- Botero esculturas (1998)
- Salmona (1998)
- El sabor de Colombia (1994)
- Wayuú. Cultura del desierto colombiano (1998)
- Semana Santa en Popayán (1999)
- Cartagena de siempre (1992)
- Palacio de las Garzas (1999)
- Juan Montoya (1998)
- Aves de Colombia. Grabados iluminados del Siglo XVIII (1993)
- Alta Colombia. El esplendor de la montaña (1996)
- Artefactos. Objetos artesanales de Colombia (1992)
- Carros. El automovil en Colombia (1995)
- Espacios Comerciales. Colombia (1994)
- Cerros de Bogotá (2000)
- El Terremoto de San Salvador. Narración de un superviviente (2001)
- Manolo Valdés. La intemporalidad del arte (1999)
- Casa de Hacienda. Arquitectura en el campo colombiano (1997)
- Fiestas. Celebraciones y Ritos de Colombia (1995)
- Costa Rica. Pura Vida (2001)
- Luis Restrepo. Arquitectura (2001)
- Ana Mercedes Hoyos. Palenque (2001)
- La Moneda en Colombia (2001)
- Jardines de Colombia (1996)
- Una jornada en Macondo (1995)
- Retratos (1993)
- Atavíos. Raíces de la moda colombiana (1996)
- La ruta de Humboldt. Colombia - Venezuela (1994)
- Trópico. Visiones de la naturaleza colombiana (1997)
- Herederos de los Incas (1996)
- Casa Moderna. Medio siglo de arquitectura doméstica colombiana (1996)
- Bogotá desde el aire (1994)
- La vida en Colombia (1994)
- Casa Republicana. La bella época en Colombia (1995)
- Selva húmeda de Colombia (1990)
- Richter (1997)
- Por nuestros niños. Programas para su Proteccion y Desarrollo en Colombia (1990)
- Mariposas de Colombia (1991)
- Colombia tierra de flores (1990)
- Los países andinos desde el satélite (1995)
- Deliciosas frutas tropicales (1990)
- Arrecifes del Caribe (1988)
- Casa campesina. Arquitectura vernácula de Colombia (1993)
- Páramos (1988)
- Manglares (1989)
- Señor Ladrillo (1988)
- La última muerte de Wozzeck (2000)
- Historia del Café de Guatemala (2001)
- Casa Guatemalteca (1999)
- Silvia Tcherassi (2002)
- Ana Mercedes Hoyos. Retrospectiva (2002)
- Francisco Mejía Guinand (2002)
- Aves del Llano (1992)
- El año que viene vuelvo (1989)
- Museos de Bogotá (1989)
- El arte de la cocina japonesa (1996)
- Botero Dibujos (1999)
- Colombia Campesina (1989)
- Conflicto amazónico. 1932-1934 (1994)
- Débora Arango. Museo de Arte Moderno de Medellín (1986)
- La Sabana de Bogotá (1988)
- Casas de Embajada en Washington D.C. (2004)
- XVI Bienal colombiana de Arquitectura 1998 (1998)
- Visiones del Siglo XX colombiano. A través de sus protagonistas ya muertos (2003)
- Río Bogotá (1985)
- Jacanamijoy (2003)
- Álvaro Barrera. Arquitectura y Restauración (2003)
- Campos de Golf en Colombia (2003)
- Cartagena de Indias. Visión panorámica desde el aire (2003)
- Guadua. Arquitectura y Diseño (2003)
- Enrique Grau. Homenaje (2003)
- Mauricio Gómez. Con la mano izquierda (2003)
- Ignacio Gómez Jaramillo (2003)
- Tesoros del Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario. 350 años (2003)
- Manos en el arte colombiano (2003)
- Historia de la Fotografía en Colombia. Museo de Arte Moderno de Bogotá (1983)
- Arenas Betancourt. Un realista más allá del tiempo (1986)
- Los Figueroa. Aproximación a su época y a su pintura (1986)
- Andrés de Santa María (1985)
- Ricardo Gómez Campuzano (1987)
- El encanto de Bogotá (1987)
- Manizales de ayer. Album de fotografías (1987)
- Ramírez Villamizar. Museo de Arte Moderno de Bogotá (1984)
- La transformación de Bogotá (1982)
- Las fronteras azules de Colombia (1985)
- Botero en el Museo Nacional de Colombia. Nueva donación 2004 (2004)
- Gonzalo Ariza. Pinturas (1978)
- Grau. El pequeño viaje del Barón Von Humboldt (1977)
- Bogotá Viva (2004)
- Albergues del Libertador en Colombia. Banco de la República (1980)
- El Rey triste (1980)
- Gregorio Vásquez (1985)
- Ciclovías. Bogotá para el ciudadano (1983)
- Negret escultor. Homenaje (2004)
- Mefisto. Alberto Iriarte (2004)
- Suramericana. 60 Años de compromiso con la cultura (2004)
- Rostros de Colombia (1985)
- Flora de Los Andes. Cien especies del Altiplano Cundi-Boyacense (1984)
- Casa de Nariño (1985)
- Periodismo gráfico. Círculo de Periodistas de Bogotá (1984)
- Cien años de arte colombiano. 1886 - 1986 (1985)
- Pedro Nel Gómez (1981)
- Colombia amazónica (1988)
- Palacio de San Carlos (1986)
- Veinte años del Sena en Colombia. 1957-1977 (1978)
- Bogotá. Estructura y principales servicios públicos (1978)
- Colombia Parques Naturales (2006)
- Érase una vez Colombia (2005)
- Colombia 360°. Ciudades y pueblos (2006)
- Bogotá 360°. La ciudad interior (2006)
- Guatemala inédita (2006)
- Casa de Recreo en Colombia (2005)
- Manzur. Homenaje (2005)
- Gerardo Aragón (2009)
- Santiago Cárdenas (2006)
- Omar Rayo. Homenaje (2006)
- Beatriz González (2005)
- Casa de Campo en Colombia (2007)
- Luis Restrepo. construcciones (2007)
- Juan Cárdenas (2007)
- Luis Caballero. Homenaje (2007)
- Fútbol en Colombia (2007)
- Cafés de Colombia (2008)
- Colombia es Color (2008)
- Armando Villegas. Homenaje (2008)
- Manuel Hernández (2008)
- Alicia Viteri. Memoria digital (2009)
- Clemencia Echeverri. Sin respuesta (2009)
- Museo de Arte Moderno de Cartagena de Indias (2009)
- Agua. Riqueza de Colombia (2009)
- Volando Colombia. Paisajes (2009)
- Colombia en flor (2009)
- Medellín 360º. Cordial, Pujante y Bella (2009)
- Arte Internacional. Colección del Banco de la República (2009)
- Hugo Zapata (2009)
- Apalaanchi. Pescadores Wayuu (2009)
- Bogotá vuelo al pasado (2010)
- Grabados Antiguos de la Pontificia Universidad Javeriana. Colección Eduardo Ospina S. J. (2010)
- Orquídeas. Especies de Colombia (2010)
- Apartamentos. Bogotá (2010)
- Luis Caballero. Erótico (2010)
- Luis Fernando Peláez (2010)
- Aves en Colombia (2011)
- Pedro Ruiz (2011)
- El mundo del arte en San Agustín (2011)
- Cundinamarca. Corazón de Colombia (2011)
- El hundimiento de los Partidos Políticos Tradicionales venezolanos: El caso Copei (2014)
- Artistas por la paz (1986)
- Reglamento de uniformes, insignias, condecoraciones y distintivos para el personal de la Policía Nacional (2009)
- Historia de Bogotá. Tomo I - Conquista y Colonia (2007)
- Historia de Bogotá. Tomo II - Siglo XIX (2007)
- Academia Colombiana de Jurisprudencia. 125 Años (2019)
- Duque, su presidencia (2022)
Administración y servicios públicos
Palacio Liévano, sobre el costado occidental de la Plaza de Bolívar, ha sido desde 1908 sede de la Alcaldía Mayor de Bogotá (1908-1954), de la del Distrito Especial de Bogotá (1955-1991) y de la Alcaldía Mayor del Distrito Capital de Bogotá. La administración del alcalde Luis Eduardo Garzón realizó en este palacio una muy completa restauración.
Palacio Liévano, sobre el costado occidental de la Plaza de Bolívar, ha sido desde 1908 sede de la Alcaldía Mayor de Bogotá (1908-1954), de la del Distrito Especial de Bogotá (1955-1991) y de la Alcaldía Mayor del Distrito Capital de Bogotá. La administración del alcalde Luis Eduardo Garzón realizó en este palacio una muy completa restauración.
Vagones del Ferrocarril del Norte en la estación de Usaquén y empleados del ferrocarril. Foto de 1913.
En febrero de 1923 llegó a Bogotá la denominada Misión Kemmerer, de cinco expertos financieros, presidida por Edwin Walter Kemmerer, para reorganizar el manejo monetario en Colombia y las instituciones que hasta entonces lo regían. Los expertos llegaron por vía aérea hasta Girardot, donde abordaron el tren que los condujo a la Estación de la Sabana. Allí fueron recibidos por las altas autoridades colombianas. Foto revista Cromos.
El primer vuelo exitoso sobre la sabana de Bogotá lo efectuó en 1913 el aviador canadiense George Schmit. En 1919 se fundó la Sociedad Colombo Alemana de Transporte Aéreo, Scadta, que tuvo por varios años sus pistas de aterrizaje en el campo de Flandes. En 1932, Scadta inauguró el aeródromo de Techo, que funcionó por 27 años hasta 1959. Según los ingenieros de la Scadta el campo de Techo tenía todas las condiciones ideales de visibilidad para la entrada o salida de aviones. En la foto hangar del aeródromo de Techo en 1933.
Dentro del plan de modernización de la capital iniciado en la década de los veinte, se importaron modernas máquinas barredoras que sustituyeron a las antiguas irrigadoras de tracción animal, que, según el dicho popular ,“era más lo que ensuciaban que lo que limpiaban”. Foto ca. 1924.
Un ambicioso plan de obras públicas para cambiarle la cara a la capital fue emprendido en los años veinte con parte de los dineros que se recibieron por la indemnización de Panamá y de empréstitos internacionales otorgados al municipio de Bogotá. Repavimentación del camellón de Las Nieves o avenida de La República, carrera 7.a entre calles 20 y 24.
La figura del voceador de prensa era una de las más simpáticas y características de la vida bogotana del siglo xx. Los “chinos voceadores”, como solía llamárseles, aunque el oficio lo ejercían desde muchachos de 12 años hasta respetados veteranos de 50 y 60, de ambos sexos, alegraban las calles céntricas de la ciudad con sus pregones de titulares de prensa y títulos de los periódicos matinales, o con los vespertinos a la salida de los cines.
También los chicheros hacían parte del paisaje humano de la ciudad (foto derecha, arriba) y sobre ellos podrían parodiarse los versos de Silva, “piden chicha y no les dan”. Obligadas a la clandestinidad, las chicherías desafiaron durante años las prohibiciones legales que pesaban en su contra. Las totumas se llenaban a pesar de las campañas del profesor Bejarano, hasta que por fin la popular y estigmatizada bebida fue desapareciendo.
Otro personaje bogotano, el zapatero remendón que trabajaba a domicilio, o al aire libre, era muy estimado y útil
En las primeras décadas del siglo xx no a todas las viviendas llegaba el acueducto. Los aguateros del siglo xix tuvieron vigencia hasta comienzos de la década de los treinta. En la foto, el muchacho de “pata al suelo” le obsequia o le vende un poco de agua fresca al agente de policía. La expresión pata al suelo señalaba una dura condición de pobreza, sin que se llegara a la indigencia. Foto ca. 1925.
Jorge Eliécer Gaitán fue nombrado alcalde de Bogotá en mayo de 1936 y permaneció en el cargo nueve meses, hasta febrero de 1937, en que hubo de renunciar por una huelga de choferes. Gaitán fue uno de los alcaldes más dinámicos y progresistas que ha tenido la capital. Aumentó el rendimiento de las dependencias administrativas, ordenó la circulación de automóviles en las calles, puso en marcha el plan de obras públicas para la celebración del IV Centenario de Bogotá y realizó la primera Feria Internacional del Libro de la ciudad, entre otras gestiones. En la fotografía, el alcalde Jorge Eliécer Gaitán en una de sus constantes correrías por los diferentes sectores de la ciudad. A su derecha lo acompaña el joven Alfonso López Michelsen, hijo del presidente de la república.
Central de teléfonos de Bogotá en los años veinte, localizada en el edificio de la plaza de Las Nieves, costado norte. Las operarias eran hábiles en su tarea de comunicar con rapidez y sin interferencias a los usuarios del servicio telefónico y había pocas quejas en cuanto a la eficiencia de sus servicios. Una huelga de telefonistas en 1928 puso de presente la importancia de estas empleadas, pues casi dejó la ciudad paralizada. Entrando los años cuarenta se hicieron las primeras gestiones para establecer en Bogotá el servicio automático de teléfonos, que no fue posible hasta 1948, después de largas y laboriosas negociaciones.
Fernando Mazuera Villegas pone en marcha una campaña de aseo de las calles de la ciudad, en 1957. Mazuera ocupó cuatro veces la Alcaldía y es uno de los burgomaestres que más honda huella ha dejado en Bogotá. Entre sus obras más importantes se destacan la ampliación de la carrera 10.a en 1949, y la avenida calle 26 con sus puentes, en 1959.
Virgilio Barco Vargas asumió la Alcaldía de Bogotá en agosto de 1966 y la desempeñó hasta septiembre de 1969. Ejerció una administración de extraordinario dinamismo en todos los frentes y le correspondió ejecutar las obras para el Congreso Eucarístico Internacional efectuado en 1968, entre ellas la avenida 68, que disparó la expansión de la ciudad hacia el occidente.
Pese a las advertencias del sabio Caldas sobre la necesidad de proteger y arborizar los cerros de Bogotá, más de un siglo pasó sin que las autoridades tomaran medida alguna. El Plan Regulador de Brunner incluía una agresiva política de arborización, que comenzó a aplicarse en la administración Olaya Herrera. En la fotografía, aspecto de los cerros de Bogotá en los años veinte.
El progreso constante en el suministro de energía a la ciudad a partir de su municipalización en 1930, permitió que en menos de una década llegara a la capital la era de los electrodomésticos que tuvo su auge en lo años cuarenta, con la apertura de los almacenes J. Glottmann y la llegada de las primeras neveras, lavadoras, tostadoras y otros elementos para mejorar la calidad de la vida hogareña. En los años sesenta había proliferación de almacenes de electrodomésticos y se incrementó la moda de las ventas a crédito.
La prosperidad que se alcanzó en el país gracias a las políticas económicas adoptadas por la República liberal (1930-1946) aumentó el poder adquisitivo de las familias colombianas, que a su vez se tradujo en una mejora sustancial del modo de vida y del arreglo de las unidades residenciales con las comodidades de la vida moderna. No obstante las deficiencias del acueducto, generadas por el veloz progreso de la ciudad, las ofertas comerciales que implicaban el uso abundante de agua, no dejaron de crecer. Hoy en día los servicios públicos de Bogotá, en los ramos de energía y acueducto, se cuentan entre los más completos del mundo. Publicidad en la revista Pan, 1937.
El río San Francisco nace en el páramo de Choachí. En su curso por el cerro de Monserrate formaba numerosas cascadas y remansos, como los que se ven en la foto. El río bajaba hasta encontrarse con el San Agustín, en el actual sitio de la calle 6.ª con la carrera 13. Los primitivos habitantes de la sabana habían bautizado el río con el nombre de Vicachá o Viracachá, que traduce: el resplandor en la noche.
Muro de apoyo delantero en el extremo norte del río San Francisco, durante los trabajos de cubrimiento a finales de los veinte.
Don Zenón Padilla encontró en sus propiedades, hacia 1860, el “chorro” que lleva su nombre, y que fue el abastecedor de agua de buena parte de la población durante más de setenta años. El “Chorro de Padilla” era también lugar predilecto de paseos y piquetes dominicales, como se ve en la fotografía de 1918, donde aparecen distinguidos personajes, entre otros el entonces líder estudiantil Germán Arciniegas.
Lavadero público y vendedor de flores a la entrada del Cementerio Central en la calle 24. Los lavaderos públicos, ubicados en distintos puntos de la ciudad, aspiraban a erradicar el lavado de ropa en los ríos San Agustín y San Francisco, seriamente contaminados. Fotografía de 1910.
Primer tanque, situado en Egipto, de almacenamiento de agua del acueducto de Bogota. Construido en 1895, la falta de mantenimiento de sus instalaciones y un creciente desaseo convirtieron el tanque de Egipto en un foco peligroso de contaminación. El servicio de acueducto en Bogotá, desde los días de la Colonia hasta 1886, se prestaba por el sistema de piletas públicas, de las cuales había 36 en los distintos barrios de la ciudad, y por aguateros y aguateras que llevaban el agua a domicilio. En el siglo xix se establecieron varios baños públicos, algunos de ellos, como el Guanahaní, eran muy lujosos y suministraban a sus clientes agua caliente, jabones importados, perfumes y todos los elementos para hacer del baño un verdadero placer. Durante la alcaldía de Higinio Cualla, en 1886, comenzó la construcción del primer acueducto en Bogotá, cuyo empresario era don Ramón Jimeno Collante.
Vista de la planta de tratamiento y los tanques de Vitelma, construidos entre 1924 y 1938 en los cerros orientales, cerca del barrio de San Cristóbal. El acueducto de Vitelma estaba alimentado por la represa de La Regadera y servía agua potable de óptima pureza. Vitelma fue el primer acueducto moderno, con todas las condiciones higiénicas, en la historia de Bogotá. Sin embargo, a mediados de los cuarenta, el crecimiento de la ciudad había rebasado la capacidad de Vitelma, que sólo alcanzaba a cubrir el sector del centro entre las calles 26 y 1.ª y las carreras 1.ª y 24, lo que ocasionó en 1949 la peor crisis de escasez de agua de los últimos 50 años, agravada por un intenso verano.
Embalse del Neusa, en el kilómetro 78 de la vía a Zipaquirá, hace parte de la red matriz y es sitio para deportes acuáticos, pesca y actividades náuticas.
Embalse del Sisga, a 101 kilómetros de la capital, en el municipio de Chocontá, Cundinamarca.
Laboratorio del acueducto de Bogotá para tratamiento y análisis del agua, en los años cuarenta. Las dificultades originadas por la segunda guerra mundial para la importación de elementos químicos indispensables en la purificación del agua, provocaron que en 1942 se asociaran la Empresa de Acueducto de Bogotá y el Instituto de Fomento Industrial, IFI, para crear la Compañía Nacional del Cloro, con técnicos colombianos, cuyos laboratorio de análisis y planta de producción se establecieron al lado de Vitelma.
El embalse de Chisacá, construido en los años cuarenta, entró en servicio a principios de 1950, con una inversión de cinco millones de pesos. Elevó la capacidad de suministro de agua a la ciudad en 105 000 metros cúbicos diarios, en momentos en que el abastecimiento de agua potable era crítico por el acelerado crecimiento de la población y de las áreas urbanas que requerían el servicio de acueducto.
El asombroso crecimiento de Bogotá en los cincuenta hizo insuficientes los acueductos de Vitelma y Chisacá. Fue necesario un nuevo acueducto, el de Tibitó, alimentado con aguas del río Bogotá.
La represa de El Charquito fue la primera movida por fuerza hidráulica que suministró energía eléctrica a Bogotá, en 1901. En la planta de El Charquito conversan los hermanos Tomás y José María Samper Brush, propietarios de la Empresa de Energía Eléctrica de Bogotá. 1901. Los hermanos Santiago, José María, Tomás, Joaquín, Antonio y Manuel, eran hijos de don Miguel Samper Agudelo, uno de los grandes pensadores colombianos. Los seis hermanos no sólo fueron fundadores de la energía eléctrica de Bogotá. Impulsaron varias empresas en distintos campos, como cementos, imprenta, agricultura, educación, etc. A la iniciativa de don Joaquín Samper Brush se debió la fundación del Gimnasio Moderno en 1914.
Taller de reparación de motores en El Charquito. Rotor para motor de inducción trifásico. La compleja maquinaria instalada en El Charquito obligó a la introducción de mano de obra especializada en Colombia. La traída de los equipos para la instalación de la hidroeléctrica de El Charquito, cerca al Salto de Tequendama, les representó a los hermanos Samper Brush luchar contra mil obstáculos. La inexistencia de caminos adecuados, la falta de medios de transporte y de carga, y la guerra civil, hicieron pensar que el sueño de traer la luz eléctrica a Bogotá tendría que aplazarse por muchos años; pero la tozudez de los Samper Brush se impuso y la central de El Charquito comenzó a funcionar el 7 de agosto de 1900.
El transformador de 5 000 kilovatios, instalado en la planta de El Charquito, conectaba la maquinaria con los motores de 12 turbinas de 500 caballos de fuerza cada una que la hacían funcionar. A partir de 1926 no sólo estaba cubierto el servicio de luz en toda la ciudad, sino en algunas partes de Cundinamarca mediante subestaciones como la de Facatativá, inaugurada ese año.
Al fusionarse en 1930 con la Compañía de Energía Eléctrica, fundada en 1920 por don José Domingo Dávila, la empresa de energía de los Samper tenía 15 subestaciones. La competencia entre las dos empresas de energía eléctrica superó la capacidad de demanda en Bogotá y las llevó a la quiebra inminente. Para evitarla se fusionaron en 1927 como Empresas Unidas de Energía Eléctrica, en asocio con el municipio de Bogotá.
En 1927, tras la quiebra de las empresas de alumbrado público y domiciliario, y ante el riesgo de que la ciudad quedara a oscuras, éstas fueron municipalizadas y fusionadas en la llamada Empresas Unidas de Energía Eléctrica. En la foto, nueva planta de generación, 1930.
En 1927, tras la quiebra de las empresas de alumbrado público y domiciliario, y ante el riesgo de que la ciudad quedara a oscuras, éstas fueron municipalizadas y fusionadas en la llamada Empresas Unidas de Energía Eléctrica. En la foto, nueva planta de generación, 1930.
En el sector de Alicachín, jurisdicción del municipio de Soacha, la Empresa de Energía Eléctrica construyó en 1906 una presa que sirvió para regular el curso de las aguas del río Bogotá que movían la planta de El Charquito, lo cual aumentó su capacidad. Foto de 1921.
Publicidad de la revista Pan, 1939. La era de la radio no comenzó en Colombia hasta 1928, con la entrada en el aire de la emisora HJN, sustituida en 1941 por la Radiodifusora Nacional de Colombia. Escuchar radio e ir a cine eran los dos entretenimientos favoritos de los bogotanos en los treinta, cuarenta y cincuenta. Con el incremento de la oferta de energía en Bogotá creció la demanda de aparatos de radio, que se importaban tanto de Europa como de Estados Unidos, y asimismo pulularon las emisoras. Al finalizar la década de los treinta había en Bogotá 15 emisoras privadas que transmitían desde las 6 de la mañana hasta las 11 de la noche. Las transmisiones en cadena se usaban desde 1936.
Oficinas de la Empresa de Energía Eléctrica de Bogotá a mediados de los veinte. Las colas habían entrado a formar parte de la vida bogotana.
Hotel del Salto, inaugurado en marzo de 1928, una joya arquitectónica y de ingeniería que no logró el cometido de convertirse en atractivo turístico.
Salto de Tequendama en sus días de esplendor. Según la leyenda, el salto se formó cuando el dios Bochica, para hacer habitable la sabana, que era una inmensa laguna, abrió las rocas que contenían las aguas, que se precipitaron sobre un abismo formando el salto. Hoy sus aguas están afectadas por la contaminación del río Bogotá. La caída de las aguas del Salto de Tequendama está regulada por las plantas de la Empresa de Energía, mediante el empleo de compuertas que aumentan o disminuyen el caudal de caída según las necesidades. El Salto de Tequendama era en los siglos anteriores uno de los paseos obligados de la sociedad santafereña, desde los virreyes hasta viajeros como el sabio Humboldt, quien visitó el Salto en compañía del sabio Mutis, en 1801. El Salto ha sido también fuente de inspiración de muchos poetas, y en cierta época del siglo xx fue el vehículo favorito para los suicidios.
Texto de: Fabio Zambrano Pantoja
La administración de la ciudad entra al siglo xx bajo la influencia de las prácticas políticas que imperaron durante el siglo anterior. Una de las herencias de la cultura política decimonónica consistía en la alta concentración del poder, que interfería de manera notoria en la administración pública. De esto habla, precisamente, el viajero francés D’Espagnat a finales del siglo xix:
“Bogotá no cuenta más que con una clase dirigente, más bien restringida… Todos los negocios, toda la política, todo el arte, en varias de estas repúblicas suramericanas —por fuerzas oligárquicas— se concentra entre las manos de unas cincuenta familias conservadoras que arrebataron esa misión directiva a otras tantas familias liberales y que, en espera de los designios de la Providencia, representan al país ante él mismo y ante el extranjero y constituyen la fachada de Colombia”1.
Esta concentración del poder va a marcar las políticas públicas municipales, en parte como resultado de la prolongación de la República conservadora hasta 1930. Luego vendrá una larga transición hasta los cambios de finales del siglo xx, en la que poco a poco se aprecia cómo las decisiones importantes para la ciudad dejan de forjarse en círculos privados y se trasladan a los espacios públicos. La referida concentración del poder en manos de un sector privado, implicó que la clase dirigente bogotana fuera la encargada de construir lo público a su justa medida. Este grupo dirigente continuó ejerciendo el poder local como lo venía haciendo en el siglo xix y adquirió, además, la responsabilidad de actuar como intermediario ante el Estado, al extremo de que ni las protestas, huelgas o movimientos populares lograron poner en discusión su poder, como se verá más adelante.
No obstante, pese al poder de esta clase dirigente, se dan algunas modificaciones en varios aspectos de la vida política. La noción de ciudadanía amplió su definición, en la medida en que los urbanitas fueron tomando partido frente al ejercicio de gobierno por los dirigentes. Por ejemplo, la búsqueda de la autonomía administrativa para el municipio, consistente en un régimen especial que le permitiera a la capital administrar sus propios recursos, se convirtió en tema de gran importancia. Así, se logró que, por medio de la ley 17 de 1905, Bogotá se convirtiera en Distrito Capital, condición que solamente pudo disfrutar hasta 1909. El debate sobre el estatus jurídico de Bogotá ha sido una constante del siglo xx.
Por otra parte, poco a poco, fue apareciendo una conciencia civil que se manifiesta en la denuncia que algunos ciudadanos hacen sobre las irregularidades y malos manejos de los administradores municipales2. La toma de decisiones estaba concentrada en un grupo de comerciantes, profesionales y algunos intelectuales, que monopolizaban la representación en la duma municipal. Por ello, “en proporción directa a las nuevas necesidades, aumentaron los cargos de carácter burocrático en las entidades oficiales, se multiplicaron las inversiones en el campo de la construcción y se afianzaron algunas fortunas gracias a la lucidez de aquellos negociantes que resolvieron establecer compañías urbanizadoras”3.
En la investigación citada se muestra cómo la elite bogotana, que la autora denomina “los elegidos”, monopolizaba las curules en el Concejo Municipal y era la misma que hacía parte de las firmas constructoras o las asociaciones de propiedad raíz, encargadas de edificar en el área urbanizable de Bogotá. La autora ilustra la ausencia de un umbral entre lo público y lo privado con el caso del concejal Alberto Borda Tanco, quien, en 1912, sometió al Concejo un proyecto sobre la ampliación de la calle 10, de la carrera 19 a la 27, en que presentaba como sustentación el inicio de la parcelación del “barrio obrero” que allí se iba a levantar. Lo que el concejal no mencionó era que los herederos de Mariano Tanco y Francisco Borda eran propietarios de un terreno situado al oriente de la nueva urbanización. Por la misma época, el urbanizador Salomón Gutt contrata los servicios del concejal Alberto Manrique Martín para ejecutar el proyecto de un conjunto residencial, entre la calle 45 y la 49, carreras 7.ª y 9.ª, consistente en 130 lotes, y más tarde para adelantar la urbanización 7 de Agosto4. Así, los intereses de un grupo mediaban en las decisiones de la ciudad. Y, como el grupo era reducido, las políticas públicas urbanas los favorecían primero a ellos y luego al resto de los habitantes.
MODERNIZACIÓN URBANÍSTICA, POCA MODERNIDAD CIUDADANA
La ausencia de una clara separación entre los intereses públicos, los de la ciudad y los privados, es una de las razones para comprender las dificultades de desarrollo de un espacio público claramente definido en Bogotá. La elite estuvo más interesada en la modernización urbanística que en el desarrollo de una cultura urbana moderna. Una de las primeras medidas que se tomaron en este sentido consistió en la racionalización de la administración municipal. El primer paso de trascendencia en tal sentido fue la adquisición de la Empresa del Tranvía en 1910. El siguiente fue la compra del Acueducto. Sin embargo, fue la tercera década del siglo la que marcó el comienzo de los grandes esfuerzos modernizadores en la capital.
Por estos años Bogotá comenzó a participar y a beneficiarse de la bonanza económica que vivía el país. Al lento impulso industrial, a la expansión de la economía cafetera y a otros factores de signo muy positivo vino a sumarse la inversión de los 25 millones de dólares que, finalmente, el Gobierno estadounidense entregó a Colombia como indemnización por la segregación de Panamá. Además, la banca internacional estaba inundando con créditos la economía mundial, por lo cual los empréstitos externos fluyeron generosamente. Éste fue el periodo conocido como la “Danza de los millones” o la “Prosperidad al debe”.
La administración de esta bonanza quedó, precisamente, en manos de “los elegidos”. La condición de miembros del Concejo Municipal, obtenida gracias a su poder económico o a la primacía intelectual que ejercían en la ciudad, hizo que hasta bien entrado el siglo xx la toma de decisiones en la ciudad pasara por sus manos.
Poco a poco, en todas las dependencias del municipio de Bogotá empezó a darse un cambio notorio. Los empíricos de antaño comenzaron a ser sustituidos por técnicos y profesionales. Por todas partes soplaban vientos de renovación. En 1924, por ejemplo, se creó la Junta de Empresas Municipales, con la misión fundamental de coordinar y administrar todas las empresas minicipales; comenzaron a llegar misiones extranjeras especializadas para impulsar las grandes iniciativas de cambio y progreso. Cabe destacar la misión Kemmerer, de Estados Unidos, que reorganizó y modernizó la estructura de nuestro sistema monetario, el Banco de la República y la Superintendencia Bancaria. También hay que mencionar la misión alemana que impulsó la reforma educativa, la misión italiana que reformó el sistema penal, la misión suiza que aportó valiosas reformas en el campo militar, y las misiones francesa y suiza que dieron vida a la Fuerza Aérea Colombiana.
Estos vientos de cambio trajeron de regreso la propuesta de convertir a Bogotá en Distrito Capital. Así comentó la prensa dicha iniciativa:
“Esta reforma es justificada por toda clase de razones. El presupuesto principal de Bogotá es casi el doble del que ha venido teniendo el Departamento de Cundinamarca… Siendo capital de la República está llena de problemas a que atender y para ese efecto no puede disponer siquiera de las rentas que ella misma produzca… Bogotá es una ciudad del país entero. No de ésta o aquella región; es la única ciudad de la República en que están fundidos todos los elementos y está compuesta de numerosos venidos de todas las secciones y aquí se sienten en condiciones de perfecta igualdad”. Los argumentos eran muy claros y contundentes: “La situación actual de esta ciudad es del todo anómala, vinculada a un departamento y siendo una parte mayor que el todo; formada por gentes de todo el país y obligada a destinar parte de sus recursos al sostenimiento de una sección”5.
Los recursos frescos que ofrecía esta bonanza económica impulsaron la modernización de la ciudad. Se percibió la urgencia de mejorar los deficientes servicios públicos, de los cuales sólo se salvaban el tranvía y la energía eléctrica. Pero estos, pese a ser modernos, apenas contaban con el acceso de una muy limitada porción de los habitantes capitalinos. No obstante, la energía avanzó de manera considerable debido a la competencia de tarifas entre la antigua compañía de los Samper y la nueva Compañía Nacional de Electricidad.
La clase dirigente comprendió que la oferta de créditos externos constituía una gran oportunidad para financiar las grandes transformaciones en la ?infraestructura urbana que demandaba la ciudad y que ello permitía modernizar la ciudad con bajos grados de tributación. En este momento nació el mecanismo de financiación más importante que ha tenido la ciudad, como es la utilización del crédito externo y pocos costos tributarios para los grandes propietarios de tierras, directamente beneficiados de la expansión urbanística. Así, en 1923 llegaron a Bogotá varias misiones de banqueros norteamericanos que venían a estudiar a fondo las rentas municipales, con miras a evaluar la capacidad de endeudamiento de la ciudad. Finalmente, en 1924 se concretaron las negociaciones del municipio con la firma norteamericana de banqueros Dillon & Read de Nueva York, cuyos representantes en Colombia eran los doctores Alfonso López Pumarejo y Esteban Jaramillo. En octubre del mismo año, el Concejo aprobó un empréstito por 10 millones de pesos destinados al ensanche y terminación del acueducto, la construcción y dotación del matadero, la extensión de redes del tranvía, las necesarias mejoras en la higienización urbana, la ampliación de plazas de mercado y la construcción de vivienda obrera y de escuelas públicas6.
Con este empréstito se unificaban las deudas del municipio y se financiaban las obras citadas. La reglamentación del empréstito contemplaba la emisión inicial de bonos por seis millones de pesos con vencimiento en 1945 y una rentabilidad del 8 por ciento anual. Los cuatro millones restantes se emitirían posteriormente7.
