la enfermedad, el evidente chancro sifilítico, el guerrero rodeado de basiliscos, los monjes zoomorfos, los seres culpables por el hecho de oír, por el hecho de poner atención al horizonte y a los pífanos. El sexo oprime mediante una heráldica que le es propia, y la historia es una sucesión de estupidez, de inútiles ramajes secos asidos a nada, de traseros donde se lee música, donde se clavan flechas, agujas y flautas, de traseros que defecan oro y sirven de espejo a la belleza. El hombre es el infierno. El hombre: su culpa y su castigo.
Este es el siglo XVI en Europa, el siglo de la Reforma. Por los vericuetos de la doctrina se llega a la libertad, que en Alemania deriva hacia la razón y en España hacia el misticismo. Hay un afán de ascender a Dios, de palparlo, de fundirse con él en la demencia. Ningún ser más Francisco de Asís, con su entrega total y posesiva, que Teresa de Jesús, la loca de Avila, quien es sólo una anticipación de don Quijote. En el siglo XVI España es la hija de América. No sólo vive del oro que de ella proviene, sino que se alimenta de la ensoñación que produce, de su halo de poesía. Es el universo hollado e intocado a la vez, prostituido pero inexpugnable. Al margen de los groseros apetitos de la corte y de los clérigos, la nación, que es ascética, encuentra una razón de ser en la imposibilidad de acercarse a ese mundo hermético y silencioso, que intuye apenas como una respuesta de la divinidad a su sacrificio de muchos siglos. Pasar de conquistados a conquistadores, de siervos a señores, de sometidos a feudatarios, implica un aprendizaje. España atraviesa el espejo, sojuzga a América con los elementos de que dispone, pero conserva intacta su posición ante la vida. En la península, Teresa de Jesús inicia un ir y venir atafagado, vive una angustia que no da espera, va de un lado a otro, sueña (porqué no) en la Sierra Morena, convierte (porqué no) el yelmo de oro de Mambrino en una pobre y abollada bacía de barbero, y mantiene intacta la pequeña llama de la poesía mientras se asoma a su ventana para divisar, al otro lado del océano, su propia imagen reflejada. Frente a la gruesa sentencia del monarca según la cual el sol no llega a ponerse en sus dominios, encuentra que el sol no se pone pero tampoco nace en sus dominios. Para que nazca es necesario crear, imaginar, fabular, trascender, darle un contenido poético a la conquista, convertirla en una reflexión sobre sí misma, sobre la santa delirante para quien recibir a Dios es obra del demonio.
Un mundo de oro y de hierro
América es la fascinación. Para tocarla, sólo para tocarla, es necesario vivir la aventura, el riesgo, aceptar el misterio. Es, claro, el misterio de una llama encendida, silenciosa y voraz, roja, que lanza sus resplandores en medio de la noche. La llama –escribió Bachelard–, es precaria y pujante. Un soplo la apaga, una chispa la enciende. La llama es nacimiento fácil y muerte fácil. Vida y muerte pueden yuxtaponerse en ella. Vida y muerte son, en su imagen, contrarios que se complementan(17) . América atrae con su fascinación y quema. Desde el otro lado del mundo legiones de pequeños seres miedosos, de pequeños seres indefensos, se sienten irremediablemente fascinados por ella, deben amarla, deben poseerla. Basta entonces un crepitar de esa hoguera encendida para llevarlos a la muerte. Sólo es posible llegar a la epidermis, bordearla, palpar su *piel de mujer en el momento de la entrega, hundirse bajo su mirada de fuego. Pero todos, los aguerridos y los pusilánimes, los forzados y los aventureros, sucumben ante ella. España vive esa aventura como un episodio más de sus conquistas. Aunque siglos después Carpentier intenta inventar a América(18), en el 1500 es el viaje por el afuera, Castilla trasladada a Castilla, Granada a Granada, Andalucía a Andalucía. Sin embargo el hondo sentido de esa primera salida, que es la auténtica primera salida que de su tierra hizo el ingenioso Don Quijote, permanece como una ruptura entre la fascinación y lo fascinado, como un quiebre profundo entre la verdad auténtica y la mentira. España pone su impronta en América, la enamora, pero se desentiende de ella y la abandona. Se limita entonces a un canje de oro por hierro, de oro por doctrina. Y es difícil creerlo, pero se trata de ella, de la misma España recóndita que recupera apenas cien años antes su territorio palmo a palmo, que batalla con el Cid, que canta en el Romancero.
