- Botero esculturas (1998)
- Salmona (1998)
- El sabor de Colombia (1994)
- Wayuú. Cultura del desierto colombiano (1998)
- Semana Santa en Popayán (1999)
- Cartagena de siempre (1992)
- Palacio de las Garzas (1999)
- Juan Montoya (1998)
- Aves de Colombia. Grabados iluminados del Siglo XVIII (1993)
- Alta Colombia. El esplendor de la montaña (1996)
- Artefactos. Objetos artesanales de Colombia (1992)
- Carros. El automovil en Colombia (1995)
- Espacios Comerciales. Colombia (1994)
- Cerros de Bogotá (2000)
- El Terremoto de San Salvador. Narración de un superviviente (2001)
- Manolo Valdés. La intemporalidad del arte (1999)
- Casa de Hacienda. Arquitectura en el campo colombiano (1997)
- Fiestas. Celebraciones y Ritos de Colombia (1995)
- Costa Rica. Pura Vida (2001)
- Luis Restrepo. Arquitectura (2001)
- Ana Mercedes Hoyos. Palenque (2001)
- La Moneda en Colombia (2001)
- Jardines de Colombia (1996)
- Una jornada en Macondo (1995)
- Retratos (1993)
- Atavíos. Raíces de la moda colombiana (1996)
- La ruta de Humboldt. Colombia - Venezuela (1994)
- Trópico. Visiones de la naturaleza colombiana (1997)
- Herederos de los Incas (1996)
- Casa Moderna. Medio siglo de arquitectura doméstica colombiana (1996)
- Bogotá desde el aire (1994)
- La vida en Colombia (1994)
- Casa Republicana. La bella época en Colombia (1995)
- Selva húmeda de Colombia (1990)
- Richter (1997)
- Por nuestros niños. Programas para su Proteccion y Desarrollo en Colombia (1990)
- Mariposas de Colombia (1991)
- Colombia tierra de flores (1990)
- Los países andinos desde el satélite (1995)
- Deliciosas frutas tropicales (1990)
- Arrecifes del Caribe (1988)
- Casa campesina. Arquitectura vernácula de Colombia (1993)
- Páramos (1988)
- Manglares (1989)
- Señor Ladrillo (1988)
- La última muerte de Wozzeck (2000)
- Historia del Café de Guatemala (2001)
- Casa Guatemalteca (1999)
- Silvia Tcherassi (2002)
- Ana Mercedes Hoyos. Retrospectiva (2002)
- Francisco Mejía Guinand (2002)
- Aves del Llano (1992)
- El año que viene vuelvo (1989)
- Museos de Bogotá (1989)
- El arte de la cocina japonesa (1996)
- Botero Dibujos (1999)
- Colombia Campesina (1989)
- Conflicto amazónico. 1932-1934 (1994)
- Débora Arango. Museo de Arte Moderno de Medellín (1986)
- La Sabana de Bogotá (1988)
- Casas de Embajada en Washington D.C. (2004)
- XVI Bienal colombiana de Arquitectura 1998 (1998)
- Visiones del Siglo XX colombiano. A través de sus protagonistas ya muertos (2003)
- Río Bogotá (1985)
- Jacanamijoy (2003)
- Álvaro Barrera. Arquitectura y Restauración (2003)
- Campos de Golf en Colombia (2003)
- Cartagena de Indias. Visión panorámica desde el aire (2003)
- Guadua. Arquitectura y Diseño (2003)
- Enrique Grau. Homenaje (2003)
- Mauricio Gómez. Con la mano izquierda (2003)
- Ignacio Gómez Jaramillo (2003)
- Tesoros del Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario. 350 años (2003)
- Manos en el arte colombiano (2003)
- Historia de la Fotografía en Colombia. Museo de Arte Moderno de Bogotá (1983)
- Arenas Betancourt. Un realista más allá del tiempo (1986)
- Los Figueroa. Aproximación a su época y a su pintura (1986)
- Andrés de Santa María (1985)
- Ricardo Gómez Campuzano (1987)
- El encanto de Bogotá (1987)
- Manizales de ayer. Album de fotografías (1987)
- Ramírez Villamizar. Museo de Arte Moderno de Bogotá (1984)
- La transformación de Bogotá (1982)
- Las fronteras azules de Colombia (1985)
- Botero en el Museo Nacional de Colombia. Nueva donación 2004 (2004)
- Gonzalo Ariza. Pinturas (1978)
- Grau. El pequeño viaje del Barón Von Humboldt (1977)
- Bogotá Viva (2004)
- Albergues del Libertador en Colombia. Banco de la República (1980)
- El Rey triste (1980)
- Gregorio Vásquez (1985)
- Ciclovías. Bogotá para el ciudadano (1983)
- Negret escultor. Homenaje (2004)
- Mefisto. Alberto Iriarte (2004)
- Suramericana. 60 Años de compromiso con la cultura (2004)
- Rostros de Colombia (1985)
- Flora de Los Andes. Cien especies del Altiplano Cundi-Boyacense (1984)
- Casa de Nariño (1985)
- Periodismo gráfico. Círculo de Periodistas de Bogotá (1984)
- Cien años de arte colombiano. 1886 - 1986 (1985)
- Pedro Nel Gómez (1981)
- Colombia amazónica (1988)
- Palacio de San Carlos (1986)
- Veinte años del Sena en Colombia. 1957-1977 (1978)
- Bogotá. Estructura y principales servicios públicos (1978)
- Colombia Parques Naturales (2006)
- Érase una vez Colombia (2005)
- Colombia 360°. Ciudades y pueblos (2006)
- Bogotá 360°. La ciudad interior (2006)
- Guatemala inédita (2006)
- Casa de Recreo en Colombia (2005)
- Manzur. Homenaje (2005)
- Gerardo Aragón (2009)
- Santiago Cárdenas (2006)
- Omar Rayo. Homenaje (2006)
- Beatriz González (2005)
- Casa de Campo en Colombia (2007)
- Luis Restrepo. construcciones (2007)
- Juan Cárdenas (2007)
- Luis Caballero. Homenaje (2007)
- Fútbol en Colombia (2007)
- Cafés de Colombia (2008)
- Colombia es Color (2008)
- Armando Villegas. Homenaje (2008)
- Manuel Hernández (2008)
- Alicia Viteri. Memoria digital (2009)
- Clemencia Echeverri. Sin respuesta (2009)
- Museo de Arte Moderno de Cartagena de Indias (2009)
- Agua. Riqueza de Colombia (2009)
- Volando Colombia. Paisajes (2009)
- Colombia en flor (2009)
- Medellín 360º. Cordial, Pujante y Bella (2009)
- Arte Internacional. Colección del Banco de la República (2009)
- Hugo Zapata (2009)
- Apalaanchi. Pescadores Wayuu (2009)
- Bogotá vuelo al pasado (2010)
- Grabados Antiguos de la Pontificia Universidad Javeriana. Colección Eduardo Ospina S. J. (2010)
- Orquídeas. Especies de Colombia (2010)
- Apartamentos. Bogotá (2010)
- Luis Caballero. Erótico (2010)
- Luis Fernando Peláez (2010)
- Aves en Colombia (2011)
- Pedro Ruiz (2011)
- El mundo del arte en San Agustín (2011)
- Cundinamarca. Corazón de Colombia (2011)
- El hundimiento de los Partidos Políticos Tradicionales venezolanos: El caso Copei (2014)
- Artistas por la paz (1986)
- Reglamento de uniformes, insignias, condecoraciones y distintivos para el personal de la Policía Nacional (2009)
- Historia de Bogotá. Tomo I - Conquista y Colonia (2007)
- Historia de Bogotá. Tomo II - Siglo XIX (2007)
- Academia Colombiana de Jurisprudencia. 125 Años (2019)
- Duque, su presidencia (2022)
Aspectos de historia política y administración

Luego de que el español José González Llorente se negó, con vocablos injuriosos, a prestarles a los criollos de Santafé un florero para un agasajo al comisionado regio Antonio Villavicencio, también criollo, los organizadores aprovecharon la áspera negativa para desencadenar un movimiento que culminó en la declaración parcial de Independencia, la destitución del virrey Amar y Borbón, la prisión de los oidores, la abolición de la Real Audiencia y la conformación de una Junta Suprema de Gobierno integrada por criollos, con el virrey de presidente honorario. La junta elaboró un acta, que es conocida como Acta del 20 de julio de 1810 o Acta de la Independencia. El original se perdió en el incendio de Las Galerías en 1900. Grabado conmemorativo con el acta de la revolución del 20 de julio. Casa Museo del 20 de Julio, Bogotá.