La modernización no se limitaba a la infraestructura urbana. Un cambio definitivo fue el que se dio en los transportes que conectaban a Bogotá con el resto del país. Por una parte, la ciudad acrecentó su región económica, aumentó la capacidad de atracción de población, y se constituyó en el eje de los intercambios entre Venezuela y el puerto de Buenaventura sobre el Pacífico. Bogotá se convirtió en la ciudad que controla el único eje de comunicaciones oriente-occidente del país. No debemos olvidar que Bogotá es la ciudad del altiplano cundiboyacense más cercana al río Magdalena, eje norte-sur de Colombia. No es gratuito que a partir de allí, las tasas de crecimiento poblacional de la ciudad sean notorias. Entre 1925 y 1930 empezó a advertirse de manera más palpable la integración activa de Bogotá al resto del país. El siguiente comentario, aparecido en 1925, refleja esta situación:
“Dentro de tres o cuatro años Bogotá estará directamente unida al Puerto de Buenaventura por el Ferrocarril del Pacífico, y al Bajo Magdalena y al Océano Atlántico, por los Ferrocarriles del norte y del Nordeste, respectivamente. Su población crecerá en la enorme proporción que es de suponerse, dado que es el centro de la vida oficial y que con las vías férreas se hará mucho más fácil que hoy para los habitantes de las tierras cálidas pasar aquí parte del año. El movimiento comercial traerá también el establecimiento de entidades que hoy no existen. Y no está ni remotamente preparada nuestra capital para esa transformación, que será rapidísima, ni quedará preparada con las obras que lenta y silenciosamente adelanta la Casa Ulen”8.
De esa forma Bogotá estaba pasando de ser casi exclusivamente la capital simbólica de la nación a serlo en todos los sentidos. Por supuesto, era urgente adecuarla para cumplir a cabalidad este papel. El proceso implicaba dificultades. Por ejemplo, en este segundo quinquenio se hizo evidente que las obras planeadas a principios de la década se estaban quedando cortas. Pero de todas maneras se trabajó activamente. En un plazo muy corto la Casa Ulen pasó de 200 obreros contratados a 1 200. Se hizo necesario recurrir a fuentes adicionales de financiamiento, una de las cuales fue el departamento de Cundinamarca9. Desgraciadamente, no tardó en hacerse visible el espectro del prevaricato y la corrupción. Con tribulación y alarma los habitantes de Bogotá empezaron a ver cómo la llamada “rosca” se iba apoderando de la administración municipal en beneficio propio. Esta situación hizo crisis en 1929, como veremos más adelante.
La sensación generalizada a principio de los años treinta era que la capital había desaprovechado las excelentes oportunidades brindadas por la expansión económica de los veinte, con anterioridad a la recesión de 1929. Desde finales de 1928 se había agudizado en el municipio una alarmante crisis fiscal que había llevado las finanzas de la ciudad al extremo de tener que destinar el 50 por ciento de su presupuesto al servicio de la deuda. No hay que olvidar que en buena parte el municipio afrontaba estas dificultades como consecuencia de las trapacerías, rapiñas y manejos corruptos de la conocida “rosca”, que se vino al suelo a raíz de los memorables sucesos de 1929. Pero el mal ya estaba hecho y, con posterioridad a 1929, el municipio tuvo que hacer frente a las graves consecuencias heredadas de la rapacidad y la corrupción. En un momento dado las autoridades tuvieron que efectuar drásticos recortes en vista de las angustiosas carencias fiscales que agobiaban a la ciudad. Uno de ellos fue en el sector de aseo. Veamos este informe:
“El tren de aseo, con sus máquinas-automóviles, sus barredoras e irrigadoras, sus magníficas volquetas, requieren una suma ingente para atender su sostenimiento, tanto por lo caro de la gasolina como también y principalmente por el costo enorme de los repuestos. Siendo imposible sostener, con la partida apropiada para materiales, este costoso tren, se ha ideado el medio de efectuar el aseo con vehículos de tracción animal, los cuales, siendo tal vez más adecuados para sacar las basuras de las casas, son de sostenimiento y costo más baratos”10.
El regreso a las carretas y las mulas no era fácil, el municipio ya se había desembarazado de esos equipos. Por lo tanto, la ciudad se quedó sin lo uno y sin lo otro.
Otro sector seriamente afectado por la crisis fiscal fue el alumbrado público. En un informe del Concejo Municipal, fechado en 1930, se advierte la gravedad de la situación y se siente el funesto recuerdo de la “rosca”:
“¿Quiénes, sino los bogotanos, tenemos que sufrir las tristes consecuencias de manejos que toleramos largo tiempo? ¿Cómo se puede recuperar el bien sin que nadie experimente ni una incomodidad?
”La necesidad de no dejar perecer el municipio y de conseguir su restauración se impuso, y nos obligó a adoptar duras medidas que nunca habríamos tomado en un estado menos angustioso.
”En esta situación, el Concejo buscó los únicos dos caminos que era posible seguir: Reducir los gastos al mínimum y procurar aumentar las entradas… y afrontar, al mismo tiempo, el pago de las deudas que le dejaron como herencia administraciones imprevistas, alegres y confiadas”11.
La situación se agravó todavía más cuando a comienzos de 1931 el Ministerio de Obras Públicas decidió suspender las obras que adelantaba en Bogotá. Esta medida causó angustia en todos los sectores de la opinión ciudadana como se advierte en la siguiente nota de prensa:
“A todos esos obreros, carpinteros, albañiles, canteros, gentes especializadas en su trabajo, no se les puede decir la conocida frase de que vayan a descuajar la selva o a coger café… La economía no es el único factor a que hay que atender en estos momentos. Hay la economía y hay también la necesidad de no dejar abandonadas y entregadas al ocio y al hambre a las masas obreras de las capitales. Y esto no sólo desde el punto de vista de la seguridad social, sino sobre todo, desde el punto de vista de la justicia”12.
Por esta misma época se produjo una medida emanada de la Secretaría de Obras Públicas de Bogotá que causó conmoción en ciertos sectores del gremio de la construcción. Dicha medida establecía que el municipio sólo aprobaría licencias para construir a planos y proyectos firmados por ingenieros o arquitectos graduados. En consecuencia, quedaron por fuera, o al menos relegados a un segundo plano, todos los maestros artesanos o “empíricos”, como empezó a llamárseles desde entonces13. Por supuesto que esta medida no pasó de ser más que una buena intención. El crecimiento urbano que se sucede posteriormente la va a dejar a un lado, pues la ciudad se va a expandir gracias a la auto-construcción y, en una pequeña proporción, bajo la dirección de arquitectos e ingenieros.
En medio de la crisis, el municipio empezó lógicamente a poner los ojos en los impuestos municipales, especialmente al catastral que era muy bajo, lo cual favorecía a los grandes propietarios de tierras urbanas. La resistencia de tales propietarios, acostumbrados a pagar unas contribuciones exiguas, fue encarnizada. Sin embargo, no puede desconocerse que, para el presente y el futuro de las finanzas de la ciudad, fue importante que el municipio tomara conciencia de la imperiosa necesidad de actualizar los avalúos catastrales y los impuestos correspondientes. La situación también obligó al municipio a lanzar una vigorosa ofensiva contra los especuladores y acaparadores de víveres cuya actividad, sin duda delictiva, contribuía a encarecer el costo de vida. En septiembre de 1931 se creó la Junta de Control de Alimentos de Bogotá, que ejerció un control, hasta cierto punto efectivo, y fijó pública y semanalmente las listas con los precios máximos de los principales alimentos14.
La administración municipal recibió también la pesada herencia del déficit de vivienda obrera. ?Al empezar la década de los treinta, no obstante la importancia de las obras adelantadas por la Casa Ulen, la carencia en este sector seguía siendo alarmante. El problema no se limitaba exclusivamente a los barrios obreros, afectaba también, en términos generales, a todos los sectores del sur. En 1933 estos sectores dirigieron a las autoridades municipales un memorial del cual citamos lo siguiente:
“Somos ochenta mil habitantes de San Agustín, o sea de la Calle Séptima hacia San Cristóbal… En años pasados nos reunimos en la Casa Cural del olvidado barrio de Las Cruces muchos vecinos de este barrio para pedir al municipio que hiciera con nosotros lo que hacía con el Sector Norte, esto es el arreglo de las carreras y calles, el alcantarillado, locales para escuelas, agua en la parte alta para los pobres, construcción del cementerio, etc.”15.
La conmemoración del IV Centenario de la fundación de Bogotá, a celebrarse en 1938, fue una coyuntura aprovechada por el Estado para intervenir en la ciudad con varias obras públicas de gran importancia. Recordemos que en este momento el país se encuentra bajo la hegemonía liberal, cuyos principios de intervención estatal difieren de lo aplicado por los anteriores gobiernos conservadores. Por ello, hacia 1935, el Concejo Municipal se impuso la tarea de planificar en forma técnica y sistemática las obras prioritarias con las cuales debería marcarse esta celebración. En una memoria del concejo se leía: “Para el centenario debemos concentrarnos en la solución de los grandes problemas que dan a nuestra ciudad ciertos ribetes de barbarie indignos de sus cuatro siglos de existencia”16.
Para financiar tales obras se reunieron, entre fondos del municipio y empréstitos suscritos, 6 260 000 de pesos, con los cuales se aspiraba a financiar todas las obras programadas para el centenario. En mayo de 1936, Jorge Eliécer Gaitán tomó posesión como alcalde de Bogotá y, con gran dinamismo, emprendió de inmediato obras y actividades de modernización. Una de éstas fue la denominada “Viernes Culturales”, consistente en conferencias semanales en las que iba exponiendo el desarrollo de su gestión al frente de la alcaldía. Los bogotanos asistieron a esta forma de comunicación entre el burgomaestre y sus gobernados y expresaron dicho reconocimiento con una gran manifestación de respaldo en septiembre. Como ya se mencionó, otra obra en la que el alcalde puso gran empeño fue la rehabilitación y remodelación del Paseo Bolívar, intervención que se había iniciado una década antes. Según la investigación adelantada por iniciativa del alcalde, en esta área vivían 16 979 personas que ocupaban 2 236 habitaciones y había 4 447 familias, lo cual daba un promedio de dos familias por vivienda. El promedio de renta mensual por familia era de 34 pesos. La población se componía de 716 empleados, 6 492 obreros, 3 263 empleadas del servicio doméstico y 821 desocupados. De los 6 313 niños que habitaban en la zona, sólo 1 781 (28 por ciento) asistían a la escuela17.
Empeñado en convertir a Bogotá en una ciudad limpia y moderna en todos los aspectos, el alcalde Gaitán dictó normas de limpieza, algunas de las cuales fueron criticadas por su extrema severidad. Se estableció, por ejemplo, que sería causal de destitución para los empleados al servicio del municipio no presentarse al trabajo en un estado de aseo plenamente satisfactorio. También se propuso erradicar el uso de alpargatas y su paulatina sustitución por zapatos. En otro decreto se obligaba a los expendedores de las plazas de mercado a cumplir rigurosas normas de higiene y a usar delantales y gorros para su trabajo. Las infracciones a estos decretos se castigaban con multas.
Las reacciones no se hicieron esperar. De todos lados llovieron críticas a las medidas. Gaitán respondía desde los “Viernes Culturales”. “Se invoca lo típico y se canta con emoción mentirosa la belleza de las alpargatas, porque quienes eso hacen, temen que con el obrero calzado se acabe la secular explotación y empiece a discutirse la posición que los separa. Los asusta el ruido de los nuevos zapatos y tratan de evitarlo, ensayando las románticas y tiernas tradiciones a una costumbre vieja, histórica si se quiere, pero fea, antiestética, malsana y perjudicial”18.
Las reacciones entre los afectados eran diversas. Un herrero afirmaba: “Me parece que no hay derecho de meterse en los vestidos de uno. Yo no cambiaría mi ruana por el más rico sobretodo. Mi ruana me resguarda del frío y de la lluvia. Me defiende el saco y el chaleco. Me sirve de cobija por las noches. Me sirve de alfombra cuando voy de paseo. Mi ruana, una ruana buena, cuesta seis pesos. Un sobretodo malo vale treinta pesos”19.
Una expendedora de víveres del mercado comentaba: “Pues, que yo ponerme sobretodo, en jamás de los jamases. Prefiero mi pañolón. Aunque ganara mucha plata y me volviera rica… Y eso de calzarse una. Y recortarse las uñas y ponerse media, y lo del tacón alto… Póngase a pensar su mercé, caminar de aquí a Chipaque, como lo hago yo cada dos y tres días con un tacón Luis XV y cuando se le metan las piedras del camino entre cuero y carne, cómo se hace. Mamola… Yo creo que el tal decreto no es verdad”20.
Otro argumentaba valores diferenciadores en lo social para rechazar la medida: “Ya ni puede uno calzarse como le da la gana. Habrase visto. ¿Quesque zapatos pa’nosotros? Pus entonces ¿qué se ponen los Señores? Vea, su mercé. Cuando chiquito andaba yo descalzo. Cuando comencé a trabajar y a ganar, compré mis alpargatas. Ya tengo mis reales y mi casa. Y no faltaba más a mis hijas nunca les dejaré poner botines, porque no es sino ponerse botines y se alebrestan y se pierden…”21.
La medida estaba poniendo en peligro la popularidad de Gaitán entre sus simpatizantes.
Al año siguiente, el alcalde continuó su tarea de cambiar la indumentaria tradicional por vestimentas de corte moderno. Esta vez le correspondió el turno al gremio de los choferes. Ante la imposición de uniformes obligatorios, éstos protestaron enérgicamente, recurriendo a los mitines y la huelga. Lo anterior, junto con otros elementos de tipo político, llevaron a Gaitán a renunciar a la Alcaldía en febrero de 193722.
Pocas renuncias, en nuestra historia política, han podido llamarse tales con menos propiedad que la de Gaitán a la Alcaldía de Bogotá. La verdad es que el progresista funcionario fue destituido por presiones de distinto origen, una de ellas la de la elite bogotana, que utilizó las crecientes presiones populares en contra de la política del alcalde por modernizar aceleradamente a Bogotá. En síntesis, Gaitán libró una batalla encarnizada contra el atraso y la perdió.
La intervención del estado local en la ciudad enfrentaba una seria limitante, como era la derivada de las competencias entre el Estado central, el departamental y el municipal. En los años cuarenta seguía siendo evidente que las relaciones fiscales y administrativas que existían entre el municipio de Bogotá, el departamento de Cundinamarca y la nación eran desfavorables para la capital. El hecho era que los impuestos recaudados en Bogotá por el departamento y la nación se destinaban a cubrir inversiones y gastos en zonas y lugares diferentes. Por ejemplo, mientras el presupuesto municipal de 1941 era algo más de cinco millones de pesos, las rentas nacionales recaudadas en la ciudad fueron de 15 millones y las departamentales de cuatro. De esa forma, a Bogotá le quedaba sólo una cuarta parte de las rentas que recaudaba23.
Sin régimen fiscal autónomo, Bogotá se veía en apuros para atender sus propias necesidades, mientras generaba rentas para otras regiones del país por el cuádruplo de su presupuesto. Era una situación antagónica a la de muchos países latinoamericanos en que las capitales, en vez de subsidiar al resto de la nación, más bien captaban de ella recursos para cubrir sus numerosas y crecientes necesidades. Y algo peor: los cálculos de 1941 indicaban que por el solo concepto de impuestos prediales, Bogotá estaba dejando de percibir más de ocho millones de pesos24.
Como consecuencia de esta penuria presupuestal, la modernización de Bogotá avanzaba con una lentitud desesperante, al tiempo que, por otro lado, su flujo de inmigración aumentaba desmesuradamente. Debido a estas limitaciones municipales, el gobierno de Eduardo Santos creó el Fondo de Fomento Municipal con el propósito de adelantar algunas obras vitales para la ciudad. A pesar de los esfuerzos de los gobiernos nacional y municipal, el acelerado crecimiento demográfico de la ciudad sobrepasaba el proceso de modernización que estaba siendo aplicado.
En los años cincuenta la administración capitalina se enfrentaba al constante reto de poner los servicios a la altura del incontenible crecimiento que exhibía la ciudad desde comienzos del siglo. Veamos estos datos sobre el aumento de la población capitalina en el siglo xx:
CRECIMIENTO DE LA POBLACIÓN BOGOTANA SIGLO XXAÑO DEL CENSO | POBLACIÓN | TASA DE CRECIMIENTO |
1905 | 100 000 | |
1912 | 121 257 | 1905-1912: 2,8 |
1918 | 143 994 | 1912-1918: 2,9 |
1928 | 235 421 | 1918-1928: 4,9 |
1938 | 330 312 (355 502*) | 1928-1938: 3,4 |
1951 | 715 250* | 1938-1951: 5,4* |
1964 | 1 697 311* | 1951-1964: 6,6* |
- Cifra referida al área metropolitana. La totalidad de las otras cifras al municipio de Bogotá.
Fuente: Ramiro Cardona, editor, Distribución espacial de la población, Bogotá, Corporación Centro Regional de Población, 1976, pág. 56.
Cabe destacar que no todo el crecimiento demográfico se derivó de la migración. Las mejoras en las condiciones de salubridad también incidieron en la disminución de los índices de mortalidad.
Si al empezar el siglo xx una tercera parte de las defunciones era de nativos de Bogotá y el resto de inmigrantes, para 1957 estas proporciones varían:
DEFUNCIONES SEGÚN LUGAR DE NACIMIENTOLUGAR | AÑOS | |
1905 | 1957 | |
% | % | |
Bogotá | 36 | 56,9 |
Cundinamarca | 19 | 19,3 |
Boyacá | 25 | 11,3 |
Tolima | — | 2,9 |
Santander | — | — |
Antioquia | — | 1,3 |
Caldas | — | 1,3 |
Otros | 20 | 4,1 |
Fuente: 1905: Registro Municipal, diversos números de 1905. 1957: Anuario Estadístico de Bogotá, 1957.
De todas maneras, el crecimiento demográfico de Bogotá ha sido un proceso incontenible. Prueba de ello es que entre 1905 y 1938 la población pasó de 100 000 habitantes a 330 312, o sea, que creció 3,3 veces en 33 años. En cambio, entre 1938 y 1964 (26 años) creció 4,7 veces, al pasar a 1 697 311 habitantes.
Al concluir el ejercicio fiscal de 1949, los ingresos globales del fisco municipal pasaron de 32 millones de pesos, cifra considerada como muy satisfactoria. Empezó a preverse con la debida anticipación las ampliaciones del acueducto; la nueva carrera 10.ª avanzaba a un ritmo veloz, se construyeron nuevas vías y escuelas, se inauguró el servicio de teléfonos automáticos y se instalaron las líneas de trolebús. Asimismo se impulsaron numerosas y activas campañas de vacunación. En suma, la modernización de la capital avanzaba de manera incontenible, y ésta exigía cambios en el régimen municipal.
Una solución al problema de la independencia administrativa de la ciudad era la transformación de municipio a distrito. Ya desde 1951 se estaba reviviendo el proyecto de convertir a Bogotá en Distrito Especial. La iniciativa, sin embargo, no cuajó en esta primera instancia. Más tarde, bajo el gobierno militar, el Comité Nacional de Planificación, dirigido por el economista Lauchlin Currie, planteó diversas recomendaciones encaminadas a convertir a Bogotá en Distrito Especial a fin de dotarla de mayores recursos y darle una mayor autonomía administrativa25. Se contemplaban proyectos relacionados con acueducto, energía, vías, alcantarillado, pavimentación, vivienda barata y escuelas. Sin embargo, los planificadores se quedaron cortos en sus previsiones, ya que ellas estaban diseñadas para una población de dos millones de habitantes en 1990.
Al recomendar la creación del Distrito Especial, la comisión proponía una distribución equitativa de rentas y responsabilidades entre Bogotá y Cundinamarca. La propuesta consistía en que se aboliera la participación de Bogotá en las rentas del departamento; que éste le transfiriera ciertas rentas como tabaco y degüello, pero conservara el monopolio de los licores y el cobro del impuesto de cerveza. También proponía que el nuevo Distrito asumiera el pago de sus maestros. Otra recomendación era anexar a Bogotá los municipios de Usme, Bosa, Fontibón, Engativá, Suba y Usaquén. Igualmente, se insistía en delimitar la zona urbana y crear una corporación para la salvaguarda de los recursos naturales de la sabana26.
Sin duda alguna, el cerebro de todas las estrategias que condujeron a la creación del Distrito Especial fue el profesor Currie. En diciembre de 1954 se expidió el decreto por el cual se convertía a Bogotá en Distrito Especial a partir del l.º de enero de 1955. Empero, poco después de esta trascendental medida, comenzaron las presiones para que se diera el paso a Distrito Capital, iniciativa que terminó imponiéndose, pese a las razones en contra.
En el momento de su posesión en mayo de 1957, una de las primeras providencias de la Junta Militar fue llamar nuevamente al urbanizador Fernando Mazuera Villegas a la Alcaldía del Distrito Especial. Mazuera aceptó y empezó de inmediato a adelantar gestiones para obtener empréstitos con la banca nacional por un total de 40 millones de pesos para su “plan maestro de obras públicas”. Dicho programa comprendía la terminación de la avenida Caracas hacia el sur y de la avenida l0.ª; las construcciones de la carrera 3.ª, la avenida 26, la de los Cerros y la de los Comuneros. Además, el plan incluía la construcción de 300 escuelas. Mazuera advirtió que no se trataba de solucionar todas las necesidades del Distrito por arte de magia, pero sí que era un plan de emergencia para afrontar las más urgentes27. El énfasis en la inversión en vías era evidente, lo cual produjo una fuerte expansión del área urbanizable de la ciudad.
Los ingresos extraordinarios, además de los ordinarios, permitieron dar un gran salto en materia presupuestal. El presupuesto general de gastos del Distrito para 1958 subió a 249 200 000 pesos, discriminados así:
Presupuesto ordinario del Distrito | 84 000 000 |
Del emprésito de 40 millones para barrios obreros | 18 000 000 |
Extraordinario de progreso urbano | 29 000 000 |
Acueducto y alcantarillado | 43 000 000 |
Empresa Energía Eléctrica | 36 000 000 |
Empresa de Teléfonos | 25 500 000 |
Empresa de buses | 12 000 000 |
Caja de Vivienda Popular | 1 700 000 |
TOTAL | $ 249 200 000 |
De esta cifra, que representaba la quinta parte del presupuesto nacional de ese año, 22 millones se destinaban para educación, esfuerzo que aspiraba a reducir la brecha existente en ese sector28. Este aumento acelerado en los gastos se vio acompañado de un incremento en el déficit: si en 1955 éste era de 569 823 pesos, en 1957 la deuda pública llegaba a más de 53 millones. A finales de 1958 la situación era descrita como de bancarrota, a causa de los gastos exorbitantes sin una observancia adecuada de la planificación. Era evidente que la estrategia de ampliación de la infraestructura urbana recaía en los empréstitos externos y que no había un mayor esfuerzo por desarrollar una mínima cultura tributaria.
A finales de los cincuenta la administración de Bogotá afrontaba graves dificultades y aún no había claridad en cuanto a las relaciones del Distrito con el departamento y la nación; se decía que el Distrito requería por lo menos de 50 millones de pesos adicionales29.
La situación era confusa. El departamento había venido ayudando a Bogotá, a través de participaciones en impuestos, con dos millones de pesos mensuales, pero amenazaba con aplicar una ordenanza que prohibía pagar con dineros departamentales a los maestros que prestaran sus servicios al Distrito. Ante este problema, las autoridades de Bogotá adelantaron una intensa campaña para explicarle a la opinión pública por qué la capital necesitaba con apremio el apoyo de la nación30.
La crisis fiscal adquirió dimensiones alarmantes, hasta el punto de que el Departamento Distrital de Planeación elaboró un estudio pertinente que estableció como causas primordiales de la crisis el crecimiento excesivo de la población, el desequilibrio entre las tarifas de los servicios públicos, las necesidades de las empresas y la falta de una adecuada planeación en los sistemas impositivos. Por otra parte, también se señalaba la ausencia de un estatuto orgánico del Distrito Especial. En julio de 1960 el cabildo de Bogotá urgió al Congreso para que expidiera cuanto antes dicho estatuto; pero en agosto de 1962 aún se debatía el tema en el Parlamento, debido en buena parte a las presiones de Cundinamarca, que veía con alarma la presunta pérdida de unas rentas muy jugosas31.
Al analizar este asunto debe tenerse en cuenta que, a principios del siglo xx, Bogotá albergaba el 15 por ciento de la población total de Cundinamarca, proporción que en 1964 había subido a 57 por ciento. En ese año las rentas conjuntas fueron de 64 millones de pesos, de los cuales sólo le correspondió a Bogotá un 29 por ciento32.
En julio de 1966 se organizó un Seminario Bipartidista para Bogotá, con objeto de estudiar a fondo el problema y formular recomendaciones. En uno de los apartes del documento final se leía que “todos los grupos de discusión concluyeron que las participaciones señaladas a Bogotá son extremadamente bajas y que no corresponden a factores que deberían considerarse: fuentes de producción de los tributos, relación entre el número de habitantes de Bogotá y los del Departamento y las necesidades que implica el desarrollo de la ciudad. Así mismo, el aporte nacional a los gastos del Distrito, limitado hoy a una parte del pago de los sueldos del magisterio, debe ser aumentado en consideración al desarrollo de la ciudad y al deber que tiene la Nación entera de colaborar en la solución de los problemas de Bogotá”33. Sorprendente pero cierto, hace apenas tres décadas, la capital aún luchaba por su independencia administrativa y fiscal.
Poco a poco Cundinamarca empezó a aceptar la necesidad de definir esta situación. El nuevo alcalde de Bogotá, Virgilio Barco Vargas, nombrado en septiembre de 1966, diseñó un ambicioso plan de trabajo con los gabinetes de Bogotá y Cundinamarca “con el fin de dar solución inmediata a los más urgentes problemas de la provincia y la ciudad”34.
Los planes de la administración Barco eran ambiciosos. Contemplaban un plan maestro de acueducto y alcantarillado, obras de ornato, aulas escolares, importación de buses por 16 millones de pesos, erradicación de tugurios, pavimentación de vías, eliminación de muelas, refacción de andenes y un censo de industria y comercio para incrementar los recaudos de impuestos. Los planes, como se dijo, eran ambiciosos y progresistas, pero los recursos eran escasos. Su realización exigía 800 millones y sólo se contaba con una octava parte35.
El presupuesto para 1967 era de 308 millones de pesos, de los cuales sólo 50 iban a inversión mientras el resto era devorado por el funcionamiento. Y como si esto fuera poco, la ciudad, que producía el 35 por ciento del ingreso bruto nacional, seguía sin recibir una ayuda equitativa de la nación; y, a pesar de generar el 30 por ciento del impuesto a la gasolina, nada le correspondía del mismo.
Para romper este cuello de botella financiero hubo que apelar al crédito. A finales de 1966, Bogotá ya había obtenido préstamos por 60 millones de la banca nacional y gestionaba otros con entidades internacionales. Como en los años veinte, la principal fuente de recursos para la modernización de la ciudad seguía siendo el crédito externo. Hubo que esperar hasta finales del siglo xx para presenciar el desarrollo de fuentes de financiación locales.
En el camino de modernización administrativa de la ciudad, el gobierno de Carlos Lleras Restrepo expidió el decreto-ley 3133 de 1968 “por el cual se reforma la organización administrativa del Distrito Especial de Bogotá”, el cual derogaba gran parte de las normas contenidas en el 3640 de 1954. Este decreto ya dio forma definitiva al Distrito y otorgó al alcalde y al Concejo las mismas atribuciones de los gobernadores y las asambleas. El decreto fue, en suma, un minucioso estatuto administrativo para la ciudad capital. A su vez, el cabildo expidió el acuerdo 41 de 1968, por el cual se reglamentó el gravamen de valorización36.
ACUEDUCTO
Los avances de la ciudad en la prestación de los servicios públicos durante el siglo xx se pueden calificar de sobresalientes. En efecto, la evolución histórica de los servicios públicos domiciliarios de agua potable, aseo urbano, electricidad y transporte, es clave para comprender la modernización de la ciudad en esta centuria. Uno de los obstáculos para el desarrollo de la ciudad y para mejorar las pésimas condiciones de vida de la mayoría de sus habitantes había sido la mala calidad de los servicios prestados por empresas privadas, que progresivamente se fueron municipalizando. La estatalización de estos servicios permitió la introducción de mejoras técnicas, la expansión de la cobertura y el cumplimiento de la función social que la prestación de estos servicios conlleva.
El siglo xix había transcurrido sin mayores modificaciones en el abasto de aguas heredado de la Colonia, al punto que para 1886 la proporción servida de la población era menor que la existente 114 años antes37. Los desagües superficiales se mantuvieron hasta 1871, cuando se inició la construcción de los primeros tramos de alcantarillado subterráneo, el cual estuvo restringido a dos calles y se hizo de manera aislada. La condición precaria de este servicio era más grave si tenemos en cuenta que las tiendas, como se llamaba a las habitaciones populares, no estaban conectadas a los desagües subterráneos y continuaban arrojando los desechos a la calle.
Para 1888, con la puesta en funcionamiento del acueducto de tubos de hierro, que ofrecía el servicio domiciliario de aguas sin tratar, la situación comenzó a cambiar. De manera simultánea se inició una amplia expansión de la instalación de cañerías, de manera que en 1890 casi la tercera parte de la ciudad, unas 170 cuadras, contaba con conexión a los desagües subterráneos. Sin embargo, este servicio aún estaba lejos de constituirse en un sistema integrado, funcionaba de manera desarticulada y vertía las aguas servidas a los distintos ríos que atravesaban la ciudad, los cuales, como albañales abiertos, seguían siendo conductores de las aguas residuales de la ciudad.
Estas intervenciones, que iniciaban la mejora en la oferta de estos servicios, fueron resultado directo de la crisis higiénica que produjo el consumo de aguas contaminadas. La amenaza de una epidemia se hizo realidad con la de tifoidea que surgió en San Victorino. El abasto de aguas que ofrecían las pilas y los chorros entró en crisis por la pérdida de caudal de las fuentes de agua de los cerros orientales, debido principalmente a la tala de los bosques de los cerros a manos de los mercaderes de leña.
El chorro del Fiscal, uno de los más importantes del oriente de la ciudad, tuvo que ser clausurado en 1906 por agotamiento de sus aguas y porque el sitio se había convertido en un “excusado público” y en foco de infección para la salud pública38.
El nuevo acueducto resultó del contrato que el municipio firmó con Ramón Jimeno, quien se comprometió a dotar de agua a Bogotá y a Chapinero por 60 años. Los términos incluían el abasto de agua, sin cobro alguno, a las pilas públicas, principal fuente de abastecimiento de la ciudad, a cambio del derecho a recaudar las tarifas por el servicio domiciliario, que constituía la gran novedad. El contratista recibió del municipio todas las instalaciones de que disponía hasta entonces, las cuales consistían en tanques receptores de aguas de los ríos Arzobispo y San Francisco. El nuevo sistema ofrecía dos novedades: permitía aislar el agua proveniente de los nacederos de las montañas, de aquella que corría por los albañales; y reducía sustancialmente la pérdida de agua que corría por las acequias. Además, como los tubos de hierro permitían la capilaridad, ofrecía agua a presión.
Desde luego que este servicio sólo estaba al alcance de una selecta minoría. Sin embargo, la empresa inició un amplio programa de expansión de la oferta de conexiones domiciliarias.
Evolución del Acueducto Domiciliario
(1870-1930)
Número de instalaciones
Año | Número de instalaciones | Habitantes | % Población servida |
1897 | 2 801 | 94 623 | 2,96 |
1914 | 6 032 | 128 406 | 4,70 |
1920 | 8 750 | 158 870 | 5,51 |
1923 | 9 300 | 184 117 | 5,05 |
1930 | 14 487 | 251 919 | 5,75 |
Fuente: Vargas, Julián y Zambrano, Fabio, op. cit., pág. 40.
Es notorio el incremento de las “plumas”, como se llamaba a las conexiones domiciliarias, que de un cubrimiento del 0,37 por ciento de los habitantes en 1887, pasó al 3 por ciento 10 años después. Pero, luego de este inicio promisorio en el mejoramiento sustancial en la oferta del servicio por parte de la compañía de Jimeno, las relaciones entre ésta y el municipio empezaron a cambiar. Quizá la razón se encuentra en que Jimeno logró este monopolio en 1888, gracias a sus dotes empresariales y a la cercanía con el presidente Núñez, en la cúspide del poder al iniciarse la República conservadora. Pero, al retirarse éste de la presidencia y morir poco después, Jimeno perdió su padrinazgo. Lo cierto es que el municipio modificó rápidamente los términos del contrato y estableció un techo de 5 000 plumas como el límite en que, una vez alcanzado, se debía revertir todo el acueducto al municipio.
La imposición de este límite, en cierta medida bajo, frenó el interés del contratista en ampliar la oferta del servicio, pues sabía que perdería toda su inversión si llegaba a instalar el tope de las acometidas domiciliarias. El cambio en los términos del contrato produjo la desmejora en la calidad del servicio y minó las relaciones entre la compañía y el municipio. Además, la oferta del servicio por parte de la compañía de Jimeno no constituyó una solución integral al grave problema del abasto de agua que padecía Bogotá desde la Colonia, pues se mantuvo el sistema de acueductos de barrio del siglo xviii, el cual utilizaba los chorros de agua de las montañas orientales, que, como es lógico, no estaban integrados en un solo sistema de acequias.
Por ello se puede afirmar que el abastecimiento de agua era el problema más grave que aquejaba a Bogotá a principios de siglo, pues la oferta de un servicio adecuado estaba lejos de seguir el ritmo al que crecía la población. Por otra parte, se iniciaban cambios culturales en la concepción del cuerpo y las gentes de las clases altas y medias empezaban a sentir la necesidad de bañarse con mayor frecuencia. En los periódicos de estos albores de siglo proliferan atractivos anuncios de tinas, duchas y calentadores importados, así como jabones y cosméticos que invitan al aseo personal en baños cómodos, provistos de tinas y regaderas.
