- Botero esculturas (1998)
- Salmona (1998)
- El sabor de Colombia (1994)
- Wayuú. Cultura del desierto colombiano (1998)
- Semana Santa en Popayán (1999)
- Cartagena de siempre (1992)
- Palacio de las Garzas (1999)
- Juan Montoya (1998)
- Aves de Colombia. Grabados iluminados del Siglo XVIII (1993)
- Alta Colombia. El esplendor de la montaña (1996)
- Artefactos. Objetos artesanales de Colombia (1992)
- Carros. El automovil en Colombia (1995)
- Espacios Comerciales. Colombia (1994)
- Cerros de Bogotá (2000)
- El Terremoto de San Salvador. Narración de un superviviente (2001)
- Manolo Valdés. La intemporalidad del arte (1999)
- Casa de Hacienda. Arquitectura en el campo colombiano (1997)
- Fiestas. Celebraciones y Ritos de Colombia (1995)
- Costa Rica. Pura Vida (2001)
- Luis Restrepo. Arquitectura (2001)
- Ana Mercedes Hoyos. Palenque (2001)
- La Moneda en Colombia (2001)
- Jardines de Colombia (1996)
- Una jornada en Macondo (1995)
- Retratos (1993)
- Atavíos. Raíces de la moda colombiana (1996)
- La ruta de Humboldt. Colombia - Venezuela (1994)
- Trópico. Visiones de la naturaleza colombiana (1997)
- Herederos de los Incas (1996)
- Casa Moderna. Medio siglo de arquitectura doméstica colombiana (1996)
- Bogotá desde el aire (1994)
- La vida en Colombia (1994)
- Casa Republicana. La bella época en Colombia (1995)
- Selva húmeda de Colombia (1990)
- Richter (1997)
- Por nuestros niños. Programas para su Proteccion y Desarrollo en Colombia (1990)
- Mariposas de Colombia (1991)
- Colombia tierra de flores (1990)
- Los países andinos desde el satélite (1995)
- Deliciosas frutas tropicales (1990)
- Arrecifes del Caribe (1988)
- Casa campesina. Arquitectura vernácula de Colombia (1993)
- Páramos (1988)
- Manglares (1989)
- Señor Ladrillo (1988)
- La última muerte de Wozzeck (2000)
- Historia del Café de Guatemala (2001)
- Casa Guatemalteca (1999)
- Silvia Tcherassi (2002)
- Ana Mercedes Hoyos. Retrospectiva (2002)
- Francisco Mejía Guinand (2002)
- Aves del Llano (1992)
- El año que viene vuelvo (1989)
- Museos de Bogotá (1989)
- El arte de la cocina japonesa (1996)
- Botero Dibujos (1999)
- Colombia Campesina (1989)
- Conflicto amazónico. 1932-1934 (1994)
- Débora Arango. Museo de Arte Moderno de Medellín (1986)
- La Sabana de Bogotá (1988)
- Casas de Embajada en Washington D.C. (2004)
- XVI Bienal colombiana de Arquitectura 1998 (1998)
- Visiones del Siglo XX colombiano. A través de sus protagonistas ya muertos (2003)
- Río Bogotá (1985)
- Jacanamijoy (2003)
- Álvaro Barrera. Arquitectura y Restauración (2003)
- Campos de Golf en Colombia (2003)
- Cartagena de Indias. Visión panorámica desde el aire (2003)
- Guadua. Arquitectura y Diseño (2003)
- Enrique Grau. Homenaje (2003)
- Mauricio Gómez. Con la mano izquierda (2003)
- Ignacio Gómez Jaramillo (2003)
- Tesoros del Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario. 350 años (2003)
- Manos en el arte colombiano (2003)
- Historia de la Fotografía en Colombia. Museo de Arte Moderno de Bogotá (1983)
- Arenas Betancourt. Un realista más allá del tiempo (1986)
- Los Figueroa. Aproximación a su época y a su pintura (1986)
- Andrés de Santa María (1985)
- Ricardo Gómez Campuzano (1987)
- El encanto de Bogotá (1987)
- Manizales de ayer. Album de fotografías (1987)
- Ramírez Villamizar. Museo de Arte Moderno de Bogotá (1984)
- La transformación de Bogotá (1982)
- Las fronteras azules de Colombia (1985)
- Botero en el Museo Nacional de Colombia. Nueva donación 2004 (2004)
- Gonzalo Ariza. Pinturas (1978)
- Grau. El pequeño viaje del Barón Von Humboldt (1977)
- Bogotá Viva (2004)
- Albergues del Libertador en Colombia. Banco de la República (1980)
- El Rey triste (1980)
- Gregorio Vásquez (1985)
- Ciclovías. Bogotá para el ciudadano (1983)
- Negret escultor. Homenaje (2004)
- Mefisto. Alberto Iriarte (2004)
- Suramericana. 60 Años de compromiso con la cultura (2004)
- Rostros de Colombia (1985)
- Flora de Los Andes. Cien especies del Altiplano Cundi-Boyacense (1984)
- Casa de Nariño (1985)
- Periodismo gráfico. Círculo de Periodistas de Bogotá (1984)
- Cien años de arte colombiano. 1886 - 1986 (1985)
- Pedro Nel Gómez (1981)
- Colombia amazónica (1988)
- Palacio de San Carlos (1986)
- Veinte años del Sena en Colombia. 1957-1977 (1978)
- Bogotá. Estructura y principales servicios públicos (1978)
- Colombia Parques Naturales (2006)
- Érase una vez Colombia (2005)
- Colombia 360°. Ciudades y pueblos (2006)
- Bogotá 360°. La ciudad interior (2006)
- Guatemala inédita (2006)
- Casa de Recreo en Colombia (2005)
- Manzur. Homenaje (2005)
- Gerardo Aragón (2009)
- Santiago Cárdenas (2006)
- Omar Rayo. Homenaje (2006)
- Beatriz González (2005)
- Casa de Campo en Colombia (2007)
- Luis Restrepo. construcciones (2007)
- Juan Cárdenas (2007)
- Luis Caballero. Homenaje (2007)
- Fútbol en Colombia (2007)
- Cafés de Colombia (2008)
- Colombia es Color (2008)
- Armando Villegas. Homenaje (2008)
- Manuel Hernández (2008)
- Alicia Viteri. Memoria digital (2009)
- Clemencia Echeverri. Sin respuesta (2009)
- Museo de Arte Moderno de Cartagena de Indias (2009)
- Agua. Riqueza de Colombia (2009)
- Volando Colombia. Paisajes (2009)
- Colombia en flor (2009)
- Medellín 360º. Cordial, Pujante y Bella (2009)
- Arte Internacional. Colección del Banco de la República (2009)
- Hugo Zapata (2009)
- Apalaanchi. Pescadores Wayuu (2009)
- Bogotá vuelo al pasado (2010)
- Grabados Antiguos de la Pontificia Universidad Javeriana. Colección Eduardo Ospina S. J. (2010)
- Orquídeas. Especies de Colombia (2010)
- Apartamentos. Bogotá (2010)
- Luis Caballero. Erótico (2010)
- Luis Fernando Peláez (2010)
- Aves en Colombia (2011)
- Pedro Ruiz (2011)
- El mundo del arte en San Agustín (2011)
- Cundinamarca. Corazón de Colombia (2011)
- El hundimiento de los Partidos Políticos Tradicionales venezolanos: El caso Copei (2014)
- Artistas por la paz (1986)
- Reglamento de uniformes, insignias, condecoraciones y distintivos para el personal de la Policía Nacional (2009)
- Historia de Bogotá. Tomo I - Conquista y Colonia (2007)
- Historia de Bogotá. Tomo II - Siglo XIX (2007)
- Academia Colombiana de Jurisprudencia. 125 Años (2019)
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Texto de: Hernando Durán Dussán.
Alcalde de Bogotá
Seis propósitos iniciales
Bogotá no puede darse el lujo de ser la ciudad más barata del país. No puede darse el lujo, inconveniente desde cualquier punto de vista, de tener las tarifas de energía más bajas de Latinoamérica. La ciudad está en el deber de suministrar excelentes servicios, pero los habitantes deben pagar por ellos. Es indispensable qué la población tenga iguales oportunidades en materia de salud, de educación, de recreación, de vivienda, sin convertir a Bogotá al mismo tiempo en un imán que arriesgue un crecimiento macrocefálico. Me parece conveniente acentuar una característica que nos es propia, según la cual Colombia es un país de ciudades. Es fundamental que todas y cada una de ellas se desarrollen, que se den pasos para acelerar su crecimiento. El equilibrio entre las distintas regiones es una condición que debe fomentarse. No sucede así en otros países latinoamericanos, en los cuales una ciudad gigantesca pesa sobre las demás poblaciones, que escasamente llegan a una categoría secundaria, sin importancia. Este equilibrio regional ha ayudado a que se mantenga el equilibrio democrático. Todo ello me lleva a afirmar que no es conveniente para la nación fomentar el crecimiento desmesurado de la capital. Si se logra crear las condiciones indispensables para detener su crecimiento alrededor de los 10 millones de habitantes que he propuesto como máximo inevitable, habitantes a quienes se les ofrezcan los servicios adecuados de salud, educación y vivienda-, si se resuelve el problema del transporte masivo, que es hoy fundamental; si se busca un grado de bienestar social en el que nadie, sobre todo los niños, se encuentre desprotegido; si, por otra parte, se proyecta un conjunto de parques que permitan el grado de recreación necesaria y contribuyan fundamentalmente a la estética de la ciudad, si se logra brindarle condiciones de seguridad y de protección a la vida, honra y bienes de los ciudadanos, de acuerdo con lo que establece el artículo 16 de la Constitución Nacional; y si, como primera medida, se genera el número de empleos suficiente para permitirle a cada persona una subsistencia decorosa, Bogotá podrá llegar a ser la ciudad ideal.
Cuatro años de superávit
Pero, ¿cuáles son las medidas indispensables que deben adoptarse para que este propósito no se convierta en una simple utopía? Natura non facit saltus. Es imposible saltar etapas. Los procesos que pueden llevar a la sociedad hacia un estadio de mejor desarrollo, tomarán necesariamente un tiempo prolongado, pero lo que importa es que tengan un ritmo, que no se detengan. Mi administración puede presentar, a modo de ejemplo, unas cifras que demuestran palpablemente lo que se hizo en el terreno fiscal.
Considero que se trata de una tarea de importancia, si se tiene en cuenta que para lograr una ciudad armónica, una ciudad con posibilidades para todos sus habitantes, se necesitan recursos, siempre gigantescos, que permitan adelantar las obras de infraestructura básicas para llegar al desarrollo. Antes del 7 de agosto de 1978 Bogotá vivía, como las demás ciudades del país, una situación de déficit. Desde entonces hemos liquidado superávit, que consiste en recaudar más dinero que la suma que se ha presupuestado*. Al comienzo de mi administración el presupuesto de la ciudad en el área central era de 2.500 millones de pesos. En 1982 es de 10.500. Ello quiere decir que en cuatro años se multiplicó por cuatro, que creció en un 400 %. Puedo presentar una cifra semejante en el campo del presupuesto general consolidado, es decir, si al del área central se le suman los presupuestos de energía eléctrica, teléfonos, acueducto, lotería y, en fin, de las empresas descentralizadas de servicios. De 15 millones de pesos se pasó a 66 mil millones. ¿Por qué intenté llegar a esa meta?
Sencillamente porque desde un comienzo consideré, junto con mi equipo de colaboradores, que era fundamental transformar a Bogotá y partí de la base de que ese propósito no podía cumplirse si no se mejoraban los recursos.
*Tal vez valga la pena incluir el siguiente cuadro, que muestra la evolución del superávit fiscal del Distrito entre 1978 y 1981
AÑOS SUPERAVIT | ||
1978 | 185.935 | 100,00 |
1979 | 743.277 | 399,75 |
1980 | 956.778 | 514,58 |
1981 | 1.255.707 | 675,35 |
FUENTE: Dirección Distrital del Presupuesto - División de Contabilidad. Secretaría de Hacienda de Bogotá, D. E.
Una historia curiosa: el reavalúo catastral
Con el fin de lograrlo, el gobierno distrital echó mano de una estrategia básica v fundamental: aumentó los recaudos e incrementó los impuestos v tarifas. En el terreno impositivo se llegó al reavalúo técnico del catastro en un 43 % de los predios situados del centro de la ciudad hacia el norte, donde en líneas generales habitan las personas de mayores recursos. Se dejó por fuera el 57 % restante, en el cual vive la gente de más bajos ingresos. Ello demuestra en forma palpable que a la administración la guió un criterio permanente de sensibilidad social, con el cual persiguió una sociedad un poco más igualitaria, en la que las gentes de los estratos superiores ayuden, a través del fisco, a adelantar las obras de infraestructura que se requieren en los sectores marginados. El reavalúo catastral fue de tal magnitud, que del presupuesto de 645 millones por concepto de impuesto predial y complementarios que se liquidó en 1978, se pasará, conforme al estimativo de 1982, a 2 mil millones. Con esa diferencia, como es apenas obvio, se pueden emprender muchas obras. Naturalmente las clases adineradas, que se enfrentaron a un incremento en sus impuestos, protestaron en toda forma, y el Concejo Distrital, en su constante oposición, aprobó un acuerdo que deroga los reavalúos a partir del próximo año. Sin embargo, las cifras son claras. A manera de ejemplo puedo traer a colación el dato del 30 de marzo. Mientras en 1981 hasta esa fecha se habían recaudado 711 millones de pesos, en 1982 habíamos subido a 822 millones. Esta circunstancia a pesar de la norma mencionada me permite afirmar que la gente está de acuerdo con la política de obras de la actual administración. Demuestra, además, que los habitantes de Bogotá creen en esa política y en la inversión honesta de esos fondos. Si la tributación hubiera sido excesiva, si el contribuyente hubiera llegado a pensar por un solo momento que los dineros se habían malversado, lo más probable es que no hubiera pagado el impuesto. Pero no. Pagó como pagó el incremento en el impuesto de industria y comercio, que en 1978 era de 533 millones de pesos y que en 1982 alcanzará a 2 mil millones. Como en el caso anterior, el aumento fue del 400 %. En este punto hay algo curioso, que demuestra el desgreño administrativo en que puede caer una ciudad inmensa como Bogotá. Al notar que los recaudos no subían como se había previsto, dispuse exigirle a los propietarios« la licencia de funcionamiento de sus negocios. Se encontró entonces que muchos almacenes de la ciudad, incluso los de postín, carecían de ella. De acuerdo con las disposiciones vigentes se ordenó el cierre de los que se hallaban en esa situación, que en menos de 72 horas se pusieron al día, lo que mejoró notablemente los ingresos del Distrito.
Pero insistamos en el reavalúo catastral así sea tangencialmente. Al investigar con cuidado sobre ese recaudo pudo comprobarse que edificios de la mayor importancia, torres de 30 o 40 pisos, pagaban el impuesto sobre el avalúo del lote que en ciertos casos llegaba apenas a 100 mil pesos. Se trata de edificaciones que valían 500, 800 o más de mil millones de pesos. El reajuste se hizo por debajo del valor comercial del predio, pero naturalmente, al pasar de cien mil pesos a 200, 300 o 400 millones, se atacó la medida sobre la base de que el reajuste era de varios miles por ciento. Lo cual era cierto, si bien no suponía ninguna injusticia y por el contrario trataba de corregir la flagrante evasión de impuestos y las deficiencias administrativas anteriores. No se habían registrado mutaciones en el catastro. Durante años casas y edificios pagaron como lotes. Los avalúos en la mayoría de los casos eran muy antiguos, de épocas en que la moneda tenía un valor muy distinto. De manera que en pesos de hoy se pagaba muy poco por predial. Había que tener el valor de revisar esa situación, de afrontar la impopularidad y de tratar de buscar un poco de justicia social y de equilibrio en la ciudad, gravando -como dije- los sectores de más altos ingresos para poder hacer obras en aquellas de menores ingresos.
