- Botero esculturas (1998)
- Salmona (1998)
- El sabor de Colombia (1994)
- Wayuú. Cultura del desierto colombiano (1998)
- Semana Santa en Popayán (1999)
- Cartagena de siempre (1992)
- Palacio de las Garzas (1999)
- Juan Montoya (1998)
- Aves de Colombia. Grabados iluminados del Siglo XVIII (1993)
- Alta Colombia. El esplendor de la montaña (1996)
- Artefactos. Objetos artesanales de Colombia (1992)
- Carros. El automovil en Colombia (1995)
- Espacios Comerciales. Colombia (1994)
- Cerros de Bogotá (2000)
- El Terremoto de San Salvador. Narración de un superviviente (2001)
- Manolo Valdés. La intemporalidad del arte (1999)
- Casa de Hacienda. Arquitectura en el campo colombiano (1997)
- Fiestas. Celebraciones y Ritos de Colombia (1995)
- Costa Rica. Pura Vida (2001)
- Luis Restrepo. Arquitectura (2001)
- Ana Mercedes Hoyos. Palenque (2001)
- La Moneda en Colombia (2001)
- Jardines de Colombia (1996)
- Una jornada en Macondo (1995)
- Retratos (1993)
- Atavíos. Raíces de la moda colombiana (1996)
- La ruta de Humboldt. Colombia - Venezuela (1994)
- Trópico. Visiones de la naturaleza colombiana (1997)
- Herederos de los Incas (1996)
- Casa Moderna. Medio siglo de arquitectura doméstica colombiana (1996)
- Bogotá desde el aire (1994)
- La vida en Colombia (1994)
- Casa Republicana. La bella época en Colombia (1995)
- Selva húmeda de Colombia (1990)
- Richter (1997)
- Por nuestros niños. Programas para su Proteccion y Desarrollo en Colombia (1990)
- Mariposas de Colombia (1991)
- Colombia tierra de flores (1990)
- Los países andinos desde el satélite (1995)
- Deliciosas frutas tropicales (1990)
- Arrecifes del Caribe (1988)
- Casa campesina. Arquitectura vernácula de Colombia (1993)
- Páramos (1988)
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- Ana Mercedes Hoyos. Retrospectiva (2002)
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- El arte de la cocina japonesa (1996)
- Botero Dibujos (1999)
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- Conflicto amazónico. 1932-1934 (1994)
- Débora Arango. Museo de Arte Moderno de Medellín (1986)
- La Sabana de Bogotá (1988)
- Casas de Embajada en Washington D.C. (2004)
- XVI Bienal colombiana de Arquitectura 1998 (1998)
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- Historia de la Fotografía en Colombia. Museo de Arte Moderno de Bogotá (1983)
- Arenas Betancourt. Un realista más allá del tiempo (1986)
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- Grau. El pequeño viaje del Barón Von Humboldt (1977)
- Bogotá Viva (2004)
- Albergues del Libertador en Colombia. Banco de la República (1980)
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- Gregorio Vásquez (1985)
- Ciclovías. Bogotá para el ciudadano (1983)
- Negret escultor. Homenaje (2004)
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- Suramericana. 60 Años de compromiso con la cultura (2004)
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- Periodismo gráfico. Círculo de Periodistas de Bogotá (1984)
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- Bogotá. Estructura y principales servicios públicos (1978)
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- Volando Colombia. Paisajes (2009)
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- Medellín 360º. Cordial, Pujante y Bella (2009)
- Arte Internacional. Colección del Banco de la República (2009)
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- Duque, su presidencia (2022)
La educación decimonónica
Texto de: Eugenio Gutiérrez Cely
ESCUELAS, COLEGIOS Y UNIVERSIDADES
El caso de la educación en Santafé no constituyó una excepción dentro del conjunto de las colonias españolas en América. Igual que en el resto de estos territorios, la instrucción en todos sus niveles, particularmente en el universitario, fue una actividad que permaneció casi totalmente en manos de la Iglesia. Es así como hacia el año de 1800, los centros educativos que operaban en Santafé eran la Universidad de Santo Tomás, los colegios mayores del Rosario y San Bartolomé, el colegio de niñas de La Enseñanza, una escuela primaria regentada por la comunidad dominica y una escuela pública de primeras letras en el barrio de La Catedral, administrada por la parroquia local.
El panorama de la educación básica y primaria en la ciudad era ciertamente desolador. Los niños de las familias acomodadas no tenían problema, pues recibían la educación primaria dentro del recinto del hogar, de sus mismos padres o de maestros y preceptores particulares que iban a las casas a impartir sus lecciones. Pero quienes no podían darse ese lujo estaban en su gran mayoría al margen de los beneficios de la educación más elemental. De ahí el angustiado clamor del padre Nicolás Cuervo, párroco de Santa Bárbara, quien en 1805 solicitó de manera encarecida el apoyo de la Real Hacienda para la apertura de escuelas públicas en la capital debido a la imposibilidad de hacerlo con las precarias rentas municipales. Decía así el Memorial del padre Cuervo:
“En todas partes son necesarias y muy importantes las escuelas públicas; pero principalmente en las ciudades y lugares populosos y pobres como ésta donde ocupados la mayor parte de sus vecinos como jornaleros, oficiales y maestros dejan diariamente abandonados a sus menores hijos en las calles y en las plazas pidiendo limosna (con lo que luego se vuelven vagos)… Se necesita en esta capital el pronto establecimiento de escuelas públicas pues por desgracia no hay en toda ella más que una que se debe a la buena memoria y caridad de Antonio González Casadiego, que la dotó con $400 anuales; si se exceptúa la gratuita y voluntaria que mantienen [los dominicos]. Ambas están colocadas en el centro de la ciudad, porque así conviene: sólo las disfrutan los de la parroquia de La Catedral donde viven los más pudientes de todas las clases y estados, y muy raro de las otras parroquias, por la gran distancia que hay de ellas al sitio donde están las escuelas”1.
A la voz atribulada del sacerdote Cuervo se unió en 1808 la del sabio Francisco José de Caldas, quien por esa época publicó en el Semanario del Nuevo Reino de Granada un artículo que tituló “Discurso sobre educación”. Bien vale transcribir uno de sus apartes, que es un fiel reflejo de la aflictiva situación que en ese campo vivían en Bogotá los niños pertenecientes a familas de escasos recursos:
“No puede un buen patriota mirar con indiferencia aquella que observa en los muchos que pudieran contribuir al establecimiento de las tres escuelas gratuitas que como de justicia están pidiendo la multitud de pobres de que están llenos los tres barrios de Santa Bárbara, Las Nieves y San Victorino de esta ciudad. Si el celo y la caridad de los vecinos ricos no se emplea en semejantes generosos establecimientos, es preciso que, a excepción de muy pocos niños, que pueden ser educados por sus padres, y de otros que pueden pagar las escuelas pensionarias que casualmente suelen abrir uno u otro menesteroso vecino, queden todos los demás sin ninguna…”.
Bien puede inferirse del estudio de este panorama que la educación en Santafé, como en el resto de la América española era esencialmente elitista, y que, en consecuencia, existía una cúpula ilustrada que generalmente pasaba de la educación primaria en el hogar a los colegios mayores y universidades donde regía una sólida formación académica, mientras en los niveles inferiores el analfabetismo alcanzaba dimensiones dramáticas debido a la escasez casi absoluta de escuelas primarias. Era tan alarmante la carencia de escuelas que, ocasionalmente, la apertura de una nueva se convertía en gran noticia. De ello da fe el acucioso cronista Caballero, quien en octubre de 1809 escribió en su Diario:
“Se abrió la escuela de Las Nieves, en los tres balconcitos, puesta por el Señor Santiago Torres, cura de dicha parroquia”.
La mencionada noticia confirma el interés de la Iglesia por suplir al Estado virreinal en el campo educativo. Algo de este vacío era llenado parcialmente por la filantropía de algunos particulares que fundaban escuelas privadas con sus propios recursos. Uno de tales casos era el de doña Gertrudis Valenzuela, que regentaba en 1810 uno de esos planteles privados en la calle del Camarín del Carmen2.
Al iniciarse la era republicana, los granadinos tuvieron razones para albergar esperanzas respecto a un pronto y vigoroso surgimiento de la educación en la nueva república. Dichas esperanzas se fundaron en un decreto del Congreso de Cúcuta que dispuso fundar por lo menos una escuela de primeras letras en todas las parroquias que tuvieran de 100 vecinos en adelante. Por lo tanto, de conformidad con este decreto, en Bogotá había que establecer un mínimo de cuatro escuelas correspondientes a las cuatro parroquias de la ciudad. Lamentablemente este nobilísimo decreto pasó pronto a ser una triste utopía a causa de las arduas dificultades económicas que se interponían entre su letra y su realización. En efecto, dichas escuelas debían establecerse y sostenerse con el producto de las fundaciones privadas que se hubieran creado con ese objetivo, lo cual nada nuevo aportaba en el caso de Bogotá; con los sobrantes de las rentas de propios municipales, prácticamente nulos en la capital; y con contribuciones de los vecinos de la parroquia, cuyo recaudo tradicionalmente era muy difícil. El resultado consistió en que no se pudieron establecer las nuevas escuelas en Bogotá y que por esa época aún no había ninguna sostenida con fondos públicos, pues la de La Catedral se pagaba con un legado particular.
En diciembre de 1821 la Gaceta de la Ciudad de Bogotá informó acerca de una notable innovación que por entonces se operó en el terreno educativo en nuestra capital. Se acababa de establecer la primera escuela normal que conocieron Bogotá y el país, fundada y dirigida por el sacerdote franciscano fray Sebastián de Mora. A través de esta primera normal, fray Sebastián introdujo en la educación bogotana el método lancasteriano, así llamado en honor de quien lo ideó y puso en práctica, el educador inglés Joseph Lancaster. Este sistema era conocido también como el de la enseñanza mutua y consistía, básicamente, en poder impartir instrucción a un número muy considerable de alumnos bajo la dirección de un solo profesor cuya misión fundamental era la de elegir a los alumnos más talentosos y aventajados y nombrarlos monitores. A su vez la misión de estos monitores era la de asistir, apoyar, asesorar y reforzar al maestro principal en la educación de los alumnos inferiores. Fray Sebastián había estudiado a fondo el sistema lancasteriano en Europa, donde estuvo desterrado por el régimen pacificador, y había comprobado su eficiencia y su costo sensiblemente bajo, factores que lo hacían especialmente atractivo para sociedades que, como la nuestra, padecían una angustiosa estrechez presupuestal en materia de educación.
En enero del año siguiente, por decreto del vicepresidente Santander, quedó oficializada la creación de la escuela normal de Bogotá y se dispuso la apertura inmediata de una en Quito y otra en Caracas. Posteriormente el padre Mora se trasladó al sur y en su reemplazo fue designado como director de la Normal Lancasteriana el veterano pedagogo francés Pierre Commetant, quien conocía y dominaba a fondo el sistema y ofrecía la ventaja de traer consigo todo un repertorio de material educativo totalmente actualizado. Al poco tiempo el señor Commetant fue escogido para dirigir la escuela de Caracas y en su reemplazo quedó don José María Triana, que había sido discípulo suyo y de fray Sebastián.
Fue satisfactorio para los bogotanos comprobar los resultados positivos que arrojaba la implantación del método lancasteriano en la capital. Uno de sus más notables discípulos, don José María Lizarralde, pasó a dirigir una escuela de enseñanza mutua, que se inauguró en el barrio de Las Nieves en diciembre de 1822 gracias a una generosa donación que hizo el cura de esta parroquia, el padre Santiago Umaña. El aporte del párroco para la creación de la escuela fue de 4 000 pesos, que inmediatamente se colocaron a censo (interés) con un rendimiento del 5 por ciento anual. Los 200 pesos que producía la inversión se destinaban en su totalidad a la remuneración del maestro principal. Y siguieron los progresos. La Gaceta de Colombia informaba en agosto de 1823 acerca de la existencia de cuatro escuelas primarias de enseñanza mutua distribuidas así: una en el barrio de La Catedral; la de la parroquia de Las Nieves; otra en el Colegio de San Bartolomé (la anexa a la normal, que era la única sostenida con fondos públicos), y la cuarta en el convento de San Francisco.
Una de las características medulares del sistema lancasteriano era el rigor en la disciplina escolar, que a menudo llegaba a rayar en la crueldad. “La letra con sangre entra y la labor con dolor” era la norma capital que regía la disciplina de estas escuelas. La férula, el látigo, la vara eran instrumentos de uso corriente para azotar a los alumnos por las faltas más banales. Igualmente se utilizaba el castigo sicológico, muchas veces más cruel y degradante que el físico. Consistía en colocar sobre la cabeza del alumno que había fallado o titubeado en alguna lección una coroza o capirote infamante en el que se leía en caracteres grandes y notorios la palabra “burro”. El estudiante que se hacía merecedor de esta humillación pública quedaba obligado a lucir la coroza durante todo el tiempo que dispusiera el maestro y, por supuesto, a partir del momento en que se le colocaba el capirote era objeto de incesantes burlas y escarnios por parte de sus compañeros. Otro temible castigo consistía en encerrar a los alumnos supuestamente díscolos o negligentes en el aprendizaje, en calabozos oscuros, insalubres y fétidos por términos a veces prolongados en demasía. Los verdugos de primera instancia eran los monitores que, envalentonados por la autoridad con que se les había distinguido, solían mostrarse en extremo celosos y rudos con los estudiantes que se les confiaba. Uno de sus deberes primordiales era, por lo tanto, anotar en una pizarra las fallas de los pupilos, tanto en la disciplina como en el aprendizaje, para comunicarlas al maestro quien a su vez procedía sin demora ni piedad a aplicar uno de los terribles castigos ya descritos. Estas sanciones eran particularmente inhumanas si se tiene en cuenta que la enseñanza de las diversas asignaturas era absolutamente mecánica e irracional. Quiere decir esto que los alumnos tenían que recitar las lecciones de memoria, como si fueran loros, aunque no hubieran entendido una palabra. La captación del sentido de los textos era lo de menos. Lo esencial era que las parrafadas se repitieran ante el maestro o el monitor sin cambiar u omitir un solo vocablo bajo pena de recibir los correspondientes palmetazos o cualquier otro castigo.
El aprendizaje de la lectura se regía por los mismos procedimientos implacables que hemos venido describiendo. En cuanto a la escritura, se trataba desde el principio de que los alumnos se habituaran a hacer un tipo de letra uniforme. El maestro o el monitor se paseaban continuamente entre las filas de alumnos con la vara de rosa, la férula o la palmeta listas para ser descargadas sobre las manos de aquellos que estuvieran cometiendo algún error o desviándose de la línea oficial de la letra. La enseñanza de la escritura pasaba por varias etapas. En la primera el niño trazaba las primeras letras con una astilla de madera llamada puntero sobre una superficie de arena. Luego se pasaba a la escritura sobre pizarra, que se ejecutaba con un gis de piedra. Finalmente se daba el paso a la escritura sobre papel, con tinta y pluma de ganso. Los niños ricos adquirían cuadernos especiales y llevaban su propia tinta. Los de menores recursos utilizaban como cuadernos el reverso de las cartas que recibían sus padres u otros papeles viejos y preparaban la tinta con semillas de dividivi y caparrosa. Como secante usaban la llamada salvadera, que era marmaja molida. Es interesante transcribir aquí parte de la magnífica descripción que nos dejó don Ricardo Carrasquilla en Lo que va de ayer a hoy sobre lo que era un día típico de clases en una escuela lancasteriana de Bogotá:
“Sobre la silla del maestro había un… letrero escrito con grandes letras rojas que decía: ‘La letra con sangre dentra [sic] y la labor con dolor’.