Toda esta sumatoria de deficiencias que acusaba la compañía privada del acueducto, cuya medida se tasaba por la altísima mortalidad vinculada a la mala calidad de las aguas, produjo una presión creciente sobre las autoridades municipales, encaminada a que la ciudad adquiriera la empresa del acueducto. Para 1910, Jimeno había instalado 4 000 plumas y argumentaba que no podía colocar ni una más por carencia de fuentes adecuadas de agua39. Por entonces el Concejo daba pasos tendientes a la compra del acueducto, pero eran en vano por cuanto la compañía de Jimeno demostraba estar cumpliendo a cabalidad con las condiciones del contrato.
Sin embargo, desde finales de 1910, la Empresa del Acueducto de Bogotá, de propiedad de Ramón B. Jimeno, se convirtió en uno de los principales temas de discusión y controversia pública por el alarmante empeoramiento de sus servicios, no sólo en cuanto al abastecimiento del líquido sino, lo que era más grave, en cuanto a las condiciones higiénicas del mismo. La oficina de higiene y salubridad del municipio realizó un concienzudo estudio sobre la calidad del agua que bebían los bogotanos. La primera pregunta era: “¿Son potables las aguas que proporciona a Bogotá la Compañía del Acueducto?”. La respuesta: ¡no! Sustentaba la respuesta un estudio bacteriológico realizado en el Instituto Químico de Inglaterra, con muestras enviadas desde Bogotá en 1907, en que se concluía que estas muestras contaban con una “fuerte cantidad de materias orgánicas” que sobrepasaban con creces los índices señalados por los higienistas40. Luego se realizaron estudios en el laboratorio municipal, a cargo de Federico Lleras, en los que se dictaminó que en las aguas del acueducto de Bogotá había “una enorme cantidad de microbios entre los que hay especies patógenas que hacen peligroso su empleo desde el punto de vista bacteriano”. El informe de otro laboratorista decía: “… por el marcado olor fecaloide que dan sus colonias de las muestras de agua analizadas en el laboratorio, identifican el microorganismo hallado por el preparador de bacteriología con el hallado por el Doctor Lleras, esto es, con el colibacilo o bacterium Coli41. En resumen, los estudios concluían que el agua que se recibía era absolutamente impotable para seres humanos.
En segundo término, el estudio trataba de verificar si el líquido distribuido por el acueducto era suficiente para el consumo de los bogotanos. Aquí también la respuesta era categóricamente negativa. Como consecuencia de esta aguda escasez, los locales comerciales carecían de servicios. Anotaba una crónica de la época:
“Hace ya mucho tiempo que en la dirección de Higiene y Salubridad se expiden patentes de sanidad para edificios sin agua, con excusados secos… el matadero es, según afirmaba una gran autoridad hace veinte años, el mayor ultraje que se puede hacer a la civilización y a la higiene pública”42. Asimismo, la matanza de ganado menor, cerdos y corderos, no se hacía en el matadero sino en casas, donde los animales próximos a sacrificar se mezclaban con los perros. “En muchas partes por escasez de agua limpia, hacen las manipulaciones de la carne con el agua que desciende por calles y zanjones llenos de inmundicia”43.
Cabe señalar que para entonces el matadero central estaba ubicado a orillas del río San Francisco, “situado precisamente en aquella parte de la población donde el río ha recogido todas las letrinas y albañales, cuyas salas de despresamiento y cuarteo han sido anegadas por la inundación de las alcantarillas reventadas”44.
La criminal negligencia de la Empresa del Acueducto respecto al peligro mortal que representaban sus aguas para la ciudadanía se evidencia en las aterradoras cifras de mortalidad en los primeros años del siglo a causa de enfermedades gastrointestinales producidas directamente por las bacterias patógenas del agua. En 1904 la disentería, la enterocolitis, la enteritis y la gastroenteritis causaron el 14,5 por ciento de las defunciones, y tanto en 1906 como en 1910 el 16 por ciento. La proliferación de estas enfermedades se hacía más aguda y letal en los meses más lluviosos (marzo, abril, mayo, octubre y noviembre), cuando las mayores precipitaciones pluviales aumentaban el caudal de los ríos bogotanos, ya de por sí auténticas cloacas, ocasionando una mayor contaminación y mezcla profusa de las aguas mal llamadas potables con las definitivamente negras.
En las temporadas secas la situación no era mejor; por el contrario, en algunos aspectos era peor. Al disminuir o cesar las lluvias, bajaba la incidencia de problemas gastrointestinales pero subía alarmantemente la cifra de mortalidad por problemas respiratorios. En 1904, la primera causa de mortalidad fueron las enfermedades respiratorias, como pulmonía, tuberculosis, bronconeumonía, gripa y otras. En ese año, estas afecciones causaron el 32 por ciento de las defunciones en Bogotá, en 1906 el 34 por ciento y en 1910 el 29 por ciento. Todo esto, desde luego, estaba asociado a las pésimas condiciones de vida que afrontaban los habitantes pobres de la ciudad.
Dos causas mayores tenía este auge de enfermedades respiratorias en verano. Por una parte, la falta de lluvias, que levantaba en la mayoría de las pésimas calles bogotanas nubes de polvo que afectaban gravemente las vías respiratorias de la población. Por otra, la excesiva afluencia de personas indigentes de la provincia que, no contando con un techo donde guarecerse, tenían que pasar las noches bajo aleros y zaguanes. Como en verano los amaneceres de la sabana de Bogotá alcanzan a menudo temperaturas bajo cero, la racha fatídica se veía incrementada.
Así pues, a comienzos de siglo los bogotanos estaban mortalmente amenazados tanto en los meses de lluvia como en los de sequía. A tal punto que en 1913 la Oficina de Higiene Municipal rindió un informe que habla por sí solo:
“Resulta que las aguas de las diversas vertientes que forman el río San Francisco, son pisoteadas por las gentes y animales que transitan por aquella región. Faltan puentes y hay caminos, como el de Choachí, que debieran desviarse… El inspector halló gran número de habitaciones en esa región. La presencia de ellas es un grave inconveniente, porque las gentes que las ocupan hacen uso de las aguas para todo inclusive para el lavado de la ropa… Con mucha frecuencia los celadores de aguas dan aviso a esta oficina de que han caído en las vertientes bestias y reses y han perecido allí. Como a veces no las pueden sacar inmediatamente por dificultades materiales o por ignorar en dónde han caído, se ensucian las aguas de un modo muy perjudicial para su potabilidad”45.
Aunque en este año se había terminado un acueducto que del río San Cristóbal traía el agua hasta Las Cruces, las minas de cal contaminaban las aguas. El acueducto que llevaba agua a Las Nieves era un caño de piedra, cubierto con lajas sin cementar: “Este caño está a una profundidad de treinta a cincuenta centímetros bajo el suelo y los torrentes que pasan sobre él, llevándose la tierra, dan fácil acceso a toda clase de aguas sucias. Mientras este caño no se haga de sección circular, de ladrillo y cemento exterior e interiormente, como el del Acueducto de San Cristóbal… no dejarán de efectuarse esas infiltraciones.
”El haber dejado construir molinos en El Boquerón es otra causa frecuente de alteración de las aguas. El Señor Ingeniero municipal dice a este respecto que las aguas que van al barrio de Las Nieves se toman abajo del puente de Holguín donde el río ha recibido las aguas lluvias, que han lavado toda la inmundicia del callejón que va para el Molino Inglés, que es un verdadero excusado público, y el patio infecto del molino de El Boquerón”46.
El mismo informe nos muestra el estado de los estanques del acueducto:
“Domina los estanques del acueducto un cerro completamente empedrado de excrementos humanos; tal suciedad infecta las aguas que abajo quedan, tanto en la estación lluviosa como en la seca; en la primera, los aguaceros disuelven la inmundicia y la arrastran a los tanques, cuyo brocal, a causa de poca altura, es insuficiente para cerrar el paso a los impetuosos torrentes que ruedan hacia los tanques… En la estación seca el peligro varía, pero subsiste: las materias fecales, reducidas a polvo, son levantadas por los vientos, que luego las dejan caer sobre las aguas que están descubiertas y que han de abastecer a la ciudad”47.
En otro informe de la misma dirección de Higiene y Salubridad Municipal hay una descripción tétrica del sector comprendido entre las carreras 4.ª y 6.ª de la calle 9.ª, donde las casas disponían de pequeñas acequias en los zaguanes para proveerse de agua.
“En la cuadra 3.ª, de la misma calle el Acueducto pasa por las cocinas, solares y patios donde se encuentran los respectivos cogederos con sus sacramentales ladrillitos, tablitas, cueros o trapos, sobre los que se arrodillan para recoger el agua. Los cogederos en las cocinas son repugnantes, pues casi en todas ellas los pavimentos son de adobes o simplemente de tierra apisonada, lo que se humedecía con el agua que escurre de las vasijas con que las sacan, forman barro mezclado con todas las suciedades imaginables en una cocina de esa clase; desde el esputo de la cocinera, hasta las cáscaras de las legumbres que han servido para aderezar las comidas y las sobras de las mazamorras con que han tenido empleo. En otras, el acueducto pasa a tal profundidad que, para sacar agua de él, hay necesidad de bajar por una escalera o rampa en las mismas condiciones que el cogedero de la cocina; en estos cogederos de rampa o escalera el barro que he descrito para los de las cocinas, vuelve con más seguridad a la corriente del Acueducto con el agregado de la mugre y sudor de los pies descalzos de las maritornes que efectúan la operación.
”En las cuadras 2.ª, 1.ª B y 1.ª A, el acueducto va por la mitad de la calle, cubierto con mal unidas tapas (laja), las cuales, por los intersticios que presentan, dejan penetrar, no sólo todas las inmundicias del arroyo de la calle, sino también los desagües de las letrinas y derramaderos de las casas que limitan la calle por la acera norte”.
La observación del sitio donde se tomaba el agua al acueducto arrojó el siguiente resultado: “Observé que a las orillas del agua había excrementos humanos, de cerdo y de bestias, algunos de los cuales estaban dentro del agua misma… un poco más arriba entra el desagüe de los excusados del convento de Padres Capuchinos…”. Además de las “chozas de gentes pobres, que tienen ovejas, cerdos, burras y gallinas, cuyas deyecciones, junto con la de los habitantes, van a acrecentar el caudal del acueducto municipal…”48.
Resulta sorprendente que la mortalidad debida a las deficiencias del acueducto no hubiera sido mayor. Como ya se mencionó, la presión de la opinión pública hizo que en febrero de 1911 el municipio designara una comisión para discutir su compra. Las negociaciones se prolongaron hasta 1914, cuando finalmente se concretó la operación. Para este año las instalaciones de agua ya pasaban de 6 000, cuando el contrato con la empresa estipulaba que al llegar a ?5 000 ésta revertiría al municipio49.
Una de las primeras medidas de la nueva administración del acueducto fue solicitar la colaboración de la Academia Nacional de Medicina para el urgente saneamiento de todos los mecanismos de distribución del agua y del líquido mismo. La academia se mostró franca y dura en su exposición ante el municipio. Empezaba declarando que, en verdad, Bogotá carecía de acueducto en el sentido justo de la palabra y denunciaba luego cómo “la Administración Pública consintió en el sacrificio de la salud y la vida de los habitantes de la capital de la República”. Más adelante señalaba: “Por lo que hace a la calidad de las aguas, cuanto se diga es poco para ponderar la penosa situación en que se encuentra la ciudad, de admirar es que no la azote mayor número de epidemias, cuando, según informe dado por el Señor Gerente al Alcalde de la ciudad, en notas cuyas copias tuve a la vista, en un mismo día, se hallaron en tres diversas vertientes un burro, una mula y un caballo muertos. ¡Y pensar qué tan tranquilos estamos bebiéndonos esa agua!”50.
Una de las recomendaciones de la Academia de Medicina era que el municipio comprara las hoyas de los ríos vecinos y emprendiera una rápida e intensa campaña de reforestación. La aplicación de esta propuesta va a generar una profunda transformación del paisaje de los cerros capitalinos, pues años después se inició una reforestación con pinos europeos, cambiando su apariencia. La academia también recomendaba con énfasis la construcción de una buena red de alcantarillado. La verdad era que, apenas en 1914, al cabo de años de desastrosa administración privada de una empresa tan vital, la capital colombiana iniciaba la construcción de un auténtico acueducto.
Lo que el municipio de Bogotá adquirió no era más que un mal remedo de acueducto. Por consiguiente, el paso de este servicio de manos privadas a la administración oficial no fue —no podía serlo— una solución inmediata. El primer trabajo de urgencia que emprendió el municipio con todas las limitaciones de sus escasos recursos, fue la reparación de las tuberías que dejó Jimeno, que, según un testigo de la época, “presentaban el aspecto de una coladera”51. Lo más injusto y paradójico de esta situación era que las dificultades financieras que afrontaba el municipio dentro del proceso de modernización y reparación del acueducto se debían en lo esencial a la agobiante deuda de 320 000 pesos que la ciudad había tenido que contraer para comprarle el acueducto a Jimeno, en condiciones altamente ventajosas para él. En vista de esta emergencia, el municipio se vio obligado a tomar la medida más impopular: duplicar las tarifas de acueducto, que, como era de esperarse, causó un tremendo malestar social. A todas estas, el municipio no se había emancipado aún de la forma tradicional y expedita de solucionar estos problemas otorgando concesiones a particulares. Ante la crisis descrita, el municipio concedió a dos empresarios particulares un privilegio de 10 años para establecer un acueducto que utilizara las aguas del chorro de Padilla. La noticia cayó como una bomba en el gremio de los aguateros que se proveían de agua en el célebre chorro para distribuirla en la ciudad. De inmediato dirigieron al Concejo un memorial que decía:
“Los suscritos pertenecientes al gremio de aguadores de la ciudad con el respeto que merece la entidad… nos permitimos manifestarles que… con la resolución del Honorable Concejo se priva a más de cuatrocientas familias del pan que durante muchísimos años han venido ganándose con el trabajo honrado que implica el acarreo del agua de Padilla a las casas particulares… Decimos que nuestros derechos son tradicionales, porque el primitivo poseedor del agua de Padilla quiso darnos a los pobres manera de ganarnos honradamente la vida con el usufructo de tal agua, y ya no hay ley alguna que de ese tradicional legado pueda privarnos. Porque desde tiempo casi inmemorial esa agua es algo nuestro, pues así lo quiso su primitivo dueño… No creemos inútil manifestar a Usted, Señor Presidente, que casi todos los aguadores de la ciudad son inválidos, pues entre nosotros hay ciegos, mancos, lisiados de todas maneras; de modo que nos será imposible ganarnos el pan de nuestras familias en otro trabajo”52.
Tan justa era la protesta de los aguadores que de inmediato generó una revisión del privilegio el cual, en un tiempo relativamente corto (abril de 1917), fue declarado nulo por un fallo judicial.
Otro problema de apreciables dimensiones que hubo de afrontar el municipio respecto al acueducto fue el de la contaminación de las fuentes, ya que los nacimientos de los ríos que las abastecían estaban ubicados dentro de propiedades particulares, lo que impedía a las autoridades municipales ejercer un adecuado control sanitario sobre ellas. Así, a partir de 1918, el municipio inició el proceso de compra de estas propiedades. La primera adquisición fue la de 11 predios situados en las hoyas hidrográficas de los ríos San Francisco, San Agustín y San Cristóbal, por los que el municipio pagó 768 570 pesos. Esto desató un escándalo de grandes proporciones pues el avalúo catastral de dichos predios era de 98 600 pesos53.
Adquiridas estas propiedades, se procedió al desalojo de unas 4 000 personas que allí habitaban. Pero los problemas siguieron. El acueducto no contaba aún con medios técnicos para la purificación de las aguas, que llegaban a su destino final en el mismo estado en que eran tomadas de los ríos. Comenzó a estudiarse el uso del cloro, pero sus costos eran muy altos. Como el problema de insalubridad de las aguas adquirió proporciones alarmantes, se planteó la urgencia de una solución inmediata. En 1920, el director nacional de Higiene envió a la prensa el siguiente comunicado:
“La fiebre tifoidea y la disentería, enfermedades infecciosas cuyo principal origen está en las aguas contaminadas por los gérmenes de ellas, han aumentado en Bogotá y adquirido gran virulencia como lo indica la alta mortalidad que han causado últimamente y que tiene justamente alarmada a la ciudad. Para poner punto final a la causa de estas infecciones, es indispensable y urgente proceder a la purificación de las aguas que se suministran al público”54.
Y rápidamente pasó de las palabras a los hechos, dictando una resolución que obligaba al acueducto a utilizar el cloro líquido para desinfectar las aguas. En acatamiento a esta nueva norma, la empresa instaló casetas proveedoras de cloro en los ríos San Francisco, Arzobispo, Rosales, Chapinero y San Cristóbal. A continuación el municipio contrató a un técnico extranjero de apellido Burke, que había adquirido considerable prestigio por las obras de saneamiento en la zona del Canal de Panamá. En 1916, por resolución del Concejo, se dio inicio a la canalización de los ríos San Francisco y San Agustín55. Dichas obras produjeron considerable beneficio a la salubridad ciudadana pues, desde la Colonia, estos ríos habían sido como grandes cloacas propagadoras de miasmas peligrosos para la salud y la vida humanas y, para estos años, sus caudales ya estaban menguados, dificultando el arrastre de los desechos allí arrojados.
La aplicación del cloro fue un cambio técnico de gran importancia en la modernización de la ciudad. Pero, no obstante sus beneficios en materia de salud, la ignorancia libró una encarnizada batalla contra su empleo. Cuando el acueducto lo empezó a usar, tuvo que hacerlo con el mayor sigilo, previendo una reacción adversa de los usuarios. Empero, el secreto no duró mucho tiempo. Veamos este informe de prensa:
“La ciudad se dio cuenta de que ya el agua que antes ingería con todos 1os gérmenes de la disentería y del tifo, tenían que apurarla ahora químicamente pura, y ante esa tremenda revelación se levantó indignada a reclamar sus queridas bacterias de origen hídrico que diezmaban periódicamente la ciudad, dándole cierto elegante prestigio de metrópoli de la muerte. Nadie supo en el primer cuarto del año la existencia del cloro en el agua. Pero denunciado en los periódicos el resultado de la cloruración, de acuerdo con el análisis, se observó inmediatamente en distintas partes de la ciudad que el agua había tomado un color azul muy sospechoso, que cortaba el jabón y que producía envenenamientos y trastornos terribles”56.
A lo largo de lo que podríamos llamar la batalla del cloro hubo altibajos y retrocesos. Poco a poco aumentaron las dificultades para proveer a la Junta de Saneamiento con los 15 pesos diarios que costaba el cloro. Algunos miembros de la junta, dando ejemplo de civismo y generosidad, aportaron varias veces de su bolsillo estas sumas. Y mientras tanto, seguían las presiones de los consumidores para volver a la peligrosa insalubridad de los años anteriores. La junta recibió un memorial de los vecinos de Chapinero, en que protestaban por recibir aguas cloradas. El presidente de la Junta de Saneamiento les respondió con una carta irónica y urticante, de la cual destacamos estos apartes:
“Tendré el mayor placer en cuanto de mí dependa en contribuir para satisfacer los reclamos de algunos vecinos de Chapinero, pues que si ellos prefieren beber agua cargada de materias fecales sin que sufra ninguna desinfección, debemos respetar su deseo”. La carta pública terminaba diciendo: “Suplico encarecidamente a los señores de Chapinero se sirvan excusar el mal que les hemos causado desinfectándoles las aguas, y contribuyendo así a que en el presente año no se haya presentado la fiebre tifoidea en forma de epidemia”57.
El caso que acabamos de referir no es el único que se podría citar para mostrar que no eran sólo las gentes de bajo grado cultural quienes se oponían al saneamiento de las aguas. Cierto médico llegó a dictar una conferencia pública en la que denunció que el cloro producía impotencia e incitó al auditorio a destruir los mecanismos por medio de los cuales se aplicaba. Pero, repetimos, en estos momentos el cloro perdía la batalla mucho más ante las estrecheces económicas que dificultaban su provisión adecuada que ante la incultura de la gente. En agosto de 1922 el cloro empezó a escasear, lo que se reflejó de inmediato en los análisis químicos de las aguas, que empezaron a mostrar incrementos preocupantes de bacterias patógenas. Aparte de eso, la ciudad volvía a afrontar una aguda escasez de agua. En 1923 había ?9 300 plumas para una demanda mínima de 25 000. La situación no daba espera. La construcción de un gran acueducto era una necesidad apremiante.
Basándose en estudios existentes de entidades extranjeras, se escogió el río San Cristóbal como el más indicado para cubrir las necesidades del momento. En septiembre de 1923 se iniciaron los trabajos para la conducción de las aguas del San Cristóbal hacia Bogotá. El presupuesto de la obra era de 300 000 pesos, incluidos los tanques de Vitelma, la tubería conductora, los dos tanques de almacenamiento de San Diego y los filtros y plantas de purificación que se ubicarían en Vitelma. El director de la obra fue el ingeniero bogotano Hernando Gómez Tanco58. De igual forma se procedió a la reconstrucción del tanque de Chapinero. En rigor puede afirmarse que éste fue el primer acueducto moderno que tuvo Bogotá. Faltando solamente los tanques de San Diego, las obras en Vitelma y San Cristóbal quedaron terminadas en noviembre de 192459. Para las dimensiones de la capital en esa época, la obra era en verdad portentosa.
Las estadísticas de mortalidad por fiebre tifoidea guardan estrecha relación con el uso del cloro. En 1919 y 1920, cuando todavía no se aplicaba, los muertos por fiebre tifoidea fueron, 412 y 411 respectivamente. En 1921, cuando comenzó a utilizarse, las defunciones por la referida causa descendieron a 88. En 1922 hubo 104 y en 1923 se presentaron 130. El problema se agudizó de nuevo en 1924 debido a la escasez de cloro. Se leía entonces en la prensa:
“Desgraciadamente no todas las aguas que se consumen en Bogotá están clorizadas. En los barrios altos existe el acueducto de Belén que, en nuestro concepto, es una de las causas más graves de la propagación de la enfermedad, pues la infección de las aguas de este acueducto es algo pavoroso; son aguas que llevan gran cantidad de deyecciones humanas y animales y, sin temor de que se nos trate de exagerados, podemos decir que lo que allí se entuba es el producto de una alcantarilla… Las aguas de que se abastece el barrio de San Cristóbal tampoco reciben los beneficios de la clorización, pues la distribución para dicho barrio se hace arriba de la caja donde se aplica el cloro. El agua del Chorro de Padilla, que muchas personas consideran axiomáticamente pura, creemos, con fundadas razones, que no ofrece garantía alguna y, por el contrario, constituye un verdadero peligro al que confiadamente se entregan muchas gentes incautas”60.
La escasez de agua, sumada a los problemas higiénicos, fue causa determinante para que la próspera embotelladora Posada Tobón iniciara, con el mayor de los éxitos, el negocio de vender a domicilio agua en impecables condiciones de pureza. El líquido, que se distribuía en botellones de vidrio igualmente asépticos, se convirtió en una dura competencia para el gremio de los aguateros. Decía un testimonio publicado en la prensa en 1924:
“Lo primero que llama la atención en Bogotá es la falta de agua. La mayor parte de los establecimientos públicos y las casas particulares carecen de ella, por lo menos de una manera suficiente. En el verano porque hemos pasado, todos los de la ciudad hemos tenido que sufrir por esta escasez y aun después de las lluvias, todavía falta agua hasta para las casos más urgentes… No se concibe cómo en esta situación se sigue edificando en la capital. Eso es simplemente no pensar en la suerte que va a tocarles a los que habitan las casas nuevas que se construyen… De aquí, pues, que las personas pudientes tengan que usar agua de cristal para evitar contagios… Es increíble que en la capital haya que comprar el agua a una empresa particular para conservar la salud, hasta donde sea posible”61.
No obstante, el impulso modernizador seguía su marcha sobre todos los obstáculos. A finales de 1924 el municipio celebró un contrato con la empresa norteamericana Ulen Company para un ambicioso paquete de obras: ampliación del acueducto, mejoras en la higienización urbana, construcción y dotación del matadero, ampliación de las redes del tranvía, ensanche de plazas de mercado y construcción de nuevas, y realización de un programa de vivienda obrera62.
Cuando la Casa Ulen inició sus trabajos ya estaban concluidos los tanques de Vitelma y de Egipto y la red de tubería alcanzaba una longitud de 170 kilómetros, de los cuales en 1927 ya funcionaban 90. Además se habían instalado 73 hidrantes. Pero, pese a todos estos avances, muy pronto se hizo evidente que los cálculos iniciales se habían quedado cortos ante el crecimiento de la ciudad. Como si esto fuera poco, entre los años de 1927 y 1928 se presentó un verano de inusitada intensidad que determinó drásticos racionamientos de agua. Sostenía la Sociedad Colombiana de Ingenieros en un estudio que realizó en 1928:
“La ciudad crece a diario, no solamente por crecimiento vegetativo de los ciento cincuenta mil habitantes que tenía hace diez años, sino debido a la influencia de un contingente considerable que le viene de las provincias, destinado a establecerse aquí de un modo permanente y distinto al que forma lo que podemos llamar con propiedad la población flotante de Bogotá. A tiempo que esto sucede, una gran masa de población que de un vivir modesto, y más que modesto, indigente a veces, asciende económica y socialmente a otras esferas de mayor consumo, de más refinamiento, trae consigo como una de las manifestaciones primeras e ineludibles del progreso la necesidad de un consumo de agua por cabeza de habitante mayor que en los años anteriores. De modo pues que la provisión de agua necesita ser mayor, primero porque la población aumenta, y aumenta con una rapidez superior a la ley del crecimiento espontáneo, y segundo porque las necesidades de un ciudadano actual no son las mismas que las de un ciudadano hace veinte años”63.
La década de los veinte terminó sin una solución cabal para el abastecimiento de agua en Bogotá, aunque, hacia el final, se llegó a la conclusión de que era indispensable recurrir cuanto antes a fuentes distintas de los ríos tradicionales. El resultado de los estudios fue claro: traer las aguas del río Tunjuelito y construir un embalse en el Neusa para conducir las aguas hacia la capital por medio de tuberías. Aunque el primero de los proyectos se consideró como el más viable, era claro que no alcanzaría a solucionar el problema por sí solo. En consecuencia, no podía desecharse el del Neusa.
Al empezar la cuarta década del siglo, cuando Bogotá ya empezaba a superar los 300 000 habitantes, seguía padeciendo por falta de agua. Además, como los usuarios pagaban un canon mensual fijo por el servicio, cualquiera que fuese el consumo, había mucho despilfarro. Alarmado, el municipio comenzó rápidamente la instalación de contadores y el cobro por consumo. Entonces, ocurrió lo que se esperaba. En 1930, al instalarse los primeros 600 contadores, el gasto de agua en estas casas se redujo en 70 por ciento64. Este control al desperdicio era una medida benéfica pero no decisiva. El problema consistía esencialmente en que el acueducto estaba diseñado para una ciudad estática, y Bogotá crecía a un ritmo que superaba todas las previsiones.
La solución vino cuando el gobierno nacional, por conducto del presidente Enrique Olaya Herrera, decidió terciar en el asunto, entrando como socio del municipio para la construcción del gran acueducto que la ciudad necesitaba. El municipio y el Ministerio de Obras Públicas firmaron un contrato en virtud del cual el municipio aportaría dos millones de pesos y la nación uno con destino a esta obra. También se estipulaba que, una vez concluida la construcción del acueducto, éste pasaría a manos del municipio65. En noviembre de 1933 el técnico norteamericano Geo Bunker, contratado por el Ministerio de Obras Públicas para realizar un estudio previo, entregó sus conclusiones, favorables al proyecto de represamiento del río Tunjuelo. La obra era colosal para la época y para Bogotá: constaba de una represa situada a 3 000 metros de altura, con un terraplén de 34 metros de alto y 360 de longitud para almacenar cuatro millones de metros cúbicos de agua. Además, se construyó un sistema de conducción de 24 kilómetros hasta el alto de Vitelma y una planta de tratamiento convencional66.
La represa se contrató con Sanders Eng. Corp., que comenzó trabajos en abril de 1934. De la conducción se encargó a la Lock Joint Pipe Co., a precios unitarios fijos, modalidad nueva en el país, y sus obras se iniciaron en octubre de 1935. La planta corrió por cuenta de Lobo Guerrero y Santa María. La construcción de la presa presentó algunas dificultades, entre ellas la carencia de operarios locales para manejar las palas excavadoras, lo cual hizo necesario traerlos del exterior. Las demoras en los trabajos obligaron al ministerio a asumir la dirección de la obra y la concluyó directamente en enero de 1938. Como la demanda de agua había crecido mientras las obras se desarrollaban y la tubería de conducción ya estaba terminada, se decidió despachar aguas del Tunjuelo por esta última. Dado que el líquido se captó directamente del río, llegó a las obras en construcción de Vitelma cargado de arena y así pasó a la red de distribución, siendo causa, por muchos años, de trabas en los medidores67.
Paralelamente a la construcción del acueducto de Vitelma y con la asesoría científica de un técnico extranjero se empezaron a poner en marcha los mecanismos de purificación del agua, avance ciertamente trascendental en el campo de la salubridad ciudadana. El gran día fue el domingo 25 de septiembre de 1938, cuando la planta de Vitelma empezó a enviar diariamente a la ciudad 50 000 metros cúbicos de agua filtrada y purificada que, según los cánones de consumo por habitante vigentes en la época, alcanzaban para el abastecimiento de hasta 400 000 personas. En ese momento se contaba con 24 000 instalaciones y 8 500 contadores. Finalizando 1938, se inició la conexión de tubería entre Vitelma y el tanque de San Diego para abastecer cabalmente de agua al norte de la ciudad68.
Pese a tales avances, los veranos siguieron determinando agudas escaseces de agua en la capital. Por otra parte, aunque construido con las mejores especificaciones técnicas, el acueducto de Vitelma resultó muy pronto insuficiente para cubrir las necesidades generadas por el vertiginoso crecimiento de Bogotá.
La puesta en funcionamiento de Vitelma implicó la decisión inaplazable de extender de manera considerable la red de tuberías. En año y medio se tendieron 100 kilómetros de tubos. Pero los problemas iban a la par con los progresos. En numerosos sectores de la ciudad continuaba dándose un desperdicio irresponsable de agua debido a la falta de contadores. Por otro lado, el consumo aumenta al empezar a calar en Bogotá el hábito del baño diario, debido en parte a las campañas en tal sentido, similares a las que en los años veinte exhortaban a las gentes a lavarse el cuerpo siquiera una vez por semana69. Y, pese a los avances, el acueducto seguía sometido a los vaivenes del tiempo. Por ejemplo, a principios de 1945 hubo un verano tan severo, que la escasez de agua obligó a tomar medidas tan drásticas como el cierre de colegios.
Las dificultades que implicó la segunda guerra mundial para el abastecimiento de las sustancias químicas necesarias en la purificación del agua, se constituyeron en acicate para la industria nacional. En mayo de 1942 se asociaron la Empresa de Acueducto y el Instituto de Fomento Industrial para crear la Compañía Nacional de Cloro, cuya planta se estableció al lado de Vitelma. En corto tiempo la producción de esta nueva fábrica fue tan satisfactoria que cubrió sin problemas la demanda nacional. Desafortunadamente, a la vez que se solucionaba la crisis del cloro, continuaba vigente la de tuberías y contadores por el atraso de la industria metalmecánica nacional. Aún en 1945, de 42 000 instalaciones que abastecía la Empresa de Acueducto, sólo 26 000 contaban con contadores70.
El municipio seguía afrontando dificultades tremendas para dar una solución de fondo al problema del agua. El hecho escueto era que la solución costaba aproximadamente 10 millones de pesos que, en números redondos, equivalían al doble del presupuesto municipal. Sin embargo, ante la evidencia de que el suministro de agua comenzaría a tornarse crítico a partir de 1947, en 1945 se tomaron las primeras medidas. Se empezaron las gestiones para adquirir la hacienda El Hato, a fin de construir el embalse de Chisacá; se emprendió un activo programa de reforestación en las cabeceras de los ríos San Francisco, San Cristóbal, Arzobispo, Los Rosales, etc., y se diligenció la adquisición de toda la hoya del río Tunjuelo, en una extensión de 25 000 hectáreas71.
Aunque las lluvias de abril de 1945 desactivaron la emergencia que se avecinaba, por iniciativa de Francisco Wiesner se decidió crear en la Empresa de Acueducto una sección que se encargara de adelantar la construcción de un nuevo embalse en el río Tunjuelo, para lo cual se contaba con los planos elaborados por un técnico norteamericano72.
Pero, con la convicción de que este proyecto sólo solucionaría el problema por unos años, en 1945 se inició un programa de investigación a largo plazo sobre los recursos de agua en la región, como medida previa para poder tomar decisiones y disponer de elementos de juicio definitivos. Esto era de gran importancia, porque los estudios sobre aforos ?mínimos y máximos de los ríos sólo se pueden obtener después de décadas de observaciones. Con este fin se recogieron los equipos hidrológicos disponibles en el país; se obtuvo el traspaso de las estaciones que había establecido la comisión del río Bogotá del antiguo Ministerio de Economía; se recopiló y ordenó toda la información precedente, y se extendió el área de las investigaciones no sólo a toda la sabana sino también a las hoyas adyacentes73.
Las negociaciones de El Hato se terminaron en 1947; la presa se inició en 1948 y se concluyó en 1951. Con el embalse de Chisacá y las nuevas tuberías de conducción a Vitelma, de nuevo se logró solucionar el problema del abasto del agua por unos años más.