“Don Josef Llorente, español, y amigo de los ministros opresores de nuestra libertad, soltó una expresión poco decorosa a los americanos; esta noticia se difundió con rapidez, y exaltó los ánimos ya dispuestos a la venganza. Grupos de criollos paseaban alrededor de la tienda de Llorente con el enojo pintado en sus semblantes. A este tiempo pasó un americano que ignoraba lo sucedido, hizo una cortesía de urbanidad a este español: en el momento fue reprendido por don Francisco Morales, y saltó la chispa que formó el incendio y nuestra libertad. Todos se agolpan a la tienda de Llorente; los gritos atraen más gentes, y en un momento se vio un pueblo numeroso reunido e indignado contra este español y contra sus amigos. Trabajo costó a don Josef Moledo aquietar por este instante los ánimos, e impedir las funestas consecuencias que se temían. Llorente se refugió en la casa inmediata de don Lorenzo Marroquín”. Joaquín Camacho y Francisco José de Caldas, “Historia de nuestra revolución”, en Diario Político de Santafé. Óleo de Pedro Alcántara Quijano.
“A las seis y media de la noche hizo el pueblo tocar a fuego en la Catedral, y en todas las iglesias para llamar de todos los puntos de la ciudad el que faltaba. Estos clamores, en todo tiempo horrorosos, llevaron la consternación y el espanto al corazón de todos los funcionarios del gobierno. Tembló el virrey en su palacio y conoció tarde que las armas, esas armas en que tanto había confiado, eran ya unos instrumentos impotentes y débiles, y que no obrarían sino su ruina. Conoció con todos los magistrados que no es el terror, no los calabozos, las cadenas ni el cadalso el freno de los pueblos. A pesar de esto nosotros admiraremos siempre la mano invisible que paralizó todos sus movimientos. ¿Cómo unos hombres que habían adoptado sujetar a los pueblos por el terror, que habían aumentado sus fuerzas y hecho preparativos de guerra no dispararon ni una sola pistola?”. Joaquín Camacho y Francisco José de Caldas, “Historia de nuestra revolución”, en Diario Político de Santafé. Óleo de Pedro Alcántara Quijano.
El presbítero Andrés Rosillo y Meruelo, canónigo de la Catedral, fue una de las figuras decisivas en el episodio del 20 de julio de 1810. “Este patriota generoso se mereció el odio del gobierno que expiró, por sus votos libres en esas juntas memorables del 7 y 10 de febrero de 1809, digamos mejor, de esas farsas con que pensaron alucinar a los incautos. Rosillo añadió a este mérito el de haber proyectado tomar a Santafé en 29 de octubre de ese año. Frustradas sus esperanzas parte para el Socorro. Camina de noche por sendas desconocidas, y siempre huyendo de los ojos de los tiranos; atraviesa montañas intransitables, muda de traje, y hace todos sus esfuerzos por llegar al Socorro, por difundir luces, por hacerse prosélitos y libertar la patria. Nada valió; el 28 de diciembre fue apresado por don Pedro Agustín de Vargas y conducido a Charalá”. Joaquín Camacho y Francisco José de Caldas, “Historia de nuestra revolución”, en Diario Político de Santafé. Óleo de Víctor Moscoso.
A partir de junio de 1816 Pablo Morillo comenzó a fusilar en la Huerta de Jaime (hoy Parque de los Mártires) a los dirigentes del movimiento independentista, entre ellos a José María Carbonell, Miguel Pombo, Jorge Tadeo Lozano, Gregorio Gutiérrez, Custodio García Rovira y Camilo Torres. Policarpa Salavarrieta fue fusilada el 14 de noviembre de 1817. Óleo de Pedro Alcántara Quijano. Academia Colombiana de Historia.
Pablo Morillo, llamado El Pacificador, sitió Cartagena en 1815, plaza que tomó después de tres meses de combates. El Pacificador traía la idea de que, fusilando a los dirigentes del movimiento independentista, se acabaría entre los criollos del pueblo la idea de separarse de España. Pablo Morillo, Óleo de Pedro José Figueroa. Museo Nacional de Colombia, Bogotá.
El movimiento de independencia dio lugar a una profusa producción literaria, de carácter político como expresión de las encontradas ideologías que en él se enfrentaron.
La cruenta guerra de independencia produjo una radicalización total de los documentos políticos patriotas. La Gazeta de Santafé de Bogotá, de 1819, es una clara muestra de ello.
La cruenta guerra de independencia produjo una radicalización total de los documentos políticos patriotas. La Gazeta de Santafé de Bogotá, de 1819, es una clara muestra de ello.
Luego de que inicialmente el virrey Amar fuera nombrado presidente de la Junta Suprema de Santafé, se impuso la línea dura dentro de la misma y se ordenó la prisión del ex virrey y su esposa. Óleo de Coriolano Leudo, Casa Museo del 20 de Julio, Bogotá.
La Junta Suprema de Gobierno fue impuesta por el pueblo. Fue la expresión final de que América no podía continuar atada a la suerte del Imperio español, que se hallaba en decadencia.Óleo de Coriolano Leudo, Casa Museo del 20 de Julio, Bogotá.
Tomás Cipriano de Mosquera, tres veces presidente de la república, quien en su segundo mandato (1861-1863) convirtió a Bogotá en Distrito Federal.
Tomás Cipriano de Mosquera durante su cautiverio en el Observatorio de Bogotá. Mosquera no pudo culminar su tercer gobierno pues en 1867 fue depuesto por una coalición gólgota-conservadora. Fotografía de Ignacio Gutiérrez Ponce.
En el convento de San Agustín se atrincheraron los liberales que ofrecieron resistencia a las fuerzas del general conservador Leonardo Canal en 1862. Éste era el aspecto que presentaba el convento luego del combate. Fotografía de Luis García Hevia.
General Leonardo Canal, quien en 1862 incursionó en la capital con una fuerza conservadora proveniente del norte del país. Puso sitio al convento de San Agustín, donde se atrincheraron los liberales, que resistieron tres días hasta la llegada de las fuerzas del general Mosquera, lo que obligó a Canal a levantar el sitio y emprender la retirada. Fotografía de Demetrio Paredes.
Gramático, poeta y novelista, José Manuel Marroquín llegó a la política ya entrado en años. Fue vicepresidente de La Regeneración (Partido Nacional) en 1898. Durante la Guerra de los Mil Días, el 31 de julio de 1900, apoyado por el ejército y por una fuerte fracción del conservatismo, le dio un golpe de Estado al presidente Manuel Antonio Sanclemente, y asumió el mando hasta 1904.
Uno de los grandes humoristas del siglo xix fue Ricardo Carrasquilla (Quibdó, 1827-Bogotá, 1886), poeta y costumbrista, de ideas conservadoras. Su hijo, el sacerdote Rafael María Carrasquilla, fue rector del Colegio del Rosario y uno de los más estructurados ideólogos del conservatismo. Ricardo Carrasquilla es el autor de la famosa poesía humorística “Lo que puede la edición”. Óleo de Ricardo Gómez Campuzano.
El 23 de mayo de 1867 una conspiración armada por los liberales radicales (gólgotas) y por los conservadores, dio un golpe de Estado y depuso al presidente legítimo, el general Tomás Cipriano de Mosquera, cuyo periodo terminaba en abril del año siguiente. Mosaico de los conjurados de 1867, entre quienes estaban Manuel Murillo Toro, Santiago Pérez, Santos Acosta, Carlos Holguín, Santos Gutiérrez, Felipe Zapata y otras notabilidades de la época. Fotos de Demetrio Paredes.
Manuel Murillo Toro, liberal radical, dos veces presidente de la república (1864-66 y 1872-74) y máximo exponente del radicalismo colombiano. Óleo de Domingo Moreno.
Rafael Núñez fue, junto con Caro, el principal artífice del periodo conocido como La Regeneración. Resultó elegido cuatro veces presidente de la república. Óleo de Epifanio Garay.
Gramático, periodista, filólogo, ensayista y poeta, Miguel Antonio Caro coadyuvó a la formación de un partido en unión con los liberales independientes que apoyaban a Rafael Núñez. Como vicepresidente de la república ejerció el poder ejecutivo de 1892 a 1898. Óleo de Felipe Santiago Gutiérrez, Museo Nacional de Colombia, Bogotá.