Todo ello contribuyó, tal como expliqué anteriormente, al mejoramiento sustancial de los recursos. Hasta 1978 Bogotá había liquidado una situación deficitaria crónica: los presupuestos se ejecutaban activamente al 85, al 90, al 95 % del dinero presupuestado. Desde entonces hemos venido liquidando, en su ejecución activa y pasiva, al 117, al 120, al 127 %. Ese porcentaje adicional constituye el superávit que ha permitido hacer incorporaciones adicionales en cada vigencia presupuestal por sumas considerables, dedicadas íntegramente a gastos de inversión, puesto que los de funcionamiento, como es obvio, estaban previstos y financiados en el presupuesto. Dichas sumas nos sirvieron como base para presentarle a la ciudad un conjunto impresionante de obras en lo que se refiere a la educación, la salud, v el bienestar social, las vías públicas v la vivienda.
La capital, victima del centralismo
Pero la administración de Bogotá no sólo se ocupó del campo fiscal. También se propuso poner sobre el tapete una serie de temas que hasta el momento habían sido terreno vedado, con el fin de discutirlos con amplitud, de ventilarlos para desarrollar en la mejor forma posible el decurso del gobierno distrital. Uno de ellos, que se estudió v analizó en muy diversa forma, fue el del centralismo, que, es, quizá, el punto clave del divorcio que se presenta muchas veces en el terreno teórico entre la capital y el resto del país. Un divorcio que, como veremos en seguida, ni se justifica ni se explica.
Por tradición, por nuestro temperamento conservador y metódico, por nuestro respeto a la forma antes que a la sustancia, en Colombia mantenemos en el orden del día una serie de estructuras institucionales v jurídicas desuetas, anacrónicas, que no tienen nada que ver ni ayudan en ninguna forma al buen desenvolvimiento del gobierno. Hay leves de gran importancia que tuvieron vigencia explicable en su momento, pero que al aplicarse en todo su vigor hoy en día, no responden de ninguna manera a nuestra realidad actual. Ese es el caso, por ejemplo, del Código de Régimen Político Y Municipal, que es la ley 4. a de 1913. Hay que imaginar por un solo momento lo que era la capital del país en 1913: una aldea, si se la compara con la urbe impresionante que tenemos hoy en día. Así pues, la administración debe manejar a una ciudad de cinco millones de habitantes, cuya superficie se extiende por kilómetros y kilómetros y cuyos conflictos son cada día más agudos, con los instrumentos de que disponía el gobierno a comienzos del siglo, cuando los habitantes sólo eran unos pocos miles y el casco urbano comenzaba un poco más al sur del barrio Egipto y se extendía algunas cuadras más allá de la calle 26. ¿Qué puede decirse de ese exabrupto? Nada distinto de afirmar, con el mayor énfasis posible, que la ciudad del año 2000 no puede asumir su propia realidad con los instrumentos de 1900. Claro está que el artículo 199 de la Carta consagra que Bogotá no está sujeta al régimen municipal ordinario y pone en manos del legislador el desarrollo de ese principio. Este último otorgó facultades extraordinarias al presidente de la República, quien mediante el decreto-ley 3133 de 1968 estableció algunas normas específicas para la capital. Pese a ello, el espíritu de la norma es restrictivo respecto de las atribuciones y facultades de la administración del Distrito y de su alcalde. Y son esas restricciones, que se padecen a diario, las que nos ponen en contacto directo con- una visión deformada del centralismo y con la forma como éste se ejerce en contra de los intereses de Bogotá, tachada por tirios y troyanos como la meca y el summum de esa concepción equivocada del gobierno.
Basta decir que en la provincia se considera que centralismo y Bogotá son palabras sinónimas, para tener una base elemental desde la cual se pueda partir hacia el análisis de un concepto que es por completo erróneo. Creer que la capital es la usufructuaria del centralismo constituye una equivocación costosa. El fenómeno centralista se encuentra expresado cabalmente, v en forma más clara y visible, en cada una de las capitales departamentales. Medellín es centralista con respecto a Antioquía, Bucaramanga lo es con respecto a Santander, Cartagena lo es con respecto a Bolívar y así sucesivamente en el resto del país. Una de las razones del fraccionamiento seccional que se presentó hace algunos años, fue la protesta de ciudades importantes de provincia contra las capitales de los departamentos, que absorbían recursos o volcaban toda la atención del gobierno sobre sus propios intereses. Así nacieron los departamentos de Córdoba, Risaralda, Quindío, Sucre y Cesar.
Pero el centralismo es una concepción jurídica. En el terreno nacional radica esencialmente en el Estado, en la nación, no en la ciudad, en él municipio, así sea éste la capital de la República. Aunque parezca superfluo aclarar algo que a primera vista parece de poca monta, conviene decir que el centralismo no tiene nada que ver con la ubicación geográfica. Bogotá no puede ser tachada de centralismo por encontrarse en el centro del país, así como Buenos Aires ( y no sé si este ejemplo se ajuste o no a la realidad de las cosas) puede ser centralista respecto de la Argentina, siendo así que se halla en uno de sus extremos. Por el contrario, el centralismo tiene que ver con una circunstancia específica: no otra que la carencia de autonomía en los departamentos v el Distrito para resolver sus propios problemas y el hecho de que, aun en los casos más anodinos, dependan del poder central y deban cumplir las órdenes de las autoridades nacionales. La queja contra el centralismo es una queja contra el poder central que se convierte injustamente en una queja contra Bogotá que no tiene poderes, ni atribuciones de ningún género que afecten la provincia.
La falta de autonomía es continua en la capital y la convierte, sin duda alguna, en la primera víctima del centralismo. Podría citar varios ejemplos que demuestran a todas luces cómo el régimen jurídico y administrativo necesita de una reforma fundamental en este campo. Pero basta con dos: para contratar crédito público, Bogotá debe obtener permiso de la división respectiva del Ministerio de Hacienda y del ministro; y para resolver problemas relacionados con la importación de vehículos o de elementos para las empresas distritales, una urbe de cinco millones de habitantes depende, como cualquier particular, del Instituto de Comercio Exterior, v de la conveniencia o inconveniencia -según el concepto de este organismo- de que se expida la licencia de importación respectiva.
Bogotá carece de autonomía. Enfrenta, además, una especie de simbiosis inútil con un cúmulo de entidades del orden nacional, incrustadas en su vida ordinaria, que no coordinan sus tareas con las autoridades del Distrito y que pretenden adelantar una obra independiente dentro de nuestro casco urbano. Al azar menciono el caso del deporte. En Bogotá funciona el Instituto Distrital de Recreación y Deporte, que recauda algunos ingresos por la utilización de escenarios de propiedad de la ciudad, como la plaza de toros5 y que destina esos fondos a la construcción de parques deportivos, canchas múltiples y estadios populares. Sin embargo, el primer beneficiario del interés que los ciudadanos tienen por esa actividad, es un organismo nacional como Coldeportes, que utiliza las instalaciones de Bogotá y percibe impuestos que le sirven para el sostenimiento de una burocracia innecesaria. ¿A qué se debe esa duplicación de funciones, que atenta en forma directa contra el derecho de los habitantes a la recreación popular? No estoy en capacidad de dar una respuesta adecuada. Lo cierto es que Bogotá dispone de una organización que le es propia, la cual no encuentra canales adecuados para expresarse, pese a que está más capacitada que ninguna para cumplir la tarea directa y eficaz que se requiere en ese terreno. Entre paréntesis, en muchas ocasiones nuestros funcionarios tienen mejores conocimientos y hacen gala de mayor seriedad que muchos de los empleados del orden nacional, entre otras cosas porque en el Distrito dependen directamente del alcalde, mientras que en los institutos descentralizados de la nación no tienen generalmente el mismo tipo de control.
Se adelanta, pues, una tarea paralela, que duplica esfuerzos y reduce a la mitad los fondos públicos dedicados a un propósito único. Veamos qué sucede en el Departamento de Tránsito Y Transporte de Bogotá. Es elemental que su contacto diario y directo con el problema que debe atender en las calles de la capital y su conocimiento sobre las rutas de buses, el número de vehículos públicos que trabajan en la ciudad, el personal de agentes de tránsito y todos los demás aspectos relacionados con dicho asunto, lo convierten en el depositario lógico de las soluciones que deben implementarse. En la práctica no sucede lo propio. Por el contrario, es el Intra, cuya tarea específica es la de controlar las carreteras del país y el transporte adecuado de pasajeros y de carga, el que fija las políticas a seguir, determina las rutas de buses y controla los aspectos más elementales de esa actividad. ¿Por qué --en otro terreno- la Corporación Nacional de Turismo mete mano en la capital, si en Bogotá funciona una entidad de primera importancia, el Instituto Distrital de Cultura v Turismo, cuyas realizaciones están a la vista de todo el país? Este último, para abundar en el ejemplo, partió de un presupuesto de inversión de un peso en 1978. Hoy llega a 330 millones, esfuerzo que debe atribuirse exclusivamente a la capital, porque a pesar de que los hoteles de la ciudad pagan un impuesto considerable y que más del 60 % de los turistas que vienen a Colombia llegan a Bogotá por una u otra razón, los fondos recaudados por ese concepto van a enriquecer las arcas del organismo nacional y dejan de lado por completo a nuestro Instituto. Ésa es la mentalidad de este país. Por eso puede afirmarse que Bogotá contribuye en forma directa a la importancia y auge de Cartagena, circunstancia que vo no critico en forma alguna pero sobre la cual quiero llamar la atención. Porque, en efecto, un alto porcentaje de los dineros que arbitra la Corporación en todo el país, entre ellos los que provienen de Bogotá, se invierten en los planes de nuestro primer centro turístico que es, sin duda alguna, la ciudad amurallada. Esto constituye una deformación sin sentido, que se basa probablemente en el hecho de que el organismo nacional, encargado del asunto, se le escrituró administrativamente a funcionarios, muy capaces por cierto, de esa ciudad, quienes olvidan lamentablemente la circunstancia física de la distribución y proveniencia de los fondos y el hecho de que la gran mayoría de los viajeros hacia Colombia quieren acercarse a la capital, no sólo por ser la capital del país, sino porque les ofrece la profunda belleza de la sabana, las instalaciones del Museo del Oro v de la Catedral de Sal, únicas en el mundo, v una serie de comodidades que muy difícilmente se encuentran en los demás sectores turísticos de Colombia. Esto sin olvidar que el Amazonas, Boyacá, San Agustín, el Valle del Cauca, Mompox, los Llanos Orientales y muchas otras regiones tienen abiertas sus puertas a quienes quieran conocerlas y que todas ellas cuentan con el paisaje y los atractivos necesarios para convertirse en punto de interés evidente y tangible. Sobra decir que la justicia más elemental indica la conveniencia de que Bogotá disponga de algunos de los fondos originados por los turistas que llegan hasta ella (que son el 65 % de los que vienen al país) con el propósito de mejorar sus instalaciones y ofrecerle a aquéllos un mejor servicio. Nada de eso sucede, sin embargo, todo lo cual demuestra hasta el cansancio que el centralismo de Bogotá es una ficción sin sentido ninguno.
Lo mismo sucede en lo que hace a la seguridad social. En la capital funciona el Departamento Administrativo de Bienestar Social, que se ocupa de siete mil niños sin padre ni madre conocidos, a cuyo servicio ha puesto un número suficiente de salacunas, guarderías infantiles, centros vecinales y hogares de paso. Trabaja también el Instituto para la Niñez, dirigido por el padre Javier de Nicoló, quien, como empleado del Distrito cumple una extraordinaria labor en lo que hace a la regeneración de los gamines. Ese programa debe ser alimentado con ingentes sumas de dinero, cuyo arbitrio es dificil y engorroso. Nuestro Departamento, además, construyó y dotó tres bellísimos centros comunitarios que benefician a 100 mil personas mensualmente, situados en La Victoria, Servitá y Lourdes, que sostiene con recursos precarios suministrados por la administración distrital. Entre tanto, el Instituto de Bienestar Familiar percibe el 2 % del pago de la totalidad de las nóminas en Bogotá, lo que representa una suma superior a los 2 mil millones de pesos anuales. De estos últimos, el Departamento de Bienestar Social de la capital recibe con una tardanza de muchos meses una pequeña parte correspondiente a algunos contratos que obligaban al primero a suministrarle 109 millones de pesos cada año, con destino a las guarderías infantiles. En mi opinión, si el organismo nacional le entregara al distrital siquiera una mínima parte de lo que genera Bogotá por concepto de la deducción en sus propias nóminas, podría adelantarse una mejor tarea social, en lo que hace al problema doloroso de la prostitución infantil de ambos sexos, de la inmigración continuada y sin sentido, de la inseguridad, del aumento progresivo de los vendedores ambulantes, de mendigos, de ancianos abandonados, etcétera.
No quisiera extenderme demasiado sobre estos aspectos, aunque pudiera citar todavía más casos. Veamos, por ejemplo, el del impuesto a las ventas. La nación debe girar a cada una de las secciones del país una suma proporcional a la forma como éstas hayan contribuido al recaudo del impuesto. En 1981 Bogotá generó por ese concepto algo más de 12 mil millones de pesos y no recibió un solo centavo, aunque en el presupuesto se había ordenado la apropiación de 490 millones. Ya de por sí, comparar nuestros 12 mil millones con los,490 millones ofrecidos, es dramático por decir lo menos. Pero el hecho de que ni siquiera se hayan girado rebasa cualquier límite. Está también el caso de la educación. La ley 43 de 1975, que presenté al parlamento como ministro del ramo, nacionalizó los niveles de enseñanza primaria y secundaria, lo que supone que el Estado sea el que pague esos maestros y que las prestaciones de cualquier índole, médicas, de jubilación y de cesantía, corran a su cargo a través de la Caja de Previsión Social Nacional o por contrato de ésta con las diferentes Cajas de Previsión de los departamentos o del Distrito. El 65 % del gasto de este organismo en Bogotá se origina en el magisterio. Y sin embargo no recibe de la nación el pago de tales servicios. Así pues, la ciudad ha tenido que atender ese región que no le corresponde. Y lo ha hecho porque no puede abandonar a los maestros a su suerte para beneficiarse de su trabajo sin pagarles las prestaciones sociales. La deuda que tiene la Nación con el Distrito por este concepto supera ya los mil millones de pesos, lo que implica un esfuerzo notable por parte del gobierno de Bogotá que debe impedir a toda costa que su Caja de Previsión llegue a quebrar en un momento dado por esta causa.
Así pues, el centralismo de Bogotá es una falacia. La antipatía que algunas regiones parecen sentir por la capital del país ni se justifica ni se explica. Bogotá es también descentralista, en el mismo grado en que lo pueden ser Antioquía, el Valle, la Costa Atlántica o cualquier otra región. Porque, al igual que ellas, la ciudad es una víctima más del centralismo, un concepto jurídico que la sujeta a entidades nacionales que casi nunca entienden ni conocen los conflictos básicos que la aquejan.
Y el país: a la búsqueda de una armonía
Aclarado este punto es posible tener un mejor enfoque sobre lo que deben ser las relaciones entre Bogotá y el país. Partamos de la base de que la capital le resuelve a la nación los problemas que le plantea una quinta parte de sus habitantes. Y los resuelve con sus propios recursos así ella genere el 40 % de la producción de bienes y servicios del país, lo que indica que le deja a la Nación un margen muy considerable para que atienda sus necesidades, margen que podría llegar a constituir una especie de auxilio que la ciudad le ofrece al resto de Colombia sin contraprestación ninguna. Ya vimos el caso del impuesto a las ventas. Podríamos precisar, entonces, que de los recursos que produce Bogotá se le debe dejar un porcentaje equivalente a su población. Porque de no hacerlo así, se llegará al momento en que la ciudad no pueda atender a sus propios problemas. En el caso del Instituto de Bienestar Familiar, si se aplicara dicha tesis, debería hacerse un cálculo de esta naturaleza: los recursos de ese organismo generados en Bogotá, alcanzan a dos mil millones de pesos; la ciudad debe atender a la quinta parte de la población del país; luego debe recibir 400 millones y contribuir con 1.600 millones a los diferentes programas que se adelantan en el resto del territorio nacional.