No hay duda de que las sucesivas mejoras que a lo largo del siglo xx se fueron introduciendo en el abastecimiento de agua tuvieron una incidencia muy positiva en la salud de los bogotanos. La canalización de los ríos, la desinfección de las aguas por medio del cloro y las ampliaciones de los alcantarillados, fueron los principales factores determinantes del descenso radical de la mortalidad causada por el consumo de aguas contaminadas, como se observa en el siguiente cuadro. Además, como consecuencia directa de estas novedades técnicas, por primera vez en la historia demográfica de la ciudad los nacidos comenzaron a ser más que los muertos: se reducía la mortalidad infantil, el grupo poblacional más afectado por las pésimas condiciones higiénicas de la ciudad.
Muertes por fiebre tifoideaAño | |
1905 | 672 por cada 100 000 habitantes |
1920 | 260 por cada 100 000 habitantes |
1921 | 55 por cada 100 000 habitantes |
1924 | 12 por cada 100 000 habitantes |
Fuente: El Tiempo, 5 de mayo de 1950. Citado por Vargas, Julián y Zambrano, Fabio, op. cit., pág. 47.
La fuerte expansión urbana de los cuarenta y cincuenta obligó a la Empresa de Acueducto a buscar nuevas fuentes de provisión de agua. Para 1946 ya se estaban estudiando el Sisga y el Neusa. En 1948 la Caja Agraria puso en licitación la construcción del embalse del primero, obra que se inició en enero de 1949. Por su parte, en diciembre de 1948, el Banco de la República comenzó a construir la represa del Neusa, y en julio de 1950 el municipio pactó con el banco la compra de dicha obra. Se calculaba que con estas dos obras Bogotá aseguraría su provisión de agua hasta 198574. Pero, la realidad no tardaría en volver a demostrar que tales proyecciones se quedaban cortas otra vez.
La demanda seguía creciendo en forma acelerada y no daba tregua. Un fuerte verano en 1950 produjo una aguda escasez. Aunque la nueva represa de Chisacá se hallaba en proceso de construcción, ya se sabía que, una vez entrara en operación, no alcanzaría a satisfacer el total de la demanda. En mayo de 1952 se inauguró la represa del Neusa y las esperanzas de los bogotanos renacieron. Sin embargo, la triste realidad era que la capital seguía quedándose sin agua en verano75.
En abril de 1955, se inauguró la primera etapa del acueducto de Tibitó que, no obstante, sólo entró a operar años después. En 1955 la situación era crítica: la capital se acercaba al millón de habitantes y un 40 por ciento de la población carecía del servicio de acueducto76.
Tibitó era entonces la gran esperanza, en momentos en que aún había sectores de la ciudad donde el agua se transportaba a lomo de jumento. Para complicar más la situación, los costos financieros de Tibitó se elevaron de manera excesiva al pasar el cambio de 2,51 pesos por dólar a 6,03 pesos en 1957, y a 7,69 pesos en 1959. No obstante, los esfuerzos culminaron en el inicio de las operaciones de Tibitó, al conmemorarse el 6 de agosto de 1959 el aniversario 421 de la fundación de Bogotá77. Según las previsiones del momento, el acueducto de Tibitó debería solucionar el problema del agua en la capital por los 15 años siguientes.
Por otro lado, desde 1955, cuando se constituyó la Empresa de Acueducto y Alcantarillado, se había visto la necesidad de dotar a la ciudad con un moderno servicio de drenaje. Por ello se hizo levantar —por primera vez en su historia— un plano topográfico de la ciudad hasta el río Bogotá. Este plano permitió diseñar el denominado Plan Maestro de Alcantarillado, que, dada su complejidad, hubo que desarrollar en varias etapas y sólo vino a consolidarse en 1967, cuando el cabildo municipal dispuso cobrar por valorización las obras ejecutadas según el plan78.
ENERGÍA ELÉCTRICA
El siglo xix dejó como herencia una ciudad a oscuras. La iluminación nocturna no era un servicio extendido. En las calles, cuando no había luna, se corría el riesgo de caer en uno de los muchos huecos existentes por el mal estado del empedrado, o en una de las apestosas acequias que corrían por ellas. En 1861 un viajero comentaba en tono burlesco que “en esta Atenas de Suramérica sólo encienden 7 faroles públicos en memoria y reverencia de los 7 sabios de Grecia”. Para 1868, gracias a la importación de aceite de petróleo ya funcionaban 20 faroles, a todas luces insuficientes79. A finales del siglo xix coexistían los faroles de velas de sebo, de reverbero, de petróleo y de gas.
A mediados de los ochenta, la noticia de la energía eléctrica entusiasmó a los bogotanos, que por fin veían cercana la solución al problema. De manera optimista, la prensa capitalina anunciaba que “una sola luz puesta en la mitad de la Plaza de Bolívar hará que se pueda leer un periódico en toda la extensión de ella”80.
En 1889, luego de dos intentos, se creó The Bogotá Electric Light Co. Pero, las dificultades técnicas y financieras provocaron su crisis y fueron causa de que la capital llegara al siglo xx sin alumbrado público. Al liquidarse la citada compañía, los hermanos Samper fundaron otra, más sólida, que se llamó Samper Brush y Compañía. Esta empresa ofreció suministro de fluido eléctrico al público pero fue muy cautelosa en cuanto a la posibilidad de negociar con los gobiernos nacional y municipal, pues la experiencia de los empresarios anteriores, que habían llegado a la bancarrota debido en buena parte al incumplimiento de los pagos por parte del Estado, estaba aún muy fresca. En cambio, la empresa de los Samper encontró una excelente demanda por parte de industrias, talleres y casas particulares. Para dar un ejemplo de la forma como creció el consumo privado de energía baste recordar que para 1905 había 10 000 focos solamente en residencias particulares81. En contraste con la creciente iluminación doméstica, las calles continuaban en tinieblas. Era claro que la empresa privada prestaba el servicio a los usuarios que podían pagar por él, cosa que el municipio aun no podía hacer.
En 1906 comenzó a vislumbrarse alguna esperanza, gracias a los contactos que se dieron entre el municipio y la Empresa de Energía Eléctrica. En 1908 se inauguró el alumbrado de la Calle de la Carrera. Más tarde, para las fiestas centenarias de 1910, la empresa hizo a la ciudad un espléndido aporte, iluminando por su cuenta durante esos días la Plaza de Bolívar, el Parque de Santander, el Parque de San Diego, el Bosque de la Independencia y la avenida Colón82. Pasadas las fiestas, se retiraron las bombillas y la ciudad volvió a la oscuridad. Decía al respecto un cronista:
“El único paseo nocturno de la Capital ha quedado en sombras. Cada quince días lo alumbrarán las pálidas bujías de la luna. Pasa el Centenario y con él pasaron las pocas reformas que hubieran podido beneficiar a Bogotá. El Bosque ha quedado también a oscuras. En este país ¿quién no está a oscuras? Esto revela que los honorables señores del Concejo Municipal no han hecho arreglo alguno con la Compañía de Energía Eléctrica, tendiente a conservar siquiera el poco alumbrado que quedó de las fiestas patrias… Se apagaron los focos y no los sustituyeron ni con velas de sebo”83. Pero el consumo privado seguía creciendo; en septiembre de 1909 llegaba a 22 167 focos y 82 motores con 261 caballos84.
Mal podríamos caer en la torpe generalización de afirmar que los servicios públicos en manos privadas son fatal e inevitablemente malos. Bastaría para probarlo el ostensible contraste entre el comportamiento del acueducto bajo la inescrupulosa y ávida dirección del señor Jimeno y el de la energía eléctrica. Mientras el primero manejó durante largos años el acueducto con un desaforado criterio de lucro personal, negándose a modernizarlo y a sanear las aguas, los Samper le imprimieron a su empresa una orientación de servicio a la comunidad, que en ningún momento fue obstáculo para que sus propietarios obtuvieran utilidades. El contraste resulta aún más doloroso si se tiene en cuenta que un mal servicio de energía eléctrica retarda el progreso e incomoda a las gentes pero no atenta contra su vida y su salud, como sí ocurre cuando un acueducto distribuye aguas sucias y contaminadas con toda suerte de microbios y bacilos letales.
Después de largas negociaciones entre el municipio y la Empresa de Energía Eléctrica, se llegó a un acuerdo definitivo para la instalación del alumbrado público en la ciudad. Los bogotanos, como era lógico, se acostumbraron muy rápidamente a sus beneficios hasta el punto de que el primer apagón, que ocurrió el 12 de agosto de 1918 y duró seis horas, se convirtió en noticia:
“La luna alumbró la ciudad hasta las diez de la noche y a esa hora la oscuridad fue completa; en las calles, a distancia de un metro, escasamente se distinguían los bultos de las personas… A las diez y media de la noche se veían por las calles grupos de familias que iban para sus casas alumbrándose con lámparas, velas o faroles, escenas que nos hicieron recordar las noches de la Colonia… A las once y media de la noche, puede decirse que la ciudad estaba completamente desierta… La policía fue sacada íntegra a vigilar las calles, y en las partes centrales de la ciudad se colocaron agentes cada media cuadra… No obstante todas estas precauciones, los rateros hicieron su agosto, sobre todo en las partes extremas de la ciudad… Puede decirse que si la falta de luz se prolonga unas horas más, los ladrones se habían apoderado por lo menos de media ciudad…”85.
En el mes de noviembre del mismo año se repitió el apagón. La ciudad quedó totalmente en tinieblas y hubo necesidad de intensificar al máximo la vigilancia policiva para impedir la jugosa cosecha que se proponían recoger los delincuentes al amparo de la oscuridad86.
En abril de 1920 la creciente demanda de fluido eléctrico fue exigiendo a la empresa más ensanches y ampliaciones. En consecuencia, la compañía dio a los bogotanos la mala noticia de la duplicación de las tarifas a partir del l.o de junio. La prensa lo informó así:
“La ciudad entera recibirá un duro golpe con esta noticia, que duplica de una vez el precio de uno de los elementos indispensables; no hay casi en la ciudad casas o tiendas que no tengan servicios de luz, y son innumerables las que tienen sólo uno o dos focos indispensables, límite de los recursos de quienes de ella se sirven. El que tal cosa vaya a costar sumas tan fuertes para el pueblo, es algo que no puede mirarse con indiferencia”.
Según la prensa, en Bogotá se pagaba el servicio de energía más caro del país. Según la misma fuente, esto se debía a la falta de competencia, a la existencia de una sola compañía.
“El total de lámparas en 1918 era de 63 512, creciendo en dos años a 70 000. Pues bien, según esos datos, el aumento de que hablamos implica para la ciudad un gasto nuevo de cuatrocientos veinte mil pesos oro en el año, cifra crecidísima, que se quiere sacar no a tal o cual empresa o compañía poderosa, sino a los habitantes todos de Bogotá, en su inmensa mayoría pobres y necesitados. El municipio no más paga al año por servicio de luz alrededor de cuarenta mil pesos oro. Tendría que pagar ochenta mil, cosa imposible para sus convalecientes finanzas”87.
La prensa se entregó a la tarea de investigar las finanzas de la empresa y muy pronto informó acerca de los rendimientos de la misma, los cuales fueron en 1904 del 4,37 por ciento, en 1906 del 9,60 por ciento, en 1909 también del 9,60 por ciento, en 1913 del 14,4 por ciento, en 1916 del 16,8 por ciento y en 1918 del 18 por ciento. Continuaba el informe:
“Y en 1919, según el informe del Gerente el dividendo debía ser del 21 por ciento sobre el capital pagado. El año que terminó el 20 de junio de 1919, le reportó ingresos a la Compañía por $539 723, teniendo una utilidad líquida de $411 359 de los cuales se destinaban $230 400 para dividendos, fondo de reservas $48 000 y para la cuenta de utilidades sin distribuir $113 081”.
En el informe del gerente de 1918 se argumentaba que de los fondos de utilidades sin distribuir se podía atender los gastos de ampliación de las instalaciones generadoras de electricidad. En total, en 1920, la empresa contaba con 850 000 pesos oro en caja, sumando las cuentas del fondo de reserva y las utilidades sin repartir.
Con estos argumentos, la prensa inició una campaña para evitar el alza de las tarifas, identificando este servicio como de primera necesidad y como asunto de interés público. Se recordaba el caso del boicoteo al tranvía, en el que los señores Samper, propietarios de la compañía, tuvieron una participación decisiva. La prensa invitaba a los bogotanos a que, con profundo respeto y con toda serenidad, prescindieran de un servicio cuyo costo no estaba justificado y organizaran la defensa de sus intereses.
La impopularidad del alza de tarifas eléctricas alcanzó dimensiones insospechadas. Los periódicos conminaron a la empresa para que justificara públicamente con cifras y argumentos la duplicación de las tarifas, pero sus directores, en una actitud insólita, se negaron a hacerlo. El 17 de abril se habían recogido 8 000 firmas para respaldar un memorial que dirigió la ciudadanía al Ministerio de Obras Públicas en el que se denunciaba a la empresa como un monopolio arbitrario que escapaba sistemáticamente al control del Estado. Este movimiento de opinión tuvo efectos positivos: el 19 de abril los directores de la Empresa de Energía se dirigieron al Concejo Municipal para anunciarle su propósito de diferir el alza. En la misma comunicación se le planteaba al cabildo la posibilidad de entrar a negociar la adquisición de la compañía por parte del municipio. El Concejo discutió ampliamente esta opción, pero era evidente que en estos momentos el municipio carecía de los recursos necesarios para comprar una empresa tan costosa y organizada. Algunos concejales arguyeron que la empresa estaba utilizando el fantasma de las alzas como presión para lograr su venta al municipio en condiciones ventajosas88.
En estas circunstancias, es comprensible el beneplácito con que la ciudadanía recibió la noticia de la fundación de una nueva empresa que entraba a competir con la de los Samper. Se trataba de la Compañía Nacional de Electricidad, constituida oficialmente el 23 de abril de 1920 por su promotor y fundador José Domingo Dávila. A finales de 1920, esta entidad solicitó al Concejo un privilegio para la instalación de cables aéreos destinados a la transmisión de energía. Por el acuerdo del 21 de septiembre de 1921, el cabildo determinó:
“El permiso para hacer uso de la vía aérea se ajustará a las siguientes restricciones:
”a) Para esta vía se hará uso de preferencia, de los muros o aleros de los edificios y de las casas, previo permiso de los dueños, evitando en todo caso, la colocación de postes de madera.
”b) Cuando haya necesidad de hacer uso de postes, se preferirán los metálicos, y se colocarán de manera que no constituyan un inconveniente para el tráfico ni un peligro para los transeúntes”89.
En 1922 la Empresa del Tranvía duplicó su capacidad de generación eléctrica al instalar una nueva planta capaz de producir 500 kilovatios, que, sumados a los 500 que hasta entonces se generaban, permitieron a la compañía contar con un excedente para futuros ensanches. Pero como en ese momento y en un futuro cercano la empresa no necesitaba disponer del mencionado sobrante, tomó la decisión de instalar un servicio de iluminación en la carrera 7.a, que fue inaugurado el 22 de marzo de 1923. La prensa dio cuenta del acontecimiento con pompa y exageración un poquitín provincianas, explicables si se piensa que por primera vez la principal arteria bogotana contaba con una auténtica iluminación:
“Anoche se inauguró el alumbrado que suministra la planta eléctrica del tranvía a la carrera 7.a, desde el Parque San Diego hasta San Agustín… El espectáculo que presentaban anoche la Avenida de la República y la Calle Real era admirable. Por la primera vez tuvo la principal arteria bogotana un alumbrado digno de una capital y salió de esa penumbra que le daba un aire de honda tristeza y que era lo que más penosa impresión causaba al extranjero que nos visitaba. Hoy tenemos un derroche de luz, que presta animación a las calles y pone un toque de alegría en todos los semblantes, y puede Bogotá, en esa gran arteria, resistir la comparación, con las ciudades mejores iluminadas”90.
Y se dio aquí otro caso, tan inconcebible como verdadero, de la eterna pugna entre el atraso y el progreso. Algunos vecinos de la carrera 7.ª se negaron en principio a permitir la colocación, en las fachadas de sus casas, de ganchos metálicos para sostener las cuerdas de las que pendían los focos en la mitad de la calle.
En cuanto a las empresas de energía eléctrica, la nueva Compañía Nacional de Electricidad había dado ya el primer paso al comprar, en noviembre de 1921, la caída de agua del Salto de Tequendama, sitio donde se iría a montar la hidroeléctrica. No obstante, la suscripción de acciones no se dio en los volúmenes esperados, y los fundadores no estaban en condiciones económicas de financiar las obras necesarias. Entre tanto, la Compañía de Energía Eléctrica continuaba los planes de ampliación de su capacidad generadora. El 14 de abril de 1923 inauguraba una termoeléctrica en El Charquito, con una capacidad de 4 500 kilovatios, lo cual sobrepasaba a la generación hidroeléctrica que era de 3 635 kilovatios. La termoeléctrica, instalada a un costo de 700 000 dólares, tenía por objeto servir de reserva en los meses de verano, cuando el caudal del río Bogotá se mermaba a un delgado hilo de agua incapaz de mover las turbinas. Pero, los costos de generación de la termoeléctrica casi triplicaban los de la hidroeléctrica, pues la empresa tenía que transportar el carbón que ella misma explotaba91. La solución ideada fue instalar una sexta unidad hidroeléctrica de 2 200 kilovatios, a finales de 1924, con lo cual la unidad térmica sólo quedó para las emergencias, pues las hidroeléctricas generaban la potencia necesaria, incluso en verano. Así las cosas, la decisión de correr con los gastos tan altos de instalar la planta térmica, no fue muy afortunada, máxime si se tiene en cuenta que la Compañía de Energía financiaba estas ampliaciones con sus propios recursos, ciertamente altos, pero no infinitos. De todas formas, esta nueva instalación le permitía a la Compañía de Energía estar mejor preparada ante la competencia de la recién fundada Compañía Nacional92.
Esta empresa, aprovechando las facilidades crediticias que se ofrecían en el mercado de capitales extranjeros, logró créditos a corto plazo para comprar la maquinaria y los equipos de su primera planta en el Salto de Tequendama. Desde 1923 las escaramuzas entre las dos entidades no faltaron. La Compañía Nacional pretendía tomar el agua río arriba, detrás de la pequeña represa de Alicachín, propiedad de la Compañía de Energía, la cual procedió a cerrar las compuertas. Un entendimiento al respecto le permitió a la Compañía Nacional entrar, a fines de 1924, a prestar el servicio de energía al público. Pero en ese momento la Compañía de Energía estaba en capacidad de ofrecer fluido eléctrico con tarifas más bajas que la competencia.
Por otra parte, el municipio había autorizado a la Compañía de Energía a instalar postes, teniendo la Compañía Nacional que ingeniárselas, solicitando permiso a los propietarios de casas para colocar los cables por los tejados y las tapias. Las cosas no parecían fáciles para la Compañía Nacional que, después de instalar sus dos primeras unidades generadoras, tenía serios problemas técnicos con la tercera y con la red de conducción. En cambio, la Compañía de Energía estaba en capacidad de aprovechar la experiencia técnica de dos décadas de funcionamiento.
El segundo quinquenio de la década vivió la áspera competencia en que entraron la empresa de los Samper y la Compañía Nacional de Electricidad. Después de grandes esfuerzos, esta última logró empezar a proveer de energía a la capital, iniciando la prestación de servicios el 6 de agosto de 192593. Vino entonces una auténtica guerra entre las dos compañías durante la cual se presentaron peligrosas competencias de tarifas. A todas estas, algunos capitalistas extranjeros empezaron a poner sus ojos codiciosos en las dos empresas, cuya guerra sin cuartel les indicaba que el negocio de suministro eléctrico en la capital de Colombia debía ser bueno. Por ese motivo, los dirigentes de las dos empresas iniciaron conversaciones encaminadas a lograr la fusión. Sin embargo, los contactos fracasaron y las autoridades municipales y el Concejo llegaron a la conclusión de que el único camino era la compra de las dos empresas por el municipio. Mediante un acuerdo de 1926, el cabildo nombró una comisión para realizar las diligencias de compra y para gestionar el correspondiente empréstito. Finalmente el municipio adquirió 121 000 de las 240 000 acciones de la Compañía de Energía Eléctrica a 12,40 pesos cada una. La Compañía Nacional de Electricidad fue adquirida en su totalidad por el municipio a un precio de 1 737 000 pesos. Las dos empresas quedaron convertidas en la que se llamó Empresas Unidas de Energía Eléctrica, con un capital de 4 713 000 pesos. El municipio consiguió un préstamo favorable con banqueros de Nueva York, y en 1927 obtuvo la propiedad del 50,55 por ciento de las acciones de la nueva empresa unificada. Los particulares quedaron con el 49,45 por ciento. La capacidad generadora de la nueva empresa era en ese momento suficiente para las necesidades de la ciudad94.
Al principio de la década de los treinta la situación de las Empresas Unidas de Energía Eléctrica era un tanto paradójica, puesto que el municipio, socio mayoritario, sólo ponía dos de los cinco miembros de la junta directiva. Los otros dos eran nombrados por los accionistas privados y el quinto escogido por el municipio de una terna que le pasaban los socios privados. Otro aspecto digno de señalarse es que, desde finales de la década anterior, inversionistas norteamericanos mostraron interés en comprar acciones a los socios privados por considerar que la empresa era solvente y estable. La prensa comentó con alarma esta situación y el cabildo nombró una comisión de concejales para estudiar a fondo la situación financiera de las Empresas Unidas. Grande fue la sorpresa en todos los sectores de la opinión cuando la comisión hizo pública su recomendación de vender las 475 500 acciones que el municipio poseía. Lo que más desconcertó a los bogotanos fue la evidente contradicción entre esta iniciativa y los esfuerzos que desde los tiempos del tranvía estaba haciendo el municipio, con buenos resultados, por estatizar las empresas de servicios públicos. Extrañamente, cuando se conocieron las recomendaciones de la comisión se desmintieron las versiones en el sentido de que los inversionistas extranjeros ya habían adquirido acciones de las Empresas Unidas95.
La nueva entidad mixta venía trabajando y ensanchando sus instalaciones y servicios con éxito notable. Por lo tanto, no es coincidencial que fuera el año de 1931, cuando la empresa mostraba una notable solidez, el momento en que los extranjeros manifestaron su mayor deseo de hacerse al dominio de la entidad. Pero como llegó un momento en que la controversia sobre la venta de las acciones se tornó crítica, el Concejo decidió apelar al juicio del presidente Olaya Herrera sobre la posibilidad de efectuar la transacción. El presidente del Concejo relató posteriormente para la prensa la entrevista con Olaya:
“Piensa el Señor Presidente de la República que dada nuestra actual situación, de especial penuria para las clases obreras, la venida de una fuerte y respetable empresa que al comprar los derechos del municipio se comprometiera a invertir una suma no menor de seis a ocho millones de dólares en ensanches de la obra, mejoraría de una manera muy eficaz esa situación y contribuiría a aumentar ahora la riqueza del país. El Señor Presidente después de extenderse en otras consideraciones generales nos aconsejó tantear la posibilidad de un negocio en buenas condiciones para el municipio…”96.
Felizmente, después de que el Concejo se mostró dispuesto a escuchar propuestas sobre la compra de acciones por parte de los norteamericanos, la iniciativa no llegó a cristalizar, en buena parte por las serias dificultades que, como consecuencia de la crisis, atravesaba en esos momentos el capital norteamericano.
Entre tanto, Bogotá crecía, y con ella las Empresas Unidas, que de 23 392 000 kilovatios-hora generados en 1928 había pasado en 1934 a 43 517 000 y en 1936 a 52 926 000. Con la mayor puntualidad la entidad pagaba sus 4 centavos mensuales por acción, lo cual permitió al municipio cubrir en forma satisfactoria el servicio de la deuda que había contraído para adquirir el paquete de acciones que ahora poseía. Además, un inteligente y cauteloso manejo financiero de la empresa le había permitido realizar sin mayores dificultades los sucesivos ensanches que la demanda fue haciendo necesarios97.
Los buenos resultados de la empresa mixta le permitieron efectuar en 1932 importantes rebajas en las tarifas, especialmente en los barrios obreros. No obstante, dichas rebajas no alcanzaron a estimular en alto grado la utilización de estufas eléctricas y otros electrodomésticos, en parte debido al temor de las gentes de incrementar costos, y en parte a un criterio excesivamente conservador. Estos factores prolongaron la vida de las cocinas de carbón, al tiempo que retrasaron considerablemente el uso de refrigeradores domésticos.
A pesar de su buena administración y sus progresos, en 1937 la empresa mixta se vio rezagada frente al crecimiento de la demanda. Esto obligó a muchos industriales a instalar sus propias plantas generadoras, lo cual perjudicó a las Empresas Unidas, que más tarde se vieron en aprietos para recuperar dichos usuarios. Era, pues, urgente emprender cuanto antes nuevas ampliaciones, para lo cual se pensó en el embalse del Muña. El costo del embalse, las nuevas unidades generadoras y su instalación costaban tres millones de pesos. Para arbitrar esa suma, el cabildo autorizó al municipio a comprar bonos emitidos por las Empresas Unidas con objeto de financiar las ampliaciones. Las obras fueron iniciadas de inmediato98.
Con la terminación de las obras de la represa del Muña, las Empresas Unidas de Energía Eléctrica tenían la seguridad de atender para finales de 1943 las numerosas solicitudes de abastecimiento eléctrico que había pendientes, particularmente del sector industrial. El nuevo embalse estaba diseñado para una capacidad de 20 000 kilovatios. Esta considerable inversión fue posible gracias a dos emisiones de bonos que se colocaron en el mercado de Bogotá y también a créditos que se obtuvieron sin dificultad debido a la solvencia de las Empresas Unidas y al conocimiento que se tenía de su impecable solidez financiera, reflejados en sus magníficas utilidades. Como un ejemplo, en 1942 las ganancias de la empresa se aproximaron a un millón de pesos, cifra que la ubicó como la número uno de la capital. La imposibilidad de importar bombillas, por efectos de la segunda guerra, representó una seria dificultad e implicó una reducción en el consumo doméstico. En vista de ello, Empresas Unidas redujo las tarifas residenciales. Pero, pese a todo ello, el consumo eléctrico crecía. En septiembre de 1943 había un total de 44 288 cuentas de consumo, en tanto que en el mismo mes del año de 1944 el número ascendió a 47 174, representando un crecimiento del 6,12 por ciento. Los consumidores del “servicio de calefacción” —cocinas y calentadores de agua— pasaron de 8 a 963 en el mismo lapso. La demanda total aumentó de 18 650 kilovatios a 21 400 entre 1943 y 1944, o sea, un apreciable incremento del 14,7 por ciento en un año99.
En los nueve años anteriores a 1943, el crecimiento del consumo había sido del 9 por ciento anual, y ya se calculaba que en los años de la posguerra dicho crecimiento podía llegar al 15 por ciento anual. Frente a estas tasas de crecimiento, las necesidades de programas de expansión de la capacidad instalada eran urgentes. En 1944 se calculaba que para 1950 la demanda iba a llegar a 34 500 kilovatios y para satisfacerlo se necesitaban inversiones del orden de 16 millones y medio de pesos, cifra equivalente a unas dos veces el presupuesto del municipio en 1944100.
Hacia 1944 las autoridades de Bogotá iniciaron contactos con los accionistas privados de las Empresas Unidas, con objeto de ir buscando la forma de adquirir sus acciones, lo cual equivaldría a la total municipalización de la entidad. A finales de 1946 se suscribió un contrato por el cual el municipio quedaba con la opción de adquirir en cualquier momento la parte de los accionistas privados101.
Concluida la guerra, el consumo de energía de Bogotá se disparó. En 1946 superó al del año anterior en un 16,5 por ciento. Este aumento estaba llevando a la entidad a una saturación de la capacidad instalada, por lo cual Empresas Unidas se vio obligada a restringir los compromisos para nuevas conexiones de cocinas y calentadores de agua eléctricos. No obstante, cabe anotar que en 1944 sólo el 2 por ciento de los suscriptores poseían estufas y calentadores de electricidad102.
Desde su fundación, a principios de siglo por los señores Samper, esta empresa se había caracterizado por el criterio previsivo con que siempre se manejó. En consecuencia, ya en 1945 se estaban planificando los nuevos ensanches. En ese año la compañía solicitó una tercera unidad generadora de 10 000 kilovatios para la planta del Salto. De igual manera, se empezaron a planificar nuevas plantas generadoras con una capacidad de 30 000 kilovatios en el sitio de Laguneta. Lamentablemente, todavía por esta época las sequías veraniegas afectaban fuertemente el abastecimiento eléctrico103, de modo que en los veranos de 1947 y 1948, los habitantes de Bogotá se vieron obligados a afrontar severas y penosas restricciones en el consumo eléctrico.
La generación de energía aumentaba, pero la insuficiencia de dichos incrementos era patente, hasta el punto de que en 1955 aún había casas de clase media en las que se preparaban las viandas en vetustas cocinas de carbón104. Lo más grave era que todavía en esa época faltaba mucho personal especializado, a lo cual era parcialmente atribuible el atraso eléctrico. Se comentaba entonces que sólo por esa época empezaba la Universidad de los Andes a formar ingenieros eléctricos, de suerte que era preciso depender en gran parte de la colaboración técnica extranjera105.
El déficit seguía en aumento. Las Empresas Unidas de Energía Eléctrica, únicas proveedoras de fluido, tenían en 1950 una capacidad instalada de 45 000 kilovatios, a los que se sumaban dos unidades de 10 000 cada una106. No obstante, las necesidades de la ciudad y la región sobrepasaban tales cifras. En 1955 empezó a instalarse luz de mercurio en algunas avenidas, en un esfuerzo por mejorar el deficiente alumbrado público. De 11 690 lámparas que había en 1940, se pasó a 15 038 en 1950 y a 30 455 en 1960. Sin embargo, aun así numerosos barrios seguían careciendo de alumbrado.
Es preciso recordar que en 1946 el municipio suscribió con las Empresas Unidas de Energía Eléctrica un contrato por medio del cual quedó con la opción de comprar las acciones de los particulares. El municipio hizo uso de esa opción en 1951, año en que adquirió dichas acciones, valiéndose para ello de un empréstito obtenido con la banca nacional. Por el acuerdo número 18 de 1959, el cabildo constituyó una entidad autónoma descentralizada que se denominó Empresa de Energía Eléctrica de Bogotá. La nueva institución siguió adelante con sus ensanches y a partir de 1967 emprendió la interconexión eléctrica con el resto del país.
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Notas
- 1. D’Espagnat, Pierre, Recuerdo de la Nueva Granada, citado por Mejía, Germán, Los años del cambio. Historia urbana de Bogotá. 1820-1910, Bogotá, CEJA, 1998, pág. 260.
- 2. Suárez Mayorga, Adriana María, La ciudad de los elegidos. Crecimiento urbano, jerarquización social y poder político. Bogotá 1910-1950, Bogotá, Editorial Guadalupe, 2006, págs. 123 y 124.
- 3. Ibíd.
- 4. Ibíd., pág. 128.
- 5. El Tiempo, 31 de mayo de 1923.
- 6. El Tiempo, 3 de septiembre de 1924.
- 7. Registro Municipal, 13 de octubre de 1924.
- 8. El Espectador, 25 de mayo de 1925.
- 9. El Tiempo, 19 de agosto de 1925.
- 10. El Espectador, 19 de mayo de 1930.
- 11. El Espectador, 1.º de mayo de 1930.
- 12. El Tiempo, 7 de enero de 1931.
- 13. Ibíd., 27 de enero de 1931.
- 14. Ibíd., 30 de septiembre de 1931.
- 15. Ibíd., 8 de junio de 1933.
- 16. Ibíd., 24 de agosto de 1935.
- 17. Ibíd., 10 de agosto de 1936.
- 18. Ibíd., 14 de agosto de 1936.
- 19. Ibíd., 23 de agosto de 1936.
- 20. Ibíd.
- 21. Ibíd.
- 22. Ibíd., 13 de febrero de 1937.
- 23. El Tiempo, 4 de noviembre de 1941.
- 24. Ibíd.
- 25. Ibíd., 6 de octubre de 1953.
- 26. Ibíd.
- 27. Ibíd., 24 de diciembre de 1954.
- 28. Ibíd., 24 de diciembre de 1957.
- 29. El Tiempo, 3 de marzo de 1958.
- 30. Ibíd., 19 de abril de 1959.
- 31. Ibíd., 14 de diciembre de 1962.
- 32. Ibíd., 8 de julio de 1964.
- 33. Ibíd., 10 de julio de 1966.
- 34. El Tiempo, 5 de octubre de 1966.
- 35. Ibíd., 8 de febrero de 1967.
- 36. Sanz de Santamaría, Carlos, “Observaciones sobre Bogotá y sus principales servicios”, en: Bogotá, estructura y principales servicios públicos, Bogotá, Cámara de Comercio, 1978, pág. 53.
- 37. Vargas Lesmes, Julián y Zambrano, Fabio, “Santa Fe y Bogotá: evolución histórica y servicios públicos (1600-1957)”, en: Bogotá, 450 años. Retos y realidades, Bogotá, Ediciones Foro Nacional, IFEA, 1988, pág. 38.
- 38. El Nuevo Tiempo, 8 de febrero de 1906.
- 39. El Republicano, 18 de abril de 1910.
- 40. Registro Municipal, 10 de agosto de 1910.
- 41. Ibíd.
- 42. Ibíd., 10 de octubre de 1910.
- 43. Ibíd.
- 44. Ibíd., 22 de octubre de 1910.
- 45. El Tiempo, 27 de junio de 1913.
