- Botero esculturas (1998)
- Salmona (1998)
- El sabor de Colombia (1994)
- Wayuú. Cultura del desierto colombiano (1998)
- Semana Santa en Popayán (1999)
- Cartagena de siempre (1992)
- Palacio de las Garzas (1999)
- Juan Montoya (1998)
- Aves de Colombia. Grabados iluminados del Siglo XVIII (1993)
- Alta Colombia. El esplendor de la montaña (1996)
- Artefactos. Objetos artesanales de Colombia (1992)
- Carros. El automovil en Colombia (1995)
- Espacios Comerciales. Colombia (1994)
- Cerros de Bogotá (2000)
- El Terremoto de San Salvador. Narración de un superviviente (2001)
- Manolo Valdés. La intemporalidad del arte (1999)
- Casa de Hacienda. Arquitectura en el campo colombiano (1997)
- Fiestas. Celebraciones y Ritos de Colombia (1995)
- Costa Rica. Pura Vida (2001)
- Luis Restrepo. Arquitectura (2001)
- Ana Mercedes Hoyos. Palenque (2001)
- La Moneda en Colombia (2001)
- Jardines de Colombia (1996)
- Una jornada en Macondo (1995)
- Retratos (1993)
- Atavíos. Raíces de la moda colombiana (1996)
- La ruta de Humboldt. Colombia - Venezuela (1994)
- Trópico. Visiones de la naturaleza colombiana (1997)
- Herederos de los Incas (1996)
- Casa Moderna. Medio siglo de arquitectura doméstica colombiana (1996)
- Bogotá desde el aire (1994)
- La vida en Colombia (1994)
- Casa Republicana. La bella época en Colombia (1995)
- Selva húmeda de Colombia (1990)
- Richter (1997)
- Por nuestros niños. Programas para su Proteccion y Desarrollo en Colombia (1990)
- Mariposas de Colombia (1991)
- Colombia tierra de flores (1990)
- Los países andinos desde el satélite (1995)
- Deliciosas frutas tropicales (1990)
- Arrecifes del Caribe (1988)
- Casa campesina. Arquitectura vernácula de Colombia (1993)
- Páramos (1988)
- Manglares (1989)
- Señor Ladrillo (1988)
- La última muerte de Wozzeck (2000)
- Historia del Café de Guatemala (2001)
- Casa Guatemalteca (1999)
- Silvia Tcherassi (2002)
- Ana Mercedes Hoyos. Retrospectiva (2002)
- Francisco Mejía Guinand (2002)
- Aves del Llano (1992)
- El año que viene vuelvo (1989)
- Museos de Bogotá (1989)
- El arte de la cocina japonesa (1996)
- Botero Dibujos (1999)
- Colombia Campesina (1989)
- Conflicto amazónico. 1932-1934 (1994)
- Débora Arango. Museo de Arte Moderno de Medellín (1986)
- La Sabana de Bogotá (1988)
- Casas de Embajada en Washington D.C. (2004)
- XVI Bienal colombiana de Arquitectura 1998 (1998)
- Visiones del Siglo XX colombiano. A través de sus protagonistas ya muertos (2003)
- Río Bogotá (1985)
- Jacanamijoy (2003)
- Álvaro Barrera. Arquitectura y Restauración (2003)
- Campos de Golf en Colombia (2003)
- Cartagena de Indias. Visión panorámica desde el aire (2003)
- Guadua. Arquitectura y Diseño (2003)
- Enrique Grau. Homenaje (2003)
- Mauricio Gómez. Con la mano izquierda (2003)
- Ignacio Gómez Jaramillo (2003)
- Tesoros del Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario. 350 años (2003)
- Manos en el arte colombiano (2003)
- Historia de la Fotografía en Colombia. Museo de Arte Moderno de Bogotá (1983)
- Arenas Betancourt. Un realista más allá del tiempo (1986)
- Los Figueroa. Aproximación a su época y a su pintura (1986)
- Andrés de Santa María (1985)
- Ricardo Gómez Campuzano (1987)
- El encanto de Bogotá (1987)
- Manizales de ayer. Album de fotografías (1987)
- Ramírez Villamizar. Museo de Arte Moderno de Bogotá (1984)
- La transformación de Bogotá (1982)
- Las fronteras azules de Colombia (1985)
- Botero en el Museo Nacional de Colombia. Nueva donación 2004 (2004)
- Gonzalo Ariza. Pinturas (1978)
- Grau. El pequeño viaje del Barón Von Humboldt (1977)
- Bogotá Viva (2004)
- Albergues del Libertador en Colombia. Banco de la República (1980)
- El Rey triste (1980)
- Gregorio Vásquez (1985)
- Ciclovías. Bogotá para el ciudadano (1983)
- Negret escultor. Homenaje (2004)
- Mefisto. Alberto Iriarte (2004)
- Suramericana. 60 Años de compromiso con la cultura (2004)
- Rostros de Colombia (1985)
- Flora de Los Andes. Cien especies del Altiplano Cundi-Boyacense (1984)
- Casa de Nariño (1985)
- Periodismo gráfico. Círculo de Periodistas de Bogotá (1984)
- Cien años de arte colombiano. 1886 - 1986 (1985)
- Pedro Nel Gómez (1981)
- Colombia amazónica (1988)
- Palacio de San Carlos (1986)
- Veinte años del Sena en Colombia. 1957-1977 (1978)
- Bogotá. Estructura y principales servicios públicos (1978)
- Colombia Parques Naturales (2006)
- Érase una vez Colombia (2005)
- Colombia 360°. Ciudades y pueblos (2006)
- Bogotá 360°. La ciudad interior (2006)
- Guatemala inédita (2006)
- Casa de Recreo en Colombia (2005)
- Manzur. Homenaje (2005)
- Gerardo Aragón (2009)
- Santiago Cárdenas (2006)
- Omar Rayo. Homenaje (2006)
- Beatriz González (2005)
- Casa de Campo en Colombia (2007)
- Luis Restrepo. construcciones (2007)
- Juan Cárdenas (2007)
- Luis Caballero. Homenaje (2007)
- Fútbol en Colombia (2007)
- Cafés de Colombia (2008)
- Colombia es Color (2008)
- Armando Villegas. Homenaje (2008)
- Manuel Hernández (2008)
- Alicia Viteri. Memoria digital (2009)
- Clemencia Echeverri. Sin respuesta (2009)
- Museo de Arte Moderno de Cartagena de Indias (2009)
- Agua. Riqueza de Colombia (2009)
- Volando Colombia. Paisajes (2009)
- Colombia en flor (2009)
- Medellín 360º. Cordial, Pujante y Bella (2009)
- Arte Internacional. Colección del Banco de la República (2009)
- Hugo Zapata (2009)
- Apalaanchi. Pescadores Wayuu (2009)
- Bogotá vuelo al pasado (2010)
- Grabados Antiguos de la Pontificia Universidad Javeriana. Colección Eduardo Ospina S. J. (2010)
- Orquídeas. Especies de Colombia (2010)
- Apartamentos. Bogotá (2010)
- Luis Caballero. Erótico (2010)
- Luis Fernando Peláez (2010)
- Aves en Colombia (2011)
- Pedro Ruiz (2011)
- El mundo del arte en San Agustín (2011)
- Cundinamarca. Corazón de Colombia (2011)
- El hundimiento de los Partidos Políticos Tradicionales venezolanos: El caso Copei (2014)
- Artistas por la paz (1986)
- Reglamento de uniformes, insignias, condecoraciones y distintivos para el personal de la Policía Nacional (2009)
- Historia de Bogotá. Tomo I - Conquista y Colonia (2007)
- Historia de Bogotá. Tomo II - Siglo XIX (2007)
- Academia Colombiana de Jurisprudencia. 125 Años (2019)
- Duque, su presidencia (2022)
Observaciones de un naturalista
Leopoldo Richter, su esposa Gisela y sus hijos Juanita y Christof en El Barzal, Sabana de Bogotá. 1970
Sierra de La Macarena. Acuarela. 1951.
Mariposa Ithomiida. Acuarela. 1940 c.
Sierra de La Macarena. Dibujo. 1951.
Escarabajos, Acuarela. 1940 c.
Mariposa, Dinia mena. Acuarela. 1940 c.
Oruga en su resguardo. Dibujo. 1940 c.
Bosque. Crayola. 1953 c.
Phasmidae. Acuarela. 1938.
Membrácido. Acuarela. 1940 c.
Membrácido, Mina. Dibujo. 1940 c.
Tucán. Baldosa cerámica. 1970 c.
Monos marimba. Boceto a lápiz. 1951.
Mono aullador. Baldosa cerámica. 1970 c.
Sierra de La Macarena. Acuarela. 1951.
Membrácidos Rhexia sp. Acuarela. 1940.
Membrácido Oeda hamulata. Dibujo. 1940 c.
Maloca, estructura. Dibujo. 1950 c.
Anclaje de maloca contra inundación. 1950 c.
Estructura de maloca. Dibujo. 1950 c.
