- Botero esculturas (1998)
- Salmona (1998)
- El sabor de Colombia (1994)
- Wayuú. Cultura del desierto colombiano (1998)
- Semana Santa en Popayán (1999)
- Cartagena de siempre (1992)
- Palacio de las Garzas (1999)
- Juan Montoya (1998)
- Aves de Colombia. Grabados iluminados del Siglo XVIII (1993)
- Alta Colombia. El esplendor de la montaña (1996)
- Artefactos. Objetos artesanales de Colombia (1992)
- Carros. El automovil en Colombia (1995)
- Espacios Comerciales. Colombia (1994)
- Cerros de Bogotá (2000)
- El Terremoto de San Salvador. Narración de un superviviente (2001)
- Manolo Valdés. La intemporalidad del arte (1999)
- Casa de Hacienda. Arquitectura en el campo colombiano (1997)
- Fiestas. Celebraciones y Ritos de Colombia (1995)
- Costa Rica. Pura Vida (2001)
- Luis Restrepo. Arquitectura (2001)
- Ana Mercedes Hoyos. Palenque (2001)
- La Moneda en Colombia (2001)
- Jardines de Colombia (1996)
- Una jornada en Macondo (1995)
- Retratos (1993)
- Atavíos. Raíces de la moda colombiana (1996)
- La ruta de Humboldt. Colombia - Venezuela (1994)
- Trópico. Visiones de la naturaleza colombiana (1997)
- Herederos de los Incas (1996)
- Casa Moderna. Medio siglo de arquitectura doméstica colombiana (1996)
- Bogotá desde el aire (1994)
- La vida en Colombia (1994)
- Casa Republicana. La bella época en Colombia (1995)
- Selva húmeda de Colombia (1990)
- Richter (1997)
- Por nuestros niños. Programas para su Proteccion y Desarrollo en Colombia (1990)
- Mariposas de Colombia (1991)
- Colombia tierra de flores (1990)
- Los países andinos desde el satélite (1995)
- Deliciosas frutas tropicales (1990)
- Arrecifes del Caribe (1988)
- Casa campesina. Arquitectura vernácula de Colombia (1993)
- Páramos (1988)
- Manglares (1989)
- Señor Ladrillo (1988)
- La última muerte de Wozzeck (2000)
- Historia del Café de Guatemala (2001)
- Casa Guatemalteca (1999)
- Silvia Tcherassi (2002)
- Ana Mercedes Hoyos. Retrospectiva (2002)
- Francisco Mejía Guinand (2002)
- Aves del Llano (1992)
- El año que viene vuelvo (1989)
- Museos de Bogotá (1989)
- El arte de la cocina japonesa (1996)
- Botero Dibujos (1999)
- Colombia Campesina (1989)
- Conflicto amazónico. 1932-1934 (1994)
- Débora Arango. Museo de Arte Moderno de Medellín (1986)
- La Sabana de Bogotá (1988)
- Casas de Embajada en Washington D.C. (2004)
- XVI Bienal colombiana de Arquitectura 1998 (1998)
- Visiones del Siglo XX colombiano. A través de sus protagonistas ya muertos (2003)
- Río Bogotá (1985)
- Jacanamijoy (2003)
- Álvaro Barrera. Arquitectura y Restauración (2003)
- Campos de Golf en Colombia (2003)
- Cartagena de Indias. Visión panorámica desde el aire (2003)
- Guadua. Arquitectura y Diseño (2003)
- Enrique Grau. Homenaje (2003)
- Mauricio Gómez. Con la mano izquierda (2003)
- Ignacio Gómez Jaramillo (2003)
- Tesoros del Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario. 350 años (2003)
- Manos en el arte colombiano (2003)
- Historia de la Fotografía en Colombia. Museo de Arte Moderno de Bogotá (1983)
- Arenas Betancourt. Un realista más allá del tiempo (1986)
- Los Figueroa. Aproximación a su época y a su pintura (1986)
- Andrés de Santa María (1985)
- Ricardo Gómez Campuzano (1987)
- El encanto de Bogotá (1987)
- Manizales de ayer. Album de fotografías (1987)
- Ramírez Villamizar. Museo de Arte Moderno de Bogotá (1984)
- La transformación de Bogotá (1982)
- Las fronteras azules de Colombia (1985)
- Botero en el Museo Nacional de Colombia. Nueva donación 2004 (2004)
- Gonzalo Ariza. Pinturas (1978)
- Grau. El pequeño viaje del Barón Von Humboldt (1977)
- Bogotá Viva (2004)
- Albergues del Libertador en Colombia. Banco de la República (1980)
- El Rey triste (1980)
- Gregorio Vásquez (1985)
- Ciclovías. Bogotá para el ciudadano (1983)
- Negret escultor. Homenaje (2004)
- Mefisto. Alberto Iriarte (2004)
- Suramericana. 60 Años de compromiso con la cultura (2004)
- Rostros de Colombia (1985)
- Flora de Los Andes. Cien especies del Altiplano Cundi-Boyacense (1984)
- Casa de Nariño (1985)
- Periodismo gráfico. Círculo de Periodistas de Bogotá (1984)
- Cien años de arte colombiano. 1886 - 1986 (1985)
- Pedro Nel Gómez (1981)
- Colombia amazónica (1988)
- Palacio de San Carlos (1986)
- Veinte años del Sena en Colombia. 1957-1977 (1978)
- Bogotá. Estructura y principales servicios públicos (1978)
- Colombia Parques Naturales (2006)
- Érase una vez Colombia (2005)
- Colombia 360°. Ciudades y pueblos (2006)
- Bogotá 360°. La ciudad interior (2006)
- Guatemala inédita (2006)
- Casa de Recreo en Colombia (2005)
- Manzur. Homenaje (2005)
- Gerardo Aragón (2009)
- Santiago Cárdenas (2006)
- Omar Rayo. Homenaje (2006)
- Beatriz González (2005)
- Casa de Campo en Colombia (2007)
- Luis Restrepo. construcciones (2007)
- Juan Cárdenas (2007)
- Luis Caballero. Homenaje (2007)
- Fútbol en Colombia (2007)
- Cafés de Colombia (2008)
- Colombia es Color (2008)
- Armando Villegas. Homenaje (2008)
- Manuel Hernández (2008)
- Alicia Viteri. Memoria digital (2009)
- Clemencia Echeverri. Sin respuesta (2009)
- Museo de Arte Moderno de Cartagena de Indias (2009)
- Agua. Riqueza de Colombia (2009)
- Volando Colombia. Paisajes (2009)
- Colombia en flor (2009)
- Medellín 360º. Cordial, Pujante y Bella (2009)
- Arte Internacional. Colección del Banco de la República (2009)
- Hugo Zapata (2009)
- Apalaanchi. Pescadores Wayuu (2009)
- Bogotá vuelo al pasado (2010)
- Grabados Antiguos de la Pontificia Universidad Javeriana. Colección Eduardo Ospina S. J. (2010)
- Orquídeas. Especies de Colombia (2010)
- Apartamentos. Bogotá (2010)
- Luis Caballero. Erótico (2010)
- Luis Fernando Peláez (2010)
- Aves en Colombia (2011)
- Pedro Ruiz (2011)
- El mundo del arte en San Agustín (2011)
- Cundinamarca. Corazón de Colombia (2011)
- El hundimiento de los Partidos Políticos Tradicionales venezolanos: El caso Copei (2014)
- Artistas por la paz (1986)
- Reglamento de uniformes, insignias, condecoraciones y distintivos para el personal de la Policía Nacional (2009)
- Historia de Bogotá. Tomo I - Conquista y Colonia (2007)
- Historia de Bogotá. Tomo II - Siglo XIX (2007)
- Academia Colombiana de Jurisprudencia. 125 Años (2019)
- Duque, su presidencia (2022)
Una tarea de gobierno
El proyecto del...
Esta es la...
El trabajo
La empresa de...
Al lado de...
La enorme represa
El desarrollo de...
La administración
Por el túnel
Para financiar...
Junto con el...
Uno de los...
La autopista a...
Los vehículos de...
En la construcción
Hasta no hace...
Una de las...
Como complemento
En la Avenida
En la Avenida
En la Avenida
En la Avenida
A lo largo
A lo largo
A lo largo
A lo largo...
Esta ciudad
Con la ampliación
La comunicación
Texto de: Hernando Durán Dussán.
Alcalde de Bogotá
Crear el nuevo futuro
Muchas veces me he preguntado en qué consiste la tarea de gobernar. Luego de varias décadas en el servicio público, creo haberme aproximado a la respuesta. Gobernar es tratar de crear hechos distintos, es crear en algún grado el nuevo futuro. Si se puede pedir prestada una expresión a la tauromaquia, gobernar no consiste en salirle al quite a los problemas que embisten cada día al administrador de la cosa pública. Por el contrario: gobernar es transformar el futuro. Pero hay que partir de una base cierta: para qué se quiere transformar el futuro y hacia dónde se quiere conducir la administración con el fin de crear las condiciones mínimas necesarias para que ese futuro sea transformado en la mejor forma.
Considero necesario, a manera de introducción, hablar un poco de mí mismo en primera persona. Presento excusas por ello. Mi propósito al llegar a la Alcaldía de Bogotá no fue otro que crear las condiciones de que he hablado. Un propósito que me animó desde siempre, a lo largo de mi carrera parlamentaria, en la que el 20 de julio de 1982 hubiera completado 26 años, seis en la Cámara de Representantes y veinte en el Senado de la República. Que me animó, también, desde mis épocas, de universitario, cuando fui elegido concejal de San Martín, en el Meta, y luego edil de Villavicencio; que tuve presente cuando fui el más joven representante de la generación del 47 en el Congreso; que me sirvió como aliciente cuando desempeñé el Ministerio de Minas y Energía, en ese entonces de Minas y Petróleos, bajo la presidencia de Alberto Lleras Camargo, y en el mismo período cuando estuve encargado de las carteras de Hacienda Pública y Desarrollo; que puse como punto central de mi gestión en los Ministerios de Hacienda y Crédito Público en la presidencia de Guillermo León Valencia, y de Educación en la de Alfonso López Michelsen; y que me sirvió para juzgar mi actividad en el terreno público cuando fui el embajador de Colombia, en el período de Misael Pastrana Borrero, ante el gobierno de Francia. Dediqué mi vida al servicio público y en todo momento supe y tuve presente que el acceso a un cargo directivo en la administración sólo se justifica en cuanto el propósito que anime al funcionario no sea otro distinto que el de ayudar a transformar las condiciones de vida, muchas veces precarias, en que se desenvuelve una sociedad como la nuestra.
Claro está que de esta tarea no queda una memoria exacta. Por temperamento no me ha preocupado recopilar las cosas de alguna trascendencia que he hecho en los distintos campos del gobierno. He sido autor de algunos proyectos de reformas constitucionales incorporados a la Carta. Mis debates parlamentarios, un número considerable de leves, la gestión en los ministerios, ponencias, conceptos jurídicos, proyectos y programas de muy variada índole, llenarían varios volúmenes. Pero yo he sido descuidado en ese aspecto, porque he dejado que la tarea administrativa y política me absorba de tal manera que el tiempo que podría dedicar a esa recopilación se convierte necesariamente en un período dedicado también al desempeño de mis funciones. Siendo vanidoso en algún grado, como todos los políticos, y como todos los políticos con ambiciones, no he permitido que la vanidad y la ambición hagan que el mundo gire para mí alrededor de mi propia concepción, de mi propia forma de entenderlo. No me he preocupado por escribir una biografía a lo largo de mi vida, para dejarla ahí con el propósito de que la contemplen las generaciones futuras. No. He adelantado una serie de actividades, que de pronto tienen importancia y contenido y de pronto no lo tienen. Pero he cumplido a conciencia, siempre, no sólo ahora cuando para algunos soy un excelente alcalde y para otros un funcionario más, sin importancia. Estoy convencido de que no soy tan buen alcalde como dicen mis amigos, ni tan malo como sostienen mis enemigos. Soy una persona que ha tratado de hacer una obra importante, pero no con el ánimo de cobrar un dividendo. Sencillamente he cumplido con mi deber y lo he hecho frente a un reto personal de gran interés: no otro que el de afrontar nuevas situaciones en el terreno gubernamental, en el campo político.
Sin embargo, dentro de mis propósitos no estaba el de asumir la segunda tarea en importancia en el país, cargo para el cual me llamó el señor Presidente de la República, con toda generosidad y total riesgo. Y digo que se trata de la segunda tarea en importancia en la administración pública, porque sin exageración de ninguna especie, el alcalde de Bogotá, tiene tantas responsabilidades en lo que respecta a la ciudad como el jefe del Estado, responsabilidades que en algunos casos superan a las de mandatarios de países latinoamericanos cuyo número de habitantes es menor que el de esta ciudad. Podría afirmarse que salvo el manejo monetario y cambiario y las relaciones exteriores, las funciones son similares. Pues bien, luego del ofrecimiento del señor Presidente y de mi decisión de aceptar, que tomé sin necesidad de una larga reflexión porque frente a mí sólo encontré un panorama de servicio y una oportunidad de demostrar cómo se puede gobernar una ciudad, hice un inventario de los problemas que aquejaban a la capital de la República y llegué a la conclusión de que era necesario hacer un gran esfuerzo para transformarla, sin aceptar el cargo por el simple prurito de agregarle una página más a mi currículo vitae. Mi decisión fue la de aceptar la Alcaldía para demostrar la forma como yo creo que se debe llevar el servicio público, con una dedicación total y absoluta. En ese entonces no pensaba yo, ni podía imaginarlo, que iba a estar al frente de la administración durante cuatro años. En efecto, esta circunstancia ha sido muy poco frecuente en la historia de Bogotá. Mi gestión se inició, además, en contra de la opinión de muchos. En las ciudades de origen hispánico ha hecho carrera un refrán según el cual «cada alcalde manda en su año», porque se supone que es muy difícil que alguien permanezca por más de ese período al frente de dicho cargo, o que la ciudad lo tolere. Sin embargo me formé el propósito de hacer un esfuerzo para transformar a la ciudad y decidí trabajar por ella con una gran intensidad, con un ritmo pertinaz, constante, insistente, sin desmayo.