- 46. Ibíd.
- 47. Ibíd., 28 de junio de 1913.
- 48. Ibíd., 13 de marzo de 1914.
- 49. Registro Municipal, 8 de marzo de 1915.
- 50. Ibíd., 10 de febrero de 1915.
- 51. El Tiempo, 20 de enero de 1916.
- 52. Gaceta Republicana, 4 de diciembre de 1916.
- 53. El Diario Nacional, 4 de abril de 1918.
- 54. El Tiempo, 10 de mayo de 1920.
- 55. Registro Municipal, 8 de abril de 1916.
- 56. El Espectador, 17 de junio de 1922.
- 57. El Tiempo, 22 de junio de 1922.
- 58. Mensaje del presidente del Concejo Municipal de Bogotá, Bogotá, Imprenta Municipal, 1923, pág. 162.
- 59. El Espectador, 7 de noviembre de 1924.
- 60. El Tiempo, 20 de junio de 1924.
- 61. El Nuevo Tiempo, 13 de junio de 1924.
- 62. Registro Municipal, 29 de diciembre de 1924.
- 63. Anales de Ingeniería, n.o 418 y 419, Bogotá, enero y febrero de 1928.
- 64. El Espectador, 30 de agosto de 1930.
- 65. El Tiempo, 17 de marzo de 1933.
- 66. Ibíd., 12 de agosto de 1933.
- 67. Historia del agua en Bogotá, Empresa de Acueducto y Alcantarillado de Bogotá, 1968, pág.65.
- 68. El Tiempo, 5 de octubre de 1938.
- 69. Cromos, 3 de marzo de 1945.
- 70. El Tiempo, 8 de abril de 1945.
- 71. Ibíd.
- 72. Registro Municipal, 15 de agosto de 1945.
- 73. Historia del agua en Bogotá, op. cit., pág. 69.
- 74. Registro Municipal, 29 de junio de 1950.
- 75. Ibíd., 31 de mayo de 1952.
- 76. Ibíd., 18 de abril de 1955.
- 77. Historia del agua en Bogotá, op. cit., pág. 87.
- 78. Wiesner, Francisco, “Reseña del alcantarillado de Bogotá”, en: Bogotá, estructura y principales servicios públicos, op. cit., pág. 260.
- 79. Vargas Lesmes, Julián y Zambrano, Fabio, op. cit., pág. 56.
- 80. Ibíd., pág. 57.
- 81. El Nuevo Tiempo, 2 de marzo de 1905.
- 82. El Republicano, 11 de julio de 1910.
- 83. Ibíd., 17 de octubre de 1910.
- 84. De la Pedraja, René, Historia de la energía en Colombia, Bogotá, El Áncora Editores, 1985, pág. 77.
- 85. El Tiempo, 13 de agosto de 1918.
- 86. El Espectador, 20 de noviembre de 1918.
- 87. El Tiempo, 18 de abril de 1920.
- 88. Ibíd.
- 89. Registro Municipal, 30 de septiembre de 1921.
- 90. El Tiempo, 25 de marzo de 1923.
- 91. Ibíd., 6 de abril de 1923.
- 92. De la Pedraja, René, op. cit., pág. 85.
- 93. Registro Municipal, 11 de abril de 1925.
- 94. Memoria Municipal de 1927, op. cit., pág. 108.
- 95. El Tiempo, 11 de febrero de 1931.
- 96. Ibíd., 3 de mayo de 1931.
- 97. Ibíd., 16 de diciembre de 1936.
- 98. Ibíd., 1.o de octubre de 1938.
- 99. Registro Municipal, 30 de noviembre de 1944.
- 100. Ibíd.
- 101. El Tiempo, 7 de diciembre de 1946.
- 102. Registro Municipal, 31 de diciembre de 1945.
- 103. El Tiempo, 8 de abril de 1947.
- 104. Ibíd., 7 de julio de 1955.
- 105. Ibíd.
- 106. Ibíd., 1.o de julio de 1950.
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Administración y servicios públicos
Palacio Liévano, sobre el costado occidental de la Plaza de Bolívar, ha sido desde 1908 sede de la Alcaldía Mayor de Bogotá (1908-1954), de la del Distrito Especial de Bogotá (1955-1991) y de la Alcaldía Mayor del Distrito Capital de Bogotá. La administración del alcalde Luis Eduardo Garzón realizó en este palacio una muy completa restauración.
Palacio Liévano, sobre el costado occidental de la Plaza de Bolívar, ha sido desde 1908 sede de la Alcaldía Mayor de Bogotá (1908-1954), de la del Distrito Especial de Bogotá (1955-1991) y de la Alcaldía Mayor del Distrito Capital de Bogotá. La administración del alcalde Luis Eduardo Garzón realizó en este palacio una muy completa restauración.
Vagones del Ferrocarril del Norte en la estación de Usaquén y empleados del ferrocarril. Foto de 1913.
En febrero de 1923 llegó a Bogotá la denominada Misión Kemmerer, de cinco expertos financieros, presidida por Edwin Walter Kemmerer, para reorganizar el manejo monetario en Colombia y las instituciones que hasta entonces lo regían. Los expertos llegaron por vía aérea hasta Girardot, donde abordaron el tren que los condujo a la Estación de la Sabana. Allí fueron recibidos por las altas autoridades colombianas. Foto revista Cromos.
El primer vuelo exitoso sobre la sabana de Bogotá lo efectuó en 1913 el aviador canadiense George Schmit. En 1919 se fundó la Sociedad Colombo Alemana de Transporte Aéreo, Scadta, que tuvo por varios años sus pistas de aterrizaje en el campo de Flandes. En 1932, Scadta inauguró el aeródromo de Techo, que funcionó por 27 años hasta 1959. Según los ingenieros de la Scadta el campo de Techo tenía todas las condiciones ideales de visibilidad para la entrada o salida de aviones. En la foto hangar del aeródromo de Techo en 1933.
Dentro del plan de modernización de la capital iniciado en la década de los veinte, se importaron modernas máquinas barredoras que sustituyeron a las antiguas irrigadoras de tracción animal, que, según el dicho popular ,“era más lo que ensuciaban que lo que limpiaban”. Foto ca. 1924.
Un ambicioso plan de obras públicas para cambiarle la cara a la capital fue emprendido en los años veinte con parte de los dineros que se recibieron por la indemnización de Panamá y de empréstitos internacionales otorgados al municipio de Bogotá. Repavimentación del camellón de Las Nieves o avenida de La República, carrera 7.a entre calles 20 y 24.
La figura del voceador de prensa era una de las más simpáticas y características de la vida bogotana del siglo xx. Los “chinos voceadores”, como solía llamárseles, aunque el oficio lo ejercían desde muchachos de 12 años hasta respetados veteranos de 50 y 60, de ambos sexos, alegraban las calles céntricas de la ciudad con sus pregones de titulares de prensa y títulos de los periódicos matinales, o con los vespertinos a la salida de los cines.
También los chicheros hacían parte del paisaje humano de la ciudad (foto derecha, arriba) y sobre ellos podrían parodiarse los versos de Silva, “piden chicha y no les dan”. Obligadas a la clandestinidad, las chicherías desafiaron durante años las prohibiciones legales que pesaban en su contra. Las totumas se llenaban a pesar de las campañas del profesor Bejarano, hasta que por fin la popular y estigmatizada bebida fue desapareciendo.
Otro personaje bogotano, el zapatero remendón que trabajaba a domicilio, o al aire libre, era muy estimado y útil
En las primeras décadas del siglo xx no a todas las viviendas llegaba el acueducto. Los aguateros del siglo xix tuvieron vigencia hasta comienzos de la década de los treinta. En la foto, el muchacho de “pata al suelo” le obsequia o le vende un poco de agua fresca al agente de policía. La expresión pata al suelo señalaba una dura condición de pobreza, sin que se llegara a la indigencia. Foto ca. 1925.
Jorge Eliécer Gaitán fue nombrado alcalde de Bogotá en mayo de 1936 y permaneció en el cargo nueve meses, hasta febrero de 1937, en que hubo de renunciar por una huelga de choferes. Gaitán fue uno de los alcaldes más dinámicos y progresistas que ha tenido la capital. Aumentó el rendimiento de las dependencias administrativas, ordenó la circulación de automóviles en las calles, puso en marcha el plan de obras públicas para la celebración del IV Centenario de Bogotá y realizó la primera Feria Internacional del Libro de la ciudad, entre otras gestiones. En la fotografía, el alcalde Jorge Eliécer Gaitán en una de sus constantes correrías por los diferentes sectores de la ciudad. A su derecha lo acompaña el joven Alfonso López Michelsen, hijo del presidente de la república.
Central de teléfonos de Bogotá en los años veinte, localizada en el edificio de la plaza de Las Nieves, costado norte. Las operarias eran hábiles en su tarea de comunicar con rapidez y sin interferencias a los usuarios del servicio telefónico y había pocas quejas en cuanto a la eficiencia de sus servicios. Una huelga de telefonistas en 1928 puso de presente la importancia de estas empleadas, pues casi dejó la ciudad paralizada. Entrando los años cuarenta se hicieron las primeras gestiones para establecer en Bogotá el servicio automático de teléfonos, que no fue posible hasta 1948, después de largas y laboriosas negociaciones.
Fernando Mazuera Villegas pone en marcha una campaña de aseo de las calles de la ciudad, en 1957. Mazuera ocupó cuatro veces la Alcaldía y es uno de los burgomaestres que más honda huella ha dejado en Bogotá. Entre sus obras más importantes se destacan la ampliación de la carrera 10.a en 1949, y la avenida calle 26 con sus puentes, en 1959.
Virgilio Barco Vargas asumió la Alcaldía de Bogotá en agosto de 1966 y la desempeñó hasta septiembre de 1969. Ejerció una administración de extraordinario dinamismo en todos los frentes y le correspondió ejecutar las obras para el Congreso Eucarístico Internacional efectuado en 1968, entre ellas la avenida 68, que disparó la expansión de la ciudad hacia el occidente.
Pese a las advertencias del sabio Caldas sobre la necesidad de proteger y arborizar los cerros de Bogotá, más de un siglo pasó sin que las autoridades tomaran medida alguna. El Plan Regulador de Brunner incluía una agresiva política de arborización, que comenzó a aplicarse en la administración Olaya Herrera. En la fotografía, aspecto de los cerros de Bogotá en los años veinte.
El progreso constante en el suministro de energía a la ciudad a partir de su municipalización en 1930, permitió que en menos de una década llegara a la capital la era de los electrodomésticos que tuvo su auge en lo años cuarenta, con la apertura de los almacenes J. Glottmann y la llegada de las primeras neveras, lavadoras, tostadoras y otros elementos para mejorar la calidad de la vida hogareña. En los años sesenta había proliferación de almacenes de electrodomésticos y se incrementó la moda de las ventas a crédito.
La prosperidad que se alcanzó en el país gracias a las políticas económicas adoptadas por la República liberal (1930-1946) aumentó el poder adquisitivo de las familias colombianas, que a su vez se tradujo en una mejora sustancial del modo de vida y del arreglo de las unidades residenciales con las comodidades de la vida moderna. No obstante las deficiencias del acueducto, generadas por el veloz progreso de la ciudad, las ofertas comerciales que implicaban el uso abundante de agua, no dejaron de crecer. Hoy en día los servicios públicos de Bogotá, en los ramos de energía y acueducto, se cuentan entre los más completos del mundo. Publicidad en la revista Pan, 1937.
El río San Francisco nace en el páramo de Choachí. En su curso por el cerro de Monserrate formaba numerosas cascadas y remansos, como los que se ven en la foto. El río bajaba hasta encontrarse con el San Agustín, en el actual sitio de la calle 6.ª con la carrera 13. Los primitivos habitantes de la sabana habían bautizado el río con el nombre de Vicachá o Viracachá, que traduce: el resplandor en la noche.
Muro de apoyo delantero en el extremo norte del río San Francisco, durante los trabajos de cubrimiento a finales de los veinte.
Don Zenón Padilla encontró en sus propiedades, hacia 1860, el “chorro” que lleva su nombre, y que fue el abastecedor de agua de buena parte de la población durante más de setenta años. El “Chorro de Padilla” era también lugar predilecto de paseos y piquetes dominicales, como se ve en la fotografía de 1918, donde aparecen distinguidos personajes, entre otros el entonces líder estudiantil Germán Arciniegas.
Lavadero público y vendedor de flores a la entrada del Cementerio Central en la calle 24. Los lavaderos públicos, ubicados en distintos puntos de la ciudad, aspiraban a erradicar el lavado de ropa en los ríos San Agustín y San Francisco, seriamente contaminados. Fotografía de 1910.
Primer tanque, situado en Egipto, de almacenamiento de agua del acueducto de Bogota. Construido en 1895, la falta de mantenimiento de sus instalaciones y un creciente desaseo convirtieron el tanque de Egipto en un foco peligroso de contaminación. El servicio de acueducto en Bogotá, desde los días de la Colonia hasta 1886, se prestaba por el sistema de piletas públicas, de las cuales había 36 en los distintos barrios de la ciudad, y por aguateros y aguateras que llevaban el agua a domicilio. En el siglo xix se establecieron varios baños públicos, algunos de ellos, como el Guanahaní, eran muy lujosos y suministraban a sus clientes agua caliente, jabones importados, perfumes y todos los elementos para hacer del baño un verdadero placer. Durante la alcaldía de Higinio Cualla, en 1886, comenzó la construcción del primer acueducto en Bogotá, cuyo empresario era don Ramón Jimeno Collante.
Vista de la planta de tratamiento y los tanques de Vitelma, construidos entre 1924 y 1938 en los cerros orientales, cerca del barrio de San Cristóbal. El acueducto de Vitelma estaba alimentado por la represa de La Regadera y servía agua potable de óptima pureza. Vitelma fue el primer acueducto moderno, con todas las condiciones higiénicas, en la historia de Bogotá. Sin embargo, a mediados de los cuarenta, el crecimiento de la ciudad había rebasado la capacidad de Vitelma, que sólo alcanzaba a cubrir el sector del centro entre las calles 26 y 1.ª y las carreras 1.ª y 24, lo que ocasionó en 1949 la peor crisis de escasez de agua de los últimos 50 años, agravada por un intenso verano.
Embalse del Neusa, en el kilómetro 78 de la vía a Zipaquirá, hace parte de la red matriz y es sitio para deportes acuáticos, pesca y actividades náuticas.
Embalse del Sisga, a 101 kilómetros de la capital, en el municipio de Chocontá, Cundinamarca.
Laboratorio del acueducto de Bogotá para tratamiento y análisis del agua, en los años cuarenta. Las dificultades originadas por la segunda guerra mundial para la importación de elementos químicos indispensables en la purificación del agua, provocaron que en 1942 se asociaran la Empresa de Acueducto de Bogotá y el Instituto de Fomento Industrial, IFI, para crear la Compañía Nacional del Cloro, con técnicos colombianos, cuyos laboratorio de análisis y planta de producción se establecieron al lado de Vitelma.
El embalse de Chisacá, construido en los años cuarenta, entró en servicio a principios de 1950, con una inversión de cinco millones de pesos. Elevó la capacidad de suministro de agua a la ciudad en 105 000 metros cúbicos diarios, en momentos en que el abastecimiento de agua potable era crítico por el acelerado crecimiento de la población y de las áreas urbanas que requerían el servicio de acueducto.
El asombroso crecimiento de Bogotá en los cincuenta hizo insuficientes los acueductos de Vitelma y Chisacá. Fue necesario un nuevo acueducto, el de Tibitó, alimentado con aguas del río Bogotá.
La represa de El Charquito fue la primera movida por fuerza hidráulica que suministró energía eléctrica a Bogotá, en 1901. En la planta de El Charquito conversan los hermanos Tomás y José María Samper Brush, propietarios de la Empresa de Energía Eléctrica de Bogotá. 1901. Los hermanos Santiago, José María, Tomás, Joaquín, Antonio y Manuel, eran hijos de don Miguel Samper Agudelo, uno de los grandes pensadores colombianos. Los seis hermanos no sólo fueron fundadores de la energía eléctrica de Bogotá. Impulsaron varias empresas en distintos campos, como cementos, imprenta, agricultura, educación, etc. A la iniciativa de don Joaquín Samper Brush se debió la fundación del Gimnasio Moderno en 1914.
Taller de reparación de motores en El Charquito. Rotor para motor de inducción trifásico. La compleja maquinaria instalada en El Charquito obligó a la introducción de mano de obra especializada en Colombia. La traída de los equipos para la instalación de la hidroeléctrica de El Charquito, cerca al Salto de Tequendama, les representó a los hermanos Samper Brush luchar contra mil obstáculos. La inexistencia de caminos adecuados, la falta de medios de transporte y de carga, y la guerra civil, hicieron pensar que el sueño de traer la luz eléctrica a Bogotá tendría que aplazarse por muchos años; pero la tozudez de los Samper Brush se impuso y la central de El Charquito comenzó a funcionar el 7 de agosto de 1900.
El transformador de 5 000 kilovatios, instalado en la planta de El Charquito, conectaba la maquinaria con los motores de 12 turbinas de 500 caballos de fuerza cada una que la hacían funcionar. A partir de 1926 no sólo estaba cubierto el servicio de luz en toda la ciudad, sino en algunas partes de Cundinamarca mediante subestaciones como la de Facatativá, inaugurada ese año.
Al fusionarse en 1930 con la Compañía de Energía Eléctrica, fundada en 1920 por don José Domingo Dávila, la empresa de energía de los Samper tenía 15 subestaciones. La competencia entre las dos empresas de energía eléctrica superó la capacidad de demanda en Bogotá y las llevó a la quiebra inminente. Para evitarla se fusionaron en 1927 como Empresas Unidas de Energía Eléctrica, en asocio con el municipio de Bogotá.
En 1927, tras la quiebra de las empresas de alumbrado público y domiciliario, y ante el riesgo de que la ciudad quedara a oscuras, éstas fueron municipalizadas y fusionadas en la llamada Empresas Unidas de Energía Eléctrica. En la foto, nueva planta de generación, 1930.
En 1927, tras la quiebra de las empresas de alumbrado público y domiciliario, y ante el riesgo de que la ciudad quedara a oscuras, éstas fueron municipalizadas y fusionadas en la llamada Empresas Unidas de Energía Eléctrica. En la foto, nueva planta de generación, 1930.
En el sector de Alicachín, jurisdicción del municipio de Soacha, la Empresa de Energía Eléctrica construyó en 1906 una presa que sirvió para regular el curso de las aguas del río Bogotá que movían la planta de El Charquito, lo cual aumentó su capacidad. Foto de 1921.
Publicidad de la revista Pan, 1939. La era de la radio no comenzó en Colombia hasta 1928, con la entrada en el aire de la emisora HJN, sustituida en 1941 por la Radiodifusora Nacional de Colombia. Escuchar radio e ir a cine eran los dos entretenimientos favoritos de los bogotanos en los treinta, cuarenta y cincuenta. Con el incremento de la oferta de energía en Bogotá creció la demanda de aparatos de radio, que se importaban tanto de Europa como de Estados Unidos, y asimismo pulularon las emisoras. Al finalizar la década de los treinta había en Bogotá 15 emisoras privadas que transmitían desde las 6 de la mañana hasta las 11 de la noche. Las transmisiones en cadena se usaban desde 1936.
Oficinas de la Empresa de Energía Eléctrica de Bogotá a mediados de los veinte. Las colas habían entrado a formar parte de la vida bogotana.
Hotel del Salto, inaugurado en marzo de 1928, una joya arquitectónica y de ingeniería que no logró el cometido de convertirse en atractivo turístico.
Salto de Tequendama en sus días de esplendor. Según la leyenda, el salto se formó cuando el dios Bochica, para hacer habitable la sabana, que era una inmensa laguna, abrió las rocas que contenían las aguas, que se precipitaron sobre un abismo formando el salto. Hoy sus aguas están afectadas por la contaminación del río Bogotá. La caída de las aguas del Salto de Tequendama está regulada por las plantas de la Empresa de Energía, mediante el empleo de compuertas que aumentan o disminuyen el caudal de caída según las necesidades. El Salto de Tequendama era en los siglos anteriores uno de los paseos obligados de la sociedad santafereña, desde los virreyes hasta viajeros como el sabio Humboldt, quien visitó el Salto en compañía del sabio Mutis, en 1801. El Salto ha sido también fuente de inspiración de muchos poetas, y en cierta época del siglo xx fue el vehículo favorito para los suicidios.
Texto de: Fabio Zambrano Pantoja
La administración de la ciudad entra al siglo xx bajo la influencia de las prácticas políticas que imperaron durante el siglo anterior. Una de las herencias de la cultura política decimonónica consistía en la alta concentración del poder, que interfería de manera notoria en la administración pública. De esto habla, precisamente, el viajero francés D’Espagnat a finales del siglo xix:
“Bogotá no cuenta más que con una clase dirigente, más bien restringida… Todos los negocios, toda la política, todo el arte, en varias de estas repúblicas suramericanas —por fuerzas oligárquicas— se concentra entre las manos de unas cincuenta familias conservadoras que arrebataron esa misión directiva a otras tantas familias liberales y que, en espera de los designios de la Providencia, representan al país ante él mismo y ante el extranjero y constituyen la fachada de Colombia”1.
Esta concentración del poder va a marcar las políticas públicas municipales, en parte como resultado de la prolongación de la República conservadora hasta 1930. Luego vendrá una larga transición hasta los cambios de finales del siglo xx, en la que poco a poco se aprecia cómo las decisiones importantes para la ciudad dejan de forjarse en círculos privados y se trasladan a los espacios públicos. La referida concentración del poder en manos de un sector privado, implicó que la clase dirigente bogotana fuera la encargada de construir lo público a su justa medida. Este grupo dirigente continuó ejerciendo el poder local como lo venía haciendo en el siglo xix y adquirió, además, la responsabilidad de actuar como intermediario ante el Estado, al extremo de que ni las protestas, huelgas o movimientos populares lograron poner en discusión su poder, como se verá más adelante.
No obstante, pese al poder de esta clase dirigente, se dan algunas modificaciones en varios aspectos de la vida política. La noción de ciudadanía amplió su definición, en la medida en que los urbanitas fueron tomando partido frente al ejercicio de gobierno por los dirigentes. Por ejemplo, la búsqueda de la autonomía administrativa para el municipio, consistente en un régimen especial que le permitiera a la capital administrar sus propios recursos, se convirtió en tema de gran importancia. Así, se logró que, por medio de la ley 17 de 1905, Bogotá se convirtiera en Distrito Capital, condición que solamente pudo disfrutar hasta 1909. El debate sobre el estatus jurídico de Bogotá ha sido una constante del siglo xx.
Por otra parte, poco a poco, fue apareciendo una conciencia civil que se manifiesta en la denuncia que algunos ciudadanos hacen sobre las irregularidades y malos manejos de los administradores municipales2. La toma de decisiones estaba concentrada en un grupo de comerciantes, profesionales y algunos intelectuales, que monopolizaban la representación en la duma municipal. Por ello, “en proporción directa a las nuevas necesidades, aumentaron los cargos de carácter burocrático en las entidades oficiales, se multiplicaron las inversiones en el campo de la construcción y se afianzaron algunas fortunas gracias a la lucidez de aquellos negociantes que resolvieron establecer compañías urbanizadoras”3.
En la investigación citada se muestra cómo la elite bogotana, que la autora denomina “los elegidos”, monopolizaba las curules en el Concejo Municipal y era la misma que hacía parte de las firmas constructoras o las asociaciones de propiedad raíz, encargadas de edificar en el área urbanizable de Bogotá. La autora ilustra la ausencia de un umbral entre lo público y lo privado con el caso del concejal Alberto Borda Tanco, quien, en 1912, sometió al Concejo un proyecto sobre la ampliación de la calle 10, de la carrera 19 a la 27, en que presentaba como sustentación el inicio de la parcelación del “barrio obrero” que allí se iba a levantar. Lo que el concejal no mencionó era que los herederos de Mariano Tanco y Francisco Borda eran propietarios de un terreno situado al oriente de la nueva urbanización. Por la misma época, el urbanizador Salomón Gutt contrata los servicios del concejal Alberto Manrique Martín para ejecutar el proyecto de un conjunto residencial, entre la calle 45 y la 49, carreras 7.ª y 9.ª, consistente en 130 lotes, y más tarde para adelantar la urbanización 7 de Agosto4. Así, los intereses de un grupo mediaban en las decisiones de la ciudad. Y, como el grupo era reducido, las políticas públicas urbanas los favorecían primero a ellos y luego al resto de los habitantes.
MODERNIZACIÓN URBANÍSTICA, POCA MODERNIDAD CIUDADANA
La ausencia de una clara separación entre los intereses públicos, los de la ciudad y los privados, es una de las razones para comprender las dificultades de desarrollo de un espacio público claramente definido en Bogotá. La elite estuvo más interesada en la modernización urbanística que en el desarrollo de una cultura urbana moderna. Una de las primeras medidas que se tomaron en este sentido consistió en la racionalización de la administración municipal. El primer paso de trascendencia en tal sentido fue la adquisición de la Empresa del Tranvía en 1910. El siguiente fue la compra del Acueducto. Sin embargo, fue la tercera década del siglo la que marcó el comienzo de los grandes esfuerzos modernizadores en la capital.
Por estos años Bogotá comenzó a participar y a beneficiarse de la bonanza económica que vivía el país. Al lento impulso industrial, a la expansión de la economía cafetera y a otros factores de signo muy positivo vino a sumarse la inversión de los 25 millones de dólares que, finalmente, el Gobierno estadounidense entregó a Colombia como indemnización por la segregación de Panamá. Además, la banca internacional estaba inundando con créditos la economía mundial, por lo cual los empréstitos externos fluyeron generosamente. Éste fue el periodo conocido como la “Danza de los millones” o la “Prosperidad al debe”.
La administración de esta bonanza quedó, precisamente, en manos de “los elegidos”. La condición de miembros del Concejo Municipal, obtenida gracias a su poder económico o a la primacía intelectual que ejercían en la ciudad, hizo que hasta bien entrado el siglo xx la toma de decisiones en la ciudad pasara por sus manos.
Poco a poco, en todas las dependencias del municipio de Bogotá empezó a darse un cambio notorio. Los empíricos de antaño comenzaron a ser sustituidos por técnicos y profesionales. Por todas partes soplaban vientos de renovación. En 1924, por ejemplo, se creó la Junta de Empresas Municipales, con la misión fundamental de coordinar y administrar todas las empresas minicipales; comenzaron a llegar misiones extranjeras especializadas para impulsar las grandes iniciativas de cambio y progreso. Cabe destacar la misión Kemmerer, de Estados Unidos, que reorganizó y modernizó la estructura de nuestro sistema monetario, el Banco de la República y la Superintendencia Bancaria. También hay que mencionar la misión alemana que impulsó la reforma educativa, la misión italiana que reformó el sistema penal, la misión suiza que aportó valiosas reformas en el campo militar, y las misiones francesa y suiza que dieron vida a la Fuerza Aérea Colombiana.
Estos vientos de cambio trajeron de regreso la propuesta de convertir a Bogotá en Distrito Capital. Así comentó la prensa dicha iniciativa:
“Esta reforma es justificada por toda clase de razones. El presupuesto principal de Bogotá es casi el doble del que ha venido teniendo el Departamento de Cundinamarca… Siendo capital de la República está llena de problemas a que atender y para ese efecto no puede disponer siquiera de las rentas que ella misma produzca… Bogotá es una ciudad del país entero. No de ésta o aquella región; es la única ciudad de la República en que están fundidos todos los elementos y está compuesta de numerosos venidos de todas las secciones y aquí se sienten en condiciones de perfecta igualdad”. Los argumentos eran muy claros y contundentes: “La situación actual de esta ciudad es del todo anómala, vinculada a un departamento y siendo una parte mayor que el todo; formada por gentes de todo el país y obligada a destinar parte de sus recursos al sostenimiento de una sección”5.
Los recursos frescos que ofrecía esta bonanza económica impulsaron la modernización de la ciudad. Se percibió la urgencia de mejorar los deficientes servicios públicos, de los cuales sólo se salvaban el tranvía y la energía eléctrica. Pero estos, pese a ser modernos, apenas contaban con el acceso de una muy limitada porción de los habitantes capitalinos. No obstante, la energía avanzó de manera considerable debido a la competencia de tarifas entre la antigua compañía de los Samper y la nueva Compañía Nacional de Electricidad.
La clase dirigente comprendió que la oferta de créditos externos constituía una gran oportunidad para financiar las grandes transformaciones en la ?infraestructura urbana que demandaba la ciudad y que ello permitía modernizar la ciudad con bajos grados de tributación. En este momento nació el mecanismo de financiación más importante que ha tenido la ciudad, como es la utilización del crédito externo y pocos costos tributarios para los grandes propietarios de tierras, directamente beneficiados de la expansión urbanística. Así, en 1923 llegaron a Bogotá varias misiones de banqueros norteamericanos que venían a estudiar a fondo las rentas municipales, con miras a evaluar la capacidad de endeudamiento de la ciudad. Finalmente, en 1924 se concretaron las negociaciones del municipio con la firma norteamericana de banqueros Dillon & Read de Nueva York, cuyos representantes en Colombia eran los doctores Alfonso López Pumarejo y Esteban Jaramillo. En octubre del mismo año, el Concejo aprobó un empréstito por 10 millones de pesos destinados al ensanche y terminación del acueducto, la construcción y dotación del matadero, la extensión de redes del tranvía, las necesarias mejoras en la higienización urbana, la ampliación de plazas de mercado y la construcción de vivienda obrera y de escuelas públicas6.
Con este empréstito se unificaban las deudas del municipio y se financiaban las obras citadas. La reglamentación del empréstito contemplaba la emisión inicial de bonos por seis millones de pesos con vencimiento en 1945 y una rentabilidad del 8 por ciento anual. Los cuatro millones restantes se emitirían posteriormente7.
La modernización no se limitaba a la infraestructura urbana. Un cambio definitivo fue el que se dio en los transportes que conectaban a Bogotá con el resto del país. Por una parte, la ciudad acrecentó su región económica, aumentó la capacidad de atracción de población, y se constituyó en el eje de los intercambios entre Venezuela y el puerto de Buenaventura sobre el Pacífico. Bogotá se convirtió en la ciudad que controla el único eje de comunicaciones oriente-occidente del país. No debemos olvidar que Bogotá es la ciudad del altiplano cundiboyacense más cercana al río Magdalena, eje norte-sur de Colombia. No es gratuito que a partir de allí, las tasas de crecimiento poblacional de la ciudad sean notorias. Entre 1925 y 1930 empezó a advertirse de manera más palpable la integración activa de Bogotá al resto del país. El siguiente comentario, aparecido en 1925, refleja esta situación:
“Dentro de tres o cuatro años Bogotá estará directamente unida al Puerto de Buenaventura por el Ferrocarril del Pacífico, y al Bajo Magdalena y al Océano Atlántico, por los Ferrocarriles del norte y del Nordeste, respectivamente. Su población crecerá en la enorme proporción que es de suponerse, dado que es el centro de la vida oficial y que con las vías férreas se hará mucho más fácil que hoy para los habitantes de las tierras cálidas pasar aquí parte del año. El movimiento comercial traerá también el establecimiento de entidades que hoy no existen. Y no está ni remotamente preparada nuestra capital para esa transformación, que será rapidísima, ni quedará preparada con las obras que lenta y silenciosamente adelanta la Casa Ulen”8.
De esa forma Bogotá estaba pasando de ser casi exclusivamente la capital simbólica de la nación a serlo en todos los sentidos. Por supuesto, era urgente adecuarla para cumplir a cabalidad este papel. El proceso implicaba dificultades. Por ejemplo, en este segundo quinquenio se hizo evidente que las obras planeadas a principios de la década se estaban quedando cortas. Pero de todas maneras se trabajó activamente. En un plazo muy corto la Casa Ulen pasó de 200 obreros contratados a 1 200. Se hizo necesario recurrir a fuentes adicionales de financiamiento, una de las cuales fue el departamento de Cundinamarca9. Desgraciadamente, no tardó en hacerse visible el espectro del prevaricato y la corrupción. Con tribulación y alarma los habitantes de Bogotá empezaron a ver cómo la llamada “rosca” se iba apoderando de la administración municipal en beneficio propio. Esta situación hizo crisis en 1929, como veremos más adelante.
La sensación generalizada a principio de los años treinta era que la capital había desaprovechado las excelentes oportunidades brindadas por la expansión económica de los veinte, con anterioridad a la recesión de 1929. Desde finales de 1928 se había agudizado en el municipio una alarmante crisis fiscal que había llevado las finanzas de la ciudad al extremo de tener que destinar el 50 por ciento de su presupuesto al servicio de la deuda. No hay que olvidar que en buena parte el municipio afrontaba estas dificultades como consecuencia de las trapacerías, rapiñas y manejos corruptos de la conocida “rosca”, que se vino al suelo a raíz de los memorables sucesos de 1929. Pero el mal ya estaba hecho y, con posterioridad a 1929, el municipio tuvo que hacer frente a las graves consecuencias heredadas de la rapacidad y la corrupción. En un momento dado las autoridades tuvieron que efectuar drásticos recortes en vista de las angustiosas carencias fiscales que agobiaban a la ciudad. Uno de ellos fue en el sector de aseo. Veamos este informe:
“El tren de aseo, con sus máquinas-automóviles, sus barredoras e irrigadoras, sus magníficas volquetas, requieren una suma ingente para atender su sostenimiento, tanto por lo caro de la gasolina como también y principalmente por el costo enorme de los repuestos. Siendo imposible sostener, con la partida apropiada para materiales, este costoso tren, se ha ideado el medio de efectuar el aseo con vehículos de tracción animal, los cuales, siendo tal vez más adecuados para sacar las basuras de las casas, son de sostenimiento y costo más baratos”10.