L.R. con su hijo Christof en El Barzal, Sabana de Bogotá 1974
Texto de: Leopoldo Richter
El siguiente texto pertenece al manuscrito inédito “En la Sierra de La Macarena” (Selva virgen IV), escrito por Leopoldo Richter en los años 50.
(Traducción del alemán por Rafael Arteaga Díaz).
En la selva se quiere verlo todo y respirar el espíritu del bosque. Esto se puede lograr esperando en silencio lo que pueda pasar. Andando, hasta el más cuidadoso espanta lo viviente de su lado, pero quieto se asemeja al mundo que lo rodea y éste lo acogerá con el tiempo y pronto le mostrará todo lo que tiene para mostrar. Esto es tanto que diez veces diez vidas no le serían suficientes al ser humano.
El indígena anda siempre descalzo, no solamente para silenciar sus pasos, sino porque quiere y debe sentir también con el pie. Este se vuelve entonces ojo y se convierte en órgano perfecto.
En la selva virgen no existe tiempo ni hay prisa alguna, de la misma manera que no podría existir ni espacio ni distancia. En efecto, por doquier sólo hay una superficie cerrada en torno al ojo. Intuimos que hay algo detrás, pero no podemos verlo. La planta crece con infinita lentitud y los animales parecen haber aprendido de ello pues los del bosque son los más pacientes que pueda haber. Su vida transcurre ante una pared, en una superficie, y el que tiene hambre no necesita buscar; sólo necesita esperar.
El ser humano fuera del bosque se ha tornado en un ser acosado que ha perdido la tranquilidad. Se ha olvidado de bastarse a sí mismo, porque vive en espacios excesivamente complicados…
En el bosque oscuro surge una mariposa (Ithomiida). Es borrosa, irreal y vuelve a desaparecer de inmediato porque es tan sombría como la penumbra misma del bosque. No vuela como estamos acostumbrados a verlo en las mariposas. Descansa en el aire y se desliza como pez que reposa en el agua y, sin embargo, es movida. De repente, el ojo las ve volar aquí y allá, donde antes todo parecía inmóvil y tranquilo. Con increíble lentitud flotan y planean en el aire y luego de brevísimos trayectos descansan. Su vuelo es un deslizarse de hoja en hoja. Casi son del todo transparentes y sólo exhiben suaves colores sombreados en los bordes o en la mitad de sus cristalinas alas. Algunas se han acercado tanto que la trompa se ha hecho visible cuando chupan de la humedad que continuamente cae sobre las hojas.
Al parecer sin motivo alguno una de ellas ha iniciado una ronda y, pronto, todas se unen al baile. Así como el hálito del aire basta para poner en movimiento estas delicadas formas, así también el color de sus alas y de sus cuerpos, trasluciendo ondeantes tonalidades, sólo al rayo del sol despliegan todo su esplendor maravilloso.
En los museos las mariposas muertas muestran opacos colores, pero en el bosque las manchas, los tenues tonos de color y los puntos blancos que bordean las alas brillan, según la incidencia de los rayos del sol, con destellos siempre nuevos.
En su lento vuelo, las Ithomiidas jamás abandonan la penumbra eterna, ni siquiera en el techo del bosque. Cuando descansan se posan siempre rectas sobre una hoja, las alas recogidas sobre su cuerpo. Cuando llega la noche, estos tiernos lepidópteros buscan una rama sin hojas de la cual colgarse con las alas plegadas bajo su cuerpo. Esta posición no la toman caminando o apretándose unas con otras, sino que, a su manera, vuelan en torno a la rama seleccionada para dormir hasta que cada mariposa haya encontrado el sitio preciso. Y allá cuelgan como hoja de acacia que durante la oscuridad pliega en una su doble hilera de hojitas. Eso lo hacen todas las Ithomiidas cuando van a dormir…
En el techo del bosque otros grupos de insectos han adoptado también una forma especial que corresponde a su singular modo de vida. Aquí viven insectos con la estructura externa más grande que hoy día pueden alcanzar en la tierra y cuya existencia de larvas debe, a pesar de ello, transcurrir en el agua. Aquí vuelan los más grandes y hermosos himenópteros, las libélulas mecistogaster cuya sola forma de volar suscita atención. No hay otro insecto con esquema de vuelo semejante.
Las libélulas trazan en su ágil vuelo líneas estrictamente geométricas en el espacio. Vuelan tan rápido como si quisieran recorrer caminos infinitos, pero están igualmente ligadas a un lugar delimitado como todos los habitantes del bosque. Las gráciles libélulas retornan y reposan siempre en la misma ramita seca que sobresale de la pared del follaje.
La libélula se asemeja a un motor cargado de potencia y que tiembla por la misma fuerza contenida. Nunca utiliza el aire como elemento aliado y de apoyo. Para ella el aire es un obstáculo que debe superar con fuerza.
Las mariposas del día planean en el aire y flotan con éste. Así mismo, descansan en el aire y en ésta medida son sus criaturas.
Las libélulas son elementales seres violentos que llegaron a nosotros desde los inicios de la vida del planeta. Consumen muchas vidas para preservar la propia. Y en ello se expresa lo primitivo.
Existen también libélulas modernas que tienen algo de mariposas, pero sólo en apariencia. Estas son sólo mejoradas, refinadas. Las largas cacerías se han convertido en breves, los instrumentos rústicos en refinados. Han seguido siendo derrochadoras de energía, sólo que más especializadas. Por ello se han convertido en un punto terminal más allá del cual no es posible avanzar en esa dirección específica.
Las mariposas conquistan, por el contrario, nuevos espacios vitales. Precisamente las tan conocidas mórfidas azules que se han convertido en expresión de la zona más caliente, húmeda y exuberante, han conquistado en su más expresiva forma alturas de hasta 2.800 metros (Morfo sulkowski).
¿Habrá un espectáculo más impresionante que ver esta mariposa desplazarse planeando por el viento en medio de su resplandor ya dorado, ya violeta o de un azul profundo? La piel de sus alas es de una tal finura que se deshace al más mínimo contacto. Pero, precisamente por esto es entre las mariposas una de las más sobresalientes voladoras. Y esto, como en el caso de la mayoría de los morfos que conozco, porque tienen cuerpos tan livianos que ni siquiera precisan del néctar de las flores para mantenerse en el aire durante muchas horas de sol…
Si por sobre un árbol caído o una quebrada se produce en el bosque un espacio de luz, estas mariposas vuelan lentamente hacia arriba y hacia abajo. Se pasean entonces delante de las hembras que, con sus alas recogidas, se posan en el extremo de una rama poblada de hojas y en apresurado descenso se deslizan sobre el macho, que vuela más bajo. Su vuelo nupcial no es el vertiginoso revoloteo de las otras mariposas diurnas. Estas vuelan en derredor, descienden hasta casi el piso del bosque y planean de nuevo hacia arriba, describiendo amplias espirales. Es su vuelo en el bosque un relampagueo que emite señales a lo lejos y en algún lugar están los ojos atentos que lo han esperado…
Una pequeña oruga peluda, muy activa, (Dinia mena) se mueve de aquí para allá en un largo tallo de hierba.
Es comparable a aquellas orugas que en el otoño europeo atraviesan los caminos en busca de un escondite invernal. La nuestra es apenas un poco más pequeña.
Tales orugas se ven, sin embargo, con demasiada frecuencia como para fijarnos en ellas. Pero su comportamiento exige de nosotros cada vez mayor atención.
Cuidadosamente sube esta oruga peluda por su tallito, pero antes de llegar emprende el regreso para luego volver a ascender.
Esto lo repite por lo menos una docena de veces, como para medir el tallo o determinar una característica deseada. Ahora permanece quieta, sólo la cabeza se mueve. ¿Qué está haciendo?
Ella misma arranca las cerdas largas de su pelambre, escogiéndolas con precisión. Todas son de igual longitud y las cortas no se extraen.
Entonces pega una tras otra en torno al canutillo de modo que, finalmente, surja de los pelos un tupido cono.
Luego se da vuelta, desciende y se detiene en el sitio medido anteriormente. Con los instrumentos de morder de su boca extrae de nuevo cerdas de su piel y construye esta vez otro cono con la boca dirigida hacia la tierra.
Continúa el trabajo en la parte superior. A una distancia corta, pero fija, se levanta una segunda empalizada detrás de la primera.
Esta tiene sólo una diferencia frente a la primera (y aquí radica lo maravilloso) y es que el nuevo cono ha alcanzado, en cierta medida, un mayor ángulo obtuso que el primero, es decir, una mayor abertura. Lo mismo sucede detrás del cono de cerdas inferior.
A continuación se construyen de manera semejante los terceros y cuartos conos de defensa, pero con una abertura cada vez más amplia. El cuarto y último cono tiene un ángulo de tal magnitud que constituye casi un disco.