Bogotá sustenta muchas actividades en Colombia, dada su mayor capacidad de producción, el nivel de vida a que ha llegado y su estadio de desarrollo, que tiene ya su propia dinámica de crecimiento. Sin embargo, por virtud de un equivocado espíritu descentralista, la ciudad es desposeída en gran proporción de sus propios recursos en beneficio de las otras regiones. La posición justa debe ser la que propugno: que conserve para sí un porcentaje equivalente al volumen de su población. En esa forma se evitarían injusticias palpables como las ya mencionadas en el campo del turismo y de los deportes. Y podrían manejarse mejor ingresos como los provenientes de las loterías. Hay que recalcar cómo el 40 % de la totalidad de las loterías se vende en Bogotá, ciudad que no percibe absolutamente nada por ese concepto, mientras se ve obligada a pagar un impuesto considerable por la venta de su propia lotería en cualquier otra de las secciones. Lo mismo sucede con el consumo de gasolina y ACPM, que es del orden del 39 % en la ciudad sobre el de la Nación, porcentaje que no se refleja sobre él ingreso que percibe por concepto del impuesto respectivo. Otro tanto ocurre con el movimiento bancario: el 40 % de los cheques girados por compensación se pagan en Bogotá y la ciudad no recibe ingresos en proporción a ese 40 %. Claro está que yo no demando una proporción matemática. Lo que demando es que actuemos con un sentido solidario, que nos permita entender a la capital como una sección más del país, que afronta problemas y realidades de dificil solución y que para ello requiere el concurso de todo el cuerpo social, en la misma medida en que éste lo demanda de la primera.
No sobra anotar que la distribución de los recursos tiene mucho que ver con el hecho de que el último censo no haya sido aprobado en el Congreso. El país se rige aún por el de 19G4, cuando Bogotá tenía un millón seiscientos mil habitantes. Por eso el situado fiscal , el impuesto a las ventas y los demás ingresos similares, se le giran con base en esa cifra y no en los cinco o más millones de. habitantes de hoy en día. Allí radica uno de los aspectos dramáticos de la falta de solidaridad del país con Bogotá Y uno de los mejores argumentos a favor del descentralismo. Yo soy un descentralista convencido. Lo fui en el parlamento, como representante de los Llanos Orientales, lo -fui en los ministerios, como representante de la Nación y lo soy ahora como alcalde de Bogotá. La gente de provincia es descentralista porque sufre las limitaciones que emanan del poder nacional y confunden esas limitaciones con un cierto tipo de opresión. Ya expliqué en dónde está la equivocación de ese concepto. Bogotá requiere de una autonomía que le permita el manejo directo de multitud de problemas sin la interferencia de las entidades nacionales. Éstas pretenden, sin lógica alguna, tener su regional más importante en la capital. No hay razón para ello. Bogotá no puede equipararse, con el mayor respeto, a cualquiera de las zonas periféricas del país. A Bogotá no debe entrar el Departamento de Acción Comunal del Ministerio de Gobierno con propósitos electorales; no puede, ni debe, ni está autorizado para organizar juntas paralelas en nuestros barrios. En ese terreno el Ministerio tiene un vasto campo de acción en el resto del país. Y así podría decirse de muchos otros organismos, de muchas otras dependencias a las que les interesa conquistar a Bogotá por razones que tal vez no sea del caso analizar ahora.
Considero que para su mayor cohesión el país necesita una mayor independencia seccional, una mayor autonomía. Esto parece paradójico. Pero lo cierto es que se requiere con urgencia una política descentralista, que le dé mayores facultades a las secciones de cualquier nivel en el país. Entre ellas a los municipios, porque es fácil ver cómo en los distintos departamentos, al lado de una capital macrocefáliaca, se desenvuelven pequeños pueblecitos anquilosados y paupérrimos, cuyo único destino es el de ser absorbidos totalmente por las metrópolis. Ésta fue una de las causas que tuvieron algunos departamentos para parcelarse y dividirse. Y la critico hoy como la critiqué en el Congreso, cuando voté en contra de la fragmentación del antiguo Caldas. Es la misma tendencia que se ha observado en la Costa. Todo lo cual demuestra que el fenómeno de la centralización pesa en forma aguda sobre la provincia colombiana, que a veces cree firmemente que el único camino para enfrentarlo es el de la separación total, el de la conformación de un nuevo núcleo administrativo. Así pues, lo que puede mantener la unidad de nuestro conglomerado, es la autonomía de las provincias, no con respecto a la capital del país como capital, sino como entidad jurídica del orden nacional, centro de los poderes que intervienen decisoriamente en los asuntos- de cada uno, sea cual sea el grado y la importancia de los mismos. Como es evidente, este fenómeno no depende de la capital. Bogotá no tiene nada que ver con los problemas de Antioquía o con los problemas del Valle, o con los problemas de la Costa, o de Nariño. Quien los resuelve es la entidad «nación» por intermedio de unos institutos mal llamados descentralizados, establecimientos públicos nacionales que quieren resolver los problemas de cualquier parte del país desde la capital. A esta situación debe ponérsele punto final. En primer término en beneficio del país y, secundariamente, en favor de la capital de la República, que no invade ni tiene por qué invadir la órbita de las provincias.
Un proyecto imperioso: el distrito capital
Por todo ello creo que ha llegado el momento de que Bogotá dé el paso hacia el Distrito Capital. Para comenzar, participo de la tesis de la elección popular de alcaldes o, por lo menos, de la elección popular del alcalde de Bogotá. Es muy grave que ocurra lo que ha ocurrido en la actual administración, donde el funcionario nombrado por el Presidente de la República tiene un deseo inmenso de adelantar una obra que perdure, mientras el Concejo elegido en las urnas se opone tercamente a esa obra. En el primer evento el alcalde iría acompañado por un equipo político, que sería decisorio en el Cabildo y respaldaría sus iniciativas. Si se llegara a recurrir a este sistema, el aspirante podría presentar un programa de gobierno, sobre el cual la ciudad decidiría en los comicios. Bien vistas las cosas, me parece que el país puede correr la contingencia de afrontar la popularidad del alcalde de Bogotá. La democracia implica riesgos pero ella engendra también la posibilidad de acertar buscando sus mejores hombres a través de la elección popular.
La ciudad debe tener autonomía. No me refiero, claro está, a la que tenga el funcionario respectivo frente al jefe del Estado. En mi caso hasido grande y honrosa. Para mí ha sido más que satisfactorio contar con el respaldo y el consejo permanentes del primer magistrado. Pero, más allá, es necesario atender a la forma como se desenvuelve la administración, en la cual ciertos empleados de algún nivel consideran que la Alcaldía de Bogotá es un cargo secundario, sin importancia mayor, y no se sienten movidos a atender sus requerimientos. El Distrito Capital le permitiría a Bogotá el manejo independiente -de muchos aspectos de su vida administrativa. Porque no se justifica ni se explica cómo se ha podido caer en ese casuismo quisquilloso,, que limita las posibilidades del gobierno de la ciudad en una forma notable, que la frena, la limita, la paraliza, mientras un funcionario subalterno del orden nacional resuelve o no tomar medidas que la afectan, o dar autorizaciones que muchas veces son urgentes o indispensables.
En consecuencia, la autonomía debe ser grande. Así ocurre en otras latitudes, donde la capital se somete a un régimen específico. En ellas, y nosotros no podemos ser la excepción, hay implicaciones de carácter fiscal muy considerables. Como lo he explicado largamente, rentas que se generan en Bogotá en un porcentaje notable, no la benefician en forma alguna. Sé trata de una condición inequitativa. Bogotá se autofinancia. Del presupuesto nacional, sólo una pequeña parte que corresponde a situado fiscal y a impuestos a las ventas con base en un censo de población atrasado 20 años se destina a la capital del país, mientras que, como quedó esbozado atrás, de sus propias rentas Bogotá le entrega al país, a veces el 60 %, a veces el 100 %. No me opongo de ninguna manera a esa ayuda. Pero insisto en la necesidad de buscar una equidad que consulte, lo he dicho varias veces, el volumen de los ingresos y de la población que reside en la ciudad.
Desde otro punto de vista el Concejo funciona hoy en forma inadecuada. Como su nombre lo indica, la tarea del suplente es la de sustituir al principal en sus ausencias. En Bogotá ocurre lo contrario. Hay veinte principales y veinte suplentes y todos asisten simultáneamente a las sesiones y a las juntas directivas para las cuales son elegidos. Se da el caso de que interviene el principal en un debate, y el contradictor es el suplente. De otra parte es absurdo que Bogotá y Cundinamarca compartan el mismo Tribunal de lo Contencioso Administrativo. Lo cual nos pone en contacto con un hecho que a estas alturas carece de sentido: que Bogotá sea al mismo tiempo la capital del departamento y del país.
El Distrito Capital implicaría que Bogotá deje de ser la sede del gobierno de Cundinamarca. Pese a que esa tesis no ha sido de recibo en el departamento, para este último sería benéfico el cambio. Si la capital se trasladara a cualquiera de las ciudades de alguna importancia que existen en su territorio, la beneficiada vería en breve término impulsado su desarrollo en forma extraordinaria, tal como ha sucedido con las capitales de todos y cada uno de los departamentos. Al mismo tiempo, Bogotá no sufriría la presión y congestión adicionales que significa la superposición de dos centralismos, el nacional y el regional, en una misma ciudad sometida a toda suerte de problemas.
Necesitamos entonces obviamente un grado de autodeterminación, de independencia, que elimine de una vez por todas esta simbiosis perjudicial. ¿Qué objeto tiene, por ejemplo, que en Bogotá se vote para la Asamblea de Cundinamarca, si las ordenanzas de esta última no rigen en ella? ¿Qué razón hay para proceder de esa manera, distinta de una pura y llana consideración de mecánica electoral? En el mismo sentido, sería igualmente ¡lógico que en los demás municipios del departamento se votara para el Concejo Distrital. Se requiere una organización completa y propia en lo que hace a los órganos del poder público.
Ya es hora de que la ciudad haga tránsito hacia su independencia. El hecho de que pertenezca a la misma circunscripción electoral con Cundinamarca constituye un fraude que se le hace a ella y al departamento, en primer término porque no se pueden sumar cantidades que no sean homogéneas. Parecería que en esta materia los guarismos lo sean sin problema, pero el hecho de que la ciudad tenga 5 millones de habitantes y el departamento solamente dos, desvirtúa la realidad electoral de este último, que elige unos candidatos con listas integradas. 0 viceversa: la presión de un conjunto significativo de electores, como son los de Cundinamarca, influye en los resultados electorales de Bogotá y los interfiere. En resumen, esa interferencia es recíproca pero adolece de una evidente disparidad.
Cundinamarca es una de las más importantes secciones del país. Cuenta con ingresos considerables, lo que le permite adelantar una tarea de gobierno adecuada y elocuente. Sus 112 municipios tienen derecho a designar, con autonomía, quién deba representarlos en el Congreso de la República y en la Asamblea departamental. Mientras tanto, Bogotá está en la obligación de reivindicar sus prerrogativas en ese campo. No se ve claro porqué no puede elegir el número de senadores y representantes que le corresponden de acuerdo con lo establecido por la Constitución Nacional. Y sin embargo éste es otro de los argumentos de peso que han impedido la aprobación del censo en el parlamento. En efecto, esa aprobación le daría a la capital un número superior de congresistas, lo que variaría el equilibrio de las fuerzas regionales. Por ello, estas últimas, manejadas hasta hoy mayoritariamente por la provincia, se han opuesto sistemáticamente a acoger el censo mencionado, lo cual, trae toda suerte de problemas, que ya enumeré en su oportunidad.
Me parece que estas opiniones tienen algún fundamento. Las elecciones hasta hoy presentan un fenómeno curioso: el hecho de que los senadores y representantes por Bogotá en su mayoría no sean bogotanos. La capital es una especie de aeropuerto político, donde suelen aterrizar muchos de los dirigentes de provincia que no tienen electorado, y que desean un escaño en el Congreso. Esto lo anoto en forma tangencial, sin que ello implique la más mínima crítica. Pero lo cierto es que esos senadores y representantes elegidos por Bogotá votan por su provincia de origen en contra de los intereses de la ciudad que los ha elegido en los asuntos que suponen un enfrentamiento de cualquier tipo entre la capital y su terruño nativo. Este caso, que es aberrante, demuestra claramente que se necesita darle similitud de derechos a Bogotá para que tenga una representación auténtica, sin interferencias de intereses distintos.
Pero hay más. El Distrito Capital requiere un ámbito físico superior al de hoy en día, que sólo llega a 33 mil hectáreas de superficie. Según los proyectos que he tratado de esbozar en este sentido, la Bogotá del futuro deberá contar exactamente con el doble: 66 mil hectáreas. El estudio sobre el metro comprobó, de acuerdo con los flujos de crecimiento v de migración actual dentro de la ciudad, que en ésta no sólo se van a llenar los vacíos que hoy existen, sino que se van a rebasar los límites actuales. Soacha será una ciudad de medio millón de habitantes. Usme tendrá 250 mil. Por el oriente Bogotá crecerá hasta el tope que permite un suministro adecuado del servicio de acueducto, mientras que por el occidente, y gracias al sentido que pueden imprimirle al desarrollo urbano las líneas de transporte masivo, se traspasará el río Bogotá y se incorporarán a la ciudad zonas de la mayor importancia como son las de Funza y Mosquera y, probablemente, las de Madrid. Mientras tanto deberá controlarse el crecimiento desmesurado hacia el norte que, si sigue al mismo ritmo, amenaza con hacer desaparecer en un período demasiado corto (50 años, quizá) la sabana de Bogotá.
Entre las zonas mencionadas no habrá solución de continuidad. La nueva área metropolitana incorporará, además, a Chía y a Cajicá. Este fenómeno no puede sorprender a nadie, máxime si paulatinamente se ha producido sin que haya llegado a tener una expresión jurídica propia. Bogotá le presta a la casi totalidad de sus vecinos los servicios esenciales de acueducto, energía, etcétera. Lo que se requiere ahora es una comunicación administrativa, una integración y crecimiento planificados, porque el desarrollo de estos municipios, adelantado por hipotéticos departamentos de planeación de cada uno de ellos, es algo que carece de sentido.
Así pues, se necesita una concepción más grande, más importante, más completa, de lo que debe ser el desarrollo de la capital del país. Ello nos interesa a todos, porque la protección de la sabana de Bogotá, que es un patrimonio común, depende en buena parte de esa política; porque, además, sólo así podremos habilitar y preservar un habitát aceptable para un conjunto de población de la magnitud que va a tener la capital hacia finales de siglo; y porque estos «finales de siglo» tienen mucho que ver con la época en que escribo.
Las metas comunes con la empresa privada
Pero hablo de un propósito común. Dentro de éste, la cooperación del sector público y privado es fundamental. Sólo en una simbiosis armónica de intereses e ideales, puede delinearse un futuro mejor para todos los colombianos. En algunos casos el gobierno ha contado con el apoyo de la industria para adelantar sus planes de renovación estética de la ciudad; en otros ha creado con ella, hombro a hombro, las más importantes empresas mixtas, como la que se hará cargo de la terminal de buses de Bogotá, o Corabastos, y, posiblemente, la empresa del metro; en otros han compartido la prestación de servicios públicos de importancia, lo que es fundamental en un sistema como el nuestro, de claro perfil democrático, donde, dentro de un marco adecuado de reglamentos, debe dársele la oportunidad a los particulares de contribuir en ese terreno. Basta decir, en abono de esta opinión, que en las circunstancias actuales de la economía, el Estado no dispone de las sumas necesarias para asumir en una forma total la prestación de servicios, y que no dispondrá de ellas por lo menos en las próximas décadas. Los programas han sido armónicos. Se ha contado con la ayuda de la empresa privada en la educación, la salud y el transporte. En este último campo, el Distrito se ha preocupado por conservar la Empresa Distrital de Buses, con el fin de mantener la posibilidad de una intervención gubernamental frente a esa actividad de los particulares. Y esto me permite dibujar el perfil de una tesis, que no es sólo mía, pero que sí precisa el interés y el propósito de buena parte de la administración pública colombiana en esta segunda mitad del siglo: considero que deben mantenerse las mejores relaciones, inclusive una estrecha colaboración, entre el sector público y el privado, con miras a lograr una serie de finalidades comunes, pero que de la misma manera es indispensable laintervención del Estado con el fin de evitar que los servicios que corran a cargo de los particulares, en especial aquellos que son fundamentales, puedan prestarse a cualquier abuso por parte del capital privado, cuya tendencia, lógica v natural, es la de obtener siempre el máximo de utilidades. Como es obvio, el criterio de la administración debe ser diferente. No otro que el de prestar el máximo de servicio, aun subsidiado, con el fin de que la ciudadanía obtenga resultados menos gravosos para su propio peculio. Parecería que en esa dualidad de intereses pueda darse un enfrenta miento. No hay tal. Existe sí una dicotomía, que es perfectamente manejable si los objetivos del Estado priman sobre cualquier otro.