El regreso a las carretas y las mulas no era fácil, el municipio ya se había desembarazado de esos equipos. Por lo tanto, la ciudad se quedó sin lo uno y sin lo otro.
Otro sector seriamente afectado por la crisis fiscal fue el alumbrado público. En un informe del Concejo Municipal, fechado en 1930, se advierte la gravedad de la situación y se siente el funesto recuerdo de la “rosca”:
“¿Quiénes, sino los bogotanos, tenemos que sufrir las tristes consecuencias de manejos que toleramos largo tiempo? ¿Cómo se puede recuperar el bien sin que nadie experimente ni una incomodidad?
”La necesidad de no dejar perecer el municipio y de conseguir su restauración se impuso, y nos obligó a adoptar duras medidas que nunca habríamos tomado en un estado menos angustioso.
”En esta situación, el Concejo buscó los únicos dos caminos que era posible seguir: Reducir los gastos al mínimum y procurar aumentar las entradas… y afrontar, al mismo tiempo, el pago de las deudas que le dejaron como herencia administraciones imprevistas, alegres y confiadas”11.
La situación se agravó todavía más cuando a comienzos de 1931 el Ministerio de Obras Públicas decidió suspender las obras que adelantaba en Bogotá. Esta medida causó angustia en todos los sectores de la opinión ciudadana como se advierte en la siguiente nota de prensa:
“A todos esos obreros, carpinteros, albañiles, canteros, gentes especializadas en su trabajo, no se les puede decir la conocida frase de que vayan a descuajar la selva o a coger café… La economía no es el único factor a que hay que atender en estos momentos. Hay la economía y hay también la necesidad de no dejar abandonadas y entregadas al ocio y al hambre a las masas obreras de las capitales. Y esto no sólo desde el punto de vista de la seguridad social, sino sobre todo, desde el punto de vista de la justicia”12.
Por esta misma época se produjo una medida emanada de la Secretaría de Obras Públicas de Bogotá que causó conmoción en ciertos sectores del gremio de la construcción. Dicha medida establecía que el municipio sólo aprobaría licencias para construir a planos y proyectos firmados por ingenieros o arquitectos graduados. En consecuencia, quedaron por fuera, o al menos relegados a un segundo plano, todos los maestros artesanos o “empíricos”, como empezó a llamárseles desde entonces13. Por supuesto que esta medida no pasó de ser más que una buena intención. El crecimiento urbano que se sucede posteriormente la va a dejar a un lado, pues la ciudad se va a expandir gracias a la auto-construcción y, en una pequeña proporción, bajo la dirección de arquitectos e ingenieros.
En medio de la crisis, el municipio empezó lógicamente a poner los ojos en los impuestos municipales, especialmente al catastral que era muy bajo, lo cual favorecía a los grandes propietarios de tierras urbanas. La resistencia de tales propietarios, acostumbrados a pagar unas contribuciones exiguas, fue encarnizada. Sin embargo, no puede desconocerse que, para el presente y el futuro de las finanzas de la ciudad, fue importante que el municipio tomara conciencia de la imperiosa necesidad de actualizar los avalúos catastrales y los impuestos correspondientes. La situación también obligó al municipio a lanzar una vigorosa ofensiva contra los especuladores y acaparadores de víveres cuya actividad, sin duda delictiva, contribuía a encarecer el costo de vida. En septiembre de 1931 se creó la Junta de Control de Alimentos de Bogotá, que ejerció un control, hasta cierto punto efectivo, y fijó pública y semanalmente las listas con los precios máximos de los principales alimentos14.
La administración municipal recibió también la pesada herencia del déficit de vivienda obrera. ?Al empezar la década de los treinta, no obstante la importancia de las obras adelantadas por la Casa Ulen, la carencia en este sector seguía siendo alarmante. El problema no se limitaba exclusivamente a los barrios obreros, afectaba también, en términos generales, a todos los sectores del sur. En 1933 estos sectores dirigieron a las autoridades municipales un memorial del cual citamos lo siguiente:
“Somos ochenta mil habitantes de San Agustín, o sea de la Calle Séptima hacia San Cristóbal… En años pasados nos reunimos en la Casa Cural del olvidado barrio de Las Cruces muchos vecinos de este barrio para pedir al municipio que hiciera con nosotros lo que hacía con el Sector Norte, esto es el arreglo de las carreras y calles, el alcantarillado, locales para escuelas, agua en la parte alta para los pobres, construcción del cementerio, etc.”15.
La conmemoración del IV Centenario de la fundación de Bogotá, a celebrarse en 1938, fue una coyuntura aprovechada por el Estado para intervenir en la ciudad con varias obras públicas de gran importancia. Recordemos que en este momento el país se encuentra bajo la hegemonía liberal, cuyos principios de intervención estatal difieren de lo aplicado por los anteriores gobiernos conservadores. Por ello, hacia 1935, el Concejo Municipal se impuso la tarea de planificar en forma técnica y sistemática las obras prioritarias con las cuales debería marcarse esta celebración. En una memoria del concejo se leía: “Para el centenario debemos concentrarnos en la solución de los grandes problemas que dan a nuestra ciudad ciertos ribetes de barbarie indignos de sus cuatro siglos de existencia”16.
Para financiar tales obras se reunieron, entre fondos del municipio y empréstitos suscritos, 6 260 000 de pesos, con los cuales se aspiraba a financiar todas las obras programadas para el centenario. En mayo de 1936, Jorge Eliécer Gaitán tomó posesión como alcalde de Bogotá y, con gran dinamismo, emprendió de inmediato obras y actividades de modernización. Una de éstas fue la denominada “Viernes Culturales”, consistente en conferencias semanales en las que iba exponiendo el desarrollo de su gestión al frente de la alcaldía. Los bogotanos asistieron a esta forma de comunicación entre el burgomaestre y sus gobernados y expresaron dicho reconocimiento con una gran manifestación de respaldo en septiembre. Como ya se mencionó, otra obra en la que el alcalde puso gran empeño fue la rehabilitación y remodelación del Paseo Bolívar, intervención que se había iniciado una década antes. Según la investigación adelantada por iniciativa del alcalde, en esta área vivían 16 979 personas que ocupaban 2 236 habitaciones y había 4 447 familias, lo cual daba un promedio de dos familias por vivienda. El promedio de renta mensual por familia era de 34 pesos. La población se componía de 716 empleados, 6 492 obreros, 3 263 empleadas del servicio doméstico y 821 desocupados. De los 6 313 niños que habitaban en la zona, sólo 1 781 (28 por ciento) asistían a la escuela17.
Empeñado en convertir a Bogotá en una ciudad limpia y moderna en todos los aspectos, el alcalde Gaitán dictó normas de limpieza, algunas de las cuales fueron criticadas por su extrema severidad. Se estableció, por ejemplo, que sería causal de destitución para los empleados al servicio del municipio no presentarse al trabajo en un estado de aseo plenamente satisfactorio. También se propuso erradicar el uso de alpargatas y su paulatina sustitución por zapatos. En otro decreto se obligaba a los expendedores de las plazas de mercado a cumplir rigurosas normas de higiene y a usar delantales y gorros para su trabajo. Las infracciones a estos decretos se castigaban con multas.
Las reacciones no se hicieron esperar. De todos lados llovieron críticas a las medidas. Gaitán respondía desde los “Viernes Culturales”. “Se invoca lo típico y se canta con emoción mentirosa la belleza de las alpargatas, porque quienes eso hacen, temen que con el obrero calzado se acabe la secular explotación y empiece a discutirse la posición que los separa. Los asusta el ruido de los nuevos zapatos y tratan de evitarlo, ensayando las románticas y tiernas tradiciones a una costumbre vieja, histórica si se quiere, pero fea, antiestética, malsana y perjudicial”18.
Las reacciones entre los afectados eran diversas. Un herrero afirmaba: “Me parece que no hay derecho de meterse en los vestidos de uno. Yo no cambiaría mi ruana por el más rico sobretodo. Mi ruana me resguarda del frío y de la lluvia. Me defiende el saco y el chaleco. Me sirve de cobija por las noches. Me sirve de alfombra cuando voy de paseo. Mi ruana, una ruana buena, cuesta seis pesos. Un sobretodo malo vale treinta pesos”19.
Una expendedora de víveres del mercado comentaba: “Pues, que yo ponerme sobretodo, en jamás de los jamases. Prefiero mi pañolón. Aunque ganara mucha plata y me volviera rica… Y eso de calzarse una. Y recortarse las uñas y ponerse media, y lo del tacón alto… Póngase a pensar su mercé, caminar de aquí a Chipaque, como lo hago yo cada dos y tres días con un tacón Luis XV y cuando se le metan las piedras del camino entre cuero y carne, cómo se hace. Mamola… Yo creo que el tal decreto no es verdad”20.
Otro argumentaba valores diferenciadores en lo social para rechazar la medida: “Ya ni puede uno calzarse como le da la gana. Habrase visto. ¿Quesque zapatos pa’nosotros? Pus entonces ¿qué se ponen los Señores? Vea, su mercé. Cuando chiquito andaba yo descalzo. Cuando comencé a trabajar y a ganar, compré mis alpargatas. Ya tengo mis reales y mi casa. Y no faltaba más a mis hijas nunca les dejaré poner botines, porque no es sino ponerse botines y se alebrestan y se pierden…”21.
La medida estaba poniendo en peligro la popularidad de Gaitán entre sus simpatizantes.
Al año siguiente, el alcalde continuó su tarea de cambiar la indumentaria tradicional por vestimentas de corte moderno. Esta vez le correspondió el turno al gremio de los choferes. Ante la imposición de uniformes obligatorios, éstos protestaron enérgicamente, recurriendo a los mitines y la huelga. Lo anterior, junto con otros elementos de tipo político, llevaron a Gaitán a renunciar a la Alcaldía en febrero de 193722.
Pocas renuncias, en nuestra historia política, han podido llamarse tales con menos propiedad que la de Gaitán a la Alcaldía de Bogotá. La verdad es que el progresista funcionario fue destituido por presiones de distinto origen, una de ellas la de la elite bogotana, que utilizó las crecientes presiones populares en contra de la política del alcalde por modernizar aceleradamente a Bogotá. En síntesis, Gaitán libró una batalla encarnizada contra el atraso y la perdió.
La intervención del estado local en la ciudad enfrentaba una seria limitante, como era la derivada de las competencias entre el Estado central, el departamental y el municipal. En los años cuarenta seguía siendo evidente que las relaciones fiscales y administrativas que existían entre el municipio de Bogotá, el departamento de Cundinamarca y la nación eran desfavorables para la capital. El hecho era que los impuestos recaudados en Bogotá por el departamento y la nación se destinaban a cubrir inversiones y gastos en zonas y lugares diferentes. Por ejemplo, mientras el presupuesto municipal de 1941 era algo más de cinco millones de pesos, las rentas nacionales recaudadas en la ciudad fueron de 15 millones y las departamentales de cuatro. De esa forma, a Bogotá le quedaba sólo una cuarta parte de las rentas que recaudaba23.
Sin régimen fiscal autónomo, Bogotá se veía en apuros para atender sus propias necesidades, mientras generaba rentas para otras regiones del país por el cuádruplo de su presupuesto. Era una situación antagónica a la de muchos países latinoamericanos en que las capitales, en vez de subsidiar al resto de la nación, más bien captaban de ella recursos para cubrir sus numerosas y crecientes necesidades. Y algo peor: los cálculos de 1941 indicaban que por el solo concepto de impuestos prediales, Bogotá estaba dejando de percibir más de ocho millones de pesos24.
Como consecuencia de esta penuria presupuestal, la modernización de Bogotá avanzaba con una lentitud desesperante, al tiempo que, por otro lado, su flujo de inmigración aumentaba desmesuradamente. Debido a estas limitaciones municipales, el gobierno de Eduardo Santos creó el Fondo de Fomento Municipal con el propósito de adelantar algunas obras vitales para la ciudad. A pesar de los esfuerzos de los gobiernos nacional y municipal, el acelerado crecimiento demográfico de la ciudad sobrepasaba el proceso de modernización que estaba siendo aplicado.
En los años cincuenta la administración capitalina se enfrentaba al constante reto de poner los servicios a la altura del incontenible crecimiento que exhibía la ciudad desde comienzos del siglo. Veamos estos datos sobre el aumento de la población capitalina en el siglo xx:
CRECIMIENTO DE LA POBLACIÓN BOGOTANA SIGLO XXAÑO DEL CENSO | POBLACIÓN | TASA DE CRECIMIENTO |
1905 | 100 000 | |
1912 | 121 257 | 1905-1912: 2,8 |
1918 | 143 994 | 1912-1918: 2,9 |
1928 | 235 421 | 1918-1928: 4,9 |
1938 | 330 312 (355 502*) | 1928-1938: 3,4 |
1951 | 715 250* | 1938-1951: 5,4* |
1964 | 1 697 311* | 1951-1964: 6,6* |
- Cifra referida al área metropolitana. La totalidad de las otras cifras al municipio de Bogotá.
Fuente: Ramiro Cardona, editor, Distribución espacial de la población, Bogotá, Corporación Centro Regional de Población, 1976, pág. 56.
Cabe destacar que no todo el crecimiento demográfico se derivó de la migración. Las mejoras en las condiciones de salubridad también incidieron en la disminución de los índices de mortalidad.
Si al empezar el siglo xx una tercera parte de las defunciones era de nativos de Bogotá y el resto de inmigrantes, para 1957 estas proporciones varían:
DEFUNCIONES SEGÚN LUGAR DE NACIMIENTOLUGAR | AÑOS | |
1905 | 1957 | |
% | % | |
Bogotá | 36 | 56,9 |
Cundinamarca | 19 | 19,3 |
Boyacá | 25 | 11,3 |
Tolima | — | 2,9 |
Santander | — | — |
Antioquia | — | 1,3 |
Caldas | — | 1,3 |
Otros | 20 | 4,1 |
Fuente: 1905: Registro Municipal, diversos números de 1905. 1957: Anuario Estadístico de Bogotá, 1957.
De todas maneras, el crecimiento demográfico de Bogotá ha sido un proceso incontenible. Prueba de ello es que entre 1905 y 1938 la población pasó de 100 000 habitantes a 330 312, o sea, que creció 3,3 veces en 33 años. En cambio, entre 1938 y 1964 (26 años) creció 4,7 veces, al pasar a 1 697 311 habitantes.
Al concluir el ejercicio fiscal de 1949, los ingresos globales del fisco municipal pasaron de 32 millones de pesos, cifra considerada como muy satisfactoria. Empezó a preverse con la debida anticipación las ampliaciones del acueducto; la nueva carrera 10.ª avanzaba a un ritmo veloz, se construyeron nuevas vías y escuelas, se inauguró el servicio de teléfonos automáticos y se instalaron las líneas de trolebús. Asimismo se impulsaron numerosas y activas campañas de vacunación. En suma, la modernización de la capital avanzaba de manera incontenible, y ésta exigía cambios en el régimen municipal.
Una solución al problema de la independencia administrativa de la ciudad era la transformación de municipio a distrito. Ya desde 1951 se estaba reviviendo el proyecto de convertir a Bogotá en Distrito Especial. La iniciativa, sin embargo, no cuajó en esta primera instancia. Más tarde, bajo el gobierno militar, el Comité Nacional de Planificación, dirigido por el economista Lauchlin Currie, planteó diversas recomendaciones encaminadas a convertir a Bogotá en Distrito Especial a fin de dotarla de mayores recursos y darle una mayor autonomía administrativa25. Se contemplaban proyectos relacionados con acueducto, energía, vías, alcantarillado, pavimentación, vivienda barata y escuelas. Sin embargo, los planificadores se quedaron cortos en sus previsiones, ya que ellas estaban diseñadas para una población de dos millones de habitantes en 1990.
Al recomendar la creación del Distrito Especial, la comisión proponía una distribución equitativa de rentas y responsabilidades entre Bogotá y Cundinamarca. La propuesta consistía en que se aboliera la participación de Bogotá en las rentas del departamento; que éste le transfiriera ciertas rentas como tabaco y degüello, pero conservara el monopolio de los licores y el cobro del impuesto de cerveza. También proponía que el nuevo Distrito asumiera el pago de sus maestros. Otra recomendación era anexar a Bogotá los municipios de Usme, Bosa, Fontibón, Engativá, Suba y Usaquén. Igualmente, se insistía en delimitar la zona urbana y crear una corporación para la salvaguarda de los recursos naturales de la sabana26.
Sin duda alguna, el cerebro de todas las estrategias que condujeron a la creación del Distrito Especial fue el profesor Currie. En diciembre de 1954 se expidió el decreto por el cual se convertía a Bogotá en Distrito Especial a partir del l.º de enero de 1955. Empero, poco después de esta trascendental medida, comenzaron las presiones para que se diera el paso a Distrito Capital, iniciativa que terminó imponiéndose, pese a las razones en contra.
En el momento de su posesión en mayo de 1957, una de las primeras providencias de la Junta Militar fue llamar nuevamente al urbanizador Fernando Mazuera Villegas a la Alcaldía del Distrito Especial. Mazuera aceptó y empezó de inmediato a adelantar gestiones para obtener empréstitos con la banca nacional por un total de 40 millones de pesos para su “plan maestro de obras públicas”. Dicho programa comprendía la terminación de la avenida Caracas hacia el sur y de la avenida l0.ª; las construcciones de la carrera 3.ª, la avenida 26, la de los Cerros y la de los Comuneros. Además, el plan incluía la construcción de 300 escuelas. Mazuera advirtió que no se trataba de solucionar todas las necesidades del Distrito por arte de magia, pero sí que era un plan de emergencia para afrontar las más urgentes27. El énfasis en la inversión en vías era evidente, lo cual produjo una fuerte expansión del área urbanizable de la ciudad.
Los ingresos extraordinarios, además de los ordinarios, permitieron dar un gran salto en materia presupuestal. El presupuesto general de gastos del Distrito para 1958 subió a 249 200 000 pesos, discriminados así:
Presupuesto ordinario del Distrito | 84 000 000 |
Del emprésito de 40 millones para barrios obreros | 18 000 000 |
Extraordinario de progreso urbano | 29 000 000 |
Acueducto y alcantarillado | 43 000 000 |
Empresa Energía Eléctrica | 36 000 000 |
Empresa de Teléfonos | 25 500 000 |
Empresa de buses | 12 000 000 |
Caja de Vivienda Popular | 1 700 000 |
TOTAL | $ 249 200 000 |
De esta cifra, que representaba la quinta parte del presupuesto nacional de ese año, 22 millones se destinaban para educación, esfuerzo que aspiraba a reducir la brecha existente en ese sector28. Este aumento acelerado en los gastos se vio acompañado de un incremento en el déficit: si en 1955 éste era de 569 823 pesos, en 1957 la deuda pública llegaba a más de 53 millones. A finales de 1958 la situación era descrita como de bancarrota, a causa de los gastos exorbitantes sin una observancia adecuada de la planificación. Era evidente que la estrategia de ampliación de la infraestructura urbana recaía en los empréstitos externos y que no había un mayor esfuerzo por desarrollar una mínima cultura tributaria.
A finales de los cincuenta la administración de Bogotá afrontaba graves dificultades y aún no había claridad en cuanto a las relaciones del Distrito con el departamento y la nación; se decía que el Distrito requería por lo menos de 50 millones de pesos adicionales29.
La situación era confusa. El departamento había venido ayudando a Bogotá, a través de participaciones en impuestos, con dos millones de pesos mensuales, pero amenazaba con aplicar una ordenanza que prohibía pagar con dineros departamentales a los maestros que prestaran sus servicios al Distrito. Ante este problema, las autoridades de Bogotá adelantaron una intensa campaña para explicarle a la opinión pública por qué la capital necesitaba con apremio el apoyo de la nación30.
La crisis fiscal adquirió dimensiones alarmantes, hasta el punto de que el Departamento Distrital de Planeación elaboró un estudio pertinente que estableció como causas primordiales de la crisis el crecimiento excesivo de la población, el desequilibrio entre las tarifas de los servicios públicos, las necesidades de las empresas y la falta de una adecuada planeación en los sistemas impositivos. Por otra parte, también se señalaba la ausencia de un estatuto orgánico del Distrito Especial. En julio de 1960 el cabildo de Bogotá urgió al Congreso para que expidiera cuanto antes dicho estatuto; pero en agosto de 1962 aún se debatía el tema en el Parlamento, debido en buena parte a las presiones de Cundinamarca, que veía con alarma la presunta pérdida de unas rentas muy jugosas31.
Al analizar este asunto debe tenerse en cuenta que, a principios del siglo xx, Bogotá albergaba el 15 por ciento de la población total de Cundinamarca, proporción que en 1964 había subido a 57 por ciento. En ese año las rentas conjuntas fueron de 64 millones de pesos, de los cuales sólo le correspondió a Bogotá un 29 por ciento32.
En julio de 1966 se organizó un Seminario Bipartidista para Bogotá, con objeto de estudiar a fondo el problema y formular recomendaciones. En uno de los apartes del documento final se leía que “todos los grupos de discusión concluyeron que las participaciones señaladas a Bogotá son extremadamente bajas y que no corresponden a factores que deberían considerarse: fuentes de producción de los tributos, relación entre el número de habitantes de Bogotá y los del Departamento y las necesidades que implica el desarrollo de la ciudad. Así mismo, el aporte nacional a los gastos del Distrito, limitado hoy a una parte del pago de los sueldos del magisterio, debe ser aumentado en consideración al desarrollo de la ciudad y al deber que tiene la Nación entera de colaborar en la solución de los problemas de Bogotá”33. Sorprendente pero cierto, hace apenas tres décadas, la capital aún luchaba por su independencia administrativa y fiscal.
Poco a poco Cundinamarca empezó a aceptar la necesidad de definir esta situación. El nuevo alcalde de Bogotá, Virgilio Barco Vargas, nombrado en septiembre de 1966, diseñó un ambicioso plan de trabajo con los gabinetes de Bogotá y Cundinamarca “con el fin de dar solución inmediata a los más urgentes problemas de la provincia y la ciudad”34.
Los planes de la administración Barco eran ambiciosos. Contemplaban un plan maestro de acueducto y alcantarillado, obras de ornato, aulas escolares, importación de buses por 16 millones de pesos, erradicación de tugurios, pavimentación de vías, eliminación de muelas, refacción de andenes y un censo de industria y comercio para incrementar los recaudos de impuestos. Los planes, como se dijo, eran ambiciosos y progresistas, pero los recursos eran escasos. Su realización exigía 800 millones y sólo se contaba con una octava parte35.
El presupuesto para 1967 era de 308 millones de pesos, de los cuales sólo 50 iban a inversión mientras el resto era devorado por el funcionamiento. Y como si esto fuera poco, la ciudad, que producía el 35 por ciento del ingreso bruto nacional, seguía sin recibir una ayuda equitativa de la nación; y, a pesar de generar el 30 por ciento del impuesto a la gasolina, nada le correspondía del mismo.
Para romper este cuello de botella financiero hubo que apelar al crédito. A finales de 1966, Bogotá ya había obtenido préstamos por 60 millones de la banca nacional y gestionaba otros con entidades internacionales. Como en los años veinte, la principal fuente de recursos para la modernización de la ciudad seguía siendo el crédito externo. Hubo que esperar hasta finales del siglo xx para presenciar el desarrollo de fuentes de financiación locales.
En el camino de modernización administrativa de la ciudad, el gobierno de Carlos Lleras Restrepo expidió el decreto-ley 3133 de 1968 “por el cual se reforma la organización administrativa del Distrito Especial de Bogotá”, el cual derogaba gran parte de las normas contenidas en el 3640 de 1954. Este decreto ya dio forma definitiva al Distrito y otorgó al alcalde y al Concejo las mismas atribuciones de los gobernadores y las asambleas. El decreto fue, en suma, un minucioso estatuto administrativo para la ciudad capital. A su vez, el cabildo expidió el acuerdo 41 de 1968, por el cual se reglamentó el gravamen de valorización36.
ACUEDUCTO
Los avances de la ciudad en la prestación de los servicios públicos durante el siglo xx se pueden calificar de sobresalientes. En efecto, la evolución histórica de los servicios públicos domiciliarios de agua potable, aseo urbano, electricidad y transporte, es clave para comprender la modernización de la ciudad en esta centuria. Uno de los obstáculos para el desarrollo de la ciudad y para mejorar las pésimas condiciones de vida de la mayoría de sus habitantes había sido la mala calidad de los servicios prestados por empresas privadas, que progresivamente se fueron municipalizando. La estatalización de estos servicios permitió la introducción de mejoras técnicas, la expansión de la cobertura y el cumplimiento de la función social que la prestación de estos servicios conlleva.
El siglo xix había transcurrido sin mayores modificaciones en el abasto de aguas heredado de la Colonia, al punto que para 1886 la proporción servida de la población era menor que la existente 114 años antes37. Los desagües superficiales se mantuvieron hasta 1871, cuando se inició la construcción de los primeros tramos de alcantarillado subterráneo, el cual estuvo restringido a dos calles y se hizo de manera aislada. La condición precaria de este servicio era más grave si tenemos en cuenta que las tiendas, como se llamaba a las habitaciones populares, no estaban conectadas a los desagües subterráneos y continuaban arrojando los desechos a la calle.
Para 1888, con la puesta en funcionamiento del acueducto de tubos de hierro, que ofrecía el servicio domiciliario de aguas sin tratar, la situación comenzó a cambiar. De manera simultánea se inició una amplia expansión de la instalación de cañerías, de manera que en 1890 casi la tercera parte de la ciudad, unas 170 cuadras, contaba con conexión a los desagües subterráneos. Sin embargo, este servicio aún estaba lejos de constituirse en un sistema integrado, funcionaba de manera desarticulada y vertía las aguas servidas a los distintos ríos que atravesaban la ciudad, los cuales, como albañales abiertos, seguían siendo conductores de las aguas residuales de la ciudad.
Estas intervenciones, que iniciaban la mejora en la oferta de estos servicios, fueron resultado directo de la crisis higiénica que produjo el consumo de aguas contaminadas. La amenaza de una epidemia se hizo realidad con la de tifoidea que surgió en San Victorino. El abasto de aguas que ofrecían las pilas y los chorros entró en crisis por la pérdida de caudal de las fuentes de agua de los cerros orientales, debido principalmente a la tala de los bosques de los cerros a manos de los mercaderes de leña.
El chorro del Fiscal, uno de los más importantes del oriente de la ciudad, tuvo que ser clausurado en 1906 por agotamiento de sus aguas y porque el sitio se había convertido en un “excusado público” y en foco de infección para la salud pública38.
El nuevo acueducto resultó del contrato que el municipio firmó con Ramón Jimeno, quien se comprometió a dotar de agua a Bogotá y a Chapinero por 60 años. Los términos incluían el abasto de agua, sin cobro alguno, a las pilas públicas, principal fuente de abastecimiento de la ciudad, a cambio del derecho a recaudar las tarifas por el servicio domiciliario, que constituía la gran novedad. El contratista recibió del municipio todas las instalaciones de que disponía hasta entonces, las cuales consistían en tanques receptores de aguas de los ríos Arzobispo y San Francisco. El nuevo sistema ofrecía dos novedades: permitía aislar el agua proveniente de los nacederos de las montañas, de aquella que corría por los albañales; y reducía sustancialmente la pérdida de agua que corría por las acequias. Además, como los tubos de hierro permitían la capilaridad, ofrecía agua a presión.
Desde luego que este servicio sólo estaba al alcance de una selecta minoría. Sin embargo, la empresa inició un amplio programa de expansión de la oferta de conexiones domiciliarias.
Evolución del Acueducto Domiciliario
(1870-1930)
Número de instalaciones
Año | Número de instalaciones | Habitantes | % Población servida |
1897 | 2 801 | 94 623 | 2,96 |
1914 | 6 032 | 128 406 | 4,70 |
1920 | 8 750 | 158 870 | 5,51 |
1923 | 9 300 | 184 117 | 5,05 |
1930 | 14 487 | 251 919 | 5,75 |
Fuente: Vargas, Julián y Zambrano, Fabio, op. cit., pág. 40.
Es notorio el incremento de las “plumas”, como se llamaba a las conexiones domiciliarias, que de un cubrimiento del 0,37 por ciento de los habitantes en 1887, pasó al 3 por ciento 10 años después. Pero, luego de este inicio promisorio en el mejoramiento sustancial en la oferta del servicio por parte de la compañía de Jimeno, las relaciones entre ésta y el municipio empezaron a cambiar. Quizá la razón se encuentra en que Jimeno logró este monopolio en 1888, gracias a sus dotes empresariales y a la cercanía con el presidente Núñez, en la cúspide del poder al iniciarse la República conservadora. Pero, al retirarse éste de la presidencia y morir poco después, Jimeno perdió su padrinazgo. Lo cierto es que el municipio modificó rápidamente los términos del contrato y estableció un techo de 5 000 plumas como el límite en que, una vez alcanzado, se debía revertir todo el acueducto al municipio.
La imposición de este límite, en cierta medida bajo, frenó el interés del contratista en ampliar la oferta del servicio, pues sabía que perdería toda su inversión si llegaba a instalar el tope de las acometidas domiciliarias. El cambio en los términos del contrato produjo la desmejora en la calidad del servicio y minó las relaciones entre la compañía y el municipio. Además, la oferta del servicio por parte de la compañía de Jimeno no constituyó una solución integral al grave problema del abasto de agua que padecía Bogotá desde la Colonia, pues se mantuvo el sistema de acueductos de barrio del siglo xviii, el cual utilizaba los chorros de agua de las montañas orientales, que, como es lógico, no estaban integrados en un solo sistema de acequias.
Por ello se puede afirmar que el abastecimiento de agua era el problema más grave que aquejaba a Bogotá a principios de siglo, pues la oferta de un servicio adecuado estaba lejos de seguir el ritmo al que crecía la población. Por otra parte, se iniciaban cambios culturales en la concepción del cuerpo y las gentes de las clases altas y medias empezaban a sentir la necesidad de bañarse con mayor frecuencia. En los periódicos de estos albores de siglo proliferan atractivos anuncios de tinas, duchas y calentadores importados, así como jabones y cosméticos que invitan al aseo personal en baños cómodos, provistos de tinas y regaderas.
Toda esta sumatoria de deficiencias que acusaba la compañía privada del acueducto, cuya medida se tasaba por la altísima mortalidad vinculada a la mala calidad de las aguas, produjo una presión creciente sobre las autoridades municipales, encaminada a que la ciudad adquiriera la empresa del acueducto. Para 1910, Jimeno había instalado 4 000 plumas y argumentaba que no podía colocar ni una más por carencia de fuentes adecuadas de agua39. Por entonces el Concejo daba pasos tendientes a la compra del acueducto, pero eran en vano por cuanto la compañía de Jimeno demostraba estar cumpliendo a cabalidad con las condiciones del contrato.
Sin embargo, desde finales de 1910, la Empresa del Acueducto de Bogotá, de propiedad de Ramón B. Jimeno, se convirtió en uno de los principales temas de discusión y controversia pública por el alarmante empeoramiento de sus servicios, no sólo en cuanto al abastecimiento del líquido sino, lo que era más grave, en cuanto a las condiciones higiénicas del mismo. La oficina de higiene y salubridad del municipio realizó un concienzudo estudio sobre la calidad del agua que bebían los bogotanos. La primera pregunta era: “¿Son potables las aguas que proporciona a Bogotá la Compañía del Acueducto?”. La respuesta: ¡no! Sustentaba la respuesta un estudio bacteriológico realizado en el Instituto Químico de Inglaterra, con muestras enviadas desde Bogotá en 1907, en que se concluía que estas muestras contaban con una “fuerte cantidad de materias orgánicas” que sobrepasaban con creces los índices señalados por los higienistas40. Luego se realizaron estudios en el laboratorio municipal, a cargo de Federico Lleras, en los que se dictaminó que en las aguas del acueducto de Bogotá había “una enorme cantidad de microbios entre los que hay especies patógenas que hacen peligroso su empleo desde el punto de vista bacteriano”. El informe de otro laboratorista decía: “… por el marcado olor fecaloide que dan sus colonias de las muestras de agua analizadas en el laboratorio, identifican el microorganismo hallado por el preparador de bacteriología con el hallado por el Doctor Lleras, esto es, con el colibacilo o bacterium Coli41. En resumen, los estudios concluían que el agua que se recibía era absolutamente impotable para seres humanos.
En segundo término, el estudio trataba de verificar si el líquido distribuido por el acueducto era suficiente para el consumo de los bogotanos. Aquí también la respuesta era categóricamente negativa. Como consecuencia de esta aguda escasez, los locales comerciales carecían de servicios. Anotaba una crónica de la época:
“Hace ya mucho tiempo que en la dirección de Higiene y Salubridad se expiden patentes de sanidad para edificios sin agua, con excusados secos… el matadero es, según afirmaba una gran autoridad hace veinte años, el mayor ultraje que se puede hacer a la civilización y a la higiene pública”42. Asimismo, la matanza de ganado menor, cerdos y corderos, no se hacía en el matadero sino en casas, donde los animales próximos a sacrificar se mezclaban con los perros. “En muchas partes por escasez de agua limpia, hacen las manipulaciones de la carne con el agua que desciende por calles y zanjones llenos de inmundicia”43.
Cabe señalar que para entonces el matadero central estaba ubicado a orillas del río San Francisco, “situado precisamente en aquella parte de la población donde el río ha recogido todas las letrinas y albañales, cuyas salas de despresamiento y cuarteo han sido anegadas por la inundación de las alcantarillas reventadas”44.