El espacio intermedio entre el último cono inferior y el superior se ha tornado ahora estrecho. La oruga, casi desnuda, apenas si puede moverse ya que le queda tan poco campo en el tronquillo de hierba. Pero ya no quiere seguir paseándose, sino que, al estilo de muchas orugas, se cuelga del extremo de su cuerpo con hilo suficientemente fuerte tejido por ella misma y con gran agilidad se despoja de su descompuesta camisilla.
Ahora cuelga como inmóvil crisálida entre las dos empalizadas de cerdas. Con el mismo material que la protegió de oruga se ha fabricado una defensa a la cual se encomienda ahora como crisálida.
Es difícil imaginar cómo esta especie es capaz de fabricar algo tan perfecto; tampoco se entiende por qué muchas otras orugas, teniendo la misma posibilidad, no la realizan.
Los icneumónidos, enemigos de estas orugas y crisálidas, apenas si llegan a medir dos milímetros de largo. La protección que se han fabricado es pues, presumiblemente, la más segura.
¿Qué procesos han sido necesarios para que tal comportamiento se haya convertido en estas orugas en un bagaje hereditario permanente?
No lo sabemos. Sabemos, sin embargo, que de muchas especies que tendrían la misma posibilidad sólo esta la realiza. Y sabemos que la barrera sólo estaría concebida contra pequeños insectos. Jamás contra aves.
Este dispositivo de protección representa una confirmación por parte de las mismas mariposas de que la persecución de los pájaros les es indiferente.
A causa de la persecución y asechanza de los icneumónidos, especies y familias enteras de mariposas se han tornado escasas y en algunas regiones han desaparecido por completo.
Un ejemplo de ello son las esfinge, cuyas orugas están completamente indefensas.
Si todo esto es correcto, entonces la mariposa que sale de la crisálida y se protege mediante la mencionada empalizada de cerdas, debe darse evidentemente con mayor frecuencia que, por ejemplo, sus parientes cercanos, cuyas orugas no poseen esta costumbre.
Cuando la mariposa salió de la oruga descrita (todo fue cuidadosamente empacado en una caja y llevado de viaje), se puso de manifiesto que se trataba de una de las mariposas más comunes.
Nuestra mariposa vuela desde el río Amazonas (sólo para mencionar territorio colombiano) hasta las costas del Mar Caribe y del Océano Pacífico. Ninguna especie de la familia puede apreciarse con la misma frecuencia.
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En el bosque a cualquiera se le olvida hablar, pero en cambio muy pronto aprende a observar con agudeza y a interpretar lo observado. Esto se evidencia, de manera notoria, en el carácter de quienes han nacido en la selva, por lo cual las lenguas aborígenes han pasado a ser lenguas conceptuales. Todo esto ha surgido a partir de las interrelaciones comunes de lo viviente, y cada ser lo ha desarrollado de acuerdo con sus posibilidades. Por esta razón la primera ley del bosque es permanecer vivo, al menos como especie. Y permanecer vivo por la vida misma. La vida de cada especie es la vida del bosque y por ello todas son igualmente valiosas e importantes…
No se puede comparar con la vida de los hombres en las ciudades, pues éstos se empeñan en olvidar y acallar la condición de estar vivo. Hacen de la mañana a la noche cosas que ya nada tienen que ver con la vida y no buscan un sentido…
Es frecuente que en el bosque se den cosas que rebasan la capacidad de la imaginación.
Debajo de una hoja cueruda y carnosa, a orillas del camino, una población de pequeñas avispas ha construido un doble piso. En el humilde espacio intermedio se han instalado pequeñas celdas de incubación, bien escondidas.
Este piso debajo de la hoja de una planta es una imitación muy exacta de la hoja que se encuentra por encima y así está copiado con toda exactitud su inusual complejo de venas.
Lo sorprendente es la copia de luz y sombras. Detrás de cada vena van siempre las tonalidades de oscuro a claro. Por esta razón el piso se ha vuelto completamente plástico. Una representación que, por supuesto, sería posible a la luz del sol, pero que difícilmente podría concebirse en el sitio donde se encuentra el nido…
Esto quiere decir que unas veinte avispas muy pequeñas roen cortezas de árboles en el bosque. Vuelan por debajo de la hoja seleccionada para adherir su pequeña masa de corteza a la ya transportada y, luego de que la hoja ha quedado lista, cada pequeña porción tiene una tonalidad tal que resulta una fina representación de una hoja iluminada por el sol, aquella hoja viva que existe sobre la artificial…
Es también una propiedad de todas las obras de los insectos que resistan mucho más del tiempo para el que fueron previstas. Por esta razón, la hoja construida y dibujada por las pequeñas avispas de la selva virgen dará testimonio por mucho tiempo de las capacidades de lo viviente. Tales cosas son fabricadas con tanto acierto que uno puede caminar por mucho tiempo en el bosque antes de que la vista sea capaz de captar lo camuflado…
En ambos lados del arroyuelo que cae… hay árboles que enmarcan el desfiladero…. Un trenzado vivo cuelga de sus copas cual tapete multicolor, y desciende arropando las rocas del abismo. En largos mechones las lianas cuelgan de las resistentes ramas de los árboles. Desde la tierra crecen nuevas plantas que ascienden por estos caminos mientras ramas laterales unen toda la trama. Esta pared, conformada por una vegetación viva, está sometida al doble baño del sol que proporciona calor, y a la llovizna del agua que en su caída se pulveriza.
Por encima de todo, en algún sitio una bignonia colgante derrama una tal profusión de flores violeta que pareciera como si por encima de todo se precipitase al abismo sin fondo otro torrente de colores estridentes.
En la pared, empero, se encuentra el hogar seguro de numerosos animales que allí hallan refugio y alimento.
La libélula grande se impulsa en torniquete a las alturas, siempre a escasos dedos de distancia de la cortina de follaje. Posteriormente, con visible sacudida, queda detenida en el aire. Sólo sus alas siguen haciendo círculos ininterrumpidamente. En el aire entonces gira, sin desplazarse, el largo cuerpo hasta que toma una nueva dirección… Sólo después (nuestro ojo no pudo contemplarlo por primera vez pues todo sucedió tan rápido) desplaza el cuerpo con tal velocidad que pareciera un pico de ave que ha picoteado un grano… El animal que descansa inmóvil está seguro, pues el ojo de la libélula sólo puede ver algo en movimiento. Por ello todo lo que está en reposo se induce a agitación…
Los ojos se dirigen de nuevo a la pared viviente. Todos miramos en esa dirección, pero a pesar de ello transcurre considerable tiempo hasta que algo que no armoniza en el todo se nos haga consciente. Al mirar hay que acostumbrarse a investigar las cosas con respecto a su posibilidad. ¿Pero quién llega de inmediato a tener claridad y a saber lo que en verdad ve?
Allí crece un mirto que extiende hacia todos lados sus pobladas ramas de color verde oscuro. De repente se torna claro y se hace notorio que todas las flores blancas están al final de una rama. Sin embargo, las hojas son allí todavía tan jóvenes que aún no han formado su color oscuro y muestran un verde amarilloso. ¿Pero cómo es posible que broten flores donde poco antes las hojas que se encuentran debajo estaban aún en botón? Desprendo la rama más cercana y la flor rueda por tierra. Las flores son arañas, arañas blancas como la nieve cuyo abdomen posee cinco protuberancias lobuladas que en realidad simulan los más perfectos pétalos de flores, dispuestos en forma de cáliz y que imitan aquel cáliz de flor en cuyo fondo suele haber polen y miel. Las engañosas arañas se posan en el extremo de la rama donde son fácilmente visibles. Además cazan conjuntamente, pues en cada rama espera una. Cuando la planta ocupada verdaderamente florece, sus flores son blancas.
Apuesto que por pura costumbre observamos, nos damos cuenta de que las hormigas utilizan una rama delgada como puente. Van una detrás de otra como los indios suelen recorrer el bosque. Acercándonos un poco más a fin de ver mejor, se asustan. Las de adelante se detienen y las de atrás empujan hacia adelante. En medio del apiñamiento una de las hormigas se desliza hacia la tierra por un hilo de araña. Resulta que una araña –y qué araña– marcha en perfecta formación junto con las hormigas. Estas hormigas (Cephalotes atratus L.) son grandes, de una tonalidad negra profunda y tienen en la cabeza y en el dorso púas respetables. Pero a pesar de su agreste forma y de su considerable tamaño son en realidad las más inofensivas de todas, incapaces siquiera de rasgar una hojita para extraer el jugo que necesitan. También ellas viven de membrácidos, de una especie negro mate (Tragopa peruana), igual al color propio, y nunca se la encuentra sin su hormiga. Esta es llevada una y otra vez a “pastar” en las copas de los árboles más elevados. Pero la araña negra que iba también en el desfile, si bien tiene dos pies más y un mayor número de ojos simples es, por lo demás, idéntica en color y forma a las hormigas hasta en el más mínimo detalle. Esta marcha en fila, como la muerte en persona, sin que se la pueda reconocer.
