- Botero esculturas (1998)
- Salmona (1998)
- El sabor de Colombia (1994)
- Wayuú. Cultura del desierto colombiano (1998)
- Semana Santa en Popayán (1999)
- Cartagena de siempre (1992)
- Palacio de las Garzas (1999)
- Juan Montoya (1998)
- Aves de Colombia. Grabados iluminados del Siglo XVIII (1993)
- Alta Colombia. El esplendor de la montaña (1996)
- Artefactos. Objetos artesanales de Colombia (1992)
- Carros. El automovil en Colombia (1995)
- Espacios Comerciales. Colombia (1994)
- Cerros de Bogotá (2000)
- El Terremoto de San Salvador. Narración de un superviviente (2001)
- Manolo Valdés. La intemporalidad del arte (1999)
- Casa de Hacienda. Arquitectura en el campo colombiano (1997)
- Fiestas. Celebraciones y Ritos de Colombia (1995)
- Costa Rica. Pura Vida (2001)
- Luis Restrepo. Arquitectura (2001)
- Ana Mercedes Hoyos. Palenque (2001)
- La Moneda en Colombia (2001)
- Jardines de Colombia (1996)
- Una jornada en Macondo (1995)
- Retratos (1993)
- Atavíos. Raíces de la moda colombiana (1996)
- La ruta de Humboldt. Colombia - Venezuela (1994)
- Trópico. Visiones de la naturaleza colombiana (1997)
- Herederos de los Incas (1996)
- Casa Moderna. Medio siglo de arquitectura doméstica colombiana (1996)
- Bogotá desde el aire (1994)
- La vida en Colombia (1994)
- Casa Republicana. La bella época en Colombia (1995)
- Selva húmeda de Colombia (1990)
- Richter (1997)
- Por nuestros niños. Programas para su Proteccion y Desarrollo en Colombia (1990)
- Mariposas de Colombia (1991)
- Colombia tierra de flores (1990)
- Los países andinos desde el satélite (1995)
- Deliciosas frutas tropicales (1990)
- Arrecifes del Caribe (1988)
- Casa campesina. Arquitectura vernácula de Colombia (1993)
- Páramos (1988)
- Manglares (1989)
- Señor Ladrillo (1988)
- La última muerte de Wozzeck (2000)
- Historia del Café de Guatemala (2001)
- Casa Guatemalteca (1999)
- Silvia Tcherassi (2002)
- Ana Mercedes Hoyos. Retrospectiva (2002)
- Francisco Mejía Guinand (2002)
- Aves del Llano (1992)
- El año que viene vuelvo (1989)
- Museos de Bogotá (1989)
- El arte de la cocina japonesa (1996)
- Botero Dibujos (1999)
- Colombia Campesina (1989)
- Conflicto amazónico. 1932-1934 (1994)
- Débora Arango. Museo de Arte Moderno de Medellín (1986)
- La Sabana de Bogotá (1988)
- Casas de Embajada en Washington D.C. (2004)
- XVI Bienal colombiana de Arquitectura 1998 (1998)
- Visiones del Siglo XX colombiano. A través de sus protagonistas ya muertos (2003)
- Río Bogotá (1985)
- Jacanamijoy (2003)
- Álvaro Barrera. Arquitectura y Restauración (2003)
- Campos de Golf en Colombia (2003)
- Cartagena de Indias. Visión panorámica desde el aire (2003)
- Guadua. Arquitectura y Diseño (2003)
- Enrique Grau. Homenaje (2003)
- Mauricio Gómez. Con la mano izquierda (2003)
- Ignacio Gómez Jaramillo (2003)
- Tesoros del Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario. 350 años (2003)
- Manos en el arte colombiano (2003)
- Historia de la Fotografía en Colombia. Museo de Arte Moderno de Bogotá (1983)
- Arenas Betancourt. Un realista más allá del tiempo (1986)
- Los Figueroa. Aproximación a su época y a su pintura (1986)
- Andrés de Santa María (1985)
- Ricardo Gómez Campuzano (1987)
- El encanto de Bogotá (1987)
- Manizales de ayer. Album de fotografías (1987)
- Ramírez Villamizar. Museo de Arte Moderno de Bogotá (1984)
- La transformación de Bogotá (1982)
- Las fronteras azules de Colombia (1985)
- Botero en el Museo Nacional de Colombia. Nueva donación 2004 (2004)
- Gonzalo Ariza. Pinturas (1978)
- Grau. El pequeño viaje del Barón Von Humboldt (1977)
- Bogotá Viva (2004)
- Albergues del Libertador en Colombia. Banco de la República (1980)
- El Rey triste (1980)
- Gregorio Vásquez (1985)
- Ciclovías. Bogotá para el ciudadano (1983)
- Negret escultor. Homenaje (2004)
- Mefisto. Alberto Iriarte (2004)
- Suramericana. 60 Años de compromiso con la cultura (2004)
- Rostros de Colombia (1985)
- Flora de Los Andes. Cien especies del Altiplano Cundi-Boyacense (1984)
- Casa de Nariño (1985)
- Periodismo gráfico. Círculo de Periodistas de Bogotá (1984)
- Cien años de arte colombiano. 1886 - 1986 (1985)
- Pedro Nel Gómez (1981)
- Colombia amazónica (1988)
- Palacio de San Carlos (1986)
- Veinte años del Sena en Colombia. 1957-1977 (1978)
- Bogotá. Estructura y principales servicios públicos (1978)
- Colombia Parques Naturales (2006)
- Érase una vez Colombia (2005)
- Colombia 360°. Ciudades y pueblos (2006)
- Bogotá 360°. La ciudad interior (2006)
- Guatemala inédita (2006)
- Casa de Recreo en Colombia (2005)
- Manzur. Homenaje (2005)
- Gerardo Aragón (2009)
- Santiago Cárdenas (2006)
- Omar Rayo. Homenaje (2006)
- Beatriz González (2005)
- Casa de Campo en Colombia (2007)
- Luis Restrepo. construcciones (2007)
- Juan Cárdenas (2007)
- Luis Caballero. Homenaje (2007)
- Fútbol en Colombia (2007)
- Cafés de Colombia (2008)
- Colombia es Color (2008)
- Armando Villegas. Homenaje (2008)
- Manuel Hernández (2008)
- Alicia Viteri. Memoria digital (2009)
- Clemencia Echeverri. Sin respuesta (2009)
- Museo de Arte Moderno de Cartagena de Indias (2009)
- Agua. Riqueza de Colombia (2009)
- Volando Colombia. Paisajes (2009)
- Colombia en flor (2009)
- Medellín 360º. Cordial, Pujante y Bella (2009)
- Arte Internacional. Colección del Banco de la República (2009)
- Hugo Zapata (2009)
- Apalaanchi. Pescadores Wayuu (2009)
- Bogotá vuelo al pasado (2010)
- Grabados Antiguos de la Pontificia Universidad Javeriana. Colección Eduardo Ospina S. J. (2010)
- Orquídeas. Especies de Colombia (2010)
- Apartamentos. Bogotá (2010)
- Luis Caballero. Erótico (2010)
- Luis Fernando Peláez (2010)
- Aves en Colombia (2011)
- Pedro Ruiz (2011)
- El mundo del arte en San Agustín (2011)
- Cundinamarca. Corazón de Colombia (2011)
- El hundimiento de los Partidos Políticos Tradicionales venezolanos: El caso Copei (2014)
- Artistas por la paz (1986)
- Reglamento de uniformes, insignias, condecoraciones y distintivos para el personal de la Policía Nacional (2009)
- Historia de Bogotá. Tomo I - Conquista y Colonia (2007)
- Historia de Bogotá. Tomo II - Siglo XIX (2007)
- Academia Colombiana de Jurisprudencia. 125 Años (2019)
- Duque, su presidencia (2022)
Religión e iglesia
La religiosidad santafereña rayaba a veces con la superchería y el fetichismo. Era común que los devotos santafereños tomaran retaliaciones contra las imágenes de los santos renuentes a conceder el milagro solicitado. A san Antonio de Padua, por ejemplo, se le castigaba arrebatándole el Niño Jesús y hundiendo de cabeza al santo en una alberca hasta que realizara el milagro pedido. En las iglesias bogotanas no eran raras las inscripciones como una que se leía en San Agustín y en la cual se invitaba a los fieles a recurrir a los buenos oficios de san Quintín en casos de “mal de orina”, cuya curación era la especialidad de dicho santo. Por su parte, las especialidades de san Peregrino de Lacioso eran más variadas que las de san Quintín, pudiendo decirse de él que era casi un médico general: igualmente sanaba cualquier mal de las piernas o asistía a las mujeres en los alumbramientos difíciles. El aviso de san Peregrino se hallaba en La Veracruz.
La religiosidad santafereña rayaba a veces con la superchería y el fetichismo. Era común que los devotos santafereños tomaran retaliaciones contra las imágenes de los santos renuentes a conceder el milagro solicitado. A san Antonio de Padua, por ejemplo, se le castigaba arrebatándole el Niño Jesús y hundiendo de cabeza al santo en una alberca hasta que realizara el milagro pedido. En las iglesias bogotanas no eran raras las inscripciones como una que se leía en San Agustín y en la cual se invitaba a los fieles a recurrir a los buenos oficios de san Quintín en casos de “mal de orina”, cuya curación era la especialidad de dicho santo. Por su parte, las especialidades de san Peregrino de Lacioso eran más variadas que las de san Quintín, pudiendo decirse de él que era casi un médico general: igualmente sanaba cualquier mal de las piernas o asistía a las mujeres en los alumbramientos difíciles. El aviso de san Peregrino se hallaba en La Veracruz.
La religiosidad santafereña rayaba a veces con la superchería y el fetichismo. Era común que los devotos santafereños tomaran retaliaciones contra las imágenes de los santos renuentes a conceder el milagro solicitado. A san Antonio de Padua, por ejemplo, se le castigaba arrebatándole el Niño Jesús y hundiendo de cabeza al santo en una alberca hasta que realizara el milagro pedido. En las iglesias bogotanas no eran raras las inscripciones como una que se leía en San Agustín y en la cual se invitaba a los fieles a recurrir a los buenos oficios de san Quintín en casos de “mal de orina”, cuya curación era la especialidad de dicho santo. Por su parte, las especialidades de san Peregrino de Lacioso eran más variadas que las de san Quintín, pudiendo decirse de él que era casi un médico general: igualmente sanaba cualquier mal de las piernas o asistía a las mujeres en los alumbramientos difíciles. El aviso de san Peregrino se hallaba en La Veracruz.
La religiosidad santafereña rayaba a veces con la superchería y el fetichismo. Era común que los devotos santafereños tomaran retaliaciones contra las imágenes de los santos renuentes a conceder el milagro solicitado. A san Antonio de Padua, por ejemplo, se le castigaba arrebatándole el Niño Jesús y hundiendo de cabeza al santo en una alberca hasta que realizara el milagro pedido. En las iglesias bogotanas no eran raras las inscripciones como una que se leía en San Agustín y en la cual se invitaba a los fieles a recurrir a los buenos oficios de san Quintín en casos de “mal de orina”, cuya curación era la especialidad de dicho santo. Por su parte, las especialidades de san Peregrino de Lacioso eran más variadas que las de san Quintín, pudiendo decirse de él que era casi un médico general: igualmente sanaba cualquier mal de las piernas o asistía a las mujeres en los alumbramientos difíciles. El aviso de san Peregrino se hallaba en La Veracruz.
A la hora del ángelus, las beatas que transitaban por las calles bogotanas, se detenían a orar con fervor. En el momento del ángelus, acuarela de Edward W. Mark. Colección de la Biblioteca Luis Ángel Arango, Bogotá.
Nuestra señora de Chiquinquirá, Francisco Benito de Miranda, grabado en cobre, Bogotá, 1791.
Durante el siglo xix, la parroquia de Las Aguas era un lugar frecuentado por los paseantes y devotos de la Virgen a la que estaba dedicado el templo. El barrio lo habitaban familias acomodadas. El monasterio y la iglesia de Las Aguas, óleo de Manuel Dositeo Carvajal.
Las iglesias y templos de Bogotá poseían numerosas imágenes religiosas, elaboradas en cerámica por artistas locales, muy hábiles en este tipo de trabajo, y a las que los fieles veneraban con gran devoción.
Las iglesias y templos de Bogotá poseían numerosas imágenes religiosas, elaboradas en cerámica por artistas locales, muy hábiles en este tipo de trabajo, y a las que los fieles veneraban con gran devoción.
Las iglesias y templos de Bogotá poseían numerosas imágenes religiosas, elaboradas en cerámica por artistas locales, muy hábiles en este tipo de trabajo, y a las que los fieles veneraban con gran devoción.
Las iglesias y templos de Bogotá poseían numerosas imágenes religiosas, elaboradas en cerámica por artistas locales, muy hábiles en este tipo de trabajo, y a las que los fieles veneraban con gran devoción.
Las iglesias y templos de Bogotá poseían numerosas imágenes religiosas, elaboradas en cerámica por artistas locales, muy hábiles en este tipo de trabajo, y a las que los fieles veneraban con gran devoción.
Las iglesias y templos de Bogotá poseían numerosas imágenes religiosas, elaboradas en cerámica por artistas locales, muy hábiles en este tipo de trabajo, y a las que los fieles veneraban con gran devoción.
Las iglesias y templos de Bogotá poseían numerosas imágenes religiosas, elaboradas en cerámica por artistas locales, muy hábiles en este tipo de trabajo, y a las que los fieles veneraban con gran devoción.
Las iglesias y templos de Bogotá poseían numerosas imágenes religiosas, elaboradas en cerámica por artistas locales, muy hábiles en este tipo de trabajo, y a las que los fieles veneraban con gran devoción.
La Lechuga, custodia de la iglesia de San Ignacio, fue elaborada por el orfebre de origen español José de Galaz, quien en su confección tardó cerca de siete años (1700 a 1707). Tiene 1 485 esmeraldas, 1 zafiro, 13 rubíes, 28 diamantes, 62 perlas barrocas y 168 amatistas. Colección de Arte del Banco de la República, Bogotá.
Las alegorías fueron una técnica socorrida en el arte religioso del siglo xix bogotano. El moribundo que duda entre el arrepentimiento aburridor que lo llevará al cielo y las atractivas tentaciones que le aguardan en el infierno.
Las alegorías fueron una técnica socorrida en el arte religioso del siglo xix bogotano. Posiblemente Luzbel, el ángel antes de su caída por causa de la soberbia.
Las alegorías fueron una técnica socorrida en el arte religioso del siglo xix bogotano. Jesucristo triunfante sentado a la diestra de Dios padre todopoderoso.
Iglesia de San Juan de Dios, óleo de Luis Núñez Borda. En la primera mitad del siglo xix había en Bogotá 31 templos, monasterios y conventos para menos de 30 000 habitantes.
Las iglesias bogotanas fueron modelo permanente de los pintores nacionales en el siglo xix, que sentían especial atracción por las espadañas, como ésta de La Enseñanza, construida en 1785 y ubicada en la calle 11. La religiosidad imperante en la Colonia no sufrió mengua con la revolución de Independencia, y los fieles se mantuvieron fieles durante el siglo xix, no obstante las fuertes medidas tomadas por los gobiernos liberales para amortiguar el influjo de la Iglesia. Espadaña de la iglesia de La Enseñanza. Óleo de Fídolo Alfonso González Camargo.
Procesión del Corpus en la Calle Real, 1895. Se originaba en la Catedral y era seguida por carretas en que jóvenes de ambos sexos de la clase alta representaban diversos personajes bíblicos e históricos. También desfilaban los tres Reyes Magos, la Virgen María y grupos de indígenas.
Desfile cívico del 20 de julio por la avenida de la República, carrera 7.ª entre calles 15 y 16, en 1896.
Espléndida fotografía de la procesión del Corpus en 1895, tomada desde el extremo nororiental del puente de San Francisco. La procesión desfila por la carrera 7.ª, comienza a atravesar el puente y llega a la calle 15. Al fondo sobresale la cúpula de la iglesia de Santo Domingo.
La profusión de carteles sobre el muro de la casa esquinera por la que está doblando la procesión del Corpus, que se efectuaba cada año en Bogotá desde los tiempos coloniales, y que en la foto corresponde al año de 1895, no ayuda a identificar el sitio. La procesión efectuaba un recorrido tradicional: partía de la Plaza de Bolívar, bajaba por la calle 15 (actual avenida Jiménez) al costado del Pasaje Rufino Cuervo (actual edificio Henry Faux) y regresaba por la carrera 8.a a la Plaza de Bolívar; pero en la gráfica no hay ningún punto de referencia que nos permita precisar con exactitud por dónde iba la procesión cuando se tomó la foto. Lo que sí se evidencia, en ésta como en las fotografías de las páginas inmediatamente anteriores, es que la lluvia no desalentaba el entusiasmo religioso de los bogotanos.
Los desfiles de carácter religioso eran los eventos más concurridos de Bogotá. Todos ellos tenían lugar en las principales calles. Aquí, la multitud que seguía la procesión del Corpus de 1895, foto muy bien documentada, avanza por la calle 10.a hacia la Plaza de Bolívar.
Manuel José Mosquera, fue nombrado arzobispo en difíciles circunstancias políticas para el país. De origen caucano, su nombramiento fue resistido por el Cabildo Eclesiástico y gran parte del clero de la capital, que se sintió desconocido en lo que consideraba sus derechos irrenunciables al cargo. Manuel José Mosquera, óleo de José Miguel Figueroa, 1842, Museo Nacional de Colombia.
El arzobispo Fernando Caycedo y Flórez fundó en 1823 el Seminario de Bogotá con el propósito de cualificar en todo sentido al clero neogranadino. Óleo de Ricardo Acevedo Bernal, 1928, Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario.
Antonio Herrán, arzobispo entre 1854 y 1868, recibió orden de prisión y destierro del gobierno de Mosquera en 1861 por haberse opuesto a los decretos de tuición y desamortización. Óleo de autor anónimo, Seminario Conciliar, Bogotá.
Monseñor Vicente Arbeláez, arzobispo de Bogotá entre 1868 y 1884, logró convivir pacíficamente con los regímenes radicales, que prohibieron la enseñanza de la doctrina católica en las escuelas. Sin embargo, en alianza con José María Samper y Miguel Antonio Caro, ayudó a crear las condiciones para la derrota de los radicales en 1878 y el ascenso de La Regeneración, que con la Constitución de 1886, le devolvió a la Iglesia católica todos sus privilegios. Óleo de C. Acosta D. Seminario Conciliar, Bogotá.
Monseñor Bernardo Herrera Restrepo fue ungido arzobispo de Bogotá en 1891. Había dirigido durante 20 años el Seminario Mayor, desde 1871. Le correspondió cosechar los frutos favorables para la Iglesia que se derivaron del Concordato firmado por el gobierno de Rafael Núñez con la Santa Sede. Monseñor Herrera Restrepo trabajó para consolidar la hegemonía conservadora, que se prolongó desde 1914 hasta dos años después de la muerte del prelado, acaecida en 1928.
Durante el siglo xix, la colonial recoleta de San Diego se mantuvo solitaria en las afueras del norte de la ciudad, como marcando sus límites. Allí se veneraba la Virgen del Campo, a la que los viajeros que salían, o los que llegaban, le pedían su protección, pues tenía fama de milagrosa, como lo relata Ricardo Silva en uno de sus amenos cuadros de costumbres. Con mucha lentitud, desde los años ochenta, la ciudad comenzó a rebasar los límites de San Diego. El Parque del Centenario (1883), el tranvía a Chapinero (1884) y la fábrica de Bavaria (1891) impulsaron el desarrollo de la ciudad hacia el norte. Para finales de siglo, la recoleta de San Diego ya quedaba en el perímetro urbano. Acuarela de Edward W. Mark, ca. 1850. Colección de la Biblioteca Luis Ángel Arango, Bogotá.
La iglesia del barrio Egipto ya era en el siglo xix el epicentro de las fiestas de Reyes, en las que participaba una nutrida multitud proveniente de distintos sectores de la ciudad. La capilla de Egipto fue construida en 1656 y erigida el 8 de septiembre de ese año.
Iglesia de San Victorino. En todos los barrios había un templo, por lo que al referirse a la Bogotá decimonónica, Gabriel García Márquez habla de “La ciudad de los 32 campanarios”.
Texto de: Eugenio Gutiérrez Cely
VIDA RELIGIOSA
La religiosidad bogotana de principios del siglo xix llegó a alcanzar en muchos aspectos verdaderos extremos de fanatismo y fetichismo. En el mes de mayo de 1807, por ejemplo, El Redactor Americano, periódico santafereño serio y respetable, informaba tranquilamente que, para fortuna de los agricultores, las rogativas, procesiones y plegarias colectivas habían traído al fin el beneficio de las lluvias sobre los campos sabaneros. No es difícil inferir, por consiguiente, que el control y predominio de la Iglesia en todos los órdenes de la vida social era omnipotente.
Hay un pasaje magistral en Cien años de soledad, en que el novelista, sin identificarla expresamente, describe en forma admirable la Bogotá decimonónica. Y curiosamente, se refiere a ella como “la ciudad de los 32 campanarios”, pues la verdad es que en esta cifra, aparentemente arbitraria, García Márquez dio virtualmente en el blanco, ya que en la primera mitad del siglo xix había en Bogotá 31 iglesias, monasterios y conventos, un guarismo exorbitante si se relaciona con el tamaño y el número de habitantes de la ciudad.
En efecto, desde finales del siglo xviii y hasta mediados del xix la capital no vio la construcción de un solo templo. Sin embargo, el norteamericano Holton escribía en 1853 que Bogotá era sobre todo una ciudad de iglesias, pues con una población de 29 649 habitantes1 no tenía menos de 30 iglesias mientras que París, con 1 000 000, tenía 50 templos.
Desde las tres de la mañana comenzaba a quebrarse el profundo silencio de las noches bogotanas con el tañido de los bronces en campanarios y espadañas. A esa hora empezaban a sonar las campanas de San Diego y San Francisco, sus sacerdotes principiaban a rezar en coro y simultáneamente muchas familias que escuchaban los tañidos rezaban el rosario. Un poco más tarde, a las cuatro de la mañana sonaban los bronces de San Agustín y Santo Domingo. Después arrancaban todos los demás. Las misas empezaban a las cinco de la mañana y se seguían oficiando con muchas comuniones hasta las nueve. Pero además, a las seis de la mañana, doce del día y seis de la tarde las campanas recordaban a los fieles que había llegado la hora de la salutación angélica (ángelus) en que había que quitarse el sombrero, asumir una actitud recatada y pronunciar las oraciones correspondientes, ya fuera en la propia casa, en el lugar de trabajo o en la calle. Las beatas que transitaban por la vía pública en el momento de los campanazos angélicos aprovechaban la oportunidad para hacer ostentosas demostraciones de piedad, poniéndose de hinojos en la calle, abriendo los brazos en cruz, santiguándose repetidas veces y elevando las plegarias en voz alta. Los soldados, por su parte, no escapaban a este rito diario ya que, en el momento de su celebración, un fuerte redoble de tambores les recordaba el cumplimiento de este deber de cristianos.
No debemos omitir el hecho de haber sido los artesanos a todo lo largo del siglo un sector profundamente religioso. Por lo general asistían en grupo a la misa de cinco acompañados por sus maestros mayores para seguir de allí a iniciar labores a las seis de la mañana. Antes de comenzar el trabajo el maestro hacía la invocación cotidiana: “Ave María Purísima”. Los oficiales y aprendices respondían en coro: “sin pecado concebida”. Y se entregaban al trabajo. Los artesanos terminaban su comida del mediodía con un padrenuestro por las ánimas del purgatorio. Los albañiles anunciaban la conclusión de sus labores del día con las consabidas jaculatorias “Ave María Purísima” y la respuesta coreada por todos “sin pecado concebida”. Nadie iniciaba una comida sin bendecir la mesa ni la terminaba sin el padrenuestro. Todos los viernes a las tres de la tarde los campanarios sin excepción tocaban a muerto conmemorando la hora en que murió Jesús y las gentes interrumpían sus labores para decir las oraciones de rigor. Después del rosario vespertino, que se rezaba en todas las casas, volvían a sonar las campanas para recordar a los fieles el deber de decir un padrenuestro y un Ave María por las almas de los difuntos que estaban requiriendo el beneficio de tales oraciones. Queda en esta forma demostrado cómo la Iglesia, a través del metálico lenguaje de sus campanas, determinaba y regía la vida cotidiana de los bogotanos.
Tal fue el poder omnímodo que ejercía la Iglesia sobre las gentes que una excomunión era tan temida como una sentencia de presidio o inclusive como la misma pena capital. Esto es lógico si se tiene en cuenta que el excomulgado pasaba a convertirse en el acto en un ser mucho más repulsivo y vitando que el peor de los leprosos. Se transformaba en un auténtico paria de la sociedad, repudiado inexorablemente hasta por sus padres, hermanos, cónyuge e hijos. Obviamente no conseguía trabajo y, lo que es más injusto y grave, pasaba a ser el sospechoso permanente de cuanto crimen o delito se investigaba. Y más aberrante aún es el hecho de que si por desgracia se presentaba alguna calamidad de orden natural —terremoto, sequía, inundación, etc.—, a quien primero se sindicaba como culpable era al excomulgado y el desastre ocurrido era la manifestación de la cólera divina que en esa forma castigaba la presencia entre los justos de un ser que había sido privado de todo acceso a los beneficios de la gracia de Dios.
Casi todos los pocos regocijos con que se divertían los santafereños de principio de siglo estaban íntimamente ligados con la religión, o bien porque se relacionaban con bautizos, confirmaciones, primeras comuniones, bodas, ordenaciones o profesamiento de votos de las hijas de familia que habían tomado los hábitos monjiles, o con las grandes festividades religiosas tales como el Corpus, la Navidad y otras.
Respecto al número de habitantes de Bogotá consagrados a la vida eclesiástica, éste les pareció escandaloso a los franceses Boussingault y Roulin, quienes no sólo se impresionaron con la desmesurada cantidad de templos, monasterios y conventos, sino también con los verdaderos enjambres de curas, frailes y monjas que topaban por todas partes. En 1779 los sacerdotes regulares y seculares y las monjas eran el 4,25 por ciento de la población total y había uno de ellos por cada 23,5 habitantes. Esta proporción se incrementó en el censo de 1793, pues sobre un total de 17,725 habitantes 1 000 estaban dedicados a la vida religiosa; en esa forma la proporción ascendió a un cura o monja por cada 17,7 habitantes. En el padrón de 1800, de 21 464 santafereños 1 208 estaban vinculados a la Iglesia. El mayor aumento entre 1779 y 1800 fue el de las monjas, que pasaron de 234 a 719. Es muy posible que en este aparente aumento de las vocaciones religiosas influyera algo la amenaza a que ya nos referimos que gravitaba sobre las muchachas casaderas de perder la herencia en caso de contraer matrimonio sin acatar la voluntad paterna.
Otra muestra elocuente de cuán hondamente estaba infiltrada la religión en la vida, costumbres y actitudes de los capitalinos de inicios de siglo es el desenlace del conflicto entre los federalistas de Baraya y los centralistas de Nariño que defendían a Santafé en 1813. Como bien es sabido, el general Nariño, conocedor perspicaz de la índole de sus paisanos, nombró comandante en jefe de sus fuerzas al Jesús Nazareno cuya imagen aún se conserva en el templo de San Agustín. El cronista José María Caballero cuenta cómo antes de darse la batalla definitiva del 13 de enero de 1813 y después de la victoria de Nariño, hubo intensa profusión de actos religiosos, unos para implorar la ayuda divina en el combate que se avecinaba y otros para agradecerla a raíz del triunfo. Después del descalabro federalista fueron varios los días que los santafereños dedicaron a misas, procesiones, velaciones, rezos colectivos y toda suerte de actos en que hicieron amplia ostentación de su piedad y de su convencimiento de que más se había debido el triunfo a la intervención divina y a la intercesión de la Virgen y los santos que al talento estratégico de Nariño y al valor de sus soldados. Lógicamente Nariño, en su calidad de primer magistrado, no solamente no podía estar al margen de las celebraciones religiosas sino que, por el contrario, se mostró especialmente puntual y acucioso en la asistencia a la gran mayoría de ellas. El domingo 21 de enero, más de una semana después de la victoria centralista, todavía no cesaban los actos piadosos en la ciudad.