En el siglo XVI España es inferior a España: vive la aventura de don Juan, su narcisismo. Dentro de ese comportamiento se acerca entonces al territorio pero no lo hace suyo, no lo posee, apenas lo describe. En la Nueva Granada un cura loco cuenta los años de la conquista en un poema interminable(19). En él hay ruido de puertos improvisados, de hierros, ruido de asesinatos. Pero el silencio que es América, y como tal la libertad y poesía que también son América, sólo aparecen de vez en cuando. En sus "Elegías", Castellanos es un hombre de su tiempo, sujeto a la fascinación, víctima de la epidermis. Frente a un universo que se abre y se impone, recula aterrorizado. Cae entonces en la dialéctica. "En vez de la dialéctica, surgía la vida", escribió Dostoyevski(20). Surgía la vida en América, la vida del comportamiento, arrasada como contraria a la doctrina, aplastada bajo el peso de las armaduras. Castellanos, como los demás ‑cronistas, como los conquistadores y los clérigos, como las leyes de Indias y los encomenderos, permanece al margen. Pero no sólo Castellanos: el siglo entero permanece al margen, es el siglo de la transposición, de la conquista. El mundo se mira desde el otro lado del espejo, sin querer entender que está ante un universo diferente, ante el misterio y el silencio. Por eso Castellanos escribe la relación de sus hechos a partir de la camisa de fuerza, de la razón que no da partido a la sinrazón, a la carencia de lógica del afuera. El abrazo de hierro de la doctrina abarca cada vez más, se impone, trae la inquisición y la palabra. Castellanos narra lo que quiere narrar:
Mas aunque con palabras apacibles,
razones sincerísimas y llanas,
aquí se contarán casos terribles,
recuentos y proezas soberanas:
muertes, riesgos, trabajos invencibles,
mas que pueden llevar fuerzas humanas,
rabiosa sed y hambre perusina
más grave, más pesada, más continua.
Veréis romper caminos no sabidos,
montañas bravas y nublosas cumbres.
Veréis pocos é ya cuasi perdidos
sujetas increíbles muchedumbres
de bárbaros crüeles y atrevidos,
forzados a tomar nuevas costumbres...(21).
Forzados a tomar nuevas costumbres. ¿Quién es el bárbaro? Castellanos lo intuye, en ocasiones lo proclama. Cuando las tropas de Colón liberan a una doncella presa por los cabellos en una enredadera, y la halagan con caricias y viandas desconocidas, el cronista lanza una admonición ante las razones que ella dá para aplacar el temor de su gente:
¿Qué vas, mujer liviana, pregonando,
juzgando solamente lo presente?
Mira que con las nuevas de ese bando
engañas a los tuyos malamente;
el dicho vas agora publicando,
mas tu verás el hecho diferente,
verás gran sinrazón y desafuero,
y el sueño de tu rey ser verdadero...
Y ansí fue que los hombres que vinieron
en los primeros años fueron tales,
que sin refrenamiento consumieron
innumerables indios naturales:
tan grande fue la prisa que les dieron
en usos de labranzas y metales,
y eran tan escesivos los tormentos
que se mataban ellos por momentos.
Lamentan los más duros corazones,
en islas tan ad plenum abastadas,
de ver que de millones de millones
ya no se hallan rastros ni pisadas;
y que tan conocidas poblaciones
estén todas barridas y asoladas,
y destos no quedar hombre viviente
que como cosa propia lo lamente (22).
Pero Castellanos, como los españoles, no llega a en el hecho mismo que plantea el universo que tiene por delante. Se limita a da un testimonio sin convertirse en protagonista. Es curiosa, por ejemplo, la descripción que nace de los caimanes:
Esta bestia crüel parece muerta
en el agua y á modo de madero,
pero para hacer su presa cierta
no puede gavilán ser más lijero:
va por turbias orillas encubierta
adonde cogen agua ó lavadero.
Y aun sin sacar de] agua la ventrecha
de los que suenan fuera se aprovecha.
Pues como huela que por la ribera
anda bárbara gente ó española,
si no puede cazar de otra manera
procura hacer presa con la cola,
que con pesado golpe saca fuera,
y es tal, que bastara con ella sola
a llevar plantas gruesas arraigadas,
cuanto más a personas descuidadas.