Hoy en día hay otros terrenos donde debe abrírsele campo a la actividad del gobierno. Tal es el caso del sector financiero. Estoy convencido de que la inmensa concentración de capital en la banca privada tiene mucho que ver con el alza excesiva de los intereses. En más de una ocasión el Distrito se ha visto en dificultades para conseguir créditos, y cuando lo logra debe someterse a los precios del mercado corriente. Es dificil para el sector público adelantar planes de fomento y desarrollo con intereses que oscilan entre el 36 y el 45 %. Y sin embargo, hay un hecho de importancia que debe ser recalcado: los depósitos bancarios del Distrito permitirían obtener el dinero suficiente para crear un excelente banco.
Revisemos rápidamente unas cifras: el presupuesto consolidado de Bogotá vale 66 mil millones de pesos en 1982. Si esa suma se consignara en un banco distrital, éste podría atender sin dificultad ninguna las necesidades de crédito del mismo sector. Sería interesante analizar si es o no posible que haya un crédito de fomento para el desarrollo de las obras de importancia que adelantan las empresas de servicio o los institutos del sector público, empresas e institutos que podrían adquirirlos, a mediano plazo con intereses razonables, para no verse abocados al alto costo del dinero hoy en día. Como es natural, se trata de una iniciativa que puede despertar gran resistencia en el sector de la banca privada, pero conviene analizarla sobre todo si se considera que en ocasiones Bogotá ha afrontado dificultades para conseguir préstamos aún en entidades oficiales de crédito. Hasta el momento se han obtenido buenos rendimientos al depositar dineros del Distrito en cuentas de ahorro, o en depósitos a término, o en títulos de participación, o en diversos papeles, medida que se ha tomado ante todo para defender los fondos públicos del deterioro monetario y de la merma que la inflación produce cuantitativamente en su capacidad adquisitiva. Pero no es bastante. Por eso hay que estudiar a fondo la creación de un banco distrital, que le permita a Bogotá financiar sus propias necesidades. Hablando solamente de los recursos de carácter público, la capacidad general de la ciudad alimentaría al banco, lo que permite imaginar sus dimensiones en caso de que se abra a los depósitos en cuentas corrientes y demás actividades comerciales de la ciudadanía. Naturalmente, con la realización de este estudio, se convertiría sin duda alguna en el banco más importante del país.
Que no se diga, claro está, que éste sería el primer paso para nacionalizar la banca y para seguir la ruta del socialismo de Estado. No hay ese temor. En Colombia tenemos bancos oficiales, de capital estatal, y jamás ha llegado a producirse ese fenómeno. Un ejemplo notable sería el de la Caja Agraria, en el fondo nada distinta de un banco, que desde hace 50 y más años le ha prestado un magnífico servicio al sector rural del país, con un crédito selectivo diferenciado y dirigido al fomento de la actividad agropecuaria. Igual ocurriría sí una entidad crediticia del sector oficial se dedicara al desarrollo de las obras públicas. No se organizaría, en efecto, para sustituir a la banca privada en los préstamos corrientes a particulares. La reglamentación del mismo le fijaría una serie de limitaciones y determinaría su función específica.
Si ello fuera posible, si llegara a ponerse en marcha un programa de tanta envergadura, se beneficiarían directamente las obras de interés social. Porque hoy, como expliqué antes, el gobierno, que es una entidad que no puede tener ni tiene ánimo de lucro, que adelanta obras sin necesidad de que le produzcan rendimientos, se ve obligado a recurrir al mercado bancario y a someterse al pago de los intereses corrientes. En caso de que éstos fueran menores, podría invertirse una mayor cantidad de dinero en los proyectos del gobierno. Esto depende de una mejor financiación. Es todo. Y no se ve de dónde pueda salir esa mejor financiación aparte de los recursos de que disponga el mismo sector público.
Esta idea merece un estudio a fondo. Basta saber que el capital bancario se compone esencialmente de depósitos y que los depósitos de mayor envergadura en los bancos de Bogotá son los del distrito. Me parece que dentro de una estrecha y valiosa cooperación entre los sectores público v privado, crear un organismo de crédito como éste puede tener la mayor importancia. No me anima ninguna animadversión, ningún deseo de proceder a estatizar la banca. Por el contrario, considero útil que haya competencia entre ésta v la banca estatal, así como es útil que la haya en el campo de uno de los servicios esenciales, el del transporte, u otros donde el Estado no es autosuficiente como los de la salud v la educación. La competencia controla los precios y al mismo tiempo ofrece una mayor y más diversificada cobertura hacia todos los estratos de la sociedad. El gobierno está en la obligación de volcar sus tareas sobre las gentes de menores recursos v debe dedicarse a adelantar las obras indispensables que permitan resolverles sus necesidades. Por eso mi administración se empeñó en construir hospitales y centros de salud, en ampliar los cupos de las urgencias hospitalarias, en hacer aulas con miras a cumplir el mandato de la Constitución que establece la enseñanza gratuita y obligatoria en la escuela primaria, en organizar colegios de bachillerato a un costo ínfimo para los padres de familia, etcétera. Ésta es la forma como compite el Estado, al cual no lo anima el deseo de desalojar a la empresa privada, ni de eliminarla, ni de sacarla del país, sino el de cubrir con su acción los sectores marginales.
La idea de la banca con una expresión municipal en Bogotá, podría ensayarse dentro de estos parámetros. No se va a reemplazar ni a sustituir la acción del capital privado. Se va a prestar un servicio directo a las entidades distritales que lo requieran, con el fin de obtener una mejor financiación que, como dije, va a redundar en un sustancial incremento de las obras públicas.
Una contratación efectiva: a término y precio fijo
Pero la colaboración entre los dos sectores se expresa también en otra forma importante. Se trata de un aporte básico que ha hecho mi gobierno, del cual me siento realmente orgulloso. No otro que la modificación a que se sometió el régimen de contratos con el sector público. Antes se pactaban un plazo y un precio para la ejecución de la obra y, en el mismo documento, se acordaban las cláusulas escalatorias del precio en caso de que los trabajos se prolongaran más allá del tiempo previsto. Ese sistema provocaba el que obras iniciadas años atrás no terminaran nunca. Se superaba varias veces el período pactado y se superaba, también varias veces, el precio inicial y la obra no llegaba jamás a concluirse o se concluía con un inmenso retardo. La ciudad presenció muchas veces ese espectáculo de desgreño administrativo y fue víctima de las incomodidades acarreadas por el sistema. Así pues se pensó en ensayar una fórmula de recibo en otros países: la de precio y plazo fijo. El programa bandera en este terreno fue el de los puentes. En ellos se utilizó dicha fórmula y fue entonces cuando la ciudad observó con asombro que trabajos que se demoraban varios años en ser concluidos, en esta oportunidad se entregaban dentro del breve período fijado. Al inaugurar el «puente del Concejo», que fue el primero de todos, informé a la opinión pública que en adelante entregaría uno mensual. Todavía recuerdo los comentarios sarcásticos que se hicieron y las críticas mordaces a un propósito que en ese entonces se veía como algo imposible. Pues bien. La administración cumplió punto por punto su promesa y la cumplió con creces. Porque, en efecto, hemos construido más de un puente mensual, como habrá ocasión de exponerlo más adelante.
Desde luego no todas las obras se pueden contratar de esa manera. Priman a veces razones de carácter técnico, como aquella según la cual el inmenso volumen de algunas impide saber cuánto se van a prolongar en el tiempo y a qué incidencias de tipo monetario van a estar sometidas. Es posible calcular uno v otro detalle cuando el término es breve, pero cuando se extiende durante varios años es dificil correr un riesgo que puede perjudicar tanto a la administración como al contratista. Sin embargo en las obras menores se consiguió una economía considerable. En efecto, se disminuyó el costo real social de las mismas. Cuando se aprecia el beneficio de alguna y se sabe lo que significa en el desenvolvimiento de la vida urbana, puede calcularse en alguna forma el costo monetario de ese beneficio. En las casas construidas recientemente por la Caja de Vivienda Popular en un lapso mínimo de cuatro meses, la función social que éstas cumplieron fue distinta de la que hubieran tenido en caso de que la demora hubiera sido de un año. En este evento, habría un lucro cesante de las dos terceras partes del año, lucro cesante que es mensurable en dinero. Lo mismo sucede con los puentes. Lo mismo con las demás obras del gobierno. Éste tiene la satisfacción de haber programado, contratado y terminado algunos trabajos de vital trascendencia en la vida ciudadana.
Ello no ocurría anteriormente. Y se debe tan sólo al sistema de contratación que he expuesto, el cual no vacilo en recomendar al país como una política general. No me preocupa que sea sometida a toda suerte de ataques por las asociaciones de contratistas, que estaban acostumbradas al viejo sistema. Creo que hay que-reaccionar contra esas prácticas del pasado, que tuvieron suficiente tiempo para demostrar que eran ineficaces. El mundo moderno está en la obligación de contabilizar como un factor fundamental el tiempo. Debemos aprender a trabajar rápida y eficazmente. Ello significa, aparte de un gran avance, una economía mensurable. Una administración que vuelva al viejo sistema podrá comprobar sus desventajas. Yo lo sufrí en carne propia. Algunos trabajos contratados en esa forma al principio de mi gestión, aún no han concluido y para terminarlos antes del 7 de agosto de 1982 se necesitará compelir a los contratistas, lo que es demasiado molesto. Estos últimos siempre encontrarán una razón para que les prolonguen su contrato. Siempre habrá algún imponderable que llevará a las juntas respectivas a autorizar una prórroga. En cambio con el nuevo sistema, salvo si hay fuerza mayor o caso fortuito (perfectamente establecidos en derecho), no habrá lugar a esperar nada distinto que el término de la obra dentro del plazo previsto. Es tan eficaz el sistema, que Bogotá ha podido observar cómo ingenieros y trabajadores laboran de noche e inclusive los fines de semana v los días feriados. Y esto es por una razón elemental: porque los mayores costos que provienen de la inflación por alzas en los precios de los insumos o en los salarios, conspiran contra el interés del contratista. Si bajo la otra forma de contratación, este último estaba interesado en que la obra se demorara indefinidamente porque de esa manera se le pagaba más por la cláusula escalatoria y los reajustes, ahora necesita terminar lo más pronto posible para que el alza, en una coyuntura inflacionaria, no afecte sus propios recursos ni sus utilidades. Por primera vez se encontró el punto de coincidencia entre el interés público y el privado.
Es de lamentar, eso sí, que este sistema no quede institucionalizado. Y no lo queda porque el Concejo Distrital se negó a aprobar algunos acuerdos fundamentales. Sería conveniente, sin embargo, poder introducir una modificación al Código Fiscal que establezca como imperativa dicha norma, que por ahora sólo queda como un ejemplo.
Y volvamos acá a la importancia que tiene para una ciudad como Bogotá un alcalde fiscalista y alcabalero, como se me ha calificado. La contratación a precio y plazo fijo se puede practicar siempre y cuando el gobierno disponga de unas arcas bien provistas. En efecto, la clave del sistema radica en darle al contratista un anticipo importante. Así se hizo con los puentes, v así se hace v se hará con las otras obras mientras esté a nuestro alcance. En todo estos casos el gobierno entregó un anticipo del 50 %. En esa forma se le prestó un servicio adicional a la empresa privada, porque hoy hay escasez de dinero y dificultades en -el crédito. Con ese 50 % del monto global, se le giró no otra cosa que el capital de trabajo. No sobra aclarar que los contratos se firmaron siempre cuando el 100 % estaba en caja. Por ello no hubo problemas de ninguna índole con los contratistas ni con el sistema. No sucede lo mismo cuando se echa mano de los recursos obtenidos por valorización, que son de muy dificil recaudo. En tal caso el gobierno se ve obligado a emprender un trabajo que puede acercarse a los 100, 200 o 300 millones de pesos, con 2, 3 o 4 millones disponibles. Esto perjudicaba al particular que se comprometía a trabajar bajo este sistema. Muchas veces, cuando enviaba el acta suscrita en la que constaba la entrega de parte de la obra, en Valorización no había el dinero suficiente para pagarle. Hoy no. Gracias a la política fiscal que se adelantó en estos cuatro años, el gobierno tuvo fondos. Y cuando se tienen fondos se pueden hacer las cosas al derecho. En la gran mayoría de los casos el Distrito aportó los dineros necesarios para iniciar trabajos y avanzar en ellos grandemente. El organismo respectivo firmaba el contrato y disponía de lo necesario para pagar el anticipo pactado. Al mismo tiempo el gobierno derramaba el impuesto de valorización sobre la zona y empezaba el recaudo. Cuando la obra avanzaba, los fondos comenzaban a entrar en caja. Pero los trabajos no se detenían, aunque aquéllos no fueran suficientes porque se habían iniciado con la suma aportada por la administración. Al terminar la obra ya se había recaudado buena parte del total, lo que ayudaba a que el último desembolso fuera mucho más fácil. Luego continuaba el recaudo, que permitía disponer de los fondos adicionales necesarios para acometer de inmediato otra empresa. Por eso hay que recaudar impuestos. Por eso hay que ser fiscalistas y alcabaleros, con un fiscalismo sano que tenga como único objetivo el de ejecutar un cúmulo de obras bien hechas en el menor tiempo posible.
Dimensiones domesticas de la alcaldía
Todos estos planes, todos estos propósitos, todos estos proyectos se ven entorpecidos sin embargo por la cantidad -y calidad- de las tareas que debe desempeñar el alcalde de la ciudad. Ya señalé cómo el Código de Régimen Político y Municipal aún vigente es el de 1913. Otro tanto sucede con el Código Nacional de Policía y con una serie de normas que están bien para los alcaldes de los más pequeños municipios del país, pero no para aquellos de las grandes ciudades y menos aún para el de Bogotá, que ha visto cómo su tarea se convierte, día a día, en algo prácticamente imposible.
El alcalde de la capital tiene que firmar una inmensa cantidad de papeles, sin justificación de ninguna especie: pequeños juicios de policía, amparos de posesión, querellas de varia índole, disputas por propiedad horizontal o por linderos, en fin, todo aquello que hace la vida diaria de una ciudad. Esto se explicaría en cualquier municipio minúsculo, donde el alcalde, como autoridad de policía que es, tiene a su cuidado dos o tres asuntos de esa índole cada mes. Pero en Bogotá dichos pleitos son miles de miles cada día. Es imposible que el alcalde llegue a conocer la totalidad de los expedientes, que los lea y los estudie. Sin embargo, él es quien firma la sentencia, luego de un trámite que adelantan los alcaldes menores y los inspectores de policía, que llega a la oficina de sustanciación de la sección jurídica y que pasa a la Secretaría General o a la de Gobierno, según el tipo de juicio de que se trate, y finalmente al despacho del alcalde. Este firma una providencia que en el fondo no conoce y que no puede conocer, porque si se dedicara a leer la totalidad de esos documentos, que cada día alcanzan uno a dos metros de altura sobre su escritorio, no podría hacer nada distinto. El único control que pueden llevar tanto el alcalde como sus secretarios, es el de comprobar si han firmado los sustanciadores, que deben ser personas de entera confianza. No hay razón para que se llegue a ese extremo. Como no la hay para que el alcalde sea quien firme los diplomas de los egresados de la Universidad Distrital, ni la hubo hasta hace poco para que firmara los de los millares de bachilleres que se gradúan cada año en el Distrito. Por fortuna esta tarea la pudo delegar en la Secretaría de Educación. Pero aún no ha podido hacer lo mismo con las cartas opción para las empresas de taxis y de buses, de tal manera que los conductores que han adelantado los trámites para conseguir que se les adjudique un vehículo, dependen de una firma del alcalde, quien no tiene por qué conocer ese mínimo trámite y que está en la imposibilidad absoluta de revisar si se han cumplido todos los requisitos señalados por la ley. Esa es una tarea del Departamento de Tránsito y Transporte o del Intra, pero no del alcalde. Con una circunstancia adicional: la deshonestidad de algunos funcionarios, que para favorecer a alguien con la nota opción cobran una propina, lo que constituye un delito. En el documento va la firma del alcalde, quien no puede garantizar que su nombre quede indemne luego de un trámite en el que los papeles pasan por un nivel administrativo en el que, en ocasiones, no se manejan las cosas con suficiente. honestidad. Lo propio ocurre con todas las licencias, autorizaciones, permisos y providencias de varia índole que en virtud de una legislación anacrónica corren para su firma.