El 16 de julio de 1813 fue un día de mucha significación en la historia de Santafé ya que en él, a instancias de Nariño, se proclamó la independencia absoluta de Cundinamarca con el consiguiente rompimiento de todos los nexos con la corona española que había dejado vigentes el 20 de julio de 1810. Por supuesto la trascendental determinación estuvo acompañada de solemnes actos religiosos y con la elección de María Santísima como patrona de Cundinamarca.
Motivo de verdadero escándalo fue para los santafereños el comprobar que los 150 soldados que el Congreso de las Provincias Unidas envió el 8 de agosto de 1813 para ayudar a Nariño en la campaña del sur no traían rosario consigo2. Se comentó entonces que ahí estaba patente una prueba más de por qué la Divina Providencia se había puesto de parte de la causa centralista en el conflicto de enero de ese año. Sin embargo, las piadosas gentes de Santafé dieron pronta solución al problema proveyendo a cada soldado con una escarapela religiosa y una camándula. Por otra parte, como ya se había declarado la independencia absoluta, las armas y escudos del rey fueron cubiertos con yeso en los edificios públicos y encima de ellos colocada la imagen de Jesús3. En enero de 1814 llegó a Bogotá la fausta noticia del triunfo de Nariño en la Batalla de Palacé, lo cual fue motivo para que enseguida se montara toda la consabida serie de actos religiosos en conmemoración del feliz acontecimiento.
Lamentablemente no duró mucho este alborozo, pues pronto vino la noticia del descalabro definitivo de Nariño en el sur y su captura por las fuerzas realistas. A esta mala nueva se agregó la información que circuló por toda la ciudad en el sentido de que acababa de morir en el hospital capitalino un hombre que tenía fama de santo, pues según se decía, había permanecido 48 años acostado boca arriba sin apartar la vista del techo4. En la noche del 18 de noviembre de 1814 se sintieron en la ciudad dos sismos de alguna intensidad que también fueron interpretados como un mal presagio, y a finales del mes se supo, para colmo de males, que nuevamente avanzaban sobre Santafé las tropas federalistas al mando de un masón, impío y desalmado enemigo de la fe católica llamado Simón Bolívar. Los atemorizados santafereños se encomendaron fervorosamente a la protección de Cristo y la Virgen, no obstante el general herético y masón entró en la ciudad y no tardó en dar a sus medrosos habitantes la sorpresa de que no incendió los conventos, ni profanó los templos, ni decretó degollinas masivas de curas y monjas.
Vino luego el avance incontenible de la reconquista española contra la cual tampoco pudieron las rogativas: entraron los españoles a Santafé el 6 de mayo de 1816 y dieron comienzo sin dilación a la tenebrosa era de los patíbulos y del terror.
En la víspera del ingreso de los pacificadores españoles ocurrió un hecho inesperado y notable: entró a Santafé la venerada imagen de la santa Virgen de Chiquinquirá conducida por los soldados patriotas al mando del oficial francés Manuel Serviez, que había venido a América a luchar por la causa de la independencia. Serviez y sus hombres venían huyendo a toda prisa de la persecución realista después del desastre patriota en Cachirí. El rumbo que llevaba Serviez era, como el de muchos republicanos entonces, el de los llanos orientales. Todo parece indicar que Serviez se apoderó de la imagen con la confianza de que, al llevarla consigo, podría convertirla en una especie de bandera que reavivara el descaecido entusiasmo de los patriotas, pudiendo así aumentar sus huestes. Sin embargo Serviez se llevó un tremendo chasco pues, aunque el raudo paso de la Virgen por Bogotá despertó el previsible fervor, el reclutamiento que el francés esperaba de la Virgen resultó nulo y se vio obligado con gran precipitación a seguir hacia Cáqueza, en el oriente, ya que el acoso de las tropas de Morillo no daba espera.
Pero circuló entonces otra versión para explicar por qué la Virgen de Chiquinquirá se había abstenido de hacer el milagro de repeler a los soldados de la reconquista. El caso fue que en abril de 1816, poco después de la derrota de Cachirí, estando Serviez y su contingente en Chiquinquirá, se supo la noticia de que se había cometido un robo sacrílego imperdonable: las joyas de la Virgen habían desaparecido. Indignado, Serviez ordenó requisar con la mayor minuciosidad a todos sus hombres con el resultado de que las joyas se hallaron en poder del cabo Antonio Martínez, hermano de Pedro Pascacio, el que cuatro años más tarde atraparía al general José María Barreiro después de la Batalla de Boyacá. Las gentes encolerizadas exigieron en forma unánime que el ladrón fuera ejecutado sin contemplaciones, a lo cual Serviez no quizo acceder. Pero como la marea de la ira popular crecía en forma peligrosa, Serviez se allanó a formar un consejo de guerra dentro del cual actuó como defensor del reo el joven abogado Fernando Serrano, quien venía con el ejército. Haciendo derroche de una consumada destreza forense y una notable imaginación, el abogado Serrano pronunció una arenga conmovedora, demostrando en ella que este pobre soldado de la patria había abandonado a su familia dejándola sumida en la peor indigencia para tomar valerosamente las armas en defensa de la causa republicana. Movido por su intensa piedad, según narraba casi con lágrimas el jurista, el soldado Martínez había llegado una noche ante la Virgen de Chiquinquirá para postrarse ante ella y rogarle por el bienestar de su mujer y sus niños mientras terminaba la contienda. A continuación pasaba Serrano a referir cómo había ocurrido el prodigio. La Milagrosa, llena de lástima y dolor por las penurias y las congojas que estaba pasando a la sazón la familia de Martínez, “entornó los ojos mostrándole las joyas como dando a entender que las tomara para que sus hijos no perecieran de hambre”5.
Hubo entonces un auténtico delirio colectivo. El pueblo, loco de emoción, exigió a gritos que el piadoso combatiente patriota fuera absuelto en el acto, a lo cual accedió de inmediato el consejo de guerra. La brillante estratagema del defensor había sido todo un éxito. Pero Serviez, que era un hombre positivista y agnóstico, expresó rotundamente su negativa a refrendar con su firma lo que consideraba una vulgar superchería. Pero resultó más poderosa la voluntad del común y el comandante francés se vio obligado a estampar su firma en la sentencia absolutoria del cabo Martínez, el cual fue conducido en triunfo por las calles de la villa y recibió de adehala una fuerte contribución popular para solucionar las carencias de su pobre familia. Indignado Serviez por haberse visto compelido a cohonestar la superstición, decidió poner coto a la posibilidad de futuros hurtos prohibiendo a la Virgen que siguiera obrando milagros de esta naturaleza. El decreto de Serviez en este sentido es una verdadera joya y bien vale, por lo tanto, transcribirlo aquí:
“Manuel Serviez, Comandante en jefe del ejército de las Provincias Unidas, con el fin de evitar irrespetos a Nuestra Señora de Chiquinquirá, prohibo a los soldados de la tropa de mi mando aceptar o recibir flores o milagros de cualquier clase de parte de ella. El soldado de mi batallón que contravenga lo dispuesto aquí o que acepte un nuevo milagro de Nuestra Madre la Virgen, será castigado con pena de muerte.
”Dado en Chiquinquirá, a 20 de abril de 1816.
”Manuel Serviez”6.
Fue este increíble decreto la causa a la cual numerosos santafereños atribuyeron la impasibilidad de la Virgen ante el avance realista sobre la capital. Como ya queda dicho, Serviez tuvo que salir precipitadamente de Santafé rumbo al oriente, pero no por ello se libró de la persecución ya que el alto mando español envió un destacamento por el mismo rumbo a fin de darle alcance. Serviez y algunos de los suyos lograron escapar hacia el llano y ponerse a salvo. No tuvo igual suerte la Virgen de Chiquinquirá, que fue capturada por los realistas en Chipaque y entró de nuevo solemnemente a la capital en hombros de los españoles 11 días después de haber sido secuestrada por Serviez y sus conmilitones.
Otro aspecto notable y revelador de la fuerte religiosidad santafereña es que en esta capital se respetaba todavía, ya iniciado el siglo xix, el asilo en los templos como inviolable y sagrado. Veamos dos episodios ilustrativos. A partir del 20 de julio de 1810 se plantaron en Santafé varios árboles conmemorativos de la libertad. El 18 de julio de 1813, en vísperas del tercer aniversario de la Independencia, según narra el cronista José María Caballero, un fanático realista, guarecido por las sombras de la noche, se armó de un hacha y la emprendió a golpes contra el árbol de la libertad echándolo por tierra. Sin duda alguna esta grave profanación habría podido ser causa de un castigo de imprevisible severidad. No obstante el iconoclasta tuvo la precaución de refugiarse oportunamente en un templo, por lo cual su detestable acción quedó automáticamente impune.
Otro caso, que cuenta Le Moyne, fue el de un oficial piamontés de apellido Castelli que había venido a luchar al servicio de la Independencia. Juzgado y hallado culpable en una corte marcial por conspirar contra el gobierno de don Joaquín Mosquera, fue condenado a la pena capital. Pero ocurrió que cuando era trasladado del sitio del tribunal a la cárcel donde debía ser puesto en capilla, una nutrida muchedumbre se aglomeró alrededor de la escolta, rescató a Castelli y lo llevó hasta la puerta de la catedral, que estaba cerrada, pero donde el reo pudo asirse de un aldabón lo cual ya le garantizaba el derecho de asilo. Los centinelas, conocedores todos de esta tradición sagrada, se limitaron a formar un semicírculo en torno al fugitivo y en espera de órdenes. Así pasaron tres horas interminables hasta que finalmente uno de los canónigos abrió la puerta e introdujo al reo en el interior del templo, con lo cual su vida quedó a salvo en medio de los vítores de la multitud. Posteriormente, y como consecuencia de las negociaciones celebradas entre los canónigos y la justicia, se optó por la solución de indultar a Castelli conmutándole la pena de muerte por la de destierro.
En casos como el que acabamos de narrar está patente una clara alianza de la Iglesia con estratos del pueblo. Otro ejemplo de dicha alianza fue el sonado conflicto de “La lechuga”, nombre por el cual se conocía una deslumbrante custodia de una vara de altura, 10 kilos de peso, toda de oro y con 1 725 piedras preciosas entre esmeraldas, diamantes, perlas, amatistas, topacios y rubíes. Este tesoro sin par se encontraba en el convento de La Enseñanza, donde era utilizada en ceremonias especialmente solemnes de culto. De un momento a otro ocurrió lo inesperado. El misterioso doctor Juan Francisco Arganil, aquel francés que se decía médico y que fue uno de los cerebros de la conspiración septembrina, vivía aún en Bogotá en 1836, cuando el doctor José Ignacio de Márquez acababa de ganar las elecciones presidenciales. El taimado y astuto Arganil consiguió un arbitrio muy ingenioso consistente en denunciar “La lechuga” ante las autoridades como una especie de bien mostrenco por haber pertenecido a la Compañía de Jesús que todavía se encontraba expulsada del país. En su denuncia Arganil exigía que le fuera adjudicada “La lechuga” a cambio de una cierta cantidad representada en los muy depreciados bonos de deuda pública. Las autoridades competentes dispusieron que la espléndida custodia pasara del convento de La Enseñanza a la Tesorería de Hacienda de la provincia para que allí quedara depositada mientras se definía judicialmente su propiedad. A continuación se fijó la fecha para el embargo y traslado de la valiosa joya. Sin embargo, la diligencia no se pudo llevar a cabo pues el pueblo se agolpó en el convento y en el templo para impedir que la custodia fuera secuestrada por manos profanas7. La muchedumbre, compuesta en su mayoría por mujeres malogró el propósito de las autoridades. ?
De este modo la custodia permaneció en su sitio original. A todas éstas creció la turba de guardianes de “La lechuga” y el orden público llegó a verse seriamente perturbado. Finalmente se restableció la calma y la célebre joya pudo ser trasladada a la Tesorería. De inmediato el canónigo de la catedral inició un proceso para su recuperación, el cual se falló a favor de la Iglesia, pasando inmediatamente “La lechuga” a la parroquia de La Catedral. Cuando se conoció la sentencia el pueblo se lanzó a la calle expresando su júbilo con una estruendosa algazara y profusión de voladores y otros juegos pirotécnicos. Igualmente, el abogado que defendió la reivindicación de “La lechuga” para la santa Iglesia fue agasajado con una serenata 8.
Ya habíamos anotado anteriormente cómo la fanática y obsesiva religiosidad santafereña rayaba en la superchería y el fetichismo. Moribundo hubo que legó parte o a veces la totalidad de sus bienes a favor de una imagen piadosa, como ocurrió con don Juan Martín de Sarratea, quien en tiempos pasados había sido albacea del virrey Solís. Sintiéndose gravemente enfermo don Juan Martín instituyó como única y universal heredera suya a la imagen de la Virgen de la Soledad, “para que la haya” [su fortuna], “herede y goce, con la bendición de Dios y la mía”. Bien sabido es que el celo por la religión incurre en las más absurdas y disparatadas contradicciones cuando llega a extremos morbosos como ocurría en esta Santafé de la Colonia y primeras décadas de la República. Para corroborar lo antedicho bastará que recordemos a Cordovez Moure cuando nos habla de las grotescas retaliaciones que ejercían los allegados santafereños cuando algún santo —o más concretamente su imagen— se mostraba renuente a obrar el milagro solicitado. Si a san Antonio de Padua se le pedía un milagro y rehusaba hacerlo de inmediato, el castigo consistía en arrebatarle el Niño Jesús y zambullir de cabeza al santo en una alberca o una tinaja hasta que realizara el milagro pedido. Pero si pasaban los días y el san Antonio pasado por agua seguía empecinado en su negativa, lo sacaban a fin de poder seguir utilizando el recipiente y lo arrojaban como un coroto inútil al aposento de los trastos viejos. Si el renuente a hacer el milagro era san Francisco de Asís, lo degradaban, arrebatándole el cordón. Pero ni la madre de Dios se salvaba de las iras de los bogotanos cuando los desairaba. Ocurría que piadosos santafereños rezaban a la Virgen de los Dolores una novena por una intención específica. Cuando la Milagrosa se mostraba propicia venían las oraciones de agradecimiento, los votos y las romerías. Pero cuando se negaba a responder con presteza a las súplicas de sus fieles, la devoción se trocaba en cólera y los desdeñados por la Virgen le quitaban la corona de espinas al primer Cristo que encontraban y se la encajaban a la Virgen con toda la fuerza posible para castigarla por su indiferencia.
En las iglesias bogotanas eran frecuentes inscripciones como una que se leía en San Agustín y en la cual se invitaba a los fieles a recurrir a los buenos oficios de san Quintín en casos de “mal de orina”, cuya curación era la especialidad de dicho santo. Por su parte, las especialidades de san Peregrino de Lacioso eran más variadas que las de san Quintín, pudiendo decirse de él que era casi un médico general, puesto que igualmente sanaba cualquier mal de las piernas o asistía a las mujeres en los alumbramientos difíciles.
Hubo una calle de Bogotá que llegó a denominarse paradójicamente “Cara de perro” ya que en ella, según afirmaban los vecinos, deambulaba todas las noches un perro negro y sin cabeza. Esta tradición se mantuvo por mucho tiempo hasta el punto de que cierto viajero inglés, no sabemos si en serio o en broma, generalizó tal conseja y escribió que por las noches las calles de la ciudad se poblaban de perros sin cabeza. También se afirmaba que en cierta ocasión una mujercilla de vida disoluta quiso obtener el perdón de sus muchos pecados apelando al Señor de Monserrate. La cortesana arrepentida realizó la penosa ascensión hasta la cima del cerro y llegó hasta la sagrada imagen con el propósito de besarle un pie y acaso obtener así la indulgencia plenaria. ?Pero el Señor, tal vez sabedor de que la pecadora empedernida no había hecho la suficiente penitencia para borrar las huellas de su mala vida anterior, le retiró el pie malográndole el beso. De ahí la creencia que prevaleció durante mucho tiempo de que el Señor de Monserrate había quedado con el pie encogido después de habérselo retirado al ósculo de la mala mujer.
Hasta pasada la primera mitad del siglo xix se conservó en el templo de Las Aguas un cuadro de Carlos José Espinosa que espantaba a los feligreses de dicha iglesia. La pintura representaba en gran tamaño a una especie de trasunto bogotano de la gorgona mitológica. Era una mujer de rostro espeluznante que en vez de cabellera tenía sobre la cabeza un haz monstruoso de serpientes que parecían agitarse en todas direcciones. En la ciudad se afirmaba de manera unánime que esta mujer había tenido existencia real. Se decía que había sido una muchacha bogotana notable por toda suerte de encantos, pero especialmente por la belleza de su cabellera que posiblemente cultivaba con el inconfesable tónico capilar de que hablamos anteriormente. ?
El hecho verdadero es que innumerables pretendientes y galanes la asediaban sin tregua como embrujados por la magia de su cabellera. La vanidad de la bella fue creciendo y alcanzando dimensiones satánicas hasta el punto de que un día en que se peinaba y aderezaba frente al espejo, pronunció sin titubear estas palabras blasfemas: “Ni la Virgen de las Aguas tiene una cabellera tan hermosa como la mía”. No bien hubo acabado la impía de decir esta frase terrible cuando el cielo la castigó sin dilación transformándole su linda cabellera en un repugnante nudo de víboras. Pero ahí no paró la cólera divina contra la blasfema. En momentos en que exhalaba alaridos de horror ante la tétrica metamorfosis que acababa de ocurrir, en medio de llamaradas, truenos, centellas y un insoportable olor de azufre, se le apareció el propio Lucifer curiosamente ataviado con hábito de dominico, cargó con ella y la arrojó en cuerpo y alma a lo más hondo de los infiernos. De ese momento en adelante, y por muchos años más, no dejaron de hacerse en Santafé medrosas alusiones a esta desventurada mujer a quien se conoció desde entonces como “El espeluco de Las Aguas”.
Por supuesto, no faltaban ocasionalmente los vivos que aprovechaban la superstición y el fetichismo de los santafereños en beneficio propio. A principios del siglo regía en Santafé la queda después de las nueve de la noche. Cuenta don Pedro María Ibáñez que hubo un extraño personaje de estatura muy elevada y voz hueca y de tono muy bajo al que se permitía circular hasta después de la queda. Se apoyaba en un bordón y se alumbraba con la luz mortecina de la típica vela de sebo metida en un farol, conjunto que le daba al personaje un aspecto fantasmagórico. Era conocido en Bogotá como “El pecado mortal”, debido a que después de la queda pedía limosnas con su voz de ultratumba para ayudar a bien morir a los que estaban a punto de partir a la otra vida en pecado mortal. Atemorizados por la apariencia espectral del personaje las casas no le negaban su contribución. Lo que nunca se supo fue a dónde se marchó este extraño trashumante nocturno a gozar de sus limosnas, ninguna de las cuales, obviamente, ayudó a suavizar las agonías de los que morían en pecado mortal.
En la Cuaresma de 1826 la ciudad se conmovió con los sermones furibundos del célebre cura Margallo, en los que denunciaba como un pecaminoso desafío a la ira divina la enseñanza en los colegios capitalinos de las teorías del inglés Jeremías Bentham, reprobadas por la Iglesia como masónicas e impías. El padre Margallo llegó inclusive a amenazar con la temible excomunión no sólo a quienes siguieran enseñando dichas teorías sino a quienes continuaran asistiendo a clases. Informa Groot en la Historia eclesiástica y civil de la Nueva Granada que Margallo no se limitó a luchar desde el púlpito sino que inclusive llegó por sorpresa al claustro de San Bartolomé y arengó violentamente a los alumnos poniéndolos sin más alternativas a escoger entre Jesucristo y Bentham. Naturalmente los liberales que impulsaban con el mayor entusiasmo el pensamiento de Bentham, encabezados por Vicente Azuero, se lanzaron a una ofensiva fulminante contra Margallo, exigiendo del gobierno procesar cuanto antes al combativo cura por sedicioso y pidiendo que se le sancionara con el extrañamiento de la ciudad y el retiro de la licencia para ejercer las actividades propias de su ministerio. El gobierno accedió a las peticiones de Azuero y sus amigos y ordenó abrir el proceso contra Margallo. Y ocurrió que apenas se inició éste —17 de junio de 1826— la ciudad de Bogotá fue sacudida por un terremoto espantable que el pueblo atribuyó enseguida a la furia divina contra quienes osaron abrir proceso a un ministro de Dios.
Veamos ahora el otro episodio que vino a corroborar definitivamente la terrible fama del padre Margallo como promotor de sismos. El día 28 de octubre de 1827 el Libertador ofreció un baile de gala en la casa de gobierno. Entre los invitados estaba el cónsul general de Holanda, señor Stuevs, el francés Roulin, a quien ya hemos citado en estas páginas, su bella esposa Manette y el joven oficial venezolano Francisco Miranda, hijo del Precursor. Ocurrió que Stuevs invitó a bailar a la señora Roulin, la cual dejó sobre el asiento que ocupaba su abanico y su pequeño frasco de perfume. En forma involuntaria el oficial Miranda se sentó en esa silla y quebró el frasco de perfume, por lo cual un amigo le dijo en broma que sin tardanza tendría que darle explicaciones a Stuevs sobre semejante desacato. Miranda replicó que sería ridículo que él le tuviera miedo a un vejete caduco e inofensivo, con tan mala suerte que el holandés escuchó las palabras desobligantes del oficial venezolano, se le acercó y lo insultó de la manera más escandalosa. Por esta época los viajeros europeos acababan de introducir en el país el uso antes desconocido de los duelos a pistola por cualquier real o supuesto agravio contra la dignidad y el honor. En consecuencia, al día siguiente Miranda se valió de su amigo el coronel inglés Johnson para que exigiera reparaciones a Stuevs. El holandés le mandó decir que se las daría con la pistola en la mano y así quedó concertado el primer duelo a pistola que se efectuó en Bogotá, en cierta forma legitimado por los extranjeros que estaban ansiosos de imponer esa moda en nuestra capital. Entre los dos rivales había una dramática desigualdad. Mientras Stuevs se ufanaba de poseer una puntería impecable gracias a la cual ningún contendor suyo había quedado vivo, Miranda era un bisoño absoluto, hasta el punto de que tuvo que ocupar las horas anteriores al duelo en un adiestramiento de tiro al blanco que gentilmente le dio su amigo Johnson.
El encuentro en que dos hombres se batirían a muerte por un frasco de perfume tuvo lugar en El Aserrío una colina que se levanta al sur de Bogotá a orillas del río Fucha. Presentes los padrinos y cumplidos todos los requisitos de rigor, los dos rivales hicieron fuego y, para sorpresa de todos, mientras Miranda quedaba ileso, el holandés Stuevs se desplomaba abatido por un certero impacto en la mitad de la frente. El periódico El Conductor informó sobre este desafío mortal lamentando la banalidad de la causa que lo había originado y refiriéndose irónicamente a estos duelos como “otro nuevo regalo que se ha traído al país”. Informaba también que el teniente Miranda había desaparecido, lo cual pudo ser atribuible al hecho de que por ser éste el primer desafío a muerte que tenía lugar en Bogotá, el vencedor en el mismo tuvo sus dudas respecto a la posibilidad de quedar exonerado de culpa por la muerte de Stuevs.
Los amigos del cónsul holandés decidieron celebrarle las exequias en la Capilla del Sagrario, a pesar de la oposición que manifestó el mayordomo de la misma y el energúmeno padre Margallo, quien declaró que jamás volvería a entrar en esa capilla que había sido alevosamente profanada por el sepelio de un duelista, vale decir, de un hombre que había muerto en pecado. Agregó Margallo que otra razón por la cual jamás volvería a entrar a la Capilla del Sagrario era que no quería perecer sepultado bajo sus ruinas. “Estas paredes hablarán por mí”, fueron las palabras apocalípticas con que Margallo cerró sus amenazas proféticas. Conociendo el truculento antecedente del sismo que siguió al conflicto de Margallo con los benthamistas, las gentes bogotanas quedaron sumidas en la angustia después de la admonición del airado sacerdote. Y no carecía de fundamento su zozobra. A los 15 días del sepelio de Stuevs, el 16 de noviembre de 1827, Bogotá volvió a ser zarandeada por la furia telúrica que se concentró de manera especialmente cruel en la capilla del Sagrario cuya cúpula, espadañas y altar mayor quedaron reducidos a escombros. Se cuenta que el fatídico padre Margallo se sintió compensado con la destrucción de la capilla, ya que a raíz de su controversia con los partidarios de Bentham había vaticinado el incendio del claustro de San Bartolomé en castigo por dar allí albergue a ideas impías y el tal incendio no había tenido lugar. Pero sobre lo que sí desaparecieron del todo las dudas de los bogotanos fue sobre el poder sobrenatural del padre Margallo para sacudir las entrañas de la tierra enfrentándose victoriosamente aún a la intercesión del bondadoso san Emigdio. Lógicamente en torno a Margallo se empezaron a tejer toda guisa de consejas y leyendas acerca de sus poderes sobrenaturales, como una que recogió y divulgó con seriedad y credulidad imperturbables el escritor y presidente José Manuel Marroquín según la cual en cierta oportunidad, desde un balcón de la Plaza Mayor, unos beodos irreverentes le habían arrojado a Margallo, que transitaba por el lugar, una copa llena de licor con el ánimo de acertarle en la cabeza. Pero según la leyenda quedaron defraudados pues la copa, pese a la violencia con que fue arrojada, no sólo no golpeó al pastor sino que se posó con la mansedumbre de un pajarillo a sus pies sin derramar una gota de su contenido.
Los escándalos y polémicas suscitados en torno de Margallo tienen históricamente la importancia de haber sido las primeras escaramuzas de dirigentes laicos en Bogotá contra el poder absoluto e ilimitado del clero. Se daba así tímidamente comienzo a una pugna entre los sectores anticlericales y la Iglesia que habría de prolongarse con gran beligerancia durante casi todo el siglo xix, hasta el triunfo definitivo del clero con la Regeneración, en 1886. Hay otro dato en igual sentido. Lo encontramos en las Cartas escritas desde Colombia, de 1823, de autor anónimo: “Afortunadamente la manía religiosa se ha calmado y los bogotanos, con excepción del pueblo, se han liberado del yugo de obediencia total y ciega que les impuso el gobierno español para hacerlos vasallos del clero y en esa forma mantenerlos sometidos e ignorantes. Ahora se han independizado del poder de la Iglesia y de la creencia en la infalibilidad de los curas”. Afirmación que, sin embargo, debe tomarse con beneficio de inventario, pues sólo puede aplicarse a un sector de la élite bogotana.
En el fondo, bolivarianos y santanderistas competían en respeto y acatamiento a la autoridad eclesiástica. Valga el siguiente ejemplo. A raíz de las ejecuciones de los reos hallados culpables de participación en la conjura de septiembre contra el Libertador, se difundió por la ciudad el rumor de que uno de ellos, Pedro Celestino Azuero, había muerto sin ninguna clase de auxilios espirituales porque las autoridades le habían negado el acceso a los sacramentos. La indignación de los enemigos del gobierno llegó a tal punto que éste se vio obligado a desmentir tal especie ante la opinión pública por medio del Diario Oficial, haciendo saber que a numerosas personas de probada respetabilidad les constaba que Pedro Celestino Azuero había subido al cadalso a paz y salvo con la Divina Providencia9. Tres años más tarde los santanderistas, en un ruidoso alarde de celo religioso, expidieron un decreto por el cual se imponía una multa de 5 pesos a aquellos comerciantes y tenderos que, violando el precepto divino de santificar las fiestas, mantuvieran abiertos sus establecimientos en los días domingos y otros consagrados al Señor 10.
Bien conocida es una ley histórica y social que virtualmente no conoce excepciones. Es la de la doble moral que impera en las sociedades pacatas y teocráticas. Por ello no deben causarnos asombro los datos consignados anteriormente —para traer un solo ejemplo— acerca de la escandalosa proporción de ayuntamientos libres y de hijos naturales en la gazmoña Santafé que hemos venido evocando y reconstruyendo. El francés Boussingault dejó también testimonio escrito de que: “La clerecía era licenciosa e inmoral y los sacerdotes y los monjes mantenían concubinas descaradamente o vivían maritalmente con ellas”. El mismo Boussingault fue en otros apartes de sus apuntes de viaje más amplio sobre este espinoso asunto. Bien vale conocer exactamente su texto:
“Con frecuencia me encontraba con un Hermano Hospitalario de San Juan de Dios, seguido de un niño vestido con el hábito de su orden: eran padre e hijo. Un día un predicador de mucha fama, el canónigo Guerra, llegó como enloquecido a donde el Doctor Roulin, suplicándole que fuera a ver a su señora que estaba embarazada. El doctor salió inmediatamente con su forceps y regresó pronto, para anunciarnos que la señora canóniga y su hijo se encontraban muy bien.