Son en estas astucias tan continos,
que aunque viven con miedo de] engaño
todos aquellos bárbaros vecinos
reciben destas bestias mucho daño;
pues son en se llevar cuervos marinos,
y las corrientes aguas en su baño,
y es su recreación y policía
lavarse muchas veces en el día(23).
Por ahí, enredados en los malos versos de don Juan, aparecen dichos y costumbres, aparecen palabras, aparecen transposiciones. La mazamorra, por ejemplo:
... querían almorzar en su posadapuchas o poleadas cuyo nombre
es en aquestas partes mazamorra(24).
0 el aguacate:
... lo cual fue causa de que padeciesen
grave necesidad, y mayor fuera
si no se socorrieran del ganado
y fructa de aguacates que hallaban
en grande cuantidad, cuya hechura
es a similitud de pera verde,
aunque mayor y de más largo cuello,
de gusto simple cuasi de manteca,
ningún olor, mas tales hay que tienen
el de] anís, y su sabor el mismo,
una pepita sola, y esa grande
poco menos que huevo de gallina:
es fruta sana, y es el arbor alto,
no muy hojoso, mas de buena vista (25).
En fin, pocas cosas se sacan en claro de esta interminable relación de hechos. En el fondo, sin embargo, brilla la lámpara encendida. Eros se sacrifica a Thanatos, conscientemente, sensualmente. Este es el universo de la muerte, el universo de la no‑poesía. El oro, situado en el vórtice del deseo, es el principio y fin de todas las cosas. Y sin embargo la relación de la España luminosa del siglo XV y de la América intacta del siglo XVI, permanece como algo intocado. Los protagonistas del medioevo, capaces de anónimas hazañas heroicas, son la ensoñación de una aventura que no fue, enredada en la punta de la lanza de los sujetos a la fascinación, al complejo de Empédocles. La honda comunión del hombre consigo mismo, del hombre como factor de la naturaleza, en la que se agota la presencia de los primitivos americanos, se pierde en la miseria de los tiempos. El siglo XVI es una hazaña de segundo orden, donde la religión es la razón y es la vida. Frente a ellas el fuego, el delirio, la muerte. Y en el contacto de unas y otros, en esa simbiosis de circunstancias lista a romperse para volver a los orígenes, la honda y triste historia del hombre mediocre que somos todos, en nuestra gesta diaria de desayuno y subsistencia. Cuatrocientos años luego reflexionamos sobre esa aventura como lo hace el soñador que Bachelard coloca frente al reflejo tenue de una vela. "Un pecado cósmico que no conmueve nuestra sensibilidad ‑‑escribe‑, es el de la mariposa que quema sus alas en la lámpara sin que, ante esa desgracia, tomemos el cuidado de apagarla luz. Y sin embargo, ¡qué símbolo el de un ser que se arroja para quemar sus alas! Quemar su ata vío, quemar su ser" (26).
España quema su atavío, entrega su ser a América. Y América permanece como una lámpara encendida.
Nueva aventura de los molinos de viento
Si Moisés inventó la escritura, Cervantes inventó el lenguaje. Antes existía el ensueño. Garcilaso inventó el ensueño. Existían la épica y la tristeza y en ellas tuvieron mucho que ver Góngora y don Jorge Manrique. Existía la gracia del Arcipreste y de Lope. Pero el universo se inició con Cervantes. Un universo primigenio a partir del cual pudieron crearse (re‑crearse) Garcilaso, Góngora, Jorge Manrique, el Arcipreste y Lope de Vega y todos los que vinieron antes y continuaron después. Cervantes es el contenido de algo que hasta él fue desasido de todo y que posteriormente sólo se explica en virtud de una referencia. " Todas las cosas por él fueron hechas y sin él nada de lo que ha sido hecho fue hecho" (27).
Pero esta razón de ser y de nombrar, este descubrimiento paulatino del universo, se construyó con base en un elemento de contracultura: la demencia. Cervantes no dibuja un personaje de acuerdo con los cánones. Dibuja un loco que habla su lenguaje de loco y que vive, en la ficción, el mundo de la ficción. El discurso, de una lúcida armonía coherente, no puede demostrar nada distinto que el siglo XVII, en el que se entra de lleno en dos épocas paralelas: la edad de hierro de la organización social y económica y la edad de oro de la cultura.