Dentro del Distrito Capital debe existir un alcalde de elección popular y unos vice-alcaldes nombrados por el alcalde, que se encarguen de toda una serie de funciones. En la actualidad el alcalde es quien debe entregarle las llaves de la ciudad a los importantes personajes que la visitan, debe presidir 321 juntas directivas diferentes, contestar un número infinito de llamadas telefónicas, conceder un sin número de audiencias y atender pequeñas solicitudes de la ciudadanía que se le hacen en virtud de su investidura de primera autoridad, como el hecho de que se haya roto un tubo del acueducto en cualquiera de los 6.000 Km. de calles de la ciudad, o se hayan dañado los teléfonos de alguno de los 530 mil suscriptores por cualquier aguacero, o se haya cometido un asalto o un crimen en cualquier esquina. Muchas veces debe contestar el teléfono a las dos o tres de la mañana para resolver asuntos de esa índole. ¿Qué puede hacer en esos casos el pobre alcalde? Nada distinto de llamar a su turno a la autoridad competente para que tome las medidas que sean necesarias. Todas estas tareas deben ser delegadas con el fin de que el alcalde pueda cumplir con una serie de funciones absoluta y totalmente esenciales, entre ellas las de pensar, planificar, ejecutar y además dirigir y orientar permanentemente a la ciudadanía. Esa es o debería ser su función principal.
En este cúmulo abrumador de actividades que hace que su jornada sea de 15 o más horas diariamente a veces sin excluir sábados y domingos por razón de visitas a los barrios e inauguraciones, el alcalde se encuentra sometido muchas veces a la investigación de la Procuraduría, o a denuncias penales. Se trata casi sin excepción de esas providencias de policía de que he hablado. La Procuraduría le solicita descargos y supone que el funcionario estudie el asunto con cuidado. Casi siempre es físicamente imposible hacerlo. Y es grave que ocurra algo semejante en una ciudad donde quien tiene la responsabilidad del gobierno no puede responsabilizarse -valgan la paradoja y la redundancia- de muchos de los asuntos que llegan a su escritorio. El alcalde no tiene tiempo suficiente para estudiar, para leer, para escribir. Necesita de una gran disciplina para dominar la fatiga con el fin de enterarse a altas horas de la noche de los informes esenciales de la administración y de los problemas básicos de su gobierno. Así pues, hay que buscar una mecánica diferente. Una mecánica administrativa que no tenga nada que ver con estos asuntos de poca monta, sino con otros de gran importancia que no atiende por falta de tiempo. Es necesario modificar el régimen jurídico en el Distrito en todos los órdenes: por ejemplo los concejales no deben ser coadministradores sino legisladores, así como los senadores y representantes no deben ser coadministradores de la cosa pública, sino mantener su independencia y autonomía, haciendo las leyes. No debe haber concejales principales y suplentes. Todos deben ser iguales, de pleno derecho y sin suplencias. Valdría la pena que el gobierno nacional constituyera una comisión de juristas especializados en derecho administrativo del Distrito que se encargue de redactar un anteproyecto susceptible de ser llevado a la consideración del Congreso. De todos modos, dentro del marco de la Bogotá del año 2000, dentro del marco de la ciudad ideal que debemos buscar a toda costa, debe tenderse hacia el distrito capital independiente, donde el alcalde sea un funcionario a quien se le respete su derecho a pensar y a concebir una política, antes que una persona encargada de los mínimos asuntos cotidianos que agobian a la ciudadanía.
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Texto de: Hernando Durán Dussán.
Alcalde de Bogotá
Seis propósitos iniciales
Bogotá no puede darse el lujo de ser la ciudad más barata del país. No puede darse el lujo, inconveniente desde cualquier punto de vista, de tener las tarifas de energía más bajas de Latinoamérica. La ciudad está en el deber de suministrar excelentes servicios, pero los habitantes deben pagar por ellos. Es indispensable qué la población tenga iguales oportunidades en materia de salud, de educación, de recreación, de vivienda, sin convertir a Bogotá al mismo tiempo en un imán que arriesgue un crecimiento macrocefálico. Me parece conveniente acentuar una característica que nos es propia, según la cual Colombia es un país de ciudades. Es fundamental que todas y cada una de ellas se desarrollen, que se den pasos para acelerar su crecimiento. El equilibrio entre las distintas regiones es una condición que debe fomentarse. No sucede así en otros países latinoamericanos, en los cuales una ciudad gigantesca pesa sobre las demás poblaciones, que escasamente llegan a una categoría secundaria, sin importancia. Este equilibrio regional ha ayudado a que se mantenga el equilibrio democrático. Todo ello me lleva a afirmar que no es conveniente para la nación fomentar el crecimiento desmesurado de la capital. Si se logra crear las condiciones indispensables para detener su crecimiento alrededor de los 10 millones de habitantes que he propuesto como máximo inevitable, habitantes a quienes se les ofrezcan los servicios adecuados de salud, educación y vivienda-, si se resuelve el problema del transporte masivo, que es hoy fundamental; si se busca un grado de bienestar social en el que nadie, sobre todo los niños, se encuentre desprotegido; si, por otra parte, se proyecta un conjunto de parques que permitan el grado de recreación necesaria y contribuyan fundamentalmente a la estética de la ciudad, si se logra brindarle condiciones de seguridad y de protección a la vida, honra y bienes de los ciudadanos, de acuerdo con lo que establece el artículo 16 de la Constitución Nacional; y si, como primera medida, se genera el número de empleos suficiente para permitirle a cada persona una subsistencia decorosa, Bogotá podrá llegar a ser la ciudad ideal.
Cuatro años de superávit
Pero, ¿cuáles son las medidas indispensables que deben adoptarse para que este propósito no se convierta en una simple utopía? Natura non facit saltus. Es imposible saltar etapas. Los procesos que pueden llevar a la sociedad hacia un estadio de mejor desarrollo, tomarán necesariamente un tiempo prolongado, pero lo que importa es que tengan un ritmo, que no se detengan. Mi administración puede presentar, a modo de ejemplo, unas cifras que demuestran palpablemente lo que se hizo en el terreno fiscal.
Considero que se trata de una tarea de importancia, si se tiene en cuenta que para lograr una ciudad armónica, una ciudad con posibilidades para todos sus habitantes, se necesitan recursos, siempre gigantescos, que permitan adelantar las obras de infraestructura básicas para llegar al desarrollo. Antes del 7 de agosto de 1978 Bogotá vivía, como las demás ciudades del país, una situación de déficit. Desde entonces hemos liquidado superávit, que consiste en recaudar más dinero que la suma que se ha presupuestado*. Al comienzo de mi administración el presupuesto de la ciudad en el área central era de 2.500 millones de pesos. En 1982 es de 10.500. Ello quiere decir que en cuatro años se multiplicó por cuatro, que creció en un 400 %. Puedo presentar una cifra semejante en el campo del presupuesto general consolidado, es decir, si al del área central se le suman los presupuestos de energía eléctrica, teléfonos, acueducto, lotería y, en fin, de las empresas descentralizadas de servicios. De 15 millones de pesos se pasó a 66 mil millones. ¿Por qué intenté llegar a esa meta?
Sencillamente porque desde un comienzo consideré, junto con mi equipo de colaboradores, que era fundamental transformar a Bogotá y partí de la base de que ese propósito no podía cumplirse si no se mejoraban los recursos.
*Tal vez valga la pena incluir el siguiente cuadro, que muestra la evolución del superávit fiscal del Distrito entre 1978 y 1981
AÑOS SUPERAVIT | ||
1978 | 185.935 | 100,00 |
1979 | 743.277 | 399,75 |
1980 | 956.778 | 514,58 |
1981 | 1.255.707 | 675,35 |
FUENTE: Dirección Distrital del Presupuesto - División de Contabilidad. Secretaría de Hacienda de Bogotá, D. E.
Una historia curiosa: el reavalúo catastral
Con el fin de lograrlo, el gobierno distrital echó mano de una estrategia básica v fundamental: aumentó los recaudos e incrementó los impuestos v tarifas. En el terreno impositivo se llegó al reavalúo técnico del catastro en un 43 % de los predios situados del centro de la ciudad hacia el norte, donde en líneas generales habitan las personas de mayores recursos. Se dejó por fuera el 57 % restante, en el cual vive la gente de más bajos ingresos. Ello demuestra en forma palpable que a la administración la guió un criterio permanente de sensibilidad social, con el cual persiguió una sociedad un poco más igualitaria, en la que las gentes de los estratos superiores ayuden, a través del fisco, a adelantar las obras de infraestructura que se requieren en los sectores marginados. El reavalúo catastral fue de tal magnitud, que del presupuesto de 645 millones por concepto de impuesto predial y complementarios que se liquidó en 1978, se pasará, conforme al estimativo de 1982, a 2 mil millones. Con esa diferencia, como es apenas obvio, se pueden emprender muchas obras. Naturalmente las clases adineradas, que se enfrentaron a un incremento en sus impuestos, protestaron en toda forma, y el Concejo Distrital, en su constante oposición, aprobó un acuerdo que deroga los reavalúos a partir del próximo año. Sin embargo, las cifras son claras. A manera de ejemplo puedo traer a colación el dato del 30 de marzo. Mientras en 1981 hasta esa fecha se habían recaudado 711 millones de pesos, en 1982 habíamos subido a 822 millones. Esta circunstancia a pesar de la norma mencionada me permite afirmar que la gente está de acuerdo con la política de obras de la actual administración. Demuestra, además, que los habitantes de Bogotá creen en esa política y en la inversión honesta de esos fondos. Si la tributación hubiera sido excesiva, si el contribuyente hubiera llegado a pensar por un solo momento que los dineros se habían malversado, lo más probable es que no hubiera pagado el impuesto. Pero no. Pagó como pagó el incremento en el impuesto de industria y comercio, que en 1978 era de 533 millones de pesos y que en 1982 alcanzará a 2 mil millones. Como en el caso anterior, el aumento fue del 400 %. En este punto hay algo curioso, que demuestra el desgreño administrativo en que puede caer una ciudad inmensa como Bogotá. Al notar que los recaudos no subían como se había previsto, dispuse exigirle a los propietarios« la licencia de funcionamiento de sus negocios. Se encontró entonces que muchos almacenes de la ciudad, incluso los de postín, carecían de ella. De acuerdo con las disposiciones vigentes se ordenó el cierre de los que se hallaban en esa situación, que en menos de 72 horas se pusieron al día, lo que mejoró notablemente los ingresos del Distrito.
Pero insistamos en el reavalúo catastral así sea tangencialmente. Al investigar con cuidado sobre ese recaudo pudo comprobarse que edificios de la mayor importancia, torres de 30 o 40 pisos, pagaban el impuesto sobre el avalúo del lote que en ciertos casos llegaba apenas a 100 mil pesos. Se trata de edificaciones que valían 500, 800 o más de mil millones de pesos. El reajuste se hizo por debajo del valor comercial del predio, pero naturalmente, al pasar de cien mil pesos a 200, 300 o 400 millones, se atacó la medida sobre la base de que el reajuste era de varios miles por ciento. Lo cual era cierto, si bien no suponía ninguna injusticia y por el contrario trataba de corregir la flagrante evasión de impuestos y las deficiencias administrativas anteriores. No se habían registrado mutaciones en el catastro. Durante años casas y edificios pagaron como lotes. Los avalúos en la mayoría de los casos eran muy antiguos, de épocas en que la moneda tenía un valor muy distinto. De manera que en pesos de hoy se pagaba muy poco por predial. Había que tener el valor de revisar esa situación, de afrontar la impopularidad y de tratar de buscar un poco de justicia social y de equilibrio en la ciudad, gravando -como dije- los sectores de más altos ingresos para poder hacer obras en aquellas de menores ingresos.
Todo ello contribuyó, tal como expliqué anteriormente, al mejoramiento sustancial de los recursos. Hasta 1978 Bogotá había liquidado una situación deficitaria crónica: los presupuestos se ejecutaban activamente al 85, al 90, al 95 % del dinero presupuestado. Desde entonces hemos venido liquidando, en su ejecución activa y pasiva, al 117, al 120, al 127 %. Ese porcentaje adicional constituye el superávit que ha permitido hacer incorporaciones adicionales en cada vigencia presupuestal por sumas considerables, dedicadas íntegramente a gastos de inversión, puesto que los de funcionamiento, como es obvio, estaban previstos y financiados en el presupuesto. Dichas sumas nos sirvieron como base para presentarle a la ciudad un conjunto impresionante de obras en lo que se refiere a la educación, la salud, v el bienestar social, las vías públicas v la vivienda.
La capital, victima del centralismo
Pero la administración de Bogotá no sólo se ocupó del campo fiscal. También se propuso poner sobre el tapete una serie de temas que hasta el momento habían sido terreno vedado, con el fin de discutirlos con amplitud, de ventilarlos para desarrollar en la mejor forma posible el decurso del gobierno distrital. Uno de ellos, que se estudió v analizó en muy diversa forma, fue el del centralismo, que, es, quizá, el punto clave del divorcio que se presenta muchas veces en el terreno teórico entre la capital y el resto del país. Un divorcio que, como veremos en seguida, ni se justifica ni se explica.
Por tradición, por nuestro temperamento conservador y metódico, por nuestro respeto a la forma antes que a la sustancia, en Colombia mantenemos en el orden del día una serie de estructuras institucionales v jurídicas desuetas, anacrónicas, que no tienen nada que ver ni ayudan en ninguna forma al buen desenvolvimiento del gobierno. Hay leves de gran importancia que tuvieron vigencia explicable en su momento, pero que al aplicarse en todo su vigor hoy en día, no responden de ninguna manera a nuestra realidad actual. Ese es el caso, por ejemplo, del Código de Régimen Político Y Municipal, que es la ley 4. a de 1913. Hay que imaginar por un solo momento lo que era la capital del país en 1913: una aldea, si se la compara con la urbe impresionante que tenemos hoy en día. Así pues, la administración debe manejar a una ciudad de cinco millones de habitantes, cuya superficie se extiende por kilómetros y kilómetros y cuyos conflictos son cada día más agudos, con los instrumentos de que disponía el gobierno a comienzos del siglo, cuando los habitantes sólo eran unos pocos miles y el casco urbano comenzaba un poco más al sur del barrio Egipto y se extendía algunas cuadras más allá de la calle 26. ¿Qué puede decirse de ese exabrupto? Nada distinto de afirmar, con el mayor énfasis posible, que la ciudad del año 2000 no puede asumir su propia realidad con los instrumentos de 1900. Claro está que el artículo 199 de la Carta consagra que Bogotá no está sujeta al régimen municipal ordinario y pone en manos del legislador el desarrollo de ese principio. Este último otorgó facultades extraordinarias al presidente de la República, quien mediante el decreto-ley 3133 de 1968 estableció algunas normas específicas para la capital. Pese a ello, el espíritu de la norma es restrictivo respecto de las atribuciones y facultades de la administración del Distrito y de su alcalde. Y son esas restricciones, que se padecen a diario, las que nos ponen en contacto directo con- una visión deformada del centralismo y con la forma como éste se ejerce en contra de los intereses de Bogotá, tachada por tirios y troyanos como la meca y el summum de esa concepción equivocada del gobierno.
Basta decir que en la provincia se considera que centralismo y Bogotá son palabras sinónimas, para tener una base elemental desde la cual se pueda partir hacia el análisis de un concepto que es por completo erróneo. Creer que la capital es la usufructuaria del centralismo constituye una equivocación costosa. El fenómeno centralista se encuentra expresado cabalmente, v en forma más clara y visible, en cada una de las capitales departamentales. Medellín es centralista con respecto a Antioquía, Bucaramanga lo es con respecto a Santander, Cartagena lo es con respecto a Bolívar y así sucesivamente en el resto del país. Una de las razones del fraccionamiento seccional que se presentó hace algunos años, fue la protesta de ciudades importantes de provincia contra las capitales de los departamentos, que absorbían recursos o volcaban toda la atención del gobierno sobre sus propios intereses. Así nacieron los departamentos de Córdoba, Risaralda, Quindío, Sucre y Cesar.