”La primera hora de escuela se empleaba en estudiar de memoria las lecciones, principalmente las de Nebrija, siendo de advertir que jamás se nos hizo acerca de ellas la más ligera explicación; y que cuando la gritería menguaba un poco, el maestro tenía el cuidado de avivarla con férula en mano diciendo: ¡estudien!, ¡estudien! A las nueve salían al corredor los tomadores y los tomandos…
”A las nueve y media volvíamos a entrar en la sala para que los tomadores (monitores) dieran cuenta de las lecciones y darle a cada uno su merecido… Los tomadores, poniéndose de pies hacían el papel de defensores o fiscales y don Fructuoso dictaba la sentencia… Apenas se pronunciaba esta horrible sentencia, dos patanes extendían una capa en uno de los rincones de la sala, otro cargaba al reo, y el maestro con la impasibilidad de un antiguo cirujano, hacía zumbar el rejo, y descargaba lentamente los seis furibundos azotes que todos los muchachos íbamos contando en voz baja.
”De las once a las doce escribíamos en dos largas mesas, que estaban situadas en el corredor. Al terminar la escritura, don Fructuoso recostaba su silla de brazos en la puerta de la sala, y nosotros íbamos desfilando por delante de él con la plana en la mano. Aquí era donde hacía uso de su formidable uña, pues cogiendo con ella y con la punta del dedo índice el párpado del que no había escrito a su gusto, se lo retorcía de una manera espantosa, haciéndole ver estrellas y dejándolo tuerto por todo el tiempo que el párpado tardaba en volver a su acostumbrado lugar.
”Por fin sonaban las doce; el maestro daba una palmada de ovejas que huyen perseguidas por un hambriento lobo.”.
Consta en las actas de la Sociedad Filantrópica de Bogotá que algunos ciudadanos distinguidos protestaron enérgicamente contra la inhumanidad de los castigos infligidos a los niños en la escuela lancasteriana del barrio de La Catedral. Hay entre ellas una protesta del dr. Félix Merizalde dirigida especialmente contra la práctica de encerrar a los niños en calabozos húmedos, sucios y carentes de ventilación3.
Entre 1826 y 1831, debido a las dificultades que acompañaron la crisis de la Gran Colombia, se cerraron la mayoría de las escuelas en Bogotá. En 1831, el gobierno de Urdaneta, preocupado por esta situación, ordenó a la jerarquía eclesiástica y a las comunidades religiosas reabrir las escuelas que en otra época habían funcionado en los conventos de la capital. Esta disposición no fue cumplida. En ese mismo año El Constitucional de Cundinamarca, del 2 de octubre, presentaba un cuadro desolador del panorama educativo en Bogotá: sólo 150 niños concurrían a los dos escuelas públicas y a las dos privadas de primeras letras que existían en la ciudad. “Así, ni las estepas de Rusia, ni las ruinas de Grecia están más atrasadas que nuestro país en la instrucción popular”. Los efectos de la guerra civil que siguió a la disolución de la Gran Colombia se hacían sentir en ese momento en toda su crudeza.
A partir de 1832, ya parcialmente superados los graves problemas de los años anteriores, volvió a abrirse la escuela lancasteriana correspondiente a la parroquia de La Catedral. Haciendo énfasis sobre el reducido número de niños que asistían a esta escuela y a la de Las Nieves, El Constitucional de Cundinamarca publicó el 23 de septiembre de 1832 una alarmante información según la cual en la escuela de La Catedral estudiaban 67 niños y en la de Las Nieves 36, para un total de 103 niños en toda la ciudad, lo cual equivalía a menos del 1 por ciento de la población bogotana menor de 16 años. Esta proporción parecería inverosímil teniendo en cuenta que la característica medular del sistema lancasteriano era su extraordinario efecto multiplicador que se lograba, como ya lo hemos visto, a través de la pirámide cuya cúspide era el maestro y que se iba ensanchando hacia la base a través de la red de monitores. Sin embargo, había en nuestra capital problemas que entorpecían y retardaban la mencionada acción multiplicadora. De ellos da fe El Constitucional de Cundinamarca, que en mayo de 1835 denunciaba el abandono en que se tenía la escuela de La Catedral, la carencia de útiles y elementos primarios y los peligros de la insalubridad que generaban las letrinas ubicadas dentro de los mismos recintos de clase.
En 1834 la Cámara Provincial creó la llamada Sociedad de Instrucción Primaria de Bogotá, compuesta por personalidades eminentes de la capital y orientada hacia el fomento de la educación básica en la ciudad. La sociedad se entregó a su tarea con entusiasmo y altruismo editando algunos textos de lectura y religión y adquiriendo lápices y pizarras para los estudiantes. El mencionado entusiasmo alcanzó tales alturas que en el informe que presentó su secretario en 1837 se lee que “si este ardor es imitado con el mismo ahínco, será cierto que aun antes de 1850 nadie dejará de ser ciudadano de la Nueva Granada porque ignore la lectura y la escritura”4. Nuestro fantasioso secretario estaba entonces muy lejos de imaginar que, aproximándose el siglo xxi, si bien todos son ciudadanos, hay todavía un número alarmante de ellos que no saben leer ni escribir.
En 1842 la Cámara Provincial nombró una comisión para visitar las escuelas públicas de Bogotá y rendir un informe. Los resultados de la visita fueron un coro de lamentaciones. En el informe constaba, por ejemplo, que en la escuela de La Catedral había 112 alumnos inscritos de los cuales sólo concurrían entre 90 y 100. Este número de estudiantes era ridículo si se tiene en cuenta que la población total de esa parroquia era entonces de 18 455 habitantes. También se lee en el documento un texto harto revelador en cuanto a la actitud general de las gentes respecto a la educación de los menores. Los integrantes de la comisión declaraban que esta mínima asistencia de estudiantes a las aulas no se debía a la falta de interés de las autoridades locales “sino a que todavía la masa del pueblo prefiere ocupar a sus hijos en los quehaceres domésticos a desprenderse de ellos y dedicarlos a recibir una educación que no tuvieron los padres”5.
En octubre de 1844 tuvo lugar en Bogotá un acontecimiento sobresaliente: la inauguración de la escuela normal en un edificio construido expresamente para la institución en la Calle de Santa Clara, cerca del Observatorio Astronómico. Se trató del primer local levantado en el país conforme a las prescripciones del método lancasteriano.
En cuanto a los internados para la educación secundaria, debemos destacar que el primero de ellos se fundó en Bogotá en 1827 por el pedagogo José María Triana, quien ya tenía trayectoria y experiencia en el sistema lancasteriano. Este colegio, conocido como la “1.ª Casa de Educación”, se inició con un grupo de 20 estudiantes y fijó una pensión de 20 pesos mensuales, que de hecho lo convirtió en un plantel exclusivo para hijos de familias pudientes. De la calidad de los estudios que se cursaban en el colegio de Triana da una clara idea el hecho de que su primera promoción ingresó toda en la Universidad Central de la capital.
Pasemos ahora a ocuparnos un poco de la educación femenina en Bogotá en estas primeras décadas del siglo xix. El 12 de junio de 1825 la Gaceta de Colombia presentó un informe acerca del método que empleaban las monjas de La Enseñanza en el colegio que regentaban desde finales de la Colonia y que se sostenía con el legado recibido de doña Clemencia Caicedo. Dice así:
“Dividen la enseñanza en dos clases, la primera de colegialas que viven en el colegio por separado, pero bajo de la misma clausura permanecen allí hasta que sus padres o tutores las sacan para que tomen estado, y la segunda es la enseñanza de toda clase de niñas que ocurren a las piezas exteriores del convento diariamente. Desde que se fundó este tan útil establecimiento no baja el número de las asistentes de 150. Las colegialas, que como se ha dicho, viven dentro de la clausura, no deben pasar su número de 32. A unas y otras se les enseña principalmente los oficios de la religión, leer y escribir, y los oficios y labores propios de su sexo”.
Al cabo de pocos años, en 1832, fue evidente que el colegio de La Enseñanza no alcanzaba para dar curso normal a las necesidades de educación femenina de la ciudad. De ahí se originó la fundación del Colegio de la Merced, debida a la iniciativa del gobernador de Bogotá, Rufino Cuervo, quien desde el principio tomó las precauciones necesarias para darle un adecuado soporte financiero contando para ello con la fundación que habían establecido en 1791 don Pedro Ugarte y doña Josefina Franky a favor de las niñas huérfanas de la capital. También dispuso el señor Cuervo para esta finalidad algunos de los bienes provenientes de los extinguidos conventos de Las Aguas en Bogotá y de San Francisco en Guaduas.
En 1833 y 1837 se establecieron en la ciudad las dos primeras escuelas privadas de niñas de instrucción primaria, la segunda de las cuales empezó a operar ya bajo las pautas del método lancasteriano. También se creó por esa época una casa particular de instrucción de niñas en primaria y secundaria. No obstante, los estudios secundarios eran muy poco concurridos por las alumnas puesto que no estaba permitido el acceso de mujeres a la universidad.
Respecto a esta última, el historiador Guillermo Hernández de Alba trae en su obra Aspectos de la cultura colombiana el siguiente informe de mucho interés sobre un privilegio hoy realmente escandaloso que hasta 1826 aprovechó la Universidad de Santo Tomás:
“No venía siendo otra cosa sino el lugar en donde se otorgaban grados académicos; no había en ella una sola cátedra donde los estudiantes laicos pudiesen oír el derecho o la medicina ni ejercitarse como profesores… Los estudiantes de los dos Colegios Mayores del Rosario y San Bartolomé, ganaban en ellos los cursos universitarios, teniendo que concurrir a la Universidad Tomística donde sufrían los exámenes, y recibían los grados académicos de bachiller, maestro licenciado y doctor, sin que jamás se les considerase como miembros de la Universidad. No era tampoco raro el que los teólogos y canonistas dominicanos sirviesen de examinadores en medicina, por ejemplo, cuya ciencia jamás habían profesado”. Así pues, la inquisición del saber educativo superior la ejercían los dominicos, además de embolsillarse los derechos de grado, generalmente tan costosos, que después de terminar sus estudios en el San Bartolomé o en el Rosario, “muchos no se titulaban por falta de recursos para satisfacer los inmensos gastos”.
El panorama de la educación universitaria después de la Independencia presenta aspectos muy interesantes. Uno de ellos es que al reabrir sus puertas en 1820 los colegios de San Bartolomé y el Rosario, el vicepresidente Santander dispuso que los estudiantes recibieran instrucción militar saliendo los domingos a los suburbios de la ciudad a hacer prácticas castrenses con fusiles de palo6. Esta medida, sin duda prudente y previsiva, obedecía a que por aquella época estaba aún lejos de concluir la guerra de la Independencia y a que, a pesar del triunfo de Boyacá, todavía las armas realistas representaban un serio peligro para la estabilidad de la nueva república. En otras palabras, aún faltaban casi cinco años para la victoria final en Ayacucho.
Pero el aspecto más notable de nuestro panorama universitario en estos albores de la República fue la pugna que desde el principio se planteó entre los sectores liberales y progresistas, apremiados por la urgencia de demoler hasta sus cimientos las estructuras teocráticas de la educación colonial, y los grupos retardatarios que se empeñaban en mantener a toda costa el predominio y el influjo de la Iglesia y sus dogmas sobre la educación superior. Las nuevas ideas gozaron de enorme popularidad y acogida entre una parte muy apreciable de las juventudes universitarias que estaban resueltamente por la separación de la Iglesia y el Estado e incluso por la subordinación de aquélla a éste, por las libertades individuales y de culto y, en general, por todas las formas avanzadas de la democracia.
Esta disputa tuvo como centro de gravedad el ámbito universitario, que era donde se congregaba y se formaba gran parte de la clase dirigente del país. Respecto a la educación popular, no había divergencias y puede decirse que más bien había consenso entre la élite debido a que no pasaba de las etapas elementales y primarias, pero fundamentalmente a causa de que las masas populares, ignorantes y desorganizadas, no eran deliberantes en esa época. De ahí que la lucha ideológica se concentrara de manera taxativa dentro del marco universitario.
En los primeros años de la República fue vigorosa y alcanzó resonantes triunfos y avances la corriente liberal. A propósito decía, el 24 de julio de 1822, el periódico bogotano La Indicación, refiriéndose a los primeros certámenes de fin de curso que se presentaban en el San Bartolomé y el Rosario luego de la Independencia:
“Se ha demostrado que la potestad eclesiástica es toda espiritual, y que su divino fundador no quiso ninguna autoridad temporal, se sostuvo que los fueros, privilegios e inmunidades de que gozaban la Iglesia y los Señores eclesiásticos son todos humanos y debidos a la magnificencia y piedad de los príncipes y de los pueblos. En el colegio de San Bartolomé se han defendido varias cuestiones de derecho público, sobre la organización de la sociedad, derechos naturales del hombre, y sus deberes… sobre que la religión cristiana no es opuesta a un gobierno liberal y feliz; y últimamente sobre que es del resorte exclusivo de la potestad civil declarar o impedir la tolerancia de otras religiones”.
A estas alturas todavía convivían en forma pacífica los catedráticos de ideas avanzadas con personajes tan intransigentes como el célebre sacerdote Francisco Margallo. Pero la pugna continuó y se fue tornando más aguda. Una muestra elocuente de esta situación la aporta el muy católico y ortodoxo historiador José Manuel Groot, quien en su Historia eclesiástica y civil de la Nueva Granada afirma:
“Todos estos estudios se hacían por autores bien calculados al efecto, y no hay para qué advertir que en estos actos [a los que yo asistía] los examinadores, siendo el Vicepresidente [Santander] el que siempre llevaba la primera réplica, se esmeraban en hacer lucir a los jóvenes en todos aquellos puntos que daban lugar al filosofismo anticatólico, bajo pretexto de atacar el fanatismo, las preocupaciones de la ignorancia, etc. A los jóvenes… se les había afiliado, con ciertos libritos supererogatorios, que eran como el asentador de la navaja, tales como el Ensayo sobre las preocupaciones, por Dumarsais, el Diccionario filosófico de Voltaire, el Retrato político de los Papas por Llorente, etc.… Aquella máxima de Volney, ‘El principio de la sabiduría es saber dudar’, era el oráculo que se les inculcaba y que todos repetían en contraposición de la del Espíritu Santo: ‘El principio de la sabiduría es el temor de Dios’”.
Por esta época la insurgencia estudiantil llegó hasta el punto de proponer categóricamente que las altas autoridades del Colegio de San Bartolomé fueran elegidas por sufragio de los estudiantes7. En noviembre de 1825 los progresistas lograron otro triunfo muy significativo con el decreto del vicepresidente Santander por el cual se implantaba en la universidad la enseñanza de las teorías del filósofo inglés Bentham, duramente condenado por la Iglesia como materialista y ateo. Esta modificación en el plan de estudios, sin duda revolucionaria para la época, dio lugar a la áspera controversia a que ya nos referimos entre don Vicente Azuero, campeón de las nuevas ideas, y el sacerdote Margallo, el más acre impugnador de las mismas. Azuero se enfrentó resueltamente a Margallo hasta el punto de lograr que la justicia no sólo lo amonestara sino que lo condenara a 10 días de reclusión en la recoleta de San Diego. Se cuenta que cuando Margallo salió de su encierro se encontró por la calle con el vicepresidente Santander, quien en tono burlón le preguntó al recalcitrante cura cómo le había ido en sus ejercicios espirituales. Usando el mismo tono, Margallo le respondió: “He practicado los ejercicios pero no tengo ningún propósito de enmienda”.