Antesala de una ciudad ideal
Conté para ello con un «sujeto» de la administración favorable. Bogotá tiene un marco excepcional que es la sabana, un clima grato, un terreno llano, una zona sísmica estable, un temperamento volcado sobre los intereses culturales y un conjunto humano en el que se destaca, como rasgo fundamental, la inteligencia. El bogotano es un colombiano peculiar, al que lo distingue un agudo sentido del humor, un humor colectivo que se encuentra en cualquiera de los estratos sociales que conviven en la ciudad. El chiste, el gracejo, fluye fácilmente en las esquinas, está a flor de labios. Hay una tendencia general hacia el calambur, hacia la contraposición de conceptos. El bogotano es un hombre que entiende con facilidad la caricatura. Es una persona a la que le gusta reírse, aunque lo haga más a costa de sus congéneres que de sí mismo. En esto se diferencia del hondo sentido del humor británico. El bogotano tiene maneras y sentido social y guarda las apariencias de esas maneras a cualquier escala. Tiene, además, un cierto sentido de la importancia que le da el hecho de pertenecer al conglomerado que constituye la capital del país. Desde ese punto de vista padece un complejo de superioridad. Se cree muy importante por el solo hecho de ser bogotano y mira por encima del hombro al ciudadano de provincia. Pero carece definitivamente del sentido regionalista que tienen nuestros provincianos. En Bogotá a nadie se le rechaza por el hecho de no ser oriundo de la ciudad, cosa que no ocurre con otras regiones, donde se discrimina a quien no pertenezca a ellas y, sobre todo, al bogotano. A este no se le mira en ellas con el mismo afecto con que en Bogotá se mira al colombiano de cualquier parte del país.
Sin embargo, dentro de las características globales de la ciudad hay algunas negativas. Se destaca, por ejemplo, la carencia de un espíritu cívico. Bogotá es, una ciudad en formación, una ciudad que crece en forma continua y permanente. Semana tras semana, mes tras mes, a nosotros nos aparecen nuevos y populosos barrios ¡legales, donde habitan gentes venidas de todo el país que tardan, si se puede utilizar esa expresión, en bogotanizarse, que sólo con dificultad adquieren una conciencia ciudadana o llegan a sentirse parte integrante de un todo. Esto se puede comprobar con la presencia continuada y activa de las colonias regionales, fenómeno que no se reproduce en las demás ciudades del país. Porque Bogotá es1a ciudad de todos y en este sentido es en ocasiones la ciudad de nadie.
Dentro de esta regla general hay excepciones. En los últimos años la administración comprobó que la ciudadanía pagaba los impuestos inclusive más allá de lo presupuestado. Y a veces oyó que ciudadanos sin ningún vínculo con el gobierno procedían de esa manera luego de comprobar la ejecución de un conjunto de obras de importancia. Esta es una manifestación distinta del espíritu cívico, que comienza a palparse en la capital, con la cual se le responde al gobierno su deseo de ofrecer mejores servicios, mejores condiciones de vida. Y ello está bien en una ciudad que pese a sus 443 años es toda vía joven, que está en formación, y que no se compone únicamente de bogotanos sino de colombianos que provienen de todas las regiones del país. Este fenómeno es exclusivo de Bogotá, porque aunque las demás capitales de los departamentos sufren con el mismo rigor los azares de la inmigración, se trata de una inmigración que proviene, en el caso de cada una, de sus zonas de influencia inmediatas. En Bogotá no.
Y sólo el paso de varias generaciones le permitirá a la totalidad de los habitantes del casco urbano tener una visión más apegada a su propio suelo. Todo lo cual permite afirmar que el espíritu cívico florecerá cuando la ciudad se estratifique, lo que ocurrirá, es probable, a finales del presente siglo o en los albores del XXI, cuando llegue a los lo millones de habitantes. Pero mientras tanto el gobierno deberá asistir poco menos que impotente a la muerte y abandono de casi todas las tareas dé carácter cívico en que se empeña. Hay algunos brotes aislados de solidaridad, pero cuando se emprende una campaña a escala general, cuando se busca la colaboración de la ciudadanía para arborizar las calles, para regular la recolección de basuras, para mantener decorosamente limpios los lugares públicos, los resultados son apenas esporádicos. Sería difícil esperar lo contrario de un cuerpo social donde quienes habitan en el extremo sur ignoran por ejemplo qué hacen o dejan de hacer quienes habitan en el extremo norte, y viceversa; donde los vecinos del occidente no muestran el más mínimo interés por lo que se hace en el oriente, y donde los del oriente no conocen ni desean conocer los barrios del occidente. Tal vez la extremada extensión superficial de Bogotá ha contribuido en gran manera a que surgiera ese fenómeno y al hecho; de que el espíritu cívico se haya diluido sin, dejar mayores muestras de lo que un todo puede hacer por sí mismo y por su inmediato futuro.
Una estrategia para el desarrollo
Así pues, se trataba de transformar a Bogotá. Pero cuatro años para cumplir ese propósito es un lapso demasiado breve, que equivale apenas a una palpitación del corazón en la vida de un ser humano. Por algo la sabiduría popular ha acuñado frases como aquellas según las cuales «no se hizo a Roma en un día» o «no se tomó a Zamora en una hora». Las sociedades tienen un decurso histórico prolongado, y una ciudad de la importancia de Bogotá es siempre consecuencia del discurrir de décadas, de siglos enteros.
Cuatro años representaban un período mínimo. Pero creí que valía la pena intentar hacer algo, trabajar a fondo. Ese fue mi propósito fundamental y no me abandonó nunca a lo largo de mi gestión. Las experiencias que he tenido en el pasado me enseñaron que el tiempo es irrecuperable, que pasa inevitablemente y que lo que no se hizo ya no se pudo hacer.
Trabajé entonces muchas horas, todas aquellas que me permitieron una severa concepción sobre la disciplina y la salud. Porque no hay sustituto para el trabajo. Uno no puede encontrar caminos diferentes. Lo decían los romanos siglos atrás: «labor improba omnia víncit».
Ahora bien: ¿transformar para qué? Transformar para hacer de Bogotá una ciudad mejor, una ciudad funcional, con respuestas sociales adecuadas, con una vocación hacia el desarrollo. Se trataba también de sentar las bases de una ciudad nueva, distinta, renovada, amable, para el año 2000.
Por lo tanto me fijé dos pautas: trabajar cuatro años, así ellos en un comienzo fueran apenas hipotéticos, con el propósito de poner a Bogotá frente al reto inminente del cambio de milenio. Porque afortunadamente nos hemos convencido de que el año 2000 está aquí, a la vuelta de la esquina, y respecto de él hemos abandonado la sensación de lejanía que tuvimos hasta hace poco. Los niños que hoy comienzan su escuela primaria serán ciudadanos mayores de edad en el año 2000 y vivirán dentro de una concepción moderna, distinta de la que, lamentablemente, nos tocó vivir a nosotros.
¿Cómo adelantar esa tarea? En el campo de la literatura, algún escritor sostuvo que «el estilo es el hombre». Yo creo que en la administración también hay un estilo, una manera de ver, de enfocar los problemas. Esa teoría es válida en especial en Bogotá, donde la gran mayoría de los asuntos administrativos surgen de improviso y deben enfrentarse con una concepción clara y simple de la manera como se administra. Así pues, ensayé algunos métodos que hasta el momento no habían sido tradicionales. Los resultados me muestran que acerté al escoger el camino. Un camino en el que, claro está, me impuse la tarea de poner en práctica lo que indica todo manual del buen gobierno: mantener restringidos los gastos de funcionamiento, no incrementar la nómina, exigir y dar el máximo rendimiento posible.
Cuando se logra economizar en gastos de funcionamiento, los recursos para invertir crecen en igual proporción*. Este no es un estilo particular. Es sencillamente, lo que tiene que hacer cualquier mandatario: financiar su administración. Ello sucede en todos los países del mundo y mucho más en una nación como la nuestra, con dificultades económicas financieras.
Tesorería distrital. Dirección financiera. Dirección sistemas. Crecimiento de la inversión (Área central) - (Arca descentralizada)
AÑO | FUNCIONAMIENTO | INVERSION Y OTROS |
1975 | 72% | 28% |
1976 | 69% | 31% |
1977 | 69% | 31% |
1978 | 66% | 34% |
1979 | 62% | 38% |
1980 | 59% | 41% |
1981 | 55% | 45% |
Dentro de ese propósito no ha carecido de importancia la política del gobierno frente a la nómina. En 1982 algunos organismos del Distrito tienen un menor número de empleados y trabajadores que los que tenían cuando empezó la administración. Vale decir, en lugar de hacer clientelismo, en lugar de burocratizar el gobierno, y en aras de la eficiencia y la economía, traté de reducir en lo posible el número de funcionarios. Me preocupé, eso sí, como lo explicaré más adelante, por crear nuevas fuentes de empleo sano, pero dejé de lado por completo el prurito de aumentar los funcionarios por el simple hecho de darle gusto a los jefes políticos. No puede decirse, claro está, que en algunos casos la nómina haya permanecido estática. Aumentó cuando se crearon nuevos servicios que necesitaron de gente adicional para prestarlos. Es natural que gracias a nuevos establecimientos de salud de tanta importancia como los que se pusieron en funcionamiento bajo esta administración, aumente el número de médicos v de enfermeras. Pero en lo que hace a la burocracia traté de controlar su crecimiento e, inclusive, de disminuirla y busqué que el gobierno trabajara un poco más con los mismos empleados. Veamos el caso concreto del magisterio. Se redistribuyó la carga académica en forma tal que durante los dos primeros años de la administración, pese a que se aumentaron sustancialmente las escuelas y planteles de enseñanza secundaria, no hubo necesidad de nombrar más maestros, lo que sólo fue necesario hace poco tiempo debido al inmenso auge de la educación en Bogotá. Lo mismo sucedió en otros campos. En la Alcaldía sólo se aumentó un funcionario durante los cuatro años; en la Empresa Distrital de Servicios Públicos y en la Empresa Distrital de Transportes hoy hay menos empleados que en 1978; en salud, educación, acueducto y energía hubo algún incremento, mientras que en la Empresa de Teléfonos la nómina creció en forma notable por virtud del ensanche y de los nuevos edificios que se construyeron para atender 240 mil líneas adicionales.
Quiero hacer énfasis sobre este particular porque llegó a suponerse que por el hecho de provenir, como provengo, de la clase política, iba a ser clientelista, iba a formar una cauda que me permitiera encontrar un campo de aterrizaje político. Nada más falso. En primer término, yo llegué a la Alcaldía con un capital político propio; y en segundo lugar no participo de la idea según la cual para lograr el apoyo popular es necesario nombrar determinados amigos y seguidores en los cargos públicos, con el propósito de demandarles, su favor cuando haya que librar nuevas batallas electorales. A mi me interesó hacer una obra que se defendiera por sí sola y me diera, en caso dado, el respaldo de la ciudadanía. Si yo hubiera tratado de formar una cauda, para comenzar habría traído a los cargos públicos a quienes me han ayudado electoralmente en los Llanos Orientales. Pero yo no conté ni siquiera con un directorio liberal distrital con el cual -entenderme. Por otra parte llegué sin compromisos políticos de ninguna especie con los jefes locales, lo que me permitió obrar con independencia, independencia que me granjeó toda suerte de antipatías entre los mismos, que pensaron en algún momento convertir al alcalde en un instrumento de su propia clientela.
Supe acerca de algunos ataques que se me formularon en el Congreso de la República por el hecho de no haber nombrado un gabinete de acuerdo con esos apetitos. Pues no. A mí me interesaba fundamentalmente formar y capacitar a una generación joven y a eso dediqué buena parte de mis esfuerzos.
Y en esto sí que puede hablarse de un estilo propio de gobierno. Estoy seguro de que gran parte de la obra que ha realizado la administración se debe a ese equipo de gentes jóvenes y entusiastas, con quien me unen excelentes relaciones, un común deseo de acertar, la solidaridad que infunde la mística y la seguridad de intentar una buena labor. Se ha dicho que esta es mi clientela. No lo creo. Si quienes me acompañan hoy en día resuelven librar conmigo alguna futura batalla política (porque pienso continuar en esa actividad una vez me haya retirado de la Alcaldía), me sentiré satisfecho. Pero si no lo hacen, ellos saben que en ningún momento los he compelido a actuar en una u otra forma y que sus decisiones en este y en cualquier terreno son de su absoluta incumbencia.
Pero volvamos al tema: me preocupé desde un comienzo por nombrar un equipo de gente joven, en primer término por razones éticas y morales. Dispongo de los elementos de juicio indispensables para afirmar que en una administración como la de Bogotá hay tendencias que han hecho de la deshonestidad una práctica continua. Ese ha sido uno de los mayores flagelos de la ciudadanía. Y aunque es difícil erradicarlo, se puede controlar en mejor forma si se trabaja con gente joven, con gente incontaminada, con gente limpia que acaba de abandonar los claustros universitarios. Si se trabaja, además, con la mujer, porque, en términos generales, ella es más honesta que el hombre. Gracias a ese propósito, pude darle a la ciudad un aporte nuevo en el campo de la administración, formado por personas sin prejuicios ni vicios contraídos con anterioridad, que entró a moldearse dentro de mi propio sistema de trabajo. Un sistema que ha sido intenso no solamente para el alcalde sino también para sus colaboradores; que no tiene en cuenta para nada el horario previsto y que ha dejado atrás el criterio del funcionario público, según el cual debe devengarse lo más posible laborando lo menos posible. El gabinete de. Bogotá es un gabinete con mística por la tarea que adelanta, que trabaja a gusto en la solución de los problemas que aquejan a la ciudad y que se amolda a devengar sueldos inferiores a los que paga la empresa privada.
Considero que uno de los deberes fundamentales de quienes llegan a cargos como el que ahora desempeño, es el de formar una nueva generación para la faena gubernamental. Cuando yo era estudiante pude ver la sorpresa con que la opinión pública acogió el gabinete del doctor Alfonso López Pumarejo, conformado por gente joven y desconocida en esa época como los doctores Alberto Lleras Camargo, Darío Echandía, Antonio Rocha o Jorge Soto del Corral. No quiero de ninguna manera equipararme a uno de los colombianos más grandes que ha tenido nuestra historia, pero sí señalar que, modestamente, en Bogotá yo quise ensayar esa carta: trabajar con la juventud, ensayar gente nueva. Creo que esa es una buena política, que debería practicarse más ampliamente. El país debe darle oportunidad a los jóvenes de llegar al parlamento, de foguearse en el servicio público. Es necesario abrirle las puertas a la gente que tiene una concepción más audaz, más contemporánea que la nuestra. Al fin y al cabo Colombia es un país joven. Pero como en mi gobierno me preocupé por no hacer propósitos, ni promesas, ni ofertas, sino por presentar realidades, puedo mostrar con orgullo el conjunto de secretarios más joven que haya tenido la ciudad en cualquier época. En ello radica en buena parte, ya lo dije, el éxito de la-tarea que me fue encomendada.