Pero el centralismo es una concepción jurídica. En el terreno nacional radica esencialmente en el Estado, en la nación, no en la ciudad, en él municipio, así sea éste la capital de la República. Aunque parezca superfluo aclarar algo que a primera vista parece de poca monta, conviene decir que el centralismo no tiene nada que ver con la ubicación geográfica. Bogotá no puede ser tachada de centralismo por encontrarse en el centro del país, así como Buenos Aires ( y no sé si este ejemplo se ajuste o no a la realidad de las cosas) puede ser centralista respecto de la Argentina, siendo así que se halla en uno de sus extremos. Por el contrario, el centralismo tiene que ver con una circunstancia específica: no otra que la carencia de autonomía en los departamentos v el Distrito para resolver sus propios problemas y el hecho de que, aun en los casos más anodinos, dependan del poder central y deban cumplir las órdenes de las autoridades nacionales. La queja contra el centralismo es una queja contra el poder central que se convierte injustamente en una queja contra Bogotá que no tiene poderes, ni atribuciones de ningún género que afecten la provincia.
La falta de autonomía es continua en la capital y la convierte, sin duda alguna, en la primera víctima del centralismo. Podría citar varios ejemplos que demuestran a todas luces cómo el régimen jurídico y administrativo necesita de una reforma fundamental en este campo. Pero basta con dos: para contratar crédito público, Bogotá debe obtener permiso de la división respectiva del Ministerio de Hacienda y del ministro; y para resolver problemas relacionados con la importación de vehículos o de elementos para las empresas distritales, una urbe de cinco millones de habitantes depende, como cualquier particular, del Instituto de Comercio Exterior, v de la conveniencia o inconveniencia -según el concepto de este organismo- de que se expida la licencia de importación respectiva.
Bogotá carece de autonomía. Enfrenta, además, una especie de simbiosis inútil con un cúmulo de entidades del orden nacional, incrustadas en su vida ordinaria, que no coordinan sus tareas con las autoridades del Distrito y que pretenden adelantar una obra independiente dentro de nuestro casco urbano. Al azar menciono el caso del deporte. En Bogotá funciona el Instituto Distrital de Recreación y Deporte, que recauda algunos ingresos por la utilización de escenarios de propiedad de la ciudad, como la plaza de toros5 y que destina esos fondos a la construcción de parques deportivos, canchas múltiples y estadios populares. Sin embargo, el primer beneficiario del interés que los ciudadanos tienen por esa actividad, es un organismo nacional como Coldeportes, que utiliza las instalaciones de Bogotá y percibe impuestos que le sirven para el sostenimiento de una burocracia innecesaria. ¿A qué se debe esa duplicación de funciones, que atenta en forma directa contra el derecho de los habitantes a la recreación popular? No estoy en capacidad de dar una respuesta adecuada. Lo cierto es que Bogotá dispone de una organización que le es propia, la cual no encuentra canales adecuados para expresarse, pese a que está más capacitada que ninguna para cumplir la tarea directa y eficaz que se requiere en ese terreno. Entre paréntesis, en muchas ocasiones nuestros funcionarios tienen mejores conocimientos y hacen gala de mayor seriedad que muchos de los empleados del orden nacional, entre otras cosas porque en el Distrito dependen directamente del alcalde, mientras que en los institutos descentralizados de la nación no tienen generalmente el mismo tipo de control.
Se adelanta, pues, una tarea paralela, que duplica esfuerzos y reduce a la mitad los fondos públicos dedicados a un propósito único. Veamos qué sucede en el Departamento de Tránsito Y Transporte de Bogotá. Es elemental que su contacto diario y directo con el problema que debe atender en las calles de la capital y su conocimiento sobre las rutas de buses, el número de vehículos públicos que trabajan en la ciudad, el personal de agentes de tránsito y todos los demás aspectos relacionados con dicho asunto, lo convierten en el depositario lógico de las soluciones que deben implementarse. En la práctica no sucede lo propio. Por el contrario, es el Intra, cuya tarea específica es la de controlar las carreteras del país y el transporte adecuado de pasajeros y de carga, el que fija las políticas a seguir, determina las rutas de buses y controla los aspectos más elementales de esa actividad. ¿Por qué --en otro terreno- la Corporación Nacional de Turismo mete mano en la capital, si en Bogotá funciona una entidad de primera importancia, el Instituto Distrital de Cultura v Turismo, cuyas realizaciones están a la vista de todo el país? Este último, para abundar en el ejemplo, partió de un presupuesto de inversión de un peso en 1978. Hoy llega a 330 millones, esfuerzo que debe atribuirse exclusivamente a la capital, porque a pesar de que los hoteles de la ciudad pagan un impuesto considerable y que más del 60 % de los turistas que vienen a Colombia llegan a Bogotá por una u otra razón, los fondos recaudados por ese concepto van a enriquecer las arcas del organismo nacional y dejan de lado por completo a nuestro Instituto. Ésa es la mentalidad de este país. Por eso puede afirmarse que Bogotá contribuye en forma directa a la importancia y auge de Cartagena, circunstancia que vo no critico en forma alguna pero sobre la cual quiero llamar la atención. Porque, en efecto, un alto porcentaje de los dineros que arbitra la Corporación en todo el país, entre ellos los que provienen de Bogotá, se invierten en los planes de nuestro primer centro turístico que es, sin duda alguna, la ciudad amurallada. Esto constituye una deformación sin sentido, que se basa probablemente en el hecho de que el organismo nacional, encargado del asunto, se le escrituró administrativamente a funcionarios, muy capaces por cierto, de esa ciudad, quienes olvidan lamentablemente la circunstancia física de la distribución y proveniencia de los fondos y el hecho de que la gran mayoría de los viajeros hacia Colombia quieren acercarse a la capital, no sólo por ser la capital del país, sino porque les ofrece la profunda belleza de la sabana, las instalaciones del Museo del Oro v de la Catedral de Sal, únicas en el mundo, v una serie de comodidades que muy difícilmente se encuentran en los demás sectores turísticos de Colombia. Esto sin olvidar que el Amazonas, Boyacá, San Agustín, el Valle del Cauca, Mompox, los Llanos Orientales y muchas otras regiones tienen abiertas sus puertas a quienes quieran conocerlas y que todas ellas cuentan con el paisaje y los atractivos necesarios para convertirse en punto de interés evidente y tangible. Sobra decir que la justicia más elemental indica la conveniencia de que Bogotá disponga de algunos de los fondos originados por los turistas que llegan hasta ella (que son el 65 % de los que vienen al país) con el propósito de mejorar sus instalaciones y ofrecerle a aquéllos un mejor servicio. Nada de eso sucede, sin embargo, todo lo cual demuestra hasta el cansancio que el centralismo de Bogotá es una ficción sin sentido ninguno.
Lo mismo sucede en lo que hace a la seguridad social. En la capital funciona el Departamento Administrativo de Bienestar Social, que se ocupa de siete mil niños sin padre ni madre conocidos, a cuyo servicio ha puesto un número suficiente de salacunas, guarderías infantiles, centros vecinales y hogares de paso. Trabaja también el Instituto para la Niñez, dirigido por el padre Javier de Nicoló, quien, como empleado del Distrito cumple una extraordinaria labor en lo que hace a la regeneración de los gamines. Ese programa debe ser alimentado con ingentes sumas de dinero, cuyo arbitrio es dificil y engorroso. Nuestro Departamento, además, construyó y dotó tres bellísimos centros comunitarios que benefician a 100 mil personas mensualmente, situados en La Victoria, Servitá y Lourdes, que sostiene con recursos precarios suministrados por la administración distrital. Entre tanto, el Instituto de Bienestar Familiar percibe el 2 % del pago de la totalidad de las nóminas en Bogotá, lo que representa una suma superior a los 2 mil millones de pesos anuales. De estos últimos, el Departamento de Bienestar Social de la capital recibe con una tardanza de muchos meses una pequeña parte correspondiente a algunos contratos que obligaban al primero a suministrarle 109 millones de pesos cada año, con destino a las guarderías infantiles. En mi opinión, si el organismo nacional le entregara al distrital siquiera una mínima parte de lo que genera Bogotá por concepto de la deducción en sus propias nóminas, podría adelantarse una mejor tarea social, en lo que hace al problema doloroso de la prostitución infantil de ambos sexos, de la inmigración continuada y sin sentido, de la inseguridad, del aumento progresivo de los vendedores ambulantes, de mendigos, de ancianos abandonados, etcétera.
No quisiera extenderme demasiado sobre estos aspectos, aunque pudiera citar todavía más casos. Veamos, por ejemplo, el del impuesto a las ventas. La nación debe girar a cada una de las secciones del país una suma proporcional a la forma como éstas hayan contribuido al recaudo del impuesto. En 1981 Bogotá generó por ese concepto algo más de 12 mil millones de pesos y no recibió un solo centavo, aunque en el presupuesto se había ordenado la apropiación de 490 millones. Ya de por sí, comparar nuestros 12 mil millones con los,490 millones ofrecidos, es dramático por decir lo menos. Pero el hecho de que ni siquiera se hayan girado rebasa cualquier límite. Está también el caso de la educación. La ley 43 de 1975, que presenté al parlamento como ministro del ramo, nacionalizó los niveles de enseñanza primaria y secundaria, lo que supone que el Estado sea el que pague esos maestros y que las prestaciones de cualquier índole, médicas, de jubilación y de cesantía, corran a su cargo a través de la Caja de Previsión Social Nacional o por contrato de ésta con las diferentes Cajas de Previsión de los departamentos o del Distrito. El 65 % del gasto de este organismo en Bogotá se origina en el magisterio. Y sin embargo no recibe de la nación el pago de tales servicios. Así pues, la ciudad ha tenido que atender ese región que no le corresponde. Y lo ha hecho porque no puede abandonar a los maestros a su suerte para beneficiarse de su trabajo sin pagarles las prestaciones sociales. La deuda que tiene la Nación con el Distrito por este concepto supera ya los mil millones de pesos, lo que implica un esfuerzo notable por parte del gobierno de Bogotá que debe impedir a toda costa que su Caja de Previsión llegue a quebrar en un momento dado por esta causa.
Así pues, el centralismo de Bogotá es una falacia. La antipatía que algunas regiones parecen sentir por la capital del país ni se justifica ni se explica. Bogotá es también descentralista, en el mismo grado en que lo pueden ser Antioquía, el Valle, la Costa Atlántica o cualquier otra región. Porque, al igual que ellas, la ciudad es una víctima más del centralismo, un concepto jurídico que la sujeta a entidades nacionales que casi nunca entienden ni conocen los conflictos básicos que la aquejan.
Y el país: a la búsqueda de una armonía
Aclarado este punto es posible tener un mejor enfoque sobre lo que deben ser las relaciones entre Bogotá y el país. Partamos de la base de que la capital le resuelve a la nación los problemas que le plantea una quinta parte de sus habitantes. Y los resuelve con sus propios recursos así ella genere el 40 % de la producción de bienes y servicios del país, lo que indica que le deja a la Nación un margen muy considerable para que atienda sus necesidades, margen que podría llegar a constituir una especie de auxilio que la ciudad le ofrece al resto de Colombia sin contraprestación ninguna. Ya vimos el caso del impuesto a las ventas. Podríamos precisar, entonces, que de los recursos que produce Bogotá se le debe dejar un porcentaje equivalente a su población. Porque de no hacerlo así, se llegará al momento en que la ciudad no pueda atender a sus propios problemas. En el caso del Instituto de Bienestar Familiar, si se aplicara dicha tesis, debería hacerse un cálculo de esta naturaleza: los recursos de ese organismo generados en Bogotá, alcanzan a dos mil millones de pesos; la ciudad debe atender a la quinta parte de la población del país; luego debe recibir 400 millones y contribuir con 1.600 millones a los diferentes programas que se adelantan en el resto del territorio nacional.
Bogotá sustenta muchas actividades en Colombia, dada su mayor capacidad de producción, el nivel de vida a que ha llegado y su estadio de desarrollo, que tiene ya su propia dinámica de crecimiento. Sin embargo, por virtud de un equivocado espíritu descentralista, la ciudad es desposeída en gran proporción de sus propios recursos en beneficio de las otras regiones. La posición justa debe ser la que propugno: que conserve para sí un porcentaje equivalente al volumen de su población. En esa forma se evitarían injusticias palpables como las ya mencionadas en el campo del turismo y de los deportes. Y podrían manejarse mejor ingresos como los provenientes de las loterías. Hay que recalcar cómo el 40 % de la totalidad de las loterías se vende en Bogotá, ciudad que no percibe absolutamente nada por ese concepto, mientras se ve obligada a pagar un impuesto considerable por la venta de su propia lotería en cualquier otra de las secciones. Lo mismo sucede con el consumo de gasolina y ACPM, que es del orden del 39 % en la ciudad sobre el de la Nación, porcentaje que no se refleja sobre él ingreso que percibe por concepto del impuesto respectivo. Otro tanto ocurre con el movimiento bancario: el 40 % de los cheques girados por compensación se pagan en Bogotá y la ciudad no recibe ingresos en proporción a ese 40 %. Claro está que yo no demando una proporción matemática. Lo que demando es que actuemos con un sentido solidario, que nos permita entender a la capital como una sección más del país, que afronta problemas y realidades de dificil solución y que para ello requiere el concurso de todo el cuerpo social, en la misma medida en que éste lo demanda de la primera.
No sobra anotar que la distribución de los recursos tiene mucho que ver con el hecho de que el último censo no haya sido aprobado en el Congreso. El país se rige aún por el de 19G4, cuando Bogotá tenía un millón seiscientos mil habitantes. Por eso el situado fiscal , el impuesto a las ventas y los demás ingresos similares, se le giran con base en esa cifra y no en los cinco o más millones de. habitantes de hoy en día. Allí radica uno de los aspectos dramáticos de la falta de solidaridad del país con Bogotá Y uno de los mejores argumentos a favor del descentralismo. Yo soy un descentralista convencido. Lo fui en el parlamento, como representante de los Llanos Orientales, lo -fui en los ministerios, como representante de la Nación y lo soy ahora como alcalde de Bogotá. La gente de provincia es descentralista porque sufre las limitaciones que emanan del poder nacional y confunden esas limitaciones con un cierto tipo de opresión. Ya expliqué en dónde está la equivocación de ese concepto. Bogotá requiere de una autonomía que le permita el manejo directo de multitud de problemas sin la interferencia de las entidades nacionales. Éstas pretenden, sin lógica alguna, tener su regional más importante en la capital. No hay razón para ello. Bogotá no puede equipararse, con el mayor respeto, a cualquiera de las zonas periféricas del país. A Bogotá no debe entrar el Departamento de Acción Comunal del Ministerio de Gobierno con propósitos electorales; no puede, ni debe, ni está autorizado para organizar juntas paralelas en nuestros barrios. En ese terreno el Ministerio tiene un vasto campo de acción en el resto del país. Y así podría decirse de muchos otros organismos, de muchas otras dependencias a las que les interesa conquistar a Bogotá por razones que tal vez no sea del caso analizar ahora.
Considero que para su mayor cohesión el país necesita una mayor independencia seccional, una mayor autonomía. Esto parece paradójico. Pero lo cierto es que se requiere con urgencia una política descentralista, que le dé mayores facultades a las secciones de cualquier nivel en el país. Entre ellas a los municipios, porque es fácil ver cómo en los distintos departamentos, al lado de una capital macrocefáliaca, se desenvuelven pequeños pueblecitos anquilosados y paupérrimos, cuyo único destino es el de ser absorbidos totalmente por las metrópolis. Ésta fue una de las causas que tuvieron algunos departamentos para parcelarse y dividirse. Y la critico hoy como la critiqué en el Congreso, cuando voté en contra de la fragmentación del antiguo Caldas. Es la misma tendencia que se ha observado en la Costa. Todo lo cual demuestra que el fenómeno de la centralización pesa en forma aguda sobre la provincia colombiana, que a veces cree firmemente que el único camino para enfrentarlo es el de la separación total, el de la conformación de un nuevo núcleo administrativo. Así pues, lo que puede mantener la unidad de nuestro conglomerado, es la autonomía de las provincias, no con respecto a la capital del país como capital, sino como entidad jurídica del orden nacional, centro de los poderes que intervienen decisoriamente en los asuntos- de cada uno, sea cual sea el grado y la importancia de los mismos. Como es evidente, este fenómeno no depende de la capital. Bogotá no tiene nada que ver con los problemas de Antioquía o con los problemas del Valle, o con los problemas de la Costa, o de Nariño. Quien los resuelve es la entidad «nación» por intermedio de unos institutos mal llamados descentralizados, establecimientos públicos nacionales que quieren resolver los problemas de cualquier parte del país desde la capital. A esta situación debe ponérsele punto final. En primer término en beneficio del país y, secundariamente, en favor de la capital de la República, que no invade ni tiene por qué invadir la órbita de las provincias.