Alistamiento de voluntarios en la plaza de Armas (Las Cruces) para combatir a los rebeldes liberales en la guerra relámpago de 1895.
Durante La Regeneración empezó a darse la modernización y profesionalización del ejército nacional, como muestra la foto.
Comandantes del ejército y el ministro Miguel Abadía Méndez examinan una moderna ametralladora, recién llegada para combatir la rebelión liberal en la Guerra de los Mil Días. Foto de Henry Duperly.
Benito Ulloa y el estado mayor del ejército liberal de Cundinamarca en el año de 1900. La reciedumbre con que combatieron los bandos enfrentados fue una de las causas de la excesiva prolongación de la contienda.
Mandatarios conservadores que ejercieron la presidencia de la república en circunstancias difíciles por la pugnacidad permanente entre los partidos. Carlos Holguín Mallarino (1888-1892), asumió el mando como primer designado, ante la ausencia del titular Rafael Núñez.
Mandatarios conservadores que ejercieron la presidencia de la república en circunstancias difíciles por la pugnacidad permanente entre los partidos. Rafael Reyes (1904-1909), gobernó con el Partido Liberal y renunció un año antes de concluir su periodo.
Mandatarios conservadores que ejercieron la presidencia de la república en circunstancias difíciles por la pugnacidad permanente entre los partidos. Manuel Antonio Sanclemente (1898-1900), tuvo que enfrentar el comienzo de la Guerra de los Mil Días y fue depuesto por su vicepresidente el 31 de julio de 1900.
Tras la victoria de las tropas del gobierno en Enciso en abril de 1895, que puso fin a la guerra empezada en enero de ese año, se levantó un arco triunfal en Bogotá para recibir al ejército victorioso del general Rafael Reyes, proclamado héroe nacional. El arco estaba ubicado en la entrada sur del puente de San Francisco, carrera 7.ª con calle 15. Foto de Henry Duperly.
Entrada triunfal del general Rafael Reyes a la Plaza de Bolívar de Bogotá en 1895. El caudillo conservador desempeñó un papel de primera importancia durante la guerra civil del 95, en que triunfaron las huestes del gobierno.
Texto de: Eugenio Gutiérrez Cely
EL 20 DE JULIO
Según el Diario de José María Caballero, el 19 de agosto de 1808 se conoció en Santafé la noticia del apresamiento de Fernando VII por los franceses y la catástrofe general de la monarquía española. De inmediato el sector criollo santafereño que alimentaba ideas de independencia o que simplemente abogaba por un cambio en el sistema colonial, se dio cuenta del partido que podía sacar de la situación de España, mucho más cuando constató el eco de la misma entre el pueblo capitalino, que, al decir del mismo Caballero, percibió la amenaza francesa que se cernía sobre las Indias. Los acontecimientos que a continuación se desarrollaron en España y América decidieron el comportamiento de ese pueblo.
Detenido el rey, único soberano que reconocía el Estado absoluto español, los americanos se preguntaron cuál era entonces el soberano a quien debían acatamiento en lo sucesivo. La respuesta no tardó en llegar de la metrópoli misma. Los liberales españoles procedieron a organizar, en las provincias aún no ocupadas por el invasor francés, juntas encargadas de preparar la resistencia y dar fundamento popular a los gobiernos locales, con el supuesto de que en esa coyuntura la soberanía había retornado al pueblo y que debía ser éste quien definiera el rumbo a seguir. Por supuesto, ésta era una habilidosa forma de introducir las reivindicaciones liberales en España bajo el ropaje de la resistencia patriótica contra el usurpador extranjero, lo cual permitió desconocer y reemplazar las autoridades existentes. ¿Y América qué debía hacer? ¿Esperar a que Napoleón se aproximara a sus costas para tomar medidas preventivas similares, o prepararlas con antelación? La respuesta era obvia para los patriotas americanos. En el Nuevo Mundo se debía proceder de inmediato a organizar juntas como las españolas para precaverse contra el invasor y dar una base popular a los gobiernos de estas regiones, huérfanos de legitimidad desde el momento en que el soberano a quien representaban ya no existía. Fue en ese punto en el que hizo crisis la vieja contradicción entre los americanos patriotas y los ibéricos.
Los españoles y los americanos serviles o realistas consideraban que lo que era válido para la península —la organización de juntas— no lo era para América, y que ésta debía simplemente acatar las órdenes emanadas de la Junta Suprema que en España representaba a las juntas provinciales y locales. Y entonces, ¿en qué quedaba aquello de que españoles y americanos eran iguales y hacían parte de la misma nación? Se ponía en evidencia que América era pura y simplemente vasalla sin derechos o, más exactamente, colonia y no provincia de ultramar como se decía. Era cierto, pues, que el viejo trato despótico y arrogante de los españoles obedecía a que veían a los americanos como inferiores. Si ni siquiera en esos momentos de grave peligro para el imperio se confiaba en los americanos, entonces éstos no era mucho lo que debían esperar de la madre patria en lo sucesivo.
Tal verdad de a puño fue comprendida poco a poco por la generalidad de los americanos —pueblo raso y notables criollos—; y fue ésta la forma como caló en la conciencia popular la idea de soberanía y patria libre, y no por la difusión de la filosofía de la Ilustración francesa ni de la declaración de derechos del hombre, como posteriormente se creyó. En el lapso que va de agosto de 1808 a julio de 1810, al calor de los sucesos de la lucha española de resistencia contra Napoleón y del trato que simultáneamente se dio a los americanos, éstos terminaron por abrazar en su mayoría el partido que reclamó primero igualdad de derechos entre americanos y españoles, y luego, ante la torpe respuesta que dio la junta al movimiento pro junta de América, proclamó la independencia total.
El hecho fundamental que generalizó el movimiento pro junta en el Nuevo Mundo fue la convicción de que España pronto dejaría de existir y de que entonces América debería hacerse cargo de su destino. Veamos a vuela pluma cómo se concentraron en 1809 y 1810 los acontecimientos que finalmente produjeron el 20 de julio en Santafé.
Los criollos capitalinos se mostraron muy obsecuentes en septiembre de 1808 en la ceremonia de la jura de Fernando VII y ante el enviado de la Junta Suprema española, capitán de fragata don Juan José Pando y Sanllorente, quien a pesar de la arrogancia con que los trató, partió de Santafé con medio millón en metálico como contribución a la lucha contra Napoleón. Pero ya a principios de 1809 esos mismos criollos empezaron a variar de actitud.
Un decreto de la Junta Suprema de Sevilla llamó a los virreinatos y capitanías de América a nombrar un diputado que las representara en ese cuerpo. Al mismo tiempo, cada provincia de España enviaba dos vocales. Tamaña discriminación produjo el convencimiento definitivo de que las provincias americanas no eran iguales a las españolas, ni siquiera cuando debían acudir en auxilio de España misma. Camilo Torres protestó en el que se ha llamado el “Memorial de Agravios”: “Tan españoles somos como los descendientes de don Pelayo… Con esta diferencia, si hay alguna, que nuestros padres, como se ha dicho, con indecibles trabajos y fatigas, descubrieron y poblaron para España este nuevo mundo”.
En las instrucciones que dieron los criollos al delegado de la Nueva Granada, quien finalmente no partió porque la Junta de Sevilla se extinguió, quedó establecido que éste no debía reconocer “superioridad alguna de las provincias españolas respecto a las americanas, antes por el contrario, sostendrá su representación americana, con igual decoro al de la española, reclamando al efecto la pluralidad de los votos de ésta, respecto de los de aquélla…”1.
Aunque tal documento jamás fue enviado a España y sólo circuló clandestinamente en la capital, refleja el grado de beligerancia que se estaba extendiendo entre los criollos. Un nuevo acontecimiento vendría a agudizar la situación. El 1.o de septiembre de 1809 el Cabildo de Santafé recibió una comunicación del marqués de Selva Alegre, presidente de la Junta Suprema formada por los patriotas en Quito el 10 de agosto anterior, en la que lo invitaba a unirse a los quiteños en un movimiento similar. Al día siguiente, 2 de septiembre, el Cabildo de Santafé solicitó al virrey la convocatoria de una junta de autoridades, notables y cuerpos de la capital para que decidiera si se debía contestar al marqués de Selva Alegre y en qué términos, así como para acordar las providencias que debían tomarse en tales circunstancias2. El virrey contestó que accedía a la junta pero sólo para tratar de la respuesta a Quito, mas no sobre otras disposiciones, las cuales eran de la exclusiva potestad de las autoridades virreinales.