Las ideas liberales siguieron penetrando en los programas de educación superior. En el plan de estudios de 1826 el vicepresidente Santander incluyó los tratados de Destut de Tracy y Condillac, reprobados por la Iglesia como perniciosos y materialistas. Dentro del programa se integraba también en su totalidad la teoría de Bentham relacionada con la legislación universal, civil y penal. Después de tres siglos de hegemonía incuestionable y absoluta, el imperio de la Iglesia sobre la educación superior en nuestro país empezaba a venirse abajo. El furibundo e intolerante señor Groot escribía a la sazón:
“Por evitar males tan grandes a sus hijos muchos padres de familia prefirieron dejarlos en la ignorancia de las letras antes que pervertirlos enviándolos a la universidad a estudiar por Tracy y Bentham. Prefirieron una sana ignorancia a la sabiduría perversa”. Estas palabras, que son más las de un energúmeno que las de una persona serena y objetiva, revelan hasta qué grado de pugnacidad estaba llegando el conflicto.
El antipático monopolio de la universidad tomista, a que ya nos referimos anteriormente, terminó en 1826 y pasó a la Universidad Central, de carácter público. Cuando los dominicos se enteraron del próximo fin de sus prerrogativas, empezaron a graduar estudiantes en forma tan apresurada que el mismo Groot escribió cómo de este alud de grados se había derivado “un flujo de doctores tan considerable en pocos días, que parecían haber aplicado los padres el vapor a la universidad tomística, por lo cual la gente de buen humor empezó a llamarlos los doctores al vapor”. El 25 de diciembre de 1826 fue instalada oficialmente la Universidad Central en el edificio que había servido para las aulas del San Bartolomé.
Da la noticia el historiador José Manuel Groot de un divertimento muy original que pusieron en práctica los estudiantes del San Bartolomé para celebrar las fiestas de diciembre de 1825, y que se repitieron hasta 1829. Se trataba de crear dentro del claustro todo el aparato de una república con su presidente, sus cámaras legislativas, su organización judicial y sus autoridades eclesiásticas y militares. Describe así el señor Groot la “República Bartolina”:
“El Colegio de San Bartolomé, como en otros años, desde el día 16 se erigió en República, con el nombre de Bartolina. Se hizo Congreso y se dio Constitución. Se eligió o para presidente de ella al señor José María Chaves, empleado de la Casa de Moneda, y por Arzobispo al presbítero Doctor Moyano. Las cualidades que la Constitución exigía para ser Presidente de la República eran tener plata y no ser miserable. El tren de poderes y empleados era completo: había Tribunales de Justicia, Secretarios de Estado, Intendente, gobernador, etc.; Generales, Jefes y Oficiales del Ejército y Marina, que se presentaban con sus uniformes e insignias. Había papeles, entre ellos la Gaceta Oficial, en que se publicaban noticias y comunicaciones de las autoridades; los partes del Almirante de Marina, Pioquinto Rojas, (etc.)… Los secretarios del despacho trabajaban asiduamente, cada uno en su ramo. El de Hacienda no tenía más funciones que pedir plata al Presidente de la República para los gastos nacionales; porque la República Bartolina no costeaba al Presidente, sino que el Presidente costeaba de su bolsillo la República: admirable institución que se habría de adoptar en todas ellas…
”El Arzobispo no tenía más funciones episcopales que las de asistir a las comedias y entremeses que se representaban por la noche, y echar bendiciones… Asistía el Vicepresidente Santander, pero como particular, lo mismo que otros altos empleados. El señor Chaves, Presidente de la República, con bastón y banda nacional, y el ilustrísimo señor Moyano, Arzobispo de la Arquidiócesis, con vestiduras episcopales, ocupaban los dos primeros puestos. El Doctor Moyano se moría de gusto oyéndose llamar ilustrísimo Señor, y le echaba bendiciones a todo el mundo. Estaba tan poseído de su papel, que estando sentado junto al General Santander, le hablaba con tanto fundamento, como si efectivamente fuera Arzobispo; y Santander, que tenía algo del humor del ventero que armaba caballeros andantes, le daba el tratamiento de Ilustrísima y él lo recibía con mucha seriedad…
”Así se pasaron los colegiales alegremente los días de aguinaldos y pascuas, y no se sabe quién sentiría más el fin de la República Bartolina, si los colegiales o el Doctor Moyano”.
Cuando Bolívar reasumió la presidencia en 1827, eliminó la vicepresidencia y convocó posteriormente la Convención de Ocaña, sus contradicciones con Santander llegaron al clímax, hasta el punto de que éste se convirtió en la cabeza de la oposición al régimen bolivariano. En este encarnizado juego político, el Libertador comprendió que, siendo como era de vida y muerte, había que apelar a todos los recursos para robustecer sus fuerzas, y fue así como, en una decisión que ha sido duramente controvertida, optó por ganarse el nada despreciable respaldo de la Iglesia, prohibiendo por decreto de 12 de marzo de 1828 la enseñanza de los principios de legislación en la universidad por los tratados de Bentham. Más tarde, en vista de que los conjurados de septiembre de ese mismo año utilizaron para sus fines a varios estudiantes de la universidad, Bolívar radicalizó todavía más su posición, intensificando la difusión de las doctrinas católicas en los claustros y borrando toda posible huella de principios filosóficos liberales, juzgados como vitandos por la Iglesia.
La educación superior siguió su marcha bajo el signo de la inestabilidad y los vaivenes. A principios de 1832, La Diligencia y El Constitucional de Cundinamarca informaron acerca de la airada protesta y el rechazo categórico con que los estudiantes del San Bartolomé afrontaron la designación del nuevo rector eclesiástico. Rezaba así el informe de los periódicos:
“[El rector] sólo cuida de restablecer las prácticas de los jesuitas de que los alumnos del colegio recen el rosario, aprendan el latín y se dediquen con preferencia al estudio de la Teología… Sabemos de una manera positiva que el 6 del presente mes ha sido desobedecido y desacatado fuertemente el rector de aquél colegio por algunos de sus alumnos, a causa de que se intentó quitar a uno de ellos un fusil y una lanza que tenía en su cuarto con escándalo y alarma de todos… Ya en Munich y otras partes se ha hecho necesario, por escándalos de esta misma especie, cerrar las universidades en obsequio de la pública tranquilidad. ¡No permita Dios que alguna vez se sienta entre nosotros igual necesidad!”.
En mayo de 1835, bajo el gobierno de Santander, se produjo otra medida, al restablecerse el plan de estudios que el mismo Santander, en su calidad de vicepresidente, había promulgado en 1826. En otras palabras, este decreto era el retorno triunfal del trajinado Bentham a la universidad granadina. Desde luego, la reacción no tardó en producirse en la forma de una oposición cerril al restablecimiento de las teorías “nocivas” y “ateas” del filósofo inglés en nuestra enseñanza superior.
La controversia se fue polarizando hasta los mayores extremos. El periódico La Cáscara Amarga informó en noviembre del mismo 1835 que los padres candelarios habían acordado negar la absolución a los colegiales de San Bartolomé por envenenar a conciencia sus mentes con tan abominables herejías. Pero esto no es nada. La pugna se agudizó hasta el punto de que el mismo Congreso se dividió. Mientras el Senado resolvió “prohibir la enseñanza pública por autores cuyas doctrinas se apoyan en principios subversivos de los dogmas de la Religión Católica y la moral”, la Cámara, tomando una dirección opuesta, facultó a los catedráticos para que escogieran según su soberano albedrío los textos que juzgaran más adecuados para la formación de sus alumnos. En esa forma, la Cámara instituía la plena libertad de cátedra en Colombia. Esta lucha, como era lógico, hizo más aguda la brega por el control de la universidad. Finalizando el año de 1836, y ya derrotado en las urnas el partido de Santander, fue elegido por los catedráticos y ex alumnos con el grado de doctor, Rufino Cuervo como rector de la Universidad, lo cual constituyó un factor de pacificación de los ánimos debido a la reconocida ecuanimidad de don Rufino. Por esa época, no fueron pocos los observadores que atribuyeron la derrota santanderista al restablecimiento de las teorías benthamistas en la universidad.
En diciembre de 1839, la mayoría santanderista de la universidad eligió como rector a don Florentino González, sin duda el más caracterizado partidario del general Santander. Pero el gobierno logró invalidar el nombramiento alegando que, en su calidad de congresista, González no podía acupar el cargo.
Concluida la Guerra de los Supremos, la autonomía universitaria recibió un golpe mortal al suspenderse la elección de rector que existía desde 1826 y asumir el ejecutivo la potestad de nombrar y remover a estos funcionarios. En seguida se promulgó un nuevo plan de estudios bajo la inspiración del secretario del Interior, Mariano Ospina Rodríguez. Una nueva reforma y Mr. Bentham salía otra vez de la universidad colombiana, la cual se convertía así en el primer trofeo que reclamaban los vencedores luego de las más álgidas confrontaciones políticas y militares. No en vano, como ya dijimos, se formaba allí gran parte de la clase dirigente del país.
Por supuesto, los nuevos rectores, que ya no debían su elección al voto de los catedráticos y ex alumnos doctores, endurecieron hasta inauditos extremos de autoritarismo su actitud hacia los estudiantes, sancionándolos y expulsándolos por cualquier causa banal. Una de las víctimas fue el estudiante José María Samper. Peor aún: la persecución no cesaba con las expulsiones. Las autoridades investigaban la vida personal y los medios de subsistencia de los expulsados, a fin de hacerles caer encima todo el peso de la ley y acusarlos de vagancia si no comprobaban que disponían de dichos medios o que estaban lícitamente ocupados8. Así describe don José María Samper en su obra autobiográfica Historia de un alma el cuadro de esta situación insufrible:
“Se dio a la Universidad de Bogotá un aspecto casi clerical. Clérigos eran el Rector y el Inspector y Jesuitas tres de los profesores del San Bartolomé, sin contar todos los catedráticos y empleados de la facultad de Teología; y tanto rigor había en las prácticas religiosas, que el exceso suscitaba de parte del mayor número de alumnos una reacción en sentido contrario. La juventud comprendió que la querían hacer conservadora o amoldarla de cierto modo, y por espíritu de contradicción se volvió toda liberal e incrédula… De que fueran perniciosas las doctrinas utilitaristas de Bentham, no se desprendía racionalmente la conveniencia de abolir la enseñanza de la vasta e importantísima ciencia de la Legislación… No habiendo en la universidad enseñanza alguna de la Filosofía del Derecho, todos nos aplicamos como pudimos a estudiar por fuera y como de contrabando estas materias y cada cual se formó las ideas que pudo, sin método ni dirección, resultando de aquí la anarquía y la exageración. Casi todos… al salir de la universidad fuimos radicales hasta la extravagancia”.
Tan válidas resultaron las palabras de Samper, que para corroborarlas están los nombres de aguerridos dirigentes radicales del futuro inmediato a quienes tocó asistir a la universidad en esa época: Eustorgio Salgar, Juan de Dios Restrepo, Santos Acosta, Nicolás y Próspero Pereira Gamba, Miguel Samper, Jacobo Sánchez, Medardo Rivas, Salvador Camacho Roldán9. Fue éste un caso típico del arma que se dispara por detrás, pues el plan de estudios de Ospina sólo sirvió para preparar una generación radical a ultranza, que, en la siguiente década, llevó su reacción contra el autoritarismo académico hasta imponer, en 1851, la abolición del diploma universitario como requisito para ejercer una profesión en el país.
EL EMBATE REGENERADOR
Demos ahora un salto de 30 años.
Entre 1880 y 1885 se operó la histórica transición de la era radical a la Regeneración. Fue ésta una época particularmente turbulenta durante la cual se registraron frecuentes choques políticos en la capital. Papel protagónico en tales enfrentamientos lo desempeñaron los estudiantes, como fuerza de choque del liberalismo, pese a que los radicales terminaron por perder el control sobre los principales centros de enseñanza de la ciudad (el Rosario, el San Bartolomé y la Universidad Nacional).
En 1880 se dictó la ley 106, uno de cuyos aspectos de mayor importancia era la rígida centralización de la enseñanza universitaria, la cual fue concentrada totalmente en Bogotá “con excepción de la enseñanza náutica” que, por obvias razones, se ubicó en Cartagena. Había en este designio un claro propósito político ya que, mediante la centralización, el gobierno podía seguir más de cerca la formación superior de los acaudalados provincianos, muchos de los cuales serían los dirigentes del futuro.
Sin duda el más importante acontecimiento político en el cual se vieron envueltos los estudiantes fue el del primero de abril de 1880, cuando hacían parte de las barras del Congreso y, al abrirse la sesión sin la presencia del nuevo presidente Núñez, fue llamado, luego de forcejeos entre los representantes, el primer designado Julián Trujillo, Presidente saliente y considerado como el mayor de los traidores en las filas de los liberales. El Diario de Cundinamarca del 4 de abril de 1880 reseñó así la entrada de Trujillo:
“Al presentarse en el salón estallaron con estrépito horriblemente atronador la rechifla y la cotorra más prolongadas y burlonas que persona alguna haya podido provocar… Un incidente agregó algo más de severidad al castigo. El senador Vargas Vega, Rector de la Escuela de Literatura, imploró de los estudiantes de la Universidad, que suspendieran, siquiera ellos, la rechifla”.
Por esa época la prensa conservadora arreció en sus críticas contra los universitarios acusándolos, a menudo con fundamento, de irrespetos callejeros a las damas, de obstruir las entradas a los templos, e incluso de lanzar guijarros contra venerables conventos de monjas.
Se quería desmontar la estructura universitaria creada por los radicales y, por supuesto, el primer obstáculo para ello lo constituían los propios universitarios liberales. Así pues, se utilizó contra ellos sus desmanes y pilatunas. El gobierno ordenó inspecciones en la Universidad Nacional y en el Rosario y empezó a aplicar un severo plan de sanciones contra los estudiantes indisciplinados y revoltosos, las cuales, a su turno, provocaron airadas reacciones por parte del estudiantado. Veamos algunas.
Ocurrió que en agosto de 1880 los alumnos internos del Rosario pidieron un día de asueto “para bañarse”. El rector se los negó y entonces la respuesta de los estudiantes consistió en permanecer indefinidamente en sus camas hasta que se accediera a su petición. Hubo varios expulsados y gran revuelo. Los expulsados apelaron sin buen suceso al presidente de la república. Tres de ellos, sin duda los más furibundos del grupo, juraron castigar ejemplarmente al vicerrector en presencia de todos los demás estudiantes, y habrían consumado su alevoso designio de no haber sido porque el agredido se les adelantó y se defendió a tiros de revólver10. Uno de los amotinados publicó un libelo en el cual afirmaba que el Colegio del Rosario, antaño forja de los creadores de la nacionalidad, ya no era más que una “colonia de negros”11.
Por otros lados tampoco escampaba. En noviembre del mismo año los ánimos de la Escuela de Ingeniería no andaban menos turbulentos. Como allí también se impartía instrucción en ingeniería militar, había una sala de armas. En una oportunidad en que los estudiantes protestaban contra el inspector y el conserje-bedel, estuvieron a punto de forzar las puertas de la dicha sala con la finalidad confesa de sacar a planazos a los mencionados funcionarios a la calle 12.