Un proyecto imperioso: el distrito capital
Por todo ello creo que ha llegado el momento de que Bogotá dé el paso hacia el Distrito Capital. Para comenzar, participo de la tesis de la elección popular de alcaldes o, por lo menos, de la elección popular del alcalde de Bogotá. Es muy grave que ocurra lo que ha ocurrido en la actual administración, donde el funcionario nombrado por el Presidente de la República tiene un deseo inmenso de adelantar una obra que perdure, mientras el Concejo elegido en las urnas se opone tercamente a esa obra. En el primer evento el alcalde iría acompañado por un equipo político, que sería decisorio en el Cabildo y respaldaría sus iniciativas. Si se llegara a recurrir a este sistema, el aspirante podría presentar un programa de gobierno, sobre el cual la ciudad decidiría en los comicios. Bien vistas las cosas, me parece que el país puede correr la contingencia de afrontar la popularidad del alcalde de Bogotá. La democracia implica riesgos pero ella engendra también la posibilidad de acertar buscando sus mejores hombres a través de la elección popular.
La ciudad debe tener autonomía. No me refiero, claro está, a la que tenga el funcionario respectivo frente al jefe del Estado. En mi caso hasido grande y honrosa. Para mí ha sido más que satisfactorio contar con el respaldo y el consejo permanentes del primer magistrado. Pero, más allá, es necesario atender a la forma como se desenvuelve la administración, en la cual ciertos empleados de algún nivel consideran que la Alcaldía de Bogotá es un cargo secundario, sin importancia mayor, y no se sienten movidos a atender sus requerimientos. El Distrito Capital le permitiría a Bogotá el manejo independiente -de muchos aspectos de su vida administrativa. Porque no se justifica ni se explica cómo se ha podido caer en ese casuismo quisquilloso,, que limita las posibilidades del gobierno de la ciudad en una forma notable, que la frena, la limita, la paraliza, mientras un funcionario subalterno del orden nacional resuelve o no tomar medidas que la afectan, o dar autorizaciones que muchas veces son urgentes o indispensables.
En consecuencia, la autonomía debe ser grande. Así ocurre en otras latitudes, donde la capital se somete a un régimen específico. En ellas, y nosotros no podemos ser la excepción, hay implicaciones de carácter fiscal muy considerables. Como lo he explicado largamente, rentas que se generan en Bogotá en un porcentaje notable, no la benefician en forma alguna. Sé trata de una condición inequitativa. Bogotá se autofinancia. Del presupuesto nacional, sólo una pequeña parte que corresponde a situado fiscal y a impuestos a las ventas con base en un censo de población atrasado 20 años se destina a la capital del país, mientras que, como quedó esbozado atrás, de sus propias rentas Bogotá le entrega al país, a veces el 60 %, a veces el 100 %. No me opongo de ninguna manera a esa ayuda. Pero insisto en la necesidad de buscar una equidad que consulte, lo he dicho varias veces, el volumen de los ingresos y de la población que reside en la ciudad.
Desde otro punto de vista el Concejo funciona hoy en forma inadecuada. Como su nombre lo indica, la tarea del suplente es la de sustituir al principal en sus ausencias. En Bogotá ocurre lo contrario. Hay veinte principales y veinte suplentes y todos asisten simultáneamente a las sesiones y a las juntas directivas para las cuales son elegidos. Se da el caso de que interviene el principal en un debate, y el contradictor es el suplente. De otra parte es absurdo que Bogotá y Cundinamarca compartan el mismo Tribunal de lo Contencioso Administrativo. Lo cual nos pone en contacto con un hecho que a estas alturas carece de sentido: que Bogotá sea al mismo tiempo la capital del departamento y del país.
El Distrito Capital implicaría que Bogotá deje de ser la sede del gobierno de Cundinamarca. Pese a que esa tesis no ha sido de recibo en el departamento, para este último sería benéfico el cambio. Si la capital se trasladara a cualquiera de las ciudades de alguna importancia que existen en su territorio, la beneficiada vería en breve término impulsado su desarrollo en forma extraordinaria, tal como ha sucedido con las capitales de todos y cada uno de los departamentos. Al mismo tiempo, Bogotá no sufriría la presión y congestión adicionales que significa la superposición de dos centralismos, el nacional y el regional, en una misma ciudad sometida a toda suerte de problemas.
Necesitamos entonces obviamente un grado de autodeterminación, de independencia, que elimine de una vez por todas esta simbiosis perjudicial. ¿Qué objeto tiene, por ejemplo, que en Bogotá se vote para la Asamblea de Cundinamarca, si las ordenanzas de esta última no rigen en ella? ¿Qué razón hay para proceder de esa manera, distinta de una pura y llana consideración de mecánica electoral? En el mismo sentido, sería igualmente ¡lógico que en los demás municipios del departamento se votara para el Concejo Distrital. Se requiere una organización completa y propia en lo que hace a los órganos del poder público.
Ya es hora de que la ciudad haga tránsito hacia su independencia. El hecho de que pertenezca a la misma circunscripción electoral con Cundinamarca constituye un fraude que se le hace a ella y al departamento, en primer término porque no se pueden sumar cantidades que no sean homogéneas. Parecería que en esta materia los guarismos lo sean sin problema, pero el hecho de que la ciudad tenga 5 millones de habitantes y el departamento solamente dos, desvirtúa la realidad electoral de este último, que elige unos candidatos con listas integradas. 0 viceversa: la presión de un conjunto significativo de electores, como son los de Cundinamarca, influye en los resultados electorales de Bogotá y los interfiere. En resumen, esa interferencia es recíproca pero adolece de una evidente disparidad.
Cundinamarca es una de las más importantes secciones del país. Cuenta con ingresos considerables, lo que le permite adelantar una tarea de gobierno adecuada y elocuente. Sus 112 municipios tienen derecho a designar, con autonomía, quién deba representarlos en el Congreso de la República y en la Asamblea departamental. Mientras tanto, Bogotá está en la obligación de reivindicar sus prerrogativas en ese campo. No se ve claro porqué no puede elegir el número de senadores y representantes que le corresponden de acuerdo con lo establecido por la Constitución Nacional. Y sin embargo éste es otro de los argumentos de peso que han impedido la aprobación del censo en el parlamento. En efecto, esa aprobación le daría a la capital un número superior de congresistas, lo que variaría el equilibrio de las fuerzas regionales. Por ello, estas últimas, manejadas hasta hoy mayoritariamente por la provincia, se han opuesto sistemáticamente a acoger el censo mencionado, lo cual, trae toda suerte de problemas, que ya enumeré en su oportunidad.
Me parece que estas opiniones tienen algún fundamento. Las elecciones hasta hoy presentan un fenómeno curioso: el hecho de que los senadores y representantes por Bogotá en su mayoría no sean bogotanos. La capital es una especie de aeropuerto político, donde suelen aterrizar muchos de los dirigentes de provincia que no tienen electorado, y que desean un escaño en el Congreso. Esto lo anoto en forma tangencial, sin que ello implique la más mínima crítica. Pero lo cierto es que esos senadores y representantes elegidos por Bogotá votan por su provincia de origen en contra de los intereses de la ciudad que los ha elegido en los asuntos que suponen un enfrentamiento de cualquier tipo entre la capital y su terruño nativo. Este caso, que es aberrante, demuestra claramente que se necesita darle similitud de derechos a Bogotá para que tenga una representación auténtica, sin interferencias de intereses distintos.
Pero hay más. El Distrito Capital requiere un ámbito físico superior al de hoy en día, que sólo llega a 33 mil hectáreas de superficie. Según los proyectos que he tratado de esbozar en este sentido, la Bogotá del futuro deberá contar exactamente con el doble: 66 mil hectáreas. El estudio sobre el metro comprobó, de acuerdo con los flujos de crecimiento v de migración actual dentro de la ciudad, que en ésta no sólo se van a llenar los vacíos que hoy existen, sino que se van a rebasar los límites actuales. Soacha será una ciudad de medio millón de habitantes. Usme tendrá 250 mil. Por el oriente Bogotá crecerá hasta el tope que permite un suministro adecuado del servicio de acueducto, mientras que por el occidente, y gracias al sentido que pueden imprimirle al desarrollo urbano las líneas de transporte masivo, se traspasará el río Bogotá y se incorporarán a la ciudad zonas de la mayor importancia como son las de Funza y Mosquera y, probablemente, las de Madrid. Mientras tanto deberá controlarse el crecimiento desmesurado hacia el norte que, si sigue al mismo ritmo, amenaza con hacer desaparecer en un período demasiado corto (50 años, quizá) la sabana de Bogotá.
Entre las zonas mencionadas no habrá solución de continuidad. La nueva área metropolitana incorporará, además, a Chía y a Cajicá. Este fenómeno no puede sorprender a nadie, máxime si paulatinamente se ha producido sin que haya llegado a tener una expresión jurídica propia. Bogotá le presta a la casi totalidad de sus vecinos los servicios esenciales de acueducto, energía, etcétera. Lo que se requiere ahora es una comunicación administrativa, una integración y crecimiento planificados, porque el desarrollo de estos municipios, adelantado por hipotéticos departamentos de planeación de cada uno de ellos, es algo que carece de sentido.
Así pues, se necesita una concepción más grande, más importante, más completa, de lo que debe ser el desarrollo de la capital del país. Ello nos interesa a todos, porque la protección de la sabana de Bogotá, que es un patrimonio común, depende en buena parte de esa política; porque, además, sólo así podremos habilitar y preservar un habitát aceptable para un conjunto de población de la magnitud que va a tener la capital hacia finales de siglo; y porque estos «finales de siglo» tienen mucho que ver con la época en que escribo.
Las metas comunes con la empresa privada
Pero hablo de un propósito común. Dentro de éste, la cooperación del sector público y privado es fundamental. Sólo en una simbiosis armónica de intereses e ideales, puede delinearse un futuro mejor para todos los colombianos. En algunos casos el gobierno ha contado con el apoyo de la industria para adelantar sus planes de renovación estética de la ciudad; en otros ha creado con ella, hombro a hombro, las más importantes empresas mixtas, como la que se hará cargo de la terminal de buses de Bogotá, o Corabastos, y, posiblemente, la empresa del metro; en otros han compartido la prestación de servicios públicos de importancia, lo que es fundamental en un sistema como el nuestro, de claro perfil democrático, donde, dentro de un marco adecuado de reglamentos, debe dársele la oportunidad a los particulares de contribuir en ese terreno. Basta decir, en abono de esta opinión, que en las circunstancias actuales de la economía, el Estado no dispone de las sumas necesarias para asumir en una forma total la prestación de servicios, y que no dispondrá de ellas por lo menos en las próximas décadas. Los programas han sido armónicos. Se ha contado con la ayuda de la empresa privada en la educación, la salud y el transporte. En este último campo, el Distrito se ha preocupado por conservar la Empresa Distrital de Buses, con el fin de mantener la posibilidad de una intervención gubernamental frente a esa actividad de los particulares. Y esto me permite dibujar el perfil de una tesis, que no es sólo mía, pero que sí precisa el interés y el propósito de buena parte de la administración pública colombiana en esta segunda mitad del siglo: considero que deben mantenerse las mejores relaciones, inclusive una estrecha colaboración, entre el sector público y el privado, con miras a lograr una serie de finalidades comunes, pero que de la misma manera es indispensable laintervención del Estado con el fin de evitar que los servicios que corran a cargo de los particulares, en especial aquellos que son fundamentales, puedan prestarse a cualquier abuso por parte del capital privado, cuya tendencia, lógica v natural, es la de obtener siempre el máximo de utilidades. Como es obvio, el criterio de la administración debe ser diferente. No otro que el de prestar el máximo de servicio, aun subsidiado, con el fin de que la ciudadanía obtenga resultados menos gravosos para su propio peculio. Parecería que en esa dualidad de intereses pueda darse un enfrenta miento. No hay tal. Existe sí una dicotomía, que es perfectamente manejable si los objetivos del Estado priman sobre cualquier otro.
Hoy en día hay otros terrenos donde debe abrírsele campo a la actividad del gobierno. Tal es el caso del sector financiero. Estoy convencido de que la inmensa concentración de capital en la banca privada tiene mucho que ver con el alza excesiva de los intereses. En más de una ocasión el Distrito se ha visto en dificultades para conseguir créditos, y cuando lo logra debe someterse a los precios del mercado corriente. Es dificil para el sector público adelantar planes de fomento y desarrollo con intereses que oscilan entre el 36 y el 45 %. Y sin embargo, hay un hecho de importancia que debe ser recalcado: los depósitos bancarios del Distrito permitirían obtener el dinero suficiente para crear un excelente banco.
Revisemos rápidamente unas cifras: el presupuesto consolidado de Bogotá vale 66 mil millones de pesos en 1982. Si esa suma se consignara en un banco distrital, éste podría atender sin dificultad ninguna las necesidades de crédito del mismo sector. Sería interesante analizar si es o no posible que haya un crédito de fomento para el desarrollo de las obras de importancia que adelantan las empresas de servicio o los institutos del sector público, empresas e institutos que podrían adquirirlos, a mediano plazo con intereses razonables, para no verse abocados al alto costo del dinero hoy en día. Como es natural, se trata de una iniciativa que puede despertar gran resistencia en el sector de la banca privada, pero conviene analizarla sobre todo si se considera que en ocasiones Bogotá ha afrontado dificultades para conseguir préstamos aún en entidades oficiales de crédito. Hasta el momento se han obtenido buenos rendimientos al depositar dineros del Distrito en cuentas de ahorro, o en depósitos a término, o en títulos de participación, o en diversos papeles, medida que se ha tomado ante todo para defender los fondos públicos del deterioro monetario y de la merma que la inflación produce cuantitativamente en su capacidad adquisitiva. Pero no es bastante. Por eso hay que estudiar a fondo la creación de un banco distrital, que le permita a Bogotá financiar sus propias necesidades. Hablando solamente de los recursos de carácter público, la capacidad general de la ciudad alimentaría al banco, lo que permite imaginar sus dimensiones en caso de que se abra a los depósitos en cuentas corrientes y demás actividades comerciales de la ciudadanía. Naturalmente, con la realización de este estudio, se convertiría sin duda alguna en el banco más importante del país.
Que no se diga, claro está, que éste sería el primer paso para nacionalizar la banca y para seguir la ruta del socialismo de Estado. No hay ese temor. En Colombia tenemos bancos oficiales, de capital estatal, y jamás ha llegado a producirse ese fenómeno. Un ejemplo notable sería el de la Caja Agraria, en el fondo nada distinta de un banco, que desde hace 50 y más años le ha prestado un magnífico servicio al sector rural del país, con un crédito selectivo diferenciado y dirigido al fomento de la actividad agropecuaria. Igual ocurriría sí una entidad crediticia del sector oficial se dedicara al desarrollo de las obras públicas. No se organizaría, en efecto, para sustituir a la banca privada en los préstamos corrientes a particulares. La reglamentación del mismo le fijaría una serie de limitaciones y determinaría su función específica.
Si ello fuera posible, si llegara a ponerse en marcha un programa de tanta envergadura, se beneficiarían directamente las obras de interés social. Porque hoy, como expliqué antes, el gobierno, que es una entidad que no puede tener ni tiene ánimo de lucro, que adelanta obras sin necesidad de que le produzcan rendimientos, se ve obligado a recurrir al mercado bancario y a someterse al pago de los intereses corrientes. En caso de que éstos fueran menores, podría invertirse una mayor cantidad de dinero en los proyectos del gobierno. Esto depende de una mejor financiación. Es todo. Y no se ve de dónde pueda salir esa mejor financiación aparte de los recursos de que disponga el mismo sector público.