La propuesta del Cabildo no iba en el sentido de una junta puramente coyuntural, sino que entendía la misma como el inicio de una verdadera junta suprema neogranadina, que con la presidencia de las autoridades virreinales y sin derrocarlas como había ocurrido en Quito, se hiciera cargo del gobierno de la Nueva Granada mientras durara la crisis de España, contando para ello con la presencia de elementos criollos en la nueva administración.
El 6 y 11 de septiembre se reunió la junta con la asistencia, según informa José María Caballero, de “oidores, canónigos, cabildos, oficiales reales, curas de todas las parroquias, priores y provinciales, capellanes, hacendados y vecinos notables”. En esta junta casi todos los regidores del Cabildo se pronunciaron por la formación de una junta semejante a las establecidas en España3. “Veintiocho fueron los votos —informan Camilo Torres y Frutos Gutiérrez— que pedían la erección de una junta provincial que reuniese las voluntades y sentimientos de todas las provincias y que atrajese con blandura a los quiteños sin el estrépito de las armas”. En la reunión don Frutos Joaquín Gutiérrez sintetizó las aspiraciones de los criollos capitalinos en esta forma: “Debe procederse a la erección de la Junta Provincial presidida por el Excmo. Sr. Virrey y compuesta de uno o dos oidores y de las diputaciones de esta ciudad y demás provincias del Reino, con necesaria subordinación y dependencia de la Junta Suprema hoy existente en Sevilla… La formación de esta Junta, sirviendo de contrapeso a la que han erigido los quiteños, les daría de un solo golpe estos dos desengaños: 1.o La Capital del Reino y sus provincias inmediatas forman un cuerpo subordinado a la Suprema Junta Central Gubernativa de la Monarquía: luego en concepto y por el testimonio de la Capital y sus Provincias, existe la Suprema Junta. 2.o La Capital y sus provincias se unen en un cuerpo con el Excmo. Sr. Virrey y las autoridades del Virreinato: luego no tiene desconfianza alguna del gobierno, ni menos la pueden tener en lo sucesivo”4.
José Acevedo y Gómez hizo en esa misma oportunidad un planteamiento fundamental, dirigiéndose al fiscal de la Audiencia en los siguientes términos: “Sr. Fiscal, para mí no es un caso metafísico la subyugación de España por Francia. Y no me será lícito preguntar, ¿ Cuál será entonces la suerte de mi patria…?
”El Fiscal: Entonces juntaremos y dispondremos lo que convenga…
”Acevedo y Gómez: Se equivoca Vuestra Señoría, Sr. Fiscal. En ese caso los pueblos serán los que dispongan de su suerte porque aquí somos pueblos libres como los españoles”5.
Tal era ya en ese entonces el grado de beligerancia que caracterizaba a los criollos, lo cual, advertido por los españoles y serviles más recalcitrantes, provocó que en adelante estos últimos extremaran las medidas de vigilancia y precaución. El ambiente se tornó más y más tenso. A los pocos días de concluida esta reunión, más precisamente el 26 de septiembre siguiente, informa Caballero que se puso un pasquín en la esquina de la Calle Real informando al pueblo de los sucesos de Quito, lo que produjo un bando inmediato de las autoridades prohibiendo leer las proclamas y papeles concernientes a los mismos. Sin embargo, los rumores, anónimos y pasquines continuaron creciendo, con lo que se extremaron las patrullas y rondas nocturnas de la autoridad, presididas por los oidores en persona.
Por esos mismos días la atmósfera de sospechas entre uno y otro bando llevó a producir un conato de encausar al virrey por parte de la Audiencia, que secretamente lo acusaba de no tener la decisión suficiente para reprimir el partido de los criollos junteros. Algunos de éstos fueron invitados a participar en el intento de golpe de Estado, pero los criollos se apresuraron a comunicarlo al virrey por conducto de don Luis Caycedo y Flórez, alcalde de primer voto de la ciudad. Se argüía para el encausamiento en ciernes de la Audiencia que el señor Amar había dirigido comunicaciones a Napoleón, que fueron interceptadas en Cartagena y remitidas al oidor Hernández de Alba. Se mencionaba también que el virrey había manifestado ya su disposición de entregar la Nueva Granada al emperador francés. Amar y Borbón tomó medidas de defensa e hizo registrar la casa y el archivo del oidor en busca de los documentos comprometedores y del sumario que secretamente se le estaba incoando; pero no halló nada, pues Hernández de Alba tuvo tiempo para destruirlos. Desde ese momento se consolidó la alianza virrey-oidores dirigida contra los criollos, pues el “rabo de paja” que tenían los gobernantes virreinales a raíz de sus vacilaciones con Napoleón les hizo comprender que debían estrechar sólidamente su colaboración. Pero los criollos y el pueblo también lo percibieron, por lo que aumentaron aún más sus distancias respecto a estos funcionarios y a su política antiamericana.
Ahora los acusados de sedición fueron los criollos. El 30 de septiembre se avisó a las autoridades que ese día o el siguiente se preparaba un levantamiento en favor de una junta de gobierno en Santafé. La Audiencia redobló las medidas tendientes a develar el plan6. El 15 de octubre el virrey avisó a la Audiencia que el canónigo Andrés Rosillo conspiraba activamente con Luis Caycedo y Flórez, Pedro Groot y Antonio Nariño para dar un golpe y establecer la tan temida junta en la capital7. Otro informe dio parte de que Rosillo había ofrecido a la virreina proclamar rey de la Nueva Granada a Amar y Borbón si éste se decidía a cortar lazos con España. La Audiencia hizo investigar en secreto a Rosillo quien, imprudentemente, cayó en el lazo que se le tendía y corroboró que, más que conspirador, era un lenguaraz impenitente. La Audiencia todo lo creyó y el 3 de noviembre arrestó a Antonio Nariño y al oidor de Quito don Baltasar de Miñano, y los remitió a los calabozos de Cartagena. Por su parte, Rosillo logró evadirse y escapó hacia El Socorro.
Se acercaba el fin del año y con éste la escogencia por el Cabildo de los alcaldes ordinarios de la ciudad. Importaba mucho en quién iba a recaer tal elección, por lo que el virrey recurrió a un arbitrio muy poco usual: nombró a seis regidores añales, desconociendo la norma de que éstos debían ser nominados por los restantes regidores (los perpetuos y los que terminaban su periodo anual). Así pretendía el virrey reprimir a los criollos patriotas en el Cabildo. También impuso como alférez real a don Bernardo Gutiérrez, un chapetón camorrista que al poco tiempo agredió en pleno Cabildo al procurador general, con quien tenía disparidad de opiniones. A todo trance, los partidarios de la sumisión total a las “juntas supremas” fantasmas que surgían en España debían imponerse por sobre los americanos patriotas. Pese a ello, estos últimos lograron conseguir en el Cabildo la elección de don José Miguel Pey y don Juan Gómez, partidarios de la causa americana, como alcaldes de Santafé.
Las noticias que llegaban del Viejo Mundo causaban cada día más desespero por la suerte de España. Aumentaban, en consecuencia, los temores de una invasión napoleónica a América o de una traición de los gobernantes virreinales ansiosos de congraciarse con el nuevo amo de Europa. El ánimo inquieto y levantisco crecía entre los americanos de todos los sectores sociales, principiando por el pueblo llano, que seguía con ansiedad los acontecimientos de España y se enervaba con el trato que daban los españoles a las aspiraciones americanas de participar en pie de igualdad en las previsiones que se debían tomar. Por este motivo el virrey tomó serias medidas respecto a la capital, donde empezaba a tornarse amenazador el descontento general. Desde finales de 1809 llegaron tropas de la guarnición de Cartagena y de Riohacha, encabezada la segunda por don Juan Sámano, a quien se dio la comandancia del batallón auxiliar de Santafé. El virrey y los oidores se preparaban de este modo para sofocar drásticamente cualquier movimiento en la capital. La Santa Inquisición, por su parte, colaboraba con las armas espirituales. Según informa Caballero, el 24 de diciembre de 1809 se leyó en la misa mayor de la catedral un edicto del Santo Oficio excomulgando a todos los que tuvieren proclamas, cartas o papeles sediciosos.