Estos escándalos, y otros más, como los desórdenes en la inauguración del monumento a los mártires de la Independencia, en la plaza de su nombre, motivaron que la Cámara de Representantes acordara por unanimidad una resolución en la que invitaba a los rectores de la Universidad Nacional y del Colegio del Rosario que hicieran “que los alumnos que están bajo su dependencia se consagren a sus tareas y se abstengan de hechos que redunden en descrédito de ellos y de la Nación”13.
Los conservadores y en general todos los partidarios de la Regeneración lanzaron entonces violentas críticas contra el desorden y pidieron autoridad y disciplina. Todo ello, lógicamente, desembocó en la universidad severa, intolerante y teocrática de la Regeneración.
Los conflictos exigieron de liberales y conservadores la plenitud de sus argumentos en torno al manejo de los establecimientos de enseñanza superior. Serían los conservadores quienes al final lograrían ganar la partida al establecer el patronato sobre los centros de enseñanza pública (el nombramiento de rectores por el ejecutivo), y la puesta en marcha de rígidos reglamentos en donde se declaraban incompatibles el régimen y la disciplina escolar “con la participación de los alumnos en pro o en contra de los bandos políticos que se disputan los puestos públicos”. Dicho reglamento, expedido por el rector del Rosario el 23 de marzo de 1883, fue aplicado de inmediato con la expulsión de 45 jóvenes que suscribieron una manifestación a la mayoría de la Cámara de Representantes14.
Hasta allí la Universidad Nacional había defendido a capa y espada el principio de la autonomía de su Gran Consejo Universitario. Hasta tal punto que en el año de 1876 éste ni siquiera había querido enviar al ejecutivo las ternas para la elección de rector. Pero ya desde 1878 se cortó el abuso, pues la ley del 10 de marzo, que creó la Secretaría de Instrucción Pública, “ordenó que el Secretario desempeñara las funciones de Rector de la Universidad Nacional y de Director de la Instrucción Pública, destinos que declaró suprimidos” (Memoria de Instrucción Pública de 1881).
La citada ley de 1880 fue el primer gran embate regenerador contra las pautas educativas radicales, entre otras razones porque ya sentaba las bases para una activa reivindicación de la enseñanza religiosa en todos los niveles. Además, fue el punto de partida para las reformas educativas de 1886 y 1887, que se concibieron a la luz del nuevo Concordato y conforme con el criterio inflexible y dogmático del señor Caro.
Una medida que tomó la Regeneración, anticipándose a que en el futuro pudiera producirse otro movimiento pendular hacia el laicismo, fue el robustecimiento de la Universidad Católica, que había fundado en 1884 el delegado apostólico Agnozzi. Por eso decía su rector honorario Juan Pablo Restrepo en 1888: “Conservarla es prudente precaución aconsejada por el peligro remoto, pero no imposible, de que andando los tiempos pudiera sobrevenir un gobierno con ideas diversas de las que hoy rigen sobre educación religiosa”15.
Por esa época se incluyeron como parte de la Universidad Nacional la Academia Nacional de Música, la Escuela de Bellas Artes, el Instituto de Artesanos, la Biblioteca Nacional (que dirigía don Miguel Antonio Caro desde 1882), el Museo Nacional y el Observatorio Astronómico.
Fue entre 1888 y 1892 cuando se implantó el clásico modelo de universidad católica y ortodoxa bajo la inspiración de laicos como Caro, Jesús Casas Rojas, José Manuel Marroquín y Liborio Zerda, y de uno de los más eminentes eclesiásticos de que puede enorgullecerse el clero colombiano: monseñor Rafael María Carrasquilla, bogotano de pura cepa “de los que creen que por debajo de la Plaza de Bolívar pasa un brazo de mar”, como gustaba él de repetir, ministro de Instrucción Pública de la administración Caro entre 1896 y 1897 y rector del Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario entre 1890 y 1930, año de su fallecimiento. Monseñor Carrasquilla fue el gran restaurador de la filosofía tomista en la universidad colombiana y, aunque siempre se mostró severamente dogmático en asuntos de ortodoxia religiosa, fue a la vez un espíritu abierto y tolerante.
En la medida en que la educación oficial caía bajo la tutela eclesiástica empezaron por reacción a crearse instituciones particulares inspiradas en principios liberales y destinadas a la juventud liberal. Era, con signo contrario, lo mismo que había ocurrido durante el auge del radicalismo, cuando los conservadores fundaron y regentaron planteles sólidamente basados en los postulados de la filosofía tomista. Así habían aparecido el Colegio Pío Nono, del doctor Concha, donde el señor Caro dictó filosofía tomista según Balmes; el San Joaquín, que dirigía el doctor Víctor Mallarino; el San José, regentado por los presbíteros Manuel María Camargo y Salustiano Gómez; los colegios de don Ruperto Gómez y don Sandino Groot, y el del Espíritu Santo, cuyo rector fue Carlos Martínez Silva y donde se graduó con una sesuda tesis el joven Marco Fidel Suárez. También habría que destacar el Liceo de la Infancia, que fundó y dirigió don Ricardo Carrasquilla y donde enseñó filosofía tomista su hijo Rafael María, futuro rector del Rosario.
La filosofía tomista, cuya enseñanza y difusión se hicieron obligatorias a partir de la encíclica Aeterni Patris del Pontífice León XIII, se conoció en Colombia principalmente a través de autores como el padre Jaime Balmes, que la sintetizaron y vulgarizaron. La Suma teológica, en toda su extensión y densidad sólo fue conocida por grandes maestros como monseñor Carrasquilla y otros pocos. Seguramente por ello Carrasquilla sostenía que “de todos los sistemas filosóficos conocidos, el tomismo es el que más se ajusta… a la ciencia moderna, y no sé a quién admirar más, si a Santo Tomás cuando a poder de raciocinio preludia las conclusiones de Pasteur, o a Pasteur, cuando ve en el microscopio la metafísica de Santo Tomás…”16. Ojalá hubiera sido ese mismo el espíritu de sus epígonos, pero lamentablemente éstos a nombre de “conformar las verdades de la ciencia con el yugo de la fe”, persiguieron en nuestro país toda idea “sospechosa de materialismo o irreligión”.
Un capítulo ciertamente pintoresco de la historia de la educación bogotana a finales de siglo es un folleto que publicó y divulgó don José Manuel Marroquín en 1888, en su calidad de rector del Rosario, y al cual tituló “Aviso a los padres de familia que envían sus hijos a estudiar a Bogotá”. Afirmaba, entre otras cosas, el texto moralista del señor Marroquín:
“En la actualidad, las tentaciones para la juventud son infinitamente mayores. Hoy se especula con cálculo hábil y activamente con las inclinaciones y apetitos naturales de los jóvenes. El peligro no les viene únicamente de la gente perversa que vive y se enriquece con tan infame especulación. Entre las personas que frecuentan los hoteles, los establecimientos en que se venden comestibles y bebidas, las peluquerías y todos los lugares semejantes, hay pocas que tengan respeto a la niñez, debido a lo cual una persona de pocos años no puede acercarse a ellas sin ponerse en ocasión de oír alguna especie capaz de hacer vanos los esfuerzos que padres e institutores hayan hecho en largos años para conservar en su alma la pureza primitiva”17.
Era pues, no ya la Bogotá liberal, sino la Sodoma bogotana, que iba creciendo con el siglo, lo que preocupaba a estas alturas a los pedagogos regeneradores.
Por el lado del liberalismo surgió un selecto grupo de intelectuales y educadores que se dedicaron a fundar y promover instituciones educativas cuya misión esencial era la conservación y propagación de las ideas liberales. Entre ellos se destacaron Nicolás Pinzón, Luis A. Robles, Simón Araújo, José Herrera Olarte y Manuel Antonio Rueda Jara, que fundaron el Externado de Colombia en 1886; Eugenio J. Gómez, fundador de la Universidad Republicana en 1890; Lorenzo Lleras, Antonio J. Iregui, Aníbal Brito y Francisco Montoya, quienes en asocio de Rueda Jara, fundaron el Colegio Académico y el Liceo Mercantil. Según el cronista Julio Hoenigsberg, la finalidad esencial de estos ilustres educadores era “fundar escuelas privadas a donde no llegaran los inspectores eclesiásticos a imponer textos ni mucho menos a ejercer tutelaje sobre los profesores laicos”. El lema del Externado era inequívoco: “Después de las tinieblas espero la luz”. Y como lo señala el historiador jesuita Fernán González, se trataba de contrarrestar, estudiando a Spencer, el tomismo rampante de monseñor Carrasquilla, Miguel Antonio Caro y Marco Fidel Suárez.
Tomismo que, por otra parte, inclinaba a estos intelectuales y políticos a aparecer siempre como paradigmas del buen decir y la pureza idiomática. En una oportunidad, por ejemplo, el doctor Marco Fidel Suárez, que entonces ocupaba el Ministerio de Relaciones Exteriores apareció en un aviso de prensa certificando que desde que consumía habitualmente cerveza Kopp-Bavaria se había mejorado mucho de una dispepsia que sufría. Otro purista le replicó cuestionando la legitimidad del giro “Sufro de dispepsia”. El señor Suárez, vivamente preocupado ante el riesgo de que su renombre de castizo pudiera padecer mengua, publicó un artículo de tres columnas rebosantes de citas clásicas, en el que dejaba tirado en el campo a su contradictor. Sólo en ese momento pudo don Marco Fidel retornar a las labores propias de su cancillería18.
Debemos aclarar que las instituciones educativas liberales de esta época contaron con menos suerte de la que tuvieron las conservadoras de la era radical. El Externado de Colombia fue clausurado por el gobierno de Caro en 1895 y sólo volvió a abrir sus puertas, ya definitivamente, en 1918, a instancias del general Benjamín Herrera. En ese mismo año fue cerrada por el régimen la Universidad Republicana, la cual se reabrió en 1903. Con afecto y admiración ha evocado Julio H. Palacio al incomparable grupo de sabios maestros que prodigaron sus enseñanzas en dicho claustro en los primeros años de los noventa: Antonio Vargas Vega, Juan David Herrera, Francisco Eustaquio Álvarez, Salvador Camacho Roldán, Antonio José Iregui, Juan Félix de León, Alejo de la Torre, José Herrera Olarte, Luis A. Robles. Los mismos que dirigieron a Enrique Olaya Herrera en sus primeros pasos por la Universidad Republicana en 1893.
En cuanto a la instrucción pública primaria, podemos decir sin temor a errar que desde entonces ya afrontaba las dificultades y penurias que aún hoy padece, en la antesala del siglo xxi. Pero terminando el xix un solo color iba tiñendo progresivamente las aulas, los textos y los maestros: ¡el negro de las sotanas! Respecto al número de escuelas públicas, en 1881 había 17, de las cuales 4 estaban fuera de servicio; en 1884 había un total de 10 en servicio; en 1888, 12 primarias y 2 anexas a las normales; en 1892, 17, y en 1894 este número bajó a 12, incluidas las rurales de Chapinero y El Verjón; en 1900 la guerra cerró todas las escuelas. Los niños matriculados aumentaron de 953 a 1 086 en este periodo, aunque el total de asistencia real debe disminuirse en un 20 por ciento19.
En cuanto a locales propios, en 1884 la ciudad contaba con cuatro, que se redujeron a uno en 1898. Teóricamente había más, pero muchos fueron destinados a cuarteles y retenes de policía. Lamentable destino el de la educación básica de nuestra juventud en aquellos tiempos de guerras y convulsiones: eran con mucho, las mejores escuelas de la ciudad las tres de la Sociedad de San Vicente de Paúl.
El panorama de dotación escolar guardaba una triste armonía con la indigencia, el rasgo primario de la educación regeneradora. Decía un superintendente de instrucción pública en 1888: “En todas las escuelas se carece del número suficiente de bancas y hay necesidad de agrupar los niños hasta ocho en cada una, siendo así que éstas dan cabida sólo a cuatro”20.
Otra tendencia que se observó por entonces fue la feminización de la docencia primaria. En 1888 aún había dos varones dictando clases en las escuelas de La Catedral y Las Nieves. En 1898 la totalidad de las plazas estaban ocupadas por mujeres.
En lo referente al perfil y características generales del maestro, la Regeneración abolió los conceptos existentes e impuso otros acordes con su ideología. En consecuencia, el maestro de juventudes, antes que un pedagogo, debía ser un arquetipo de religiosidad y de moral católica y no podía entrar a ejercer su ministerio sin el visto bueno del correspondiente párroco, quien debía pronunciarse, mediante un certificado, sobre la idoneidad ética y religiosa del presunto maestro. De acuerdo con estas nuevas pautas, las escuelas normales que había organizado la misión alemana que trajeron los radicales, fueron entregadas en su totalidad a los Hermanos de las Escuelas Cristianas. La enseñaza primaria se hizo privada paulatinamente: en 1888, 19 escuelas privadas educaban a 501 estudiantes de un total de 1 640 que existían en la ciudad, a cambio de 567 educados por 22 escuelas particulares en 1894, sobre un total de 1 086 educandos.
Durante la época radical, las escuelas normales graduaron, entre 1871 y 1880, 128 maestros y 120 maestras. Todo este meritorio esfuerzo se esfumó posteriormente. Unos desertaron ante las nuevas condiciones de la educación; otros, lo que es más triste, fueron reclutados y sucumbieron en las guerras fratricidas de 1885, 1895 y la de los Mil Días. Y el epílogo no puede ser más patético, lo cuenta Epímaco Cabarico en su libro Política pedagógica de la nación colombiana. Muertos ya o ausentes todos los maestros de la antigua escuela normal pestalozziana, sólo uno persistía en su benemérita labor. Era el señor Esteban José Blanco, quien logró permanecer al frente de sus actividades pedagógicas hasta 1914, año en que se ahogó en las afueras de esta capital, en un esfuerzo tan valeroso como inútil por salvar de las aguas a un alumno suyo que estaba corriendo la misma suerte. El orador que designó la Secretaría de Instrucción Pública para hacer el elogio póstumo de Blanco se refirió en su discurso al triunfo categórico del credo católico sobre el materialismo ateo que siempre se había mostrado incapaz de producir maestros que llegaran hasta el sacrificio de sus vidas por las de sus discípulos ( ! ).
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Notas
- 1. Biblioteca Nacional, Bogotá, Sala de libros raros y curiosos, Instrucción Pública, manuscrito n.o 352, fols. 386 a 388.
- 2. Espinosa, José María, Memorias de un abanderado, Biblioteca Banco Popular, Bogotá, 1971, vol. 15, pág. 29.
- 3. Biblioteca Nacional, Bogotá, Sala de libros raros y curiosos, manuscrito n.o 192, fols. 26 recto y verso.
- 4. El Constitucional de Cundinamarca, 19 de febrero de 1837.
- 5. Ibíd., 6 de noviembre de 1842.
- 6. Groot, José Manuel, Historia eclesiástica y civil de la Nueva Granada. Ver también la Gaceta de la Ciudad de Bogotá del 19 de mayo de 1820.
- 7. El Constitucional, 26 de agosto de 1824.
- 8. El Constitucional de Cundinamarca, 26 de febrero de 1843.
- 9. Ibíd., 19 de febrero de 1843.
- 10. Diario de Cundinamarca, octubre 27 de 1880.
- 11. Diario de Cundinamarca, 20 de octubre de 1880.