Como estamos en silencio, unos cuantos tucanes se posan casi al pie de nosotros; llegan uno después del otro en su característico vuelo balanceante y, una vez en la rama, se voltean hacia la claridad de la cual han llegado y, curiosos, miran a su alrededor. A causa de su largo pico se ven forzados a atisbar las cosas siempre de costado. Los tucanes son frecuentes en la selva virgen y, además, ricos en especies. Coloreados y grotescos, son verdaderas criaturas del bosque en donde todo se prueba por el simple placer de jugar con las formas…
Nuestro empinado camino nos permite conocer cosas cada vez más maravillosas. Sencillamente porque las raíces, los troncos y las copas han quedado unos con otros…
Junto a nosotros se oye un rumor… micos araña, los Marimba, están a nuestro lado y desde cerca observamos con qué impulso se lanzan por los aires. Son intrépidos gimnastas que toman gran impulso sobre las resortadas ramas hasta que la fuerza así lograda alcance para propulsarlos hacia delante como un disparo. Pero no es sólo para huir. Simplemente es por placer, pues no vuelan por el aire para avanzar, sino que se lanzan en vuelo para luego retornar. Seguimos atentamente el juego y observamos cómo, estirándose, palpan con brazos, pies y cola el espacio vacío; cómo, medio flotando, medio cayendo, se desgonzan nuevamente sobre el ramaje; cómo agarran la primera rama y, resortando, utilizan la fuerza de la caída para tomar nuevo impulso.
Desde la pendiente en que nos encontramos podemos observar todo exactamente; en el bosque de la planicie todo esto queda oculto …
Antes del siguiente ascenso hay una pequeña hondonada, en la cual el camino se vuelve un poco más llevadero y el bosque es también más exuberante. El terreno llano está repleto de cafuches.
¿De dónde han venido y cómo han hecho para subir hasta acá? De seguro conocen un mejor camino que el nuestro, escogido simplemente al azar. Y puesto que nosotros nos encontramos en un lugar algo más elevado que ellos y, al parecer, el viento sopla todavía en la dirección en que vienen, no se imaginan esta vez que están siendo observados.
En la hondonada hay agua turbia y allí se revuelcan gruñendo, pero sin moverse demasiado. Al contarlos constatamos que son alrededor de ochenta, pero con seguridad hay más durmiendo en los matorrales.
Ahora se han intranquilizado y comienzan a gruñir de una forma particular, a lo cual todos se levantan y salen disparados como si el terreno fuera plano. Como bolas de caucho pasan veloces y con paso seguro por entre los árboles hacia la profundidad. Y la forma elegante y ágil como saltan no es más que su propio trote, su paso habitual, la alegría de su propia habilidad.
Muy cerca de nosotros se ha quedado un viejo jabalí que quiere tomarse las cosas con un poco más de calma. En los ángulos de las quijadas y hasta las orejas exhibe una franja de barba blanca.
Gruñen y chillan como los mansos cochinos de una granja.
Donde hay cerdos los micos se alejan. Probablemente han tenido malas experiencias con las garrapatas. Quizás afirme alguien que los micos no habrían podido, en modo alguno, darse cuenta de ello por experiencia, pero a mí me sucedió algo singular en el valle del Magdalena.
Entre los nacimientos del río Opón y del Carare se extiende una selva indómita y muy espesa, una de las más espesas que yo hubiese penetrado alguna vez, pues a la lluvia diaria y al calor tropical se agrega un suelo fértil.
En esta selva del Carare me salieron al encuentro dos cazadores nativos que habían matado tres monos aulladores rojos y con esta presa a las espaldas se abrían camino para salir de la selva. Dos de los micos mencionados tenían varios agujeros redondos en el pecho, perfectamente delineados. Y eran de tal tamaño que un niño hubiera podido introducir allí su dedo índice. Estos huecos estaban muy bien taponados con hojas enrolladas, lo que llamó mi atención… Los cazadores afirmaban que los mismos micos los habían taponado. Esto lo hacían siempre en aquella región a fin de librarse de los nuches. Cuando se habla de nuches se hace referencia a las larvas de aquellas moscas que, con frecuencia, martirizan bastante a personas y, particularmente, a animales, ya que estos no están en condiciones de extirparlos de la piel.
Yo vi esto y extendí las hojas para determinar su especie. Todas procedían de la misma planta, pero nadie las conocía.
¿Por qué los micos de la selva no podrían también esquivar las garrapatas?…
Entre los nacimientos del río Opón y del Carare se extiende una selva indómita y muy espesa, una de las más espesas que yo hubiese penetrado alguna vez, pues a la lluvia diaria y al calor tropical se agrega un suelo fértil.
En esta selva del Carare me salieron al encuentro dos cazadores nativos que habían matado tres monos aulladores rojos y con esta presa a las espaldas se abrían camino para salir de la selva. Dos de los micos mencionados tenían varios agujeros redondos en el pecho, perfectamente delineados. Y eran de tal tamaño que un niño hubiera podido introducir allí su dedo índice. Estos huecos estaban muy bien taponados con hojas enrolladas, lo que llamó mi atención… Los cazadores afirmaban que los mismos micos los habían taponado. Esto lo hacían siempre en aquella región a fin de librarse de los nuches. Cuando se habla de nuches se hace referencia a las larvas de aquellas moscas que, con frecuencia, martirizan bastante a personas y, particularmente, a animales, ya que estos no están en condiciones de extirparlos de la piel.
Yo vi esto y extendí las hojas para determinar su especie. Todas procedían de la misma planta, pero nadie las conocía.
¿Por qué los micos de la selva no podrían también esquivar las garrapatas?…
Así como en las mariposas es la selva la que condiciona su color y diseño, y no selección alguna (porque no había nadie para seleccionar), tampoco en el caso de estos pequeños homópteros, los membrácidos, algunas teorías encuentran confirmación.
Lo que en las mariposas se ha alcanzado la mayoría de las veces por el color, debe lograrse, en el caso de los membrácidos, mediante su forma y configuración, es decir, hacerse invisibles e irreconocibles para sus enemigos.
En revistas y libros se han mostrado membrácidos parecidos a una espina de rosa. Según dichas ilustraciones, estos apenas si pueden diferenciarse de una espina.
Debajo se lee: ¿cuál es el membrácido y cuál la espina?
La chicharra, pues, ha imitado a una espina y permanece, por tanto, irreconocida como animal comestible al mismo tiempo que se protege de toda persecución.
En tales maneras de ver las cosas subyace, en realidad, una cierta falta de lógica. Todo desarrollo en la naturaleza requiere tiempo, pero ¿qué ha sucedido con los seres vivientes antes de lograr su supuesta perfección actual, ya que tenían que permanecer con vida?
En el caso de las espinas de las rosas hay que decir lo siguiente: si se hubiesen replicado las mismas chicharras a color, se habrían diferenciado notoriamente de las espinas de cualquier rosa. En efecto, no hay rosas cuyas espinas sean vivas franjas rojas sobre fondo verde.
Además, este membrácido se alimenta del zumo de un árbol (Inga) que jamás tiene púas. Tampoco se posa de la forma en que suelen estar colocadas las espinas, y sólo las hembras poseen la forma de la mencionada espina de rosa.
Finalmente, en los bosques en que crecen los árboles Inga jamás hay rosas.
A pesar de ello, los membrácidos que tan a menudo vemos nos parecerán cada vez más una maravilla de lo viviente.
Pero, precisamente, a causa de su variedad muestran a las claras que nunca representan una meta en su largo trayecto terrenal, sino, a lo sumo, una posibilidad entre muchas imaginables. A menudo, incluso, perfectamente insospechadas y grotescas.
Ahí vemos en un arbusto, cerca de la tierra… una inflada criatura de dorado brillo. Esta parece chupar diligentemente jugo de la vena central de una hoja verde clara. Este insecto (Oeda) es fácil e incluso notoriamente visible también por su tamaño, pues mide un centímetro de largo.
Con el tiempo, al observarlo más frecuentemente, nos llama la atención que esta chicharra se posa siempre sobre una hoja directamente iluminada por el sol… Sabiendo esto, es más fácil lograr observar el membrácido, más aun cuando el observador se ha dado cuenta de que éste suele chupar el jugo de una planta muy precisa (Serjania).
Y bien, a fin de ilustrar el concepto de lo casual bajo condiciones alcanzables, digamos que el apéndice o joroba de esta especie, de piel muy delgada y en forma de balón, calienta al sol su contenido de aire. Mediante el impulso ascendente, obtenido de este modo, la chicharra evidentemente no requiere, en caso de peligro o perturbación, hacer nada distinto a soltarse de la hoja. Las finas estructuras en forma de malla que refuerzan la envoltura del balón evitan que éste se válvula.
Todo este dispositivo existe de por sí en cada uno de los apéndices de los membrácidos y con frecuencia en formas muy diversas en todos sus detalles. Esta especie, empero, ha desarrollado un verdadero globo aerostático del cual, por supuesto, también suele hacer uso. En caso de peligro real o imaginario suelta los pies, que actúan a manera de ancla, y se eleva hasta las copas de los árboles por entre un bosque lleno de obstáculos. Se asemeja a una burbuja que sube del fondo de un lago a la superficie. Una vez en la copa, el insecto busca, con ayuda de sus alas, dirigirse a una de las hojas cercanas. Y allí, ya a la sombra, espera pacientemente su enfriamiento y, con ello, la compensación del aire.