En el marco de Latinoamérica
Ya enuncié que el propósito de mi gobierno fue siempre el de transformar a Bogotá. Para ello no pude considerarla como una ciudad aislada, como un ente separado de Latinoamérica, que, en mi opinión es una expresión nueva del mundo moderno. No creo que ella forme parte del «tercer mundo». Nosotros somos distintos. Vivimos un proceso que presenta aspectos con personalidad propia, la cual emana de nuestro origen iberoamericano, donde se mezcla el temperamento español, proveniente en un pasado remoto de la fusión de los pueblos bárbaros de Europa y Asia v, más cercanamente, de la integración con el árabe, mezcla que en nuestro caso se enriquece con el ancestro indígena y con el aporte de la sangre negra. Las raíces culturales afloran en una u otra forma v van a generar expresiones en esta amalgama de pueblos que se confunden en uno solo, el pueblo latinoamericano, tan separado de los demás, tan único. Latinoamérica tiene una concepción de la vida que le es propia, tiene una actitud, propia también, frente a la estructura social v económica, material v artística. En nuestro continente construimos, hoy por hoy, un universo distinto. Un universo conformado por diferentes partes, dentro ,de las cuales Bogotá puede considerarse como una pieza de verdadera importancia.
Nuestra obligación en lo que resta del siglo es transformar a Bogotá para llevarla a la altura de las primeras ciudades latinoamericanas. Tenemos posibilidades que nos permiten hacerle frente en las mejores condiciones al reto del futuro. Un reto que nos determina a hacer algo, y algo de importancia, en el campo de la salud, de la educación, del transporte, de la vivienda, de la seguridad, en fin, en todo aquello que constituye la vida de relación urbana.
La ciudad como hecho cierto
Partamos entonces de una observación esquemática: mientras el país es una concepción ideal, la ciudad es algo concreto, es un ente físico donde se desenvuelve la vida de la persona. Al lado del marco general, institucionalizado, de la nación v, más allá, de la mancomunidad que permite diseñar intereses generales y comunes para un subcontinente como el latinoamericano, coexiste v existe como punto de partida algo concreto, claro, perfectamente identificable, inmediato: la ciudad en que vivimos. La ciudad es una asociación espontánea. El hombre es esencialmente un animal gregario y sabe que al agruparse puede conseguir mejores condiciones de vida. Pero esas mejores condiciones de vida tienen que ver ante todo con un conjunto de factores que le permitan al hombre enfrentar una vida más amable, más segura, si se quiere más profunda que la que le ha tocado vivir.
Producido el hecho «ciudad», nos enfrentamos a una situación extraña: mientras ella sea mejor, crecerá más velozmente. Esto nos indica que Bogotá ha tomado el camino correcto. Si se tratara de una ciudad repulsiva, tendería a despoblarse. Por el contrario, su crecimiento es palpable.
Bogotá ha adquirido las características de una gran ciudad y ha abandonado su condición de pueblo grande. Dentro de aquellas se destacan algunas de las conquistas del hombre moderno, como son el derecho a la privacidad, al aislamiento, a la soledad. Hoy en día Bogotá ofrece ese derecho a sus habitantes v, al mismo tiempo, les suministra las condiciones necesarias para vivir en sociedad en una forma más positiva, más próspera, menos estéril.
La demografía, factor de desarrollo
Pero claro está que la Bogotá de 1982 no es la ciudad ideal. Reúne eso sí, las condiciones para serlo, para ofrecerle a sus habitantes un modus vivendi, un amable modus operadi. Claro está que debe atenderse a un buen número de factores, entre los cuales uno de los primeros es el demográfico. En un determinado momento Colombia enfrentó una tasa de crecimiento del 3,4 % que era una de las mayores del mundo. Como es obvio, muchas de las dificultades actuales provienen de ese crecimiento desmesurado. Es difícil proveer empleos y servicios para un pueblo que crece en tal forma, si los medios económicos no crecen en la misma proporción. La política demográfica que liemos seguido ha sido acertada. En las últimas décadas hemos logrado bajar nuestra tasa de crecimiento del 3,4 % a una media del 1,9 %. Lamentablemente esto no tiene nada que ver con Bogotá, donde es aún del 4,45 %. Tal vez ése constituya el reto más grave de la administración. El alto crecimiento demográfico de Bogotá es consecuencia de la migración de las zonas rurales hacia la capital. En años anteriores el problema fue más agudo. En época de la violencia la tasa llegó a ser del 7,6 %, circunstancia que plantea una de las mayores dificultades para el gobierno, porque quienes nacieron por ese entonces sólo acceden hoy al mercado de trabajo y nuestra obligación es la de proveerles empleo.
Un crecimiento del 4,45 %, que es el dato último del Banco Mundial, determina que la ciudad no alcance a mantener el ritmo adecuado en el desarrollo de la infraestructura de servicios, en la construcción de escuelas, centros de salud y viviendas y en la generación de empleo, de acuerdo con las necesidades de los habitantes. A raíz de todo ello se presenta el fenómeno de la inseguridad, de la delincuencia, de la prostitución, que se controlaría en su base si el gobierno encontrara los mecanismos adecuados para adelantar una política demográfica que no deje el aumento de los centros urbanos al libre arbitrio de las gentes que los habitan. No se trata, claro está, de adoptar medidas compulsivas. Este es un país respetuoso de las libertades individuales, y así lo ha consagrado en su carta fundamental. Pero debe adelantarse una política de control natal, de planificación, que le permita a Colombia reducir la tasa de su crecimiento demográfico. No puede ser propósito del Estado levantar una comunidad de mendigos. Por el contrario, y esto es muy necesario, deben fijarse las condiciones mínimas para hacer posible el tránsito del subdesarrollo económico al desarrollo.
Hay que combatir en cualquier forma la emigración espontánea de los campos hacia las ciudades. La política fiscal que yo he tratado de poner en práctica (política de muy poco recibo entre las gentes de mayores recursos), ha tenido como mira aumentar los ingresos de la ciudad para adelantar un plan de obras públicas, que convierta a la capital en un centro urbano que disfrute de buenos servicios, en un centro con posibilidades de salud, de educación, de recreación. Ese es un buen propósito. Pero cuesta. La vida de una gran ciudad no puede ser barata. Vivir en París, en Roma, en Nueva York es ideal pero no es económico. Si se hace de Bogotá, como algunos lo pretenden, la ciudad más barata del país Y al mismo tiempo se la dota con espléndidos servicios y si mediante una inversión de grandes proporciones se le ofrece al ciudadano no sólo una seguridad aceptable sino las mejores condiciones de vida al más bajo costo, iremos sin duda alguna hacia la megalópolis, hacia la catástrofe, hacia la bancarrota.
Por lo tanto he insistido en una tesis que, no se me oculta, carece de calado popular, pese a ser sana y correcta: para que la ciudad tenga buenos servicios, debe pagar por ellos, debe costearlos, aunque eso eleve el costo de la vida.
Éste sería un mecanismo práctico para ponerle coto a la exagerada migración rural hacia los centros urbanos, que es característica de los países en desarrollo. En Latinoamérica es típico el caso de la Argentina, donde Buenos Aires alberga la mitad de los habitantes de ese país. Al interrogarse sobre el por qué del fenómeno, no puede uno menos de recordar el título de una de las grandes películas de Charles Chaplin: «Luces de la ciudad». Son las luces de la ciudad, es todo lo que significa la ciudad como agrupación humana, la seguridad teórica que ofrece frente a la inseguridad de los campos, la causa primordial del crecimiento demográfico urbano. Venir a la ciudad es tener a mano la posibilidad de educar a los hijos. Venir a la ciudad y, en concreto, venir a Bogotá, es disfrutar de un clima sano, apto para la salud. Venir a la ciudad es encontrar empleo. Venir a la ciudad es hallar oportunidades y recursos insospechados.
A primera vista el problema parece insoluble. Si hay, una gran masa urbana (y en esto hay casi una petición de principio), hay más empleo porque hay más gentes y hay más gentes porque hay más empleo. ¿Dónde se encuentra el comienzo de esa cadena? Es dificil saberlo. Tal vez en el hecho de que una gran ciudad requiere multitud de servicios, lo que determina mayores posibilidades de empleo. En este terreno, algunos aspectos de la vida comercial ni siquiera existen en el campo, mientras que en las urbes cualquiera de ellos no puede subsistir si a su alrededor no se desenvuelve y agita una gran masa humana, que al mismo tiempo requiere de esos servicios. Y los consume o utiliza.
Pero lo grave en lo que hace al caso de Colombia es que nuestros inmigrantes son en su gran mayoría campesinos sin recursos económicos, gentes sin preparación para afrontar la competencia que ofrece una ciudad, que es ardua y dificil. El campesino con hogar constituido llega a Bogotá en compañía de su mujer y de sus hijos. Viene con el mínimo ahorro que ha logrado hacer, v su propósito es el de conseguir empleo. Sin embargo, como pertenece a la inmensa población que constituye la mano de obra no calificada, ese propósito se le dificulta en grado sumo. Al no encontrar trabajo, el siguiente paso, se ha dicho muchas veces, es obvio: la hija va a la prostitución y el hijo a la delincuencia. Este es uno de los más agudos problemas que enfrenta Bogotá. Según un estudio elaborado por el Consorcio Ineco Sofretu para los próximos 20 años, ese tipo de inmigración se calcula en 60 mil personas anuales-. Crearles servicios, darles vivienda v educación, montar la infraestructura necesaria para atenderlas en forma adecuada, es un reto complejo y dificil. Continuamente se oye hablar en Bogotá de urbanizaciones piratas, de urbanizaciones clandestinas, y se escuchan críticas al gobierno porque ayuda a esas gentes con los servicios más elementales. En la capital, ya lo dije, nace un barrio nuevo cada veinte días. Ante ese problema de bulto, ¿cuál es la actitud a seguir? No creo que se pueda condenar a miles de personas a no tomar agua por el hecho de no haber legalizado1a propiedad de sus tierras. Por el contrario, hay que ofrecerles servicios, hay que colaborar con ellas para que su urbanización se convierta en un conjunto habitable. En el mes de febrero de 1982 había en Bogotá 268 urbanizaciones sin licencia y 147 intervenidas por la Superintendencia Bancaria. La administración no se sintió autorizada para negarle a esos millones de habitantes (repito: millones), los servicios elementales de agua y alcantarillado, de salud v educación. Lo que no quiere decir que acepte un hecho que la ha convertido en víctima del agudo crecimiento demográfico. Un crecimiento demográfico que, según los estudios más certeros, permite creer que Bogotá tendrá 10 millones de habitantes en el año 2000.
La miseria en Bogotá
Esos diez millones de habitantes no pueden ser diez millones de mendigos. Por eso la política de mi administración se orientó hacia las «zonas marginadas. Y aunque la parte sustancial de los 70 mil millones de pesos que ha invertido este gobierno en la capital, se destinó a los ser-vicios esenciales en esos sectores, ello no fue suficiente para ponerle un dique a la miseria en Bogotá, cuyo panorama es preocupante. Cada día llegan a la ciudad miles de personas en un grado absoluto de pobreza, en búsqueda de oportunidades, con el deseo inmenso de abrirse campo, de encontrar una razón de ser para su vida. Y lo logran. Es impresionante comprobar cómo la gran mayoría de las gentes que migran hacia Bogotá convierten su rancho de cartones en una vivienda decorosa, cómo las anima un deseo grande de acceder a la educación. Tal vez ésa constituya la mejor cualidad de nuestras gentes. A todas las anima un decidido espíritu de superación. Por eso es dificil participar de la tesis según la cual la sociedad colombiana es estática. No. Su movilidad es algo que se puede comprobar sin dificultad alguna. Nuestro cuerpo social no adolece de la estratificación que tanto se le ha criticado. Por el contrario, quienes llegan a la ciudad en condiciones misérrimas, acceden al poco tiempo a una clase superior. Bogotá es una ciudad con una gran clase media, una clase media que se diversifica, que crece cada día. Ello obedece, en buena parte, al afán inusitado, incontenible, que tiene nuestro pueblo de estudiar. Para darle salida a ese espíritu positivo, yo hice un gran esfuerzo cuando me encontraba al frente del Ministerio de Educación y ahora lo he continuado en la Alcaldía. Más adelante haré énfasis sobre las cifras que demuestran en qué forma crecieron los cupos escolares en la ciudad bajo mi gobierno. Pero ahora quiero destacar el hecho de la avalancha de gentes jóvenes que se acercan a las aulas. La ciudad cuenta hoy con un millón de personas que asisten a los distintos niveles de enseñanza. Personas que saben que el camino del ascenso social en un pueblo como el nuestro, no es otro que el del estudio.
Miseria y marginamiento
Sin embargo no podemos ignorar la presencia de una gran masa de marginados, que entre nosotros obedece en primer término a la constante inmigración y en segundo lugar al abandono de ancianos y dementes de todos los rincones del país en las calles de la ciudad. Esta clase de gente no tiene más esperanza que el Estado y el Estado es poco lo que puede hacer por ella. El Departamento Administrativo de Bienestar Social del Distrito puso en funcionamiento el Centro de Recepción de Adultos en el Bosque Popular, que solucionó en parte el problema de la vejez abandonada, e inició un programa que creará un servicio científico para los alienados mentales en la granja Australia, de Usme. Pero Bogotá no puede asumir las consecuencias de una política que me atrevo a calificar de absurda, adelantada en otras» ciudades del país. Tal vez se trata de los rezagos de una legislación muy antigua, de origen español, absoluta y totalmente equivocada, como era la del extrañamiento. A la capital llegan con frecuencia, v así he tenido oportunidad de denunciarlo en varias ocasiones, vehículos que transportan desde los sitios más disímiles a los dementes y mendigos de esas regiones, que son abandonados en nuestras calles, sin consideración alguna a su miseria y a nuestras posibilidades escasas de atenderlos. El extrañamiento implica que alguien se sacuda el problema de encima, pero que se lo pase tranquilamente a su vecino.
¿Qué hacer entonces con los marginados? Hacen falta asilos, hacen falta dependencias donde se les ofrezca la posibilidad de una recuperación o de un albergue. Por eso he insistido hasta el cansancio en la necesidad de que se le deje a Bogotá un porcentaje equiparable a su número de habitantes, de aquellos fondos que en ella se generan con destino al Instituto de Bienestar Familiar. La ciudad carece de los dineros indispensables para atender el número de niños abandonados, de ancianos dejados a su suerte, de mendigos en la miseria total, de dementes en un estado angustioso de salud y de pobreza. El caso de los niños es dramático. Según las estadísticas más certeras, una tercera parte de los nacimientos en Bogotá son de menores ¡legítimos. La condición irregular en que vienen al mundo demuestra a las claras que el padre no se va a ocupar de ellos y, en muchos casos, que la madre se ve obligada, por culpa de sus condiciones económicas, a abandonarlos. Es entonces cuando el Distrito, con fondos provenientes de la lotería o de transferencias directas de su presupuesto, debe suplir esa ausencia. En caso de que pudiera apropiar mayores sumas, controlaría en mejor forma las condiciones de inseguridad que vive la capital del país. Porque la gente con hambre, la gente sin empleo, la gente sin educación, la gente sin vivienda, se esfuerza con todo derecho en no dejarse morir de hambre y por lo mismo roba, asalta o entra a las filas de la delincuencia, porque sólo en esa actividad encuentra un modus vivendi que le permita subsistir en cualquier forma.