- 12. Diario de Cundinamarca, 23 de noviembre de 1880.
- 13. Anales de Instrucción Pública, n.o 1 al 6; septiembre de 1880 a febrero de 1881.
- 14. La Situación, 11 de julio de 1883.
- 15. Casas Rojas, Jesús, Informe del ministro de Instrucción Pública en el año de 1888, Bogotá, Imprenta de La Luz, pág. 46.
- 16. Citado por hno. Guillermo Alfonso, “La obra educadora de monseñor Rafael M. Carrasquilla”, tesis Pontificia Universidad Javeriana, 1952, págs. 71-77.
- 17. El Orden, 1.o de diciembre de 1888.
- 18. Palacio, Julio H., Historia de mi vida, Editorial Incunables, Bogotá, 1984, págs. 176-177.
- 19. Becerra, Ricardo, Memoria del secretario de Instrucción Pública, 1881, Imprenta de Colunje y Vallarino, pág. 92; Pérez, Rafael, Memoria del secretario de Instrucción Pública dirigida al presidente de los EE. UU. de Colombia, Bogotá, Imprenta de Medardo Rivas, 1881, pág. 43; Trujillo, José I., Informe que el ministro de Instrucción Pública presenta al Congreso de Colombia en sus sesiones de 1892, Bogotá, Imprenta de Samper Matiz, 1892, pág. XCIV; Zerda, Liborio, Informe que el ministro de Instrucción Pública presenta al Congreso de Colombia en sus sesiones de 1894, Bogotá, Imprenta de La Luz, 1894, pág. XIII.
- 20. Cárdenas, Rafael, Informe de inspector general de la instrucción primaria de Cundinamarca, año de 1888, Bogotá, Imprenta de Echeverría Hnos., 1888, pág. 51.
#AmorPorColombia
La educación decimonónica
Texto de: Eugenio Gutiérrez Cely
ESCUELAS, COLEGIOS Y UNIVERSIDADES
El caso de la educación en Santafé no constituyó una excepción dentro del conjunto de las colonias españolas en América. Igual que en el resto de estos territorios, la instrucción en todos sus niveles, particularmente en el universitario, fue una actividad que permaneció casi totalmente en manos de la Iglesia. Es así como hacia el año de 1800, los centros educativos que operaban en Santafé eran la Universidad de Santo Tomás, los colegios mayores del Rosario y San Bartolomé, el colegio de niñas de La Enseñanza, una escuela primaria regentada por la comunidad dominica y una escuela pública de primeras letras en el barrio de La Catedral, administrada por la parroquia local.
El panorama de la educación básica y primaria en la ciudad era ciertamente desolador. Los niños de las familias acomodadas no tenían problema, pues recibían la educación primaria dentro del recinto del hogar, de sus mismos padres o de maestros y preceptores particulares que iban a las casas a impartir sus lecciones. Pero quienes no podían darse ese lujo estaban en su gran mayoría al margen de los beneficios de la educación más elemental. De ahí el angustiado clamor del padre Nicolás Cuervo, párroco de Santa Bárbara, quien en 1805 solicitó de manera encarecida el apoyo de la Real Hacienda para la apertura de escuelas públicas en la capital debido a la imposibilidad de hacerlo con las precarias rentas municipales. Decía así el Memorial del padre Cuervo:
“En todas partes son necesarias y muy importantes las escuelas públicas; pero principalmente en las ciudades y lugares populosos y pobres como ésta donde ocupados la mayor parte de sus vecinos como jornaleros, oficiales y maestros dejan diariamente abandonados a sus menores hijos en las calles y en las plazas pidiendo limosna (con lo que luego se vuelven vagos)… Se necesita en esta capital el pronto establecimiento de escuelas públicas pues por desgracia no hay en toda ella más que una que se debe a la buena memoria y caridad de Antonio González Casadiego, que la dotó con $400 anuales; si se exceptúa la gratuita y voluntaria que mantienen [los dominicos]. Ambas están colocadas en el centro de la ciudad, porque así conviene: sólo las disfrutan los de la parroquia de La Catedral donde viven los más pudientes de todas las clases y estados, y muy raro de las otras parroquias, por la gran distancia que hay de ellas al sitio donde están las escuelas”1.
A la voz atribulada del sacerdote Cuervo se unió en 1808 la del sabio Francisco José de Caldas, quien por esa época publicó en el Semanario del Nuevo Reino de Granada un artículo que tituló “Discurso sobre educación”. Bien vale transcribir uno de sus apartes, que es un fiel reflejo de la aflictiva situación que en ese campo vivían en Bogotá los niños pertenecientes a familas de escasos recursos:
“No puede un buen patriota mirar con indiferencia aquella que observa en los muchos que pudieran contribuir al establecimiento de las tres escuelas gratuitas que como de justicia están pidiendo la multitud de pobres de que están llenos los tres barrios de Santa Bárbara, Las Nieves y San Victorino de esta ciudad. Si el celo y la caridad de los vecinos ricos no se emplea en semejantes generosos establecimientos, es preciso que, a excepción de muy pocos niños, que pueden ser educados por sus padres, y de otros que pueden pagar las escuelas pensionarias que casualmente suelen abrir uno u otro menesteroso vecino, queden todos los demás sin ninguna…”.
Bien puede inferirse del estudio de este panorama que la educación en Santafé, como en el resto de la América española era esencialmente elitista, y que, en consecuencia, existía una cúpula ilustrada que generalmente pasaba de la educación primaria en el hogar a los colegios mayores y universidades donde regía una sólida formación académica, mientras en los niveles inferiores el analfabetismo alcanzaba dimensiones dramáticas debido a la escasez casi absoluta de escuelas primarias. Era tan alarmante la carencia de escuelas que, ocasionalmente, la apertura de una nueva se convertía en gran noticia. De ello da fe el acucioso cronista Caballero, quien en octubre de 1809 escribió en su Diario:
“Se abrió la escuela de Las Nieves, en los tres balconcitos, puesta por el Señor Santiago Torres, cura de dicha parroquia”.
La mencionada noticia confirma el interés de la Iglesia por suplir al Estado virreinal en el campo educativo. Algo de este vacío era llenado parcialmente por la filantropía de algunos particulares que fundaban escuelas privadas con sus propios recursos. Uno de tales casos era el de doña Gertrudis Valenzuela, que regentaba en 1810 uno de esos planteles privados en la calle del Camarín del Carmen2.
Al iniciarse la era republicana, los granadinos tuvieron razones para albergar esperanzas respecto a un pronto y vigoroso surgimiento de la educación en la nueva república. Dichas esperanzas se fundaron en un decreto del Congreso de Cúcuta que dispuso fundar por lo menos una escuela de primeras letras en todas las parroquias que tuvieran de 100 vecinos en adelante. Por lo tanto, de conformidad con este decreto, en Bogotá había que establecer un mínimo de cuatro escuelas correspondientes a las cuatro parroquias de la ciudad. Lamentablemente este nobilísimo decreto pasó pronto a ser una triste utopía a causa de las arduas dificultades económicas que se interponían entre su letra y su realización. En efecto, dichas escuelas debían establecerse y sostenerse con el producto de las fundaciones privadas que se hubieran creado con ese objetivo, lo cual nada nuevo aportaba en el caso de Bogotá; con los sobrantes de las rentas de propios municipales, prácticamente nulos en la capital; y con contribuciones de los vecinos de la parroquia, cuyo recaudo tradicionalmente era muy difícil. El resultado consistió en que no se pudieron establecer las nuevas escuelas en Bogotá y que por esa época aún no había ninguna sostenida con fondos públicos, pues la de La Catedral se pagaba con un legado particular.
En diciembre de 1821 la Gaceta de la Ciudad de Bogotá informó acerca de una notable innovación que por entonces se operó en el terreno educativo en nuestra capital. Se acababa de establecer la primera escuela normal que conocieron Bogotá y el país, fundada y dirigida por el sacerdote franciscano fray Sebastián de Mora. A través de esta primera normal, fray Sebastián introdujo en la educación bogotana el método lancasteriano, así llamado en honor de quien lo ideó y puso en práctica, el educador inglés Joseph Lancaster. Este sistema era conocido también como el de la enseñanza mutua y consistía, básicamente, en poder impartir instrucción a un número muy considerable de alumnos bajo la dirección de un solo profesor cuya misión fundamental era la de elegir a los alumnos más talentosos y aventajados y nombrarlos monitores. A su vez la misión de estos monitores era la de asistir, apoyar, asesorar y reforzar al maestro principal en la educación de los alumnos inferiores. Fray Sebastián había estudiado a fondo el sistema lancasteriano en Europa, donde estuvo desterrado por el régimen pacificador, y había comprobado su eficiencia y su costo sensiblemente bajo, factores que lo hacían especialmente atractivo para sociedades que, como la nuestra, padecían una angustiosa estrechez presupuestal en materia de educación.
En enero del año siguiente, por decreto del vicepresidente Santander, quedó oficializada la creación de la escuela normal de Bogotá y se dispuso la apertura inmediata de una en Quito y otra en Caracas. Posteriormente el padre Mora se trasladó al sur y en su reemplazo fue designado como director de la Normal Lancasteriana el veterano pedagogo francés Pierre Commetant, quien conocía y dominaba a fondo el sistema y ofrecía la ventaja de traer consigo todo un repertorio de material educativo totalmente actualizado. Al poco tiempo el señor Commetant fue escogido para dirigir la escuela de Caracas y en su reemplazo quedó don José María Triana, que había sido discípulo suyo y de fray Sebastián.
Fue satisfactorio para los bogotanos comprobar los resultados positivos que arrojaba la implantación del método lancasteriano en la capital. Uno de sus más notables discípulos, don José María Lizarralde, pasó a dirigir una escuela de enseñanza mutua, que se inauguró en el barrio de Las Nieves en diciembre de 1822 gracias a una generosa donación que hizo el cura de esta parroquia, el padre Santiago Umaña. El aporte del párroco para la creación de la escuela fue de 4 000 pesos, que inmediatamente se colocaron a censo (interés) con un rendimiento del 5 por ciento anual. Los 200 pesos que producía la inversión se destinaban en su totalidad a la remuneración del maestro principal. Y siguieron los progresos. La Gaceta de Colombia informaba en agosto de 1823 acerca de la existencia de cuatro escuelas primarias de enseñanza mutua distribuidas así: una en el barrio de La Catedral; la de la parroquia de Las Nieves; otra en el Colegio de San Bartolomé (la anexa a la normal, que era la única sostenida con fondos públicos), y la cuarta en el convento de San Francisco.
Una de las características medulares del sistema lancasteriano era el rigor en la disciplina escolar, que a menudo llegaba a rayar en la crueldad. “La letra con sangre entra y la labor con dolor” era la norma capital que regía la disciplina de estas escuelas. La férula, el látigo, la vara eran instrumentos de uso corriente para azotar a los alumnos por las faltas más banales. Igualmente se utilizaba el castigo sicológico, muchas veces más cruel y degradante que el físico. Consistía en colocar sobre la cabeza del alumno que había fallado o titubeado en alguna lección una coroza o capirote infamante en el que se leía en caracteres grandes y notorios la palabra “burro”. El estudiante que se hacía merecedor de esta humillación pública quedaba obligado a lucir la coroza durante todo el tiempo que dispusiera el maestro y, por supuesto, a partir del momento en que se le colocaba el capirote era objeto de incesantes burlas y escarnios por parte de sus compañeros. Otro temible castigo consistía en encerrar a los alumnos supuestamente díscolos o negligentes en el aprendizaje, en calabozos oscuros, insalubres y fétidos por términos a veces prolongados en demasía. Los verdugos de primera instancia eran los monitores que, envalentonados por la autoridad con que se les había distinguido, solían mostrarse en extremo celosos y rudos con los estudiantes que se les confiaba. Uno de sus deberes primordiales era, por lo tanto, anotar en una pizarra las fallas de los pupilos, tanto en la disciplina como en el aprendizaje, para comunicarlas al maestro quien a su vez procedía sin demora ni piedad a aplicar uno de los terribles castigos ya descritos. Estas sanciones eran particularmente inhumanas si se tiene en cuenta que la enseñanza de las diversas asignaturas era absolutamente mecánica e irracional. Quiere decir esto que los alumnos tenían que recitar las lecciones de memoria, como si fueran loros, aunque no hubieran entendido una palabra. La captación del sentido de los textos era lo de menos. Lo esencial era que las parrafadas se repitieran ante el maestro o el monitor sin cambiar u omitir un solo vocablo bajo pena de recibir los correspondientes palmetazos o cualquier otro castigo.
El aprendizaje de la lectura se regía por los mismos procedimientos implacables que hemos venido describiendo. En cuanto a la escritura, se trataba desde el principio de que los alumnos se habituaran a hacer un tipo de letra uniforme. El maestro o el monitor se paseaban continuamente entre las filas de alumnos con la vara de rosa, la férula o la palmeta listas para ser descargadas sobre las manos de aquellos que estuvieran cometiendo algún error o desviándose de la línea oficial de la letra. La enseñanza de la escritura pasaba por varias etapas. En la primera el niño trazaba las primeras letras con una astilla de madera llamada puntero sobre una superficie de arena. Luego se pasaba a la escritura sobre pizarra, que se ejecutaba con un gis de piedra. Finalmente se daba el paso a la escritura sobre papel, con tinta y pluma de ganso. Los niños ricos adquirían cuadernos especiales y llevaban su propia tinta. Los de menores recursos utilizaban como cuadernos el reverso de las cartas que recibían sus padres u otros papeles viejos y preparaban la tinta con semillas de dividivi y caparrosa. Como secante usaban la llamada salvadera, que era marmaja molida. Es interesante transcribir aquí parte de la magnífica descripción que nos dejó don Ricardo Carrasquilla en Lo que va de ayer a hoy sobre lo que era un día típico de clases en una escuela lancasteriana de Bogotá:
“Sobre la silla del maestro había un… letrero escrito con grandes letras rojas que decía: ‘La letra con sangre dentra [sic] y la labor con dolor’.
”La primera hora de escuela se empleaba en estudiar de memoria las lecciones, principalmente las de Nebrija, siendo de advertir que jamás se nos hizo acerca de ellas la más ligera explicación; y que cuando la gritería menguaba un poco, el maestro tenía el cuidado de avivarla con férula en mano diciendo: ¡estudien!, ¡estudien! A las nueve salían al corredor los tomadores y los tomandos…
”A las nueve y media volvíamos a entrar en la sala para que los tomadores (monitores) dieran cuenta de las lecciones y darle a cada uno su merecido… Los tomadores, poniéndose de pies hacían el papel de defensores o fiscales y don Fructuoso dictaba la sentencia… Apenas se pronunciaba esta horrible sentencia, dos patanes extendían una capa en uno de los rincones de la sala, otro cargaba al reo, y el maestro con la impasibilidad de un antiguo cirujano, hacía zumbar el rejo, y descargaba lentamente los seis furibundos azotes que todos los muchachos íbamos contando en voz baja.
”De las once a las doce escribíamos en dos largas mesas, que estaban situadas en el corredor. Al terminar la escritura, don Fructuoso recostaba su silla de brazos en la puerta de la sala, y nosotros íbamos desfilando por delante de él con la plana en la mano. Aquí era donde hacía uso de su formidable uña, pues cogiendo con ella y con la punta del dedo índice el párpado del que no había escrito a su gusto, se lo retorcía de una manera espantosa, haciéndole ver estrellas y dejándolo tuerto por todo el tiempo que el párpado tardaba en volver a su acostumbrado lugar.