La criminal negligencia de la Empresa del Acueducto respecto al peligro mortal que representaban sus aguas para la ciudadanía se evidencia en las aterradoras cifras de mortalidad en los primeros años del siglo a causa de enfermedades gastrointestinales producidas directamente por las bacterias patógenas del agua. En 1904 la disentería, la enterocolitis, la enteritis y la gastroenteritis causaron el 14,5 por ciento de las defunciones, y tanto en 1906 como en 1910 el 16 por ciento. La proliferación de estas enfermedades se hacía más aguda y letal en los meses más lluviosos (marzo, abril, mayo, octubre y noviembre), cuando las mayores precipitaciones pluviales aumentaban el caudal de los ríos bogotanos, ya de por sí auténticas cloacas, ocasionando una mayor contaminación y mezcla profusa de las aguas mal llamadas potables con las definitivamente negras.
En las temporadas secas la situación no era mejor; por el contrario, en algunos aspectos era peor. Al disminuir o cesar las lluvias, bajaba la incidencia de problemas gastrointestinales pero subía alarmantemente la cifra de mortalidad por problemas respiratorios. En 1904, la primera causa de mortalidad fueron las enfermedades respiratorias, como pulmonía, tuberculosis, bronconeumonía, gripa y otras. En ese año, estas afecciones causaron el 32 por ciento de las defunciones en Bogotá, en 1906 el 34 por ciento y en 1910 el 29 por ciento. Todo esto, desde luego, estaba asociado a las pésimas condiciones de vida que afrontaban los habitantes pobres de la ciudad.
Dos causas mayores tenía este auge de enfermedades respiratorias en verano. Por una parte, la falta de lluvias, que levantaba en la mayoría de las pésimas calles bogotanas nubes de polvo que afectaban gravemente las vías respiratorias de la población. Por otra, la excesiva afluencia de personas indigentes de la provincia que, no contando con un techo donde guarecerse, tenían que pasar las noches bajo aleros y zaguanes. Como en verano los amaneceres de la sabana de Bogotá alcanzan a menudo temperaturas bajo cero, la racha fatídica se veía incrementada.
Así pues, a comienzos de siglo los bogotanos estaban mortalmente amenazados tanto en los meses de lluvia como en los de sequía. A tal punto que en 1913 la Oficina de Higiene Municipal rindió un informe que habla por sí solo:
“Resulta que las aguas de las diversas vertientes que forman el río San Francisco, son pisoteadas por las gentes y animales que transitan por aquella región. Faltan puentes y hay caminos, como el de Choachí, que debieran desviarse… El inspector halló gran número de habitaciones en esa región. La presencia de ellas es un grave inconveniente, porque las gentes que las ocupan hacen uso de las aguas para todo inclusive para el lavado de la ropa… Con mucha frecuencia los celadores de aguas dan aviso a esta oficina de que han caído en las vertientes bestias y reses y han perecido allí. Como a veces no las pueden sacar inmediatamente por dificultades materiales o por ignorar en dónde han caído, se ensucian las aguas de un modo muy perjudicial para su potabilidad”45.
Aunque en este año se había terminado un acueducto que del río San Cristóbal traía el agua hasta Las Cruces, las minas de cal contaminaban las aguas. El acueducto que llevaba agua a Las Nieves era un caño de piedra, cubierto con lajas sin cementar: “Este caño está a una profundidad de treinta a cincuenta centímetros bajo el suelo y los torrentes que pasan sobre él, llevándose la tierra, dan fácil acceso a toda clase de aguas sucias. Mientras este caño no se haga de sección circular, de ladrillo y cemento exterior e interiormente, como el del Acueducto de San Cristóbal… no dejarán de efectuarse esas infiltraciones.
”El haber dejado construir molinos en El Boquerón es otra causa frecuente de alteración de las aguas. El Señor Ingeniero municipal dice a este respecto que las aguas que van al barrio de Las Nieves se toman abajo del puente de Holguín donde el río ha recibido las aguas lluvias, que han lavado toda la inmundicia del callejón que va para el Molino Inglés, que es un verdadero excusado público, y el patio infecto del molino de El Boquerón”46.
El mismo informe nos muestra el estado de los estanques del acueducto:
“Domina los estanques del acueducto un cerro completamente empedrado de excrementos humanos; tal suciedad infecta las aguas que abajo quedan, tanto en la estación lluviosa como en la seca; en la primera, los aguaceros disuelven la inmundicia y la arrastran a los tanques, cuyo brocal, a causa de poca altura, es insuficiente para cerrar el paso a los impetuosos torrentes que ruedan hacia los tanques… En la estación seca el peligro varía, pero subsiste: las materias fecales, reducidas a polvo, son levantadas por los vientos, que luego las dejan caer sobre las aguas que están descubiertas y que han de abastecer a la ciudad”47.
En otro informe de la misma dirección de Higiene y Salubridad Municipal hay una descripción tétrica del sector comprendido entre las carreras 4.ª y 6.ª de la calle 9.ª, donde las casas disponían de pequeñas acequias en los zaguanes para proveerse de agua.
“En la cuadra 3.ª, de la misma calle el Acueducto pasa por las cocinas, solares y patios donde se encuentran los respectivos cogederos con sus sacramentales ladrillitos, tablitas, cueros o trapos, sobre los que se arrodillan para recoger el agua. Los cogederos en las cocinas son repugnantes, pues casi en todas ellas los pavimentos son de adobes o simplemente de tierra apisonada, lo que se humedecía con el agua que escurre de las vasijas con que las sacan, forman barro mezclado con todas las suciedades imaginables en una cocina de esa clase; desde el esputo de la cocinera, hasta las cáscaras de las legumbres que han servido para aderezar las comidas y las sobras de las mazamorras con que han tenido empleo. En otras, el acueducto pasa a tal profundidad que, para sacar agua de él, hay necesidad de bajar por una escalera o rampa en las mismas condiciones que el cogedero de la cocina; en estos cogederos de rampa o escalera el barro que he descrito para los de las cocinas, vuelve con más seguridad a la corriente del Acueducto con el agregado de la mugre y sudor de los pies descalzos de las maritornes que efectúan la operación.
”En las cuadras 2.ª, 1.ª B y 1.ª A, el acueducto va por la mitad de la calle, cubierto con mal unidas tapas (laja), las cuales, por los intersticios que presentan, dejan penetrar, no sólo todas las inmundicias del arroyo de la calle, sino también los desagües de las letrinas y derramaderos de las casas que limitan la calle por la acera norte”.
La observación del sitio donde se tomaba el agua al acueducto arrojó el siguiente resultado: “Observé que a las orillas del agua había excrementos humanos, de cerdo y de bestias, algunos de los cuales estaban dentro del agua misma… un poco más arriba entra el desagüe de los excusados del convento de Padres Capuchinos…”. Además de las “chozas de gentes pobres, que tienen ovejas, cerdos, burras y gallinas, cuyas deyecciones, junto con la de los habitantes, van a acrecentar el caudal del acueducto municipal…”48.
Resulta sorprendente que la mortalidad debida a las deficiencias del acueducto no hubiera sido mayor. Como ya se mencionó, la presión de la opinión pública hizo que en febrero de 1911 el municipio designara una comisión para discutir su compra. Las negociaciones se prolongaron hasta 1914, cuando finalmente se concretó la operación. Para este año las instalaciones de agua ya pasaban de 6 000, cuando el contrato con la empresa estipulaba que al llegar a ?5 000 ésta revertiría al municipio49.
Una de las primeras medidas de la nueva administración del acueducto fue solicitar la colaboración de la Academia Nacional de Medicina para el urgente saneamiento de todos los mecanismos de distribución del agua y del líquido mismo. La academia se mostró franca y dura en su exposición ante el municipio. Empezaba declarando que, en verdad, Bogotá carecía de acueducto en el sentido justo de la palabra y denunciaba luego cómo “la Administración Pública consintió en el sacrificio de la salud y la vida de los habitantes de la capital de la República”. Más adelante señalaba: “Por lo que hace a la calidad de las aguas, cuanto se diga es poco para ponderar la penosa situación en que se encuentra la ciudad, de admirar es que no la azote mayor número de epidemias, cuando, según informe dado por el Señor Gerente al Alcalde de la ciudad, en notas cuyas copias tuve a la vista, en un mismo día, se hallaron en tres diversas vertientes un burro, una mula y un caballo muertos. ¡Y pensar qué tan tranquilos estamos bebiéndonos esa agua!”50.
Una de las recomendaciones de la Academia de Medicina era que el municipio comprara las hoyas de los ríos vecinos y emprendiera una rápida e intensa campaña de reforestación. La aplicación de esta propuesta va a generar una profunda transformación del paisaje de los cerros capitalinos, pues años después se inició una reforestación con pinos europeos, cambiando su apariencia. La academia también recomendaba con énfasis la construcción de una buena red de alcantarillado. La verdad era que, apenas en 1914, al cabo de años de desastrosa administración privada de una empresa tan vital, la capital colombiana iniciaba la construcción de un auténtico acueducto.
Lo que el municipio de Bogotá adquirió no era más que un mal remedo de acueducto. Por consiguiente, el paso de este servicio de manos privadas a la administración oficial no fue —no podía serlo— una solución inmediata. El primer trabajo de urgencia que emprendió el municipio con todas las limitaciones de sus escasos recursos, fue la reparación de las tuberías que dejó Jimeno, que, según un testigo de la época, “presentaban el aspecto de una coladera”51. Lo más injusto y paradójico de esta situación era que las dificultades financieras que afrontaba el municipio dentro del proceso de modernización y reparación del acueducto se debían en lo esencial a la agobiante deuda de 320 000 pesos que la ciudad había tenido que contraer para comprarle el acueducto a Jimeno, en condiciones altamente ventajosas para él. En vista de esta emergencia, el municipio se vio obligado a tomar la medida más impopular: duplicar las tarifas de acueducto, que, como era de esperarse, causó un tremendo malestar social. A todas estas, el municipio no se había emancipado aún de la forma tradicional y expedita de solucionar estos problemas otorgando concesiones a particulares. Ante la crisis descrita, el municipio concedió a dos empresarios particulares un privilegio de 10 años para establecer un acueducto que utilizara las aguas del chorro de Padilla. La noticia cayó como una bomba en el gremio de los aguateros que se proveían de agua en el célebre chorro para distribuirla en la ciudad. De inmediato dirigieron al Concejo un memorial que decía:
“Los suscritos pertenecientes al gremio de aguadores de la ciudad con el respeto que merece la entidad… nos permitimos manifestarles que… con la resolución del Honorable Concejo se priva a más de cuatrocientas familias del pan que durante muchísimos años han venido ganándose con el trabajo honrado que implica el acarreo del agua de Padilla a las casas particulares… Decimos que nuestros derechos son tradicionales, porque el primitivo poseedor del agua de Padilla quiso darnos a los pobres manera de ganarnos honradamente la vida con el usufructo de tal agua, y ya no hay ley alguna que de ese tradicional legado pueda privarnos. Porque desde tiempo casi inmemorial esa agua es algo nuestro, pues así lo quiso su primitivo dueño… No creemos inútil manifestar a Usted, Señor Presidente, que casi todos los aguadores de la ciudad son inválidos, pues entre nosotros hay ciegos, mancos, lisiados de todas maneras; de modo que nos será imposible ganarnos el pan de nuestras familias en otro trabajo”52.
Tan justa era la protesta de los aguadores que de inmediato generó una revisión del privilegio el cual, en un tiempo relativamente corto (abril de 1917), fue declarado nulo por un fallo judicial.
Otro problema de apreciables dimensiones que hubo de afrontar el municipio respecto al acueducto fue el de la contaminación de las fuentes, ya que los nacimientos de los ríos que las abastecían estaban ubicados dentro de propiedades particulares, lo que impedía a las autoridades municipales ejercer un adecuado control sanitario sobre ellas. Así, a partir de 1918, el municipio inició el proceso de compra de estas propiedades. La primera adquisición fue la de 11 predios situados en las hoyas hidrográficas de los ríos San Francisco, San Agustín y San Cristóbal, por los que el municipio pagó 768 570 pesos. Esto desató un escándalo de grandes proporciones pues el avalúo catastral de dichos predios era de 98 600 pesos53.
Adquiridas estas propiedades, se procedió al desalojo de unas 4 000 personas que allí habitaban. Pero los problemas siguieron. El acueducto no contaba aún con medios técnicos para la purificación de las aguas, que llegaban a su destino final en el mismo estado en que eran tomadas de los ríos. Comenzó a estudiarse el uso del cloro, pero sus costos eran muy altos. Como el problema de insalubridad de las aguas adquirió proporciones alarmantes, se planteó la urgencia de una solución inmediata. En 1920, el director nacional de Higiene envió a la prensa el siguiente comunicado:
“La fiebre tifoidea y la disentería, enfermedades infecciosas cuyo principal origen está en las aguas contaminadas por los gérmenes de ellas, han aumentado en Bogotá y adquirido gran virulencia como lo indica la alta mortalidad que han causado últimamente y que tiene justamente alarmada a la ciudad. Para poner punto final a la causa de estas infecciones, es indispensable y urgente proceder a la purificación de las aguas que se suministran al público”54.
Y rápidamente pasó de las palabras a los hechos, dictando una resolución que obligaba al acueducto a utilizar el cloro líquido para desinfectar las aguas. En acatamiento a esta nueva norma, la empresa instaló casetas proveedoras de cloro en los ríos San Francisco, Arzobispo, Rosales, Chapinero y San Cristóbal. A continuación el municipio contrató a un técnico extranjero de apellido Burke, que había adquirido considerable prestigio por las obras de saneamiento en la zona del Canal de Panamá. En 1916, por resolución del Concejo, se dio inicio a la canalización de los ríos San Francisco y San Agustín55. Dichas obras produjeron considerable beneficio a la salubridad ciudadana pues, desde la Colonia, estos ríos habían sido como grandes cloacas propagadoras de miasmas peligrosos para la salud y la vida humanas y, para estos años, sus caudales ya estaban menguados, dificultando el arrastre de los desechos allí arrojados.
La aplicación del cloro fue un cambio técnico de gran importancia en la modernización de la ciudad. Pero, no obstante sus beneficios en materia de salud, la ignorancia libró una encarnizada batalla contra su empleo. Cuando el acueducto lo empezó a usar, tuvo que hacerlo con el mayor sigilo, previendo una reacción adversa de los usuarios. Empero, el secreto no duró mucho tiempo. Veamos este informe de prensa:
“La ciudad se dio cuenta de que ya el agua que antes ingería con todos 1os gérmenes de la disentería y del tifo, tenían que apurarla ahora químicamente pura, y ante esa tremenda revelación se levantó indignada a reclamar sus queridas bacterias de origen hídrico que diezmaban periódicamente la ciudad, dándole cierto elegante prestigio de metrópoli de la muerte. Nadie supo en el primer cuarto del año la existencia del cloro en el agua. Pero denunciado en los periódicos el resultado de la cloruración, de acuerdo con el análisis, se observó inmediatamente en distintas partes de la ciudad que el agua había tomado un color azul muy sospechoso, que cortaba el jabón y que producía envenenamientos y trastornos terribles”56.
A lo largo de lo que podríamos llamar la batalla del cloro hubo altibajos y retrocesos. Poco a poco aumentaron las dificultades para proveer a la Junta de Saneamiento con los 15 pesos diarios que costaba el cloro. Algunos miembros de la junta, dando ejemplo de civismo y generosidad, aportaron varias veces de su bolsillo estas sumas. Y mientras tanto, seguían las presiones de los consumidores para volver a la peligrosa insalubridad de los años anteriores. La junta recibió un memorial de los vecinos de Chapinero, en que protestaban por recibir aguas cloradas. El presidente de la Junta de Saneamiento les respondió con una carta irónica y urticante, de la cual destacamos estos apartes:
“Tendré el mayor placer en cuanto de mí dependa en contribuir para satisfacer los reclamos de algunos vecinos de Chapinero, pues que si ellos prefieren beber agua cargada de materias fecales sin que sufra ninguna desinfección, debemos respetar su deseo”. La carta pública terminaba diciendo: “Suplico encarecidamente a los señores de Chapinero se sirvan excusar el mal que les hemos causado desinfectándoles las aguas, y contribuyendo así a que en el presente año no se haya presentado la fiebre tifoidea en forma de epidemia”57.
El caso que acabamos de referir no es el único que se podría citar para mostrar que no eran sólo las gentes de bajo grado cultural quienes se oponían al saneamiento de las aguas. Cierto médico llegó a dictar una conferencia pública en la que denunció que el cloro producía impotencia e incitó al auditorio a destruir los mecanismos por medio de los cuales se aplicaba. Pero, repetimos, en estos momentos el cloro perdía la batalla mucho más ante las estrecheces económicas que dificultaban su provisión adecuada que ante la incultura de la gente. En agosto de 1922 el cloro empezó a escasear, lo que se reflejó de inmediato en los análisis químicos de las aguas, que empezaron a mostrar incrementos preocupantes de bacterias patógenas. Aparte de eso, la ciudad volvía a afrontar una aguda escasez de agua. En 1923 había ?9 300 plumas para una demanda mínima de 25 000. La situación no daba espera. La construcción de un gran acueducto era una necesidad apremiante.
Basándose en estudios existentes de entidades extranjeras, se escogió el río San Cristóbal como el más indicado para cubrir las necesidades del momento. En septiembre de 1923 se iniciaron los trabajos para la conducción de las aguas del San Cristóbal hacia Bogotá. El presupuesto de la obra era de 300 000 pesos, incluidos los tanques de Vitelma, la tubería conductora, los dos tanques de almacenamiento de San Diego y los filtros y plantas de purificación que se ubicarían en Vitelma. El director de la obra fue el ingeniero bogotano Hernando Gómez Tanco58. De igual forma se procedió a la reconstrucción del tanque de Chapinero. En rigor puede afirmarse que éste fue el primer acueducto moderno que tuvo Bogotá. Faltando solamente los tanques de San Diego, las obras en Vitelma y San Cristóbal quedaron terminadas en noviembre de 192459. Para las dimensiones de la capital en esa época, la obra era en verdad portentosa.
Las estadísticas de mortalidad por fiebre tifoidea guardan estrecha relación con el uso del cloro. En 1919 y 1920, cuando todavía no se aplicaba, los muertos por fiebre tifoidea fueron, 412 y 411 respectivamente. En 1921, cuando comenzó a utilizarse, las defunciones por la referida causa descendieron a 88. En 1922 hubo 104 y en 1923 se presentaron 130. El problema se agudizó de nuevo en 1924 debido a la escasez de cloro. Se leía entonces en la prensa:
“Desgraciadamente no todas las aguas que se consumen en Bogotá están clorizadas. En los barrios altos existe el acueducto de Belén que, en nuestro concepto, es una de las causas más graves de la propagación de la enfermedad, pues la infección de las aguas de este acueducto es algo pavoroso; son aguas que llevan gran cantidad de deyecciones humanas y animales y, sin temor de que se nos trate de exagerados, podemos decir que lo que allí se entuba es el producto de una alcantarilla… Las aguas de que se abastece el barrio de San Cristóbal tampoco reciben los beneficios de la clorización, pues la distribución para dicho barrio se hace arriba de la caja donde se aplica el cloro. El agua del Chorro de Padilla, que muchas personas consideran axiomáticamente pura, creemos, con fundadas razones, que no ofrece garantía alguna y, por el contrario, constituye un verdadero peligro al que confiadamente se entregan muchas gentes incautas”60.
La escasez de agua, sumada a los problemas higiénicos, fue causa determinante para que la próspera embotelladora Posada Tobón iniciara, con el mayor de los éxitos, el negocio de vender a domicilio agua en impecables condiciones de pureza. El líquido, que se distribuía en botellones de vidrio igualmente asépticos, se convirtió en una dura competencia para el gremio de los aguateros. Decía un testimonio publicado en la prensa en 1924:
“Lo primero que llama la atención en Bogotá es la falta de agua. La mayor parte de los establecimientos públicos y las casas particulares carecen de ella, por lo menos de una manera suficiente. En el verano porque hemos pasado, todos los de la ciudad hemos tenido que sufrir por esta escasez y aun después de las lluvias, todavía falta agua hasta para las casos más urgentes… No se concibe cómo en esta situación se sigue edificando en la capital. Eso es simplemente no pensar en la suerte que va a tocarles a los que habitan las casas nuevas que se construyen… De aquí, pues, que las personas pudientes tengan que usar agua de cristal para evitar contagios… Es increíble que en la capital haya que comprar el agua a una empresa particular para conservar la salud, hasta donde sea posible”61.
No obstante, el impulso modernizador seguía su marcha sobre todos los obstáculos. A finales de 1924 el municipio celebró un contrato con la empresa norteamericana Ulen Company para un ambicioso paquete de obras: ampliación del acueducto, mejoras en la higienización urbana, construcción y dotación del matadero, ampliación de las redes del tranvía, ensanche de plazas de mercado y construcción de nuevas, y realización de un programa de vivienda obrera62.
Cuando la Casa Ulen inició sus trabajos ya estaban concluidos los tanques de Vitelma y de Egipto y la red de tubería alcanzaba una longitud de 170 kilómetros, de los cuales en 1927 ya funcionaban 90. Además se habían instalado 73 hidrantes. Pero, pese a todos estos avances, muy pronto se hizo evidente que los cálculos iniciales se habían quedado cortos ante el crecimiento de la ciudad. Como si esto fuera poco, entre los años de 1927 y 1928 se presentó un verano de inusitada intensidad que determinó drásticos racionamientos de agua. Sostenía la Sociedad Colombiana de Ingenieros en un estudio que realizó en 1928:
“La ciudad crece a diario, no solamente por crecimiento vegetativo de los ciento cincuenta mil habitantes que tenía hace diez años, sino debido a la influencia de un contingente considerable que le viene de las provincias, destinado a establecerse aquí de un modo permanente y distinto al que forma lo que podemos llamar con propiedad la población flotante de Bogotá. A tiempo que esto sucede, una gran masa de población que de un vivir modesto, y más que modesto, indigente a veces, asciende económica y socialmente a otras esferas de mayor consumo, de más refinamiento, trae consigo como una de las manifestaciones primeras e ineludibles del progreso la necesidad de un consumo de agua por cabeza de habitante mayor que en los años anteriores. De modo pues que la provisión de agua necesita ser mayor, primero porque la población aumenta, y aumenta con una rapidez superior a la ley del crecimiento espontáneo, y segundo porque las necesidades de un ciudadano actual no son las mismas que las de un ciudadano hace veinte años”63.
La década de los veinte terminó sin una solución cabal para el abastecimiento de agua en Bogotá, aunque, hacia el final, se llegó a la conclusión de que era indispensable recurrir cuanto antes a fuentes distintas de los ríos tradicionales. El resultado de los estudios fue claro: traer las aguas del río Tunjuelito y construir un embalse en el Neusa para conducir las aguas hacia la capital por medio de tuberías. Aunque el primero de los proyectos se consideró como el más viable, era claro que no alcanzaría a solucionar el problema por sí solo. En consecuencia, no podía desecharse el del Neusa.
Al empezar la cuarta década del siglo, cuando Bogotá ya empezaba a superar los 300 000 habitantes, seguía padeciendo por falta de agua. Además, como los usuarios pagaban un canon mensual fijo por el servicio, cualquiera que fuese el consumo, había mucho despilfarro. Alarmado, el municipio comenzó rápidamente la instalación de contadores y el cobro por consumo. Entonces, ocurrió lo que se esperaba. En 1930, al instalarse los primeros 600 contadores, el gasto de agua en estas casas se redujo en 70 por ciento64. Este control al desperdicio era una medida benéfica pero no decisiva. El problema consistía esencialmente en que el acueducto estaba diseñado para una ciudad estática, y Bogotá crecía a un ritmo que superaba todas las previsiones.
La solución vino cuando el gobierno nacional, por conducto del presidente Enrique Olaya Herrera, decidió terciar en el asunto, entrando como socio del municipio para la construcción del gran acueducto que la ciudad necesitaba. El municipio y el Ministerio de Obras Públicas firmaron un contrato en virtud del cual el municipio aportaría dos millones de pesos y la nación uno con destino a esta obra. También se estipulaba que, una vez concluida la construcción del acueducto, éste pasaría a manos del municipio65. En noviembre de 1933 el técnico norteamericano Geo Bunker, contratado por el Ministerio de Obras Públicas para realizar un estudio previo, entregó sus conclusiones, favorables al proyecto de represamiento del río Tunjuelo. La obra era colosal para la época y para Bogotá: constaba de una represa situada a 3 000 metros de altura, con un terraplén de 34 metros de alto y 360 de longitud para almacenar cuatro millones de metros cúbicos de agua. Además, se construyó un sistema de conducción de 24 kilómetros hasta el alto de Vitelma y una planta de tratamiento convencional66.
La represa se contrató con Sanders Eng. Corp., que comenzó trabajos en abril de 1934. De la conducción se encargó a la Lock Joint Pipe Co., a precios unitarios fijos, modalidad nueva en el país, y sus obras se iniciaron en octubre de 1935. La planta corrió por cuenta de Lobo Guerrero y Santa María. La construcción de la presa presentó algunas dificultades, entre ellas la carencia de operarios locales para manejar las palas excavadoras, lo cual hizo necesario traerlos del exterior. Las demoras en los trabajos obligaron al ministerio a asumir la dirección de la obra y la concluyó directamente en enero de 1938. Como la demanda de agua había crecido mientras las obras se desarrollaban y la tubería de conducción ya estaba terminada, se decidió despachar aguas del Tunjuelo por esta última. Dado que el líquido se captó directamente del río, llegó a las obras en construcción de Vitelma cargado de arena y así pasó a la red de distribución, siendo causa, por muchos años, de trabas en los medidores67.
Paralelamente a la construcción del acueducto de Vitelma y con la asesoría científica de un técnico extranjero se empezaron a poner en marcha los mecanismos de purificación del agua, avance ciertamente trascendental en el campo de la salubridad ciudadana. El gran día fue el domingo 25 de septiembre de 1938, cuando la planta de Vitelma empezó a enviar diariamente a la ciudad 50 000 metros cúbicos de agua filtrada y purificada que, según los cánones de consumo por habitante vigentes en la época, alcanzaban para el abastecimiento de hasta 400 000 personas. En ese momento se contaba con 24 000 instalaciones y 8 500 contadores. Finalizando 1938, se inició la conexión de tubería entre Vitelma y el tanque de San Diego para abastecer cabalmente de agua al norte de la ciudad68.
Pese a tales avances, los veranos siguieron determinando agudas escaseces de agua en la capital. Por otra parte, aunque construido con las mejores especificaciones técnicas, el acueducto de Vitelma resultó muy pronto insuficiente para cubrir las necesidades generadas por el vertiginoso crecimiento de Bogotá.
La puesta en funcionamiento de Vitelma implicó la decisión inaplazable de extender de manera considerable la red de tuberías. En año y medio se tendieron 100 kilómetros de tubos. Pero los problemas iban a la par con los progresos. En numerosos sectores de la ciudad continuaba dándose un desperdicio irresponsable de agua debido a la falta de contadores. Por otro lado, el consumo aumenta al empezar a calar en Bogotá el hábito del baño diario, debido en parte a las campañas en tal sentido, similares a las que en los años veinte exhortaban a las gentes a lavarse el cuerpo siquiera una vez por semana69. Y, pese a los avances, el acueducto seguía sometido a los vaivenes del tiempo. Por ejemplo, a principios de 1945 hubo un verano tan severo, que la escasez de agua obligó a tomar medidas tan drásticas como el cierre de colegios.
Las dificultades que implicó la segunda guerra mundial para el abastecimiento de las sustancias químicas necesarias en la purificación del agua, se constituyeron en acicate para la industria nacional. En mayo de 1942 se asociaron la Empresa de Acueducto y el Instituto de Fomento Industrial para crear la Compañía Nacional de Cloro, cuya planta se estableció al lado de Vitelma. En corto tiempo la producción de esta nueva fábrica fue tan satisfactoria que cubrió sin problemas la demanda nacional. Desafortunadamente, a la vez que se solucionaba la crisis del cloro, continuaba vigente la de tuberías y contadores por el atraso de la industria metalmecánica nacional. Aún en 1945, de 42 000 instalaciones que abastecía la Empresa de Acueducto, sólo 26 000 contaban con contadores70.
El municipio seguía afrontando dificultades tremendas para dar una solución de fondo al problema del agua. El hecho escueto era que la solución costaba aproximadamente 10 millones de pesos que, en números redondos, equivalían al doble del presupuesto municipal. Sin embargo, ante la evidencia de que el suministro de agua comenzaría a tornarse crítico a partir de 1947, en 1945 se tomaron las primeras medidas. Se empezaron las gestiones para adquirir la hacienda El Hato, a fin de construir el embalse de Chisacá; se emprendió un activo programa de reforestación en las cabeceras de los ríos San Francisco, San Cristóbal, Arzobispo, Los Rosales, etc., y se diligenció la adquisición de toda la hoya del río Tunjuelo, en una extensión de 25 000 hectáreas71.
Aunque las lluvias de abril de 1945 desactivaron la emergencia que se avecinaba, por iniciativa de Francisco Wiesner se decidió crear en la Empresa de Acueducto una sección que se encargara de adelantar la construcción de un nuevo embalse en el río Tunjuelo, para lo cual se contaba con los planos elaborados por un técnico norteamericano72.
Pero, con la convicción de que este proyecto sólo solucionaría el problema por unos años, en 1945 se inició un programa de investigación a largo plazo sobre los recursos de agua en la región, como medida previa para poder tomar decisiones y disponer de elementos de juicio definitivos. Esto era de gran importancia, porque los estudios sobre aforos ?mínimos y máximos de los ríos sólo se pueden obtener después de décadas de observaciones. Con este fin se recogieron los equipos hidrológicos disponibles en el país; se obtuvo el traspaso de las estaciones que había establecido la comisión del río Bogotá del antiguo Ministerio de Economía; se recopiló y ordenó toda la información precedente, y se extendió el área de las investigaciones no sólo a toda la sabana sino también a las hoyas adyacentes73.
Las negociaciones de El Hato se terminaron en 1947; la presa se inició en 1948 y se concluyó en 1951. Con el embalse de Chisacá y las nuevas tuberías de conducción a Vitelma, de nuevo se logró solucionar el problema del abasto del agua por unos años más.
No hay duda de que las sucesivas mejoras que a lo largo del siglo xx se fueron introduciendo en el abastecimiento de agua tuvieron una incidencia muy positiva en la salud de los bogotanos. La canalización de los ríos, la desinfección de las aguas por medio del cloro y las ampliaciones de los alcantarillados, fueron los principales factores determinantes del descenso radical de la mortalidad causada por el consumo de aguas contaminadas, como se observa en el siguiente cuadro. Además, como consecuencia directa de estas novedades técnicas, por primera vez en la historia demográfica de la ciudad los nacidos comenzaron a ser más que los muertos: se reducía la mortalidad infantil, el grupo poblacional más afectado por las pésimas condiciones higiénicas de la ciudad.
Muertes por fiebre tifoideaAño | |
1905 | 672 por cada 100 000 habitantes |
1920 | 260 por cada 100 000 habitantes |
1921 | 55 por cada 100 000 habitantes |
1924 | 12 por cada 100 000 habitantes |
Fuente: El Tiempo, 5 de mayo de 1950. Citado por Vargas, Julián y Zambrano, Fabio, op. cit., pág. 47.
La fuerte expansión urbana de los cuarenta y cincuenta obligó a la Empresa de Acueducto a buscar nuevas fuentes de provisión de agua. Para 1946 ya se estaban estudiando el Sisga y el Neusa. En 1948 la Caja Agraria puso en licitación la construcción del embalse del primero, obra que se inició en enero de 1949. Por su parte, en diciembre de 1948, el Banco de la República comenzó a construir la represa del Neusa, y en julio de 1950 el municipio pactó con el banco la compra de dicha obra. Se calculaba que con estas dos obras Bogotá aseguraría su provisión de agua hasta 198574. Pero, la realidad no tardaría en volver a demostrar que tales proyecciones se quedaban cortas otra vez.
La demanda seguía creciendo en forma acelerada y no daba tregua. Un fuerte verano en 1950 produjo una aguda escasez. Aunque la nueva represa de Chisacá se hallaba en proceso de construcción, ya se sabía que, una vez entrara en operación, no alcanzaría a satisfacer el total de la demanda. En mayo de 1952 se inauguró la represa del Neusa y las esperanzas de los bogotanos renacieron. Sin embargo, la triste realidad era que la capital seguía quedándose sin agua en verano75.
En abril de 1955, se inauguró la primera etapa del acueducto de Tibitó que, no obstante, sólo entró a operar años después. En 1955 la situación era crítica: la capital se acercaba al millón de habitantes y un 40 por ciento de la población carecía del servicio de acueducto76.
Tibitó era entonces la gran esperanza, en momentos en que aún había sectores de la ciudad donde el agua se transportaba a lomo de jumento. Para complicar más la situación, los costos financieros de Tibitó se elevaron de manera excesiva al pasar el cambio de 2,51 pesos por dólar a 6,03 pesos en 1957, y a 7,69 pesos en 1959. No obstante, los esfuerzos culminaron en el inicio de las operaciones de Tibitó, al conmemorarse el 6 de agosto de 1959 el aniversario 421 de la fundación de Bogotá77. Según las previsiones del momento, el acueducto de Tibitó debería solucionar el problema del agua en la capital por los 15 años siguientes.
Por otro lado, desde 1955, cuando se constituyó la Empresa de Acueducto y Alcantarillado, se había visto la necesidad de dotar a la ciudad con un moderno servicio de drenaje. Por ello se hizo levantar —por primera vez en su historia— un plano topográfico de la ciudad hasta el río Bogotá. Este plano permitió diseñar el denominado Plan Maestro de Alcantarillado, que, dada su complejidad, hubo que desarrollar en varias etapas y sólo vino a consolidarse en 1967, cuando el cabildo municipal dispuso cobrar por valorización las obras ejecutadas según el plan78.