Esta idea merece un estudio a fondo. Basta saber que el capital bancario se compone esencialmente de depósitos y que los depósitos de mayor envergadura en los bancos de Bogotá son los del distrito. Me parece que dentro de una estrecha y valiosa cooperación entre los sectores público v privado, crear un organismo de crédito como éste puede tener la mayor importancia. No me anima ninguna animadversión, ningún deseo de proceder a estatizar la banca. Por el contrario, considero útil que haya competencia entre ésta v la banca estatal, así como es útil que la haya en el campo de uno de los servicios esenciales, el del transporte, u otros donde el Estado no es autosuficiente como los de la salud v la educación. La competencia controla los precios y al mismo tiempo ofrece una mayor y más diversificada cobertura hacia todos los estratos de la sociedad. El gobierno está en la obligación de volcar sus tareas sobre las gentes de menores recursos v debe dedicarse a adelantar las obras indispensables que permitan resolverles sus necesidades. Por eso mi administración se empeñó en construir hospitales y centros de salud, en ampliar los cupos de las urgencias hospitalarias, en hacer aulas con miras a cumplir el mandato de la Constitución que establece la enseñanza gratuita y obligatoria en la escuela primaria, en organizar colegios de bachillerato a un costo ínfimo para los padres de familia, etcétera. Ésta es la forma como compite el Estado, al cual no lo anima el deseo de desalojar a la empresa privada, ni de eliminarla, ni de sacarla del país, sino el de cubrir con su acción los sectores marginales.
La idea de la banca con una expresión municipal en Bogotá, podría ensayarse dentro de estos parámetros. No se va a reemplazar ni a sustituir la acción del capital privado. Se va a prestar un servicio directo a las entidades distritales que lo requieran, con el fin de obtener una mejor financiación que, como dije, va a redundar en un sustancial incremento de las obras públicas.
Una contratación efectiva: a término y precio fijo
Pero la colaboración entre los dos sectores se expresa también en otra forma importante. Se trata de un aporte básico que ha hecho mi gobierno, del cual me siento realmente orgulloso. No otro que la modificación a que se sometió el régimen de contratos con el sector público. Antes se pactaban un plazo y un precio para la ejecución de la obra y, en el mismo documento, se acordaban las cláusulas escalatorias del precio en caso de que los trabajos se prolongaran más allá del tiempo previsto. Ese sistema provocaba el que obras iniciadas años atrás no terminaran nunca. Se superaba varias veces el período pactado y se superaba, también varias veces, el precio inicial y la obra no llegaba jamás a concluirse o se concluía con un inmenso retardo. La ciudad presenció muchas veces ese espectáculo de desgreño administrativo y fue víctima de las incomodidades acarreadas por el sistema. Así pues se pensó en ensayar una fórmula de recibo en otros países: la de precio y plazo fijo. El programa bandera en este terreno fue el de los puentes. En ellos se utilizó dicha fórmula y fue entonces cuando la ciudad observó con asombro que trabajos que se demoraban varios años en ser concluidos, en esta oportunidad se entregaban dentro del breve período fijado. Al inaugurar el «puente del Concejo», que fue el primero de todos, informé a la opinión pública que en adelante entregaría uno mensual. Todavía recuerdo los comentarios sarcásticos que se hicieron y las críticas mordaces a un propósito que en ese entonces se veía como algo imposible. Pues bien. La administración cumplió punto por punto su promesa y la cumplió con creces. Porque, en efecto, hemos construido más de un puente mensual, como habrá ocasión de exponerlo más adelante.
Desde luego no todas las obras se pueden contratar de esa manera. Priman a veces razones de carácter técnico, como aquella según la cual el inmenso volumen de algunas impide saber cuánto se van a prolongar en el tiempo y a qué incidencias de tipo monetario van a estar sometidas. Es posible calcular uno v otro detalle cuando el término es breve, pero cuando se extiende durante varios años es dificil correr un riesgo que puede perjudicar tanto a la administración como al contratista. Sin embargo en las obras menores se consiguió una economía considerable. En efecto, se disminuyó el costo real social de las mismas. Cuando se aprecia el beneficio de alguna y se sabe lo que significa en el desenvolvimiento de la vida urbana, puede calcularse en alguna forma el costo monetario de ese beneficio. En las casas construidas recientemente por la Caja de Vivienda Popular en un lapso mínimo de cuatro meses, la función social que éstas cumplieron fue distinta de la que hubieran tenido en caso de que la demora hubiera sido de un año. En este evento, habría un lucro cesante de las dos terceras partes del año, lucro cesante que es mensurable en dinero. Lo mismo sucede con los puentes. Lo mismo con las demás obras del gobierno. Éste tiene la satisfacción de haber programado, contratado y terminado algunos trabajos de vital trascendencia en la vida ciudadana.
Ello no ocurría anteriormente. Y se debe tan sólo al sistema de contratación que he expuesto, el cual no vacilo en recomendar al país como una política general. No me preocupa que sea sometida a toda suerte de ataques por las asociaciones de contratistas, que estaban acostumbradas al viejo sistema. Creo que hay que-reaccionar contra esas prácticas del pasado, que tuvieron suficiente tiempo para demostrar que eran ineficaces. El mundo moderno está en la obligación de contabilizar como un factor fundamental el tiempo. Debemos aprender a trabajar rápida y eficazmente. Ello significa, aparte de un gran avance, una economía mensurable. Una administración que vuelva al viejo sistema podrá comprobar sus desventajas. Yo lo sufrí en carne propia. Algunos trabajos contratados en esa forma al principio de mi gestión, aún no han concluido y para terminarlos antes del 7 de agosto de 1982 se necesitará compelir a los contratistas, lo que es demasiado molesto. Estos últimos siempre encontrarán una razón para que les prolonguen su contrato. Siempre habrá algún imponderable que llevará a las juntas respectivas a autorizar una prórroga. En cambio con el nuevo sistema, salvo si hay fuerza mayor o caso fortuito (perfectamente establecidos en derecho), no habrá lugar a esperar nada distinto que el término de la obra dentro del plazo previsto. Es tan eficaz el sistema, que Bogotá ha podido observar cómo ingenieros y trabajadores laboran de noche e inclusive los fines de semana v los días feriados. Y esto es por una razón elemental: porque los mayores costos que provienen de la inflación por alzas en los precios de los insumos o en los salarios, conspiran contra el interés del contratista. Si bajo la otra forma de contratación, este último estaba interesado en que la obra se demorara indefinidamente porque de esa manera se le pagaba más por la cláusula escalatoria y los reajustes, ahora necesita terminar lo más pronto posible para que el alza, en una coyuntura inflacionaria, no afecte sus propios recursos ni sus utilidades. Por primera vez se encontró el punto de coincidencia entre el interés público y el privado.
Es de lamentar, eso sí, que este sistema no quede institucionalizado. Y no lo queda porque el Concejo Distrital se negó a aprobar algunos acuerdos fundamentales. Sería conveniente, sin embargo, poder introducir una modificación al Código Fiscal que establezca como imperativa dicha norma, que por ahora sólo queda como un ejemplo.
Y volvamos acá a la importancia que tiene para una ciudad como Bogotá un alcalde fiscalista y alcabalero, como se me ha calificado. La contratación a precio y plazo fijo se puede practicar siempre y cuando el gobierno disponga de unas arcas bien provistas. En efecto, la clave del sistema radica en darle al contratista un anticipo importante. Así se hizo con los puentes, v así se hace v se hará con las otras obras mientras esté a nuestro alcance. En todo estos casos el gobierno entregó un anticipo del 50 %. En esa forma se le prestó un servicio adicional a la empresa privada, porque hoy hay escasez de dinero y dificultades en -el crédito. Con ese 50 % del monto global, se le giró no otra cosa que el capital de trabajo. No sobra aclarar que los contratos se firmaron siempre cuando el 100 % estaba en caja. Por ello no hubo problemas de ninguna índole con los contratistas ni con el sistema. No sucede lo mismo cuando se echa mano de los recursos obtenidos por valorización, que son de muy dificil recaudo. En tal caso el gobierno se ve obligado a emprender un trabajo que puede acercarse a los 100, 200 o 300 millones de pesos, con 2, 3 o 4 millones disponibles. Esto perjudicaba al particular que se comprometía a trabajar bajo este sistema. Muchas veces, cuando enviaba el acta suscrita en la que constaba la entrega de parte de la obra, en Valorización no había el dinero suficiente para pagarle. Hoy no. Gracias a la política fiscal que se adelantó en estos cuatro años, el gobierno tuvo fondos. Y cuando se tienen fondos se pueden hacer las cosas al derecho. En la gran mayoría de los casos el Distrito aportó los dineros necesarios para iniciar trabajos y avanzar en ellos grandemente. El organismo respectivo firmaba el contrato y disponía de lo necesario para pagar el anticipo pactado. Al mismo tiempo el gobierno derramaba el impuesto de valorización sobre la zona y empezaba el recaudo. Cuando la obra avanzaba, los fondos comenzaban a entrar en caja. Pero los trabajos no se detenían, aunque aquéllos no fueran suficientes porque se habían iniciado con la suma aportada por la administración. Al terminar la obra ya se había recaudado buena parte del total, lo que ayudaba a que el último desembolso fuera mucho más fácil. Luego continuaba el recaudo, que permitía disponer de los fondos adicionales necesarios para acometer de inmediato otra empresa. Por eso hay que recaudar impuestos. Por eso hay que ser fiscalistas y alcabaleros, con un fiscalismo sano que tenga como único objetivo el de ejecutar un cúmulo de obras bien hechas en el menor tiempo posible.
Dimensiones domesticas de la alcaldía
Todos estos planes, todos estos propósitos, todos estos proyectos se ven entorpecidos sin embargo por la cantidad -y calidad- de las tareas que debe desempeñar el alcalde de la ciudad. Ya señalé cómo el Código de Régimen Político y Municipal aún vigente es el de 1913. Otro tanto sucede con el Código Nacional de Policía y con una serie de normas que están bien para los alcaldes de los más pequeños municipios del país, pero no para aquellos de las grandes ciudades y menos aún para el de Bogotá, que ha visto cómo su tarea se convierte, día a día, en algo prácticamente imposible.
El alcalde de la capital tiene que firmar una inmensa cantidad de papeles, sin justificación de ninguna especie: pequeños juicios de policía, amparos de posesión, querellas de varia índole, disputas por propiedad horizontal o por linderos, en fin, todo aquello que hace la vida diaria de una ciudad. Esto se explicaría en cualquier municipio minúsculo, donde el alcalde, como autoridad de policía que es, tiene a su cuidado dos o tres asuntos de esa índole cada mes. Pero en Bogotá dichos pleitos son miles de miles cada día. Es imposible que el alcalde llegue a conocer la totalidad de los expedientes, que los lea y los estudie. Sin embargo, él es quien firma la sentencia, luego de un trámite que adelantan los alcaldes menores y los inspectores de policía, que llega a la oficina de sustanciación de la sección jurídica y que pasa a la Secretaría General o a la de Gobierno, según el tipo de juicio de que se trate, y finalmente al despacho del alcalde. Este firma una providencia que en el fondo no conoce y que no puede conocer, porque si se dedicara a leer la totalidad de esos documentos, que cada día alcanzan uno a dos metros de altura sobre su escritorio, no podría hacer nada distinto. El único control que pueden llevar tanto el alcalde como sus secretarios, es el de comprobar si han firmado los sustanciadores, que deben ser personas de entera confianza. No hay razón para que se llegue a ese extremo. Como no la hay para que el alcalde sea quien firme los diplomas de los egresados de la Universidad Distrital, ni la hubo hasta hace poco para que firmara los de los millares de bachilleres que se gradúan cada año en el Distrito. Por fortuna esta tarea la pudo delegar en la Secretaría de Educación. Pero aún no ha podido hacer lo mismo con las cartas opción para las empresas de taxis y de buses, de tal manera que los conductores que han adelantado los trámites para conseguir que se les adjudique un vehículo, dependen de una firma del alcalde, quien no tiene por qué conocer ese mínimo trámite y que está en la imposibilidad absoluta de revisar si se han cumplido todos los requisitos señalados por la ley. Esa es una tarea del Departamento de Tránsito y Transporte o del Intra, pero no del alcalde. Con una circunstancia adicional: la deshonestidad de algunos funcionarios, que para favorecer a alguien con la nota opción cobran una propina, lo que constituye un delito. En el documento va la firma del alcalde, quien no puede garantizar que su nombre quede indemne luego de un trámite en el que los papeles pasan por un nivel administrativo en el que, en ocasiones, no se manejan las cosas con suficiente. honestidad. Lo propio ocurre con todas las licencias, autorizaciones, permisos y providencias de varia índole que en virtud de una legislación anacrónica corren para su firma.
Dentro del Distrito Capital debe existir un alcalde de elección popular y unos vice-alcaldes nombrados por el alcalde, que se encarguen de toda una serie de funciones. En la actualidad el alcalde es quien debe entregarle las llaves de la ciudad a los importantes personajes que la visitan, debe presidir 321 juntas directivas diferentes, contestar un número infinito de llamadas telefónicas, conceder un sin número de audiencias y atender pequeñas solicitudes de la ciudadanía que se le hacen en virtud de su investidura de primera autoridad, como el hecho de que se haya roto un tubo del acueducto en cualquiera de los 6.000 Km. de calles de la ciudad, o se hayan dañado los teléfonos de alguno de los 530 mil suscriptores por cualquier aguacero, o se haya cometido un asalto o un crimen en cualquier esquina. Muchas veces debe contestar el teléfono a las dos o tres de la mañana para resolver asuntos de esa índole. ¿Qué puede hacer en esos casos el pobre alcalde? Nada distinto de llamar a su turno a la autoridad competente para que tome las medidas que sean necesarias. Todas estas tareas deben ser delegadas con el fin de que el alcalde pueda cumplir con una serie de funciones absoluta y totalmente esenciales, entre ellas las de pensar, planificar, ejecutar y además dirigir y orientar permanentemente a la ciudadanía. Esa es o debería ser su función principal.
En este cúmulo abrumador de actividades que hace que su jornada sea de 15 o más horas diariamente a veces sin excluir sábados y domingos por razón de visitas a los barrios e inauguraciones, el alcalde se encuentra sometido muchas veces a la investigación de la Procuraduría, o a denuncias penales. Se trata casi sin excepción de esas providencias de policía de que he hablado. La Procuraduría le solicita descargos y supone que el funcionario estudie el asunto con cuidado. Casi siempre es físicamente imposible hacerlo. Y es grave que ocurra algo semejante en una ciudad donde quien tiene la responsabilidad del gobierno no puede responsabilizarse -valgan la paradoja y la redundancia- de muchos de los asuntos que llegan a su escritorio. El alcalde no tiene tiempo suficiente para estudiar, para leer, para escribir. Necesita de una gran disciplina para dominar la fatiga con el fin de enterarse a altas horas de la noche de los informes esenciales de la administración y de los problemas básicos de su gobierno. Así pues, hay que buscar una mecánica diferente. Una mecánica administrativa que no tenga nada que ver con estos asuntos de poca monta, sino con otros de gran importancia que no atiende por falta de tiempo. Es necesario modificar el régimen jurídico en el Distrito en todos los órdenes: por ejemplo los concejales no deben ser coadministradores sino legisladores, así como los senadores y representantes no deben ser coadministradores de la cosa pública, sino mantener su independencia y autonomía, haciendo las leyes. No debe haber concejales principales y suplentes. Todos deben ser iguales, de pleno derecho y sin suplencias. Valdría la pena que el gobierno nacional constituyera una comisión de juristas especializados en derecho administrativo del Distrito que se encargue de redactar un anteproyecto susceptible de ser llevado a la consideración del Congreso. De todos modos, dentro del marco de la Bogotá del año 2000, dentro del marco de la ciudad ideal que debemos buscar a toda costa, debe tenderse hacia el distrito capital independiente, donde el alcalde sea un funcionario a quien se le respete su derecho a pensar y a concebir una política, antes que una persona encargada de los mínimos asuntos cotidianos que agobian a la ciudadanía.