Empleo, subempelo, desempleo
Esto nos pone en contacto con uno de los temas cruciales en la vida colectiva de Bogotá. La seguridad proviene en alguna forma del mayor o menor volumen de empleo de que dispongan los ciudadanos para poder atender a sus necesidades vitales. Por ello esta administración adelantó una amplia política de obras públicas, que en el fondo buscaba reducir la tasa de desempleo. En 1978 esta última era, de acuerdo con las cifras suministradas por el Departamento Administrativo Nacional de Estadística, del 9,8 %, cifra que era similar a la de las otras tres grandes ciudades del país, Medellín, Cali y Barranquilla. Corridos estos años, en Medellín el porcentaje llegó al 15 v 16 %, mientras que en Cali y Barranquilla subió el 12, en tanto que en Bogotá bajó en el trimestre pasado al 4,9 %, cuando volvió a tener un incremento mínimo que lo colocó en el 5,3 %. Este índice de desempleo es más bajo que el de algunos países desarrollados. En Norteamérica, por ejemplo, llega al 8 %, lo mismo que en Canadá v en otras grandes naciones. Así pues, nuestro 5,3 % puede mostrarse sin temor a escándalo, con orgullo.
No se me oculta, claro está, que dentro de este índice no aparece el subempleo. La forma más corriente en que éste se presenta en una ciudad como la nuestra, es la de los vendedores ambulantes. Sin embargo siempre me ha parecido curioso que la mayoría de los miembros de dicho gremio logren aún mayores ingresos que las gentes que trabajan en empleos corrientes y que aquellos sean notablemente superiores al salario mínimo. Por eso, cuando se trata de adelantar respecto a ellos una política que los ubique dentro del sector formal de la economía, la administración se encuentra ante una muralla infranqueable, ya que se trata de personas que,- pese a las dificultades que enfrentan, prefieren esa actividad a cualquier otra. El subempleo en Bogotá presenta una curiosa característica: en muchos casos, tal vez en la mayoría, genera mejores ingresos que el empleo formal. Más que subempleo podríamos llamarlo empleo informal.
Los esfuerzos que se han hecho a este respecto en la ciudad han sido inmensos. Los puentes generaron lo mil empleos adicionales, que en virtud del plan de obras públicas que se ha adelantado sin interrupción ninguna, pasaron a ser permanentes, Por todo ello, y con la mira puesta en esos resultados, no me molesta que en algunos círculos se me tache como el alcalde fiscalista, como el alcalde alcabalero. Se trata de una crítica que en el fondo lleva implícito un reconocimiento al esfuerzo fiscal de mi administración. Lo mismo podría decirse del alza de tarifas en los servicios públicos, que no se ha decretado arbitrariamente ni para molestar a la ciudadanía, sino con el fin de poder cumplir con nuestro plan de obras, de ensanches indispensables para disminuir la brecha entre las necesidades y lo existente para satisfacerlas.
Así pues, tengo que repetir algo que me he dicho muchas veces y que constituye el punto central de una política de gobierno. En un pueblo como el nuestro, en una sociedad como la nuestra, en un país con el grado de desarrollo relativo que tiene el nuestro, el ideal sería encontrar el punto clave donde la estabilidad coincida con el máximo empleo. Pero éste, como casi todos los ideales, es dificil de realizar. Al hacerle frente a la realidad, es ella misma la que nos indica que puede haber inflación con empleo e inflación con desempleo. Si en Colombia se acentúa el índice de inflación y simultáneamente aumenta el de desempleo, la situación va a volverse cada vez más explosiva. Pero si aceptamos, como tenemos que aceptar, que la inflación depende esencialmente de factores externos que escapan a nuestro control, debemos concluir que por un tiempo largo tendremos que manejar nuestra economía dentro de esa realidad inflacionaria, y acostumbrarnos a la idea de que el desempleo con inflación lleva a cualquier país hacia el abismo, mientras que si los ciudadanos tienen algún ingreso podrán hacer frente a la situación aunque tengan que reducir sus consumos.
El país no se puede estancar a la espera de que su situación económica mejore. Mientras ello sucede tiene que echar mano de un recurso humano de la mayor importancia como es el del trabajo. Es necesario trabajar sin temer que suba el índice del costo de la vida, o el índice de la inflación. Muchos países han hecho desarrollo dentro de la inflación. Tal es el caso de un vecino nuestro, el Brasil. Nosotros tenemos que trabajar, tenemos que generar empleo, tenemos que perseguir el progreso, tenemos que alcanzarlo y si nos aplicamos a ese propósito podremos lograrlo. Al mismo tiempo transformaremos a Bogotá. Hay que tener en cuenta que el plan del metro generará 25 mil empleos y que al margen del mismo se adelantarán trabajos en todos los demás campos, en especial en el de la salud. Con todo ello lograremos convertir a Bogotá en una ciudad de importancia en Latinoamérica y la proyectaremos adecuadamente hacia el año 20001, mientras que, al mismo tiempo, solucionaremos uno de los dos más graves problemas sociales del mundo contemporáneo, como es el del desempleo.
La seguridad, un panorama en conflicto
El otro es el de la seguridad. Se trata, sin duda alguna, del primero de Bogotá y el más complejo de los que afrontan las grandes ciudades del mundo moderno. Hoy en día hay formas delictivas que no existían hace dos décadas, que toman por sorpresa a las autoridades y crean en el cuerpo social un estado permanente de zozobra. Quiero referirme a dos, que han golpeado rudamente a Colombia.
La primera es la del secuestro. Éste se ha convertido en una práctica permanente, en un fenómeno cotidiano. Se trata de un delito que tiene entre nosotros una modalidad propia, una característica bandidos corrientes disfrazan su actitud con una bandera política y se presentan bajo el atractivo de quienes luchan por un ideal. Este último género del delito también existe. Pero al lado de quienes delinquen con ese propósito, están quienes lo hacen por dinero. Una y otra forma son condenables y causan un malestar generalizado en una sociedad que, a veces, tiene la impresión de ser impotente ante ese tipo de delitos.
La segunda es la del tráfico de drogas. Hace algunos años Colombia conoció, asombrada, un prolegómeno del problema, cuando quienes se dedicaron al negocio de las esmeraldas protagonizaron una guerra a muerte v sin cuartel. Pues bien: comparada con esa situación, que siempre estuvo circunscrita a ciertas zonas y a determinados núcleos del comercio, la que ha creado el mundo de la droga es muchísimo más grave porque amenaza a la totalidad de la estructura económica y ética del país. En este punto hay que tener en cuenta algunos factores: nuestras tierras parecen ser singularmente aptas para el cultivo de los estupefacientes, lo que produjo rápidas fortunas y desmoralizó la actividad agrícola tradicional en vastas zonas rurales. En efecto, los cultivos «honestos» producían cien, doscientas, quinientas veces menos rendimientos por hectárea y además debían enfrentar las irregularidades del mercado mientras que las drogas tenían fácil y exitosa salida, sobre todo hacia los Estados Unidos. Pero en lo que hace a la marihuana, el cultivo entró en decadencia cuando los traficantes, no contentos con sus ganancias, resolvieron mezclarle a su producto otra clase de hojas, lo que perjudicó el mercado. Además, en Norteamérica, donde en algunos casos el consumo está permitido, se tecnificó la producción hasta el punto de desplazar el primitivo sistema colombiano. Fue entonces cuando, luego de la época de oro de dicho alucinógeno, que produjo rápidas fortunas evaporadas en la misma forma por cuanto quienes las hicieron carecían del grado mínimo de cultura necesario para poder aprovecharlas, se pasó al auge de la coca, que es una planta tradicional de nuestros países, cultivada por los indígenas desde antes de la llegada de los españoles. Ese elemento, que constituía otro más, necesario para el consumo cotidiano de los grupos primitivos, se convirtió por obra v gracia de los narcotraficantes en un producto industrial. Por mi vinculación estrecha a los Llanos Orientales y desde allí al Guaviare, el Vaupés, y la selva, he tenido oportunidad de conocer algunos aspectos de este drama general de la coca. Familias miserables que en un lapso mínimo pasan a la categoría de potentados, vendettas, pérdida de la totalidad de los valores morales y sociales. Pero si bien esto es preocupante, no lo es en menor grado el conjunto de implicaciones económicas que ha tenido el tráfico de drogas para el país en general. Es insólito, por ejemplo, que el dólar que se vende en el mercado negro cueste menos que el oficial, lo que contradice la norma general del mercado paralelo (le divisas en el mundo entero; los salarios en las zonas infestadas por los cultivos se han incrementado diez, veinte, cincuenta veces; el precio de la tierra se ha encarecido desproporcionadamente, lo mismo que el de la vivienda y el de algunos productos esenciales. Todo ello para no hablar de las consecuencias que ese submundo ha tenido sobre el cuerpo social. El último paso que ha dado es el de la conformación de una brigada paramilitar «Muerte a Secuestradores» (Mas), con la que pretende aplicar la ley por su propia mano, lo que constituye una sustitución de la justicia estatal con base en los fondos adquiridos mediante actividades ilícitas.
Este es el telón de fondo de la inseguridad en el país, del cual forma parte también el terrorismo, que, como los otros dos, es un fenómeno reciente, empleado para producir consecuencias de tipo político o económico. Las cárceles del pueblo, los «ajusticiamientos» hechos por personas que están fuera de la ley, la muerte de dirigentes respetables en cualquiera de los campos de la actividad nacional, constituyen una forma de delincuencia absurda que busca mantener a la sociedad en un estado de zozobra permanente Y que va a contrapelo de cualquier posibilidad de progreso y de mejora de las estructuras económicas v sociales del país.
Se trata, sin embargo, de un fenómeno mundial, que no puede ubicarse solamente en la miseria de nuestro pueblo, en la pobreza de nuestras clases económicas menos favorecidas, o en la falta de educación de muchas de nuestras gentes. El mismo fenómeno, y aún más agudo, existe en las sociedades desarrolladas, algunas de las cuales tienen una trayectoria cultural milenaria. De manera que no podemos achacarle esa especie de cáncer social a una ciudad como Bogotá, que sólo participa de un proceso general de delicuescencia ética. Ello no quiere decir que no haya problemas locales. El primero, sobre el cual ya me detuve, es el de la notable tasa de crecimiento demográfico, que ha doblado la población de la capital en sólo once años. Por desgracia la política no se duplica cada once años v, para peor, el fenómeno es el contrario. Mientras el número de habitantes crece al ritmo mencionado, el pie de fuerza de ese cuerpo permanece estático. Así pues, no es raro encontrar algunos fenómenos ,curiosos. Conscientes los ciudadanos de la impotencia de la policía para protegerlos, han constituido algunos cuerpos paramilitares, que se agrupan bajo el mote de «compañías de seguridad» y cuyos celadores, que lucen uniformes de variado ingenio y portan armas, vigilan los principales negocios, edificios y sectores residenciales. Pero estas organizaciones, que ejercen tareas de policía, carecen de la disciplina, la formación, la estructura y el carácter profesional de dicha institución. Las «compañías de seguridad» cuentan en Bogotá con un mayor número de hombres que la policía, lo que demuestra a las claras un error en el manejo de la situación por parte del gobierno.
Si los particulares pagan ese servicio de su propio bolsillo, es fácil deducir que puede haber, y hay en efecto, recursos para el mantenimiento de un cuerpo de seguridad adecuado, que no se le entregan al gobierno, sino que van a beneficiar a empresas privadas. Esta situación es equívoca. En caso de que llegara a proponérsele a quienes cubren ese servicio que incrementaran con esos dineros el recaudo que pagan al Estado con el fin de que éste aumente su propio pie de fuerza, se negarían de plano porque en dicho campo la desconfianza que tienen en la gestión administrativa es absoluta. Pero hay algo más. Aún el gobierno se ha visto obligado a recurrir a esas empresas de vigilancia, porque la policía de que dispone no es suficiente para atender a sus propias necesidades. Esto es absurdo. Se hace indispensable e inmediato, robustecer al máximo la Policía Nacional.
En Bogotá se necesita duplicar el número de agentes y conservar un crecimiento dinámico anual que sea paralelo al demográfico para poder mantener un control estricto sobre la delincuencia, para ofrecerle a los ciudadanos un mínimo de seguridad. Sin seguridad no hay nada. Sin seguridad no hay economía, sin seguridad no hay ni puede haber salud, ni vivienda, ni educación, ni desarrollo de ningún género. Y pese a que la administración ha hecho todo lo que ha estado a su alcance, ha sido poco, dadas las necesidades de la ciudad en ese terreno. En algunas ocasiones se le ha propuesto al gobierno distrital crear un cuerpo de policía, propuesta que yo he rechazado en forma enfática. Basta recordar lo que fue la policía política en este país para sentir el temor de volver a caer en su utilización como instrumento de los partidos. Pero es necesario hacer algo. Tal vez el Estado pueda dedicar una suma mínima a ese propósito, y tal como sucedió en el plebiscito del I.` de diciembre de 1957, cuando se aprobó un 10 % del presupuesto nacional para la educación, pueda destinarse un porcentaje semejante a dicho cuerpo.
Desde mis épocas de profesor de derecho constitucional en la Escuela General Santander he tenido en muy alta opinión la actividad que desarrollan los cuadros directivos de la Policía. Pero ahora he sido un testigo de excepción sobre la forma como los oficiales adelantan su trabajo, sobre su formación profesional y el sentido ético que los distingue, sobre la responsabilidad de que hacen gala en el ejercicio de la misión que les ha sido encomendada, en la que dan muestras de un alto sentido de responsabilidad, seriedad v honestidad. Habría que señalar algunas fallas. Por ejemplo, la movilidad en los cargos directivos, que se produce cada seis u ocho meses, v que toca desde el comandante en Bogotá hasta los oficiales de enlace con el despacho del alcalde, da la impresión de alguna falla fundamental en la concepción orgánica administrativa. En mi opinión, para la estabilidad de un cuerpo como éste y para que se acentúen, se acendren y se fortifiquen las condiciones éticas esenciales en el mismo, es necesario que haya una rotación menor, una propensión menos rápida al ascenso.
¿Qué se ha hecho para ayudar a la Policía? No otra cosa que brindarle el respaldo de carácter civil que puede dársele a través de nuestros funcionarios, inspectores y alcaldes menores. Además, la administración hizo un esfuerzo mínimo aunque costoso en el terreno de la dotación de ese cuerpo: le entregó 40 radiopatrullas y 50 motocicletas de un alto cilindraje, adquiridas con dineros del Distrito y sustituyó 300 agentes que le habían sido transferidos desde administraciones anteriores para el manejo del tránsito, por personal debidamente especializado el cual file educado y formado en la escuela del Datt. Esta cifra, que es todavía escasa, equivale, sin embargo, al aumento que ha tenido el cuerpo de Policía en estos últimos años.