Luego emprende en sosegado vuelo su descenso a la mancha de sol en la casa del generoso anfitrión del bosque.
La investigación de estos procedimientos ha costado esfuerzo, pero también ha valido la pena. Las especies más cercanamente emparentadas ya no poseen esta posibilidad, pues su apéndice no es lo suficientemente grande y además habitan en una planta anfitriona que se da con mucho mayor frecuencia. Por esta razón parecen volverse demasiado gordas y pesadas como para poder, en caso de necesidad, realizar un viaje en globo con vehículo propio.
Este hecho permite ilustrar una ley vital, la de que nunca nada se puede repetir…
La casa comunitaria indígena, la maloca, construida para una comunidad de cuarenta a ochenta personas, es funcional y ha sido adaptada en cada una de sus partes a las exigencias de la vida en la selva y a su clima. No más por ello, la maloca es siempre una construcción arquitectónicamente hermosa.
Un techo inmenso crea un amplio espacio central en el que transcurre la vida de todos sus habitantes. Desde la alta cumbrera el techo baja casi hasta el suelo, con el frente en forma semicónica, de modo que en el interior, a lo largo de las paredes oblicuas, se conforman casi de por sí, en largas filas, las pequeñas habitaciones para las familias.
El extenso maderamen que sostiene el techo, ofrece un aspecto hermoso porque ningún trozo de madera sobra y cada uno tiene su función.
La arquitectura de la maloca, mirada desde afuera o desde el interior, nació de un juego de fuerzas de claros elementos geométricos: el círculo y la elipse. Todos están ubicados en el espacio de tal forma que de estos elementos surgen las curvas siempre bellas a partir de mutuas intersecciones…
Si el indígena siente o no conscientemente esta armonía, parece secundario: lo que importa es la obra creada y, más importante aun, la influencia de lo creado sobre la vida de sus moradores.
El hábil uso de los materiales que ofrece el bosque logra el mismo efecto. La hoja de palma que se utiliza para techar no se amontona en capas una sobre otra –así lo hacen los colonos blancos– sino que la hoja se raja por el centro de la vena principal, y las mujeres entrelazan artísticamente las hojas, de modo que se forma un techo de un grosor doble al de una hoja de papel, impermeable a la lluvia, que seca rápidamente, no se pudre y no sirve de escondrijo a reptiles e insectos.
Por dentro el acabado es tan bello que los arquitectos, los de diploma, imitan, por su belleza, este modo de techar casas en clima cálido.
El rápido secamiento después de las lluvias diarias produce el fresco de evaporación que hace agradable estar en una maloca indígena (siempre y cuando se esté acostumbrado al calor sofocante de aquellos bosques).
El indígena construye su casa en sitios cuidadosamente elegidos.
Alrededor de ella debe haber siempre una franja ancha de arena limpia, sin una planta. Esta es la norma. ¿Tal vez un brujo sabía por qué el espacio que rodea la casa comunitaria ha de permanecer libre de plantas y su sabiduría se volvió ley? ¿O tal vez la experiencia les enseñó que la gente que vive en el bosque sólo se conserva sana cuando el espacio que circunda la maloca está cubierto de una capa de arena limpia?
Nosotros conocemos los hábitos del mosquito que transmite la fiebre amarilla: vuela sólo de día y puede acercarse a una casa únicamente cuando pasto y rastrojo forman caminos de zancudos hacia ella.
Ningún mosquito atraviesa un cinturón de arena expuesto al sol aunque éste tuviera sólo unos metros de ancho.
Tampoco los espíritus soportan la luz del sol. Ellos pueblan el oscuro bosque.
#AmorPorColombia
Observaciones de un naturalista
Leopoldo Richter, su esposa Gisela y sus hijos Juanita y Christof en El Barzal, Sabana de Bogotá. 1970
Sierra de La Macarena. Acuarela. 1951.
Mariposa Ithomiida. Acuarela. 1940 c.
Sierra de La Macarena. Dibujo. 1951.
Escarabajos, Acuarela. 1940 c.
Mariposa, Dinia mena. Acuarela. 1940 c.
Oruga en su resguardo. Dibujo. 1940 c.
Bosque. Crayola. 1953 c.
Phasmidae. Acuarela. 1938.
Membrácido. Acuarela. 1940 c.
Membrácido, Mina. Dibujo. 1940 c.
Tucán. Baldosa cerámica. 1970 c.
Monos marimba. Boceto a lápiz. 1951.
Mono aullador. Baldosa cerámica. 1970 c.
Sierra de La Macarena. Acuarela. 1951.
Membrácidos Rhexia sp. Acuarela. 1940.
Membrácido Oeda hamulata. Dibujo. 1940 c.
Maloca, estructura. Dibujo. 1950 c.
Anclaje de maloca contra inundación. 1950 c.
Estructura de maloca. Dibujo. 1950 c.
L.R. con su hijo Christof en El Barzal, Sabana de Bogotá 1974
Texto de: Leopoldo Richter
El siguiente texto pertenece al manuscrito inédito “En la Sierra de La Macarena” (Selva virgen IV), escrito por Leopoldo Richter en los años 50.
(Traducción del alemán por Rafael Arteaga Díaz).
En la selva se quiere verlo todo y respirar el espíritu del bosque. Esto se puede lograr esperando en silencio lo que pueda pasar. Andando, hasta el más cuidadoso espanta lo viviente de su lado, pero quieto se asemeja al mundo que lo rodea y éste lo acogerá con el tiempo y pronto le mostrará todo lo que tiene para mostrar. Esto es tanto que diez veces diez vidas no le serían suficientes al ser humano.
El indígena anda siempre descalzo, no solamente para silenciar sus pasos, sino porque quiere y debe sentir también con el pie. Este se vuelve entonces ojo y se convierte en órgano perfecto.
En la selva virgen no existe tiempo ni hay prisa alguna, de la misma manera que no podría existir ni espacio ni distancia. En efecto, por doquier sólo hay una superficie cerrada en torno al ojo. Intuimos que hay algo detrás, pero no podemos verlo. La planta crece con infinita lentitud y los animales parecen haber aprendido de ello pues los del bosque son los más pacientes que pueda haber. Su vida transcurre ante una pared, en una superficie, y el que tiene hambre no necesita buscar; sólo necesita esperar.
El ser humano fuera del bosque se ha tornado en un ser acosado que ha perdido la tranquilidad. Se ha olvidado de bastarse a sí mismo, porque vive en espacios excesivamente complicados…
En el bosque oscuro surge una mariposa (Ithomiida). Es borrosa, irreal y vuelve a desaparecer de inmediato porque es tan sombría como la penumbra misma del bosque. No vuela como estamos acostumbrados a verlo en las mariposas. Descansa en el aire y se desliza como pez que reposa en el agua y, sin embargo, es movida. De repente, el ojo las ve volar aquí y allá, donde antes todo parecía inmóvil y tranquilo. Con increíble lentitud flotan y planean en el aire y luego de brevísimos trayectos descansan. Su vuelo es un deslizarse de hoja en hoja. Casi son del todo transparentes y sólo exhiben suaves colores sombreados en los bordes o en la mitad de sus cristalinas alas. Algunas se han acercado tanto que la trompa se ha hecho visible cuando chupan de la humedad que continuamente cae sobre las hojas.
Al parecer sin motivo alguno una de ellas ha iniciado una ronda y, pronto, todas se unen al baile. Así como el hálito del aire basta para poner en movimiento estas delicadas formas, así también el color de sus alas y de sus cuerpos, trasluciendo ondeantes tonalidades, sólo al rayo del sol despliegan todo su esplendor maravilloso.
En los museos las mariposas muertas muestran opacos colores, pero en el bosque las manchas, los tenues tonos de color y los puntos blancos que bordean las alas brillan, según la incidencia de los rayos del sol, con destellos siempre nuevos.
En su lento vuelo, las Ithomiidas jamás abandonan la penumbra eterna, ni siquiera en el techo del bosque. Cuando descansan se posan siempre rectas sobre una hoja, las alas recogidas sobre su cuerpo. Cuando llega la noche, estos tiernos lepidópteros buscan una rama sin hojas de la cual colgarse con las alas plegadas bajo su cuerpo. Esta posición no la toman caminando o apretándose unas con otras, sino que, a su manera, vuelan en torno a la rama seleccionada para dormir hasta que cada mariposa haya encontrado el sitio preciso. Y allá cuelgan como hoja de acacia que durante la oscuridad pliega en una su doble hilera de hojitas. Eso lo hacen todas las Ithomiidas cuando van a dormir…
En el techo del bosque otros grupos de insectos han adoptado también una forma especial que corresponde a su singular modo de vida. Aquí viven insectos con la estructura externa más grande que hoy día pueden alcanzar en la tierra y cuya existencia de larvas debe, a pesar de ello, transcurrir en el agua. Aquí vuelan los más grandes y hermosos himenópteros, las libélulas mecistogaster cuya sola forma de volar suscita atención. No hay otro insecto con esquema de vuelo semejante.