El año de 1810 se inició con la noticia del encarcelamiento del canónigo Rosillo, y, poco después, del de los presbíteros Gómez y Azuero. Hasta el clero americano estaba ya minado por el cáncer de la sedición. El pueblo tomó nota de este hecho. Se conoció también a inicios del nuevo año la disolución de la Junta Central de España y la instalación del Consejo de Regencia. Las gentes se preguntaban quién legitimaba la autoridad de este dichoso Consejo. Las mismas autoridades virreinales se mostraron remisas en un comienzo a reconocer el Consejo de Regencia, por lo que el Cabildo de Santafé tuvo que interrogar al virrey al respecto. Éste contestó haciendo informar al pueblo la novedad ocurrida en España por medio de un simple bando. Ahora no hubo bombos y platillos como cuando el reconocimiento de la Junta de Sevilla. ¿Qué tramaban las autoridades virreinales? Al mismo tiempo llegaban de todas partes las noticias de los vejámenes y atropellos que los chapetones y serviles americanos estaban cometiendo contra los patriotas. El malestar aumentaba.
Hizo entonces su aparición desembozada el rumor. Este fenómeno, que siempre acompaña toda revolución, expresa al mismo tiempo los temores y las esperanzas de los pueblos; aumenta toda noticia y la hace aparecer con el cariz inminente de lo que las gentes más temen o más desean. El pueblo expresa mediante el rumor su angustia por los hechos que no se precipitan. Es el mensajero de vanguardia de los grandes cambios que se avecinan. Por ello encontramos en el Diario de Caballero la siguiente anotación: “FEBRERO. A 10 de este mes le vino al Virrey la primera noticia que había gente extranjera en los Llanos; unos decían que franceses y otros que ingleses; el alboroto y chispería fue terrible”. Había un trasfondo de realidad en esta noticia. Tres jóvenes patriotas —José María Rosillo, Vicente Cadena y Carlos Salgar— habían emprendido ya no supuestas, sino reales actividades revolucionarias en el llano. El virrey envió fuerzas tras ellos. Las cabezas de Cadena y Rosillo fueron traídas a Santafé el 14 de mayo siguiente, con gran indignación del pueblo, que veía aproximarse cada vez más la cuchilla inmisericorde de los chapetones. Ya no se ajusticiaba en Quito sino en las propias goteras de Santafé.
En carta de Camilo Torres a su tío Ignacio Tenorio, oidor de la Audiencia de Quito, fechada el 29 de mayo de 1810, encontramos que los santafereños estaban muy bien informados de lo que ocurría en España por esos mismos días, y que su ansiedad por el futuro de América prácticamente se desbordaba: “Cádiz… es imposible que pueda resistir por mucho tiempo… Ya está muy cerca el día feliz… Queremos evitar la anarquía, y sería caer en ella eliminar [los cabildos] la única representación que tenemos, la única por donde podemos comenzar la convocación de las Juntas provinciales o las Juntas supremas… Nos hallamos en el mismo caso en que estarían los hijos mayores después de la muerte del padre común. Cada hijo entra en el goce de sus derechos”8. Todo estaba previsto; sólo faltaba que se confirmara el deceso de España. Ésta es la indecisión fundamental de que la historia acusa a los dirigentes criollos de Santafé. Querían tomar el poder, pero no se atrevían. Esperaban a que se produjera la última de las razones justificatorias, la anexión total de España por Francia, antes de decidirse a cruzar el Rubicón. Fue entonces cuando el pueblo de la capital rompió un florero y lo anunció con público alborozo echando a vuelo los bronces de los campanarios de la ciudad.
El Consejo de Regencia de España, como medida para contener lo inevitable en las Indias, había enviado comisionados americanos a estas provincias buscando enderezar ciertos entuertos, dar satisfacción a algunos descontentos y, fundamentalmente, mantener la fidelidad de América. Comentan Camilo Torres y Frutos Gutiérrez que estos comisionados eran por ciento “¡los únicos americanos que en tres siglos han tenido una gran confianza del gobierno! Los europeos miraron esta comisión como un insulto que el Consejo de Regencia irrogaba al derecho exclusivo que juzgaban tener sobre la suerte del Nuevo Mundo. Los americanos se apresuraron a recibir con pompa a los comisionados, más bien a título de paisanaje, que porque los juzgasen libertadores de la patria y ángeles tutelares de su fortuna… El Virrey decía que los aguardaba… pero al mismo tiempo preparaba calabozos y potros; tenía a punto de servir los cañones del parque; había prevenido la fusilería, cantidad de granadas, de bombas, y otras armas de fuego; había fabricado y seguía fabricando muchas lanzas, sables, desgarraderas y cuchillos; había interceptado, y con vigilancia recogía del comercio toda la pólvora, los machetes y aun los pedernales de chispa, para que no cayesen en manos americanas”9.
Don Antonio Villavicencio, nacido en Quito y educado en Santafé, fue el comisionado para la Nueva Granada. En la capital pronto se conocieron noticias sorprendentes. Apenas llegado Villavicencio a Cartagena se interesó por la suerte de Antonio Nariño y consiguió que se suavizara su situación de presidiario. A los pocos días, el 14 de junio, el Cabildo de Cartagena, con la anuencia de Villavicencio, allí presente, arrestó al gobernador Montes y prácticamente hizo la revolución en esa provincia. A Santafé llegó la noticia seguida, a los pocos días, de otras increíblemente alentadoras: Caracas había hecho su revolución el 19 de abril y Pamplona y El Socorro, en la Nueva Granada, poco después. ¿Qué más esperaba la capital? Los criollos decían que la llegada de Villavicencio, quien había partido de Cartagena con rumbo a Santafé el 25 de junio.
En la ciudad el rumor popular y revolucionario crecía cada vez más. Se denunciaba que los españoles habían vendido a Bonaparte a todos los americanos: “Los hombres a dos reales, las mujeres a uno, y los chicuelos a medio real”. La exasperación aumentaba y todos decían que el virrey y los oidores no eran más que asalariados del emperador francés, prestos a hacerle entrega de este reino al primer enviado suyo que llegara a nuestras costas.
Don Joaquín Camacho se dirigió el 18 de julio al presidente del Cabildo de Santafé en estos términos: “Vuestra Señoría debe instar para que sin pérdida de tiempo se llame a la propuesta Junta de autoridades y vecinos y que con ella se sancione la de representantes del Reino, haciendo responsables ante Dios, el Rey y la patria a los que se opusieren a medidas tan saludables”10. Acevedo y Gómez escribió el 19 de julio a Antonio Villavicencio, quien debía estar ya en Honda: “Dios quiera que llegue Vuestra Merced a tiempo de poder conjurar la tempestad, que lo dudo… Doy por bien perdida mi fortuna y las rentas de ella existentes en Cádiz y Barcelona, en veinte y tantos mil pesos, con tal de que mi Patria corte las cadenas con que se halla atado a esa Península, manantial perenne de sus tiranos”.
Ya llegó el 20 de julio, viernes de mercado mayor. Haya o no existido planificación del incidente del florero que dio origen a las injuriosas palabras del español Llorente (“me c… en Villavicencio y en todos los americanos”), lo cierto es que la magnitud de la respuesta del pueblo sorprendió en primer lugar a los mismos criollos, supuestos autores del montaje provocador contra Llorente. Se regó como pólvora el taco que había soltado el chapetón y el pueblo expresó que ya estaba harto de insultos y humillaciones y que no aguantaba más. La reacción popular se desbordó y la chispa hizo estallar el polvorín saturado de materias inflamables. Cuenta un testigo anónimo: “…cada vez iba creciendo más y más el concurso junto a la casa [de Llorente] y toda la Calle Real estaba llena de corrillos, de modo que parecía día de corpus. A las dos y media de la tarde comenzó a desenfrenarse el pueblo, pidiendo a gritos satisfacción del agravio que les había hecho Llorente y que no se contentaban con menos que con su cabeza y que al instante lo llevasen a la cárcel. El alcalde Pey así lo verificó, y lo condujo yendo detrás de ellos adelante y a los lados toda la multitud, blasfemando públicamente contra los chapetones y su conducta, en orden al tratamiento que daban a los americanos… Luego que metieron a Llorente a la cárcel, comenzaron a gritar que hiciesen lo mismo con Infiesta, Trillo y Bonafe y otros odiados chapetones y se dirigieron a casa de Trillo e Infiesta”11.