ENERGÍA ELÉCTRICA
El siglo xix dejó como herencia una ciudad a oscuras. La iluminación nocturna no era un servicio extendido. En las calles, cuando no había luna, se corría el riesgo de caer en uno de los muchos huecos existentes por el mal estado del empedrado, o en una de las apestosas acequias que corrían por ellas. En 1861 un viajero comentaba en tono burlesco que “en esta Atenas de Suramérica sólo encienden 7 faroles públicos en memoria y reverencia de los 7 sabios de Grecia”. Para 1868, gracias a la importación de aceite de petróleo ya funcionaban 20 faroles, a todas luces insuficientes79. A finales del siglo xix coexistían los faroles de velas de sebo, de reverbero, de petróleo y de gas.
A mediados de los ochenta, la noticia de la energía eléctrica entusiasmó a los bogotanos, que por fin veían cercana la solución al problema. De manera optimista, la prensa capitalina anunciaba que “una sola luz puesta en la mitad de la Plaza de Bolívar hará que se pueda leer un periódico en toda la extensión de ella”80.
En 1889, luego de dos intentos, se creó The Bogotá Electric Light Co. Pero, las dificultades técnicas y financieras provocaron su crisis y fueron causa de que la capital llegara al siglo xx sin alumbrado público. Al liquidarse la citada compañía, los hermanos Samper fundaron otra, más sólida, que se llamó Samper Brush y Compañía. Esta empresa ofreció suministro de fluido eléctrico al público pero fue muy cautelosa en cuanto a la posibilidad de negociar con los gobiernos nacional y municipal, pues la experiencia de los empresarios anteriores, que habían llegado a la bancarrota debido en buena parte al incumplimiento de los pagos por parte del Estado, estaba aún muy fresca. En cambio, la empresa de los Samper encontró una excelente demanda por parte de industrias, talleres y casas particulares. Para dar un ejemplo de la forma como creció el consumo privado de energía baste recordar que para 1905 había 10 000 focos solamente en residencias particulares81. En contraste con la creciente iluminación doméstica, las calles continuaban en tinieblas. Era claro que la empresa privada prestaba el servicio a los usuarios que podían pagar por él, cosa que el municipio aun no podía hacer.
En 1906 comenzó a vislumbrarse alguna esperanza, gracias a los contactos que se dieron entre el municipio y la Empresa de Energía Eléctrica. En 1908 se inauguró el alumbrado de la Calle de la Carrera. Más tarde, para las fiestas centenarias de 1910, la empresa hizo a la ciudad un espléndido aporte, iluminando por su cuenta durante esos días la Plaza de Bolívar, el Parque de Santander, el Parque de San Diego, el Bosque de la Independencia y la avenida Colón82. Pasadas las fiestas, se retiraron las bombillas y la ciudad volvió a la oscuridad. Decía al respecto un cronista:
“El único paseo nocturno de la Capital ha quedado en sombras. Cada quince días lo alumbrarán las pálidas bujías de la luna. Pasa el Centenario y con él pasaron las pocas reformas que hubieran podido beneficiar a Bogotá. El Bosque ha quedado también a oscuras. En este país ¿quién no está a oscuras? Esto revela que los honorables señores del Concejo Municipal no han hecho arreglo alguno con la Compañía de Energía Eléctrica, tendiente a conservar siquiera el poco alumbrado que quedó de las fiestas patrias… Se apagaron los focos y no los sustituyeron ni con velas de sebo”83. Pero el consumo privado seguía creciendo; en septiembre de 1909 llegaba a 22 167 focos y 82 motores con 261 caballos84.
Mal podríamos caer en la torpe generalización de afirmar que los servicios públicos en manos privadas son fatal e inevitablemente malos. Bastaría para probarlo el ostensible contraste entre el comportamiento del acueducto bajo la inescrupulosa y ávida dirección del señor Jimeno y el de la energía eléctrica. Mientras el primero manejó durante largos años el acueducto con un desaforado criterio de lucro personal, negándose a modernizarlo y a sanear las aguas, los Samper le imprimieron a su empresa una orientación de servicio a la comunidad, que en ningún momento fue obstáculo para que sus propietarios obtuvieran utilidades. El contraste resulta aún más doloroso si se tiene en cuenta que un mal servicio de energía eléctrica retarda el progreso e incomoda a las gentes pero no atenta contra su vida y su salud, como sí ocurre cuando un acueducto distribuye aguas sucias y contaminadas con toda suerte de microbios y bacilos letales.
Después de largas negociaciones entre el municipio y la Empresa de Energía Eléctrica, se llegó a un acuerdo definitivo para la instalación del alumbrado público en la ciudad. Los bogotanos, como era lógico, se acostumbraron muy rápidamente a sus beneficios hasta el punto de que el primer apagón, que ocurrió el 12 de agosto de 1918 y duró seis horas, se convirtió en noticia:
“La luna alumbró la ciudad hasta las diez de la noche y a esa hora la oscuridad fue completa; en las calles, a distancia de un metro, escasamente se distinguían los bultos de las personas… A las diez y media de la noche se veían por las calles grupos de familias que iban para sus casas alumbrándose con lámparas, velas o faroles, escenas que nos hicieron recordar las noches de la Colonia… A las once y media de la noche, puede decirse que la ciudad estaba completamente desierta… La policía fue sacada íntegra a vigilar las calles, y en las partes centrales de la ciudad se colocaron agentes cada media cuadra… No obstante todas estas precauciones, los rateros hicieron su agosto, sobre todo en las partes extremas de la ciudad… Puede decirse que si la falta de luz se prolonga unas horas más, los ladrones se habían apoderado por lo menos de media ciudad…”85.
En el mes de noviembre del mismo año se repitió el apagón. La ciudad quedó totalmente en tinieblas y hubo necesidad de intensificar al máximo la vigilancia policiva para impedir la jugosa cosecha que se proponían recoger los delincuentes al amparo de la oscuridad86.
En abril de 1920 la creciente demanda de fluido eléctrico fue exigiendo a la empresa más ensanches y ampliaciones. En consecuencia, la compañía dio a los bogotanos la mala noticia de la duplicación de las tarifas a partir del l.o de junio. La prensa lo informó así:
“La ciudad entera recibirá un duro golpe con esta noticia, que duplica de una vez el precio de uno de los elementos indispensables; no hay casi en la ciudad casas o tiendas que no tengan servicios de luz, y son innumerables las que tienen sólo uno o dos focos indispensables, límite de los recursos de quienes de ella se sirven. El que tal cosa vaya a costar sumas tan fuertes para el pueblo, es algo que no puede mirarse con indiferencia”.
Según la prensa, en Bogotá se pagaba el servicio de energía más caro del país. Según la misma fuente, esto se debía a la falta de competencia, a la existencia de una sola compañía.
“El total de lámparas en 1918 era de 63 512, creciendo en dos años a 70 000. Pues bien, según esos datos, el aumento de que hablamos implica para la ciudad un gasto nuevo de cuatrocientos veinte mil pesos oro en el año, cifra crecidísima, que se quiere sacar no a tal o cual empresa o compañía poderosa, sino a los habitantes todos de Bogotá, en su inmensa mayoría pobres y necesitados. El municipio no más paga al año por servicio de luz alrededor de cuarenta mil pesos oro. Tendría que pagar ochenta mil, cosa imposible para sus convalecientes finanzas”87.
La prensa se entregó a la tarea de investigar las finanzas de la empresa y muy pronto informó acerca de los rendimientos de la misma, los cuales fueron en 1904 del 4,37 por ciento, en 1906 del 9,60 por ciento, en 1909 también del 9,60 por ciento, en 1913 del 14,4 por ciento, en 1916 del 16,8 por ciento y en 1918 del 18 por ciento. Continuaba el informe:
“Y en 1919, según el informe del Gerente el dividendo debía ser del 21 por ciento sobre el capital pagado. El año que terminó el 20 de junio de 1919, le reportó ingresos a la Compañía por $539 723, teniendo una utilidad líquida de $411 359 de los cuales se destinaban $230 400 para dividendos, fondo de reservas $48 000 y para la cuenta de utilidades sin distribuir $113 081”.
En el informe del gerente de 1918 se argumentaba que de los fondos de utilidades sin distribuir se podía atender los gastos de ampliación de las instalaciones generadoras de electricidad. En total, en 1920, la empresa contaba con 850 000 pesos oro en caja, sumando las cuentas del fondo de reserva y las utilidades sin repartir.
Con estos argumentos, la prensa inició una campaña para evitar el alza de las tarifas, identificando este servicio como de primera necesidad y como asunto de interés público. Se recordaba el caso del boicoteo al tranvía, en el que los señores Samper, propietarios de la compañía, tuvieron una participación decisiva. La prensa invitaba a los bogotanos a que, con profundo respeto y con toda serenidad, prescindieran de un servicio cuyo costo no estaba justificado y organizaran la defensa de sus intereses.
La impopularidad del alza de tarifas eléctricas alcanzó dimensiones insospechadas. Los periódicos conminaron a la empresa para que justificara públicamente con cifras y argumentos la duplicación de las tarifas, pero sus directores, en una actitud insólita, se negaron a hacerlo. El 17 de abril se habían recogido 8 000 firmas para respaldar un memorial que dirigió la ciudadanía al Ministerio de Obras Públicas en el que se denunciaba a la empresa como un monopolio arbitrario que escapaba sistemáticamente al control del Estado. Este movimiento de opinión tuvo efectos positivos: el 19 de abril los directores de la Empresa de Energía se dirigieron al Concejo Municipal para anunciarle su propósito de diferir el alza. En la misma comunicación se le planteaba al cabildo la posibilidad de entrar a negociar la adquisición de la compañía por parte del municipio. El Concejo discutió ampliamente esta opción, pero era evidente que en estos momentos el municipio carecía de los recursos necesarios para comprar una empresa tan costosa y organizada. Algunos concejales arguyeron que la empresa estaba utilizando el fantasma de las alzas como presión para lograr su venta al municipio en condiciones ventajosas88.
En estas circunstancias, es comprensible el beneplácito con que la ciudadanía recibió la noticia de la fundación de una nueva empresa que entraba a competir con la de los Samper. Se trataba de la Compañía Nacional de Electricidad, constituida oficialmente el 23 de abril de 1920 por su promotor y fundador José Domingo Dávila. A finales de 1920, esta entidad solicitó al Concejo un privilegio para la instalación de cables aéreos destinados a la transmisión de energía. Por el acuerdo del 21 de septiembre de 1921, el cabildo determinó:
“El permiso para hacer uso de la vía aérea se ajustará a las siguientes restricciones:
”a) Para esta vía se hará uso de preferencia, de los muros o aleros de los edificios y de las casas, previo permiso de los dueños, evitando en todo caso, la colocación de postes de madera.
”b) Cuando haya necesidad de hacer uso de postes, se preferirán los metálicos, y se colocarán de manera que no constituyan un inconveniente para el tráfico ni un peligro para los transeúntes”89.
En 1922 la Empresa del Tranvía duplicó su capacidad de generación eléctrica al instalar una nueva planta capaz de producir 500 kilovatios, que, sumados a los 500 que hasta entonces se generaban, permitieron a la compañía contar con un excedente para futuros ensanches. Pero como en ese momento y en un futuro cercano la empresa no necesitaba disponer del mencionado sobrante, tomó la decisión de instalar un servicio de iluminación en la carrera 7.a, que fue inaugurado el 22 de marzo de 1923. La prensa dio cuenta del acontecimiento con pompa y exageración un poquitín provincianas, explicables si se piensa que por primera vez la principal arteria bogotana contaba con una auténtica iluminación:
“Anoche se inauguró el alumbrado que suministra la planta eléctrica del tranvía a la carrera 7.a, desde el Parque San Diego hasta San Agustín… El espectáculo que presentaban anoche la Avenida de la República y la Calle Real era admirable. Por la primera vez tuvo la principal arteria bogotana un alumbrado digno de una capital y salió de esa penumbra que le daba un aire de honda tristeza y que era lo que más penosa impresión causaba al extranjero que nos visitaba. Hoy tenemos un derroche de luz, que presta animación a las calles y pone un toque de alegría en todos los semblantes, y puede Bogotá, en esa gran arteria, resistir la comparación, con las ciudades mejores iluminadas”90.
Y se dio aquí otro caso, tan inconcebible como verdadero, de la eterna pugna entre el atraso y el progreso. Algunos vecinos de la carrera 7.ª se negaron en principio a permitir la colocación, en las fachadas de sus casas, de ganchos metálicos para sostener las cuerdas de las que pendían los focos en la mitad de la calle.
En cuanto a las empresas de energía eléctrica, la nueva Compañía Nacional de Electricidad había dado ya el primer paso al comprar, en noviembre de 1921, la caída de agua del Salto de Tequendama, sitio donde se iría a montar la hidroeléctrica. No obstante, la suscripción de acciones no se dio en los volúmenes esperados, y los fundadores no estaban en condiciones económicas de financiar las obras necesarias. Entre tanto, la Compañía de Energía Eléctrica continuaba los planes de ampliación de su capacidad generadora. El 14 de abril de 1923 inauguraba una termoeléctrica en El Charquito, con una capacidad de 4 500 kilovatios, lo cual sobrepasaba a la generación hidroeléctrica que era de 3 635 kilovatios. La termoeléctrica, instalada a un costo de 700 000 dólares, tenía por objeto servir de reserva en los meses de verano, cuando el caudal del río Bogotá se mermaba a un delgado hilo de agua incapaz de mover las turbinas. Pero, los costos de generación de la termoeléctrica casi triplicaban los de la hidroeléctrica, pues la empresa tenía que transportar el carbón que ella misma explotaba91. La solución ideada fue instalar una sexta unidad hidroeléctrica de 2 200 kilovatios, a finales de 1924, con lo cual la unidad térmica sólo quedó para las emergencias, pues las hidroeléctricas generaban la potencia necesaria, incluso en verano. Así las cosas, la decisión de correr con los gastos tan altos de instalar la planta térmica, no fue muy afortunada, máxime si se tiene en cuenta que la Compañía de Energía financiaba estas ampliaciones con sus propios recursos, ciertamente altos, pero no infinitos. De todas formas, esta nueva instalación le permitía a la Compañía de Energía estar mejor preparada ante la competencia de la recién fundada Compañía Nacional92.
Esta empresa, aprovechando las facilidades crediticias que se ofrecían en el mercado de capitales extranjeros, logró créditos a corto plazo para comprar la maquinaria y los equipos de su primera planta en el Salto de Tequendama. Desde 1923 las escaramuzas entre las dos entidades no faltaron. La Compañía Nacional pretendía tomar el agua río arriba, detrás de la pequeña represa de Alicachín, propiedad de la Compañía de Energía, la cual procedió a cerrar las compuertas. Un entendimiento al respecto le permitió a la Compañía Nacional entrar, a fines de 1924, a prestar el servicio de energía al público. Pero en ese momento la Compañía de Energía estaba en capacidad de ofrecer fluido eléctrico con tarifas más bajas que la competencia.
Por otra parte, el municipio había autorizado a la Compañía de Energía a instalar postes, teniendo la Compañía Nacional que ingeniárselas, solicitando permiso a los propietarios de casas para colocar los cables por los tejados y las tapias. Las cosas no parecían fáciles para la Compañía Nacional que, después de instalar sus dos primeras unidades generadoras, tenía serios problemas técnicos con la tercera y con la red de conducción. En cambio, la Compañía de Energía estaba en capacidad de aprovechar la experiencia técnica de dos décadas de funcionamiento.
El segundo quinquenio de la década vivió la áspera competencia en que entraron la empresa de los Samper y la Compañía Nacional de Electricidad. Después de grandes esfuerzos, esta última logró empezar a proveer de energía a la capital, iniciando la prestación de servicios el 6 de agosto de 192593. Vino entonces una auténtica guerra entre las dos compañías durante la cual se presentaron peligrosas competencias de tarifas. A todas estas, algunos capitalistas extranjeros empezaron a poner sus ojos codiciosos en las dos empresas, cuya guerra sin cuartel les indicaba que el negocio de suministro eléctrico en la capital de Colombia debía ser bueno. Por ese motivo, los dirigentes de las dos empresas iniciaron conversaciones encaminadas a lograr la fusión. Sin embargo, los contactos fracasaron y las autoridades municipales y el Concejo llegaron a la conclusión de que el único camino era la compra de las dos empresas por el municipio. Mediante un acuerdo de 1926, el cabildo nombró una comisión para realizar las diligencias de compra y para gestionar el correspondiente empréstito. Finalmente el municipio adquirió 121 000 de las 240 000 acciones de la Compañía de Energía Eléctrica a 12,40 pesos cada una. La Compañía Nacional de Electricidad fue adquirida en su totalidad por el municipio a un precio de 1 737 000 pesos. Las dos empresas quedaron convertidas en la que se llamó Empresas Unidas de Energía Eléctrica, con un capital de 4 713 000 pesos. El municipio consiguió un préstamo favorable con banqueros de Nueva York, y en 1927 obtuvo la propiedad del 50,55 por ciento de las acciones de la nueva empresa unificada. Los particulares quedaron con el 49,45 por ciento. La capacidad generadora de la nueva empresa era en ese momento suficiente para las necesidades de la ciudad94.
Al principio de la década de los treinta la situación de las Empresas Unidas de Energía Eléctrica era un tanto paradójica, puesto que el municipio, socio mayoritario, sólo ponía dos de los cinco miembros de la junta directiva. Los otros dos eran nombrados por los accionistas privados y el quinto escogido por el municipio de una terna que le pasaban los socios privados. Otro aspecto digno de señalarse es que, desde finales de la década anterior, inversionistas norteamericanos mostraron interés en comprar acciones a los socios privados por considerar que la empresa era solvente y estable. La prensa comentó con alarma esta situación y el cabildo nombró una comisión de concejales para estudiar a fondo la situación financiera de las Empresas Unidas. Grande fue la sorpresa en todos los sectores de la opinión cuando la comisión hizo pública su recomendación de vender las 475 500 acciones que el municipio poseía. Lo que más desconcertó a los bogotanos fue la evidente contradicción entre esta iniciativa y los esfuerzos que desde los tiempos del tranvía estaba haciendo el municipio, con buenos resultados, por estatizar las empresas de servicios públicos. Extrañamente, cuando se conocieron las recomendaciones de la comisión se desmintieron las versiones en el sentido de que los inversionistas extranjeros ya habían adquirido acciones de las Empresas Unidas95.
La nueva entidad mixta venía trabajando y ensanchando sus instalaciones y servicios con éxito notable. Por lo tanto, no es coincidencial que fuera el año de 1931, cuando la empresa mostraba una notable solidez, el momento en que los extranjeros manifestaron su mayor deseo de hacerse al dominio de la entidad. Pero como llegó un momento en que la controversia sobre la venta de las acciones se tornó crítica, el Concejo decidió apelar al juicio del presidente Olaya Herrera sobre la posibilidad de efectuar la transacción. El presidente del Concejo relató posteriormente para la prensa la entrevista con Olaya:
“Piensa el Señor Presidente de la República que dada nuestra actual situación, de especial penuria para las clases obreras, la venida de una fuerte y respetable empresa que al comprar los derechos del municipio se comprometiera a invertir una suma no menor de seis a ocho millones de dólares en ensanches de la obra, mejoraría de una manera muy eficaz esa situación y contribuiría a aumentar ahora la riqueza del país. El Señor Presidente después de extenderse en otras consideraciones generales nos aconsejó tantear la posibilidad de un negocio en buenas condiciones para el municipio…”96.
Felizmente, después de que el Concejo se mostró dispuesto a escuchar propuestas sobre la compra de acciones por parte de los norteamericanos, la iniciativa no llegó a cristalizar, en buena parte por las serias dificultades que, como consecuencia de la crisis, atravesaba en esos momentos el capital norteamericano.
Entre tanto, Bogotá crecía, y con ella las Empresas Unidas, que de 23 392 000 kilovatios-hora generados en 1928 había pasado en 1934 a 43 517 000 y en 1936 a 52 926 000. Con la mayor puntualidad la entidad pagaba sus 4 centavos mensuales por acción, lo cual permitió al municipio cubrir en forma satisfactoria el servicio de la deuda que había contraído para adquirir el paquete de acciones que ahora poseía. Además, un inteligente y cauteloso manejo financiero de la empresa le había permitido realizar sin mayores dificultades los sucesivos ensanches que la demanda fue haciendo necesarios97.
Los buenos resultados de la empresa mixta le permitieron efectuar en 1932 importantes rebajas en las tarifas, especialmente en los barrios obreros. No obstante, dichas rebajas no alcanzaron a estimular en alto grado la utilización de estufas eléctricas y otros electrodomésticos, en parte debido al temor de las gentes de incrementar costos, y en parte a un criterio excesivamente conservador. Estos factores prolongaron la vida de las cocinas de carbón, al tiempo que retrasaron considerablemente el uso de refrigeradores domésticos.
A pesar de su buena administración y sus progresos, en 1937 la empresa mixta se vio rezagada frente al crecimiento de la demanda. Esto obligó a muchos industriales a instalar sus propias plantas generadoras, lo cual perjudicó a las Empresas Unidas, que más tarde se vieron en aprietos para recuperar dichos usuarios. Era, pues, urgente emprender cuanto antes nuevas ampliaciones, para lo cual se pensó en el embalse del Muña. El costo del embalse, las nuevas unidades generadoras y su instalación costaban tres millones de pesos. Para arbitrar esa suma, el cabildo autorizó al municipio a comprar bonos emitidos por las Empresas Unidas con objeto de financiar las ampliaciones. Las obras fueron iniciadas de inmediato98.
Con la terminación de las obras de la represa del Muña, las Empresas Unidas de Energía Eléctrica tenían la seguridad de atender para finales de 1943 las numerosas solicitudes de abastecimiento eléctrico que había pendientes, particularmente del sector industrial. El nuevo embalse estaba diseñado para una capacidad de 20 000 kilovatios. Esta considerable inversión fue posible gracias a dos emisiones de bonos que se colocaron en el mercado de Bogotá y también a créditos que se obtuvieron sin dificultad debido a la solvencia de las Empresas Unidas y al conocimiento que se tenía de su impecable solidez financiera, reflejados en sus magníficas utilidades. Como un ejemplo, en 1942 las ganancias de la empresa se aproximaron a un millón de pesos, cifra que la ubicó como la número uno de la capital. La imposibilidad de importar bombillas, por efectos de la segunda guerra, representó una seria dificultad e implicó una reducción en el consumo doméstico. En vista de ello, Empresas Unidas redujo las tarifas residenciales. Pero, pese a todo ello, el consumo eléctrico crecía. En septiembre de 1943 había un total de 44 288 cuentas de consumo, en tanto que en el mismo mes del año de 1944 el número ascendió a 47 174, representando un crecimiento del 6,12 por ciento. Los consumidores del “servicio de calefacción” —cocinas y calentadores de agua— pasaron de 8 a 963 en el mismo lapso. La demanda total aumentó de 18 650 kilovatios a 21 400 entre 1943 y 1944, o sea, un apreciable incremento del 14,7 por ciento en un año99.
En los nueve años anteriores a 1943, el crecimiento del consumo había sido del 9 por ciento anual, y ya se calculaba que en los años de la posguerra dicho crecimiento podía llegar al 15 por ciento anual. Frente a estas tasas de crecimiento, las necesidades de programas de expansión de la capacidad instalada eran urgentes. En 1944 se calculaba que para 1950 la demanda iba a llegar a 34 500 kilovatios y para satisfacerlo se necesitaban inversiones del orden de 16 millones y medio de pesos, cifra equivalente a unas dos veces el presupuesto del municipio en 1944100.
Hacia 1944 las autoridades de Bogotá iniciaron contactos con los accionistas privados de las Empresas Unidas, con objeto de ir buscando la forma de adquirir sus acciones, lo cual equivaldría a la total municipalización de la entidad. A finales de 1946 se suscribió un contrato por el cual el municipio quedaba con la opción de adquirir en cualquier momento la parte de los accionistas privados101.
Concluida la guerra, el consumo de energía de Bogotá se disparó. En 1946 superó al del año anterior en un 16,5 por ciento. Este aumento estaba llevando a la entidad a una saturación de la capacidad instalada, por lo cual Empresas Unidas se vio obligada a restringir los compromisos para nuevas conexiones de cocinas y calentadores de agua eléctricos. No obstante, cabe anotar que en 1944 sólo el 2 por ciento de los suscriptores poseían estufas y calentadores de electricidad102.
Desde su fundación, a principios de siglo por los señores Samper, esta empresa se había caracterizado por el criterio previsivo con que siempre se manejó. En consecuencia, ya en 1945 se estaban planificando los nuevos ensanches. En ese año la compañía solicitó una tercera unidad generadora de 10 000 kilovatios para la planta del Salto. De igual manera, se empezaron a planificar nuevas plantas generadoras con una capacidad de 30 000 kilovatios en el sitio de Laguneta. Lamentablemente, todavía por esta época las sequías veraniegas afectaban fuertemente el abastecimiento eléctrico103, de modo que en los veranos de 1947 y 1948, los habitantes de Bogotá se vieron obligados a afrontar severas y penosas restricciones en el consumo eléctrico.
La generación de energía aumentaba, pero la insuficiencia de dichos incrementos era patente, hasta el punto de que en 1955 aún había casas de clase media en las que se preparaban las viandas en vetustas cocinas de carbón104. Lo más grave era que todavía en esa época faltaba mucho personal especializado, a lo cual era parcialmente atribuible el atraso eléctrico. Se comentaba entonces que sólo por esa época empezaba la Universidad de los Andes a formar ingenieros eléctricos, de suerte que era preciso depender en gran parte de la colaboración técnica extranjera105.
El déficit seguía en aumento. Las Empresas Unidas de Energía Eléctrica, únicas proveedoras de fluido, tenían en 1950 una capacidad instalada de 45 000 kilovatios, a los que se sumaban dos unidades de 10 000 cada una106. No obstante, las necesidades de la ciudad y la región sobrepasaban tales cifras. En 1955 empezó a instalarse luz de mercurio en algunas avenidas, en un esfuerzo por mejorar el deficiente alumbrado público. De 11 690 lámparas que había en 1940, se pasó a 15 038 en 1950 y a 30 455 en 1960. Sin embargo, aun así numerosos barrios seguían careciendo de alumbrado.
Es preciso recordar que en 1946 el municipio suscribió con las Empresas Unidas de Energía Eléctrica un contrato por medio del cual quedó con la opción de comprar las acciones de los particulares. El municipio hizo uso de esa opción en 1951, año en que adquirió dichas acciones, valiéndose para ello de un empréstito obtenido con la banca nacional. Por el acuerdo número 18 de 1959, el cabildo constituyó una entidad autónoma descentralizada que se denominó Empresa de Energía Eléctrica de Bogotá. La nueva institución siguió adelante con sus ensanches y a partir de 1967 emprendió la interconexión eléctrica con el resto del país.
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Notas
- 1. D’Espagnat, Pierre, Recuerdo de la Nueva Granada, citado por Mejía, Germán, Los años del cambio. Historia urbana de Bogotá. 1820-1910, Bogotá, CEJA, 1998, pág. 260.
- 2. Suárez Mayorga, Adriana María, La ciudad de los elegidos. Crecimiento urbano, jerarquización social y poder político. Bogotá 1910-1950, Bogotá, Editorial Guadalupe, 2006, págs. 123 y 124.
- 3. Ibíd.
- 4. Ibíd., pág. 128.
- 5. El Tiempo, 31 de mayo de 1923.
- 6. El Tiempo, 3 de septiembre de 1924.
- 7. Registro Municipal, 13 de octubre de 1924.
- 8. El Espectador, 25 de mayo de 1925.
- 9. El Tiempo, 19 de agosto de 1925.
- 10. El Espectador, 19 de mayo de 1930.
- 11. El Espectador, 1.º de mayo de 1930.
- 12. El Tiempo, 7 de enero de 1931.
- 13. Ibíd., 27 de enero de 1931.
- 14. Ibíd., 30 de septiembre de 1931.
- 15. Ibíd., 8 de junio de 1933.
- 16. Ibíd., 24 de agosto de 1935.
- 17. Ibíd., 10 de agosto de 1936.
- 18. Ibíd., 14 de agosto de 1936.
- 19. Ibíd., 23 de agosto de 1936.
- 20. Ibíd.
- 21. Ibíd.
- 22. Ibíd., 13 de febrero de 1937.
- 23. El Tiempo, 4 de noviembre de 1941.
- 24. Ibíd.
- 25. Ibíd., 6 de octubre de 1953.
- 26. Ibíd.
- 27. Ibíd., 24 de diciembre de 1954.
- 28. Ibíd., 24 de diciembre de 1957.
- 29. El Tiempo, 3 de marzo de 1958.
- 30. Ibíd., 19 de abril de 1959.
- 31. Ibíd., 14 de diciembre de 1962.
- 32. Ibíd., 8 de julio de 1964.
- 33. Ibíd., 10 de julio de 1966.
- 34. El Tiempo, 5 de octubre de 1966.
- 35. Ibíd., 8 de febrero de 1967.
- 36. Sanz de Santamaría, Carlos, “Observaciones sobre Bogotá y sus principales servicios”, en: Bogotá, estructura y principales servicios públicos, Bogotá, Cámara de Comercio, 1978, pág. 53.
- 37. Vargas Lesmes, Julián y Zambrano, Fabio, “Santa Fe y Bogotá: evolución histórica y servicios públicos (1600-1957)”, en: Bogotá, 450 años. Retos y realidades, Bogotá, Ediciones Foro Nacional, IFEA, 1988, pág. 38.
- 38. El Nuevo Tiempo, 8 de febrero de 1906.
- 39. El Republicano, 18 de abril de 1910.
- 40. Registro Municipal, 10 de agosto de 1910.
- 41. Ibíd.
- 42. Ibíd., 10 de octubre de 1910.
- 43. Ibíd.
- 44. Ibíd., 22 de octubre de 1910.
- 45. El Tiempo, 27 de junio de 1913.
- 46. Ibíd.
- 47. Ibíd., 28 de junio de 1913.
- 48. Ibíd., 13 de marzo de 1914.
- 49. Registro Municipal, 8 de marzo de 1915.
- 50. Ibíd., 10 de febrero de 1915.
- 51. El Tiempo, 20 de enero de 1916.
- 52. Gaceta Republicana, 4 de diciembre de 1916.
- 53. El Diario Nacional, 4 de abril de 1918.
- 54. El Tiempo, 10 de mayo de 1920.
- 55. Registro Municipal, 8 de abril de 1916.
- 56. El Espectador, 17 de junio de 1922.
- 57. El Tiempo, 22 de junio de 1922.
- 58. Mensaje del presidente del Concejo Municipal de Bogotá, Bogotá, Imprenta Municipal, 1923, pág. 162.
- 59. El Espectador, 7 de noviembre de 1924.
- 60. El Tiempo, 20 de junio de 1924.
- 61. El Nuevo Tiempo, 13 de junio de 1924.
- 62. Registro Municipal, 29 de diciembre de 1924.
- 63. Anales de Ingeniería, n.o 418 y 419, Bogotá, enero y febrero de 1928.
- 64. El Espectador, 30 de agosto de 1930.
- 65. El Tiempo, 17 de marzo de 1933.
- 66. Ibíd., 12 de agosto de 1933.
- 67. Historia del agua en Bogotá, Empresa de Acueducto y Alcantarillado de Bogotá, 1968, pág.65.
- 68. El Tiempo, 5 de octubre de 1938.
- 69. Cromos, 3 de marzo de 1945.
- 70. El Tiempo, 8 de abril de 1945.
- 71. Ibíd.
- 72. Registro Municipal, 15 de agosto de 1945.
- 73. Historia del agua en Bogotá, op. cit., pág. 69.
- 74. Registro Municipal, 29 de junio de 1950.
- 75. Ibíd., 31 de mayo de 1952.
- 76. Ibíd., 18 de abril de 1955.
- 77. Historia del agua en Bogotá, op. cit., pág. 87.
- 78. Wiesner, Francisco, “Reseña del alcantarillado de Bogotá”, en: Bogotá, estructura y principales servicios públicos, op. cit., pág. 260.
- 79. Vargas Lesmes, Julián y Zambrano, Fabio, op. cit., pág. 56.
- 80. Ibíd., pág. 57.
- 81. El Nuevo Tiempo, 2 de marzo de 1905.
- 82. El Republicano, 11 de julio de 1910.
- 83. Ibíd., 17 de octubre de 1910.
- 84. De la Pedraja, René, Historia de la energía en Colombia, Bogotá, El Áncora Editores, 1985, pág. 77.
- 85. El Tiempo, 13 de agosto de 1918.
- 86. El Espectador, 20 de noviembre de 1918.
- 87. El Tiempo, 18 de abril de 1920.
- 88. Ibíd.
- 89. Registro Municipal, 30 de septiembre de 1921.
- 90. El Tiempo, 25 de marzo de 1923.
- 91. Ibíd., 6 de abril de 1923.
- 92. De la Pedraja, René, op. cit., pág. 85.
- 93. Registro Municipal, 11 de abril de 1925.
- 94. Memoria Municipal de 1927, op. cit., pág. 108.
- 95. El Tiempo, 11 de febrero de 1931.
- 96. Ibíd., 3 de mayo de 1931.
- 97. Ibíd., 16 de diciembre de 1936.
- 98. Ibíd., 1.o de octubre de 1938.
- 99. Registro Municipal, 30 de noviembre de 1944.
- 100. Ibíd.
- 101. El Tiempo, 7 de diciembre de 1946.
- 102. Registro Municipal, 31 de diciembre de 1945.
- 103. El Tiempo, 8 de abril de 1947.
- 104. Ibíd., 7 de julio de 1955.
- 105. Ibíd.
- 106. Ibíd., 1.o de julio de 1950.