Las libélulas trazan en su ágil vuelo líneas estrictamente geométricas en el espacio. Vuelan tan rápido como si quisieran recorrer caminos infinitos, pero están igualmente ligadas a un lugar delimitado como todos los habitantes del bosque. Las gráciles libélulas retornan y reposan siempre en la misma ramita seca que sobresale de la pared del follaje.
La libélula se asemeja a un motor cargado de potencia y que tiembla por la misma fuerza contenida. Nunca utiliza el aire como elemento aliado y de apoyo. Para ella el aire es un obstáculo que debe superar con fuerza.
Las mariposas del día planean en el aire y flotan con éste. Así mismo, descansan en el aire y en ésta medida son sus criaturas.
Las libélulas son elementales seres violentos que llegaron a nosotros desde los inicios de la vida del planeta. Consumen muchas vidas para preservar la propia. Y en ello se expresa lo primitivo.
Existen también libélulas modernas que tienen algo de mariposas, pero sólo en apariencia. Estas son sólo mejoradas, refinadas. Las largas cacerías se han convertido en breves, los instrumentos rústicos en refinados. Han seguido siendo derrochadoras de energía, sólo que más especializadas. Por ello se han convertido en un punto terminal más allá del cual no es posible avanzar en esa dirección específica.
Las mariposas conquistan, por el contrario, nuevos espacios vitales. Precisamente las tan conocidas mórfidas azules que se han convertido en expresión de la zona más caliente, húmeda y exuberante, han conquistado en su más expresiva forma alturas de hasta 2.800 metros (Morfo sulkowski).
¿Habrá un espectáculo más impresionante que ver esta mariposa desplazarse planeando por el viento en medio de su resplandor ya dorado, ya violeta o de un azul profundo? La piel de sus alas es de una tal finura que se deshace al más mínimo contacto. Pero, precisamente por esto es entre las mariposas una de las más sobresalientes voladoras. Y esto, como en el caso de la mayoría de los morfos que conozco, porque tienen cuerpos tan livianos que ni siquiera precisan del néctar de las flores para mantenerse en el aire durante muchas horas de sol…
Si por sobre un árbol caído o una quebrada se produce en el bosque un espacio de luz, estas mariposas vuelan lentamente hacia arriba y hacia abajo. Se pasean entonces delante de las hembras que, con sus alas recogidas, se posan en el extremo de una rama poblada de hojas y en apresurado descenso se deslizan sobre el macho, que vuela más bajo. Su vuelo nupcial no es el vertiginoso revoloteo de las otras mariposas diurnas. Estas vuelan en derredor, descienden hasta casi el piso del bosque y planean de nuevo hacia arriba, describiendo amplias espirales. Es su vuelo en el bosque un relampagueo que emite señales a lo lejos y en algún lugar están los ojos atentos que lo han esperado…
Una pequeña oruga peluda, muy activa, (Dinia mena) se mueve de aquí para allá en un largo tallo de hierba.
Es comparable a aquellas orugas que en el otoño europeo atraviesan los caminos en busca de un escondite invernal. La nuestra es apenas un poco más pequeña.
Tales orugas se ven, sin embargo, con demasiada frecuencia como para fijarnos en ellas. Pero su comportamiento exige de nosotros cada vez mayor atención.
Cuidadosamente sube esta oruga peluda por su tallito, pero antes de llegar emprende el regreso para luego volver a ascender.
Esto lo repite por lo menos una docena de veces, como para medir el tallo o determinar una característica deseada. Ahora permanece quieta, sólo la cabeza se mueve. ¿Qué está haciendo?
Ella misma arranca las cerdas largas de su pelambre, escogiéndolas con precisión. Todas son de igual longitud y las cortas no se extraen.
Entonces pega una tras otra en torno al canutillo de modo que, finalmente, surja de los pelos un tupido cono.
Luego se da vuelta, desciende y se detiene en el sitio medido anteriormente. Con los instrumentos de morder de su boca extrae de nuevo cerdas de su piel y construye esta vez otro cono con la boca dirigida hacia la tierra.
Continúa el trabajo en la parte superior. A una distancia corta, pero fija, se levanta una segunda empalizada detrás de la primera.
Esta tiene sólo una diferencia frente a la primera (y aquí radica lo maravilloso) y es que el nuevo cono ha alcanzado, en cierta medida, un mayor ángulo obtuso que el primero, es decir, una mayor abertura. Lo mismo sucede detrás del cono de cerdas inferior.
A continuación se construyen de manera semejante los terceros y cuartos conos de defensa, pero con una abertura cada vez más amplia. El cuarto y último cono tiene un ángulo de tal magnitud que constituye casi un disco.
El espacio intermedio entre el último cono inferior y el superior se ha tornado ahora estrecho. La oruga, casi desnuda, apenas si puede moverse ya que le queda tan poco campo en el tronquillo de hierba. Pero ya no quiere seguir paseándose, sino que, al estilo de muchas orugas, se cuelga del extremo de su cuerpo con hilo suficientemente fuerte tejido por ella misma y con gran agilidad se despoja de su descompuesta camisilla.
Ahora cuelga como inmóvil crisálida entre las dos empalizadas de cerdas. Con el mismo material que la protegió de oruga se ha fabricado una defensa a la cual se encomienda ahora como crisálida.
Es difícil imaginar cómo esta especie es capaz de fabricar algo tan perfecto; tampoco se entiende por qué muchas otras orugas, teniendo la misma posibilidad, no la realizan.
Los icneumónidos, enemigos de estas orugas y crisálidas, apenas si llegan a medir dos milímetros de largo. La protección que se han fabricado es pues, presumiblemente, la más segura.
¿Qué procesos han sido necesarios para que tal comportamiento se haya convertido en estas orugas en un bagaje hereditario permanente?
No lo sabemos. Sabemos, sin embargo, que de muchas especies que tendrían la misma posibilidad sólo esta la realiza. Y sabemos que la barrera sólo estaría concebida contra pequeños insectos. Jamás contra aves.
Este dispositivo de protección representa una confirmación por parte de las mismas mariposas de que la persecución de los pájaros les es indiferente.
A causa de la persecución y asechanza de los icneumónidos, especies y familias enteras de mariposas se han tornado escasas y en algunas regiones han desaparecido por completo.
Un ejemplo de ello son las esfinge, cuyas orugas están completamente indefensas.
Si todo esto es correcto, entonces la mariposa que sale de la crisálida y se protege mediante la mencionada empalizada de cerdas, debe darse evidentemente con mayor frecuencia que, por ejemplo, sus parientes cercanos, cuyas orugas no poseen esta costumbre.
Cuando la mariposa salió de la oruga descrita (todo fue cuidadosamente empacado en una caja y llevado de viaje), se puso de manifiesto que se trataba de una de las mariposas más comunes.
Nuestra mariposa vuela desde el río Amazonas (sólo para mencionar territorio colombiano) hasta las costas del Mar Caribe y del Océano Pacífico. Ninguna especie de la familia puede apreciarse con la misma frecuencia.
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En el bosque a cualquiera se le olvida hablar, pero en cambio muy pronto aprende a observar con agudeza y a interpretar lo observado. Esto se evidencia, de manera notoria, en el carácter de quienes han nacido en la selva, por lo cual las lenguas aborígenes han pasado a ser lenguas conceptuales. Todo esto ha surgido a partir de las interrelaciones comunes de lo viviente, y cada ser lo ha desarrollado de acuerdo con sus posibilidades. Por esta razón la primera ley del bosque es permanecer vivo, al menos como especie. Y permanecer vivo por la vida misma. La vida de cada especie es la vida del bosque y por ello todas son igualmente valiosas e importantes…
No se puede comparar con la vida de los hombres en las ciudades, pues éstos se empeñan en olvidar y acallar la condición de estar vivo. Hacen de la mañana a la noche cosas que ya nada tienen que ver con la vida y no buscan un sentido…
Es frecuente que en el bosque se den cosas que rebasan la capacidad de la imaginación.
Debajo de una hoja cueruda y carnosa, a orillas del camino, una población de pequeñas avispas ha construido un doble piso. En el humilde espacio intermedio se han instalado pequeñas celdas de incubación, bien escondidas.
Este piso debajo de la hoja de una planta es una imitación muy exacta de la hoja que se encuentra por encima y así está copiado con toda exactitud su inusual complejo de venas.