”Yo había conocido en París a un sacerdote americano que se hallaba en el exilio. En reconocimiento de su patriotismo le habían otorgado un curato de los mejor retribuidos, en las cercanías de la capital. Pasando cerca de allí, resolví visitar a mi amigo; la víspera había habido una terrible tempestad y habían caído varios rayos sobre el presbiterio; mi hombre me mostró los daños causados por la electricidad a la cabecera de su cama: un candelero de plata y la armadura de un paraguas completamente fundidos y el colchón carbonizado. Entonces le dije: ‘¿Cómo no lo fundió a usted también?’ Me respondió: ‘Por una razón muy sencilla o más bien por un milagro; Dios me había inspirado y esa noche me acosté con mi amiga en la pieza vecina’”11.
Boussingault fue bastante minucioso, aunque no fue el único, en sus relaciones sobre el relajamiento moral de algunos elementos del clero en esta pequeña ciudad de los treinta y tantos campanarios. En sus recuerdos no solamente alude a la vida crapulosa de ciertos eclesiásticos, sino también a otros usos y costumbres claramente reñidos con la ética cristiana. En sus anotaciones encontramos referencias a pastores de la Iglesia que derivaban jugosos proventos de los préstamos usurarios. Y hay también un pasaje muy divertido en el que Boussingault narra el caso de un fraile de La Capuchina que le propuso con la mayor avilantez el negocio altamente lucrativo de tomar huesos de difuntos corrientes, aplicarles determinados elementos químicos para intensificar su apariencia de vetustez y venderlos a precios elevadísimos como venerables reliquias de santos y otros varones y mujeres muertos en olor de beatitud12.
El viajero norteamericano William Duane puede considerarse entre todos los extranjeros que visitaron a Bogotá en estos comienzos del siglo xix como el que mayor simpatía y benignidad mostró hacia la ciudad y sus habitantes. Por lo tanto merece especial credibilidad una narración que hace del incidente que presenció estando sentado en el balcón de la residencia que ocupaba en el costado norte de la plaza de San Francisco (hoy de Santander). Repentinamente un alboroto y una gritería fuera de lo común llamaron la atención del norteamericano hacia la Calle del Arco (hoy calle 16 entre carreras 7.ª y 8.ª). Con gran sorpresa nuestro viajero observó cómo dos soldados y un funcionario civil se dirigieron rápidamente hacia el lugar de la barahúnda. Picado por la curiosidad, Duane resolvió seguirlos de cerca y mucho fue lo que creció su perplejidad cuando observó que los soldados sacaban por la fuerza de una de las puertas a dos frailes. Y mayor fue aún cuando se enteró que la casa de donde los soldados sacaron a los dos reverendos era un burdel.
Por su parte y con una gran picardía, que sólo se advierte entre líneas, cuenta el cronista José María Caballero cómo el 6 de diciembre de 1815 se escapó de su clausura una monja profesa de La Concepción, sabe Dios con qué rumbo e intenciones. Y refiere más adelante que la fuga tuvo lugar a las dos de la tarde, que entró en una casa (¿cuál?) y que sólo fue posible recapturarla y meterla de nuevo en el convento a las siete de la noche.
La alarma sobre el comportamiento de estos elementos del clero santafereño llegó hasta los más altos niveles del gobierno eclesiástico, como lo prueba una carta pastoral del provisor, vicario capitular del arzobispado y futuro titular de la arquidiócesis monseñor Fernado Caicedo y Flórez. En ese documento el prelado expone concretamente las ventajas que traería la apertura en Bogotá de un seminario que, entre otras funciones, sirviera de filtro y de prueba a las presuntas vocaciones sacerdotales a fin de dejar pasar adelante sólo a aquellas que demostraran ser sinceras y veraces. De la carta pastoral de Caicedo y Flórez, que está fechada en 1823, destacamos este párrafo:
“Ya no se verán en nuestra venerable corporación sujetos que la deshonren por haberse introducido en ella sin vocación, sin letras, y sin conocimientos de lo que van a hacer, llevados sólo del sórdido interés de asegurar la comida y subsistencia, y lo que es peor (en muchos) con la esperanza de hacerse ricos tal vez por medios prohibidos a un sacerdote”13.
Las preocupaciones de Caicedo y Flórez tenían sólidos fundamentos. En un memorial dirigido al Congreso de la República en ese mismo año de 1823, orientado a solicitar apoyo financiero para la empresa del seminario, el prelado aporta pruebas concluyentes sobre las causas determinantes de tantas vocaciones apócrifas. Dice así el notable documento:
“No vemos otra cosa, señores, todos los días, con sumo dolor de nuestro corazón, que pretender órdenes, y aun parroquias, una caterva de jóvenes (y entre ellos muchos de bien adelantada edad) que dejan de las manos el fusil si son soldados, y si no lo son porque no se le pongan en ellas temiendo el rigor y fatigas de la carrera militar. Otros apenas acaban de soltar de las manos el arado, y la azada, cuando pretenden el ministerio sacerdotal, toman en ellas el breviario y el misal sin entenderlos. Muchos desnudándose del alpargate [sic] y de la ruana, al día siguiente los vemos vestidos con la sotana y el manteo”14.
Sin mayores dilaciones el Congreso accedió a la solicitud de Caicedo y Flórez por decreto del 20 de junio de 1823 y el seminario se estableció en el convento que habían ocupado los padres capuchinos en Bogotá.
Ya habíamos visto que de acuerdo con el censo de 1800, sumados sacerdotes y monjas, la concentración de religiosos en Bogotá era tan alta que había uno por cada 17,7 habitantes. En el censo de 1835 se registró un fuerte descenso, ya que esta proporción bajó a un religioso por cada 94 habitantes y en 1843 a uno por cada 84. Entre las causas de esta disminución debe destacarse la que le expuso un fraile bogotano a William Duane. Según el juicioso análisis del monje, la gran afluencia anterior de jóvenes criollos hacia la vida sacerdotal se debía, entre otras razones, a que los nativos se hallaban en desventaja frente a los españoles para ocupar puestos públicos importantes. En este orden de ideas, al producirse la emancipación se abrieron para los jóvenes un sinnúmero de oportunidades en el gobierno que habían estado vedadas para los criollos en la era virreinal. Lógicamente este cambio determinó un cierto descenso en las vocaciones religiosas. En cuanto a las mujeres, afirma textualmente el testimonio del monje: “Y como las chicas ahora disfrutan de libre albedrío —Dios las salve— prefieren contraer matrimonio antes que consagrar su alma inmortal a un piadoso retiro”. A su vez el irreligioso y anónimo autor de las Cartas escritas desde Colombia decía en 1823: “Desde la revolución muchos de los conventos han quedado semidesiertos y otros completamente abandonados; sin embargo, todavía hay demasiados zánganos”.
Desde luego, pese a las realidades que acabamos de anotar, Bogotá no perdió el carácter fundamental de “ciudad santa” que traía desde la Colonia, ya que la acendrada religiosidad popular y la influencia del clero sobre las masas (¡tremendo complemento!) se mantuvieron virtualmente intactas.
FIESTAS RELIGIOSAS
Las más importantes y tradicionales eran el Corpus, que se celebraba en la catedral; la fiesta de los Reyes Magos, que tenía como centro la ermita de Egipto; la fiesta llamada del “Polvillo”, que tenía lugar en San Diego; los carnavales o carnestolendas tradicionales de los tres días anteriores al Miércoles de Ceniza, cuya sede era la ermita de La Peña; las octavas de cada una de las parroquias, y, finalmente, la Navidad.
En cuanto a las carnestolendas, no obstante ser su epicentro la iglesia de La Peña, cubrían toda la ciudad y había años en que eran particularmente lucidas como las que presidió el general Nariño en 1813, poco después del triunfo sobre los federalistas. El cronista José María Caballero describió en su diario estas fiestas pormenorizadamente destacando los toros (que, según dice, estuvieron malísimos) y los bailes en el Coliseo. Por su parte, el francés Le Moyne nos dejó una relación detallada y muy divertida de una costumbre bogotana de carnavales consistente en que las señoras y señoritas de la sociedad salían desde horas tempranas a los balcones de sus casas a fin de arrojar agua sobre los transeúntes y, lo que era más frecuente, bolas de cera o de yeso huecas por dentro y rellenas de agua, de esencias o de harina. Los viandantes respondían a esta ofensiva en forma galante y caballeresca arrojando hacia los balcones de sus gentiles agresoras, especialmente si iban a caballo, dulces y ramilletes de flores15.
Los testimonios de la época demuestran que es muy poco lo que las tradiciones han cambiado desde entonces en cuanto a la representación del nacimiento en el pesebre de la temporada navideña. Faltaban muchos años para que el esnobismo local importara a estas latitudes elementos culturales tan extraños como el nórdico abeto navideño y el gordo y barbudo mujik conocido como Santa Claus o Papá Noel.
Con referencia a la fiesta del Corpus tenemos, entre otros, el testimonio del sueco Gosselman en el cual se advierte un énfasis muy especial en la extraordinaria profusión de estallidos pirotécnicos durante la noche. También describió con todos los pormenores la solemne procesión de Corpus la cual se originaba en la catedral y era seguida por carretas en que los jóvenes de ambos sexos de la clase alta representaban diversos personajes bíblicos e históricos. Gran admiración mostró el viajero sueco por el vistoso despliegue de joyas que lucían en esta ocasión las señoritas bogotanas.
Prosigue su relación el viajero escandinavo describiendo todo el bestiario mitológico que venía a continuación: habla de lagartos, quelonios, tigres, leones, víboras y caimanes. Cada una de estas fieras era representada por un voluntario que asumía el respectivo disfraz. Pero el espectáculo que más emocionaba a las gentes era el de una enorme tortuga manejada desde el interior del carapacho por voluntarios que se movían acompasadamente y en cuyo lomo iba un negrito que fingía conducirla. También gozaba de gran popularidad una culebra de dimensiones impresionantes que se lanzaba sobre la multitud amagando terribles mordiscos. Luego venía una muchedumbre de enmascarados, espantosos matachines que representaban a los demonios y que desfilaban dando brincos grotescos y tocando en forma acompasada pífanos, tambores, crótalos y otros instrumentos que, dado el desconcierto, producían una algazara fragorosa. Además de las caretas, estos falsos demonios ostentaban los consabidos cuernos, cola y pezuñas. Detrás de ellos corría el arcángel vengador (san Miguel) que los perseguía con su espada flamígera, así como a un dragón monstruoso que huía medroso ante los mandobles del arcángel implacable. Los emisarios del Maligno eran vencidos al fin por san Miguel y luego se operaba el gran contraste: una comparsa de lindos e inocentes párvulos que conducían unas ovejitas dóciles hacia el aprisco.
El grupo que desfilaba a continuación tenía un fuerte contenido litúrgico. Eran los tres Reyes Magos, quienes caminaban mirando hacia arriba, en dirección a la estrella maravillosa, que pendía a cierta altura sostenida por una larga vara de bambú. Detrás avanzaban con una dignidad mayestática la Virgen María y su casto esposo José, que portaba las tradicionales herramientas de carpintería. El siguiente conjunto lo componía toda la inmensa hueste de sacerdotes, monjas y acólitos con sus largos cirios encendidos. En medio de ellos una fila de hermosas doncellas capitalinas hacían oscilar aromáticos pebeteros o portaban cestos rebosantes de flores diversas. Detrás, alegres indígenas avanzaban bailando alguna danza típica que consistía en moverse en torno a una pértiga en cuyo extremo había una especie de corona de la que pendían cintas policromas. La banda de música que seguía estaba compuesta por ejecutantes que iban ataviados de legionarios romanos. Cerraban el desfile las altas autoridades civiles y castrenses. Esta enorme procesión debía detenerse ante cada uno de los altares que se habían levantado a lo largo de la vía, y ante cada altar el arzobispo rezaba algunas oraciones, a las cuales seguía una vistosa explosión de fuegos de artificio colocados detrás del altar. Concluido el ciclo de los altares, el gentío regresaba a la Plaza Mayor. Allí se habían colocado previamente cucañas (pértigas engrasadas) con atractivos premios en los extremos superiores, que eran ganados por los que pudiesen llegar hasta allí por su propio esfuerzo. Y al final, el remate de rigor: gran corrida de toros16.
Es curioso anotar cómo El Chasqui Bogotano daba en el mismo año de 1826 su versión de la fiesta del Corpus, omitiendo buena parte de las alusiones a la parte profana de las mismas que hay en los relatos de Gosselman, o, en otras palabras, haciendo mayor énfasis en los aspectos piadosos de las mismas. Dice El Chasqui:
“La víspera por la noche se vio en la Plaza Mayor una lucidísima iluminación y unos fuegos artificiales que entre sus variaciones presentaron la de cuatro barcos que atacaban un castillo que tenía por banderas la fe con la cruz y la hostia, cuyo símbolo, concluido el castillo, quedó ardiendo con unas llamas de azul bellísimo. De diez a doce mil almas habría de concurso en esta noche. Al día siguiente… el obispo de Mérida conducía la custodia, yendo al frente del palio una multitud de niños y niñas ricamente vestidos, los cuales simbolizaban diversos pasajes del Nuevo Testamento. Muchos de estos iban en carrozas ricamente adornadas… con alhajas de diamantes, esmeraldas y perlas de un valor extraordinario. Se paseaban adelante varias figuras de animales, danzas y matachines, figurando estos a los demonios y a los herejes que huyen tristes y medrosos de la existencia de Jesucristo en la Eucaristía, manifestando su ceguedad las máscaras que cubrían sus caras”.
Era singularmente nutrida la participación indígena en las fiestas de Corpus. Este fenómeno se debía a que, tiempos atrás, cuando regentaba la diócesis de Santafé el obispo fray Cristóbal de Torres, se produjo, gracias a su providencia, una innovación ciertamente extraordinaria en la vida religiosa de esta capital: los aborígenes muiscas fueron declarados dignos de recibir la sagrada especie, a la cual hasta entonces no habían tenido acceso pues se consideraba que, aunque convertidos a la fe cristiana, bautizados, y por ende admitidos en el cuerpo místico de la Iglesia, no habían alcanzado todavía la capacidad para llegar hasta la eucaristía y tomarla como los cristianos blancos. Fue entonces el ilustre fundador del Colegio del Rosario quien les reconoció auténtica mayoría de edad como ovejas de Cristo, por lo cual, en prueba de reconocimiento y gratitud por esta valiosa merced, los indígenas siguieron participando con entusiasmo y fervor inusitados en la celebración eucarística por excelencia. Este alborozo se expresaba en las danzas que ya vimos atrás o en el llamado “paraíso” que los aborígenes montaban en torno al “Mono de la Pila” en la Plaza Mayor. Dicho “paraíso” se formaba básicamente de plantas, animales y artesanías de diversa índole que los indios llevaban para tal efecto.
En el lenguaje bogotano se decía que alguien “estaba vestido de Corpus” cuando su indumentaria era abigarrada y profusa en colores chillones, así como en baratijas, abalorios y colgajos, todo lo cual formaba un agudo contraste con los tonos grises, azules, negros y en general severos y opacos que caracterizaron la vestimenta de la ciudad desde entonces hasta bien entrada la segunda mitad de nuestro siglo xx. Decir que alguien andaba vestido de Corpus tenía un fuerte sentido peyorativo, por ser esos atavíos, policromos y escandalosos, propios de los indios que acudían en masa a la mencionada fiesta y que hacían notorio su regocijo, no sólo con sus bailes y su “paraíso”, sino igualmente con los agudos colores de sus trajes y con la abundancia de toda suerte de adornos corporales.
Los indígenas ataviados en esa forma servían a manera de marco para la tradicional “tarasca” de origen español, una serpiente gigantesca accionada mecánicamente que constituía la gran diversión de los chiquillos en la fiesta de Corpus, pues gracias a los ingeniosos mecanismos de que estaba provista, se movía en todas direcciones, amenazaba con morder a las gentes e inclusive causaba estropicios a diestra y siniestra. Oigamos para tal efecto la descripción que hace de la “tarasca” el cronista Guillermo Hernández de Alba:
“Su enorme caparazón verde, su larguísimo rabo, que hacía las delicias de la chiquillería; sus grandes mandíbulas batientes manejadas con ingenio por la inquieta máquina que dentro la animaba y que amenazaba devorarse todo. Veinte chicos, lo menos, ponían en movimiento aquel monstruo, sobre cuyo gran espinazo graciosa indiecita hacía de guía empuñando unas riendas, que mal haya si la obedecían. Todo dependía de la voluntad de los traviesos chicos sobre cuyos pies se movía el animal.
”Con tales pies corría la tarasca de una parte a otra de la plaza atropellando a cuantos encontraba adelante, y lo hacía con mucha gracia cuando veía canastos de manzanas, porque luego se dirigía al montón de gente en donde estaban, y corriendo todos con la bulla ¡ahí viene la tarasca! Todo se volvía mecha: la tarasca se metía por medio, volteando a unos pisando a otros y derramando los canastos de manzanas, que eran la mente de sus pies, y al pasar por encima se detenía como para tomar resuello, y no era sino para que los tarasqueros o tarascones recogieran las manzanas. Mientras tanto —lo cuenta quien lo vio: cronista de La Bodoquera del año 44— ?algunos de ellos meneaban las quijadas del animal, como que mascaban, para entretener a la gente mientras ellos mascaban de veras, con lo cual ni las dueñas de las manzanas se acordaban del daño”.
Era también motivo de fuerte atracción para el pueblo bogotano la “ballena”, otro monstruo mecánico que fabricaban para la fiesta del Corpus, con movimientos más pausados y lentos que los de la “tarasca”. El aspecto más atractivo de la “ballena” era que a intervalos regulares abría las fauces para devorarse al profeta Jonás que era un monigote situado en la mandíbula inferior del cetáceo.
Y para finalizar con la celebración de Corpus, vale anotar que ésta era la grande y solemne oportunidad para sacar a la vista del pueblo, y en manos del arzobispo, la afamada “preciosa”, una custodia más rica y deslumbrante aún que “La lechuga”, puesto que la primera ostentaba más de 3 000 piedras preciosas entre diamantes, esmeraldas, perlas y amatistas, mientras que la segunda apenas tenía 1 725.
Hemos de referirnos asimismo a las fiestas parroquiales conocidas como las “octavas” que tenían lugar en cada uno de los barrios de la ciudad. Se asemejaban a las festividades de Corpus, aunque en una escala reducida. Había también juegos pirotécnicos desde la víspera, arcos florales en las calles y profusos adornos en puertas, balcones y ventanas, altares en las cuatro esquinas de cada plazuela del barrio y “paraísos” en el centro de las mismas. Se organizaban desfiles musicales, se bailaba la contradanza y también un baile muy vistoso llamado “La trenza”, pues se ejecutaba alrededor de una viga de cuyo extremo pendían cintas de diversos colores. Cada uno de los danzantes asía por el otro extremo una cinta y así entre todos iban tejiendo una bonita cinta sobre el palo. En la noche se iniciaban las fiestas o “parrandas” en las casas lo mismo que en las chicherías. En los días siguientes las fiestas se remataban con las inevitables corridas de toros.
Las “octavas” se costeaban en parte por cuenta del Cabildo y principalmente del peculio personal del alcalde de la parroquia. El brillo de las fiestas variaba según la mayor o menor largueza de los alcaldes a quienes tocaba costearlas. Por ejemplo, el cronista Caballero se refiere a unas de Corpus en los tiempos de la Patria Boba, las cuales estuvieron deslucidas por la extrema tacañería del alcalde Andrés Otero, “que tenía en su casa un armario con doscientos mil pesos en onzas de oro por gusto, sin haberlos menester”. Más adelante cuenta Caballero cómo otro alcalde, don Antonio Leiva, dio a la ciudadanía un desagravio muy satisfactorio en la “octava” celebrada en el mismo año de 1811 en el barrio de La Catedral, en la que hubo muchas y muy vistosas comparsas de disfraces que se disputaban un premio consistente en una onza de oro.
En relación con la Semana Santa, ésta, por su misma naturaleza, no era una fiesta de regocijo popular. Empero, en ciertos aspectos asumía ese carácter. Para los comerciantes era una de las más brillantes oportunidades del año para incrementar sus ventas, ya que hombres y mujeres aprovechaban esos días para lucir indumentaria nueva y de la mejor calidad posible. Igualmente, los abundantes oficios religiosos que en esa oportunidad se celebraban eran ocasión apetecida por los galanes para tener más frecuentes accesos a sus damas. Es notable la descripción que de la Semana Santa bogotana de 1823 dejó el viajero norteamericano, coronel William Duane. Veámosla:
“En cuaresma, comenzando con el Miércoles de Ceniza, la ciudad asume un aspecto sombrío… el Domingo de Ramos [en cambio] fue un día lleno de júbilo. El lunes siguiente se caracterizó por una procesión que partió de la iglesia más septentrional de la ciudad, o sea el priorato de los Agustinos, y la cual fue visitando sucesivamente todos los demás templos en su tránsito hacia la Catedral… No obstante, el día más solemne era el Viernes Santo… [En este día] la mañana se dedicó a las visitas practicadas por un conjunto de imágenes a las de otros templos. A eso de las tres de la tarde comenzó a afluir hacia la Catedral una procesión general que partió de todas las demás iglesias. Una guardia militar abría la marcha, y tras ella seguían, en orden sucesivo, alrededor de cincuenta mesones conduciendo otras tantas estatuas de santos.
”Las órdenes religiosas, de sobrepelliz y estola, iban acompañando las figuras emblemáticas de sus establecimientos. Figuraban también en el cortejo las autoridades civiles… Después… surgieron diversas imágenes que simbolizaban escenas de la Pasión. [Luego venían] algunos frailes dominicos y penitentes trajeados de negro, a excepción de dos monjes muy robustos, desnudos hasta la cintura, quienes empuñaban disciplinas de nueve ramales, con las que de cuando en cuando se azotaban ligeramente los hombros. Se me aseguró que las disciplinas eran remojadas previamente en minio licuado… el cortejo lo cerraba un destacamento de la infantería regular… su excelente banda de instrumentos musicales ejecutaba La Marsellesa con airoso estilo. [Los santos] eran transportados por hombres vestidos con traje monjil de color gris, casi todos enmascarados… No pude entrar en la Catedral debido a la gran congestión de público… Los ritos correspondientes se habían iniciado en el interior del templo durante la noche anterior, y las ceremonias en su conjunto continuaban todavía realizándose cuando eran ya las cuatro de la tarde…”.
Otra costumbre que era observada con la más estricta puntualidad era la de visitar monumentos en los días de Pasión. Para tal efecto, hombres y mujeres iban ataviados de luto. Sobre la costumbre ya descrita por Duane de visitarse unos santos a otros en las iglesias, el coronel inglés John Hamilton dijo con algo de humor, a propósito de la Semana Santa bogotana, que “los santos de las diferentes iglesias son muy sociables y se visitan entre sí”. Por su parte, el francés Le Moyne describe una tradición de Sábado Santo que divertía y regocijaba en sumo grado a los capitalinos. En el extremo superior de las puertas de todos los templos se colocaban en ese día dos monigotes grotescos que representaban a Judas Iscariote y a Satanás, los cuales estaban rellenos de paja y diversos elementos pirotécnicos. En el momento en que se entonaba el Gloria in excelsis el populacho se arrojaba con frenesí sobre los monigotes, los derribaba de su sitio, los arrastraba por las calles, los golpeaba, los cubría de toda suerte de vejámenes y escarnios y finalmente les prendía fuego, lo que daba lugar a un espectáculo vistoso por estar los muñecos, como ya quedó dicho, rellenos con fuegos de artificio17.
El Domingo de Pascua desplazaban de la Catedral hacia La Veracruz las imágenes de María Santísima, san Juan y la Magdalena a fin de que acompañaran y honraran al Resucitado. Lo malo es que a veces ocurría lo que narra Cordovez Moure: “Apenas veían los cargueros el paso del Salvador, echaban a correr, inclinándose para imprimir a las imágenes movimientos que semejaran saludos o venias. En alguna ocasión tropezaron los que conducían a La Magdalena y, como dicen en Mompox, cayeron con todo y santo”.
Los observadores foráneos expresaron su inquietud por el efecto que esta abrumadora profusión de fiestas religiosas hacía sentir sobre el ritmo normal del trabajo productivo de los bogotanos. Duane, en 1823 escribía:
“Si las festividades religiosas llegaran a celebrarse tan estrictamente como lo quisieran la mayoría de las órdenes monásticas regulares y algunos de los clérigos seculares, obstaculizarían gravemente la prosperidad de este país… pues la característica general o predominante de tales festividades, después de las ceremonias u oficios religiosos, consiste en dedicar el tiempo restante al ocio”. Tan válidas eran las observaciones del norteamericano que el Congreso de Cúcuta se mostró preocupado por las excesivas jornadas de ocio que generaban las innumerables festividades. Consecuencia de dicha preocupación consistió en que el Congreso concentró la celebración de todas las festividades patrias a continuación de la Navidad, en unas llamadas fiestas nacionales, que durante algunos años de la Gran Colombia efectivamente se cumplieron, para volver luego a la situación de siempre.
LA IGLESIA Y EL RADICALISMO
Los episodios de mayor importancia que llevaron las relaciones entre la Iglesia y el Estado a puntos críticos durante el siglo xix se pueden sintetizar en la siguiente forma: en primer término vale destacar que pocos años después de la Independencia, el general Santander ratificó el tradicional patronato español que en muchos aspectos supeditaba la Iglesia al poder del Estado. Este sistema subsistió hasta 1853, cuando finalmente se decretó la separación entre las dos potestades.
También conviene recordar que la presencia de las teorías utilitaristas de Jeremías Bentham en la educación superior colombiana sufrió varios altibajos. En 1842, los conservadores orientados por Mariano Ospina Rodríguez y José Eusebio Caro reimplantaron todas las pautas católicas en la enseñanza universitaria, entregaron la supervisión de las escuelas primarias a los párrocos y trajeron al país a la Compañía de Jesús a fin de que les sirviera de vigoroso apoyo en este trascendental viraje. Posteriormente los liberales decretaron en 1853 la separación de la Iglesia y el Estado, el matrimonio civil, el divorcio y los entierros laicos. Pero sin duda alguna el mayor avance que registra la historia de Colombia a favor del sector laico dentro de este movimiento pendular fueron las audaces reformas que emprendió el general Tomás Cipriano de Mosquera en 1861 luego de su contundente victoria en la guerra civil que culminó con el derrocamiento del presidente Mariano Ospina Rodríguez. Como bien lo sabemos, estas reformas fueron la desamortización de bienes de manos muertas, en virtud de la cual las fortunas eclesiásticas en materia de propiedad raíz pasaron al Estado; la ley de extinción e inspección de cultos, que obligaba a los eclesiásticos a jurar obediencia al gobierno para poder ejercer su ministerio, y, finalmente, la ley de extinción y exclaustración de comunidades religiosas.
Los religiosos de Bogotá se negaron a prestar el juramento de obediencia a la nueva Constitución y leyes de la república que le exigió en 1863 la Convención de Rionegro a todo el clero del país. Dicho juramento era el requisito indispensable que el nuevo régimen reclamaba a los pastores de la Iglesia para continuar ejerciendo su ministerio sacerdotal. Confiando ciegamente en su poder omnímodo, los sacerdotes bogotanos cerraron a mediados de junio de 1863 los templos y se negaron a oficiar cualquier ceremonia religiosa18. En cuanto el presidente conoció la actitud desafiante del clero, dictó un decreto por el cual se les suspendió a los sacerdotes y miembros de comunidades religiosas el pago de la llamada “renta viajera”, una especie de subsidio que el gobierno había reconocido a las comunidades religiosas como compensación por la pérdida de las propiedades eclesiásticas que implicó la desamortización19.