Por otra parte se creó el Fondo de Seguridad y Vigilancia, adscrito a la Secretaría de Gobierno, con el objeto de colaborar en la compra, mantenimiento v renovación de equipos y construcción y dotación de estaciones y puestos de policía y de bomberos. Sus finanzas provienen en primer término de aportes distritales. Tiene como recursos propios los producidos por determinadas multas v cauciones, además del recaudo del impuesto de industria y comercio a cargo de bancos, compañías aseguradoras, corporaciones y empresas de vigilancia privada, cuyas tarifas fueron reajustadas por la ley 57 de 1981, lo que permitió a partir de este año incrementar en forma notable sus ingresos. En 1980-81 el Fondo invirtió 52 millones de pesos en la compra de radiopatrullas, motocicletas y radioteléfonos v en construir buena parte de la Estación del Norte, que funcionará en la calle 170 porque, aunque parezca increíble, la última hacia el norte de Bogotá quedaba situada en la calle 55, de manera que había cerca de ciento veinte cuadras sin ese servicio esencial. Se hizo ese esfuerzo para contribuir en alguna forma al desarrollo y dotación de dicho cuerpo. Un esfuerzo que no corresponderle al Distrito, porque aquél depende del Ministerio de Defensa y debe contar con su propia financiación en el presupuesto nacional.
Esta es, en consecuencia, otra de las razones de la inseguridad. No hay el número de agentes necesario para prestar un adecuado servicio de vigilancia. Sin embargo, cualquier persona investida de una autoridad visible, sirve en ocasiones para controlar los brotes de delincuencia. Ya en lo que corresponde directamente al gobierno distrital, se ha aumentado en forma notable el número de agentes del Datt. En 1978 había en Bogotá doce motocicletas al servicio de ese organismo y ocho estaban en reparación. En tres años y medio, gracias a la creación del Fondo Rotatorio de Seguridad Vial (Fondatt), que se alimentó con recursos propios provenientes de las multas por infracciones de tránsito y prestación de diversos servicios, se dispuso de recursos por valor de 285 millones de pesos, que se destinaron a la compra de otras 264 y a la adquisición de radioteléfonos, grúas, equipos de radiocomunicaciones, materiales para demarcación y señalización de vías y aumento y dotación del personal de agentes. Se creó entonces un cuerpo adicional de p9licías de tránsito conformado por 400 personas. Aunque no se trata de su función específica, estos agentes han contribuido en alguna forma a la vigilancia de la ciudad. Claro está que todavía falta mucho por hacer.
En mi opinión, el Estado debe abandonar el complejo que le ha creado una cierta demagogia política, la cual le impide destinar una suma adecuada a las necesidades de la Policía en el presupuesto. Es frecuente leer lo que escriben algunos comentaristas y oír opiniones sobre la distribución de los fondos públicos, opiniones que critican el hecho de destinar mínimas cantidades de dinero a la seguridad del Estado, abandonando, según ellos, otros frentes de la actividad administrativa de primera importancia como son la educación, la salud y las obras públicas. El ha terminado por creer que eso es cierto, lo que constituye un absurdo porque en la base de cualquier acción gubernativa no hay otra cosa que la seguridad. Esos mismos comentaristas son los que preguntan a renglón seguido qué se puede hacer para combatir a la delincuencia, que se apodera como un cáncer de todas nuestras ciudades. No hay alternativa posible: o se dota a la Policía Nacional de elementos adecuados y de personal suficiente, o nos resignamos a vivir un creciente estado de inseguridad. Por otra parte, es necesario respaldar con energía a esos servidores públicos, porque el número de atentados contra ellos y de bajas anuales es de tal manera considerable, que quienes pueden en un momento dado escoger esa profesión, prefieren seguir otro camino. Aquélla, en efecto, supone riesgos permanentes en una ciudad como la nuestra que presenta serias dificultades de variada índole.
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Esta ciudad
Con la ampliación
La comunicación
Texto de: Hernando Durán Dussán.
Alcalde de Bogotá
Crear el nuevo futuro
Muchas veces me he preguntado en qué consiste la tarea de gobernar. Luego de varias décadas en el servicio público, creo haberme aproximado a la respuesta. Gobernar es tratar de crear hechos distintos, es crear en algún grado el nuevo futuro. Si se puede pedir prestada una expresión a la tauromaquia, gobernar no consiste en salirle al quite a los problemas que embisten cada día al administrador de la cosa pública. Por el contrario: gobernar es transformar el futuro. Pero hay que partir de una base cierta: para qué se quiere transformar el futuro y hacia dónde se quiere conducir la administración con el fin de crear las condiciones mínimas necesarias para que ese futuro sea transformado en la mejor forma.
Considero necesario, a manera de introducción, hablar un poco de mí mismo en primera persona. Presento excusas por ello. Mi propósito al llegar a la Alcaldía de Bogotá no fue otro que crear las condiciones de que he hablado. Un propósito que me animó desde siempre, a lo largo de mi carrera parlamentaria, en la que el 20 de julio de 1982 hubiera completado 26 años, seis en la Cámara de Representantes y veinte en el Senado de la República. Que me animó, también, desde mis épocas, de universitario, cuando fui elegido concejal de San Martín, en el Meta, y luego edil de Villavicencio; que tuve presente cuando fui el más joven representante de la generación del 47 en el Congreso; que me sirvió como aliciente cuando desempeñé el Ministerio de Minas y Energía, en ese entonces de Minas y Petróleos, bajo la presidencia de Alberto Lleras Camargo, y en el mismo período cuando estuve encargado de las carteras de Hacienda Pública y Desarrollo; que puse como punto central de mi gestión en los Ministerios de Hacienda y Crédito Público en la presidencia de Guillermo León Valencia, y de Educación en la de Alfonso López Michelsen; y que me sirvió para juzgar mi actividad en el terreno público cuando fui el embajador de Colombia, en el período de Misael Pastrana Borrero, ante el gobierno de Francia. Dediqué mi vida al servicio público y en todo momento supe y tuve presente que el acceso a un cargo directivo en la administración sólo se justifica en cuanto el propósito que anime al funcionario no sea otro distinto que el de ayudar a transformar las condiciones de vida, muchas veces precarias, en que se desenvuelve una sociedad como la nuestra.
Claro está que de esta tarea no queda una memoria exacta. Por temperamento no me ha preocupado recopilar las cosas de alguna trascendencia que he hecho en los distintos campos del gobierno. He sido autor de algunos proyectos de reformas constitucionales incorporados a la Carta. Mis debates parlamentarios, un número considerable de leves, la gestión en los ministerios, ponencias, conceptos jurídicos, proyectos y programas de muy variada índole, llenarían varios volúmenes. Pero yo he sido descuidado en ese aspecto, porque he dejado que la tarea administrativa y política me absorba de tal manera que el tiempo que podría dedicar a esa recopilación se convierte necesariamente en un período dedicado también al desempeño de mis funciones. Siendo vanidoso en algún grado, como todos los políticos, y como todos los políticos con ambiciones, no he permitido que la vanidad y la ambición hagan que el mundo gire para mí alrededor de mi propia concepción, de mi propia forma de entenderlo. No me he preocupado por escribir una biografía a lo largo de mi vida, para dejarla ahí con el propósito de que la contemplen las generaciones futuras. No. He adelantado una serie de actividades, que de pronto tienen importancia y contenido y de pronto no lo tienen. Pero he cumplido a conciencia, siempre, no sólo ahora cuando para algunos soy un excelente alcalde y para otros un funcionario más, sin importancia. Estoy convencido de que no soy tan buen alcalde como dicen mis amigos, ni tan malo como sostienen mis enemigos. Soy una persona que ha tratado de hacer una obra importante, pero no con el ánimo de cobrar un dividendo. Sencillamente he cumplido con mi deber y lo he hecho frente a un reto personal de gran interés: no otro que el de afrontar nuevas situaciones en el terreno gubernamental, en el campo político.
Sin embargo, dentro de mis propósitos no estaba el de asumir la segunda tarea en importancia en el país, cargo para el cual me llamó el señor Presidente de la República, con toda generosidad y total riesgo. Y digo que se trata de la segunda tarea en importancia en la administración pública, porque sin exageración de ninguna especie, el alcalde de Bogotá, tiene tantas responsabilidades en lo que respecta a la ciudad como el jefe del Estado, responsabilidades que en algunos casos superan a las de mandatarios de países latinoamericanos cuyo número de habitantes es menor que el de esta ciudad. Podría afirmarse que salvo el manejo monetario y cambiario y las relaciones exteriores, las funciones son similares. Pues bien, luego del ofrecimiento del señor Presidente y de mi decisión de aceptar, que tomé sin necesidad de una larga reflexión porque frente a mí sólo encontré un panorama de servicio y una oportunidad de demostrar cómo se puede gobernar una ciudad, hice un inventario de los problemas que aquejaban a la capital de la República y llegué a la conclusión de que era necesario hacer un gran esfuerzo para transformarla, sin aceptar el cargo por el simple prurito de agregarle una página más a mi currículo vitae. Mi decisión fue la de aceptar la Alcaldía para demostrar la forma como yo creo que se debe llevar el servicio público, con una dedicación total y absoluta. En ese entonces no pensaba yo, ni podía imaginarlo, que iba a estar al frente de la administración durante cuatro años. En efecto, esta circunstancia ha sido muy poco frecuente en la historia de Bogotá. Mi gestión se inició, además, en contra de la opinión de muchos. En las ciudades de origen hispánico ha hecho carrera un refrán según el cual «cada alcalde manda en su año», porque se supone que es muy difícil que alguien permanezca por más de ese período al frente de dicho cargo, o que la ciudad lo tolere. Sin embargo me formé el propósito de hacer un esfuerzo para transformar a la ciudad y decidí trabajar por ella con una gran intensidad, con un ritmo pertinaz, constante, insistente, sin desmayo.
Antesala de una ciudad ideal
Conté para ello con un «sujeto» de la administración favorable. Bogotá tiene un marco excepcional que es la sabana, un clima grato, un terreno llano, una zona sísmica estable, un temperamento volcado sobre los intereses culturales y un conjunto humano en el que se destaca, como rasgo fundamental, la inteligencia. El bogotano es un colombiano peculiar, al que lo distingue un agudo sentido del humor, un humor colectivo que se encuentra en cualquiera de los estratos sociales que conviven en la ciudad. El chiste, el gracejo, fluye fácilmente en las esquinas, está a flor de labios. Hay una tendencia general hacia el calambur, hacia la contraposición de conceptos. El bogotano es un hombre que entiende con facilidad la caricatura. Es una persona a la que le gusta reírse, aunque lo haga más a costa de sus congéneres que de sí mismo. En esto se diferencia del hondo sentido del humor británico. El bogotano tiene maneras y sentido social y guarda las apariencias de esas maneras a cualquier escala. Tiene, además, un cierto sentido de la importancia que le da el hecho de pertenecer al conglomerado que constituye la capital del país. Desde ese punto de vista padece un complejo de superioridad. Se cree muy importante por el solo hecho de ser bogotano y mira por encima del hombro al ciudadano de provincia. Pero carece definitivamente del sentido regionalista que tienen nuestros provincianos. En Bogotá a nadie se le rechaza por el hecho de no ser oriundo de la ciudad, cosa que no ocurre con otras regiones, donde se discrimina a quien no pertenezca a ellas y, sobre todo, al bogotano. A este no se le mira en ellas con el mismo afecto con que en Bogotá se mira al colombiano de cualquier parte del país.
Sin embargo, dentro de las características globales de la ciudad hay algunas negativas. Se destaca, por ejemplo, la carencia de un espíritu cívico. Bogotá es, una ciudad en formación, una ciudad que crece en forma continua y permanente. Semana tras semana, mes tras mes, a nosotros nos aparecen nuevos y populosos barrios ¡legales, donde habitan gentes venidas de todo el país que tardan, si se puede utilizar esa expresión, en bogotanizarse, que sólo con dificultad adquieren una conciencia ciudadana o llegan a sentirse parte integrante de un todo. Esto se puede comprobar con la presencia continuada y activa de las colonias regionales, fenómeno que no se reproduce en las demás ciudades del país. Porque Bogotá es1a ciudad de todos y en este sentido es en ocasiones la ciudad de nadie.
Dentro de esta regla general hay excepciones. En los últimos años la administración comprobó que la ciudadanía pagaba los impuestos inclusive más allá de lo presupuestado. Y a veces oyó que ciudadanos sin ningún vínculo con el gobierno procedían de esa manera luego de comprobar la ejecución de un conjunto de obras de importancia. Esta es una manifestación distinta del espíritu cívico, que comienza a palparse en la capital, con la cual se le responde al gobierno su deseo de ofrecer mejores servicios, mejores condiciones de vida. Y ello está bien en una ciudad que pese a sus 443 años es toda vía joven, que está en formación, y que no se compone únicamente de bogotanos sino de colombianos que provienen de todas las regiones del país. Este fenómeno es exclusivo de Bogotá, porque aunque las demás capitales de los departamentos sufren con el mismo rigor los azares de la inmigración, se trata de una inmigración que proviene, en el caso de cada una, de sus zonas de influencia inmediatas. En Bogotá no.
Y sólo el paso de varias generaciones le permitirá a la totalidad de los habitantes del casco urbano tener una visión más apegada a su propio suelo. Todo lo cual permite afirmar que el espíritu cívico florecerá cuando la ciudad se estratifique, lo que ocurrirá, es probable, a finales del presente siglo o en los albores del XXI, cuando llegue a los lo millones de habitantes. Pero mientras tanto el gobierno deberá asistir poco menos que impotente a la muerte y abandono de casi todas las tareas dé carácter cívico en que se empeña. Hay algunos brotes aislados de solidaridad, pero cuando se emprende una campaña a escala general, cuando se busca la colaboración de la ciudadanía para arborizar las calles, para regular la recolección de basuras, para mantener decorosamente limpios los lugares públicos, los resultados son apenas esporádicos. Sería difícil esperar lo contrario de un cuerpo social donde quienes habitan en el extremo sur ignoran por ejemplo qué hacen o dejan de hacer quienes habitan en el extremo norte, y viceversa; donde los vecinos del occidente no muestran el más mínimo interés por lo que se hace en el oriente, y donde los del oriente no conocen ni desean conocer los barrios del occidente. Tal vez la extremada extensión superficial de Bogotá ha contribuido en gran manera a que surgiera ese fenómeno y al hecho; de que el espíritu cívico se haya diluido sin, dejar mayores muestras de lo que un todo puede hacer por sí mismo y por su inmediato futuro.