Ya se ha estudiado muchas veces la relación de interdependencia entre una y otra, pero no se ha puesto el suficiente énfasis sobre esa característica: la de un quiebre obligatorio, una fisura en el universo contenido por la cual se desborda para nombrar, para crear desde la otra frontera. En ella se desbarata por primera vez en castellano la cosmética de las palabras y se encuentra la verdadera tarea del lenguaje: la de comunicar, la de abrir territorios.
La demencia es un primitivo(28). Detrás no resta nada. La demencia de Don Quijote no es una demencia de circunstancias. Es la expresión de una época que ha llegado al fondo, que se ha desmontado por las orejas, y que se encuentra de manos a boca con un pequeño gusano corroído e incómodo: la verdad. Es imposible enfrentar la verdad. La política la elude, y el arte la elude con guiños circunstanciales. El mundo se desdibuja. Pero llega Cervantes y con su ficción dentro de la ficción desbarata el tinglado e inventa el mundo, tomando como punto de partida el despropósito del sustantivo que sojuzga el propósito de lo accesorio por la simple y llana circunstancia de estar desnudo, de tener al aire cosas horribles (como el sexo), creadas para mantenerse púdicamente ocultas.
Cervantes no oculta nada. Se enfrenta a la decadencia de su época, en la cual el oro de América es un recuerdo endeble del pasado. Así pues, hay que echar mano de lo único que se tiene a mano: de la demencia que es creadora, que es capaz de nombrar, de decir, de señalar. La historia de Don Quijote es la historia de la conquista de América. Su antiepopeya se convierte sobre el espejo en la epopeya. Pero hay desencanto. Se vivió en exceso y se murió en exceso también. De ello no quedó nada, salvo un conjunto de seres idealistas que creen en el poder de la razón. Pero la razón ya ha tenido tiempo de demostrar su inutilidad. Así pues, hay que abrirle paso a la sinrazón para que ella compruebe la sinrazón de la razón. Cervantes echa mano de la misma, fabrica su fábula sustantiva, recorre como un nuevo conquistador el territorio muchas veces conquistado, e inventa un macrocosmos que él mismo creía estéril. Le da una dimensión, lo saca de la domesticidad heróica del siglo XV, donde la vida es lo de menos porque el ideal está por encima de todas las cosas. Matriculándose en esta escuela, Cervantes lleva las cosas al extremo, las coloca como un punto de reflexión desde el cual sólo es posible devolverse. Don Quijote es el contraste. En su delirio repite la hazaña de Hernán Cortés y quema sus naves: se arma caballero, dibuja a Aldonza Lorenzo en el extremo del arco iris donde sólo él podrá llegar mediante un mecanismo latente, el de recobrar la razón. Pero la razón es absurda. El escrutinio del cura y del barbero sobre la biblioteca del hidalgo demuestra
hasta qué punto Don Quijote tenía derecho a conquistar el mundo mientras los demás
podían y debían quedarse con la olla de algo más vaca que carnero. La razón se expresa
en un temperamento cansado de la gloria, del furor de las armas, de la conquista. España
lleva ocho siglos de lucha, de encamar a Don Quijote \'. Es necesario, entonces, con
vertirla en algo real, tangible, en el caballero de la Blanca Luna que, siendo la personificación de la razón, debe simular, debe acercarse a la demencia simulando demencia, para volver las cosas a su sitio, al sitio del desencanto de algo que no pudo ser, de una nación que todo lo perdió por su incapacidad de sustentar la vida en la sola verdad desnuda de la muerte.
¿Por qué Don Quijote recobra la razón? Porque ya el universo ha sido construido, se ha soñado, se ha repetido paso a paso, se ha idealizado y en una alucinación definitiva se ha repetido en la aventura de España. Llega, pues, la edad de hierro. Dulcinea, como México, como el Perú, no es Dulcinea ni es lo que pudo ser el imperio de América: es Aldonza Lorenzo. Don Quijote no es Don Quijote, ni siquiera Jiménez de Quesada: es don Alonso Quijano, un ser achacoso y débil, hambriento, con una sobrina casadera que nunca casó y un rocín flaco al que impidió gozar de la manada de yeguas. Hay que volver las cosas a su sitio. España está cansada de ideal y el ideal es Don Quijote. Por eso, mientras el cura, el bachiller y el barbero vienen con la buena nueva del fin del encantamiento de la señora Dulcinea (¡fin del encantamiento!), Don Quijote vuelve a ser Alonso Quijano, Quijada, Quesada, y pasa de ser figura en el espejo a ser figura corporal como nosotros. En una palabra, abandona a América y regresa a la corte de Felipe, que está a las puertas de Velásquez, a las puertas de Goya con sus caprichos y sus disparates.