El Cabildo metropolitano, que a la sazón se encontraba acéfalo por hallarse el arzobispo Herrán preso en Cartagena, se dividió en lo que hoy llamaríamos una línea dura y otra blanda respecto a las medidas oficiales. La segunda emitió el 7 de agosto una pastoral en la que se exhortaba a los ministros del culto para que prestaran el juramento requerido por el gobierno.
Algunos eclesiásticos obedecieron pero otros, los más recalcitrantes, se obstinaron en la negativa, por lo cual Mosquera ordenó a la policía de Bogotá arrestar a los clérigos que transitaran por la calle vistiendo hábitos sin poder comprobar que hubieran prestado el juramento20.
Finalmente, luego de casi cuatro meses, la huelga sacerdotal hubo de levantarse. Sin embargo, los curas más fanáticos siguieron ingeniándose formas diversas de retaliación contra las medidas oficiales. A este respecto informaba El Nacional del 18 de octubre de 1866:
“Antonio Caballero está muriéndose, y el cura de San Victorino se ha denegado a confesarlo porque remató una casita de manos muertas. Caballero se ha quejado al Arzobispo contra dicho cura y contra otros clérigos que igualmente se han denegado a confesarlo; y la orden del prelado al cura de San Victorino fue que no confiese a Caballero mientras éste no devuelva al clero la casa que remató”.
En 1867 se fundó la Universidad Nacional en cuyos claustros fue plenamente restablecida la enseñanza de las doctrinas de Bentham.
En 1870 tuvo lugar una reforma pedagógica y universitaria inspirada en un criterio sano desde el punto de vista de la lucha contra la influencia eclesiástica. Estos reformadores consideraron que las medidas draconianas de Mosquera podían traer, en caso de persistirse tozudamente en ellas, la consecuencia de una vigorosa radicalización del clero que para tal efecto podía contar con los arraigados sentimientos religiosos de la mayor parte del pueblo colombiano. De acuerdo con este concepto medular, los radicales del 70 decidieron cambiar imposición por persuasión sustrayendo a la juventud estudiosa desde la niñez a la influencia eclesiástica mediante la aplicación en la escuela primaria de modernas pautas positivistas de educación. El credo de los radicales se basaba en esencia en el postulado del francés Gambetta: “Sustituir la iglesia por la escuela y el cura por el maestro”. Fieles a este pensamiento, los radicales impulsaron el método pedagógico llamado pestalozziano u objetivo que no se fundaba en la enseñanza de memoria y por fe, sino en la observación y el conocimiento experimentales. También se aplicó la doctrina de Destutt de Tracy sobre el origen sensorial de los conocimientos, opuesta a la teoría católica según la cual éstos son colocados por Dios en las almas de los hombres. Una de las consignas fundamentales del radicalismo era “evitar que las escuelas se conviertan en apéndices del púlpito”. Se prohibió la enseñanza de la doctrina católica en las escuelas dejando, por supuesto, esta función a los padres de familia.
Es paradójico pero evidente el hecho de que el método objetivo no suscitó mayor resistencia por parte de los conservadores. En cambio la prohibición de la entrada de sacerdotes a las escuelas sí provocó una resistencia hasta tal punto violenta que fue una de las causas determinantes de la guerra civil de 1876, azuzada principalmente por los recalcitrantes obispos de Pasto, Popayán y Santafé de Antioquia y por las directrices emitidas desde Medellín por los jerarcas conservadores de Antioquia y desde Bogotá por don Miguel Antonio Caro.
Desde luego, la situación colombiana no era insular. Por el contrario, era el reflejo de un vasto movimiento internacional de reivindicación católica. Despojada en Italia la Iglesia de su soberanía temporal, se lanzó a compensar esta pérdida con una impetuosa cruzada de “catolización” universal mediante un proceso encaminado a radicalizar a sus fieles del mundo entero y a oponer fuertes barreras contra la contaminación de ideas heterodoxas. En 1864, el aguerrido pontífice Pío IX promulgó su encíclica Quanta Cura y a continuación el famoso Syllabus. Consistía este último documento en un vasto repertorio de postulados en los que se condenaban los llamados “errores modernos”, uno de los cuales era, claro está, el racionalismo. El Vaticano se dedicó acuciosamente a estrechar sus vínculos con las iglesias nacionales y a respaldarlas por todos los medios en sus luchas antiliberales. Esta reactivación animosa y beligerante de la Iglesia fue calificada por el jefe liberal Salvador Camacho Roldán como “el intento del Papado de recuperar en lo espiritual lo que había perdido en lo temporal”.
Mucho importa destacar cuál fue la posición del arzobispo de Bogotá, monseñor Vicente Arbeláez en este conflicto. A diferencia de los prelados y curas arriscados y beligerantes de las provincias, Arbeláez era un espíritu sereno y conciliador que comprendió en todo momento que las suaves presiones y la negociación eran medios mucho más propicios para convivir con el Estado laico de los radicales que la acción intrépida de los eclesiásticos de extrema. En otras palabras, Arbeláez era un pastor benigno y amigo de transar, rodeado de carlistas energúmenos. De ahí los infundios que sobre su persona y conducta privada hicieron llegar sus malquerientes hasta Roma, los cuales alcanzaron el extremo de afirmar que monseñor Arbeláez era un dipsómano impenitente cuya bebida predilecta era la chicha.
El ánimo negociador del arzobispo Arbeláez junto a la ambigüedad doctrinaria liberal, surtieron efectos positivos para su causa. El más importante consistió en que finalmente las autoridades aceptaron que las escuelas fijaran horarios especiales para que los sacerdotes, debidamente requeridos por los padres de familia, ingresaran a ellas para dictar lecciones de doctrina católica.
Otras batallas más silenciosas se libraban con los párrocos de los barrios capitalinos. El régimen matrimonial, los bautismos y los entierros no eran sólo actos para consagrar los hitos de la vida individual, sino que eran también la forma de obtener noticia estadística del estado de la población urbana. Cualquier política de reorganización de la ciudad tenía que contar con un sistema de registro civil y de conteo de los ciudadanos y, según los gobernantes radicales, los cambios administrativos para hacer de Bogotá un Distrito Capital debían crear un cuerpo de funcionarios laicos, notarios, ante los cuales acudieran los creyentes antes de asistir a la iglesia. Pero ante el fracaso del cumplimiento de este requisito por los fieles —pues ni siquiera haciéndolo gratuito iban a registrarse— se trató de obligar a los párrocos a que pasaran sus libros de registro al gobierno, e incluso se llegó a imprimir cuadernos formateados y a distribuírselos en Bogotá y localidades aledañas, y se creó un visitador fiscal para revisar periódicamente las parroquias, con un resultado desolador: sólo se hallaron páginas y páginas borroneadas o en blanco21.
Desde luego, mal podríamos dejar de anotar las debilidades e incoherencias de numerosos radicales en su posición anticatólica. Se sabe de algunos de los que aprobaron el matrimonio civil y el divorcio en el Congreso de 1853, que defendían ardorosamente estas reformas en público para llegar en seguida al recinto del hogar a prohibir severamente a sus hijas hacer caso de pretendientes “a la nueva moda” que aspiraban a uniones distintas de la católica. Por otra parte, bien vale evocar el escándalo farisaico que, años después, muchos de los jerarcas radicales armaron en torno al matrimonio civil del doctor Rafael Núñez con doña Soledad Román. Por todos los medios posibles, sin excluir los pasquines esquineros, los “descreídos”, “agnósticos” y “librepensadores” radicales motejaron al presidente Núñez de “bígamo” y a doña Soledad de “barragana”. Igualmente es bien sabido que no fueron pocos los caudillos radicales que al percibir la proximidad de la guadaña inexorable, solicitaron con afán la presencia del confesor que los pondría en paz con el Altísimo y les franquearía el ingreso a la bienaventuranza. “Para godos los liberales de Rionegro”, empezó a decirse jocosamente desde entonces.
Los logros conciliadores del arzobispo Arbeláez, si bien fueron positivos en algunos aspectos, no alcanzaron su objetivo supremo de desarmar totalmente los espíritus. La feroz pugnacidad a que se había llegado era incontrolable, y fue así como no tardó en estallar la cruenta guerra civil de 1876, que se prolongó hasta el año siguiente con la victoria del gobierno en los campos de Garrapata, Los Chancos y La Donjuana. Lo malo para los radicales más “duros” fue ver cómo el héroe de esta guerra, el gran vencedor, resultó ser el general Julián Trujillo, quien de los campos de batalla salió directamente hacia la Presidencia de la Unión en 1878. Trujillo era un liberal independiente, próximo a Núñez e incluso a los conservadores. Su gobierno, que antecedió al primero de Núñez, puede considerarse como la primera antesala de la Regeneración.
LA IGLESIA DURANTE LA REGENERACIóN
Sin duda alguna uno de los grandes vuelcos sociales que trajo consigo la Regeneración fue el de la nueva actitud del Estado colombiano hacia la Iglesia católica, aunque, en términos generales, los últimos gobiernos del radicalismo ya venían debilitando las pautas establecidas con el clero por el general Mosquera a partir de sus decretos de tuición y desamortización. La Iglesia, por su parte, no había arriado sus banderas y en diversos frentes seguía trabajando y preparándose para la batalla final.
En 1884 falleció en Bogotá el arzobispo Vicente Arbeláez, de quien, ya con la debida perspectiva histórica, puede afirmarse que fue un prelado de transición. Una de las medidas que tomó el jerarca fue la del nombramiento en 1871 del joven sacerdote Bernardo Herrera Restrepo como rector del Seminario de Bogotá. Sin duda alguna, en dicha designación el arzobispo demostró una extraordinaria clarividencia. Herrera Restrepo, que acababa de llegar de Roma, donde había coronado con éxito notable sus estudios, fue posteriormente la figura central de la Iglesia colombiana durante la casi totalidad de la hegemonía conservadora. En su largo arzobispado, que se prolongó de 1895 a 1928, año de su muerte, Herrera ejercería un poder imperial no sólo sobre su arquidiócesis sino sobre todos los mecanismos políticos de la época, hasta el punto de elegir “a dedo” y sin apelación posible a cuatro presidentes de la república, cuya designación por la soberana voluntad de este sumo pontífice local era simplemente legalizada y refrendada en las urnas. Los agraciados por la inapelable voluntad de monseñor Herrera serían los presidentes José Vicente Concha en 1914, Marco Fidel Suárez en 1918, Pedro Nel Ospina en 1922 y Miguel Abadía Méndez en 1926. Esta breve reseña basta para demostrar el notable acierto de monseñor Arbeláez al poner en manos de quien sería el todopoderoso jerarca del futuro la formación de los nuevos sacerdotes que, a su vez, darían la gran batalla de la Regeneración.
El nuevo rector emprendió radicales reformas inspiradas esencialmente en el seminario francés de los Sulpicianos y basadas en la osamenta doctrinaria de los ejercicios espirituales de san Ignacio de Loyola. La idea medular era la formación de sacerdotes profundamente versados en filosofía tomista y grandes conocedores del latín. En otras palabras, el propósito era la creación de una vanguardia aguerrida y militante contra el liberalismo ateo y masón. ?No debemos olvidar que la batalla que estaba librando en la lejana Bogotá el joven rector del seminario no era un fenómeno aislado sino, por el contrario, un eco firme de la gran cruzada que contra el liberalismo adelantaba a escala mundial el papa Pío IX . El padre Herrera Restrepo regentó el seminario conforme con estas severas pautas hasta 1883, de tal suerte que tuvo holgada oportunidad de sentar las bases para la sólida estructuración de una milicia sacerdotal disciplinada y capaz de dar con éxito la batalla por la restauración del imperio católico en Colombia.
En 1882 llegó a Bogotá el delegado apostólico, monseñor Juan Bautista Agnozzi. Parte de la misión que traía a Colombia el enviado papal era despejar las dudas que se habían creado sobre la ortodoxia de monseñor Vicente Arbeláez y sobre su conducta privada. Poco tiempo bastó a monseñor Agnozzi para convencerse de que todas las especies que circulaban y habían llegado hasta Roma sobre el prelado antioqueño no eran cosa distinta de infundios perversos. En consecuencia, el delegado apostólico se convirtió en el gran defensor de monseñor Arbeláez, trabajó de común acuerdo con él y gradualmente fue tomando las riendas del gobierno eclesiástico en vista de que las dolencias del arzobispo progresaban de manera inexorable. En 1883, Agnozzi dio un paso de gran importancia al integrar la terna de canónigos de la catedral con los nombres de tres sacerdotes jóvenes de gran calado y preparación a toda prueba. Ellos eran Joaquín Pardo Vergara, Francisco Javier Zaldúa y el rector del seminario Bernardo Herrera Restrepo. Todos eran representantes de un “nuevo clero”, destacado ya no por sus méritos acumulados en largos años de práctica parroquial, sino por su formación “moderna” supervisada directamente por la Santa Sede. Otra labor, correlato de la anterior fue la unificación del clero bajo rígidos conceptos de obediencia en torno a la autoridad arzobispal, refrenando bastante la ya larga tradición de clérigos sueltos, ignorantes e indisciplinados.
Un aspecto que llamó poderosamente la atención de monseñor Agnozzi consistió en que Bogotá, ya con 80 000 habitantes, conservaba la misma distribución parroquial del año 1600. Era, pues, urgente la creación de nuevas parroquias con el obvio propósito de que la Iglesia pudiera ejercer su función pastoral de una manera más minuciosa y eficaz sobre la feligresía. El primer paso hacia la creación de nuevas parroquias consistió en la segregación, en diciembre de 1882, de Las Aguas y Egipto de la jurisdicción de La Catedral. Desde entonces Bogotá empezó a contar con seis parroquias. Se iniciaron nuevos templos, pero también proliferaron las cofradías, las congregaciones y las asociaciones parroquiales. En 1881, por ejemplo, se colocó la primera piedra del templo de Los Mártires en la plaza de su nombre. Pero indudablemente el acontecimiento de mayor resonancia en este campo fue la construcción del templo de Nuestra Señora de Lourdes, en el arrabal de Chapinero.
Los dogmas de la inmaculada concepción y de la infalibilidad papal, como emblemas de la lucha antiliberal de Pío IX circulaban por todo el orbe católico. En 1872 llegó a Bogotá el libro de Henri Laserre, Nuestra Señora de Lourdes, que fue rápidamente traducido y difundido por el poeta José Joaquín Ortiz en su periódico La Caridad. Simultáneamente se iniciaron los preparativos para la transformación de la capillita del caserío de Chapinero en gran centro mariano de peregrinación nacional, en medio de los crecientes conatos de guerra contra los maestros “protestantes y masones”. En 1875, mediante una torrentosa procesión de fieles presidida por el arzobispo Arbeláez, se colocó la primera piedra del mencionado templo, y se consagró la capital a Nuestra Señora. En 1880 Arbeláez otorgó indulgencias plenarias a aquellos que acudieran a la Virgen, pues “su reciente aparición es una obra de su misericordia para reanimar la fe en este siglo de impiedad”. Con tal intento se quería sustituir la ancestral costumbre de los bogotanos de acudir fervorosamente a los antiguos santuarios asentados sobre los lugares sagrados de los indígenas (Monserrate, Guadalupe, La Peña, Bojacá, Chiquinquirá). La iglesia de Lourdes en Chapinero se inauguró en 1892, pero el proyecto de monseñor Arbeláez falló: Chapinero sería absorbido por la ciudad, pero su templo no pudo convertirse en foco de romerías y fue sólo un gran templo parroquial.
El delegado apostólico Agnozzi no se daba tregua por su parte en la impetuosa ofensiva de restauración católica. Su interés fundamental era la promoción de toda clase de actos masivos que mantuvieran encendido el entusiasmo de los fieles hacia su religión y su repudio por los “masones”, “ateos” y “protestantes”. Con estos apelativos deprimentes eran señalados todos aquellos que se negaban a asistir a los diversos actos religiosos que se programaban y a quienes rehusaban descubrirse ante la presencia del Santísimo Sacramento. Por otro lado, en 1881 el gobierno que presidía el doctor Rafael Núñez levantó la prohibición que estaba vigente desde la guerra civil de 1876 de efectuar procesiones en las vías públicas, con lo que la Iglesia se lanzó de lleno a demostrar con hechos, masivamente, en las calles, que la religión católica “es la de toda la nación”.
A veces la pugna entre liberales exaltados y católicos tocaba extremos en cierta forma pintorescos. El Viernes Santo de 1882 la Sociedad de Salud Pública, agrupación de liberales recalcitrantes, ordenó que todos sus afiliados concurrieran a la procesión programada para ese día con la única finalidad de estar presentes en ella sin quitarse los sombreros. Enterados los organizadores del acto de la irreverencia colectiva que preparaban los liberales, optaron por disponer que no saliera la procesión, pero denunciaron ante 8 000 fieles católicos indignados, quiénes eran los causantes de tal decisión22. Por su parte, los liberales también se preocupaban por realizar actos multitudinarios, remedos laicos del culto religioso, como aquel que organizó Juan de Dios Uribe en 1884 para que los empleados y estudiantes liberales concurriesen en ?peregrinación, precedidos de los secretarios de Estado, el rector de la universidad y la banda militar en pleno, a la tumba del ilustre caudillo radical y elocuente orador José María Rojas Garrido. El fracaso de estos reformadores de las “mentes ignorantes” quedó marcado por el silencio popular que invadió las calles por donde pasó el desfile, y el proyecto de religión civil no pasó a mayores.
La Iglesia, triunfante con la Regeneración, quiso reorganizar y darle un carácter diferente a la solemne y tradicional fiesta del Corpus Christi imprimiéndole mayor solemnidad y depurándola de tradiciones folclóricas y pintorescas. También se propusieron ?—y lo lograron— que las autoridades civiles y militares, encabezadas por el presidente de la república, se hicieran presentes bajo palio sin excepción alguna en el imponente desfile de Corpus.
En 1887, a lo largo del trayecto de la procesión, se irguieron pedestales y altares, cada uno de los cuales estuvo a cargo de un gremio, grupo social u organización castrense; igualmente se les encargó la confección de carrozas con imágenes vivas inspiradas en cuadros bíblicos. El escenario representaba los pedestales que debían soportar el edificio social, o defenderlo, según fuera el caso, pues se nos escapa el tipo de espejos que quería usar la Iglesia para consagrar la Regeneración:
“ALTARES.
”1) Esquina de la Catedral, a cargo de los gremios de constructores, arquitectos, albañiles, alfareros y canteros.
”2) Esquina de la casa de don Juan Antonio Pardo… a cargo de los gremios de carpinteros, ebanistas y tapiceros.
”3) Esquina del Correo… a cargo de los plateros, relojeros, armeros, hojalateros y herreros.
”4) En la Plaza de Bolívar… a cargo de los sastres, encuadernadores, zapateros y talabarteros”.
A más de los altares, se colocaban “bosques”, así:
- A cargo de los dentistas en la bocacalle que formaba la de la Rosa Blanca.
- Expendedores de granos, bocacalle de la Calle de Saunier.
- A cargo de los fotógrafos y notarios, esquina de la Fotografía de Racines.
- A cargo de los batallones Cauca n.o 25 y Valency n.o 11, al frente del anterior.
- Los Colegios del Rosario, Académico, de Ruperto S. Gómez y Escuela de Medicina, esquina del Colegio del Rosario.
- Bocacalle noreste del Banco de Colombia, tapando la calle que conduce a la nueva de Florián, a cargo de los enfardeladores.
- Esquina de la casa del Sr. Nicolás Casas, a cargo de los tipógrafos.
- Bocacalle formada por la casa del Banco de Bogotá y la Oficina de Telégrafo, a cargo de los Batallones 3.o de Boyacá y 2.o de Rifles.
- Esquina de D. Mariano Tanco, a cargo de los floristas.
- Frente al anterior, a cargo de las agencias de carruajes.
Los comentarios terminan anotando que “se han excusado no pocas familias acomodadas, pretextando inconvenientes poco satisfactorios; en cambio el gremio de los artesanos, compuesto de hombres laboriosos pero de poco capital, ha aceptado gustoso las diferentes comisiones para que han sido nombrados”.
El Corpus del año de 1893 fue personalmente organizado por el ilustrísimo señor arzobispo Herrera Restrepo. Pero ese año los “carros-cuadros” fueron encargados a comisiones de señoras; sería impertinente transcribirlas aquí, pero remitimos al lector al periódico El Orden, del 13 de junio de 1893, si quiere averiguar cómo estaban emparentadas las familias y los costureros de las altas damas bogotanas de fin de siglo.
Por otra parte, es sumamente interesante ver cómo empezó a cambiar la distribución de los símbolos y de los grupos a su cargo. En este año los cuatro altares estuvieron no a cargo de los artesanos sino de Luis G. Rivas, gerente del Banco Internacional; de la Comunidad de San Francisco; del Banco de Bogotá, y del Banco de Colombia. Tampoco se hicieron “bosques”, sino que se repartieron los adornos de las bocacalles entre los “señores dueños de farmacias y droguerías”, “introductores de licores”, “señores abogados”, “señores médicos”, “colegios”, “señores dentistas”, “Banco Nacional” y “varios comerciantes”. A los artesanos les tocó ese año “el adorno del piso de las calles”23. A los “señores peluqueros, el atrio de la Catedral; las cuatro calles reales a señores comerciantes, relojeros, joyeros y talabarteros”. Otras calles a los magistrados, jueces y prefectos de policía, a los carpinteros, sastres, herreros y hojalateros, fabricantes de calzado, impresores, libreros, encuadernadores y tipógrafos. La Policía Nacional se encargó del alumbrado de la Plaza de Bolívar. “La procesión recorrió las cuatro cuadras de Florián y… llegó a las dos y media al atrio de la Catedral, donde el Sr. Arzobispo dio su bendición al Ejército… y al Pueblo”.
De la procesión de Corpus de 1895 tenemos recuerdos un tanto más amargos: “La época pedía un desagravio al cielo y una acción de gracias. Había pasado el temor de que aquella adoración no hubiera podido rendirse por la prolongación de la guerra. En caso de haber triunfado la rebelión, su violencia impía y brutal intolerancia habría —como en tiempo no lejano— impedido todo culto, torturado las conciencias religiosas y perseguido el sacerdocio…”24.
Este año de guerra los altares estuvieron en manos del clero: el Capítulo Metropolitano, la Orden Salesiana, el Seminario Conciliar y los reverendos padres de la Compañía de Jesús, quienes encargaron la gratitud de toda Bogotá ante el Señor de los ejércitos, por “haber devuelto en breve tiempo la paz a la sociedad civil y amparado la libertad de la Iglesia”. Bueno, de casi toda Bogotá, porque “el gremio de los artesanos a quien se encomendó embellecer un pedazo del pavimento de la calle de Florián, operación fácil y de poco costo, no pudo o no quiso corresponder al encargo; y más fue de notarse aquello por la circunstancia de ser ese gremio uno de los que más beneficios reportaban en las grandes festividades, porque en esos días es cuando los bogotanos acostumbran a vestirse de gala… si por lo menos, como lo imponían las más triviales leyes de civilidad, hubieran avisado a la comisión que no iban a cumplir el encargo…”25. Como la prensa, sometida a censura, no nos cuenta la razón de la mala educación de los artesanos, sospechamos que debemos remitir de nuevo al paciente lector al lugar donde se cuentan los acontecimientos del motín de 1893, para no hacer a los menestrales sospechosos de simpatías con la fallida revolución liberal de 1895. O también, es posible, que los artesanos ya estuvieran cansándose de que sólo les encargaran el adorno del piso de las calles.
Y para terminar esta procesión, larga como buen Corpus que se respete, tenemos el programa de la fiesta de junio de 1897, anuncio del nuevo siglo en los usos sagrados: los cuatro altares estuvieron de nuevo a cargo del clero, empezando por el arzobispo y luego, ya no el Capítulo Metropolitano sino las órdenes religiosas, franciscanos, candelarios, dominicos y jesuitas, comunidades que en virtud de los privilegios otorgados por el Concordato vinieron a establecerse de nuevo en gran número en la ciudad. Se hicieron cargo de escuelas y colegios, talleres de artes y oficios e institutos de artesanos, casas de ejercicios espirituales, hospitales y asilos, beneficencia y caridad pública, desplazando a la propia jerarquía eclesiástica en todas aquellas funciones sociales que, con mucho, el Estado estaba lejos de poder satisfacer.
En el año de 1897 se eliminaron definitivamente los carros alegóricos y sólo se organizó el adorno de las esquinas y de las calles por donde pasaba la procesión. Y los nuevos personajes de la ciudad fueron los encargados de los mismos: compañías anónimas e industriales, bancos, sociedades comerciales y clubes sociales; Stern & Frankel, Flórez & Uscátegui, Club Alemán y Gun Club, Botella de Oro y El Genil, Maldonado Hermanos, Compañía de Seguros, Camacho Roldán & Tamayo, Kopp & Cía., Miguel Samper e Hijos, Pedro A. López y directores de los Ferrocarriles del Norte y del Sur, por mencionar algunos de los nombres más sonados26.
El país del Sagrado Corazón de Jesús
Con los sucesos ya descritos tal vez baste para dibujar las huellas que dejó en Bogotá el encuentro entre Iglesia y Regeneración. Nos resta tan sólo el ite misa est para poder irnos en paz. Como colofón de todo el movimiento de recatolización de la sociedad, que dijo su última palabra en la Constitución de 1886 al proclamar la religión católica como “elemento esencial del orden social”, se soñó con cimentar en un símbolo sagrado una unidad nacional que estaba muy lejos de existir en la práctica. Pero cuando José Joaquín Ortiz propuso al Congreso conservador de 1890 el proyecto de consagrar el país al Sagrado Corazón de Jesús, los congresistas no supieron decidir si el asunto era banal o cursi, o si por el contrario, era trascendental para la soberanía nacional. Por ello lo postergaron hasta 1898.
Sin embargo, ya desde 1890 los obispos estaban promoviendo el mismo tipo de consagración en cada municipio de la república a fin de oponer una sana barrera contra el liberalismo impío que negaba a Dios. Insistían los prelados en que estas consagraciones deberían tener el carácter de desagravio de los colombianos a Jesucristo por las muchas afrentas recibidas de la impiedad liberal y masónica durante los años anteriores a la Regeneración. El primer municipio en todo el país que acató la voluntad de las altas jerarquías eclesiásticas fue Simijaca (Cundinamarca). A continuación siguieron Gramalote (Santander) y La Plata (Tolima). Todos estos acontecimientos tuvieron lugar en 1891. El “país nacional” sobrepujaba de esta manera la poca fe del Congreso.
Finalmente, el 20 de agosto de 1892, se expidió el acuerdo del Concejo Municipal de Bogotá consagrando la ciudad al Corazón de Jesús. Como una de esas ironías de que está llena la historia, se dedicó significativamente a la ceremonia de la consagración el día en que se celebraba el cuarto centenario de la llegada de los españoles al Nuevo Mundo. Coincidió así la exaltación de la tradición hispánica y católica, banderas muy queridas de don Miguel Antonio Caro y su grupo, con la difusión de esa representación divina de dulces ojos azules y doradas barbas arias, para redimir las miserias de estos pobres mestizos, mulatos y zambos y ofrecerles, como en una segunda oportunidad, su entrada al reino de la civilización, la libertad y el orden. Como ya dijimos, la consagración nacional definitiva sólo vino a oficializarse en 1898.
Luego de un profundo minuto de silencio, podemos meditar en esta forma que hallaron Bogotá y Colombia para afirmarse como capital y república y entrar al nuevo siglo. Pareciera que se prefirió construir el Estado nacional al modo de un monumental confesionario, el cual, según palabras de Diógenes Arrieta al justificar la Regeneración, “lavará todas las culpas de nuestra historia, que ha sido hecha de violencia, miseria, rapiña, mezquindad y anarquía”. La Regeneración, al utilizar a la Iglesia católica para consolidar el Estado y la nación, rehusó reforzar un concepto y unas instituciones que definieran civilmente a los ciudadanos ante la ley. No fundó la ciudad ni el país como cualquier otra nación contemporánea, sobre su historia, sus tradiciones y sus fronteras, sino sobre el olvido y sobre la culpa.