Una estrategia para el desarrollo
Así pues, se trataba de transformar a Bogotá. Pero cuatro años para cumplir ese propósito es un lapso demasiado breve, que equivale apenas a una palpitación del corazón en la vida de un ser humano. Por algo la sabiduría popular ha acuñado frases como aquellas según las cuales «no se hizo a Roma en un día» o «no se tomó a Zamora en una hora». Las sociedades tienen un decurso histórico prolongado, y una ciudad de la importancia de Bogotá es siempre consecuencia del discurrir de décadas, de siglos enteros.
Cuatro años representaban un período mínimo. Pero creí que valía la pena intentar hacer algo, trabajar a fondo. Ese fue mi propósito fundamental y no me abandonó nunca a lo largo de mi gestión. Las experiencias que he tenido en el pasado me enseñaron que el tiempo es irrecuperable, que pasa inevitablemente y que lo que no se hizo ya no se pudo hacer.
Trabajé entonces muchas horas, todas aquellas que me permitieron una severa concepción sobre la disciplina y la salud. Porque no hay sustituto para el trabajo. Uno no puede encontrar caminos diferentes. Lo decían los romanos siglos atrás: «labor improba omnia víncit».
Ahora bien: ¿transformar para qué? Transformar para hacer de Bogotá una ciudad mejor, una ciudad funcional, con respuestas sociales adecuadas, con una vocación hacia el desarrollo. Se trataba también de sentar las bases de una ciudad nueva, distinta, renovada, amable, para el año 2000.
Por lo tanto me fijé dos pautas: trabajar cuatro años, así ellos en un comienzo fueran apenas hipotéticos, con el propósito de poner a Bogotá frente al reto inminente del cambio de milenio. Porque afortunadamente nos hemos convencido de que el año 2000 está aquí, a la vuelta de la esquina, y respecto de él hemos abandonado la sensación de lejanía que tuvimos hasta hace poco. Los niños que hoy comienzan su escuela primaria serán ciudadanos mayores de edad en el año 2000 y vivirán dentro de una concepción moderna, distinta de la que, lamentablemente, nos tocó vivir a nosotros.
¿Cómo adelantar esa tarea? En el campo de la literatura, algún escritor sostuvo que «el estilo es el hombre». Yo creo que en la administración también hay un estilo, una manera de ver, de enfocar los problemas. Esa teoría es válida en especial en Bogotá, donde la gran mayoría de los asuntos administrativos surgen de improviso y deben enfrentarse con una concepción clara y simple de la manera como se administra. Así pues, ensayé algunos métodos que hasta el momento no habían sido tradicionales. Los resultados me muestran que acerté al escoger el camino. Un camino en el que, claro está, me impuse la tarea de poner en práctica lo que indica todo manual del buen gobierno: mantener restringidos los gastos de funcionamiento, no incrementar la nómina, exigir y dar el máximo rendimiento posible.
Cuando se logra economizar en gastos de funcionamiento, los recursos para invertir crecen en igual proporción*. Este no es un estilo particular. Es sencillamente, lo que tiene que hacer cualquier mandatario: financiar su administración. Ello sucede en todos los países del mundo y mucho más en una nación como la nuestra, con dificultades económicas financieras.
Tesorería distrital. Dirección financiera. Dirección sistemas. Crecimiento de la inversión (Área central) - (Arca descentralizada)
AÑO | FUNCIONAMIENTO | INVERSION Y OTROS |
1975 | 72% | 28% |
1976 | 69% | 31% |
1977 | 69% | 31% |
1978 | 66% | 34% |
1979 | 62% | 38% |
1980 | 59% | 41% |
1981 | 55% | 45% |
Dentro de ese propósito no ha carecido de importancia la política del gobierno frente a la nómina. En 1982 algunos organismos del Distrito tienen un menor número de empleados y trabajadores que los que tenían cuando empezó la administración. Vale decir, en lugar de hacer clientelismo, en lugar de burocratizar el gobierno, y en aras de la eficiencia y la economía, traté de reducir en lo posible el número de funcionarios. Me preocupé, eso sí, como lo explicaré más adelante, por crear nuevas fuentes de empleo sano, pero dejé de lado por completo el prurito de aumentar los funcionarios por el simple hecho de darle gusto a los jefes políticos. No puede decirse, claro está, que en algunos casos la nómina haya permanecido estática. Aumentó cuando se crearon nuevos servicios que necesitaron de gente adicional para prestarlos. Es natural que gracias a nuevos establecimientos de salud de tanta importancia como los que se pusieron en funcionamiento bajo esta administración, aumente el número de médicos v de enfermeras. Pero en lo que hace a la burocracia traté de controlar su crecimiento e, inclusive, de disminuirla y busqué que el gobierno trabajara un poco más con los mismos empleados. Veamos el caso concreto del magisterio. Se redistribuyó la carga académica en forma tal que durante los dos primeros años de la administración, pese a que se aumentaron sustancialmente las escuelas y planteles de enseñanza secundaria, no hubo necesidad de nombrar más maestros, lo que sólo fue necesario hace poco tiempo debido al inmenso auge de la educación en Bogotá. Lo mismo sucedió en otros campos. En la Alcaldía sólo se aumentó un funcionario durante los cuatro años; en la Empresa Distrital de Servicios Públicos y en la Empresa Distrital de Transportes hoy hay menos empleados que en 1978; en salud, educación, acueducto y energía hubo algún incremento, mientras que en la Empresa de Teléfonos la nómina creció en forma notable por virtud del ensanche y de los nuevos edificios que se construyeron para atender 240 mil líneas adicionales.
Quiero hacer énfasis sobre este particular porque llegó a suponerse que por el hecho de provenir, como provengo, de la clase política, iba a ser clientelista, iba a formar una cauda que me permitiera encontrar un campo de aterrizaje político. Nada más falso. En primer término, yo llegué a la Alcaldía con un capital político propio; y en segundo lugar no participo de la idea según la cual para lograr el apoyo popular es necesario nombrar determinados amigos y seguidores en los cargos públicos, con el propósito de demandarles, su favor cuando haya que librar nuevas batallas electorales. A mi me interesó hacer una obra que se defendiera por sí sola y me diera, en caso dado, el respaldo de la ciudadanía. Si yo hubiera tratado de formar una cauda, para comenzar habría traído a los cargos públicos a quienes me han ayudado electoralmente en los Llanos Orientales. Pero yo no conté ni siquiera con un directorio liberal distrital con el cual -entenderme. Por otra parte llegué sin compromisos políticos de ninguna especie con los jefes locales, lo que me permitió obrar con independencia, independencia que me granjeó toda suerte de antipatías entre los mismos, que pensaron en algún momento convertir al alcalde en un instrumento de su propia clientela.
Supe acerca de algunos ataques que se me formularon en el Congreso de la República por el hecho de no haber nombrado un gabinete de acuerdo con esos apetitos. Pues no. A mí me interesaba fundamentalmente formar y capacitar a una generación joven y a eso dediqué buena parte de mis esfuerzos.
Y en esto sí que puede hablarse de un estilo propio de gobierno. Estoy seguro de que gran parte de la obra que ha realizado la administración se debe a ese equipo de gentes jóvenes y entusiastas, con quien me unen excelentes relaciones, un común deseo de acertar, la solidaridad que infunde la mística y la seguridad de intentar una buena labor. Se ha dicho que esta es mi clientela. No lo creo. Si quienes me acompañan hoy en día resuelven librar conmigo alguna futura batalla política (porque pienso continuar en esa actividad una vez me haya retirado de la Alcaldía), me sentiré satisfecho. Pero si no lo hacen, ellos saben que en ningún momento los he compelido a actuar en una u otra forma y que sus decisiones en este y en cualquier terreno son de su absoluta incumbencia.
Pero volvamos al tema: me preocupé desde un comienzo por nombrar un equipo de gente joven, en primer término por razones éticas y morales. Dispongo de los elementos de juicio indispensables para afirmar que en una administración como la de Bogotá hay tendencias que han hecho de la deshonestidad una práctica continua. Ese ha sido uno de los mayores flagelos de la ciudadanía. Y aunque es difícil erradicarlo, se puede controlar en mejor forma si se trabaja con gente joven, con gente incontaminada, con gente limpia que acaba de abandonar los claustros universitarios. Si se trabaja, además, con la mujer, porque, en términos generales, ella es más honesta que el hombre. Gracias a ese propósito, pude darle a la ciudad un aporte nuevo en el campo de la administración, formado por personas sin prejuicios ni vicios contraídos con anterioridad, que entró a moldearse dentro de mi propio sistema de trabajo. Un sistema que ha sido intenso no solamente para el alcalde sino también para sus colaboradores; que no tiene en cuenta para nada el horario previsto y que ha dejado atrás el criterio del funcionario público, según el cual debe devengarse lo más posible laborando lo menos posible. El gabinete de. Bogotá es un gabinete con mística por la tarea que adelanta, que trabaja a gusto en la solución de los problemas que aquejan a la ciudad y que se amolda a devengar sueldos inferiores a los que paga la empresa privada.
Considero que uno de los deberes fundamentales de quienes llegan a cargos como el que ahora desempeño, es el de formar una nueva generación para la faena gubernamental. Cuando yo era estudiante pude ver la sorpresa con que la opinión pública acogió el gabinete del doctor Alfonso López Pumarejo, conformado por gente joven y desconocida en esa época como los doctores Alberto Lleras Camargo, Darío Echandía, Antonio Rocha o Jorge Soto del Corral. No quiero de ninguna manera equipararme a uno de los colombianos más grandes que ha tenido nuestra historia, pero sí señalar que, modestamente, en Bogotá yo quise ensayar esa carta: trabajar con la juventud, ensayar gente nueva. Creo que esa es una buena política, que debería practicarse más ampliamente. El país debe darle oportunidad a los jóvenes de llegar al parlamento, de foguearse en el servicio público. Es necesario abrirle las puertas a la gente que tiene una concepción más audaz, más contemporánea que la nuestra. Al fin y al cabo Colombia es un país joven. Pero como en mi gobierno me preocupé por no hacer propósitos, ni promesas, ni ofertas, sino por presentar realidades, puedo mostrar con orgullo el conjunto de secretarios más joven que haya tenido la ciudad en cualquier época. En ello radica en buena parte, ya lo dije, el éxito de la-tarea que me fue encomendada.
En el marco de Latinoamérica
Ya enuncié que el propósito de mi gobierno fue siempre el de transformar a Bogotá. Para ello no pude considerarla como una ciudad aislada, como un ente separado de Latinoamérica, que, en mi opinión es una expresión nueva del mundo moderno. No creo que ella forme parte del «tercer mundo». Nosotros somos distintos. Vivimos un proceso que presenta aspectos con personalidad propia, la cual emana de nuestro origen iberoamericano, donde se mezcla el temperamento español, proveniente en un pasado remoto de la fusión de los pueblos bárbaros de Europa y Asia v, más cercanamente, de la integración con el árabe, mezcla que en nuestro caso se enriquece con el ancestro indígena y con el aporte de la sangre negra. Las raíces culturales afloran en una u otra forma v van a generar expresiones en esta amalgama de pueblos que se confunden en uno solo, el pueblo latinoamericano, tan separado de los demás, tan único. Latinoamérica tiene una concepción de la vida que le es propia, tiene una actitud, propia también, frente a la estructura social v económica, material v artística. En nuestro continente construimos, hoy por hoy, un universo distinto. Un universo conformado por diferentes partes, dentro ,de las cuales Bogotá puede considerarse como una pieza de verdadera importancia.
Nuestra obligación en lo que resta del siglo es transformar a Bogotá para llevarla a la altura de las primeras ciudades latinoamericanas. Tenemos posibilidades que nos permiten hacerle frente en las mejores condiciones al reto del futuro. Un reto que nos determina a hacer algo, y algo de importancia, en el campo de la salud, de la educación, del transporte, de la vivienda, de la seguridad, en fin, en todo aquello que constituye la vida de relación urbana.
La ciudad como hecho cierto
Partamos entonces de una observación esquemática: mientras el país es una concepción ideal, la ciudad es algo concreto, es un ente físico donde se desenvuelve la vida de la persona. Al lado del marco general, institucionalizado, de la nación v, más allá, de la mancomunidad que permite diseñar intereses generales y comunes para un subcontinente como el latinoamericano, coexiste v existe como punto de partida algo concreto, claro, perfectamente identificable, inmediato: la ciudad en que vivimos. La ciudad es una asociación espontánea. El hombre es esencialmente un animal gregario y sabe que al agruparse puede conseguir mejores condiciones de vida. Pero esas mejores condiciones de vida tienen que ver ante todo con un conjunto de factores que le permitan al hombre enfrentar una vida más amable, más segura, si se quiere más profunda que la que le ha tocado vivir.
Producido el hecho «ciudad», nos enfrentamos a una situación extraña: mientras ella sea mejor, crecerá más velozmente. Esto nos indica que Bogotá ha tomado el camino correcto. Si se tratara de una ciudad repulsiva, tendería a despoblarse. Por el contrario, su crecimiento es palpable.
Bogotá ha adquirido las características de una gran ciudad y ha abandonado su condición de pueblo grande. Dentro de aquellas se destacan algunas de las conquistas del hombre moderno, como son el derecho a la privacidad, al aislamiento, a la soledad. Hoy en día Bogotá ofrece ese derecho a sus habitantes v, al mismo tiempo, les suministra las condiciones necesarias para vivir en sociedad en una forma más positiva, más próspera, menos estéril.
La demografía, factor de desarrollo
Pero claro está que la Bogotá de 1982 no es la ciudad ideal. Reúne eso sí, las condiciones para serlo, para ofrecerle a sus habitantes un modus vivendi, un amable modus operadi. Claro está que debe atenderse a un buen número de factores, entre los cuales uno de los primeros es el demográfico. En un determinado momento Colombia enfrentó una tasa de crecimiento del 3,4 % que era una de las mayores del mundo. Como es obvio, muchas de las dificultades actuales provienen de ese crecimiento desmesurado. Es difícil proveer empleos y servicios para un pueblo que crece en tal forma, si los medios económicos no crecen en la misma proporción. La política demográfica que liemos seguido ha sido acertada. En las últimas décadas hemos logrado bajar nuestra tasa de crecimiento del 3,4 % a una media del 1,9 %. Lamentablemente esto no tiene nada que ver con Bogotá, donde es aún del 4,45 %. Tal vez ése constituya el reto más grave de la administración. El alto crecimiento demográfico de Bogotá es consecuencia de la migración de las zonas rurales hacia la capital. En años anteriores el problema fue más agudo. En época de la violencia la tasa llegó a ser del 7,6 %, circunstancia que plantea una de las mayores dificultades para el gobierno, porque quienes nacieron por ese entonces sólo acceden hoy al mercado de trabajo y nuestra obligación es la de proveerles empleo.