Del apresamiento de los más detestados españoles el movimiento pasó pronto a enarbolar consignas eminentemente políticas. El pueblo hizo gala de su comprensión del momento y, asesorado por los chisperos (dirigentes de la propia masa popular y jóvenes de la élite criolla), propuso muy rápido las medidas que darían proyección histórica a la jornada. Según el testigo anónimo, “no se oía otra cosa que baldones contra los españoles, que se estableciese la Junta y que para ello se hiciese Cabildo abierto…”. Chisperos, o activistas como se dice hoy, recorrían los talleres de artesanos, las tiendas o habitaciones del pueblo, las chicherías muy concurridas en este día de mercado y, en general, la ciudad entera instando a los que aún no se habían enterado de los sucesos a concurrir a la Plaza Mayor a engrosar la multitud que ya se encontraba allí y a dar concreción a la consigna que el pueblo había lanzado de Cabildo abierto y Junta.
Démosle aquí la palabra a Acevedo y Gómez, uno de los personajes del día: “No había calle en la ciudad que no estuviera obstruida por el pueblo. Todos se presentaban armados y hasta las mujeres y los niños andaban cargados de piedras pidiendo a gritos la cabeza del oidor Alba, de Frías, Mancilla, Infiesta, Trillo, Marroquín, Llorente y otros, con la libertad del Magistral Rosillo… el primer paso hostil del Virrey hubiera sido la señal para que no quedase un europeo ni ninguno de los americanos aduladores del antiguo sistema. Todo era confusión a las cinco y media, los hombres más ilustres y patriotas asustados por un espectáculo tan nuevo se habían retirado a los retretes más recónditos de sus casas. Yo preví que aquella tempestad iba a calmar después que el pueblo saciase su venganza… y que a manera del que acalorado por la bebida, cae luego en languidez y abatimiento, iba a seguir un profundo y Melancólico silencio, precursor de la sanguinaria venganza de un gobierno que por menores ocurrencias mandó cortar la cabeza del cadete Rosillo y de Cadena… Cuando a las cinco y media salí a la calle la multitud en hombros me condujo a la plaza que estaba cubierta de gentes armadas, que estaban gritando al Virrey que hiciese Cabildo extraordinario”12.
Hay que destacar en este punto dos hechos de fundamental importancia. El primero es que a las cinco y media de la tarde la élite criolla estaba escondida en sus casas y que ninguno de los americanos ilustres se encontraba al frente del movimiento. Ello demuestra la absoluta espontaneidad del mismo que, si bien inicialmente pudo haber sido precipitado por una provocación deliberada de algunos criollos al chapetón Llorente, la reacción popular desbordó todas las previsiones que se habían hecho, sobresaltando a los criollos y atemorizándolos al igual que a los chapetones y americanos serviles. En segundo lugar, que las consignas que dieron proyección política al movimiento, como la de Cabildo extraordinario y Cabildo abierto, salieron fue de la masa popular misma, o de los activistas que espontáneamente se pusieron a su cabeza; por tanto, el pueblo señaló el camino a seguir y empujó a los criollos a hacerlo. La consigna de Junta era la conclusión obvia de la de Cabildo extraordinario, por lo que nadie debe desconocer al pueblo de Santafé y a sus dirigentes naturales la clarividencia y decisión espontáneas que exhibieron el 20 de julio. Aquí deben callar los que en toda eventualidad relegan al pueblo, lo creen incapaz de ninguna acción inteligente y siempre están afirmando, aun contra los hechos históricos mismos, que son los escogidos de la Providencia los que le dictan a la multitud sus consignas y pautas de conducta y que ésta no hace más que corearlas y seguirlas ciegamente.
Cuando a las cinco y media de la tarde la muchedumbre empezó a conducir a los regidores al Cabildo, en éste sólo se encontraban presentes el secretario, don Eugenio Melendro, y dos o tres funcionarios menores, lo cual es un fuerte indicio en el sentido de que el incidente del florero no fue preparado sino efecto de la explosiva atmósfera política que saturaba a Santafé. De no haber sido así, ¿por qué los criollos no se pusieron al frente del pueblo, y por qué no estaban prestos en el Cabildo a canalizar los acontecimientos?
“A las seis y media de la tarde hizo el pueblo tocar a fuego en la Catedral y en todas las Iglesias para llamar de todos los puntos de la ciudad al que faltaba”13. Más o menos hacia esa hora Acevedo y Gómez pronunció su famosa arenga dirigida a mantener el ánimo de los que amagaban empezar a retirarse a sus casas. La labor de los chisperos continuaba infatigable convocando al pueblo, con las campanas y personalmente, a mantenerse firme y a que acudieran a la plaza los que aún no lo habían hecho o se habían retirado de ella.
Arrancada al virrey la licencia para el Cabildo extraordinario, continúa el testigo anónimo narrando: “Más y más entusiasmado el pueblo con los discursos de don José María Carbonell, se juntaron los capitulares en la sala como a las seis y más de la noche… El pueblo que estaba abajo en la plaza, nombró diputados que lo representasen, cuatro por cada barrio… Presidió la Junta por comisión del Virrey el Oidor Jurado…”. Igualmente el virrey entregó las armas del parque de artillería a un comisionado de la confianza del pueblo. Con la concesión de Cabildo extraordinario, que pronto se convirtió en Cabildo abierto, y con la entrega de las armas, el virrey estaba caído. Sólo faltaban las formalidades que protocolizaran el hecho.
El pueblo eligió a Acevedo y Gómez como su tribuno para que completara el número de los que habían de constituir la Junta. Era ya noche cuando terminó el nombramiento de los diputados, ratificados uno a uno por la multitud presente. El oidor Jurado, comisionado del virrey, pretendió desconocer que se había producido un cambio de régimen y alegó no tener poderes suficientes para autorizar lo sucedido. “Con este motivo —nos informa el Acta del 20 de julio— se levantaron sucesivamente varios de los vocales nombrados por el pueblo y con sólidos y elocuentes discursos demostraron ser un delito de lesa majestad y alta traición, el sujetar o pretender sujetar la soberana voluntad del pueblo, tan expresamente declarada en este día a la aprobación o improbación de un jefe cuya autoridad ha cesado desde el momento en que este pueblo ha reasumido en este día sus derechos y los ha depositado en personas conocidas y determinadas”. Así fueron notificados los oidores y el virrey que su régimen ya era cosa del pasado. La revolución estaba consumada por virtud de un hecho fundamental, fuente de toda soberanía y de todo derecho: la voluntad del pueblo. Si alguna duda cabía de ello, bastaba echar un vistazo a la Plaza Mayor. Sámano también lo sabía. Por eso no se movió con sus soldados en ese día.
Acevedo y Gómez, en gran parte responsable de la redacción del Acta del 20 de julio, explica algunos pormenores importantes relacionados con ésta: “Considéreme Ud., rodeado de un pueblo numeroso y conmovido, fatigado de hablar tanto y a gritos para que me oyera toda la multitud que cubría la plaza, sobresaltado a cada instante por las voces de que ya traían la artillería que ya venía el regimiento auxiliar, que la caballería acometía al pueblo, y desanimado muchas veces al ver a los hombres más ilustrados y patriotas sorprendidos de asombro y tan azorados como los mismos delincuentes a quienes perseguía el pueblo. Por eso creo que el público tendrá la bondad de disimular el cansado y tosco estilo del acta y diligencias, pues no es lo mismo componer sobre el bufete y con seguridad, que producirse en medio de los peligros”14.
El Acta del 20 de julio, que protocolizó los logros de este día histórico, puede ser objeto, como la jornada misma, de todos los cuestionamientos que se quiera. Pero hay un hecho que resalta por sobre todos: en adelante la Independencia era ya una verdad irrecusable. Vacilaciones hubo, y muchas. Pero, ¿qué revolución ha estado exenta de ellas? El 20 de julio de 1810, incuestionablemente, es el hito fundamental en el inicio de la Independencia del virreinato de la Nueva Granada.
EL JEFE POLíTICO MUNICIPAL
Los requerimientos políticos de la Gran Colombia exigieron aminorar el poder de las autoridades locales de la época colonial, como los cabildos, alcaldes ordinarios y alcaldes parroquiales, para conferirle en adelante las máximas atribuciones municipales a un nuevo funcionario dependiente de la rama ejecutiva central denominado juez político o jefe político, del cual proviene directamente el actual cargo de alcalde mayor de Bogotá. De ahí que se puede decir que iniciando la vida republicana la ciudad perdió gran parte de la autonomía y poder local que había tenido durante la Colonia, y cuya última expresión fue la elección popular del gobernador José Tiburcio Echavarría durante los días inmediatamente siguientes al triunfo patriota en el puente de Boyacá.