Temperamento del desarraigo
Pero lo que en España es el desencanto, en América es el encantamiento. En el siglo XVII comienza a ir en contravía, inicia una reflexión sobre sí misma. Ya ha tenido tiempo de bifurcarse entre el silencio sagrado de la mitología y el escepticismo irónico del mestizo y del criollo. La pobreza perfila el temperamento del desarraigo, en cuanto el habitante de América es un individuo ubicado entre un pasado esplendoroso que no le corresponde y un futuro que le es extraño por completo. En medio está él, con la frustración de quien no es porque no tiene raíces a las cuales asirse, porque carece de un espacio sobre el que pueda proyectarse. Y sin embargo en esa actitud y con tales elementos, los americanos de entonces siembran lo que para ellos (para todos) pudo ser la semilla de una actitud libertaria, de una presencia vertical ante la historia. Lo hace don Juan Rodríguez Freile, por ejemplo. En él, el desencanto de la época se manifiesta en un ácido tono de sarcasmo que es, sin duda alguna, uno de los elementos que ponen las bases para convertir al siglo XVII en un espacio previo a la libertad. En "E] Carnero"(29) no explica porqué su actitud crítica frente a la organización social de su época. Tal vez ni él mismo lo entienda. Pero lo cierto es que se atreve a denunciar desembozadamente en un libro dedicado al Rey, Nuestro Señor, el mismo desequilibrio al que se refirió Camilo Torres siglo y medio después en palabras ambiguas.
Si Felipe IV hubiera conocido el manuscrito de don Juan, otro gallo le hubiera cantado al tranquilo campesino de Santa Fe de Bogotá. Basta leer, por ejemplo, lo que escribe en el capítulo VII respecto de la conquista: "Antes que pase de aquí ‑anota‑, quiero decir dos cosas, con licencia, y sea la primera: que como en lo que dejo escrito traigo en boca siempre el oro, digo que podían decir estos naturales que antes de la conquista fue para ellos aquel siglo dorado, y después de ella el siglo de hierro y acero: ¿y qué tal acero? Pues de todos ellos no quedó más que los poquitos de esta jurisdicción y de la de Tunja(30).
Más adelante, en el capítulo XVII, añade algo respecto del mismo tema: "Pues todo este dinero iba de este reino. He dicho esto, porque dije que aquella sazón era el siglo dorado de este reino. Pues, ¿ quién lo ha empobrecido? Yo lo diré, sí acertare a su tiempo: pues aquel dinero ya se fue a España, que no ha de volver acá. Pues, ¿ qué le queda a esta tierra para llamarla rica ? Quédale diez y siete o veinte reales de mina ricas, que todos ellos vienen a fundir a esta real caja; y ¿ qué se le paga a esta tierra de eso ? Tercio, mitad y octavo, porque lo llevan empleado en los géneros que hay en ella, hoy que son necesarios en aquellos reales de minas".
No se trata, sin embargo, de observaciones aisladas. La persistencia a lo largo del texto permite juzgar mejor lo que fue el deterioro social y político del siglo XVII y acercarse a la conquista a través de un testimonio inmediato. Una enumeración al respecto sería interminable. Pero miremos, así sea a vuelo de pájaro, las dos primeras páginas. En las seiscientas palabras del "Prólogo al lector", Rodríguez Freile da algunos testimonios de índole política, tan evidentes que no es necesario leerlos entre líneas.
El primero se refiere al despojo de nuestra riqueza: "...,ticos minerales que de ellos se han llevado y se llevan a nuestra España grandes tesoros, y se llevarán muchos más y mayores sí fuera ayudada como convenía, y más el día de hoy, por haberle faltado los más de sus naturales".
Y añade: "...es verdad que los capitanes que conquistaron el Pirú y las gober naciones de Popayán y Venezuela y este Nuevo Reino, siempre aspiraron a la Conquista del Dorado, que sólo su nombre levantó los ánimos para su conquista a los españoles".