Un crecimiento del 4,45 %, que es el dato último del Banco Mundial, determina que la ciudad no alcance a mantener el ritmo adecuado en el desarrollo de la infraestructura de servicios, en la construcción de escuelas, centros de salud y viviendas y en la generación de empleo, de acuerdo con las necesidades de los habitantes. A raíz de todo ello se presenta el fenómeno de la inseguridad, de la delincuencia, de la prostitución, que se controlaría en su base si el gobierno encontrara los mecanismos adecuados para adelantar una política demográfica que no deje el aumento de los centros urbanos al libre arbitrio de las gentes que los habitan. No se trata, claro está, de adoptar medidas compulsivas. Este es un país respetuoso de las libertades individuales, y así lo ha consagrado en su carta fundamental. Pero debe adelantarse una política de control natal, de planificación, que le permita a Colombia reducir la tasa de su crecimiento demográfico. No puede ser propósito del Estado levantar una comunidad de mendigos. Por el contrario, y esto es muy necesario, deben fijarse las condiciones mínimas para hacer posible el tránsito del subdesarrollo económico al desarrollo.
Hay que combatir en cualquier forma la emigración espontánea de los campos hacia las ciudades. La política fiscal que yo he tratado de poner en práctica (política de muy poco recibo entre las gentes de mayores recursos), ha tenido como mira aumentar los ingresos de la ciudad para adelantar un plan de obras públicas, que convierta a la capital en un centro urbano que disfrute de buenos servicios, en un centro con posibilidades de salud, de educación, de recreación. Ese es un buen propósito. Pero cuesta. La vida de una gran ciudad no puede ser barata. Vivir en París, en Roma, en Nueva York es ideal pero no es económico. Si se hace de Bogotá, como algunos lo pretenden, la ciudad más barata del país Y al mismo tiempo se la dota con espléndidos servicios y si mediante una inversión de grandes proporciones se le ofrece al ciudadano no sólo una seguridad aceptable sino las mejores condiciones de vida al más bajo costo, iremos sin duda alguna hacia la megalópolis, hacia la catástrofe, hacia la bancarrota.
Por lo tanto he insistido en una tesis que, no se me oculta, carece de calado popular, pese a ser sana y correcta: para que la ciudad tenga buenos servicios, debe pagar por ellos, debe costearlos, aunque eso eleve el costo de la vida.
Éste sería un mecanismo práctico para ponerle coto a la exagerada migración rural hacia los centros urbanos, que es característica de los países en desarrollo. En Latinoamérica es típico el caso de la Argentina, donde Buenos Aires alberga la mitad de los habitantes de ese país. Al interrogarse sobre el por qué del fenómeno, no puede uno menos de recordar el título de una de las grandes películas de Charles Chaplin: «Luces de la ciudad». Son las luces de la ciudad, es todo lo que significa la ciudad como agrupación humana, la seguridad teórica que ofrece frente a la inseguridad de los campos, la causa primordial del crecimiento demográfico urbano. Venir a la ciudad es tener a mano la posibilidad de educar a los hijos. Venir a la ciudad y, en concreto, venir a Bogotá, es disfrutar de un clima sano, apto para la salud. Venir a la ciudad es encontrar empleo. Venir a la ciudad es hallar oportunidades y recursos insospechados.
A primera vista el problema parece insoluble. Si hay, una gran masa urbana (y en esto hay casi una petición de principio), hay más empleo porque hay más gentes y hay más gentes porque hay más empleo. ¿Dónde se encuentra el comienzo de esa cadena? Es dificil saberlo. Tal vez en el hecho de que una gran ciudad requiere multitud de servicios, lo que determina mayores posibilidades de empleo. En este terreno, algunos aspectos de la vida comercial ni siquiera existen en el campo, mientras que en las urbes cualquiera de ellos no puede subsistir si a su alrededor no se desenvuelve y agita una gran masa humana, que al mismo tiempo requiere de esos servicios. Y los consume o utiliza.
Pero lo grave en lo que hace al caso de Colombia es que nuestros inmigrantes son en su gran mayoría campesinos sin recursos económicos, gentes sin preparación para afrontar la competencia que ofrece una ciudad, que es ardua y dificil. El campesino con hogar constituido llega a Bogotá en compañía de su mujer y de sus hijos. Viene con el mínimo ahorro que ha logrado hacer, v su propósito es el de conseguir empleo. Sin embargo, como pertenece a la inmensa población que constituye la mano de obra no calificada, ese propósito se le dificulta en grado sumo. Al no encontrar trabajo, el siguiente paso, se ha dicho muchas veces, es obvio: la hija va a la prostitución y el hijo a la delincuencia. Este es uno de los más agudos problemas que enfrenta Bogotá. Según un estudio elaborado por el Consorcio Ineco Sofretu para los próximos 20 años, ese tipo de inmigración se calcula en 60 mil personas anuales-. Crearles servicios, darles vivienda v educación, montar la infraestructura necesaria para atenderlas en forma adecuada, es un reto complejo y dificil. Continuamente se oye hablar en Bogotá de urbanizaciones piratas, de urbanizaciones clandestinas, y se escuchan críticas al gobierno porque ayuda a esas gentes con los servicios más elementales. En la capital, ya lo dije, nace un barrio nuevo cada veinte días. Ante ese problema de bulto, ¿cuál es la actitud a seguir? No creo que se pueda condenar a miles de personas a no tomar agua por el hecho de no haber legalizado1a propiedad de sus tierras. Por el contrario, hay que ofrecerles servicios, hay que colaborar con ellas para que su urbanización se convierta en un conjunto habitable. En el mes de febrero de 1982 había en Bogotá 268 urbanizaciones sin licencia y 147 intervenidas por la Superintendencia Bancaria. La administración no se sintió autorizada para negarle a esos millones de habitantes (repito: millones), los servicios elementales de agua y alcantarillado, de salud v educación. Lo que no quiere decir que acepte un hecho que la ha convertido en víctima del agudo crecimiento demográfico. Un crecimiento demográfico que, según los estudios más certeros, permite creer que Bogotá tendrá 10 millones de habitantes en el año 2000.
La miseria en Bogotá
Esos diez millones de habitantes no pueden ser diez millones de mendigos. Por eso la política de mi administración se orientó hacia las «zonas marginadas. Y aunque la parte sustancial de los 70 mil millones de pesos que ha invertido este gobierno en la capital, se destinó a los ser-vicios esenciales en esos sectores, ello no fue suficiente para ponerle un dique a la miseria en Bogotá, cuyo panorama es preocupante. Cada día llegan a la ciudad miles de personas en un grado absoluto de pobreza, en búsqueda de oportunidades, con el deseo inmenso de abrirse campo, de encontrar una razón de ser para su vida. Y lo logran. Es impresionante comprobar cómo la gran mayoría de las gentes que migran hacia Bogotá convierten su rancho de cartones en una vivienda decorosa, cómo las anima un deseo grande de acceder a la educación. Tal vez ésa constituya la mejor cualidad de nuestras gentes. A todas las anima un decidido espíritu de superación. Por eso es dificil participar de la tesis según la cual la sociedad colombiana es estática. No. Su movilidad es algo que se puede comprobar sin dificultad alguna. Nuestro cuerpo social no adolece de la estratificación que tanto se le ha criticado. Por el contrario, quienes llegan a la ciudad en condiciones misérrimas, acceden al poco tiempo a una clase superior. Bogotá es una ciudad con una gran clase media, una clase media que se diversifica, que crece cada día. Ello obedece, en buena parte, al afán inusitado, incontenible, que tiene nuestro pueblo de estudiar. Para darle salida a ese espíritu positivo, yo hice un gran esfuerzo cuando me encontraba al frente del Ministerio de Educación y ahora lo he continuado en la Alcaldía. Más adelante haré énfasis sobre las cifras que demuestran en qué forma crecieron los cupos escolares en la ciudad bajo mi gobierno. Pero ahora quiero destacar el hecho de la avalancha de gentes jóvenes que se acercan a las aulas. La ciudad cuenta hoy con un millón de personas que asisten a los distintos niveles de enseñanza. Personas que saben que el camino del ascenso social en un pueblo como el nuestro, no es otro que el del estudio.
Miseria y marginamiento
Sin embargo no podemos ignorar la presencia de una gran masa de marginados, que entre nosotros obedece en primer término a la constante inmigración y en segundo lugar al abandono de ancianos y dementes de todos los rincones del país en las calles de la ciudad. Esta clase de gente no tiene más esperanza que el Estado y el Estado es poco lo que puede hacer por ella. El Departamento Administrativo de Bienestar Social del Distrito puso en funcionamiento el Centro de Recepción de Adultos en el Bosque Popular, que solucionó en parte el problema de la vejez abandonada, e inició un programa que creará un servicio científico para los alienados mentales en la granja Australia, de Usme. Pero Bogotá no puede asumir las consecuencias de una política que me atrevo a calificar de absurda, adelantada en otras» ciudades del país. Tal vez se trata de los rezagos de una legislación muy antigua, de origen español, absoluta y totalmente equivocada, como era la del extrañamiento. A la capital llegan con frecuencia, v así he tenido oportunidad de denunciarlo en varias ocasiones, vehículos que transportan desde los sitios más disímiles a los dementes y mendigos de esas regiones, que son abandonados en nuestras calles, sin consideración alguna a su miseria y a nuestras posibilidades escasas de atenderlos. El extrañamiento implica que alguien se sacuda el problema de encima, pero que se lo pase tranquilamente a su vecino.
¿Qué hacer entonces con los marginados? Hacen falta asilos, hacen falta dependencias donde se les ofrezca la posibilidad de una recuperación o de un albergue. Por eso he insistido hasta el cansancio en la necesidad de que se le deje a Bogotá un porcentaje equiparable a su número de habitantes, de aquellos fondos que en ella se generan con destino al Instituto de Bienestar Familiar. La ciudad carece de los dineros indispensables para atender el número de niños abandonados, de ancianos dejados a su suerte, de mendigos en la miseria total, de dementes en un estado angustioso de salud y de pobreza. El caso de los niños es dramático. Según las estadísticas más certeras, una tercera parte de los nacimientos en Bogotá son de menores ¡legítimos. La condición irregular en que vienen al mundo demuestra a las claras que el padre no se va a ocupar de ellos y, en muchos casos, que la madre se ve obligada, por culpa de sus condiciones económicas, a abandonarlos. Es entonces cuando el Distrito, con fondos provenientes de la lotería o de transferencias directas de su presupuesto, debe suplir esa ausencia. En caso de que pudiera apropiar mayores sumas, controlaría en mejor forma las condiciones de inseguridad que vive la capital del país. Porque la gente con hambre, la gente sin empleo, la gente sin educación, la gente sin vivienda, se esfuerza con todo derecho en no dejarse morir de hambre y por lo mismo roba, asalta o entra a las filas de la delincuencia, porque sólo en esa actividad encuentra un modus vivendi que le permita subsistir en cualquier forma.
Empleo, subempelo, desempleo
Esto nos pone en contacto con uno de los temas cruciales en la vida colectiva de Bogotá. La seguridad proviene en alguna forma del mayor o menor volumen de empleo de que dispongan los ciudadanos para poder atender a sus necesidades vitales. Por ello esta administración adelantó una amplia política de obras públicas, que en el fondo buscaba reducir la tasa de desempleo. En 1978 esta última era, de acuerdo con las cifras suministradas por el Departamento Administrativo Nacional de Estadística, del 9,8 %, cifra que era similar a la de las otras tres grandes ciudades del país, Medellín, Cali y Barranquilla. Corridos estos años, en Medellín el porcentaje llegó al 15 v 16 %, mientras que en Cali y Barranquilla subió el 12, en tanto que en Bogotá bajó en el trimestre pasado al 4,9 %, cuando volvió a tener un incremento mínimo que lo colocó en el 5,3 %. Este índice de desempleo es más bajo que el de algunos países desarrollados. En Norteamérica, por ejemplo, llega al 8 %, lo mismo que en Canadá v en otras grandes naciones. Así pues, nuestro 5,3 % puede mostrarse sin temor a escándalo, con orgullo.
No se me oculta, claro está, que dentro de este índice no aparece el subempleo. La forma más corriente en que éste se presenta en una ciudad como la nuestra, es la de los vendedores ambulantes. Sin embargo siempre me ha parecido curioso que la mayoría de los miembros de dicho gremio logren aún mayores ingresos que las gentes que trabajan en empleos corrientes y que aquellos sean notablemente superiores al salario mínimo. Por eso, cuando se trata de adelantar respecto a ellos una política que los ubique dentro del sector formal de la economía, la administración se encuentra ante una muralla infranqueable, ya que se trata de personas que,- pese a las dificultades que enfrentan, prefieren esa actividad a cualquier otra. El subempleo en Bogotá presenta una curiosa característica: en muchos casos, tal vez en la mayoría, genera mejores ingresos que el empleo formal. Más que subempleo podríamos llamarlo empleo informal.
Los esfuerzos que se han hecho a este respecto en la ciudad han sido inmensos. Los puentes generaron lo mil empleos adicionales, que en virtud del plan de obras públicas que se ha adelantado sin interrupción ninguna, pasaron a ser permanentes, Por todo ello, y con la mira puesta en esos resultados, no me molesta que en algunos círculos se me tache como el alcalde fiscalista, como el alcalde alcabalero. Se trata de una crítica que en el fondo lleva implícito un reconocimiento al esfuerzo fiscal de mi administración. Lo mismo podría decirse del alza de tarifas en los servicios públicos, que no se ha decretado arbitrariamente ni para molestar a la ciudadanía, sino con el fin de poder cumplir con nuestro plan de obras, de ensanches indispensables para disminuir la brecha entre las necesidades y lo existente para satisfacerlas.
Así pues, tengo que repetir algo que me he dicho muchas veces y que constituye el punto central de una política de gobierno. En un pueblo como el nuestro, en una sociedad como la nuestra, en un país con el grado de desarrollo relativo que tiene el nuestro, el ideal sería encontrar el punto clave donde la estabilidad coincida con el máximo empleo. Pero éste, como casi todos los ideales, es dificil de realizar. Al hacerle frente a la realidad, es ella misma la que nos indica que puede haber inflación con empleo e inflación con desempleo. Si en Colombia se acentúa el índice de inflación y simultáneamente aumenta el de desempleo, la situación va a volverse cada vez más explosiva. Pero si aceptamos, como tenemos que aceptar, que la inflación depende esencialmente de factores externos que escapan a nuestro control, debemos concluir que por un tiempo largo tendremos que manejar nuestra economía dentro de esa realidad inflacionaria, y acostumbrarnos a la idea de que el desempleo con inflación lleva a cualquier país hacia el abismo, mientras que si los ciudadanos tienen algún ingreso podrán hacer frente a la situación aunque tengan que reducir sus consumos.