Lo sorprendente es la copia de luz y sombras. Detrás de cada vena van siempre las tonalidades de oscuro a claro. Por esta razón el piso se ha vuelto completamente plástico. Una representación que, por supuesto, sería posible a la luz del sol, pero que difícilmente podría concebirse en el sitio donde se encuentra el nido…
Esto quiere decir que unas veinte avispas muy pequeñas roen cortezas de árboles en el bosque. Vuelan por debajo de la hoja seleccionada para adherir su pequeña masa de corteza a la ya transportada y, luego de que la hoja ha quedado lista, cada pequeña porción tiene una tonalidad tal que resulta una fina representación de una hoja iluminada por el sol, aquella hoja viva que existe sobre la artificial…
Es también una propiedad de todas las obras de los insectos que resistan mucho más del tiempo para el que fueron previstas. Por esta razón, la hoja construida y dibujada por las pequeñas avispas de la selva virgen dará testimonio por mucho tiempo de las capacidades de lo viviente. Tales cosas son fabricadas con tanto acierto que uno puede caminar por mucho tiempo en el bosque antes de que la vista sea capaz de captar lo camuflado…
En ambos lados del arroyuelo que cae… hay árboles que enmarcan el desfiladero…. Un trenzado vivo cuelga de sus copas cual tapete multicolor, y desciende arropando las rocas del abismo. En largos mechones las lianas cuelgan de las resistentes ramas de los árboles. Desde la tierra crecen nuevas plantas que ascienden por estos caminos mientras ramas laterales unen toda la trama. Esta pared, conformada por una vegetación viva, está sometida al doble baño del sol que proporciona calor, y a la llovizna del agua que en su caída se pulveriza.
Por encima de todo, en algún sitio una bignonia colgante derrama una tal profusión de flores violeta que pareciera como si por encima de todo se precipitase al abismo sin fondo otro torrente de colores estridentes.
En la pared, empero, se encuentra el hogar seguro de numerosos animales que allí hallan refugio y alimento.
La libélula grande se impulsa en torniquete a las alturas, siempre a escasos dedos de distancia de la cortina de follaje. Posteriormente, con visible sacudida, queda detenida en el aire. Sólo sus alas siguen haciendo círculos ininterrumpidamente. En el aire entonces gira, sin desplazarse, el largo cuerpo hasta que toma una nueva dirección… Sólo después (nuestro ojo no pudo contemplarlo por primera vez pues todo sucedió tan rápido) desplaza el cuerpo con tal velocidad que pareciera un pico de ave que ha picoteado un grano… El animal que descansa inmóvil está seguro, pues el ojo de la libélula sólo puede ver algo en movimiento. Por ello todo lo que está en reposo se induce a agitación…
Los ojos se dirigen de nuevo a la pared viviente. Todos miramos en esa dirección, pero a pesar de ello transcurre considerable tiempo hasta que algo que no armoniza en el todo se nos haga consciente. Al mirar hay que acostumbrarse a investigar las cosas con respecto a su posibilidad. ¿Pero quién llega de inmediato a tener claridad y a saber lo que en verdad ve?
Allí crece un mirto que extiende hacia todos lados sus pobladas ramas de color verde oscuro. De repente se torna claro y se hace notorio que todas las flores blancas están al final de una rama. Sin embargo, las hojas son allí todavía tan jóvenes que aún no han formado su color oscuro y muestran un verde amarilloso. ¿Pero cómo es posible que broten flores donde poco antes las hojas que se encuentran debajo estaban aún en botón? Desprendo la rama más cercana y la flor rueda por tierra. Las flores son arañas, arañas blancas como la nieve cuyo abdomen posee cinco protuberancias lobuladas que en realidad simulan los más perfectos pétalos de flores, dispuestos en forma de cáliz y que imitan aquel cáliz de flor en cuyo fondo suele haber polen y miel. Las engañosas arañas se posan en el extremo de la rama donde son fácilmente visibles. Además cazan conjuntamente, pues en cada rama espera una. Cuando la planta ocupada verdaderamente florece, sus flores son blancas.
Apuesto que por pura costumbre observamos, nos damos cuenta de que las hormigas utilizan una rama delgada como puente. Van una detrás de otra como los indios suelen recorrer el bosque. Acercándonos un poco más a fin de ver mejor, se asustan. Las de adelante se detienen y las de atrás empujan hacia adelante. En medio del apiñamiento una de las hormigas se desliza hacia la tierra por un hilo de araña. Resulta que una araña –y qué araña– marcha en perfecta formación junto con las hormigas. Estas hormigas (Cephalotes atratus L.) son grandes, de una tonalidad negra profunda y tienen en la cabeza y en el dorso púas respetables. Pero a pesar de su agreste forma y de su considerable tamaño son en realidad las más inofensivas de todas, incapaces siquiera de rasgar una hojita para extraer el jugo que necesitan. También ellas viven de membrácidos, de una especie negro mate (Tragopa peruana), igual al color propio, y nunca se la encuentra sin su hormiga. Esta es llevada una y otra vez a “pastar” en las copas de los árboles más elevados. Pero la araña negra que iba también en el desfile, si bien tiene dos pies más y un mayor número de ojos simples es, por lo demás, idéntica en color y forma a las hormigas hasta en el más mínimo detalle. Esta marcha en fila, como la muerte en persona, sin que se la pueda reconocer.
Como estamos en silencio, unos cuantos tucanes se posan casi al pie de nosotros; llegan uno después del otro en su característico vuelo balanceante y, una vez en la rama, se voltean hacia la claridad de la cual han llegado y, curiosos, miran a su alrededor. A causa de su largo pico se ven forzados a atisbar las cosas siempre de costado. Los tucanes son frecuentes en la selva virgen y, además, ricos en especies. Coloreados y grotescos, son verdaderas criaturas del bosque en donde todo se prueba por el simple placer de jugar con las formas…
Nuestro empinado camino nos permite conocer cosas cada vez más maravillosas. Sencillamente porque las raíces, los troncos y las copas han quedado unos con otros…
Junto a nosotros se oye un rumor… micos araña, los Marimba, están a nuestro lado y desde cerca observamos con qué impulso se lanzan por los aires. Son intrépidos gimnastas que toman gran impulso sobre las resortadas ramas hasta que la fuerza así lograda alcance para propulsarlos hacia delante como un disparo. Pero no es sólo para huir. Simplemente es por placer, pues no vuelan por el aire para avanzar, sino que se lanzan en vuelo para luego retornar. Seguimos atentamente el juego y observamos cómo, estirándose, palpan con brazos, pies y cola el espacio vacío; cómo, medio flotando, medio cayendo, se desgonzan nuevamente sobre el ramaje; cómo agarran la primera rama y, resortando, utilizan la fuerza de la caída para tomar nuevo impulso.
Desde la pendiente en que nos encontramos podemos observar todo exactamente; en el bosque de la planicie todo esto queda oculto …
Antes del siguiente ascenso hay una pequeña hondonada, en la cual el camino se vuelve un poco más llevadero y el bosque es también más exuberante. El terreno llano está repleto de cafuches.
¿De dónde han venido y cómo han hecho para subir hasta acá? De seguro conocen un mejor camino que el nuestro, escogido simplemente al azar. Y puesto que nosotros nos encontramos en un lugar algo más elevado que ellos y, al parecer, el viento sopla todavía en la dirección en que vienen, no se imaginan esta vez que están siendo observados.
En la hondonada hay agua turbia y allí se revuelcan gruñendo, pero sin moverse demasiado. Al contarlos constatamos que son alrededor de ochenta, pero con seguridad hay más durmiendo en los matorrales.
Ahora se han intranquilizado y comienzan a gruñir de una forma particular, a lo cual todos se levantan y salen disparados como si el terreno fuera plano. Como bolas de caucho pasan veloces y con paso seguro por entre los árboles hacia la profundidad. Y la forma elegante y ágil como saltan no es más que su propio trote, su paso habitual, la alegría de su propia habilidad.
Muy cerca de nosotros se ha quedado un viejo jabalí que quiere tomarse las cosas con un poco más de calma. En los ángulos de las quijadas y hasta las orejas exhibe una franja de barba blanca.
Gruñen y chillan como los mansos cochinos de una granja.
Donde hay cerdos los micos se alejan. Probablemente han tenido malas experiencias con las garrapatas. Quizás afirme alguien que los micos no habrían podido, en modo alguno, darse cuenta de ello por experiencia, pero a mí me sucedió algo singular en el valle del Magdalena.
Entre los nacimientos del río Opón y del Carare se extiende una selva indómita y muy espesa, una de las más espesas que yo hubiese penetrado alguna vez, pues a la lluvia diaria y al calor tropical se agrega un suelo fértil.
En esta selva del Carare me salieron al encuentro dos cazadores nativos que habían matado tres monos aulladores rojos y con esta presa a las espaldas se abrían camino para salir de la selva. Dos de los micos mencionados tenían varios agujeros redondos en el pecho, perfectamente delineados. Y eran de tal tamaño que un niño hubiera podido introducir allí su dedo índice. Estos huecos estaban muy bien taponados con hojas enrolladas, lo que llamó mi atención… Los cazadores afirmaban que los mismos micos los habían taponado. Esto lo hacían siempre en aquella región a fin de librarse de los nuches. Cuando se habla de nuches se hace referencia a las larvas de aquellas moscas que, con frecuencia, martirizan bastante a personas y, particularmente, a animales, ya que estos no están en condiciones de extirparlos de la piel.