Para terminar: \'Volviendo a mi propósito digo, que aunque el reverendo padre fray Pedro Simón, en sus escritos y noticias, y el padre Juan de Castellanos en los suyos, trataron de las conquistas de estas partes, nunca trataron de lo acontecido en este Nuevo Reino". Lo que quiere decir, palabras más, palabras menos, que Castellanos y Simón, españoles, no pudieron integrarse al proceso de la Nueva Granada, como sí pudo hacerlo él, quien se aproxima e intuye la visión mestiza de ese mismo proceso.
El primer dato que debe destacarse en esta razón de ser y sinrazón de la época, es el de la población indígena. Rodríguez Freile encabeza el capítulo III narrando cómo el teniente Bogotá juntó más de treinta mil indígenas para oponerse a los rebeldes de Ubaque, Chipaque, Pasca, Fosca, Chiguachí, Une y Fusagasugá. Ellos son varones, lógicamente, y de una cierta edad, ya que participan en la guerra. Pero apenas forman parte de uno de los dos ejércitos del territorio del Zipa que, junto con el del Zaque, constituyen a su vez el de los Muiscas. El ejército de Guatavita, quien se opone al teniente Bogotá es, como lo afirma Rodríguez Freile al final del mismo capítulo, de cuarenta mil hombres, de los cuales muere una cuarta parte en la guerra civil en que estaban empeñados los indígenas, según se expresa al terminar la primera parte del capítulo IV. Y, por último, el ejército de Bogotá ha aumentado, páginas más adelante, a "cincuenta y cinco mil indios de pelea". Si este es uno solo de los cuatro ejércitos que podían conformarse en la región central del país, la de los Muiscas, es posible afirmar que en la misma había doscientos mil "indios de pelea", varones y mayores de edad, lo que permite decir que el cálculo de una población de ochocientos mil individuos a la llegada de los españoles peca, y en materia grave, por lo menguado y mentiroso.
Como lo reconoce Rodríguez Freile, alrededor del oro gira la conquista. Lo dice en su "Prólogo al lector" y lo reitera a todo lo largo y ancho de su crónica:
El capitán Antonio de Olalla, por ejemplo, escapa con vida de un naufragio cuando se dirigía a España, lo que fue "suerte dichosa aunque se perdió el oro".
Alrededor del oro gira todo el comercio de la metrópoli con sus colonias y con las regiones de ultramar: "... Cartagena, por ser ella la puerta y escala por donde el Pirá y este Reino gozan de toda España, Italia, Roma, Francia y la India orienta], y todas las demás tierras y provincias del mundo a donde España tiene correspondencia, trato y comercio; pues siendo ella el almacén de todas, envía a Cartagena, que es escala de estos reinos, lo que de tan largas provincias le vienen, y esto lo causa el oro...".
En el oro se gastan los dineros que se consiguen y se traen de España: "Yo confieso mí pecado, que entré en esta \' letanía con cudicia de pescar uno de los caimanes (de oro) y sucedióme que habiendo galanteado muy bien a un jeque, que lo había sido de esta laguna o santuario, me llevó a él, y así como descubrimos la laguna, que vió él el agua de ella, cayó de bruces en el suelo y nunca lo pude alzar de él, ni que me hablase más palabra. Allí lo dejé y me volví sin nada y con pérdida de lo gastado, que nunca más lo vi".
Por el oro se pierde la vida: "El quinto puesto y altar de devoción era la laguna de Ubaque, que hoy llaman la de Carriega, que según fama le costó la vida al querer sacar el oro que dicen tiene".
El oro sirve para firmar capitulaciones con el rey y para desecar lagunas: "En todas estas lagunas fue siempre fama que había mucho oro y particularmente en la de Guatavíta, donde había un gran tesoro; y a esta fama Antonio de Sepúlveda capituló con la Majestad de Felipe II desaguar esta laguna, y poniéndole en efecto se dió el primer desaguadero como se ve en ella el día de hoy ......
El oro mueve a los soldados: "...andando los soldados rancheando los bohíos de los indios y buscando oro y los vuelve "ricos y contentos".
El oro determina negocios con las mujeres e hijos: "...acudieron (los indios) al Adelantado don Gonzalo Jiménez de Quesada pidiéndole les diese favor y ayuda para cobrar sus mujeres e hijos. El Adelantado acudió muy bien a esto (porque) los soldados salieron aprovechados del pillaje de los panches, a donde hallaron muy, buen oro en polvo".