Y a manera de conclusión bien vale anotar un episodio que es demostración palmaria de cómo en algunos aspectos fundamentales de la cultura la Regeneración retrotrajo la sociedad colombiana a una mentalidad netamente colonial. El ya citado jefe político y poeta José Joaquín Ortiz organizó el sistema en cadena de “votos nacionales”, organizado para obtener de la Virgen Santísima la protección efectiva contra las amenazas de la fiebre amarilla y la viruela y el azote de la langosta en los campos. El sistema diseñado y puesto en marcha por el señor Ortiz abarcó la ciudad de Bogotá y los pueblos de Choachí, Guasca, Suba, Soacha, Serrezuela, Usaquén, Engativá, La Calera, Tabio, Cajicá, Fontibón, Chía y otros. Difícilmente podría encontrarse parangón para este fervoroso culto a la ignorancia y el atraso en momentos en que la medicina, la química y en general todas las ciencias relacionadas con la salud humana daban en el mundo civilizado pasos de gigante en su evolución y progreso. Las sesiones solemnes del Cabildo santafereño de tiempos coloniales, que ya evocamos en estas páginas, en las cuales se designaban por sorteo las advocaciones de la Virgen o los santos que habían de hacer frente a plagas, pestes y calamidades, son comprensibles dentro de sus contextos de época y lugar. Pero que finalizando el siglo xix el afán católico sustituyera las indispensables instituciones y campañas de salubridad pública por rogativas y peregrinaciones, es algo que ya nada tiene de pintoresco. Sencillamente revela el tipo de mentalidad que la alianza Iglesia-Regeneración estaba cimentando entre los colombianos.
La condena que se hacía al mismo tiempo de las teorías científicas modernas en todo el sistema educativo nacional, contribuía por su parte a reforzar este tipo de mentalidad. El oscurantismo se cernía así con ímpetu incontenible sobre el país.
——
Notas
- 1. En realidad Bogotá ya debía estar aproximándose a los 50 000 habitantes. Nota del autor.
- 2. Caballero, José María, Diario de la Patria Boba, Editorial Incunables, Bogotá, 1986, pág. 141.
- 3. Ibíd., págs. 160-161.
- 4. Ibíd.
- 5. El Tiempo, l.o de julio de 1918.
- 6. Ibíd.
- 7. El Constitucional de Cundinamarca, 30 de octubre de 1836.
- 8. Cuervo, Ángel y Rufino José, op. cit., pág. 218.
- 9. Gaceta de Colombia, 3 de noviembre de 1828.
- 10. El Constitucional de Cundinamarca, 4 de diciembre de 1831.
- 11. Boussingault, op. cit., pág. 58.
- 12. Ibíd., págs. 58-60.
- 13. Restrepo Posada, José, Apuntes para la historia del Seminario Conciliar de Bogotá, Editorial Centro, Bogotá, 1940, pág. 15.
- 14. Ibíd., pág. 19.
- 15. Le Moyne, Auguste, op. cit., págs. 144-145.
- 16. Gosselman, Carl August, Viaje por Colombia, 1825 y 1826, Bogotá, Ediciones del Banco de la República, 1981, págs. 283-287.
- 17. Le Moyne, Auguste, op. cit., págs. 137-138.
- 18. La Opinión, 17 de junio de 1863.
- 19. Registro Oficial, 23 de junio de 1863.
- 20. El Bogotano, 27 de octubre de 1863.
- 21. En 1899, siete años después del convenio adicional al Concordato que creó un director de Estadística Central con obligación de suministrar libros de registro civil a obispos y párrocos, respondía el obispo Herrera que aún no se había designado tal funcionario ni repartido al clero los dichos libros. El obispo de Popayán era más rudo y declaraba que los párrocos sólo por condescendencia anotarían retroactivamente los datos pedidos, y que éstos, además, sólo resolverían las necesidades del registro civil, pero no las de una estadística nacional. Por tanto, finalizando el siglo, la Iglesia era todavía la que llevaba el control del registro civil en el país.
- 22. La Caridad, marzo de 1882.
- 23. Seguramente como castigo por el motín que protagonizaron en enero anterior. Nota del autor.
- 24. El Orden, 15 de junio de 1895.
- 25. Ibíd.
- 26. El Correo Nacional, 15 de junio de 1897.
#AmorPorColombia
Religión e iglesia
La religiosidad santafereña rayaba a veces con la superchería y el fetichismo. Era común que los devotos santafereños tomaran retaliaciones contra las imágenes de los santos renuentes a conceder el milagro solicitado. A san Antonio de Padua, por ejemplo, se le castigaba arrebatándole el Niño Jesús y hundiendo de cabeza al santo en una alberca hasta que realizara el milagro pedido. En las iglesias bogotanas no eran raras las inscripciones como una que se leía en San Agustín y en la cual se invitaba a los fieles a recurrir a los buenos oficios de san Quintín en casos de “mal de orina”, cuya curación era la especialidad de dicho santo. Por su parte, las especialidades de san Peregrino de Lacioso eran más variadas que las de san Quintín, pudiendo decirse de él que era casi un médico general: igualmente sanaba cualquier mal de las piernas o asistía a las mujeres en los alumbramientos difíciles. El aviso de san Peregrino se hallaba en La Veracruz.
La religiosidad santafereña rayaba a veces con la superchería y el fetichismo. Era común que los devotos santafereños tomaran retaliaciones contra las imágenes de los santos renuentes a conceder el milagro solicitado. A san Antonio de Padua, por ejemplo, se le castigaba arrebatándole el Niño Jesús y hundiendo de cabeza al santo en una alberca hasta que realizara el milagro pedido. En las iglesias bogotanas no eran raras las inscripciones como una que se leía en San Agustín y en la cual se invitaba a los fieles a recurrir a los buenos oficios de san Quintín en casos de “mal de orina”, cuya curación era la especialidad de dicho santo. Por su parte, las especialidades de san Peregrino de Lacioso eran más variadas que las de san Quintín, pudiendo decirse de él que era casi un médico general: igualmente sanaba cualquier mal de las piernas o asistía a las mujeres en los alumbramientos difíciles. El aviso de san Peregrino se hallaba en La Veracruz.
La religiosidad santafereña rayaba a veces con la superchería y el fetichismo. Era común que los devotos santafereños tomaran retaliaciones contra las imágenes de los santos renuentes a conceder el milagro solicitado. A san Antonio de Padua, por ejemplo, se le castigaba arrebatándole el Niño Jesús y hundiendo de cabeza al santo en una alberca hasta que realizara el milagro pedido. En las iglesias bogotanas no eran raras las inscripciones como una que se leía en San Agustín y en la cual se invitaba a los fieles a recurrir a los buenos oficios de san Quintín en casos de “mal de orina”, cuya curación era la especialidad de dicho santo. Por su parte, las especialidades de san Peregrino de Lacioso eran más variadas que las de san Quintín, pudiendo decirse de él que era casi un médico general: igualmente sanaba cualquier mal de las piernas o asistía a las mujeres en los alumbramientos difíciles. El aviso de san Peregrino se hallaba en La Veracruz.
La religiosidad santafereña rayaba a veces con la superchería y el fetichismo. Era común que los devotos santafereños tomaran retaliaciones contra las imágenes de los santos renuentes a conceder el milagro solicitado. A san Antonio de Padua, por ejemplo, se le castigaba arrebatándole el Niño Jesús y hundiendo de cabeza al santo en una alberca hasta que realizara el milagro pedido. En las iglesias bogotanas no eran raras las inscripciones como una que se leía en San Agustín y en la cual se invitaba a los fieles a recurrir a los buenos oficios de san Quintín en casos de “mal de orina”, cuya curación era la especialidad de dicho santo. Por su parte, las especialidades de san Peregrino de Lacioso eran más variadas que las de san Quintín, pudiendo decirse de él que era casi un médico general: igualmente sanaba cualquier mal de las piernas o asistía a las mujeres en los alumbramientos difíciles. El aviso de san Peregrino se hallaba en La Veracruz.
A la hora del ángelus, las beatas que transitaban por las calles bogotanas, se detenían a orar con fervor. En el momento del ángelus, acuarela de Edward W. Mark. Colección de la Biblioteca Luis Ángel Arango, Bogotá.
Nuestra señora de Chiquinquirá, Francisco Benito de Miranda, grabado en cobre, Bogotá, 1791.
Durante el siglo xix, la parroquia de Las Aguas era un lugar frecuentado por los paseantes y devotos de la Virgen a la que estaba dedicado el templo. El barrio lo habitaban familias acomodadas. El monasterio y la iglesia de Las Aguas, óleo de Manuel Dositeo Carvajal.
Las iglesias y templos de Bogotá poseían numerosas imágenes religiosas, elaboradas en cerámica por artistas locales, muy hábiles en este tipo de trabajo, y a las que los fieles veneraban con gran devoción.
Las iglesias y templos de Bogotá poseían numerosas imágenes religiosas, elaboradas en cerámica por artistas locales, muy hábiles en este tipo de trabajo, y a las que los fieles veneraban con gran devoción.
Las iglesias y templos de Bogotá poseían numerosas imágenes religiosas, elaboradas en cerámica por artistas locales, muy hábiles en este tipo de trabajo, y a las que los fieles veneraban con gran devoción.
Las iglesias y templos de Bogotá poseían numerosas imágenes religiosas, elaboradas en cerámica por artistas locales, muy hábiles en este tipo de trabajo, y a las que los fieles veneraban con gran devoción.
Las iglesias y templos de Bogotá poseían numerosas imágenes religiosas, elaboradas en cerámica por artistas locales, muy hábiles en este tipo de trabajo, y a las que los fieles veneraban con gran devoción.
Las iglesias y templos de Bogotá poseían numerosas imágenes religiosas, elaboradas en cerámica por artistas locales, muy hábiles en este tipo de trabajo, y a las que los fieles veneraban con gran devoción.
Las iglesias y templos de Bogotá poseían numerosas imágenes religiosas, elaboradas en cerámica por artistas locales, muy hábiles en este tipo de trabajo, y a las que los fieles veneraban con gran devoción.
Las iglesias y templos de Bogotá poseían numerosas imágenes religiosas, elaboradas en cerámica por artistas locales, muy hábiles en este tipo de trabajo, y a las que los fieles veneraban con gran devoción.
La Lechuga, custodia de la iglesia de San Ignacio, fue elaborada por el orfebre de origen español José de Galaz, quien en su confección tardó cerca de siete años (1700 a 1707). Tiene 1 485 esmeraldas, 1 zafiro, 13 rubíes, 28 diamantes, 62 perlas barrocas y 168 amatistas. Colección de Arte del Banco de la República, Bogotá.
Las alegorías fueron una técnica socorrida en el arte religioso del siglo xix bogotano. El moribundo que duda entre el arrepentimiento aburridor que lo llevará al cielo y las atractivas tentaciones que le aguardan en el infierno.
Las alegorías fueron una técnica socorrida en el arte religioso del siglo xix bogotano. Posiblemente Luzbel, el ángel antes de su caída por causa de la soberbia.
Las alegorías fueron una técnica socorrida en el arte religioso del siglo xix bogotano. Jesucristo triunfante sentado a la diestra de Dios padre todopoderoso.
Iglesia de San Juan de Dios, óleo de Luis Núñez Borda. En la primera mitad del siglo xix había en Bogotá 31 templos, monasterios y conventos para menos de 30 000 habitantes.
Las iglesias bogotanas fueron modelo permanente de los pintores nacionales en el siglo xix, que sentían especial atracción por las espadañas, como ésta de La Enseñanza, construida en 1785 y ubicada en la calle 11. La religiosidad imperante en la Colonia no sufrió mengua con la revolución de Independencia, y los fieles se mantuvieron fieles durante el siglo xix, no obstante las fuertes medidas tomadas por los gobiernos liberales para amortiguar el influjo de la Iglesia. Espadaña de la iglesia de La Enseñanza. Óleo de Fídolo Alfonso González Camargo.
Procesión del Corpus en la Calle Real, 1895. Se originaba en la Catedral y era seguida por carretas en que jóvenes de ambos sexos de la clase alta representaban diversos personajes bíblicos e históricos. También desfilaban los tres Reyes Magos, la Virgen María y grupos de indígenas.
Desfile cívico del 20 de julio por la avenida de la República, carrera 7.ª entre calles 15 y 16, en 1896.
Espléndida fotografía de la procesión del Corpus en 1895, tomada desde el extremo nororiental del puente de San Francisco. La procesión desfila por la carrera 7.ª, comienza a atravesar el puente y llega a la calle 15. Al fondo sobresale la cúpula de la iglesia de Santo Domingo.
La profusión de carteles sobre el muro de la casa esquinera por la que está doblando la procesión del Corpus, que se efectuaba cada año en Bogotá desde los tiempos coloniales, y que en la foto corresponde al año de 1895, no ayuda a identificar el sitio. La procesión efectuaba un recorrido tradicional: partía de la Plaza de Bolívar, bajaba por la calle 15 (actual avenida Jiménez) al costado del Pasaje Rufino Cuervo (actual edificio Henry Faux) y regresaba por la carrera 8.a a la Plaza de Bolívar; pero en la gráfica no hay ningún punto de referencia que nos permita precisar con exactitud por dónde iba la procesión cuando se tomó la foto. Lo que sí se evidencia, en ésta como en las fotografías de las páginas inmediatamente anteriores, es que la lluvia no desalentaba el entusiasmo religioso de los bogotanos.
Los desfiles de carácter religioso eran los eventos más concurridos de Bogotá. Todos ellos tenían lugar en las principales calles. Aquí, la multitud que seguía la procesión del Corpus de 1895, foto muy bien documentada, avanza por la calle 10.a hacia la Plaza de Bolívar.
Manuel José Mosquera, fue nombrado arzobispo en difíciles circunstancias políticas para el país. De origen caucano, su nombramiento fue resistido por el Cabildo Eclesiástico y gran parte del clero de la capital, que se sintió desconocido en lo que consideraba sus derechos irrenunciables al cargo. Manuel José Mosquera, óleo de José Miguel Figueroa, 1842, Museo Nacional de Colombia.
El arzobispo Fernando Caycedo y Flórez fundó en 1823 el Seminario de Bogotá con el propósito de cualificar en todo sentido al clero neogranadino. Óleo de Ricardo Acevedo Bernal, 1928, Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario.
Antonio Herrán, arzobispo entre 1854 y 1868, recibió orden de prisión y destierro del gobierno de Mosquera en 1861 por haberse opuesto a los decretos de tuición y desamortización. Óleo de autor anónimo, Seminario Conciliar, Bogotá.
Monseñor Vicente Arbeláez, arzobispo de Bogotá entre 1868 y 1884, logró convivir pacíficamente con los regímenes radicales, que prohibieron la enseñanza de la doctrina católica en las escuelas. Sin embargo, en alianza con José María Samper y Miguel Antonio Caro, ayudó a crear las condiciones para la derrota de los radicales en 1878 y el ascenso de La Regeneración, que con la Constitución de 1886, le devolvió a la Iglesia católica todos sus privilegios. Óleo de C. Acosta D. Seminario Conciliar, Bogotá.
Monseñor Bernardo Herrera Restrepo fue ungido arzobispo de Bogotá en 1891. Había dirigido durante 20 años el Seminario Mayor, desde 1871. Le correspondió cosechar los frutos favorables para la Iglesia que se derivaron del Concordato firmado por el gobierno de Rafael Núñez con la Santa Sede. Monseñor Herrera Restrepo trabajó para consolidar la hegemonía conservadora, que se prolongó desde 1914 hasta dos años después de la muerte del prelado, acaecida en 1928.
Durante el siglo xix, la colonial recoleta de San Diego se mantuvo solitaria en las afueras del norte de la ciudad, como marcando sus límites. Allí se veneraba la Virgen del Campo, a la que los viajeros que salían, o los que llegaban, le pedían su protección, pues tenía fama de milagrosa, como lo relata Ricardo Silva en uno de sus amenos cuadros de costumbres. Con mucha lentitud, desde los años ochenta, la ciudad comenzó a rebasar los límites de San Diego. El Parque del Centenario (1883), el tranvía a Chapinero (1884) y la fábrica de Bavaria (1891) impulsaron el desarrollo de la ciudad hacia el norte. Para finales de siglo, la recoleta de San Diego ya quedaba en el perímetro urbano. Acuarela de Edward W. Mark, ca. 1850. Colección de la Biblioteca Luis Ángel Arango, Bogotá.
La iglesia del barrio Egipto ya era en el siglo xix el epicentro de las fiestas de Reyes, en las que participaba una nutrida multitud proveniente de distintos sectores de la ciudad. La capilla de Egipto fue construida en 1656 y erigida el 8 de septiembre de ese año.
Iglesia de San Victorino. En todos los barrios había un templo, por lo que al referirse a la Bogotá decimonónica, Gabriel García Márquez habla de “La ciudad de los 32 campanarios”.
Texto de: Eugenio Gutiérrez Cely
VIDA RELIGIOSA
La religiosidad bogotana de principios del siglo xix llegó a alcanzar en muchos aspectos verdaderos extremos de fanatismo y fetichismo. En el mes de mayo de 1807, por ejemplo, El Redactor Americano, periódico santafereño serio y respetable, informaba tranquilamente que, para fortuna de los agricultores, las rogativas, procesiones y plegarias colectivas habían traído al fin el beneficio de las lluvias sobre los campos sabaneros. No es difícil inferir, por consiguiente, que el control y predominio de la Iglesia en todos los órdenes de la vida social era omnipotente.
Hay un pasaje magistral en Cien años de soledad, en que el novelista, sin identificarla expresamente, describe en forma admirable la Bogotá decimonónica. Y curiosamente, se refiere a ella como “la ciudad de los 32 campanarios”, pues la verdad es que en esta cifra, aparentemente arbitraria, García Márquez dio virtualmente en el blanco, ya que en la primera mitad del siglo xix había en Bogotá 31 iglesias, monasterios y conventos, un guarismo exorbitante si se relaciona con el tamaño y el número de habitantes de la ciudad.
En efecto, desde finales del siglo xviii y hasta mediados del xix la capital no vio la construcción de un solo templo. Sin embargo, el norteamericano Holton escribía en 1853 que Bogotá era sobre todo una ciudad de iglesias, pues con una población de 29 649 habitantes1 no tenía menos de 30 iglesias mientras que París, con 1 000 000, tenía 50 templos.
Desde las tres de la mañana comenzaba a quebrarse el profundo silencio de las noches bogotanas con el tañido de los bronces en campanarios y espadañas. A esa hora empezaban a sonar las campanas de San Diego y San Francisco, sus sacerdotes principiaban a rezar en coro y simultáneamente muchas familias que escuchaban los tañidos rezaban el rosario. Un poco más tarde, a las cuatro de la mañana sonaban los bronces de San Agustín y Santo Domingo. Después arrancaban todos los demás. Las misas empezaban a las cinco de la mañana y se seguían oficiando con muchas comuniones hasta las nueve. Pero además, a las seis de la mañana, doce del día y seis de la tarde las campanas recordaban a los fieles que había llegado la hora de la salutación angélica (ángelus) en que había que quitarse el sombrero, asumir una actitud recatada y pronunciar las oraciones correspondientes, ya fuera en la propia casa, en el lugar de trabajo o en la calle. Las beatas que transitaban por la vía pública en el momento de los campanazos angélicos aprovechaban la oportunidad para hacer ostentosas demostraciones de piedad, poniéndose de hinojos en la calle, abriendo los brazos en cruz, santiguándose repetidas veces y elevando las plegarias en voz alta. Los soldados, por su parte, no escapaban a este rito diario ya que, en el momento de su celebración, un fuerte redoble de tambores les recordaba el cumplimiento de este deber de cristianos.
No debemos omitir el hecho de haber sido los artesanos a todo lo largo del siglo un sector profundamente religioso. Por lo general asistían en grupo a la misa de cinco acompañados por sus maestros mayores para seguir de allí a iniciar labores a las seis de la mañana. Antes de comenzar el trabajo el maestro hacía la invocación cotidiana: “Ave María Purísima”. Los oficiales y aprendices respondían en coro: “sin pecado concebida”. Y se entregaban al trabajo. Los artesanos terminaban su comida del mediodía con un padrenuestro por las ánimas del purgatorio. Los albañiles anunciaban la conclusión de sus labores del día con las consabidas jaculatorias “Ave María Purísima” y la respuesta coreada por todos “sin pecado concebida”. Nadie iniciaba una comida sin bendecir la mesa ni la terminaba sin el padrenuestro. Todos los viernes a las tres de la tarde los campanarios sin excepción tocaban a muerto conmemorando la hora en que murió Jesús y las gentes interrumpían sus labores para decir las oraciones de rigor. Después del rosario vespertino, que se rezaba en todas las casas, volvían a sonar las campanas para recordar a los fieles el deber de decir un padrenuestro y un Ave María por las almas de los difuntos que estaban requiriendo el beneficio de tales oraciones. Queda en esta forma demostrado cómo la Iglesia, a través del metálico lenguaje de sus campanas, determinaba y regía la vida cotidiana de los bogotanos.
Tal fue el poder omnímodo que ejercía la Iglesia sobre las gentes que una excomunión era tan temida como una sentencia de presidio o inclusive como la misma pena capital. Esto es lógico si se tiene en cuenta que el excomulgado pasaba a convertirse en el acto en un ser mucho más repulsivo y vitando que el peor de los leprosos. Se transformaba en un auténtico paria de la sociedad, repudiado inexorablemente hasta por sus padres, hermanos, cónyuge e hijos. Obviamente no conseguía trabajo y, lo que es más injusto y grave, pasaba a ser el sospechoso permanente de cuanto crimen o delito se investigaba. Y más aberrante aún es el hecho de que si por desgracia se presentaba alguna calamidad de orden natural —terremoto, sequía, inundación, etc.—, a quien primero se sindicaba como culpable era al excomulgado y el desastre ocurrido era la manifestación de la cólera divina que en esa forma castigaba la presencia entre los justos de un ser que había sido privado de todo acceso a los beneficios de la gracia de Dios.
Casi todos los pocos regocijos con que se divertían los santafereños de principio de siglo estaban íntimamente ligados con la religión, o bien porque se relacionaban con bautizos, confirmaciones, primeras comuniones, bodas, ordenaciones o profesamiento de votos de las hijas de familia que habían tomado los hábitos monjiles, o con las grandes festividades religiosas tales como el Corpus, la Navidad y otras.
Respecto al número de habitantes de Bogotá consagrados a la vida eclesiástica, éste les pareció escandaloso a los franceses Boussingault y Roulin, quienes no sólo se impresionaron con la desmesurada cantidad de templos, monasterios y conventos, sino también con los verdaderos enjambres de curas, frailes y monjas que topaban por todas partes. En 1779 los sacerdotes regulares y seculares y las monjas eran el 4,25 por ciento de la población total y había uno de ellos por cada 23,5 habitantes. Esta proporción se incrementó en el censo de 1793, pues sobre un total de 17,725 habitantes 1 000 estaban dedicados a la vida religiosa; en esa forma la proporción ascendió a un cura o monja por cada 17,7 habitantes. En el padrón de 1800, de 21 464 santafereños 1 208 estaban vinculados a la Iglesia. El mayor aumento entre 1779 y 1800 fue el de las monjas, que pasaron de 234 a 719. Es muy posible que en este aparente aumento de las vocaciones religiosas influyera algo la amenaza a que ya nos referimos que gravitaba sobre las muchachas casaderas de perder la herencia en caso de contraer matrimonio sin acatar la voluntad paterna.
Otra muestra elocuente de cuán hondamente estaba infiltrada la religión en la vida, costumbres y actitudes de los capitalinos de inicios de siglo es el desenlace del conflicto entre los federalistas de Baraya y los centralistas de Nariño que defendían a Santafé en 1813. Como bien es sabido, el general Nariño, conocedor perspicaz de la índole de sus paisanos, nombró comandante en jefe de sus fuerzas al Jesús Nazareno cuya imagen aún se conserva en el templo de San Agustín. El cronista José María Caballero cuenta cómo antes de darse la batalla definitiva del 13 de enero de 1813 y después de la victoria de Nariño, hubo intensa profusión de actos religiosos, unos para implorar la ayuda divina en el combate que se avecinaba y otros para agradecerla a raíz del triunfo. Después del descalabro federalista fueron varios los días que los santafereños dedicaron a misas, procesiones, velaciones, rezos colectivos y toda suerte de actos en que hicieron amplia ostentación de su piedad y de su convencimiento de que más se había debido el triunfo a la intervención divina y a la intercesión de la Virgen y los santos que al talento estratégico de Nariño y al valor de sus soldados. Lógicamente Nariño, en su calidad de primer magistrado, no solamente no podía estar al margen de las celebraciones religiosas sino que, por el contrario, se mostró especialmente puntual y acucioso en la asistencia a la gran mayoría de ellas. El domingo 21 de enero, más de una semana después de la victoria centralista, todavía no cesaban los actos piadosos en la ciudad.
El 16 de julio de 1813 fue un día de mucha significación en la historia de Santafé ya que en él, a instancias de Nariño, se proclamó la independencia absoluta de Cundinamarca con el consiguiente rompimiento de todos los nexos con la corona española que había dejado vigentes el 20 de julio de 1810. Por supuesto la trascendental determinación estuvo acompañada de solemnes actos religiosos y con la elección de María Santísima como patrona de Cundinamarca.
Motivo de verdadero escándalo fue para los santafereños el comprobar que los 150 soldados que el Congreso de las Provincias Unidas envió el 8 de agosto de 1813 para ayudar a Nariño en la campaña del sur no traían rosario consigo2. Se comentó entonces que ahí estaba patente una prueba más de por qué la Divina Providencia se había puesto de parte de la causa centralista en el conflicto de enero de ese año. Sin embargo, las piadosas gentes de Santafé dieron pronta solución al problema proveyendo a cada soldado con una escarapela religiosa y una camándula. Por otra parte, como ya se había declarado la independencia absoluta, las armas y escudos del rey fueron cubiertos con yeso en los edificios públicos y encima de ellos colocada la imagen de Jesús3. En enero de 1814 llegó a Bogotá la fausta noticia del triunfo de Nariño en la Batalla de Palacé, lo cual fue motivo para que enseguida se montara toda la consabida serie de actos religiosos en conmemoración del feliz acontecimiento.
Lamentablemente no duró mucho este alborozo, pues pronto vino la noticia del descalabro definitivo de Nariño en el sur y su captura por las fuerzas realistas. A esta mala nueva se agregó la información que circuló por toda la ciudad en el sentido de que acababa de morir en el hospital capitalino un hombre que tenía fama de santo, pues según se decía, había permanecido 48 años acostado boca arriba sin apartar la vista del techo4. En la noche del 18 de noviembre de 1814 se sintieron en la ciudad dos sismos de alguna intensidad que también fueron interpretados como un mal presagio, y a finales del mes se supo, para colmo de males, que nuevamente avanzaban sobre Santafé las tropas federalistas al mando de un masón, impío y desalmado enemigo de la fe católica llamado Simón Bolívar. Los atemorizados santafereños se encomendaron fervorosamente a la protección de Cristo y la Virgen, no obstante el general herético y masón entró en la ciudad y no tardó en dar a sus medrosos habitantes la sorpresa de que no incendió los conventos, ni profanó los templos, ni decretó degollinas masivas de curas y monjas.
Vino luego el avance incontenible de la reconquista española contra la cual tampoco pudieron las rogativas: entraron los españoles a Santafé el 6 de mayo de 1816 y dieron comienzo sin dilación a la tenebrosa era de los patíbulos y del terror.
En la víspera del ingreso de los pacificadores españoles ocurrió un hecho inesperado y notable: entró a Santafé la venerada imagen de la santa Virgen de Chiquinquirá conducida por los soldados patriotas al mando del oficial francés Manuel Serviez, que había venido a América a luchar por la causa de la independencia. Serviez y sus hombres venían huyendo a toda prisa de la persecución realista después del desastre patriota en Cachirí. El rumbo que llevaba Serviez era, como el de muchos republicanos entonces, el de los llanos orientales. Todo parece indicar que Serviez se apoderó de la imagen con la confianza de que, al llevarla consigo, podría convertirla en una especie de bandera que reavivara el descaecido entusiasmo de los patriotas, pudiendo así aumentar sus huestes. Sin embargo Serviez se llevó un tremendo chasco pues, aunque el raudo paso de la Virgen por Bogotá despertó el previsible fervor, el reclutamiento que el francés esperaba de la Virgen resultó nulo y se vio obligado con gran precipitación a seguir hacia Cáqueza, en el oriente, ya que el acoso de las tropas de Morillo no daba espera.