”Por fin sonaban las doce; el maestro daba una palmada de ovejas que huyen perseguidas por un hambriento lobo.”.
Consta en las actas de la Sociedad Filantrópica de Bogotá que algunos ciudadanos distinguidos protestaron enérgicamente contra la inhumanidad de los castigos infligidos a los niños en la escuela lancasteriana del barrio de La Catedral. Hay entre ellas una protesta del dr. Félix Merizalde dirigida especialmente contra la práctica de encerrar a los niños en calabozos húmedos, sucios y carentes de ventilación3.
Entre 1826 y 1831, debido a las dificultades que acompañaron la crisis de la Gran Colombia, se cerraron la mayoría de las escuelas en Bogotá. En 1831, el gobierno de Urdaneta, preocupado por esta situación, ordenó a la jerarquía eclesiástica y a las comunidades religiosas reabrir las escuelas que en otra época habían funcionado en los conventos de la capital. Esta disposición no fue cumplida. En ese mismo año El Constitucional de Cundinamarca, del 2 de octubre, presentaba un cuadro desolador del panorama educativo en Bogotá: sólo 150 niños concurrían a los dos escuelas públicas y a las dos privadas de primeras letras que existían en la ciudad. “Así, ni las estepas de Rusia, ni las ruinas de Grecia están más atrasadas que nuestro país en la instrucción popular”. Los efectos de la guerra civil que siguió a la disolución de la Gran Colombia se hacían sentir en ese momento en toda su crudeza.
A partir de 1832, ya parcialmente superados los graves problemas de los años anteriores, volvió a abrirse la escuela lancasteriana correspondiente a la parroquia de La Catedral. Haciendo énfasis sobre el reducido número de niños que asistían a esta escuela y a la de Las Nieves, El Constitucional de Cundinamarca publicó el 23 de septiembre de 1832 una alarmante información según la cual en la escuela de La Catedral estudiaban 67 niños y en la de Las Nieves 36, para un total de 103 niños en toda la ciudad, lo cual equivalía a menos del 1 por ciento de la población bogotana menor de 16 años. Esta proporción parecería inverosímil teniendo en cuenta que la característica medular del sistema lancasteriano era su extraordinario efecto multiplicador que se lograba, como ya lo hemos visto, a través de la pirámide cuya cúspide era el maestro y que se iba ensanchando hacia la base a través de la red de monitores. Sin embargo, había en nuestra capital problemas que entorpecían y retardaban la mencionada acción multiplicadora. De ellos da fe El Constitucional de Cundinamarca, que en mayo de 1835 denunciaba el abandono en que se tenía la escuela de La Catedral, la carencia de útiles y elementos primarios y los peligros de la insalubridad que generaban las letrinas ubicadas dentro de los mismos recintos de clase.
En 1834 la Cámara Provincial creó la llamada Sociedad de Instrucción Primaria de Bogotá, compuesta por personalidades eminentes de la capital y orientada hacia el fomento de la educación básica en la ciudad. La sociedad se entregó a su tarea con entusiasmo y altruismo editando algunos textos de lectura y religión y adquiriendo lápices y pizarras para los estudiantes. El mencionado entusiasmo alcanzó tales alturas que en el informe que presentó su secretario en 1837 se lee que “si este ardor es imitado con el mismo ahínco, será cierto que aun antes de 1850 nadie dejará de ser ciudadano de la Nueva Granada porque ignore la lectura y la escritura”4. Nuestro fantasioso secretario estaba entonces muy lejos de imaginar que, aproximándose el siglo xxi, si bien todos son ciudadanos, hay todavía un número alarmante de ellos que no saben leer ni escribir.
En 1842 la Cámara Provincial nombró una comisión para visitar las escuelas públicas de Bogotá y rendir un informe. Los resultados de la visita fueron un coro de lamentaciones. En el informe constaba, por ejemplo, que en la escuela de La Catedral había 112 alumnos inscritos de los cuales sólo concurrían entre 90 y 100. Este número de estudiantes era ridículo si se tiene en cuenta que la población total de esa parroquia era entonces de 18 455 habitantes. También se lee en el documento un texto harto revelador en cuanto a la actitud general de las gentes respecto a la educación de los menores. Los integrantes de la comisión declaraban que esta mínima asistencia de estudiantes a las aulas no se debía a la falta de interés de las autoridades locales “sino a que todavía la masa del pueblo prefiere ocupar a sus hijos en los quehaceres domésticos a desprenderse de ellos y dedicarlos a recibir una educación que no tuvieron los padres”5.
En octubre de 1844 tuvo lugar en Bogotá un acontecimiento sobresaliente: la inauguración de la escuela normal en un edificio construido expresamente para la institución en la Calle de Santa Clara, cerca del Observatorio Astronómico. Se trató del primer local levantado en el país conforme a las prescripciones del método lancasteriano.
En cuanto a los internados para la educación secundaria, debemos destacar que el primero de ellos se fundó en Bogotá en 1827 por el pedagogo José María Triana, quien ya tenía trayectoria y experiencia en el sistema lancasteriano. Este colegio, conocido como la “1.ª Casa de Educación”, se inició con un grupo de 20 estudiantes y fijó una pensión de 20 pesos mensuales, que de hecho lo convirtió en un plantel exclusivo para hijos de familias pudientes. De la calidad de los estudios que se cursaban en el colegio de Triana da una clara idea el hecho de que su primera promoción ingresó toda en la Universidad Central de la capital.
Pasemos ahora a ocuparnos un poco de la educación femenina en Bogotá en estas primeras décadas del siglo xix. El 12 de junio de 1825 la Gaceta de Colombia presentó un informe acerca del método que empleaban las monjas de La Enseñanza en el colegio que regentaban desde finales de la Colonia y que se sostenía con el legado recibido de doña Clemencia Caicedo. Dice así:
“Dividen la enseñanza en dos clases, la primera de colegialas que viven en el colegio por separado, pero bajo de la misma clausura permanecen allí hasta que sus padres o tutores las sacan para que tomen estado, y la segunda es la enseñanza de toda clase de niñas que ocurren a las piezas exteriores del convento diariamente. Desde que se fundó este tan útil establecimiento no baja el número de las asistentes de 150. Las colegialas, que como se ha dicho, viven dentro de la clausura, no deben pasar su número de 32. A unas y otras se les enseña principalmente los oficios de la religión, leer y escribir, y los oficios y labores propios de su sexo”.
Al cabo de pocos años, en 1832, fue evidente que el colegio de La Enseñanza no alcanzaba para dar curso normal a las necesidades de educación femenina de la ciudad. De ahí se originó la fundación del Colegio de la Merced, debida a la iniciativa del gobernador de Bogotá, Rufino Cuervo, quien desde el principio tomó las precauciones necesarias para darle un adecuado soporte financiero contando para ello con la fundación que habían establecido en 1791 don Pedro Ugarte y doña Josefina Franky a favor de las niñas huérfanas de la capital. También dispuso el señor Cuervo para esta finalidad algunos de los bienes provenientes de los extinguidos conventos de Las Aguas en Bogotá y de San Francisco en Guaduas.
En 1833 y 1837 se establecieron en la ciudad las dos primeras escuelas privadas de niñas de instrucción primaria, la segunda de las cuales empezó a operar ya bajo las pautas del método lancasteriano. También se creó por esa época una casa particular de instrucción de niñas en primaria y secundaria. No obstante, los estudios secundarios eran muy poco concurridos por las alumnas puesto que no estaba permitido el acceso de mujeres a la universidad.
Respecto a esta última, el historiador Guillermo Hernández de Alba trae en su obra Aspectos de la cultura colombiana el siguiente informe de mucho interés sobre un privilegio hoy realmente escandaloso que hasta 1826 aprovechó la Universidad de Santo Tomás:
“No venía siendo otra cosa sino el lugar en donde se otorgaban grados académicos; no había en ella una sola cátedra donde los estudiantes laicos pudiesen oír el derecho o la medicina ni ejercitarse como profesores… Los estudiantes de los dos Colegios Mayores del Rosario y San Bartolomé, ganaban en ellos los cursos universitarios, teniendo que concurrir a la Universidad Tomística donde sufrían los exámenes, y recibían los grados académicos de bachiller, maestro licenciado y doctor, sin que jamás se les considerase como miembros de la Universidad. No era tampoco raro el que los teólogos y canonistas dominicanos sirviesen de examinadores en medicina, por ejemplo, cuya ciencia jamás habían profesado”. Así pues, la inquisición del saber educativo superior la ejercían los dominicos, además de embolsillarse los derechos de grado, generalmente tan costosos, que después de terminar sus estudios en el San Bartolomé o en el Rosario, “muchos no se titulaban por falta de recursos para satisfacer los inmensos gastos”.
El panorama de la educación universitaria después de la Independencia presenta aspectos muy interesantes. Uno de ellos es que al reabrir sus puertas en 1820 los colegios de San Bartolomé y el Rosario, el vicepresidente Santander dispuso que los estudiantes recibieran instrucción militar saliendo los domingos a los suburbios de la ciudad a hacer prácticas castrenses con fusiles de palo6. Esta medida, sin duda prudente y previsiva, obedecía a que por aquella época estaba aún lejos de concluir la guerra de la Independencia y a que, a pesar del triunfo de Boyacá, todavía las armas realistas representaban un serio peligro para la estabilidad de la nueva república. En otras palabras, aún faltaban casi cinco años para la victoria final en Ayacucho.
Pero el aspecto más notable de nuestro panorama universitario en estos albores de la República fue la pugna que desde el principio se planteó entre los sectores liberales y progresistas, apremiados por la urgencia de demoler hasta sus cimientos las estructuras teocráticas de la educación colonial, y los grupos retardatarios que se empeñaban en mantener a toda costa el predominio y el influjo de la Iglesia y sus dogmas sobre la educación superior. Las nuevas ideas gozaron de enorme popularidad y acogida entre una parte muy apreciable de las juventudes universitarias que estaban resueltamente por la separación de la Iglesia y el Estado e incluso por la subordinación de aquélla a éste, por las libertades individuales y de culto y, en general, por todas las formas avanzadas de la democracia.
Esta disputa tuvo como centro de gravedad el ámbito universitario, que era donde se congregaba y se formaba gran parte de la clase dirigente del país. Respecto a la educación popular, no había divergencias y puede decirse que más bien había consenso entre la élite debido a que no pasaba de las etapas elementales y primarias, pero fundamentalmente a causa de que las masas populares, ignorantes y desorganizadas, no eran deliberantes en esa época. De ahí que la lucha ideológica se concentrara de manera taxativa dentro del marco universitario.
En los primeros años de la República fue vigorosa y alcanzó resonantes triunfos y avances la corriente liberal. A propósito decía, el 24 de julio de 1822, el periódico bogotano La Indicación, refiriéndose a los primeros certámenes de fin de curso que se presentaban en el San Bartolomé y el Rosario luego de la Independencia:
“Se ha demostrado que la potestad eclesiástica es toda espiritual, y que su divino fundador no quiso ninguna autoridad temporal, se sostuvo que los fueros, privilegios e inmunidades de que gozaban la Iglesia y los Señores eclesiásticos son todos humanos y debidos a la magnificencia y piedad de los príncipes y de los pueblos. En el colegio de San Bartolomé se han defendido varias cuestiones de derecho público, sobre la organización de la sociedad, derechos naturales del hombre, y sus deberes… sobre que la religión cristiana no es opuesta a un gobierno liberal y feliz; y últimamente sobre que es del resorte exclusivo de la potestad civil declarar o impedir la tolerancia de otras religiones”.
A estas alturas todavía convivían en forma pacífica los catedráticos de ideas avanzadas con personajes tan intransigentes como el célebre sacerdote Francisco Margallo. Pero la pugna continuó y se fue tornando más aguda. Una muestra elocuente de esta situación la aporta el muy católico y ortodoxo historiador José Manuel Groot, quien en su Historia eclesiástica y civil de la Nueva Granada afirma:
“Todos estos estudios se hacían por autores bien calculados al efecto, y no hay para qué advertir que en estos actos [a los que yo asistía] los examinadores, siendo el Vicepresidente [Santander] el que siempre llevaba la primera réplica, se esmeraban en hacer lucir a los jóvenes en todos aquellos puntos que daban lugar al filosofismo anticatólico, bajo pretexto de atacar el fanatismo, las preocupaciones de la ignorancia, etc. A los jóvenes… se les había afiliado, con ciertos libritos supererogatorios, que eran como el asentador de la navaja, tales como el Ensayo sobre las preocupaciones, por Dumarsais, el Diccionario filosófico de Voltaire, el Retrato político de los Papas por Llorente, etc.… Aquella máxima de Volney, ‘El principio de la sabiduría es saber dudar’, era el oráculo que se les inculcaba y que todos repetían en contraposición de la del Espíritu Santo: ‘El principio de la sabiduría es el temor de Dios’”.
Por esta época la insurgencia estudiantil llegó hasta el punto de proponer categóricamente que las altas autoridades del Colegio de San Bartolomé fueran elegidas por sufragio de los estudiantes7. En noviembre de 1825 los progresistas lograron otro triunfo muy significativo con el decreto del vicepresidente Santander por el cual se implantaba en la universidad la enseñanza de las teorías del filósofo inglés Bentham, duramente condenado por la Iglesia como materialista y ateo. Esta modificación en el plan de estudios, sin duda revolucionaria para la época, dio lugar a la áspera controversia a que ya nos referimos entre don Vicente Azuero, campeón de las nuevas ideas, y el sacerdote Margallo, el más acre impugnador de las mismas. Azuero se enfrentó resueltamente a Margallo hasta el punto de lograr que la justicia no sólo lo amonestara sino que lo condenara a 10 días de reclusión en la recoleta de San Diego. Se cuenta que cuando Margallo salió de su encierro se encontró por la calle con el vicepresidente Santander, quien en tono burlón le preguntó al recalcitrante cura cómo le había ido en sus ejercicios espirituales. Usando el mismo tono, Margallo le respondió: “He practicado los ejercicios pero no tengo ningún propósito de enmienda”.
Las ideas liberales siguieron penetrando en los programas de educación superior. En el plan de estudios de 1826 el vicepresidente Santander incluyó los tratados de Destut de Tracy y Condillac, reprobados por la Iglesia como perniciosos y materialistas. Dentro del programa se integraba también en su totalidad la teoría de Bentham relacionada con la legislación universal, civil y penal. Después de tres siglos de hegemonía incuestionable y absoluta, el imperio de la Iglesia sobre la educación superior en nuestro país empezaba a venirse abajo. El furibundo e intolerante señor Groot escribía a la sazón:
“Por evitar males tan grandes a sus hijos muchos padres de familia prefirieron dejarlos en la ignorancia de las letras antes que pervertirlos enviándolos a la universidad a estudiar por Tracy y Bentham. Prefirieron una sana ignorancia a la sabiduría perversa”. Estas palabras, que son más las de un energúmeno que las de una persona serena y objetiva, revelan hasta qué grado de pugnacidad estaba llegando el conflicto.
El antipático monopolio de la universidad tomista, a que ya nos referimos anteriormente, terminó en 1826 y pasó a la Universidad Central, de carácter público. Cuando los dominicos se enteraron del próximo fin de sus prerrogativas, empezaron a graduar estudiantes en forma tan apresurada que el mismo Groot escribió cómo de este alud de grados se había derivado “un flujo de doctores tan considerable en pocos días, que parecían haber aplicado los padres el vapor a la universidad tomística, por lo cual la gente de buen humor empezó a llamarlos los doctores al vapor”. El 25 de diciembre de 1826 fue instalada oficialmente la Universidad Central en el edificio que había servido para las aulas del San Bartolomé.