El oro determina, también, la muerte de los indígenas: "...donde halló al tesorero Sueva, cacique del Zaque, con quinientos indios armados, el cual pasó a cuchillo a todos los que habían llevado el oro a esconder... Parece que este fue consejo del diablo por… quitarnos el oro".
El oro sirve para salir de la miseria: los conquistadores que no lo encuentran entran a la carrera eclesiástica: "...quedó tan pobre, que su enemigo el capitán Lanchero, le sacó de la cárcel y le díó dineros con que pudo ir a España; y se hizo clérigo para pretender una prebenda".
Y, por último, el oro mueve a los sacerdotes que han venido a "doctrinar a los indios", según el sagrado propósito de los monarcas españoles. Tal sucede a lo largo y ancho de estos nuevos episodios de la picaresca, en los que Rodríguez Freile, al relatar el descalabro de la época que lo antecede, abre un resquicio hacia la ilusión y explica, sin hacerlo, lo que fue el siglo XVII como paréntesis entre la historia y la historia, entre la perspectiva de la riqueza y el desarraigo como única expresión y única perspectiva.
El arte, la vida
Así, termina la epopeya y nace el mito, vale decir, termina el oro y nace la economía. El proceso paralelo se bifurca en ese momento y mientras la corte se hunde en el vocerío de la decadencia, la nación, en sus dos grandes vertientes, llega a un divorcio ineludible. Las Soledades son un quiebre del habla pero también una escisión profunda del comportamiento. Frente a un oro esquivo, el siglo de oro cohesiona la energía de un grupo humano fatigado de heroísmo, que entrega lo mejor de si antes de hundirse en la hecatombe. El Cid es Don Quijote después de quinientos años, con todo su ideal y todo su desencanto. Pero en América, donde aún no se ha construido un espacio auténtico, no hay tiempo para el desaliento, no hay tiempo para reflexionar sobre lo que no fue en medio de tanto pudo ser, de tanto ideal inalcanzable. América agoniza en el instante de su nacimiento, mejor, no vive el desencanto de quien fue encantado por la magia de los sucesos, sino el desencanto del desencanto, la miseria enfermiza de lo que no es en medio de tanto puede ser, del futuro inmediato. Pero el frú‑frú de las sedas cortesanas se percibe, por su ausencia, en el crujir de los géneros gruesos de clérigos y oidores. Es, sin embargo, una impostura maravillosa, la puerta abierta hacia el encantamiento. Y en medio el espacio vacío que llenamos, abigarradamente, con nuestro Góngora nativo, con nuestro arte del medioevo, nosotros, los habitantes del afuera, dispersos, asombrados.
Habiendo sido victimas de la grandeza de España, vivimos su decadencia militar y económica sin alcanzarnos a integrar a su honda reflexión en el siglo de oro. Mal podríamos hacerlo sin haber tocado, imaginado siquiera, las gestas heróicas del periodo musulmán, la reconquista, sin haber visto la honda mirada de Alfonso X, sin haber batallado con Santiago, sin alcanzar a llevar esas mismas raíces hasta el extremo de los tiempos. Nuestro siglo XVII es el del artificio. Y mientras en España, Zurbarán siembra vientos para recoger tempestades y Ribera oscila entre el desgarramiento de la verdad y la afectación de la belleza, mientras Velásquez lanza su gélida mirada analítica sobre Europa y Murillo descubre que él es la encarnación del arte y que el arte nace en Sevilla, nosotros nos vemos obligados a inventarnos nuestras propias raíces epigeas, asidas al tronco común pero endebles, apenas un liquen fugaz en el proceso de la historia.