Al principio del siglo se encontraban al frente de la administración municipal el Cabildo y los alcaldes ordinarios de la ciudad, cuyas atribuciones variaron muy poco en la etapa inicial de la República. El Congreso de Cúcuta de 1821 determinó que en las ciudades cabeceras de cantón, como Bogotá, continuaran existiendo con sus mismas atribuciones los dos alcaldes coloniales de primero y segundo voto, nombrados anualmente por el Cabildo y encargados fundamentalmente de la justicia civil y criminal. El Cabildo, por su parte, seguiría renovándose anualmente por elección hecha de los regidores que entraban por los que salían, mediando la confirmación del gobernador de la provincia. La innovación fundamental que hizo el Congreso de Cúcuta consistió en la creación del cargo de jefe político municipal y en los poderes que otorgó a este funcionario, antiguo corregidor colonial15. Se le encomendó la policía de salubridad, aseo, ornato, orden y tranquilidad ciudadana, así como la presidencia del Cabildo; a él estaban subordinados los dos alcaldes ordinarios y los alcaldes parroquiales o de barrio.
De 1825 en adelante los concejales fueron escogidos por los electores cantonales, quienes a su turno eran elegidos por los ciudadanos varones mayores de 21 años que sabían leer y escribir y poseían determinadas rentas. Estos electores se constituían en Asambleas Municipales, encargadas de elegir anualmente a los dos alcaldes ordinarios, a los alcaldes parroquiales y a los concejales.
En 1830 se abolió el sistema de elección por los electores cantonales y se determinó que en lo sucesivo los nuevos concejales los elegirían los gobernadores de las provincias a partir de ternas que les presentarían los concejales salientes. Se volvió así a la situación que existía en la Colonia. Desde 1833 jueces letrados quedaron junto con los alcaldes ordinarios a cargo de la justicia a nivel municipal, con lo que los jefes políticos municipales perdieron sus funciones judiciales. Dos años después los alcaldes también las perdieron y en adelante se limitaron a sus tradicionales funciones de orden, seguridad, aseo, ornato y salubridad bajo el mando del jefe político municipal. En 1834 se determinó que este último funcionario fuera nombrado por el gobernador de la provincia, pero en adelante lo sería por periodos de un año y a propuesta, en terna, del Consejo Municipal. De este modo se esperaba que consultara más los intereses de la ciudad.
Por fin, en 1842, fueron suprimidos los alcaldes de primero y segundo voto y desde entonces Bogotá fue mandada sólo por el jefe político municipal, actual alcalde mayor, y por los cuatro alcaldes de parroquia.
EL DEBATE SOBRE EL DISTRITO FEDERAL
Desde 1859 la ación se encontraba en guerra. El general Tomás Cipriano de Mosquera, acaudillando las diversas fracciones del Partido Liberal, en esta oportunidad unificadas, encabezó la única revolución triunfante que ha conocido la historia de Colombia después de la revolución de Independencia, por cuanto, como bien se sabe, todas las demás contiendas civiles anteriores y posteriores a ésta fueron ganadas por el partido inicialmente en el gobierno.
En mayo de 1861 las fuerzas liberales de Mosquera y Santos Gutiérrez se reunieron en la sabana y tras diversos movimientos afortunados, llegaron hasta Usaquén. Sin embargo, el 12 de junio siguiente, en el sitio de El Chicó, las tropas de Santos Gutiérrez sufrieron un revés al chocar con las fuerzas del gobierno. Este suceso que, por supuesto, no había decidido la guerra, fue desmesuradamente amplificado a través de las versiones que se llevaron a Bogotá, de suerte que la información que llegó a oídos de los conservadores capitalinos hablaba ya del colapso imninente de la revolución y de su derrota irremediable. Fue así como, sin tomarse la molestia de verificar las informaciones recibidas, los conservadores de Bogotá organizaron en pocas horas un verdadero carnaval para celebrar el hundimiento definitivo del ogro que los amenazaba desde los suburbios de la ciudad. Entre los detalles divertidos que narran varios cronistas como Cordovez Moure y Ángel Cuervo, está el episodio del agotamiento de cordeles, lazos y cabuyas en el comercio capitalino, elementos que las gentes se apresuraron a comprar en cantidades desmedidas para amarrar a los cautivos del ejército de Mosquera —incluido él mismo— que muy pronto desfilarían por las calles bogotanas en medio de la execración multitudinaria igual que sucedía a los prisioneros bárbaros en las calles romanas. Adelante marcharían las tropas gobiernistas victoriosas en medio de los aplausos y la lluvia de flores. Detrás de los vencedores vendría la reata de cautivos encabezados por Mosquera y Santos Gutiérrez recibiendo, en contraste, los ultrajes y los vituperios de la muchedumbre.
Hubo festejos anticipados, fiestas y fuegos artificiales. Hombres y mujeres de todos los niveles sociales vistieron sus mejores galas preparándose para tributar un grandioso homenaje a los defensores de la legitimidad y darse el gusto incomparable de ver a Mosquera atado como una fiera, escarnecido y humillado a lo largo de las principales vías capitalinas. Multitud de conservadores marcharon al cercano frente de batalla con sus lazos al hombro para personalmente ayudar a amarrar a Mosquera y sus hombres. Como era de esperarse, esta euforia desbordada y pueril resultó ser la perdición del bando gobiernista. Dando por seguro que las huestes liberales se hallaban virtualmente aniquiladas, las fuerzas del gobierno se lanzaron a un ataque desafortunado que chocó con un ejército mosquerista admirablemente dispuesto y bien atrincherado. Fue ese el momento del desastre del ejército legitimista, el cual se replegó hasta San Diego, donde opuso la última e inútil resistencia. El 18 de julio de 1861 hizo su entrada a Bogotá el general Mosquera, no atado al caballo del vencedor como en la antigua Roma, sino vencedor él mismo. El clero bogotano, principal apoyo del gobierno de Ospina, sería quien pagara a continuación por el triunfalismo prematuro de los conservadores capitalinos.
El gran general no perdió tiempo. Inmediatamente empezó a gobernar, pero no como un mandatario más, sino como quien venía a llevar a efecto una auténtica revolución económica, política y social. A los cinco días de su entrada a la capital, por decreto del 23 de julio de 1861, Mosquera convirtió a Bogotá en Distrito Federal, el cual estaría compuesto de la ciudad de Bogotá y el territorio limitado al oriente por la cima de los cerros, al norte por el río del Arzobispo, al occidente por el Funza y al sur por el río Fucha. En el Distrito Federal residiría la capital de la república, sería regido por disposiciones especiales y no haría parte de ningún estado de la Unión. El secretario (ministro) de Gobierno ejercería las funciones de gobernador del mismo. Por un decreto especial se organizaba el poder municipal del Distrito, a cargo del jefe municipal y de una corporación compuesta de 12 miembros elegidos por el voto directo de los habitantes mayores de 21 años. Bogotá era así segregada del territorio del estado de Cundinamarca y colocada bajo la dirección del Gobierno Nacional, con lo que Mosquera ponía de presente su concepción del sistema federal, que chocaba frontalmente con la de los radicales, sus amigos de momento.
Esta trascendental medida produjo de inmediato un conflicto irreconciliable entre Mosquera y sus aliados federalistas a ultranza, los cuales en su afán desmesurado por debilitar el poder federal, quitarle palancas de mando y desmantelarlo hasta donde fuera posible, se empeñaban rabiosamente en despojar a la cabeza del poder ejecutivo hasta de un territorio de mando propio en su lugar de residencia. En esa forma los extremistas del federalismo insistían en que el gobierno general estuviera ubicado dentro del territorio de alguno de los estados federados a fin de restringir con mayor eficacia su acción gubernamental. Inclusive los adversarios del Distrito Federal trataron por todos los medios de trasladar la capital de la república a otra ciudad distinta de Bogotá con el propósito de torpedear definitivamente la ventaja que le daban el prestigio e influencia propios de la ciudad al proyecto de Mosquera de no debilitar el Gobierno Nacional.