Da la noticia el historiador José Manuel Groot de un divertimento muy original que pusieron en práctica los estudiantes del San Bartolomé para celebrar las fiestas de diciembre de 1825, y que se repitieron hasta 1829. Se trataba de crear dentro del claustro todo el aparato de una república con su presidente, sus cámaras legislativas, su organización judicial y sus autoridades eclesiásticas y militares. Describe así el señor Groot la “República Bartolina”:
“El Colegio de San Bartolomé, como en otros años, desde el día 16 se erigió en República, con el nombre de Bartolina. Se hizo Congreso y se dio Constitución. Se eligió o para presidente de ella al señor José María Chaves, empleado de la Casa de Moneda, y por Arzobispo al presbítero Doctor Moyano. Las cualidades que la Constitución exigía para ser Presidente de la República eran tener plata y no ser miserable. El tren de poderes y empleados era completo: había Tribunales de Justicia, Secretarios de Estado, Intendente, gobernador, etc.; Generales, Jefes y Oficiales del Ejército y Marina, que se presentaban con sus uniformes e insignias. Había papeles, entre ellos la Gaceta Oficial, en que se publicaban noticias y comunicaciones de las autoridades; los partes del Almirante de Marina, Pioquinto Rojas, (etc.)… Los secretarios del despacho trabajaban asiduamente, cada uno en su ramo. El de Hacienda no tenía más funciones que pedir plata al Presidente de la República para los gastos nacionales; porque la República Bartolina no costeaba al Presidente, sino que el Presidente costeaba de su bolsillo la República: admirable institución que se habría de adoptar en todas ellas…
”El Arzobispo no tenía más funciones episcopales que las de asistir a las comedias y entremeses que se representaban por la noche, y echar bendiciones… Asistía el Vicepresidente Santander, pero como particular, lo mismo que otros altos empleados. El señor Chaves, Presidente de la República, con bastón y banda nacional, y el ilustrísimo señor Moyano, Arzobispo de la Arquidiócesis, con vestiduras episcopales, ocupaban los dos primeros puestos. El Doctor Moyano se moría de gusto oyéndose llamar ilustrísimo Señor, y le echaba bendiciones a todo el mundo. Estaba tan poseído de su papel, que estando sentado junto al General Santander, le hablaba con tanto fundamento, como si efectivamente fuera Arzobispo; y Santander, que tenía algo del humor del ventero que armaba caballeros andantes, le daba el tratamiento de Ilustrísima y él lo recibía con mucha seriedad…
”Así se pasaron los colegiales alegremente los días de aguinaldos y pascuas, y no se sabe quién sentiría más el fin de la República Bartolina, si los colegiales o el Doctor Moyano”.
Cuando Bolívar reasumió la presidencia en 1827, eliminó la vicepresidencia y convocó posteriormente la Convención de Ocaña, sus contradicciones con Santander llegaron al clímax, hasta el punto de que éste se convirtió en la cabeza de la oposición al régimen bolivariano. En este encarnizado juego político, el Libertador comprendió que, siendo como era de vida y muerte, había que apelar a todos los recursos para robustecer sus fuerzas, y fue así como, en una decisión que ha sido duramente controvertida, optó por ganarse el nada despreciable respaldo de la Iglesia, prohibiendo por decreto de 12 de marzo de 1828 la enseñanza de los principios de legislación en la universidad por los tratados de Bentham. Más tarde, en vista de que los conjurados de septiembre de ese mismo año utilizaron para sus fines a varios estudiantes de la universidad, Bolívar radicalizó todavía más su posición, intensificando la difusión de las doctrinas católicas en los claustros y borrando toda posible huella de principios filosóficos liberales, juzgados como vitandos por la Iglesia.
La educación superior siguió su marcha bajo el signo de la inestabilidad y los vaivenes. A principios de 1832, La Diligencia y El Constitucional de Cundinamarca informaron acerca de la airada protesta y el rechazo categórico con que los estudiantes del San Bartolomé afrontaron la designación del nuevo rector eclesiástico. Rezaba así el informe de los periódicos:
“[El rector] sólo cuida de restablecer las prácticas de los jesuitas de que los alumnos del colegio recen el rosario, aprendan el latín y se dediquen con preferencia al estudio de la Teología… Sabemos de una manera positiva que el 6 del presente mes ha sido desobedecido y desacatado fuertemente el rector de aquél colegio por algunos de sus alumnos, a causa de que se intentó quitar a uno de ellos un fusil y una lanza que tenía en su cuarto con escándalo y alarma de todos… Ya en Munich y otras partes se ha hecho necesario, por escándalos de esta misma especie, cerrar las universidades en obsequio de la pública tranquilidad. ¡No permita Dios que alguna vez se sienta entre nosotros igual necesidad!”.
En mayo de 1835, bajo el gobierno de Santander, se produjo otra medida, al restablecerse el plan de estudios que el mismo Santander, en su calidad de vicepresidente, había promulgado en 1826. En otras palabras, este decreto era el retorno triunfal del trajinado Bentham a la universidad granadina. Desde luego, la reacción no tardó en producirse en la forma de una oposición cerril al restablecimiento de las teorías “nocivas” y “ateas” del filósofo inglés en nuestra enseñanza superior.
La controversia se fue polarizando hasta los mayores extremos. El periódico La Cáscara Amarga informó en noviembre del mismo 1835 que los padres candelarios habían acordado negar la absolución a los colegiales de San Bartolomé por envenenar a conciencia sus mentes con tan abominables herejías. Pero esto no es nada. La pugna se agudizó hasta el punto de que el mismo Congreso se dividió. Mientras el Senado resolvió “prohibir la enseñanza pública por autores cuyas doctrinas se apoyan en principios subversivos de los dogmas de la Religión Católica y la moral”, la Cámara, tomando una dirección opuesta, facultó a los catedráticos para que escogieran según su soberano albedrío los textos que juzgaran más adecuados para la formación de sus alumnos. En esa forma, la Cámara instituía la plena libertad de cátedra en Colombia. Esta lucha, como era lógico, hizo más aguda la brega por el control de la universidad. Finalizando el año de 1836, y ya derrotado en las urnas el partido de Santander, fue elegido por los catedráticos y ex alumnos con el grado de doctor, Rufino Cuervo como rector de la Universidad, lo cual constituyó un factor de pacificación de los ánimos debido a la reconocida ecuanimidad de don Rufino. Por esa época, no fueron pocos los observadores que atribuyeron la derrota santanderista al restablecimiento de las teorías benthamistas en la universidad.
En diciembre de 1839, la mayoría santanderista de la universidad eligió como rector a don Florentino González, sin duda el más caracterizado partidario del general Santander. Pero el gobierno logró invalidar el nombramiento alegando que, en su calidad de congresista, González no podía acupar el cargo.
Concluida la Guerra de los Supremos, la autonomía universitaria recibió un golpe mortal al suspenderse la elección de rector que existía desde 1826 y asumir el ejecutivo la potestad de nombrar y remover a estos funcionarios. En seguida se promulgó un nuevo plan de estudios bajo la inspiración del secretario del Interior, Mariano Ospina Rodríguez. Una nueva reforma y Mr. Bentham salía otra vez de la universidad colombiana, la cual se convertía así en el primer trofeo que reclamaban los vencedores luego de las más álgidas confrontaciones políticas y militares. No en vano, como ya dijimos, se formaba allí gran parte de la clase dirigente del país.
Por supuesto, los nuevos rectores, que ya no debían su elección al voto de los catedráticos y ex alumnos doctores, endurecieron hasta inauditos extremos de autoritarismo su actitud hacia los estudiantes, sancionándolos y expulsándolos por cualquier causa banal. Una de las víctimas fue el estudiante José María Samper. Peor aún: la persecución no cesaba con las expulsiones. Las autoridades investigaban la vida personal y los medios de subsistencia de los expulsados, a fin de hacerles caer encima todo el peso de la ley y acusarlos de vagancia si no comprobaban que disponían de dichos medios o que estaban lícitamente ocupados8. Así describe don José María Samper en su obra autobiográfica Historia de un alma el cuadro de esta situación insufrible:
“Se dio a la Universidad de Bogotá un aspecto casi clerical. Clérigos eran el Rector y el Inspector y Jesuitas tres de los profesores del San Bartolomé, sin contar todos los catedráticos y empleados de la facultad de Teología; y tanto rigor había en las prácticas religiosas, que el exceso suscitaba de parte del mayor número de alumnos una reacción en sentido contrario. La juventud comprendió que la querían hacer conservadora o amoldarla de cierto modo, y por espíritu de contradicción se volvió toda liberal e incrédula… De que fueran perniciosas las doctrinas utilitaristas de Bentham, no se desprendía racionalmente la conveniencia de abolir la enseñanza de la vasta e importantísima ciencia de la Legislación… No habiendo en la universidad enseñanza alguna de la Filosofía del Derecho, todos nos aplicamos como pudimos a estudiar por fuera y como de contrabando estas materias y cada cual se formó las ideas que pudo, sin método ni dirección, resultando de aquí la anarquía y la exageración. Casi todos… al salir de la universidad fuimos radicales hasta la extravagancia”.
Tan válidas resultaron las palabras de Samper, que para corroborarlas están los nombres de aguerridos dirigentes radicales del futuro inmediato a quienes tocó asistir a la universidad en esa época: Eustorgio Salgar, Juan de Dios Restrepo, Santos Acosta, Nicolás y Próspero Pereira Gamba, Miguel Samper, Jacobo Sánchez, Medardo Rivas, Salvador Camacho Roldán9. Fue éste un caso típico del arma que se dispara por detrás, pues el plan de estudios de Ospina sólo sirvió para preparar una generación radical a ultranza, que, en la siguiente década, llevó su reacción contra el autoritarismo académico hasta imponer, en 1851, la abolición del diploma universitario como requisito para ejercer una profesión en el país.
EL EMBATE REGENERADOR
Demos ahora un salto de 30 años.
Entre 1880 y 1885 se operó la histórica transición de la era radical a la Regeneración. Fue ésta una época particularmente turbulenta durante la cual se registraron frecuentes choques políticos en la capital. Papel protagónico en tales enfrentamientos lo desempeñaron los estudiantes, como fuerza de choque del liberalismo, pese a que los radicales terminaron por perder el control sobre los principales centros de enseñanza de la ciudad (el Rosario, el San Bartolomé y la Universidad Nacional).
En 1880 se dictó la ley 106, uno de cuyos aspectos de mayor importancia era la rígida centralización de la enseñanza universitaria, la cual fue concentrada totalmente en Bogotá “con excepción de la enseñanza náutica” que, por obvias razones, se ubicó en Cartagena. Había en este designio un claro propósito político ya que, mediante la centralización, el gobierno podía seguir más de cerca la formación superior de los acaudalados provincianos, muchos de los cuales serían los dirigentes del futuro.
Sin duda el más importante acontecimiento político en el cual se vieron envueltos los estudiantes fue el del primero de abril de 1880, cuando hacían parte de las barras del Congreso y, al abrirse la sesión sin la presencia del nuevo presidente Núñez, fue llamado, luego de forcejeos entre los representantes, el primer designado Julián Trujillo, Presidente saliente y considerado como el mayor de los traidores en las filas de los liberales. El Diario de Cundinamarca del 4 de abril de 1880 reseñó así la entrada de Trujillo:
“Al presentarse en el salón estallaron con estrépito horriblemente atronador la rechifla y la cotorra más prolongadas y burlonas que persona alguna haya podido provocar… Un incidente agregó algo más de severidad al castigo. El senador Vargas Vega, Rector de la Escuela de Literatura, imploró de los estudiantes de la Universidad, que suspendieran, siquiera ellos, la rechifla”.
Por esa época la prensa conservadora arreció en sus críticas contra los universitarios acusándolos, a menudo con fundamento, de irrespetos callejeros a las damas, de obstruir las entradas a los templos, e incluso de lanzar guijarros contra venerables conventos de monjas.
Se quería desmontar la estructura universitaria creada por los radicales y, por supuesto, el primer obstáculo para ello lo constituían los propios universitarios liberales. Así pues, se utilizó contra ellos sus desmanes y pilatunas. El gobierno ordenó inspecciones en la Universidad Nacional y en el Rosario y empezó a aplicar un severo plan de sanciones contra los estudiantes indisciplinados y revoltosos, las cuales, a su turno, provocaron airadas reacciones por parte del estudiantado. Veamos algunas.
Ocurrió que en agosto de 1880 los alumnos internos del Rosario pidieron un día de asueto “para bañarse”. El rector se los negó y entonces la respuesta de los estudiantes consistió en permanecer indefinidamente en sus camas hasta que se accediera a su petición. Hubo varios expulsados y gran revuelo. Los expulsados apelaron sin buen suceso al presidente de la república. Tres de ellos, sin duda los más furibundos del grupo, juraron castigar ejemplarmente al vicerrector en presencia de todos los demás estudiantes, y habrían consumado su alevoso designio de no haber sido porque el agredido se les adelantó y se defendió a tiros de revólver10. Uno de los amotinados publicó un libelo en el cual afirmaba que el Colegio del Rosario, antaño forja de los creadores de la nacionalidad, ya no era más que una “colonia de negros”11.
Por otros lados tampoco escampaba. En noviembre del mismo año los ánimos de la Escuela de Ingeniería no andaban menos turbulentos. Como allí también se impartía instrucción en ingeniería militar, había una sala de armas. En una oportunidad en que los estudiantes protestaban contra el inspector y el conserje-bedel, estuvieron a punto de forzar las puertas de la dicha sala con la finalidad confesa de sacar a planazos a los mencionados funcionarios a la calle 12.
Estos escándalos, y otros más, como los desórdenes en la inauguración del monumento a los mártires de la Independencia, en la plaza de su nombre, motivaron que la Cámara de Representantes acordara por unanimidad una resolución en la que invitaba a los rectores de la Universidad Nacional y del Colegio del Rosario que hicieran “que los alumnos que están bajo su dependencia se consagren a sus tareas y se abstengan de hechos que redunden en descrédito de ellos y de la Nación”13.
Los conservadores y en general todos los partidarios de la Regeneración lanzaron entonces violentas críticas contra el desorden y pidieron autoridad y disciplina. Todo ello, lógicamente, desembocó en la universidad severa, intolerante y teocrática de la Regeneración.
Los conflictos exigieron de liberales y conservadores la plenitud de sus argumentos en torno al manejo de los establecimientos de enseñanza superior. Serían los conservadores quienes al final lograrían ganar la partida al establecer el patronato sobre los centros de enseñanza pública (el nombramiento de rectores por el ejecutivo), y la puesta en marcha de rígidos reglamentos en donde se declaraban incompatibles el régimen y la disciplina escolar “con la participación de los alumnos en pro o en contra de los bandos políticos que se disputan los puestos públicos”. Dicho reglamento, expedido por el rector del Rosario el 23 de marzo de 1883, fue aplicado de inmediato con la expulsión de 45 jóvenes que suscribieron una manifestación a la mayoría de la Cámara de Representantes14.