Pero circuló entonces otra versión para explicar por qué la Virgen de Chiquinquirá se había abstenido de hacer el milagro de repeler a los soldados de la reconquista. El caso fue que en abril de 1816, poco después de la derrota de Cachirí, estando Serviez y su contingente en Chiquinquirá, se supo la noticia de que se había cometido un robo sacrílego imperdonable: las joyas de la Virgen habían desaparecido. Indignado, Serviez ordenó requisar con la mayor minuciosidad a todos sus hombres con el resultado de que las joyas se hallaron en poder del cabo Antonio Martínez, hermano de Pedro Pascacio, el que cuatro años más tarde atraparía al general José María Barreiro después de la Batalla de Boyacá. Las gentes encolerizadas exigieron en forma unánime que el ladrón fuera ejecutado sin contemplaciones, a lo cual Serviez no quizo acceder. Pero como la marea de la ira popular crecía en forma peligrosa, Serviez se allanó a formar un consejo de guerra dentro del cual actuó como defensor del reo el joven abogado Fernando Serrano, quien venía con el ejército. Haciendo derroche de una consumada destreza forense y una notable imaginación, el abogado Serrano pronunció una arenga conmovedora, demostrando en ella que este pobre soldado de la patria había abandonado a su familia dejándola sumida en la peor indigencia para tomar valerosamente las armas en defensa de la causa republicana. Movido por su intensa piedad, según narraba casi con lágrimas el jurista, el soldado Martínez había llegado una noche ante la Virgen de Chiquinquirá para postrarse ante ella y rogarle por el bienestar de su mujer y sus niños mientras terminaba la contienda. A continuación pasaba Serrano a referir cómo había ocurrido el prodigio. La Milagrosa, llena de lástima y dolor por las penurias y las congojas que estaba pasando a la sazón la familia de Martínez, “entornó los ojos mostrándole las joyas como dando a entender que las tomara para que sus hijos no perecieran de hambre”5.
Hubo entonces un auténtico delirio colectivo. El pueblo, loco de emoción, exigió a gritos que el piadoso combatiente patriota fuera absuelto en el acto, a lo cual accedió de inmediato el consejo de guerra. La brillante estratagema del defensor había sido todo un éxito. Pero Serviez, que era un hombre positivista y agnóstico, expresó rotundamente su negativa a refrendar con su firma lo que consideraba una vulgar superchería. Pero resultó más poderosa la voluntad del común y el comandante francés se vio obligado a estampar su firma en la sentencia absolutoria del cabo Martínez, el cual fue conducido en triunfo por las calles de la villa y recibió de adehala una fuerte contribución popular para solucionar las carencias de su pobre familia. Indignado Serviez por haberse visto compelido a cohonestar la superstición, decidió poner coto a la posibilidad de futuros hurtos prohibiendo a la Virgen que siguiera obrando milagros de esta naturaleza. El decreto de Serviez en este sentido es una verdadera joya y bien vale, por lo tanto, transcribirlo aquí:
“Manuel Serviez, Comandante en jefe del ejército de las Provincias Unidas, con el fin de evitar irrespetos a Nuestra Señora de Chiquinquirá, prohibo a los soldados de la tropa de mi mando aceptar o recibir flores o milagros de cualquier clase de parte de ella. El soldado de mi batallón que contravenga lo dispuesto aquí o que acepte un nuevo milagro de Nuestra Madre la Virgen, será castigado con pena de muerte.
”Dado en Chiquinquirá, a 20 de abril de 1816.
”Manuel Serviez”6.
Fue este increíble decreto la causa a la cual numerosos santafereños atribuyeron la impasibilidad de la Virgen ante el avance realista sobre la capital. Como ya queda dicho, Serviez tuvo que salir precipitadamente de Santafé rumbo al oriente, pero no por ello se libró de la persecución ya que el alto mando español envió un destacamento por el mismo rumbo a fin de darle alcance. Serviez y algunos de los suyos lograron escapar hacia el llano y ponerse a salvo. No tuvo igual suerte la Virgen de Chiquinquirá, que fue capturada por los realistas en Chipaque y entró de nuevo solemnemente a la capital en hombros de los españoles 11 días después de haber sido secuestrada por Serviez y sus conmilitones.
Otro aspecto notable y revelador de la fuerte religiosidad santafereña es que en esta capital se respetaba todavía, ya iniciado el siglo xix, el asilo en los templos como inviolable y sagrado. Veamos dos episodios ilustrativos. A partir del 20 de julio de 1810 se plantaron en Santafé varios árboles conmemorativos de la libertad. El 18 de julio de 1813, en vísperas del tercer aniversario de la Independencia, según narra el cronista José María Caballero, un fanático realista, guarecido por las sombras de la noche, se armó de un hacha y la emprendió a golpes contra el árbol de la libertad echándolo por tierra. Sin duda alguna esta grave profanación habría podido ser causa de un castigo de imprevisible severidad. No obstante el iconoclasta tuvo la precaución de refugiarse oportunamente en un templo, por lo cual su detestable acción quedó automáticamente impune.
Otro caso, que cuenta Le Moyne, fue el de un oficial piamontés de apellido Castelli que había venido a luchar al servicio de la Independencia. Juzgado y hallado culpable en una corte marcial por conspirar contra el gobierno de don Joaquín Mosquera, fue condenado a la pena capital. Pero ocurrió que cuando era trasladado del sitio del tribunal a la cárcel donde debía ser puesto en capilla, una nutrida muchedumbre se aglomeró alrededor de la escolta, rescató a Castelli y lo llevó hasta la puerta de la catedral, que estaba cerrada, pero donde el reo pudo asirse de un aldabón lo cual ya le garantizaba el derecho de asilo. Los centinelas, conocedores todos de esta tradición sagrada, se limitaron a formar un semicírculo en torno al fugitivo y en espera de órdenes. Así pasaron tres horas interminables hasta que finalmente uno de los canónigos abrió la puerta e introdujo al reo en el interior del templo, con lo cual su vida quedó a salvo en medio de los vítores de la multitud. Posteriormente, y como consecuencia de las negociaciones celebradas entre los canónigos y la justicia, se optó por la solución de indultar a Castelli conmutándole la pena de muerte por la de destierro.
En casos como el que acabamos de narrar está patente una clara alianza de la Iglesia con estratos del pueblo. Otro ejemplo de dicha alianza fue el sonado conflicto de “La lechuga”, nombre por el cual se conocía una deslumbrante custodia de una vara de altura, 10 kilos de peso, toda de oro y con 1 725 piedras preciosas entre esmeraldas, diamantes, perlas, amatistas, topacios y rubíes. Este tesoro sin par se encontraba en el convento de La Enseñanza, donde era utilizada en ceremonias especialmente solemnes de culto. De un momento a otro ocurrió lo inesperado. El misterioso doctor Juan Francisco Arganil, aquel francés que se decía médico y que fue uno de los cerebros de la conspiración septembrina, vivía aún en Bogotá en 1836, cuando el doctor José Ignacio de Márquez acababa de ganar las elecciones presidenciales. El taimado y astuto Arganil consiguió un arbitrio muy ingenioso consistente en denunciar “La lechuga” ante las autoridades como una especie de bien mostrenco por haber pertenecido a la Compañía de Jesús que todavía se encontraba expulsada del país. En su denuncia Arganil exigía que le fuera adjudicada “La lechuga” a cambio de una cierta cantidad representada en los muy depreciados bonos de deuda pública. Las autoridades competentes dispusieron que la espléndida custodia pasara del convento de La Enseñanza a la Tesorería de Hacienda de la provincia para que allí quedara depositada mientras se definía judicialmente su propiedad. A continuación se fijó la fecha para el embargo y traslado de la valiosa joya. Sin embargo, la diligencia no se pudo llevar a cabo pues el pueblo se agolpó en el convento y en el templo para impedir que la custodia fuera secuestrada por manos profanas7. La muchedumbre, compuesta en su mayoría por mujeres malogró el propósito de las autoridades. ?
De este modo la custodia permaneció en su sitio original. A todas éstas creció la turba de guardianes de “La lechuga” y el orden público llegó a verse seriamente perturbado. Finalmente se restableció la calma y la célebre joya pudo ser trasladada a la Tesorería. De inmediato el canónigo de la catedral inició un proceso para su recuperación, el cual se falló a favor de la Iglesia, pasando inmediatamente “La lechuga” a la parroquia de La Catedral. Cuando se conoció la sentencia el pueblo se lanzó a la calle expresando su júbilo con una estruendosa algazara y profusión de voladores y otros juegos pirotécnicos. Igualmente, el abogado que defendió la reivindicación de “La lechuga” para la santa Iglesia fue agasajado con una serenata 8.
Ya habíamos anotado anteriormente cómo la fanática y obsesiva religiosidad santafereña rayaba en la superchería y el fetichismo. Moribundo hubo que legó parte o a veces la totalidad de sus bienes a favor de una imagen piadosa, como ocurrió con don Juan Martín de Sarratea, quien en tiempos pasados había sido albacea del virrey Solís. Sintiéndose gravemente enfermo don Juan Martín instituyó como única y universal heredera suya a la imagen de la Virgen de la Soledad, “para que la haya” [su fortuna], “herede y goce, con la bendición de Dios y la mía”. Bien sabido es que el celo por la religión incurre en las más absurdas y disparatadas contradicciones cuando llega a extremos morbosos como ocurría en esta Santafé de la Colonia y primeras décadas de la República. Para corroborar lo antedicho bastará que recordemos a Cordovez Moure cuando nos habla de las grotescas retaliaciones que ejercían los allegados santafereños cuando algún santo —o más concretamente su imagen— se mostraba renuente a obrar el milagro solicitado. Si a san Antonio de Padua se le pedía un milagro y rehusaba hacerlo de inmediato, el castigo consistía en arrebatarle el Niño Jesús y zambullir de cabeza al santo en una alberca o una tinaja hasta que realizara el milagro pedido. Pero si pasaban los días y el san Antonio pasado por agua seguía empecinado en su negativa, lo sacaban a fin de poder seguir utilizando el recipiente y lo arrojaban como un coroto inútil al aposento de los trastos viejos. Si el renuente a hacer el milagro era san Francisco de Asís, lo degradaban, arrebatándole el cordón. Pero ni la madre de Dios se salvaba de las iras de los bogotanos cuando los desairaba. Ocurría que piadosos santafereños rezaban a la Virgen de los Dolores una novena por una intención específica. Cuando la Milagrosa se mostraba propicia venían las oraciones de agradecimiento, los votos y las romerías. Pero cuando se negaba a responder con presteza a las súplicas de sus fieles, la devoción se trocaba en cólera y los desdeñados por la Virgen le quitaban la corona de espinas al primer Cristo que encontraban y se la encajaban a la Virgen con toda la fuerza posible para castigarla por su indiferencia.
En las iglesias bogotanas eran frecuentes inscripciones como una que se leía en San Agustín y en la cual se invitaba a los fieles a recurrir a los buenos oficios de san Quintín en casos de “mal de orina”, cuya curación era la especialidad de dicho santo. Por su parte, las especialidades de san Peregrino de Lacioso eran más variadas que las de san Quintín, pudiendo decirse de él que era casi un médico general, puesto que igualmente sanaba cualquier mal de las piernas o asistía a las mujeres en los alumbramientos difíciles.
Hubo una calle de Bogotá que llegó a denominarse paradójicamente “Cara de perro” ya que en ella, según afirmaban los vecinos, deambulaba todas las noches un perro negro y sin cabeza. Esta tradición se mantuvo por mucho tiempo hasta el punto de que cierto viajero inglés, no sabemos si en serio o en broma, generalizó tal conseja y escribió que por las noches las calles de la ciudad se poblaban de perros sin cabeza. También se afirmaba que en cierta ocasión una mujercilla de vida disoluta quiso obtener el perdón de sus muchos pecados apelando al Señor de Monserrate. La cortesana arrepentida realizó la penosa ascensión hasta la cima del cerro y llegó hasta la sagrada imagen con el propósito de besarle un pie y acaso obtener así la indulgencia plenaria. ?Pero el Señor, tal vez sabedor de que la pecadora empedernida no había hecho la suficiente penitencia para borrar las huellas de su mala vida anterior, le retiró el pie malográndole el beso. De ahí la creencia que prevaleció durante mucho tiempo de que el Señor de Monserrate había quedado con el pie encogido después de habérselo retirado al ósculo de la mala mujer.
Hasta pasada la primera mitad del siglo xix se conservó en el templo de Las Aguas un cuadro de Carlos José Espinosa que espantaba a los feligreses de dicha iglesia. La pintura representaba en gran tamaño a una especie de trasunto bogotano de la gorgona mitológica. Era una mujer de rostro espeluznante que en vez de cabellera tenía sobre la cabeza un haz monstruoso de serpientes que parecían agitarse en todas direcciones. En la ciudad se afirmaba de manera unánime que esta mujer había tenido existencia real. Se decía que había sido una muchacha bogotana notable por toda suerte de encantos, pero especialmente por la belleza de su cabellera que posiblemente cultivaba con el inconfesable tónico capilar de que hablamos anteriormente. ?
El hecho verdadero es que innumerables pretendientes y galanes la asediaban sin tregua como embrujados por la magia de su cabellera. La vanidad de la bella fue creciendo y alcanzando dimensiones satánicas hasta el punto de que un día en que se peinaba y aderezaba frente al espejo, pronunció sin titubear estas palabras blasfemas: “Ni la Virgen de las Aguas tiene una cabellera tan hermosa como la mía”. No bien hubo acabado la impía de decir esta frase terrible cuando el cielo la castigó sin dilación transformándole su linda cabellera en un repugnante nudo de víboras. Pero ahí no paró la cólera divina contra la blasfema. En momentos en que exhalaba alaridos de horror ante la tétrica metamorfosis que acababa de ocurrir, en medio de llamaradas, truenos, centellas y un insoportable olor de azufre, se le apareció el propio Lucifer curiosamente ataviado con hábito de dominico, cargó con ella y la arrojó en cuerpo y alma a lo más hondo de los infiernos. De ese momento en adelante, y por muchos años más, no dejaron de hacerse en Santafé medrosas alusiones a esta desventurada mujer a quien se conoció desde entonces como “El espeluco de Las Aguas”.
Por supuesto, no faltaban ocasionalmente los vivos que aprovechaban la superstición y el fetichismo de los santafereños en beneficio propio. A principios del siglo regía en Santafé la queda después de las nueve de la noche. Cuenta don Pedro María Ibáñez que hubo un extraño personaje de estatura muy elevada y voz hueca y de tono muy bajo al que se permitía circular hasta después de la queda. Se apoyaba en un bordón y se alumbraba con la luz mortecina de la típica vela de sebo metida en un farol, conjunto que le daba al personaje un aspecto fantasmagórico. Era conocido en Bogotá como “El pecado mortal”, debido a que después de la queda pedía limosnas con su voz de ultratumba para ayudar a bien morir a los que estaban a punto de partir a la otra vida en pecado mortal. Atemorizados por la apariencia espectral del personaje las casas no le negaban su contribución. Lo que nunca se supo fue a dónde se marchó este extraño trashumante nocturno a gozar de sus limosnas, ninguna de las cuales, obviamente, ayudó a suavizar las agonías de los que morían en pecado mortal.
En la Cuaresma de 1826 la ciudad se conmovió con los sermones furibundos del célebre cura Margallo, en los que denunciaba como un pecaminoso desafío a la ira divina la enseñanza en los colegios capitalinos de las teorías del inglés Jeremías Bentham, reprobadas por la Iglesia como masónicas e impías. El padre Margallo llegó inclusive a amenazar con la temible excomunión no sólo a quienes siguieran enseñando dichas teorías sino a quienes continuaran asistiendo a clases. Informa Groot en la Historia eclesiástica y civil de la Nueva Granada que Margallo no se limitó a luchar desde el púlpito sino que inclusive llegó por sorpresa al claustro de San Bartolomé y arengó violentamente a los alumnos poniéndolos sin más alternativas a escoger entre Jesucristo y Bentham. Naturalmente los liberales que impulsaban con el mayor entusiasmo el pensamiento de Bentham, encabezados por Vicente Azuero, se lanzaron a una ofensiva fulminante contra Margallo, exigiendo del gobierno procesar cuanto antes al combativo cura por sedicioso y pidiendo que se le sancionara con el extrañamiento de la ciudad y el retiro de la licencia para ejercer las actividades propias de su ministerio. El gobierno accedió a las peticiones de Azuero y sus amigos y ordenó abrir el proceso contra Margallo. Y ocurrió que apenas se inició éste —17 de junio de 1826— la ciudad de Bogotá fue sacudida por un terremoto espantable que el pueblo atribuyó enseguida a la furia divina contra quienes osaron abrir proceso a un ministro de Dios.
Veamos ahora el otro episodio que vino a corroborar definitivamente la terrible fama del padre Margallo como promotor de sismos. El día 28 de octubre de 1827 el Libertador ofreció un baile de gala en la casa de gobierno. Entre los invitados estaba el cónsul general de Holanda, señor Stuevs, el francés Roulin, a quien ya hemos citado en estas páginas, su bella esposa Manette y el joven oficial venezolano Francisco Miranda, hijo del Precursor. Ocurrió que Stuevs invitó a bailar a la señora Roulin, la cual dejó sobre el asiento que ocupaba su abanico y su pequeño frasco de perfume. En forma involuntaria el oficial Miranda se sentó en esa silla y quebró el frasco de perfume, por lo cual un amigo le dijo en broma que sin tardanza tendría que darle explicaciones a Stuevs sobre semejante desacato. Miranda replicó que sería ridículo que él le tuviera miedo a un vejete caduco e inofensivo, con tan mala suerte que el holandés escuchó las palabras desobligantes del oficial venezolano, se le acercó y lo insultó de la manera más escandalosa. Por esta época los viajeros europeos acababan de introducir en el país el uso antes desconocido de los duelos a pistola por cualquier real o supuesto agravio contra la dignidad y el honor. En consecuencia, al día siguiente Miranda se valió de su amigo el coronel inglés Johnson para que exigiera reparaciones a Stuevs. El holandés le mandó decir que se las daría con la pistola en la mano y así quedó concertado el primer duelo a pistola que se efectuó en Bogotá, en cierta forma legitimado por los extranjeros que estaban ansiosos de imponer esa moda en nuestra capital. Entre los dos rivales había una dramática desigualdad. Mientras Stuevs se ufanaba de poseer una puntería impecable gracias a la cual ningún contendor suyo había quedado vivo, Miranda era un bisoño absoluto, hasta el punto de que tuvo que ocupar las horas anteriores al duelo en un adiestramiento de tiro al blanco que gentilmente le dio su amigo Johnson.
El encuentro en que dos hombres se batirían a muerte por un frasco de perfume tuvo lugar en El Aserrío una colina que se levanta al sur de Bogotá a orillas del río Fucha. Presentes los padrinos y cumplidos todos los requisitos de rigor, los dos rivales hicieron fuego y, para sorpresa de todos, mientras Miranda quedaba ileso, el holandés Stuevs se desplomaba abatido por un certero impacto en la mitad de la frente. El periódico El Conductor informó sobre este desafío mortal lamentando la banalidad de la causa que lo había originado y refiriéndose irónicamente a estos duelos como “otro nuevo regalo que se ha traído al país”. Informaba también que el teniente Miranda había desaparecido, lo cual pudo ser atribuible al hecho de que por ser éste el primer desafío a muerte que tenía lugar en Bogotá, el vencedor en el mismo tuvo sus dudas respecto a la posibilidad de quedar exonerado de culpa por la muerte de Stuevs.
Los amigos del cónsul holandés decidieron celebrarle las exequias en la Capilla del Sagrario, a pesar de la oposición que manifestó el mayordomo de la misma y el energúmeno padre Margallo, quien declaró que jamás volvería a entrar en esa capilla que había sido alevosamente profanada por el sepelio de un duelista, vale decir, de un hombre que había muerto en pecado. Agregó Margallo que otra razón por la cual jamás volvería a entrar a la Capilla del Sagrario era que no quería perecer sepultado bajo sus ruinas. “Estas paredes hablarán por mí”, fueron las palabras apocalípticas con que Margallo cerró sus amenazas proféticas. Conociendo el truculento antecedente del sismo que siguió al conflicto de Margallo con los benthamistas, las gentes bogotanas quedaron sumidas en la angustia después de la admonición del airado sacerdote. Y no carecía de fundamento su zozobra. A los 15 días del sepelio de Stuevs, el 16 de noviembre de 1827, Bogotá volvió a ser zarandeada por la furia telúrica que se concentró de manera especialmente cruel en la capilla del Sagrario cuya cúpula, espadañas y altar mayor quedaron reducidos a escombros. Se cuenta que el fatídico padre Margallo se sintió compensado con la destrucción de la capilla, ya que a raíz de su controversia con los partidarios de Bentham había vaticinado el incendio del claustro de San Bartolomé en castigo por dar allí albergue a ideas impías y el tal incendio no había tenido lugar. Pero sobre lo que sí desaparecieron del todo las dudas de los bogotanos fue sobre el poder sobrenatural del padre Margallo para sacudir las entrañas de la tierra enfrentándose victoriosamente aún a la intercesión del bondadoso san Emigdio. Lógicamente en torno a Margallo se empezaron a tejer toda guisa de consejas y leyendas acerca de sus poderes sobrenaturales, como una que recogió y divulgó con seriedad y credulidad imperturbables el escritor y presidente José Manuel Marroquín según la cual en cierta oportunidad, desde un balcón de la Plaza Mayor, unos beodos irreverentes le habían arrojado a Margallo, que transitaba por el lugar, una copa llena de licor con el ánimo de acertarle en la cabeza. Pero según la leyenda quedaron defraudados pues la copa, pese a la violencia con que fue arrojada, no sólo no golpeó al pastor sino que se posó con la mansedumbre de un pajarillo a sus pies sin derramar una gota de su contenido.
Los escándalos y polémicas suscitados en torno de Margallo tienen históricamente la importancia de haber sido las primeras escaramuzas de dirigentes laicos en Bogotá contra el poder absoluto e ilimitado del clero. Se daba así tímidamente comienzo a una pugna entre los sectores anticlericales y la Iglesia que habría de prolongarse con gran beligerancia durante casi todo el siglo xix, hasta el triunfo definitivo del clero con la Regeneración, en 1886. Hay otro dato en igual sentido. Lo encontramos en las Cartas escritas desde Colombia, de 1823, de autor anónimo: “Afortunadamente la manía religiosa se ha calmado y los bogotanos, con excepción del pueblo, se han liberado del yugo de obediencia total y ciega que les impuso el gobierno español para hacerlos vasallos del clero y en esa forma mantenerlos sometidos e ignorantes. Ahora se han independizado del poder de la Iglesia y de la creencia en la infalibilidad de los curas”. Afirmación que, sin embargo, debe tomarse con beneficio de inventario, pues sólo puede aplicarse a un sector de la élite bogotana.
En el fondo, bolivarianos y santanderistas competían en respeto y acatamiento a la autoridad eclesiástica. Valga el siguiente ejemplo. A raíz de las ejecuciones de los reos hallados culpables de participación en la conjura de septiembre contra el Libertador, se difundió por la ciudad el rumor de que uno de ellos, Pedro Celestino Azuero, había muerto sin ninguna clase de auxilios espirituales porque las autoridades le habían negado el acceso a los sacramentos. La indignación de los enemigos del gobierno llegó a tal punto que éste se vio obligado a desmentir tal especie ante la opinión pública por medio del Diario Oficial, haciendo saber que a numerosas personas de probada respetabilidad les constaba que Pedro Celestino Azuero había subido al cadalso a paz y salvo con la Divina Providencia9. Tres años más tarde los santanderistas, en un ruidoso alarde de celo religioso, expidieron un decreto por el cual se imponía una multa de 5 pesos a aquellos comerciantes y tenderos que, violando el precepto divino de santificar las fiestas, mantuvieran abiertos sus establecimientos en los días domingos y otros consagrados al Señor 10.
Bien conocida es una ley histórica y social que virtualmente no conoce excepciones. Es la de la doble moral que impera en las sociedades pacatas y teocráticas. Por ello no deben causarnos asombro los datos consignados anteriormente —para traer un solo ejemplo— acerca de la escandalosa proporción de ayuntamientos libres y de hijos naturales en la gazmoña Santafé que hemos venido evocando y reconstruyendo. El francés Boussingault dejó también testimonio escrito de que: “La clerecía era licenciosa e inmoral y los sacerdotes y los monjes mantenían concubinas descaradamente o vivían maritalmente con ellas”. El mismo Boussingault fue en otros apartes de sus apuntes de viaje más amplio sobre este espinoso asunto. Bien vale conocer exactamente su texto:
“Con frecuencia me encontraba con un Hermano Hospitalario de San Juan de Dios, seguido de un niño vestido con el hábito de su orden: eran padre e hijo. Un día un predicador de mucha fama, el canónigo Guerra, llegó como enloquecido a donde el Doctor Roulin, suplicándole que fuera a ver a su señora que estaba embarazada. El doctor salió inmediatamente con su forceps y regresó pronto, para anunciarnos que la señora canóniga y su hijo se encontraban muy bien.
”Yo había conocido en París a un sacerdote americano que se hallaba en el exilio. En reconocimiento de su patriotismo le habían otorgado un curato de los mejor retribuidos, en las cercanías de la capital. Pasando cerca de allí, resolví visitar a mi amigo; la víspera había habido una terrible tempestad y habían caído varios rayos sobre el presbiterio; mi hombre me mostró los daños causados por la electricidad a la cabecera de su cama: un candelero de plata y la armadura de un paraguas completamente fundidos y el colchón carbonizado. Entonces le dije: ‘¿Cómo no lo fundió a usted también?’ Me respondió: ‘Por una razón muy sencilla o más bien por un milagro; Dios me había inspirado y esa noche me acosté con mi amiga en la pieza vecina’”11.
Boussingault fue bastante minucioso, aunque no fue el único, en sus relaciones sobre el relajamiento moral de algunos elementos del clero en esta pequeña ciudad de los treinta y tantos campanarios. En sus recuerdos no solamente alude a la vida crapulosa de ciertos eclesiásticos, sino también a otros usos y costumbres claramente reñidos con la ética cristiana. En sus anotaciones encontramos referencias a pastores de la Iglesia que derivaban jugosos proventos de los préstamos usurarios. Y hay también un pasaje muy divertido en el que Boussingault narra el caso de un fraile de La Capuchina que le propuso con la mayor avilantez el negocio altamente lucrativo de tomar huesos de difuntos corrientes, aplicarles determinados elementos químicos para intensificar su apariencia de vetustez y venderlos a precios elevadísimos como venerables reliquias de santos y otros varones y mujeres muertos en olor de beatitud12.
El viajero norteamericano William Duane puede considerarse entre todos los extranjeros que visitaron a Bogotá en estos comienzos del siglo xix como el que mayor simpatía y benignidad mostró hacia la ciudad y sus habitantes. Por lo tanto merece especial credibilidad una narración que hace del incidente que presenció estando sentado en el balcón de la residencia que ocupaba en el costado norte de la plaza de San Francisco (hoy de Santander). Repentinamente un alboroto y una gritería fuera de lo común llamaron la atención del norteamericano hacia la Calle del Arco (hoy calle 16 entre carreras 7.ª y 8.ª). Con gran sorpresa nuestro viajero observó cómo dos soldados y un funcionario civil se dirigieron rápidamente hacia el lugar de la barahúnda. Picado por la curiosidad, Duane resolvió seguirlos de cerca y mucho fue lo que creció su perplejidad cuando observó que los soldados sacaban por la fuerza de una de las puertas a dos frailes. Y mayor fue aún cuando se enteró que la casa de donde los soldados sacaron a los dos reverendos era un burdel.
Por su parte y con una gran picardía, que sólo se advierte entre líneas, cuenta el cronista José María Caballero cómo el 6 de diciembre de 1815 se escapó de su clausura una monja profesa de La Concepción, sabe Dios con qué rumbo e intenciones. Y refiere más adelante que la fuga tuvo lugar a las dos de la tarde, que entró en una casa (¿cuál?) y que sólo fue posible recapturarla y meterla de nuevo en el convento a las siete de la noche.