El país no se puede estancar a la espera de que su situación económica mejore. Mientras ello sucede tiene que echar mano de un recurso humano de la mayor importancia como es el del trabajo. Es necesario trabajar sin temer que suba el índice del costo de la vida, o el índice de la inflación. Muchos países han hecho desarrollo dentro de la inflación. Tal es el caso de un vecino nuestro, el Brasil. Nosotros tenemos que trabajar, tenemos que generar empleo, tenemos que perseguir el progreso, tenemos que alcanzarlo y si nos aplicamos a ese propósito podremos lograrlo. Al mismo tiempo transformaremos a Bogotá. Hay que tener en cuenta que el plan del metro generará 25 mil empleos y que al margen del mismo se adelantarán trabajos en todos los demás campos, en especial en el de la salud. Con todo ello lograremos convertir a Bogotá en una ciudad de importancia en Latinoamérica y la proyectaremos adecuadamente hacia el año 20001, mientras que, al mismo tiempo, solucionaremos uno de los dos más graves problemas sociales del mundo contemporáneo, como es el del desempleo.
La seguridad, un panorama en conflicto
El otro es el de la seguridad. Se trata, sin duda alguna, del primero de Bogotá y el más complejo de los que afrontan las grandes ciudades del mundo moderno. Hoy en día hay formas delictivas que no existían hace dos décadas, que toman por sorpresa a las autoridades y crean en el cuerpo social un estado permanente de zozobra. Quiero referirme a dos, que han golpeado rudamente a Colombia.
La primera es la del secuestro. Éste se ha convertido en una práctica permanente, en un fenómeno cotidiano. Se trata de un delito que tiene entre nosotros una modalidad propia, una característica bandidos corrientes disfrazan su actitud con una bandera política y se presentan bajo el atractivo de quienes luchan por un ideal. Este último género del delito también existe. Pero al lado de quienes delinquen con ese propósito, están quienes lo hacen por dinero. Una y otra forma son condenables y causan un malestar generalizado en una sociedad que, a veces, tiene la impresión de ser impotente ante ese tipo de delitos.
La segunda es la del tráfico de drogas. Hace algunos años Colombia conoció, asombrada, un prolegómeno del problema, cuando quienes se dedicaron al negocio de las esmeraldas protagonizaron una guerra a muerte v sin cuartel. Pues bien: comparada con esa situación, que siempre estuvo circunscrita a ciertas zonas y a determinados núcleos del comercio, la que ha creado el mundo de la droga es muchísimo más grave porque amenaza a la totalidad de la estructura económica y ética del país. En este punto hay que tener en cuenta algunos factores: nuestras tierras parecen ser singularmente aptas para el cultivo de los estupefacientes, lo que produjo rápidas fortunas y desmoralizó la actividad agrícola tradicional en vastas zonas rurales. En efecto, los cultivos «honestos» producían cien, doscientas, quinientas veces menos rendimientos por hectárea y además debían enfrentar las irregularidades del mercado mientras que las drogas tenían fácil y exitosa salida, sobre todo hacia los Estados Unidos. Pero en lo que hace a la marihuana, el cultivo entró en decadencia cuando los traficantes, no contentos con sus ganancias, resolvieron mezclarle a su producto otra clase de hojas, lo que perjudicó el mercado. Además, en Norteamérica, donde en algunos casos el consumo está permitido, se tecnificó la producción hasta el punto de desplazar el primitivo sistema colombiano. Fue entonces cuando, luego de la época de oro de dicho alucinógeno, que produjo rápidas fortunas evaporadas en la misma forma por cuanto quienes las hicieron carecían del grado mínimo de cultura necesario para poder aprovecharlas, se pasó al auge de la coca, que es una planta tradicional de nuestros países, cultivada por los indígenas desde antes de la llegada de los españoles. Ese elemento, que constituía otro más, necesario para el consumo cotidiano de los grupos primitivos, se convirtió por obra v gracia de los narcotraficantes en un producto industrial. Por mi vinculación estrecha a los Llanos Orientales y desde allí al Guaviare, el Vaupés, y la selva, he tenido oportunidad de conocer algunos aspectos de este drama general de la coca. Familias miserables que en un lapso mínimo pasan a la categoría de potentados, vendettas, pérdida de la totalidad de los valores morales y sociales. Pero si bien esto es preocupante, no lo es en menor grado el conjunto de implicaciones económicas que ha tenido el tráfico de drogas para el país en general. Es insólito, por ejemplo, que el dólar que se vende en el mercado negro cueste menos que el oficial, lo que contradice la norma general del mercado paralelo (le divisas en el mundo entero; los salarios en las zonas infestadas por los cultivos se han incrementado diez, veinte, cincuenta veces; el precio de la tierra se ha encarecido desproporcionadamente, lo mismo que el de la vivienda y el de algunos productos esenciales. Todo ello para no hablar de las consecuencias que ese submundo ha tenido sobre el cuerpo social. El último paso que ha dado es el de la conformación de una brigada paramilitar «Muerte a Secuestradores» (Mas), con la que pretende aplicar la ley por su propia mano, lo que constituye una sustitución de la justicia estatal con base en los fondos adquiridos mediante actividades ilícitas.
Este es el telón de fondo de la inseguridad en el país, del cual forma parte también el terrorismo, que, como los otros dos, es un fenómeno reciente, empleado para producir consecuencias de tipo político o económico. Las cárceles del pueblo, los «ajusticiamientos» hechos por personas que están fuera de la ley, la muerte de dirigentes respetables en cualquiera de los campos de la actividad nacional, constituyen una forma de delincuencia absurda que busca mantener a la sociedad en un estado de zozobra permanente Y que va a contrapelo de cualquier posibilidad de progreso y de mejora de las estructuras económicas v sociales del país.
Se trata, sin embargo, de un fenómeno mundial, que no puede ubicarse solamente en la miseria de nuestro pueblo, en la pobreza de nuestras clases económicas menos favorecidas, o en la falta de educación de muchas de nuestras gentes. El mismo fenómeno, y aún más agudo, existe en las sociedades desarrolladas, algunas de las cuales tienen una trayectoria cultural milenaria. De manera que no podemos achacarle esa especie de cáncer social a una ciudad como Bogotá, que sólo participa de un proceso general de delicuescencia ética. Ello no quiere decir que no haya problemas locales. El primero, sobre el cual ya me detuve, es el de la notable tasa de crecimiento demográfico, que ha doblado la población de la capital en sólo once años. Por desgracia la política no se duplica cada once años v, para peor, el fenómeno es el contrario. Mientras el número de habitantes crece al ritmo mencionado, el pie de fuerza de ese cuerpo permanece estático. Así pues, no es raro encontrar algunos fenómenos ,curiosos. Conscientes los ciudadanos de la impotencia de la policía para protegerlos, han constituido algunos cuerpos paramilitares, que se agrupan bajo el mote de «compañías de seguridad» y cuyos celadores, que lucen uniformes de variado ingenio y portan armas, vigilan los principales negocios, edificios y sectores residenciales. Pero estas organizaciones, que ejercen tareas de policía, carecen de la disciplina, la formación, la estructura y el carácter profesional de dicha institución. Las «compañías de seguridad» cuentan en Bogotá con un mayor número de hombres que la policía, lo que demuestra a las claras un error en el manejo de la situación por parte del gobierno.
Si los particulares pagan ese servicio de su propio bolsillo, es fácil deducir que puede haber, y hay en efecto, recursos para el mantenimiento de un cuerpo de seguridad adecuado, que no se le entregan al gobierno, sino que van a beneficiar a empresas privadas. Esta situación es equívoca. En caso de que llegara a proponérsele a quienes cubren ese servicio que incrementaran con esos dineros el recaudo que pagan al Estado con el fin de que éste aumente su propio pie de fuerza, se negarían de plano porque en dicho campo la desconfianza que tienen en la gestión administrativa es absoluta. Pero hay algo más. Aún el gobierno se ha visto obligado a recurrir a esas empresas de vigilancia, porque la policía de que dispone no es suficiente para atender a sus propias necesidades. Esto es absurdo. Se hace indispensable e inmediato, robustecer al máximo la Policía Nacional.
En Bogotá se necesita duplicar el número de agentes y conservar un crecimiento dinámico anual que sea paralelo al demográfico para poder mantener un control estricto sobre la delincuencia, para ofrecerle a los ciudadanos un mínimo de seguridad. Sin seguridad no hay nada. Sin seguridad no hay economía, sin seguridad no hay ni puede haber salud, ni vivienda, ni educación, ni desarrollo de ningún género. Y pese a que la administración ha hecho todo lo que ha estado a su alcance, ha sido poco, dadas las necesidades de la ciudad en ese terreno. En algunas ocasiones se le ha propuesto al gobierno distrital crear un cuerpo de policía, propuesta que yo he rechazado en forma enfática. Basta recordar lo que fue la policía política en este país para sentir el temor de volver a caer en su utilización como instrumento de los partidos. Pero es necesario hacer algo. Tal vez el Estado pueda dedicar una suma mínima a ese propósito, y tal como sucedió en el plebiscito del I.` de diciembre de 1957, cuando se aprobó un 10 % del presupuesto nacional para la educación, pueda destinarse un porcentaje semejante a dicho cuerpo.
Desde mis épocas de profesor de derecho constitucional en la Escuela General Santander he tenido en muy alta opinión la actividad que desarrollan los cuadros directivos de la Policía. Pero ahora he sido un testigo de excepción sobre la forma como los oficiales adelantan su trabajo, sobre su formación profesional y el sentido ético que los distingue, sobre la responsabilidad de que hacen gala en el ejercicio de la misión que les ha sido encomendada, en la que dan muestras de un alto sentido de responsabilidad, seriedad v honestidad. Habría que señalar algunas fallas. Por ejemplo, la movilidad en los cargos directivos, que se produce cada seis u ocho meses, v que toca desde el comandante en Bogotá hasta los oficiales de enlace con el despacho del alcalde, da la impresión de alguna falla fundamental en la concepción orgánica administrativa. En mi opinión, para la estabilidad de un cuerpo como éste y para que se acentúen, se acendren y se fortifiquen las condiciones éticas esenciales en el mismo, es necesario que haya una rotación menor, una propensión menos rápida al ascenso.
¿Qué se ha hecho para ayudar a la Policía? No otra cosa que brindarle el respaldo de carácter civil que puede dársele a través de nuestros funcionarios, inspectores y alcaldes menores. Además, la administración hizo un esfuerzo mínimo aunque costoso en el terreno de la dotación de ese cuerpo: le entregó 40 radiopatrullas y 50 motocicletas de un alto cilindraje, adquiridas con dineros del Distrito y sustituyó 300 agentes que le habían sido transferidos desde administraciones anteriores para el manejo del tránsito, por personal debidamente especializado el cual file educado y formado en la escuela del Datt. Esta cifra, que es todavía escasa, equivale, sin embargo, al aumento que ha tenido el cuerpo de Policía en estos últimos años.
Por otra parte se creó el Fondo de Seguridad y Vigilancia, adscrito a la Secretaría de Gobierno, con el objeto de colaborar en la compra, mantenimiento v renovación de equipos y construcción y dotación de estaciones y puestos de policía y de bomberos. Sus finanzas provienen en primer término de aportes distritales. Tiene como recursos propios los producidos por determinadas multas v cauciones, además del recaudo del impuesto de industria y comercio a cargo de bancos, compañías aseguradoras, corporaciones y empresas de vigilancia privada, cuyas tarifas fueron reajustadas por la ley 57 de 1981, lo que permitió a partir de este año incrementar en forma notable sus ingresos. En 1980-81 el Fondo invirtió 52 millones de pesos en la compra de radiopatrullas, motocicletas y radioteléfonos v en construir buena parte de la Estación del Norte, que funcionará en la calle 170 porque, aunque parezca increíble, la última hacia el norte de Bogotá quedaba situada en la calle 55, de manera que había cerca de ciento veinte cuadras sin ese servicio esencial. Se hizo ese esfuerzo para contribuir en alguna forma al desarrollo y dotación de dicho cuerpo. Un esfuerzo que no corresponderle al Distrito, porque aquél depende del Ministerio de Defensa y debe contar con su propia financiación en el presupuesto nacional.
Esta es, en consecuencia, otra de las razones de la inseguridad. No hay el número de agentes necesario para prestar un adecuado servicio de vigilancia. Sin embargo, cualquier persona investida de una autoridad visible, sirve en ocasiones para controlar los brotes de delincuencia. Ya en lo que corresponde directamente al gobierno distrital, se ha aumentado en forma notable el número de agentes del Datt. En 1978 había en Bogotá doce motocicletas al servicio de ese organismo y ocho estaban en reparación. En tres años y medio, gracias a la creación del Fondo Rotatorio de Seguridad Vial (Fondatt), que se alimentó con recursos propios provenientes de las multas por infracciones de tránsito y prestación de diversos servicios, se dispuso de recursos por valor de 285 millones de pesos, que se destinaron a la compra de otras 264 y a la adquisición de radioteléfonos, grúas, equipos de radiocomunicaciones, materiales para demarcación y señalización de vías y aumento y dotación del personal de agentes. Se creó entonces un cuerpo adicional de p9licías de tránsito conformado por 400 personas. Aunque no se trata de su función específica, estos agentes han contribuido en alguna forma a la vigilancia de la ciudad. Claro está que todavía falta mucho por hacer.
En mi opinión, el Estado debe abandonar el complejo que le ha creado una cierta demagogia política, la cual le impide destinar una suma adecuada a las necesidades de la Policía en el presupuesto. Es frecuente leer lo que escriben algunos comentaristas y oír opiniones sobre la distribución de los fondos públicos, opiniones que critican el hecho de destinar mínimas cantidades de dinero a la seguridad del Estado, abandonando, según ellos, otros frentes de la actividad administrativa de primera importancia como son la educación, la salud y las obras públicas. El ha terminado por creer que eso es cierto, lo que constituye un absurdo porque en la base de cualquier acción gubernativa no hay otra cosa que la seguridad. Esos mismos comentaristas son los que preguntan a renglón seguido qué se puede hacer para combatir a la delincuencia, que se apodera como un cáncer de todas nuestras ciudades. No hay alternativa posible: o se dota a la Policía Nacional de elementos adecuados y de personal suficiente, o nos resignamos a vivir un creciente estado de inseguridad. Por otra parte, es necesario respaldar con energía a esos servidores públicos, porque el número de atentados contra ellos y de bajas anuales es de tal manera considerable, que quienes pueden en un momento dado escoger esa profesión, prefieren seguir otro camino. Aquélla, en efecto, supone riesgos permanentes en una ciudad como la nuestra que presenta serias dificultades de variada índole.