Yo vi esto y extendí las hojas para determinar su especie. Todas procedían de la misma planta, pero nadie las conocía.
¿Por qué los micos de la selva no podrían también esquivar las garrapatas?…
Entre los nacimientos del río Opón y del Carare se extiende una selva indómita y muy espesa, una de las más espesas que yo hubiese penetrado alguna vez, pues a la lluvia diaria y al calor tropical se agrega un suelo fértil.
En esta selva del Carare me salieron al encuentro dos cazadores nativos que habían matado tres monos aulladores rojos y con esta presa a las espaldas se abrían camino para salir de la selva. Dos de los micos mencionados tenían varios agujeros redondos en el pecho, perfectamente delineados. Y eran de tal tamaño que un niño hubiera podido introducir allí su dedo índice. Estos huecos estaban muy bien taponados con hojas enrolladas, lo que llamó mi atención… Los cazadores afirmaban que los mismos micos los habían taponado. Esto lo hacían siempre en aquella región a fin de librarse de los nuches. Cuando se habla de nuches se hace referencia a las larvas de aquellas moscas que, con frecuencia, martirizan bastante a personas y, particularmente, a animales, ya que estos no están en condiciones de extirparlos de la piel.
Yo vi esto y extendí las hojas para determinar su especie. Todas procedían de la misma planta, pero nadie las conocía.
¿Por qué los micos de la selva no podrían también esquivar las garrapatas?…
Así como en las mariposas es la selva la que condiciona su color y diseño, y no selección alguna (porque no había nadie para seleccionar), tampoco en el caso de estos pequeños homópteros, los membrácidos, algunas teorías encuentran confirmación.
Lo que en las mariposas se ha alcanzado la mayoría de las veces por el color, debe lograrse, en el caso de los membrácidos, mediante su forma y configuración, es decir, hacerse invisibles e irreconocibles para sus enemigos.
En revistas y libros se han mostrado membrácidos parecidos a una espina de rosa. Según dichas ilustraciones, estos apenas si pueden diferenciarse de una espina.
Debajo se lee: ¿cuál es el membrácido y cuál la espina?
La chicharra, pues, ha imitado a una espina y permanece, por tanto, irreconocida como animal comestible al mismo tiempo que se protege de toda persecución.
En tales maneras de ver las cosas subyace, en realidad, una cierta falta de lógica. Todo desarrollo en la naturaleza requiere tiempo, pero ¿qué ha sucedido con los seres vivientes antes de lograr su supuesta perfección actual, ya que tenían que permanecer con vida?
En el caso de las espinas de las rosas hay que decir lo siguiente: si se hubiesen replicado las mismas chicharras a color, se habrían diferenciado notoriamente de las espinas de cualquier rosa. En efecto, no hay rosas cuyas espinas sean vivas franjas rojas sobre fondo verde.
Además, este membrácido se alimenta del zumo de un árbol (Inga) que jamás tiene púas. Tampoco se posa de la forma en que suelen estar colocadas las espinas, y sólo las hembras poseen la forma de la mencionada espina de rosa.
Finalmente, en los bosques en que crecen los árboles Inga jamás hay rosas.
A pesar de ello, los membrácidos que tan a menudo vemos nos parecerán cada vez más una maravilla de lo viviente.
Pero, precisamente, a causa de su variedad muestran a las claras que nunca representan una meta en su largo trayecto terrenal, sino, a lo sumo, una posibilidad entre muchas imaginables. A menudo, incluso, perfectamente insospechadas y grotescas.
Ahí vemos en un arbusto, cerca de la tierra… una inflada criatura de dorado brillo. Esta parece chupar diligentemente jugo de la vena central de una hoja verde clara. Este insecto (Oeda) es fácil e incluso notoriamente visible también por su tamaño, pues mide un centímetro de largo.
Con el tiempo, al observarlo más frecuentemente, nos llama la atención que esta chicharra se posa siempre sobre una hoja directamente iluminada por el sol… Sabiendo esto, es más fácil lograr observar el membrácido, más aun cuando el observador se ha dado cuenta de que éste suele chupar el jugo de una planta muy precisa (Serjania).
Y bien, a fin de ilustrar el concepto de lo casual bajo condiciones alcanzables, digamos que el apéndice o joroba de esta especie, de piel muy delgada y en forma de balón, calienta al sol su contenido de aire. Mediante el impulso ascendente, obtenido de este modo, la chicharra evidentemente no requiere, en caso de peligro o perturbación, hacer nada distinto a soltarse de la hoja. Las finas estructuras en forma de malla que refuerzan la envoltura del balón evitan que éste se válvula.
Todo este dispositivo existe de por sí en cada uno de los apéndices de los membrácidos y con frecuencia en formas muy diversas en todos sus detalles. Esta especie, empero, ha desarrollado un verdadero globo aerostático del cual, por supuesto, también suele hacer uso. En caso de peligro real o imaginario suelta los pies, que actúan a manera de ancla, y se eleva hasta las copas de los árboles por entre un bosque lleno de obstáculos. Se asemeja a una burbuja que sube del fondo de un lago a la superficie. Una vez en la copa, el insecto busca, con ayuda de sus alas, dirigirse a una de las hojas cercanas. Y allí, ya a la sombra, espera pacientemente su enfriamiento y, con ello, la compensación del aire.
Luego emprende en sosegado vuelo su descenso a la mancha de sol en la casa del generoso anfitrión del bosque.
La investigación de estos procedimientos ha costado esfuerzo, pero también ha valido la pena. Las especies más cercanamente emparentadas ya no poseen esta posibilidad, pues su apéndice no es lo suficientemente grande y además habitan en una planta anfitriona que se da con mucho mayor frecuencia. Por esta razón parecen volverse demasiado gordas y pesadas como para poder, en caso de necesidad, realizar un viaje en globo con vehículo propio.
Este hecho permite ilustrar una ley vital, la de que nunca nada se puede repetir…
La casa comunitaria indígena, la maloca, construida para una comunidad de cuarenta a ochenta personas, es funcional y ha sido adaptada en cada una de sus partes a las exigencias de la vida en la selva y a su clima. No más por ello, la maloca es siempre una construcción arquitectónicamente hermosa.
Un techo inmenso crea un amplio espacio central en el que transcurre la vida de todos sus habitantes. Desde la alta cumbrera el techo baja casi hasta el suelo, con el frente en forma semicónica, de modo que en el interior, a lo largo de las paredes oblicuas, se conforman casi de por sí, en largas filas, las pequeñas habitaciones para las familias.
El extenso maderamen que sostiene el techo, ofrece un aspecto hermoso porque ningún trozo de madera sobra y cada uno tiene su función.
La arquitectura de la maloca, mirada desde afuera o desde el interior, nació de un juego de fuerzas de claros elementos geométricos: el círculo y la elipse. Todos están ubicados en el espacio de tal forma que de estos elementos surgen las curvas siempre bellas a partir de mutuas intersecciones…
Si el indígena siente o no conscientemente esta armonía, parece secundario: lo que importa es la obra creada y, más importante aun, la influencia de lo creado sobre la vida de sus moradores.
El hábil uso de los materiales que ofrece el bosque logra el mismo efecto. La hoja de palma que se utiliza para techar no se amontona en capas una sobre otra –así lo hacen los colonos blancos– sino que la hoja se raja por el centro de la vena principal, y las mujeres entrelazan artísticamente las hojas, de modo que se forma un techo de un grosor doble al de una hoja de papel, impermeable a la lluvia, que seca rápidamente, no se pudre y no sirve de escondrijo a reptiles e insectos.
Por dentro el acabado es tan bello que los arquitectos, los de diploma, imitan, por su belleza, este modo de techar casas en clima cálido.
El rápido secamiento después de las lluvias diarias produce el fresco de evaporación que hace agradable estar en una maloca indígena (siempre y cuando se esté acostumbrado al calor sofocante de aquellos bosques).
El indígena construye su casa en sitios cuidadosamente elegidos.
Alrededor de ella debe haber siempre una franja ancha de arena limpia, sin una planta. Esta es la norma. ¿Tal vez un brujo sabía por qué el espacio que rodea la casa comunitaria ha de permanecer libre de plantas y su sabiduría se volvió ley? ¿O tal vez la experiencia les enseñó que la gente que vive en el bosque sólo se conserva sana cuando el espacio que circunda la maloca está cubierto de una capa de arena limpia?
Nosotros conocemos los hábitos del mosquito que transmite la fiebre amarilla: vuela sólo de día y puede acercarse a una casa únicamente cuando pasto y rastrojo forman caminos de zancudos hacia ella.
Ningún mosquito atraviesa un cinturón de arena expuesto al sol aunque éste tuviera sólo unos metros de ancho.
Tampoco los espíritus soportan la luz del sol. Ellos pueblan el oscuro bosque.