La alarma sobre el comportamiento de estos elementos del clero santafereño llegó hasta los más altos niveles del gobierno eclesiástico, como lo prueba una carta pastoral del provisor, vicario capitular del arzobispado y futuro titular de la arquidiócesis monseñor Fernado Caicedo y Flórez. En ese documento el prelado expone concretamente las ventajas que traería la apertura en Bogotá de un seminario que, entre otras funciones, sirviera de filtro y de prueba a las presuntas vocaciones sacerdotales a fin de dejar pasar adelante sólo a aquellas que demostraran ser sinceras y veraces. De la carta pastoral de Caicedo y Flórez, que está fechada en 1823, destacamos este párrafo:
“Ya no se verán en nuestra venerable corporación sujetos que la deshonren por haberse introducido en ella sin vocación, sin letras, y sin conocimientos de lo que van a hacer, llevados sólo del sórdido interés de asegurar la comida y subsistencia, y lo que es peor (en muchos) con la esperanza de hacerse ricos tal vez por medios prohibidos a un sacerdote”13.
Las preocupaciones de Caicedo y Flórez tenían sólidos fundamentos. En un memorial dirigido al Congreso de la República en ese mismo año de 1823, orientado a solicitar apoyo financiero para la empresa del seminario, el prelado aporta pruebas concluyentes sobre las causas determinantes de tantas vocaciones apócrifas. Dice así el notable documento:
“No vemos otra cosa, señores, todos los días, con sumo dolor de nuestro corazón, que pretender órdenes, y aun parroquias, una caterva de jóvenes (y entre ellos muchos de bien adelantada edad) que dejan de las manos el fusil si son soldados, y si no lo son porque no se le pongan en ellas temiendo el rigor y fatigas de la carrera militar. Otros apenas acaban de soltar de las manos el arado, y la azada, cuando pretenden el ministerio sacerdotal, toman en ellas el breviario y el misal sin entenderlos. Muchos desnudándose del alpargate [sic] y de la ruana, al día siguiente los vemos vestidos con la sotana y el manteo”14.
Sin mayores dilaciones el Congreso accedió a la solicitud de Caicedo y Flórez por decreto del 20 de junio de 1823 y el seminario se estableció en el convento que habían ocupado los padres capuchinos en Bogotá.
Ya habíamos visto que de acuerdo con el censo de 1800, sumados sacerdotes y monjas, la concentración de religiosos en Bogotá era tan alta que había uno por cada 17,7 habitantes. En el censo de 1835 se registró un fuerte descenso, ya que esta proporción bajó a un religioso por cada 94 habitantes y en 1843 a uno por cada 84. Entre las causas de esta disminución debe destacarse la que le expuso un fraile bogotano a William Duane. Según el juicioso análisis del monje, la gran afluencia anterior de jóvenes criollos hacia la vida sacerdotal se debía, entre otras razones, a que los nativos se hallaban en desventaja frente a los españoles para ocupar puestos públicos importantes. En este orden de ideas, al producirse la emancipación se abrieron para los jóvenes un sinnúmero de oportunidades en el gobierno que habían estado vedadas para los criollos en la era virreinal. Lógicamente este cambio determinó un cierto descenso en las vocaciones religiosas. En cuanto a las mujeres, afirma textualmente el testimonio del monje: “Y como las chicas ahora disfrutan de libre albedrío —Dios las salve— prefieren contraer matrimonio antes que consagrar su alma inmortal a un piadoso retiro”. A su vez el irreligioso y anónimo autor de las Cartas escritas desde Colombia decía en 1823: “Desde la revolución muchos de los conventos han quedado semidesiertos y otros completamente abandonados; sin embargo, todavía hay demasiados zánganos”.
Desde luego, pese a las realidades que acabamos de anotar, Bogotá no perdió el carácter fundamental de “ciudad santa” que traía desde la Colonia, ya que la acendrada religiosidad popular y la influencia del clero sobre las masas (¡tremendo complemento!) se mantuvieron virtualmente intactas.
FIESTAS RELIGIOSAS
Las más importantes y tradicionales eran el Corpus, que se celebraba en la catedral; la fiesta de los Reyes Magos, que tenía como centro la ermita de Egipto; la fiesta llamada del “Polvillo”, que tenía lugar en San Diego; los carnavales o carnestolendas tradicionales de los tres días anteriores al Miércoles de Ceniza, cuya sede era la ermita de La Peña; las octavas de cada una de las parroquias, y, finalmente, la Navidad.
En cuanto a las carnestolendas, no obstante ser su epicentro la iglesia de La Peña, cubrían toda la ciudad y había años en que eran particularmente lucidas como las que presidió el general Nariño en 1813, poco después del triunfo sobre los federalistas. El cronista José María Caballero describió en su diario estas fiestas pormenorizadamente destacando los toros (que, según dice, estuvieron malísimos) y los bailes en el Coliseo. Por su parte, el francés Le Moyne nos dejó una relación detallada y muy divertida de una costumbre bogotana de carnavales consistente en que las señoras y señoritas de la sociedad salían desde horas tempranas a los balcones de sus casas a fin de arrojar agua sobre los transeúntes y, lo que era más frecuente, bolas de cera o de yeso huecas por dentro y rellenas de agua, de esencias o de harina. Los viandantes respondían a esta ofensiva en forma galante y caballeresca arrojando hacia los balcones de sus gentiles agresoras, especialmente si iban a caballo, dulces y ramilletes de flores15.
Los testimonios de la época demuestran que es muy poco lo que las tradiciones han cambiado desde entonces en cuanto a la representación del nacimiento en el pesebre de la temporada navideña. Faltaban muchos años para que el esnobismo local importara a estas latitudes elementos culturales tan extraños como el nórdico abeto navideño y el gordo y barbudo mujik conocido como Santa Claus o Papá Noel.
Con referencia a la fiesta del Corpus tenemos, entre otros, el testimonio del sueco Gosselman en el cual se advierte un énfasis muy especial en la extraordinaria profusión de estallidos pirotécnicos durante la noche. También describió con todos los pormenores la solemne procesión de Corpus la cual se originaba en la catedral y era seguida por carretas en que los jóvenes de ambos sexos de la clase alta representaban diversos personajes bíblicos e históricos. Gran admiración mostró el viajero sueco por el vistoso despliegue de joyas que lucían en esta ocasión las señoritas bogotanas.
Prosigue su relación el viajero escandinavo describiendo todo el bestiario mitológico que venía a continuación: habla de lagartos, quelonios, tigres, leones, víboras y caimanes. Cada una de estas fieras era representada por un voluntario que asumía el respectivo disfraz. Pero el espectáculo que más emocionaba a las gentes era el de una enorme tortuga manejada desde el interior del carapacho por voluntarios que se movían acompasadamente y en cuyo lomo iba un negrito que fingía conducirla. También gozaba de gran popularidad una culebra de dimensiones impresionantes que se lanzaba sobre la multitud amagando terribles mordiscos. Luego venía una muchedumbre de enmascarados, espantosos matachines que representaban a los demonios y que desfilaban dando brincos grotescos y tocando en forma acompasada pífanos, tambores, crótalos y otros instrumentos que, dado el desconcierto, producían una algazara fragorosa. Además de las caretas, estos falsos demonios ostentaban los consabidos cuernos, cola y pezuñas. Detrás de ellos corría el arcángel vengador (san Miguel) que los perseguía con su espada flamígera, así como a un dragón monstruoso que huía medroso ante los mandobles del arcángel implacable. Los emisarios del Maligno eran vencidos al fin por san Miguel y luego se operaba el gran contraste: una comparsa de lindos e inocentes párvulos que conducían unas ovejitas dóciles hacia el aprisco.
El grupo que desfilaba a continuación tenía un fuerte contenido litúrgico. Eran los tres Reyes Magos, quienes caminaban mirando hacia arriba, en dirección a la estrella maravillosa, que pendía a cierta altura sostenida por una larga vara de bambú. Detrás avanzaban con una dignidad mayestática la Virgen María y su casto esposo José, que portaba las tradicionales herramientas de carpintería. El siguiente conjunto lo componía toda la inmensa hueste de sacerdotes, monjas y acólitos con sus largos cirios encendidos. En medio de ellos una fila de hermosas doncellas capitalinas hacían oscilar aromáticos pebeteros o portaban cestos rebosantes de flores diversas. Detrás, alegres indígenas avanzaban bailando alguna danza típica que consistía en moverse en torno a una pértiga en cuyo extremo había una especie de corona de la que pendían cintas policromas. La banda de música que seguía estaba compuesta por ejecutantes que iban ataviados de legionarios romanos. Cerraban el desfile las altas autoridades civiles y castrenses. Esta enorme procesión debía detenerse ante cada uno de los altares que se habían levantado a lo largo de la vía, y ante cada altar el arzobispo rezaba algunas oraciones, a las cuales seguía una vistosa explosión de fuegos de artificio colocados detrás del altar. Concluido el ciclo de los altares, el gentío regresaba a la Plaza Mayor. Allí se habían colocado previamente cucañas (pértigas engrasadas) con atractivos premios en los extremos superiores, que eran ganados por los que pudiesen llegar hasta allí por su propio esfuerzo. Y al final, el remate de rigor: gran corrida de toros16.
Es curioso anotar cómo El Chasqui Bogotano daba en el mismo año de 1826 su versión de la fiesta del Corpus, omitiendo buena parte de las alusiones a la parte profana de las mismas que hay en los relatos de Gosselman, o, en otras palabras, haciendo mayor énfasis en los aspectos piadosos de las mismas. Dice El Chasqui:
“La víspera por la noche se vio en la Plaza Mayor una lucidísima iluminación y unos fuegos artificiales que entre sus variaciones presentaron la de cuatro barcos que atacaban un castillo que tenía por banderas la fe con la cruz y la hostia, cuyo símbolo, concluido el castillo, quedó ardiendo con unas llamas de azul bellísimo. De diez a doce mil almas habría de concurso en esta noche. Al día siguiente… el obispo de Mérida conducía la custodia, yendo al frente del palio una multitud de niños y niñas ricamente vestidos, los cuales simbolizaban diversos pasajes del Nuevo Testamento. Muchos de estos iban en carrozas ricamente adornadas… con alhajas de diamantes, esmeraldas y perlas de un valor extraordinario. Se paseaban adelante varias figuras de animales, danzas y matachines, figurando estos a los demonios y a los herejes que huyen tristes y medrosos de la existencia de Jesucristo en la Eucaristía, manifestando su ceguedad las máscaras que cubrían sus caras”.
Era singularmente nutrida la participación indígena en las fiestas de Corpus. Este fenómeno se debía a que, tiempos atrás, cuando regentaba la diócesis de Santafé el obispo fray Cristóbal de Torres, se produjo, gracias a su providencia, una innovación ciertamente extraordinaria en la vida religiosa de esta capital: los aborígenes muiscas fueron declarados dignos de recibir la sagrada especie, a la cual hasta entonces no habían tenido acceso pues se consideraba que, aunque convertidos a la fe cristiana, bautizados, y por ende admitidos en el cuerpo místico de la Iglesia, no habían alcanzado todavía la capacidad para llegar hasta la eucaristía y tomarla como los cristianos blancos. Fue entonces el ilustre fundador del Colegio del Rosario quien les reconoció auténtica mayoría de edad como ovejas de Cristo, por lo cual, en prueba de reconocimiento y gratitud por esta valiosa merced, los indígenas siguieron participando con entusiasmo y fervor inusitados en la celebración eucarística por excelencia. Este alborozo se expresaba en las danzas que ya vimos atrás o en el llamado “paraíso” que los aborígenes montaban en torno al “Mono de la Pila” en la Plaza Mayor. Dicho “paraíso” se formaba básicamente de plantas, animales y artesanías de diversa índole que los indios llevaban para tal efecto.
En el lenguaje bogotano se decía que alguien “estaba vestido de Corpus” cuando su indumentaria era abigarrada y profusa en colores chillones, así como en baratijas, abalorios y colgajos, todo lo cual formaba un agudo contraste con los tonos grises, azules, negros y en general severos y opacos que caracterizaron la vestimenta de la ciudad desde entonces hasta bien entrada la segunda mitad de nuestro siglo xx. Decir que alguien andaba vestido de Corpus tenía un fuerte sentido peyorativo, por ser esos atavíos, policromos y escandalosos, propios de los indios que acudían en masa a la mencionada fiesta y que hacían notorio su regocijo, no sólo con sus bailes y su “paraíso”, sino igualmente con los agudos colores de sus trajes y con la abundancia de toda suerte de adornos corporales.
Los indígenas ataviados en esa forma servían a manera de marco para la tradicional “tarasca” de origen español, una serpiente gigantesca accionada mecánicamente que constituía la gran diversión de los chiquillos en la fiesta de Corpus, pues gracias a los ingeniosos mecanismos de que estaba provista, se movía en todas direcciones, amenazaba con morder a las gentes e inclusive causaba estropicios a diestra y siniestra. Oigamos para tal efecto la descripción que hace de la “tarasca” el cronista Guillermo Hernández de Alba:
“Su enorme caparazón verde, su larguísimo rabo, que hacía las delicias de la chiquillería; sus grandes mandíbulas batientes manejadas con ingenio por la inquieta máquina que dentro la animaba y que amenazaba devorarse todo. Veinte chicos, lo menos, ponían en movimiento aquel monstruo, sobre cuyo gran espinazo graciosa indiecita hacía de guía empuñando unas riendas, que mal haya si la obedecían. Todo dependía de la voluntad de los traviesos chicos sobre cuyos pies se movía el animal.
”Con tales pies corría la tarasca de una parte a otra de la plaza atropellando a cuantos encontraba adelante, y lo hacía con mucha gracia cuando veía canastos de manzanas, porque luego se dirigía al montón de gente en donde estaban, y corriendo todos con la bulla ¡ahí viene la tarasca! Todo se volvía mecha: la tarasca se metía por medio, volteando a unos pisando a otros y derramando los canastos de manzanas, que eran la mente de sus pies, y al pasar por encima se detenía como para tomar resuello, y no era sino para que los tarasqueros o tarascones recogieran las manzanas. Mientras tanto —lo cuenta quien lo vio: cronista de La Bodoquera del año 44— ?algunos de ellos meneaban las quijadas del animal, como que mascaban, para entretener a la gente mientras ellos mascaban de veras, con lo cual ni las dueñas de las manzanas se acordaban del daño”.
Era también motivo de fuerte atracción para el pueblo bogotano la “ballena”, otro monstruo mecánico que fabricaban para la fiesta del Corpus, con movimientos más pausados y lentos que los de la “tarasca”. El aspecto más atractivo de la “ballena” era que a intervalos regulares abría las fauces para devorarse al profeta Jonás que era un monigote situado en la mandíbula inferior del cetáceo.
Y para finalizar con la celebración de Corpus, vale anotar que ésta era la grande y solemne oportunidad para sacar a la vista del pueblo, y en manos del arzobispo, la afamada “preciosa”, una custodia más rica y deslumbrante aún que “La lechuga”, puesto que la primera ostentaba más de 3 000 piedras preciosas entre diamantes, esmeraldas, perlas y amatistas, mientras que la segunda apenas tenía 1 725.
Hemos de referirnos asimismo a las fiestas parroquiales conocidas como las “octavas” que tenían lugar en cada uno de los barrios de la ciudad. Se asemejaban a las festividades de Corpus, aunque en una escala reducida. Había también juegos pirotécnicos desde la víspera, arcos florales en las calles y profusos adornos en puertas, balcones y ventanas, altares en las cuatro esquinas de cada plazuela del barrio y “paraísos” en el centro de las mismas. Se organizaban desfiles musicales, se bailaba la contradanza y también un baile muy vistoso llamado “La trenza”, pues se ejecutaba alrededor de una viga de cuyo extremo pendían cintas de diversos colores. Cada uno de los danzantes asía por el otro extremo una cinta y así entre todos iban tejiendo una bonita cinta sobre el palo. En la noche se iniciaban las fiestas o “parrandas” en las casas lo mismo que en las chicherías. En los días siguientes las fiestas se remataban con las inevitables corridas de toros.
Las “octavas” se costeaban en parte por cuenta del Cabildo y principalmente del peculio personal del alcalde de la parroquia. El brillo de las fiestas variaba según la mayor o menor largueza de los alcaldes a quienes tocaba costearlas. Por ejemplo, el cronista Caballero se refiere a unas de Corpus en los tiempos de la Patria Boba, las cuales estuvieron deslucidas por la extrema tacañería del alcalde Andrés Otero, “que tenía en su casa un armario con doscientos mil pesos en onzas de oro por gusto, sin haberlos menester”. Más adelante cuenta Caballero cómo otro alcalde, don Antonio Leiva, dio a la ciudadanía un desagravio muy satisfactorio en la “octava” celebrada en el mismo año de 1811 en el barrio de La Catedral, en la que hubo muchas y muy vistosas comparsas de disfraces que se disputaban un premio consistente en una onza de oro.
En relación con la Semana Santa, ésta, por su misma naturaleza, no era una fiesta de regocijo popular. Empero, en ciertos aspectos asumía ese carácter. Para los comerciantes era una de las más brillantes oportunidades del año para incrementar sus ventas, ya que hombres y mujeres aprovechaban esos días para lucir indumentaria nueva y de la mejor calidad posible. Igualmente, los abundantes oficios religiosos que en esa oportunidad se celebraban eran ocasión apetecida por los galanes para tener más frecuentes accesos a sus damas. Es notable la descripción que de la Semana Santa bogotana de 1823 dejó el viajero norteamericano, coronel William Duane. Veámosla:
“En cuaresma, comenzando con el Miércoles de Ceniza, la ciudad asume un aspecto sombrío… el Domingo de Ramos [en cambio] fue un día lleno de júbilo. El lunes siguiente se caracterizó por una procesión que partió de la iglesia más septentrional de la ciudad, o sea el priorato de los Agustinos, y la cual fue visitando sucesivamente todos los demás templos en su tránsito hacia la Catedral… No obstante, el día más solemne era el Viernes Santo… [En este día] la mañana se dedicó a las visitas practicadas por un conjunto de imágenes a las de otros templos. A eso de las tres de la tarde comenzó a afluir hacia la Catedral una procesión general que partió de todas las demás iglesias. Una guardia militar abría la marcha, y tras ella seguían, en orden sucesivo, alrededor de cincuenta mesones conduciendo otras tantas estatuas de santos.
”Las órdenes religiosas, de sobrepelliz y estola, iban acompañando las figuras emblemáticas de sus establecimientos. Figuraban también en el cortejo las autoridades civiles… Después… surgieron diversas imágenes que simbolizaban escenas de la Pasión. [Luego venían] algunos frailes dominicos y penitentes trajeados de negro, a excepción de dos monjes muy robustos, desnudos hasta la cintura, quienes empuñaban disciplinas de nueve ramales, con las que de cuando en cuando se azotaban ligeramente los hombros. Se me aseguró que las disciplinas eran remojadas previamente en minio licuado… el cortejo lo cerraba un destacamento de la infantería regular… su excelente banda de instrumentos musicales ejecutaba La Marsellesa con airoso estilo. [Los santos] eran transportados por hombres vestidos con traje monjil de color gris, casi todos enmascarados… No pude entrar en la Catedral debido a la gran congestión de público… Los ritos correspondientes se habían iniciado en el interior del templo durante la noche anterior, y las ceremonias en su conjunto continuaban todavía realizándose cuando eran ya las cuatro de la tarde…”.
Otra costumbre que era observada con la más estricta puntualidad era la de visitar monumentos en los días de Pasión. Para tal efecto, hombres y mujeres iban ataviados de luto. Sobre la costumbre ya descrita por Duane de visitarse unos santos a otros en las iglesias, el coronel inglés John Hamilton dijo con algo de humor, a propósito de la Semana Santa bogotana, que “los santos de las diferentes iglesias son muy sociables y se visitan entre sí”. Por su parte, el francés Le Moyne describe una tradición de Sábado Santo que divertía y regocijaba en sumo grado a los capitalinos. En el extremo superior de las puertas de todos los templos se colocaban en ese día dos monigotes grotescos que representaban a Judas Iscariote y a Satanás, los cuales estaban rellenos de paja y diversos elementos pirotécnicos. En el momento en que se entonaba el Gloria in excelsis el populacho se arrojaba con frenesí sobre los monigotes, los derribaba de su sitio, los arrastraba por las calles, los golpeaba, los cubría de toda suerte de vejámenes y escarnios y finalmente les prendía fuego, lo que daba lugar a un espectáculo vistoso por estar los muñecos, como ya quedó dicho, rellenos con fuegos de artificio17.
El Domingo de Pascua desplazaban de la Catedral hacia La Veracruz las imágenes de María Santísima, san Juan y la Magdalena a fin de que acompañaran y honraran al Resucitado. Lo malo es que a veces ocurría lo que narra Cordovez Moure: “Apenas veían los cargueros el paso del Salvador, echaban a correr, inclinándose para imprimir a las imágenes movimientos que semejaran saludos o venias. En alguna ocasión tropezaron los que conducían a La Magdalena y, como dicen en Mompox, cayeron con todo y santo”.
Los observadores foráneos expresaron su inquietud por el efecto que esta abrumadora profusión de fiestas religiosas hacía sentir sobre el ritmo normal del trabajo productivo de los bogotanos. Duane, en 1823 escribía:
“Si las festividades religiosas llegaran a celebrarse tan estrictamente como lo quisieran la mayoría de las órdenes monásticas regulares y algunos de los clérigos seculares, obstaculizarían gravemente la prosperidad de este país… pues la característica general o predominante de tales festividades, después de las ceremonias u oficios religiosos, consiste en dedicar el tiempo restante al ocio”. Tan válidas eran las observaciones del norteamericano que el Congreso de Cúcuta se mostró preocupado por las excesivas jornadas de ocio que generaban las innumerables festividades. Consecuencia de dicha preocupación consistió en que el Congreso concentró la celebración de todas las festividades patrias a continuación de la Navidad, en unas llamadas fiestas nacionales, que durante algunos años de la Gran Colombia efectivamente se cumplieron, para volver luego a la situación de siempre.
LA IGLESIA Y EL RADICALISMO
Los episodios de mayor importancia que llevaron las relaciones entre la Iglesia y el Estado a puntos críticos durante el siglo xix se pueden sintetizar en la siguiente forma: en primer término vale destacar que pocos años después de la Independencia, el general Santander ratificó el tradicional patronato español que en muchos aspectos supeditaba la Iglesia al poder del Estado. Este sistema subsistió hasta 1853, cuando finalmente se decretó la separación entre las dos potestades.
También conviene recordar que la presencia de las teorías utilitaristas de Jeremías Bentham en la educación superior colombiana sufrió varios altibajos. En 1842, los conservadores orientados por Mariano Ospina Rodríguez y José Eusebio Caro reimplantaron todas las pautas católicas en la enseñanza universitaria, entregaron la supervisión de las escuelas primarias a los párrocos y trajeron al país a la Compañía de Jesús a fin de que les sirviera de vigoroso apoyo en este trascendental viraje. Posteriormente los liberales decretaron en 1853 la separación de la Iglesia y el Estado, el matrimonio civil, el divorcio y los entierros laicos. Pero sin duda alguna el mayor avance que registra la historia de Colombia a favor del sector laico dentro de este movimiento pendular fueron las audaces reformas que emprendió el general Tomás Cipriano de Mosquera en 1861 luego de su contundente victoria en la guerra civil que culminó con el derrocamiento del presidente Mariano Ospina Rodríguez. Como bien lo sabemos, estas reformas fueron la desamortización de bienes de manos muertas, en virtud de la cual las fortunas eclesiásticas en materia de propiedad raíz pasaron al Estado; la ley de extinción e inspección de cultos, que obligaba a los eclesiásticos a jurar obediencia al gobierno para poder ejercer su ministerio, y, finalmente, la ley de extinción y exclaustración de comunidades religiosas.
Los religiosos de Bogotá se negaron a prestar el juramento de obediencia a la nueva Constitución y leyes de la república que le exigió en 1863 la Convención de Rionegro a todo el clero del país. Dicho juramento era el requisito indispensable que el nuevo régimen reclamaba a los pastores de la Iglesia para continuar ejerciendo su ministerio sacerdotal. Confiando ciegamente en su poder omnímodo, los sacerdotes bogotanos cerraron a mediados de junio de 1863 los templos y se negaron a oficiar cualquier ceremonia religiosa18. En cuanto el presidente conoció la actitud desafiante del clero, dictó un decreto por el cual se les suspendió a los sacerdotes y miembros de comunidades religiosas el pago de la llamada “renta viajera”, una especie de subsidio que el gobierno había reconocido a las comunidades religiosas como compensación por la pérdida de las propiedades eclesiásticas que implicó la desamortización19.
El Cabildo metropolitano, que a la sazón se encontraba acéfalo por hallarse el arzobispo Herrán preso en Cartagena, se dividió en lo que hoy llamaríamos una línea dura y otra blanda respecto a las medidas oficiales. La segunda emitió el 7 de agosto una pastoral en la que se exhortaba a los ministros del culto para que prestaran el juramento requerido por el gobierno.
Algunos eclesiásticos obedecieron pero otros, los más recalcitrantes, se obstinaron en la negativa, por lo cual Mosquera ordenó a la policía de Bogotá arrestar a los clérigos que transitaran por la calle vistiendo hábitos sin poder comprobar que hubieran prestado el juramento20.
Finalmente, luego de casi cuatro meses, la huelga sacerdotal hubo de levantarse. Sin embargo, los curas más fanáticos siguieron ingeniándose formas diversas de retaliación contra las medidas oficiales. A este respecto informaba El Nacional del 18 de octubre de 1866:
“Antonio Caballero está muriéndose, y el cura de San Victorino se ha denegado a confesarlo porque remató una casita de manos muertas. Caballero se ha quejado al Arzobispo contra dicho cura y contra otros clérigos que igualmente se han denegado a confesarlo; y la orden del prelado al cura de San Victorino fue que no confiese a Caballero mientras éste no devuelva al clero la casa que remató”.
En 1867 se fundó la Universidad Nacional en cuyos claustros fue plenamente restablecida la enseñanza de las doctrinas de Bentham.
En 1870 tuvo lugar una reforma pedagógica y universitaria inspirada en un criterio sano desde el punto de vista de la lucha contra la influencia eclesiástica. Estos reformadores consideraron que las medidas draconianas de Mosquera podían traer, en caso de persistirse tozudamente en ellas, la consecuencia de una vigorosa radicalización del clero que para tal efecto podía contar con los arraigados sentimientos religiosos de la mayor parte del pueblo colombiano. De acuerdo con este concepto medular, los radicales del 70 decidieron cambiar imposición por persuasión sustrayendo a la juventud estudiosa desde la niñez a la influencia eclesiástica mediante la aplicación en la escuela primaria de modernas pautas positivistas de educación. El credo de los radicales se basaba en esencia en el postulado del francés Gambetta: “Sustituir la iglesia por la escuela y el cura por el maestro”. Fieles a este pensamiento, los radicales impulsaron el método pedagógico llamado pestalozziano u objetivo que no se fundaba en la enseñanza de memoria y por fe, sino en la observación y el conocimiento experimentales. También se aplicó la doctrina de Destutt de Tracy sobre el origen sensorial de los conocimientos, opuesta a la teoría católica según la cual éstos son colocados por Dios en las almas de los hombres. Una de las consignas fundamentales del radicalismo era “evitar que las escuelas se conviertan en apéndices del púlpito”. Se prohibió la enseñanza de la doctrina católica en las escuelas dejando, por supuesto, esta función a los padres de familia.
Es paradójico pero evidente el hecho de que el método objetivo no suscitó mayor resistencia por parte de los conservadores. En cambio la prohibición de la entrada de sacerdotes a las escuelas sí provocó una resistencia hasta tal punto violenta que fue una de las causas determinantes de la guerra civil de 1876, azuzada principalmente por los recalcitrantes obispos de Pasto, Popayán y Santafé de Antioquia y por las directrices emitidas desde Medellín por los jerarcas conservadores de Antioquia y desde Bogotá por don Miguel Antonio Caro.
Desde luego, la situación colombiana no era insular. Por el contrario, era el reflejo de un vasto movimiento internacional de reivindicación católica. Despojada en Italia la Iglesia de su soberanía temporal, se lanzó a compensar esta pérdida con una impetuosa cruzada de “catolización” universal mediante un proceso encaminado a radicalizar a sus fieles del mundo entero y a oponer fuertes barreras contra la contaminación de ideas heterodoxas. En 1864, el aguerrido pontífice Pío IX promulgó su encíclica Quanta Cura y a continuación el famoso Syllabus. Consistía este último documento en un vasto repertorio de postulados en los que se condenaban los llamados “errores modernos”, uno de los cuales era, claro está, el racionalismo. El Vaticano se dedicó acuciosamente a estrechar sus vínculos con las iglesias nacionales y a respaldarlas por todos los medios en sus luchas antiliberales. Esta reactivación animosa y beligerante de la Iglesia fue calificada por el jefe liberal Salvador Camacho Roldán como “el intento del Papado de recuperar en lo espiritual lo que había perdido en lo temporal”.