Desde ese punto de vista enternece mirar estos orígenes, saber de la melancolía en Suesca, de cómo se puede ser Homero en Santa Fe de Bogotá, Morales en Monguí, el Greco en Mariquita. El proceso vivo del arte es en ese momento un proceso que agoniza. Somos seres marcados por la culpa, marcados por la doctrina. Para poder soportar la libertad, nosotros, convertidos en infractores, invertimos el túnel y nos sumimos en la miseria de los templos, abandonamos el país de las maravillas y nos defendemos a manotazos de las hojas que nos perturban. La obra de los artistas y escritores de la época de la colonia no consulta nada, salvo un atavismo que no nos corresponde. Es diciente que Santa Fe sea un lugar de tránsito y que aquí sólo afinquen gentes de espíritu sedentario, atenidas a la forma y a la prudencia. Mientras Vásquez hace su obra y sobrevive su vida, en Quito Miguel de Santiago atraviesa con una lanza a su modelo para pintar con exactitud la agonía de Cristo(31). Ese es el despropósito, la energía de un universo que comienza. Nosotros no. El espíritu de aventura entra en el laberinto donde ninguna Ariadna aparece para rescatarlo. Nuestro desafío sucumbe en las zapatillas de la virreina. Lo hundimos en crear un al margen del margen. Castilla queda en Villa de Leyva. Y sin embargo no se trata de una falta de autenticidad: se trata de la autenticidad de la impostura. El imperio que arrasa sólo ha permitido la transposición. Y en este comportamiento deleznable el arte es la expresión más exacta de una transición entre el vasallaje y el deseo. No la transición del buen salvaje, que es apenas un ideal moralizante, un espacio para Bernardin de Saint Pierre con su carga retórica. La transición de un ser libertario que no es de ninguna parte, que es Aguirre en el momento de declararle la guerra a Felipe II, que es el Inca en el momento de ser asesinado. El arte del siglo XVII es un vórtice que no va a ninguna parte. Pero está ahí. Y mientras la administración de la península se empeña en el prestigio de los oficinistas, en uno y otro extremo del sol que no se pone, la vida, o sea la poesía, se escapa de su control, se quita la camisa de fuerza. Las aduanas y la vigilancia policivas no pueden hacer nada contra extremos ~ contrapuestos en contravía que responden al despropósito de la libertad. Lo que en España es el profundo instante de los poemas de Góngora, de Quevedo, en la Nueva Granada es la historia de la Virgen María, de los apóstoles, de santo Domingo. La procesión de la Dolorosa es una bomba de tiempo, las imágenes sagradas un desafío al entorno, a lo que queda detrás de la ventana. El arte se toma mudo. Pero sin arte, sin poesía, sin habla, sin la palabra que dejo de escribir luego de punto, viene el caos. La geografía regresa al planisferio y la doctrina besa los pies de Galileo. Llega el arte de la gramática, de la norma, de la academia. Pero en la opresión hay un apetito de libertad, en las tinieblas una pequeña lámpara encendida.
Mientras tanto, mientras se cumple el ciclo de las fundaciones, mientras la búsqueda del Dorado se convierte en un elemento literario y la metafísica se vuelve una fumarola de incienso ante los altares, el alma honda, el alma profunda de un universo que no cesa, que no muere, que no se arredra, espera agazapada. En lo más profundo de la selva del Vaupés, "para que nazca un niño" un cubeo exorciza a la muerte:
En el lugar donde va a nacer un niño se hace un círculo con tabaco. Dentro de él la mujer dará a luz a su hijo.
En la tierra están la lombriz blanca y la lombriz negra. El soplo de] tabaco arrojará a los animales al fondo de la tierra.
Para que la chicharra no le haga daño al niño, la mujer deberá dar a luz en medio del humo del tabaco.
Para que el lagarto no le haga daño al niño, ni el waibayokü se lo haga, la mujer dará a luz en medio de] humo de] tabaco.
El humo de¡ tabaco también defenderá al niño del sol. Igualmente lo defenderá del diablo ratón.
Para que el lagarto de la palma patabá no ataque al niño, su madre lo pintará con carayurú. Con carayurá se hará un cerco de yariba. Dentro de él nacerá el niño.
Para que los pájaros vacurabá no lo vean ni le hagan daño, la mujer dará a luz en medio del humo del tabaco.
La mujer es como la miel. Así se vuelve cuando ha tenido a su hijo.
Para que los grillos de la tierra no lo vean ni lo molesten, la madre se cubrirá con su capa de caraña mezclada con carayurá.
También encerrará al sapo en su casa para que no ataque al niño. Y para que el diablo perezoso no le vaya a hacer ningún mal, dará a luz en medio del humo del tabaco. El humo del tabaco desviará también al diablo venado.
Con el humo del tabaco se hará un círculo. Con carayuro otro círculo mayor. Así, ni los diablos ni los animales le harán daño al niño(32).
Un círculo. Porque detrás de la muerte está la vida.