Hasta allí la Universidad Nacional había defendido a capa y espada el principio de la autonomía de su Gran Consejo Universitario. Hasta tal punto que en el año de 1876 éste ni siquiera había querido enviar al ejecutivo las ternas para la elección de rector. Pero ya desde 1878 se cortó el abuso, pues la ley del 10 de marzo, que creó la Secretaría de Instrucción Pública, “ordenó que el Secretario desempeñara las funciones de Rector de la Universidad Nacional y de Director de la Instrucción Pública, destinos que declaró suprimidos” (Memoria de Instrucción Pública de 1881).
La citada ley de 1880 fue el primer gran embate regenerador contra las pautas educativas radicales, entre otras razones porque ya sentaba las bases para una activa reivindicación de la enseñanza religiosa en todos los niveles. Además, fue el punto de partida para las reformas educativas de 1886 y 1887, que se concibieron a la luz del nuevo Concordato y conforme con el criterio inflexible y dogmático del señor Caro.
Una medida que tomó la Regeneración, anticipándose a que en el futuro pudiera producirse otro movimiento pendular hacia el laicismo, fue el robustecimiento de la Universidad Católica, que había fundado en 1884 el delegado apostólico Agnozzi. Por eso decía su rector honorario Juan Pablo Restrepo en 1888: “Conservarla es prudente precaución aconsejada por el peligro remoto, pero no imposible, de que andando los tiempos pudiera sobrevenir un gobierno con ideas diversas de las que hoy rigen sobre educación religiosa”15.
Por esa época se incluyeron como parte de la Universidad Nacional la Academia Nacional de Música, la Escuela de Bellas Artes, el Instituto de Artesanos, la Biblioteca Nacional (que dirigía don Miguel Antonio Caro desde 1882), el Museo Nacional y el Observatorio Astronómico.
Fue entre 1888 y 1892 cuando se implantó el clásico modelo de universidad católica y ortodoxa bajo la inspiración de laicos como Caro, Jesús Casas Rojas, José Manuel Marroquín y Liborio Zerda, y de uno de los más eminentes eclesiásticos de que puede enorgullecerse el clero colombiano: monseñor Rafael María Carrasquilla, bogotano de pura cepa “de los que creen que por debajo de la Plaza de Bolívar pasa un brazo de mar”, como gustaba él de repetir, ministro de Instrucción Pública de la administración Caro entre 1896 y 1897 y rector del Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario entre 1890 y 1930, año de su fallecimiento. Monseñor Carrasquilla fue el gran restaurador de la filosofía tomista en la universidad colombiana y, aunque siempre se mostró severamente dogmático en asuntos de ortodoxia religiosa, fue a la vez un espíritu abierto y tolerante.
En la medida en que la educación oficial caía bajo la tutela eclesiástica empezaron por reacción a crearse instituciones particulares inspiradas en principios liberales y destinadas a la juventud liberal. Era, con signo contrario, lo mismo que había ocurrido durante el auge del radicalismo, cuando los conservadores fundaron y regentaron planteles sólidamente basados en los postulados de la filosofía tomista. Así habían aparecido el Colegio Pío Nono, del doctor Concha, donde el señor Caro dictó filosofía tomista según Balmes; el San Joaquín, que dirigía el doctor Víctor Mallarino; el San José, regentado por los presbíteros Manuel María Camargo y Salustiano Gómez; los colegios de don Ruperto Gómez y don Sandino Groot, y el del Espíritu Santo, cuyo rector fue Carlos Martínez Silva y donde se graduó con una sesuda tesis el joven Marco Fidel Suárez. También habría que destacar el Liceo de la Infancia, que fundó y dirigió don Ricardo Carrasquilla y donde enseñó filosofía tomista su hijo Rafael María, futuro rector del Rosario.
La filosofía tomista, cuya enseñanza y difusión se hicieron obligatorias a partir de la encíclica Aeterni Patris del Pontífice León XIII, se conoció en Colombia principalmente a través de autores como el padre Jaime Balmes, que la sintetizaron y vulgarizaron. La Suma teológica, en toda su extensión y densidad sólo fue conocida por grandes maestros como monseñor Carrasquilla y otros pocos. Seguramente por ello Carrasquilla sostenía que “de todos los sistemas filosóficos conocidos, el tomismo es el que más se ajusta… a la ciencia moderna, y no sé a quién admirar más, si a Santo Tomás cuando a poder de raciocinio preludia las conclusiones de Pasteur, o a Pasteur, cuando ve en el microscopio la metafísica de Santo Tomás…”16. Ojalá hubiera sido ese mismo el espíritu de sus epígonos, pero lamentablemente éstos a nombre de “conformar las verdades de la ciencia con el yugo de la fe”, persiguieron en nuestro país toda idea “sospechosa de materialismo o irreligión”.
Un capítulo ciertamente pintoresco de la historia de la educación bogotana a finales de siglo es un folleto que publicó y divulgó don José Manuel Marroquín en 1888, en su calidad de rector del Rosario, y al cual tituló “Aviso a los padres de familia que envían sus hijos a estudiar a Bogotá”. Afirmaba, entre otras cosas, el texto moralista del señor Marroquín:
“En la actualidad, las tentaciones para la juventud son infinitamente mayores. Hoy se especula con cálculo hábil y activamente con las inclinaciones y apetitos naturales de los jóvenes. El peligro no les viene únicamente de la gente perversa que vive y se enriquece con tan infame especulación. Entre las personas que frecuentan los hoteles, los establecimientos en que se venden comestibles y bebidas, las peluquerías y todos los lugares semejantes, hay pocas que tengan respeto a la niñez, debido a lo cual una persona de pocos años no puede acercarse a ellas sin ponerse en ocasión de oír alguna especie capaz de hacer vanos los esfuerzos que padres e institutores hayan hecho en largos años para conservar en su alma la pureza primitiva”17.
Era pues, no ya la Bogotá liberal, sino la Sodoma bogotana, que iba creciendo con el siglo, lo que preocupaba a estas alturas a los pedagogos regeneradores.
Por el lado del liberalismo surgió un selecto grupo de intelectuales y educadores que se dedicaron a fundar y promover instituciones educativas cuya misión esencial era la conservación y propagación de las ideas liberales. Entre ellos se destacaron Nicolás Pinzón, Luis A. Robles, Simón Araújo, José Herrera Olarte y Manuel Antonio Rueda Jara, que fundaron el Externado de Colombia en 1886; Eugenio J. Gómez, fundador de la Universidad Republicana en 1890; Lorenzo Lleras, Antonio J. Iregui, Aníbal Brito y Francisco Montoya, quienes en asocio de Rueda Jara, fundaron el Colegio Académico y el Liceo Mercantil. Según el cronista Julio Hoenigsberg, la finalidad esencial de estos ilustres educadores era “fundar escuelas privadas a donde no llegaran los inspectores eclesiásticos a imponer textos ni mucho menos a ejercer tutelaje sobre los profesores laicos”. El lema del Externado era inequívoco: “Después de las tinieblas espero la luz”. Y como lo señala el historiador jesuita Fernán González, se trataba de contrarrestar, estudiando a Spencer, el tomismo rampante de monseñor Carrasquilla, Miguel Antonio Caro y Marco Fidel Suárez.
Tomismo que, por otra parte, inclinaba a estos intelectuales y políticos a aparecer siempre como paradigmas del buen decir y la pureza idiomática. En una oportunidad, por ejemplo, el doctor Marco Fidel Suárez, que entonces ocupaba el Ministerio de Relaciones Exteriores apareció en un aviso de prensa certificando que desde que consumía habitualmente cerveza Kopp-Bavaria se había mejorado mucho de una dispepsia que sufría. Otro purista le replicó cuestionando la legitimidad del giro “Sufro de dispepsia”. El señor Suárez, vivamente preocupado ante el riesgo de que su renombre de castizo pudiera padecer mengua, publicó un artículo de tres columnas rebosantes de citas clásicas, en el que dejaba tirado en el campo a su contradictor. Sólo en ese momento pudo don Marco Fidel retornar a las labores propias de su cancillería18.
Debemos aclarar que las instituciones educativas liberales de esta época contaron con menos suerte de la que tuvieron las conservadoras de la era radical. El Externado de Colombia fue clausurado por el gobierno de Caro en 1895 y sólo volvió a abrir sus puertas, ya definitivamente, en 1918, a instancias del general Benjamín Herrera. En ese mismo año fue cerrada por el régimen la Universidad Republicana, la cual se reabrió en 1903. Con afecto y admiración ha evocado Julio H. Palacio al incomparable grupo de sabios maestros que prodigaron sus enseñanzas en dicho claustro en los primeros años de los noventa: Antonio Vargas Vega, Juan David Herrera, Francisco Eustaquio Álvarez, Salvador Camacho Roldán, Antonio José Iregui, Juan Félix de León, Alejo de la Torre, José Herrera Olarte, Luis A. Robles. Los mismos que dirigieron a Enrique Olaya Herrera en sus primeros pasos por la Universidad Republicana en 1893.
En cuanto a la instrucción pública primaria, podemos decir sin temor a errar que desde entonces ya afrontaba las dificultades y penurias que aún hoy padece, en la antesala del siglo xxi. Pero terminando el xix un solo color iba tiñendo progresivamente las aulas, los textos y los maestros: ¡el negro de las sotanas! Respecto al número de escuelas públicas, en 1881 había 17, de las cuales 4 estaban fuera de servicio; en 1884 había un total de 10 en servicio; en 1888, 12 primarias y 2 anexas a las normales; en 1892, 17, y en 1894 este número bajó a 12, incluidas las rurales de Chapinero y El Verjón; en 1900 la guerra cerró todas las escuelas. Los niños matriculados aumentaron de 953 a 1 086 en este periodo, aunque el total de asistencia real debe disminuirse en un 20 por ciento19.
En cuanto a locales propios, en 1884 la ciudad contaba con cuatro, que se redujeron a uno en 1898. Teóricamente había más, pero muchos fueron destinados a cuarteles y retenes de policía. Lamentable destino el de la educación básica de nuestra juventud en aquellos tiempos de guerras y convulsiones: eran con mucho, las mejores escuelas de la ciudad las tres de la Sociedad de San Vicente de Paúl.
El panorama de dotación escolar guardaba una triste armonía con la indigencia, el rasgo primario de la educación regeneradora. Decía un superintendente de instrucción pública en 1888: “En todas las escuelas se carece del número suficiente de bancas y hay necesidad de agrupar los niños hasta ocho en cada una, siendo así que éstas dan cabida sólo a cuatro”20.
Otra tendencia que se observó por entonces fue la feminización de la docencia primaria. En 1888 aún había dos varones dictando clases en las escuelas de La Catedral y Las Nieves. En 1898 la totalidad de las plazas estaban ocupadas por mujeres.
En lo referente al perfil y características generales del maestro, la Regeneración abolió los conceptos existentes e impuso otros acordes con su ideología. En consecuencia, el maestro de juventudes, antes que un pedagogo, debía ser un arquetipo de religiosidad y de moral católica y no podía entrar a ejercer su ministerio sin el visto bueno del correspondiente párroco, quien debía pronunciarse, mediante un certificado, sobre la idoneidad ética y religiosa del presunto maestro. De acuerdo con estas nuevas pautas, las escuelas normales que había organizado la misión alemana que trajeron los radicales, fueron entregadas en su totalidad a los Hermanos de las Escuelas Cristianas. La enseñaza primaria se hizo privada paulatinamente: en 1888, 19 escuelas privadas educaban a 501 estudiantes de un total de 1 640 que existían en la ciudad, a cambio de 567 educados por 22 escuelas particulares en 1894, sobre un total de 1 086 educandos.
Durante la época radical, las escuelas normales graduaron, entre 1871 y 1880, 128 maestros y 120 maestras. Todo este meritorio esfuerzo se esfumó posteriormente. Unos desertaron ante las nuevas condiciones de la educación; otros, lo que es más triste, fueron reclutados y sucumbieron en las guerras fratricidas de 1885, 1895 y la de los Mil Días. Y el epílogo no puede ser más patético, lo cuenta Epímaco Cabarico en su libro Política pedagógica de la nación colombiana. Muertos ya o ausentes todos los maestros de la antigua escuela normal pestalozziana, sólo uno persistía en su benemérita labor. Era el señor Esteban José Blanco, quien logró permanecer al frente de sus actividades pedagógicas hasta 1914, año en que se ahogó en las afueras de esta capital, en un esfuerzo tan valeroso como inútil por salvar de las aguas a un alumno suyo que estaba corriendo la misma suerte. El orador que designó la Secretaría de Instrucción Pública para hacer el elogio póstumo de Blanco se refirió en su discurso al triunfo categórico del credo católico sobre el materialismo ateo que siempre se había mostrado incapaz de producir maestros que llegaran hasta el sacrificio de sus vidas por las de sus discípulos ( ! ).
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Notas
- 1. Biblioteca Nacional, Bogotá, Sala de libros raros y curiosos, Instrucción Pública, manuscrito n.o 352, fols. 386 a 388.
- 2. Espinosa, José María, Memorias de un abanderado, Biblioteca Banco Popular, Bogotá, 1971, vol. 15, pág. 29.
- 3. Biblioteca Nacional, Bogotá, Sala de libros raros y curiosos, manuscrito n.o 192, fols. 26 recto y verso.
- 4. El Constitucional de Cundinamarca, 19 de febrero de 1837.
- 5. Ibíd., 6 de noviembre de 1842.
- 6. Groot, José Manuel, Historia eclesiástica y civil de la Nueva Granada. Ver también la Gaceta de la Ciudad de Bogotá del 19 de mayo de 1820.
- 7. El Constitucional, 26 de agosto de 1824.
- 8. El Constitucional de Cundinamarca, 26 de febrero de 1843.
- 9. Ibíd., 19 de febrero de 1843.
- 10. Diario de Cundinamarca, octubre 27 de 1880.
- 11. Diario de Cundinamarca, 20 de octubre de 1880.
- 12. Diario de Cundinamarca, 23 de noviembre de 1880.
- 13. Anales de Instrucción Pública, n.o 1 al 6; septiembre de 1880 a febrero de 1881.
- 14. La Situación, 11 de julio de 1883.
- 15. Casas Rojas, Jesús, Informe del ministro de Instrucción Pública en el año de 1888, Bogotá, Imprenta de La Luz, pág. 46.
- 16. Citado por hno. Guillermo Alfonso, “La obra educadora de monseñor Rafael M. Carrasquilla”, tesis Pontificia Universidad Javeriana, 1952, págs. 71-77.
- 17. El Orden, 1.o de diciembre de 1888.
- 18. Palacio, Julio H., Historia de mi vida, Editorial Incunables, Bogotá, 1984, págs. 176-177.
- 19. Becerra, Ricardo, Memoria del secretario de Instrucción Pública, 1881, Imprenta de Colunje y Vallarino, pág. 92; Pérez, Rafael, Memoria del secretario de Instrucción Pública dirigida al presidente de los EE. UU. de Colombia, Bogotá, Imprenta de Medardo Rivas, 1881, pág. 43; Trujillo, José I., Informe que el ministro de Instrucción Pública presenta al Congreso de Colombia en sus sesiones de 1892, Bogotá, Imprenta de Samper Matiz, 1892, pág. XCIV; Zerda, Liborio, Informe que el ministro de Instrucción Pública presenta al Congreso de Colombia en sus sesiones de 1894, Bogotá, Imprenta de La Luz, 1894, pág. XIII.
- 20. Cárdenas, Rafael, Informe de inspector general de la instrucción primaria de Cundinamarca, año de 1888, Bogotá, Imprenta de Echeverría Hnos., 1888, pág. 51.