Mucho importa destacar cuál fue la posición del arzobispo de Bogotá, monseñor Vicente Arbeláez en este conflicto. A diferencia de los prelados y curas arriscados y beligerantes de las provincias, Arbeláez era un espíritu sereno y conciliador que comprendió en todo momento que las suaves presiones y la negociación eran medios mucho más propicios para convivir con el Estado laico de los radicales que la acción intrépida de los eclesiásticos de extrema. En otras palabras, Arbeláez era un pastor benigno y amigo de transar, rodeado de carlistas energúmenos. De ahí los infundios que sobre su persona y conducta privada hicieron llegar sus malquerientes hasta Roma, los cuales alcanzaron el extremo de afirmar que monseñor Arbeláez era un dipsómano impenitente cuya bebida predilecta era la chicha.
El ánimo negociador del arzobispo Arbeláez junto a la ambigüedad doctrinaria liberal, surtieron efectos positivos para su causa. El más importante consistió en que finalmente las autoridades aceptaron que las escuelas fijaran horarios especiales para que los sacerdotes, debidamente requeridos por los padres de familia, ingresaran a ellas para dictar lecciones de doctrina católica.
Otras batallas más silenciosas se libraban con los párrocos de los barrios capitalinos. El régimen matrimonial, los bautismos y los entierros no eran sólo actos para consagrar los hitos de la vida individual, sino que eran también la forma de obtener noticia estadística del estado de la población urbana. Cualquier política de reorganización de la ciudad tenía que contar con un sistema de registro civil y de conteo de los ciudadanos y, según los gobernantes radicales, los cambios administrativos para hacer de Bogotá un Distrito Capital debían crear un cuerpo de funcionarios laicos, notarios, ante los cuales acudieran los creyentes antes de asistir a la iglesia. Pero ante el fracaso del cumplimiento de este requisito por los fieles —pues ni siquiera haciéndolo gratuito iban a registrarse— se trató de obligar a los párrocos a que pasaran sus libros de registro al gobierno, e incluso se llegó a imprimir cuadernos formateados y a distribuírselos en Bogotá y localidades aledañas, y se creó un visitador fiscal para revisar periódicamente las parroquias, con un resultado desolador: sólo se hallaron páginas y páginas borroneadas o en blanco21.
Desde luego, mal podríamos dejar de anotar las debilidades e incoherencias de numerosos radicales en su posición anticatólica. Se sabe de algunos de los que aprobaron el matrimonio civil y el divorcio en el Congreso de 1853, que defendían ardorosamente estas reformas en público para llegar en seguida al recinto del hogar a prohibir severamente a sus hijas hacer caso de pretendientes “a la nueva moda” que aspiraban a uniones distintas de la católica. Por otra parte, bien vale evocar el escándalo farisaico que, años después, muchos de los jerarcas radicales armaron en torno al matrimonio civil del doctor Rafael Núñez con doña Soledad Román. Por todos los medios posibles, sin excluir los pasquines esquineros, los “descreídos”, “agnósticos” y “librepensadores” radicales motejaron al presidente Núñez de “bígamo” y a doña Soledad de “barragana”. Igualmente es bien sabido que no fueron pocos los caudillos radicales que al percibir la proximidad de la guadaña inexorable, solicitaron con afán la presencia del confesor que los pondría en paz con el Altísimo y les franquearía el ingreso a la bienaventuranza. “Para godos los liberales de Rionegro”, empezó a decirse jocosamente desde entonces.
Los logros conciliadores del arzobispo Arbeláez, si bien fueron positivos en algunos aspectos, no alcanzaron su objetivo supremo de desarmar totalmente los espíritus. La feroz pugnacidad a que se había llegado era incontrolable, y fue así como no tardó en estallar la cruenta guerra civil de 1876, que se prolongó hasta el año siguiente con la victoria del gobierno en los campos de Garrapata, Los Chancos y La Donjuana. Lo malo para los radicales más “duros” fue ver cómo el héroe de esta guerra, el gran vencedor, resultó ser el general Julián Trujillo, quien de los campos de batalla salió directamente hacia la Presidencia de la Unión en 1878. Trujillo era un liberal independiente, próximo a Núñez e incluso a los conservadores. Su gobierno, que antecedió al primero de Núñez, puede considerarse como la primera antesala de la Regeneración.
LA IGLESIA DURANTE LA REGENERACIóN
Sin duda alguna uno de los grandes vuelcos sociales que trajo consigo la Regeneración fue el de la nueva actitud del Estado colombiano hacia la Iglesia católica, aunque, en términos generales, los últimos gobiernos del radicalismo ya venían debilitando las pautas establecidas con el clero por el general Mosquera a partir de sus decretos de tuición y desamortización. La Iglesia, por su parte, no había arriado sus banderas y en diversos frentes seguía trabajando y preparándose para la batalla final.
En 1884 falleció en Bogotá el arzobispo Vicente Arbeláez, de quien, ya con la debida perspectiva histórica, puede afirmarse que fue un prelado de transición. Una de las medidas que tomó el jerarca fue la del nombramiento en 1871 del joven sacerdote Bernardo Herrera Restrepo como rector del Seminario de Bogotá. Sin duda alguna, en dicha designación el arzobispo demostró una extraordinaria clarividencia. Herrera Restrepo, que acababa de llegar de Roma, donde había coronado con éxito notable sus estudios, fue posteriormente la figura central de la Iglesia colombiana durante la casi totalidad de la hegemonía conservadora. En su largo arzobispado, que se prolongó de 1895 a 1928, año de su muerte, Herrera ejercería un poder imperial no sólo sobre su arquidiócesis sino sobre todos los mecanismos políticos de la época, hasta el punto de elegir “a dedo” y sin apelación posible a cuatro presidentes de la república, cuya designación por la soberana voluntad de este sumo pontífice local era simplemente legalizada y refrendada en las urnas. Los agraciados por la inapelable voluntad de monseñor Herrera serían los presidentes José Vicente Concha en 1914, Marco Fidel Suárez en 1918, Pedro Nel Ospina en 1922 y Miguel Abadía Méndez en 1926. Esta breve reseña basta para demostrar el notable acierto de monseñor Arbeláez al poner en manos de quien sería el todopoderoso jerarca del futuro la formación de los nuevos sacerdotes que, a su vez, darían la gran batalla de la Regeneración.
El nuevo rector emprendió radicales reformas inspiradas esencialmente en el seminario francés de los Sulpicianos y basadas en la osamenta doctrinaria de los ejercicios espirituales de san Ignacio de Loyola. La idea medular era la formación de sacerdotes profundamente versados en filosofía tomista y grandes conocedores del latín. En otras palabras, el propósito era la creación de una vanguardia aguerrida y militante contra el liberalismo ateo y masón. ?No debemos olvidar que la batalla que estaba librando en la lejana Bogotá el joven rector del seminario no era un fenómeno aislado sino, por el contrario, un eco firme de la gran cruzada que contra el liberalismo adelantaba a escala mundial el papa Pío IX . El padre Herrera Restrepo regentó el seminario conforme con estas severas pautas hasta 1883, de tal suerte que tuvo holgada oportunidad de sentar las bases para la sólida estructuración de una milicia sacerdotal disciplinada y capaz de dar con éxito la batalla por la restauración del imperio católico en Colombia.
En 1882 llegó a Bogotá el delegado apostólico, monseñor Juan Bautista Agnozzi. Parte de la misión que traía a Colombia el enviado papal era despejar las dudas que se habían creado sobre la ortodoxia de monseñor Vicente Arbeláez y sobre su conducta privada. Poco tiempo bastó a monseñor Agnozzi para convencerse de que todas las especies que circulaban y habían llegado hasta Roma sobre el prelado antioqueño no eran cosa distinta de infundios perversos. En consecuencia, el delegado apostólico se convirtió en el gran defensor de monseñor Arbeláez, trabajó de común acuerdo con él y gradualmente fue tomando las riendas del gobierno eclesiástico en vista de que las dolencias del arzobispo progresaban de manera inexorable. En 1883, Agnozzi dio un paso de gran importancia al integrar la terna de canónigos de la catedral con los nombres de tres sacerdotes jóvenes de gran calado y preparación a toda prueba. Ellos eran Joaquín Pardo Vergara, Francisco Javier Zaldúa y el rector del seminario Bernardo Herrera Restrepo. Todos eran representantes de un “nuevo clero”, destacado ya no por sus méritos acumulados en largos años de práctica parroquial, sino por su formación “moderna” supervisada directamente por la Santa Sede. Otra labor, correlato de la anterior fue la unificación del clero bajo rígidos conceptos de obediencia en torno a la autoridad arzobispal, refrenando bastante la ya larga tradición de clérigos sueltos, ignorantes e indisciplinados.
Un aspecto que llamó poderosamente la atención de monseñor Agnozzi consistió en que Bogotá, ya con 80 000 habitantes, conservaba la misma distribución parroquial del año 1600. Era, pues, urgente la creación de nuevas parroquias con el obvio propósito de que la Iglesia pudiera ejercer su función pastoral de una manera más minuciosa y eficaz sobre la feligresía. El primer paso hacia la creación de nuevas parroquias consistió en la segregación, en diciembre de 1882, de Las Aguas y Egipto de la jurisdicción de La Catedral. Desde entonces Bogotá empezó a contar con seis parroquias. Se iniciaron nuevos templos, pero también proliferaron las cofradías, las congregaciones y las asociaciones parroquiales. En 1881, por ejemplo, se colocó la primera piedra del templo de Los Mártires en la plaza de su nombre. Pero indudablemente el acontecimiento de mayor resonancia en este campo fue la construcción del templo de Nuestra Señora de Lourdes, en el arrabal de Chapinero.
Los dogmas de la inmaculada concepción y de la infalibilidad papal, como emblemas de la lucha antiliberal de Pío IX circulaban por todo el orbe católico. En 1872 llegó a Bogotá el libro de Henri Laserre, Nuestra Señora de Lourdes, que fue rápidamente traducido y difundido por el poeta José Joaquín Ortiz en su periódico La Caridad. Simultáneamente se iniciaron los preparativos para la transformación de la capillita del caserío de Chapinero en gran centro mariano de peregrinación nacional, en medio de los crecientes conatos de guerra contra los maestros “protestantes y masones”. En 1875, mediante una torrentosa procesión de fieles presidida por el arzobispo Arbeláez, se colocó la primera piedra del mencionado templo, y se consagró la capital a Nuestra Señora. En 1880 Arbeláez otorgó indulgencias plenarias a aquellos que acudieran a la Virgen, pues “su reciente aparición es una obra de su misericordia para reanimar la fe en este siglo de impiedad”. Con tal intento se quería sustituir la ancestral costumbre de los bogotanos de acudir fervorosamente a los antiguos santuarios asentados sobre los lugares sagrados de los indígenas (Monserrate, Guadalupe, La Peña, Bojacá, Chiquinquirá). La iglesia de Lourdes en Chapinero se inauguró en 1892, pero el proyecto de monseñor Arbeláez falló: Chapinero sería absorbido por la ciudad, pero su templo no pudo convertirse en foco de romerías y fue sólo un gran templo parroquial.
El delegado apostólico Agnozzi no se daba tregua por su parte en la impetuosa ofensiva de restauración católica. Su interés fundamental era la promoción de toda clase de actos masivos que mantuvieran encendido el entusiasmo de los fieles hacia su religión y su repudio por los “masones”, “ateos” y “protestantes”. Con estos apelativos deprimentes eran señalados todos aquellos que se negaban a asistir a los diversos actos religiosos que se programaban y a quienes rehusaban descubrirse ante la presencia del Santísimo Sacramento. Por otro lado, en 1881 el gobierno que presidía el doctor Rafael Núñez levantó la prohibición que estaba vigente desde la guerra civil de 1876 de efectuar procesiones en las vías públicas, con lo que la Iglesia se lanzó de lleno a demostrar con hechos, masivamente, en las calles, que la religión católica “es la de toda la nación”.
A veces la pugna entre liberales exaltados y católicos tocaba extremos en cierta forma pintorescos. El Viernes Santo de 1882 la Sociedad de Salud Pública, agrupación de liberales recalcitrantes, ordenó que todos sus afiliados concurrieran a la procesión programada para ese día con la única finalidad de estar presentes en ella sin quitarse los sombreros. Enterados los organizadores del acto de la irreverencia colectiva que preparaban los liberales, optaron por disponer que no saliera la procesión, pero denunciaron ante 8 000 fieles católicos indignados, quiénes eran los causantes de tal decisión22. Por su parte, los liberales también se preocupaban por realizar actos multitudinarios, remedos laicos del culto religioso, como aquel que organizó Juan de Dios Uribe en 1884 para que los empleados y estudiantes liberales concurriesen en ?peregrinación, precedidos de los secretarios de Estado, el rector de la universidad y la banda militar en pleno, a la tumba del ilustre caudillo radical y elocuente orador José María Rojas Garrido. El fracaso de estos reformadores de las “mentes ignorantes” quedó marcado por el silencio popular que invadió las calles por donde pasó el desfile, y el proyecto de religión civil no pasó a mayores.
La Iglesia, triunfante con la Regeneración, quiso reorganizar y darle un carácter diferente a la solemne y tradicional fiesta del Corpus Christi imprimiéndole mayor solemnidad y depurándola de tradiciones folclóricas y pintorescas. También se propusieron ?—y lo lograron— que las autoridades civiles y militares, encabezadas por el presidente de la república, se hicieran presentes bajo palio sin excepción alguna en el imponente desfile de Corpus.
En 1887, a lo largo del trayecto de la procesión, se irguieron pedestales y altares, cada uno de los cuales estuvo a cargo de un gremio, grupo social u organización castrense; igualmente se les encargó la confección de carrozas con imágenes vivas inspiradas en cuadros bíblicos. El escenario representaba los pedestales que debían soportar el edificio social, o defenderlo, según fuera el caso, pues se nos escapa el tipo de espejos que quería usar la Iglesia para consagrar la Regeneración:
“ALTARES.
”1) Esquina de la Catedral, a cargo de los gremios de constructores, arquitectos, albañiles, alfareros y canteros.
”2) Esquina de la casa de don Juan Antonio Pardo… a cargo de los gremios de carpinteros, ebanistas y tapiceros.
”3) Esquina del Correo… a cargo de los plateros, relojeros, armeros, hojalateros y herreros.
”4) En la Plaza de Bolívar… a cargo de los sastres, encuadernadores, zapateros y talabarteros”.
A más de los altares, se colocaban “bosques”, así:
- A cargo de los dentistas en la bocacalle que formaba la de la Rosa Blanca.
- Expendedores de granos, bocacalle de la Calle de Saunier.
- A cargo de los fotógrafos y notarios, esquina de la Fotografía de Racines.
- A cargo de los batallones Cauca n.o 25 y Valency n.o 11, al frente del anterior.
- Los Colegios del Rosario, Académico, de Ruperto S. Gómez y Escuela de Medicina, esquina del Colegio del Rosario.
- Bocacalle noreste del Banco de Colombia, tapando la calle que conduce a la nueva de Florián, a cargo de los enfardeladores.
- Esquina de la casa del Sr. Nicolás Casas, a cargo de los tipógrafos.
- Bocacalle formada por la casa del Banco de Bogotá y la Oficina de Telégrafo, a cargo de los Batallones 3.o de Boyacá y 2.o de Rifles.
- Esquina de D. Mariano Tanco, a cargo de los floristas.
- Frente al anterior, a cargo de las agencias de carruajes.
Los comentarios terminan anotando que “se han excusado no pocas familias acomodadas, pretextando inconvenientes poco satisfactorios; en cambio el gremio de los artesanos, compuesto de hombres laboriosos pero de poco capital, ha aceptado gustoso las diferentes comisiones para que han sido nombrados”.
El Corpus del año de 1893 fue personalmente organizado por el ilustrísimo señor arzobispo Herrera Restrepo. Pero ese año los “carros-cuadros” fueron encargados a comisiones de señoras; sería impertinente transcribirlas aquí, pero remitimos al lector al periódico El Orden, del 13 de junio de 1893, si quiere averiguar cómo estaban emparentadas las familias y los costureros de las altas damas bogotanas de fin de siglo.
Por otra parte, es sumamente interesante ver cómo empezó a cambiar la distribución de los símbolos y de los grupos a su cargo. En este año los cuatro altares estuvieron no a cargo de los artesanos sino de Luis G. Rivas, gerente del Banco Internacional; de la Comunidad de San Francisco; del Banco de Bogotá, y del Banco de Colombia. Tampoco se hicieron “bosques”, sino que se repartieron los adornos de las bocacalles entre los “señores dueños de farmacias y droguerías”, “introductores de licores”, “señores abogados”, “señores médicos”, “colegios”, “señores dentistas”, “Banco Nacional” y “varios comerciantes”. A los artesanos les tocó ese año “el adorno del piso de las calles”23. A los “señores peluqueros, el atrio de la Catedral; las cuatro calles reales a señores comerciantes, relojeros, joyeros y talabarteros”. Otras calles a los magistrados, jueces y prefectos de policía, a los carpinteros, sastres, herreros y hojalateros, fabricantes de calzado, impresores, libreros, encuadernadores y tipógrafos. La Policía Nacional se encargó del alumbrado de la Plaza de Bolívar. “La procesión recorrió las cuatro cuadras de Florián y… llegó a las dos y media al atrio de la Catedral, donde el Sr. Arzobispo dio su bendición al Ejército… y al Pueblo”.
De la procesión de Corpus de 1895 tenemos recuerdos un tanto más amargos: “La época pedía un desagravio al cielo y una acción de gracias. Había pasado el temor de que aquella adoración no hubiera podido rendirse por la prolongación de la guerra. En caso de haber triunfado la rebelión, su violencia impía y brutal intolerancia habría —como en tiempo no lejano— impedido todo culto, torturado las conciencias religiosas y perseguido el sacerdocio…”24.
Este año de guerra los altares estuvieron en manos del clero: el Capítulo Metropolitano, la Orden Salesiana, el Seminario Conciliar y los reverendos padres de la Compañía de Jesús, quienes encargaron la gratitud de toda Bogotá ante el Señor de los ejércitos, por “haber devuelto en breve tiempo la paz a la sociedad civil y amparado la libertad de la Iglesia”. Bueno, de casi toda Bogotá, porque “el gremio de los artesanos a quien se encomendó embellecer un pedazo del pavimento de la calle de Florián, operación fácil y de poco costo, no pudo o no quiso corresponder al encargo; y más fue de notarse aquello por la circunstancia de ser ese gremio uno de los que más beneficios reportaban en las grandes festividades, porque en esos días es cuando los bogotanos acostumbran a vestirse de gala… si por lo menos, como lo imponían las más triviales leyes de civilidad, hubieran avisado a la comisión que no iban a cumplir el encargo…”25. Como la prensa, sometida a censura, no nos cuenta la razón de la mala educación de los artesanos, sospechamos que debemos remitir de nuevo al paciente lector al lugar donde se cuentan los acontecimientos del motín de 1893, para no hacer a los menestrales sospechosos de simpatías con la fallida revolución liberal de 1895. O también, es posible, que los artesanos ya estuvieran cansándose de que sólo les encargaran el adorno del piso de las calles.
Y para terminar esta procesión, larga como buen Corpus que se respete, tenemos el programa de la fiesta de junio de 1897, anuncio del nuevo siglo en los usos sagrados: los cuatro altares estuvieron de nuevo a cargo del clero, empezando por el arzobispo y luego, ya no el Capítulo Metropolitano sino las órdenes religiosas, franciscanos, candelarios, dominicos y jesuitas, comunidades que en virtud de los privilegios otorgados por el Concordato vinieron a establecerse de nuevo en gran número en la ciudad. Se hicieron cargo de escuelas y colegios, talleres de artes y oficios e institutos de artesanos, casas de ejercicios espirituales, hospitales y asilos, beneficencia y caridad pública, desplazando a la propia jerarquía eclesiástica en todas aquellas funciones sociales que, con mucho, el Estado estaba lejos de poder satisfacer.
En el año de 1897 se eliminaron definitivamente los carros alegóricos y sólo se organizó el adorno de las esquinas y de las calles por donde pasaba la procesión. Y los nuevos personajes de la ciudad fueron los encargados de los mismos: compañías anónimas e industriales, bancos, sociedades comerciales y clubes sociales; Stern & Frankel, Flórez & Uscátegui, Club Alemán y Gun Club, Botella de Oro y El Genil, Maldonado Hermanos, Compañía de Seguros, Camacho Roldán & Tamayo, Kopp & Cía., Miguel Samper e Hijos, Pedro A. López y directores de los Ferrocarriles del Norte y del Sur, por mencionar algunos de los nombres más sonados26.
El país del Sagrado Corazón de Jesús
Con los sucesos ya descritos tal vez baste para dibujar las huellas que dejó en Bogotá el encuentro entre Iglesia y Regeneración. Nos resta tan sólo el ite misa est para poder irnos en paz. Como colofón de todo el movimiento de recatolización de la sociedad, que dijo su última palabra en la Constitución de 1886 al proclamar la religión católica como “elemento esencial del orden social”, se soñó con cimentar en un símbolo sagrado una unidad nacional que estaba muy lejos de existir en la práctica. Pero cuando José Joaquín Ortiz propuso al Congreso conservador de 1890 el proyecto de consagrar el país al Sagrado Corazón de Jesús, los congresistas no supieron decidir si el asunto era banal o cursi, o si por el contrario, era trascendental para la soberanía nacional. Por ello lo postergaron hasta 1898.
Sin embargo, ya desde 1890 los obispos estaban promoviendo el mismo tipo de consagración en cada municipio de la república a fin de oponer una sana barrera contra el liberalismo impío que negaba a Dios. Insistían los prelados en que estas consagraciones deberían tener el carácter de desagravio de los colombianos a Jesucristo por las muchas afrentas recibidas de la impiedad liberal y masónica durante los años anteriores a la Regeneración. El primer municipio en todo el país que acató la voluntad de las altas jerarquías eclesiásticas fue Simijaca (Cundinamarca). A continuación siguieron Gramalote (Santander) y La Plata (Tolima). Todos estos acontecimientos tuvieron lugar en 1891. El “país nacional” sobrepujaba de esta manera la poca fe del Congreso.
Finalmente, el 20 de agosto de 1892, se expidió el acuerdo del Concejo Municipal de Bogotá consagrando la ciudad al Corazón de Jesús. Como una de esas ironías de que está llena la historia, se dedicó significativamente a la ceremonia de la consagración el día en que se celebraba el cuarto centenario de la llegada de los españoles al Nuevo Mundo. Coincidió así la exaltación de la tradición hispánica y católica, banderas muy queridas de don Miguel Antonio Caro y su grupo, con la difusión de esa representación divina de dulces ojos azules y doradas barbas arias, para redimir las miserias de estos pobres mestizos, mulatos y zambos y ofrecerles, como en una segunda oportunidad, su entrada al reino de la civilización, la libertad y el orden. Como ya dijimos, la consagración nacional definitiva sólo vino a oficializarse en 1898.
Luego de un profundo minuto de silencio, podemos meditar en esta forma que hallaron Bogotá y Colombia para afirmarse como capital y república y entrar al nuevo siglo. Pareciera que se prefirió construir el Estado nacional al modo de un monumental confesionario, el cual, según palabras de Diógenes Arrieta al justificar la Regeneración, “lavará todas las culpas de nuestra historia, que ha sido hecha de violencia, miseria, rapiña, mezquindad y anarquía”. La Regeneración, al utilizar a la Iglesia católica para consolidar el Estado y la nación, rehusó reforzar un concepto y unas instituciones que definieran civilmente a los ciudadanos ante la ley. No fundó la ciudad ni el país como cualquier otra nación contemporánea, sobre su historia, sus tradiciones y sus fronteras, sino sobre el olvido y sobre la culpa.
Y a manera de conclusión bien vale anotar un episodio que es demostración palmaria de cómo en algunos aspectos fundamentales de la cultura la Regeneración retrotrajo la sociedad colombiana a una mentalidad netamente colonial. El ya citado jefe político y poeta José Joaquín Ortiz organizó el sistema en cadena de “votos nacionales”, organizado para obtener de la Virgen Santísima la protección efectiva contra las amenazas de la fiebre amarilla y la viruela y el azote de la langosta en los campos. El sistema diseñado y puesto en marcha por el señor Ortiz abarcó la ciudad de Bogotá y los pueblos de Choachí, Guasca, Suba, Soacha, Serrezuela, Usaquén, Engativá, La Calera, Tabio, Cajicá, Fontibón, Chía y otros. Difícilmente podría encontrarse parangón para este fervoroso culto a la ignorancia y el atraso en momentos en que la medicina, la química y en general todas las ciencias relacionadas con la salud humana daban en el mundo civilizado pasos de gigante en su evolución y progreso. Las sesiones solemnes del Cabildo santafereño de tiempos coloniales, que ya evocamos en estas páginas, en las cuales se designaban por sorteo las advocaciones de la Virgen o los santos que habían de hacer frente a plagas, pestes y calamidades, son comprensibles dentro de sus contextos de época y lugar. Pero que finalizando el siglo xix el afán católico sustituyera las indispensables instituciones y campañas de salubridad pública por rogativas y peregrinaciones, es algo que ya nada tiene de pintoresco. Sencillamente revela el tipo de mentalidad que la alianza Iglesia-Regeneración estaba cimentando entre los colombianos.
La condena que se hacía al mismo tiempo de las teorías científicas modernas en todo el sistema educativo nacional, contribuía por su parte a reforzar este tipo de mentalidad. El oscurantismo se cernía así con ímpetu incontenible sobre el país.
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Notas
- 1. En realidad Bogotá ya debía estar aproximándose a los 50 000 habitantes. Nota del autor.
- 2. Caballero, José María, Diario de la Patria Boba, Editorial Incunables, Bogotá, 1986, pág. 141.
- 3. Ibíd., págs. 160-161.
- 4. Ibíd.
- 5. El Tiempo, l.o de julio de 1918.
- 6. Ibíd.
- 7. El Constitucional de Cundinamarca, 30 de octubre de 1836.
- 8. Cuervo, Ángel y Rufino José, op. cit., pág. 218.
- 9. Gaceta de Colombia, 3 de noviembre de 1828.
- 10. El Constitucional de Cundinamarca, 4 de diciembre de 1831.
- 11. Boussingault, op. cit., pág. 58.
- 12. Ibíd., págs. 58-60.
- 13. Restrepo Posada, José, Apuntes para la historia del Seminario Conciliar de Bogotá, Editorial Centro, Bogotá, 1940, pág. 15.
- 14. Ibíd., pág. 19.
- 15. Le Moyne, Auguste, op. cit., págs. 144-145.
- 16. Gosselman, Carl August, Viaje por Colombia, 1825 y 1826, Bogotá, Ediciones del Banco de la República, 1981, págs. 283-287.
- 17. Le Moyne, Auguste, op. cit., págs. 137-138.
- 18. La Opinión, 17 de junio de 1863.
- 19. Registro Oficial, 23 de junio de 1863.
- 20. El Bogotano, 27 de octubre de 1863.
- 21. En 1899, siete años después del convenio adicional al Concordato que creó un director de Estadística Central con obligación de suministrar libros de registro civil a obispos y párrocos, respondía el obispo Herrera que aún no se había designado tal funcionario ni repartido al clero los dichos libros. El obispo de Popayán era más rudo y declaraba que los párrocos sólo por condescendencia anotarían retroactivamente los datos pedidos, y que éstos, además, sólo resolverían las necesidades del registro civil, pero no las de una estadística nacional. Por tanto, finalizando el siglo, la Iglesia era todavía la que llevaba el control del registro civil en el país.
- 22. La Caridad, marzo de 1882.
- 23. Seguramente como castigo por el motín que protagonizaron en enero anterior. Nota del autor.
- 24. El Orden, 15 de junio de 1895.
- 25. Ibíd.
- 26. El Correo Nacional, 15 de junio de 1897.