Simultáneamente con estas medidas de carácter político y administrativo, el general Mosquera lanzó la más demoledora ofensiva que ha conocido nuestra historia contra el poder de la Iglesia. A los dos días de haber entrado a Bogotá, el 20 de julio de 1861, el presidente Mosquera decretó la tuición de cultos que consistió en un estrecho control político del clero. Apenas habían pasado seis días cuando estalló la otra bomba de alto poder explosivo: el decreto por el cual se expulsaba a la Compañía de Jesús del territorio nacional. Y, finalmente, el 9 de septiembre del mismo año se promulgó el histórico decreto sobre desamortización de bienes de manos muertas al cual ya nos referimos.
La reacción eclesiástica fue airada y violenta, tanto en el ámbito nacional como en el internacional. El propio pontífice Pío IX se pronunció severamente contra las medidas del gobierno de Mosquera, lo cual dio lugar a una respuesta no menos dura del presidente colombiano en la que, entre otras cosas, pedía al papa que se metiera en sus asuntos del Vaticano y que se abstuviera de intervenir en los de una república soberana. La actitud de la Iglesia era francamente subversiva, lo cual se comprobó con el hallazgo de un poderoso arsenal de armas y municiones en la iglesia de Santa Bárbara16. La respuesta de Mosquera fue tan rigurosa y enérgica como todas las suyas. Dictó el 5 de noviembre un decreto por el cual declaró extinguidos todos los conventos y monasterios del Distrito Federal y, como si esto fuera poco, redujo a prisión al arzobispo Antonio Herrán. Es pertinente anotar que estas trascendentales medidas del general Mosquera no constituían un hecho insular dentro del panorama hispanoamericano. Baste decir que unos pocos años antes el ilustre presidente mexicano Benito Juárez había adelantado en su país una serie de reformas liberalizadoras muy similares, cuya consecuencia directa consistió en que los sectores reaccionarios de su país se aliaran con los invasores franceses que impusieron en el trono de México al emperador Maximiliano de Austria.
Por la época en que Mosquera ponía en ejecución este conjunto de medidas laicistas y anticlericales, no podía decirse que la guerra hubiera concluido del todo. No lejos de Bogotá, en la región de Guasca, surgió una combativa guerrilla conservadora que con sus rápidas y frecuentes incursiones dio mucho que hacer al nuevo gobierno. El periódico El Colombiano informó así sobre esta nueva situación, el 16 de noviembre de 1861:
“El viernes 8, por la noche, dio el grito de insurrección una guerrilla en Guasca17… El grupo principal de los insurrectos… encabezado por dos clérigos, [tuvo un encuentro con fuerzas liberales], cuyo único resultado fue la muerte de un clérigo Barreto, cura de Sopó, que era uno de los cabecillas.… El sacerdote que mandaba aquélla, quedó en el campo, con 3 o 4 más”. A los pocos días, el 31 de enero de 1862, el mismo periódico informó que los conservadores de la capital eran los que habían creado y sostenían “aquel pelotón de indios aposentados en el páramo de Guasca”, y que de Bogotá era de donde recibía las armas y municiones con que contaba.
Ese pelotón de indios, fuerte de 1 000 hombres, atacó a Bogotá el 4 de febrero de 1862, mientras estaba ausente Mosquera con el ejército buscándolo por los páramos de La Calera. Informó entonces El Colombiano, del 7 de febrero siguiente: “El martes 4 apareció esta partida por la cumbre de la altura del Guadalupe, desde el amanecer… y aunque se veía bajar grupos, no se les suponía capaces de la barbaridad que cometieron. Al verlos sobre el estribo de Egipto, [los liberales] armados se acuartelaron instantáneamente en San Bartolomé, el Correo, Santo Domingo y uno o dos puntos más, casi al tiempo que pisaban los guasqueños el extremo oriental de las calles, y rompían fuego a lo largo de ellas… Entre 9 y 10 de la mañana se rompieron los fuegos, a las 12 se apagaban ya los del enemigo [ante la inminente llegada de Mosquera], y a la una [los guascas] trepaban el cerro, bien escarmentados… Sin embargo, hay siempre que lamentar: Lograron entrar en el antiguo palacio y en la Casa de Moneda… en el Hotel Tequendama [y en las casas de varios prestantes liberales, las que saquearon]”.
Bogotá tendría que sufrir a los pocos días, el 25 y el 26 del mismo mes de febrero de 1862, un nuevo ataque de las fuerzas conservadoras; en este caso del ejército comandado por el general Leonardo Canal, quien, luego de sitiar a los liberales de la ciudad atrincherados en el convento de San Agustín, donde ofrecieron porfiada resistencia, tuvo que abandonar también la capital ante la cercanía del ejército de Mosquera.
Duelos poéticos
Ni aun la feroz beligerancia de los conflictos civiles pudo apagar la chispa del humor bogotano, que siguió manifestándose con su habitual brillantez inclusive por encima de las animadversiones derivadas de los conflictos. Veamos un caso típico. En medio de la guerra, en un momento dado el gobernador liberal del Distrito Federal, Medardo Rivas, ordenó al literato conservador Ricardo Carrasquilla la entrega de una silla de montar como contribución forzosa para el ejército liberal de Mosquera. Carrasquilla respondió en verso solicitando ser exonerado de la contribución debido a su aflictiva situación de pobreza. La misiva de don Ricardo Carrasquilla rezaba así:
“Señor Medardo Rivas:
”Tengo tres hijos, mujer,
Una madre, dos hermanas;
Y me están saliendo canas
A fuerza de padecer.
”Tengo el oficio más vil
Que existe en el mundo entero:
Menos que sepulturero
Soy, y menos que alguacil.
”Me cobran mis acreedores
Y los padres no me pagan;
Y mis tres muchachos tragan
Más que diez emperadores.
”Y en situación tan cruel,
Tan apremiante, tan dura,
Pidiéndome una montura,
Me presentan un papel.
”Tal petición es el colmo
De mi desdichada suerte;
Es pedir vida a la muerte,
Es pedir peras al olmo.
”No tengo ni una peseta
Para comprar la montura;
Y la prueba es bien segura:
Soy pedagogo y poeta.
”Recuerde usted, caro amigo,
Que estuvimos en la escuela
Juntos: Por Dios, no me muela,
No se meta más conmigo.
”Si usted quiere en vez de silla
Que le escriba una letrilla
De primor,
Mande a su fiel servidor.
Ricardo Carrasquilla”.
El gobernador Rivas se compadeció de la situación expuesta por don Ricardo Carrasquilla y le respondió con una resolución favorable que decía así:
“RESOLUCIÓN
”Gobernación del Distrito.
En Bogotá, junio tres
Bastante motivo es,
A juicio del infrascrito,
El que presenta en su escrito
Sobre no dar una silla
El señor de Carrasquilla;
Por tanto no de montura,
Pero tenga la cordura
De no enviarla a la guerrilla.
Medardo Rivas”.
Aquí no paró todo. A los pocos días don José Manuel Marroquín, copartidario de Carrasquilla, le prestó un caballo para viajar a Funza. Carrasquilla se lo devolvió con tantas y tan lamentables mataduras, que Marroquín decidió amonestarlo en verso como lo veremos enseguida:
“A Ricardo Carrasquilla:
”¡Qué lástima de letrilla
La que escribiste, Ricardo,
Para exigirle a Medardo
Que no te exigiera silla!
O eres liberal o godo,
O eres godo o liberal,
Y de este y del otro modo
En no darla hiciste mal.
”Si eres liberal, tu silla
Debiste por patriotismo
Mandarle en el acto mismo
A Rivas, no una letrilla.
”Y si eres conservador
Perdiste una ocasión calva
De hacerle guerra a mansalva
Al Supremo Director.
”Tal vez juzgas paradójica
Esta mi proposición;
Mas, si pones atención,
Vas a comprender que es lógica.
”No pienso que haya en la tierra
Nadie que pueda ignorar
Que es solamente a matar
A lo que se va a la guerra:
Así, sin que duda quepa,
En la guerra lo mejor
Será lo más matador,
Lo que mejor matar sepa.
”Bien: de cuantas invenciones
Sugirieron los infiernos,
Ya a los pueblos más modernos,
Ya a las antiguas naciones,
Con el fin de hacer más muertes
Y de tornar más apriesa
En montones de pavesas
Pueblos y ciudades fuertes,
No hay ninguna, Carrasquilla,
(Ni pizca de duda queda)
No. no hay invención que pueda
Compararse con tu silla.
”No, ni el arcabuz, ni el dardo,
Ni la testudo, ni el fuego
Que llaman greguisco o griego,
Ni la mina, ni el petardo,
Ni el obús, ni el chafarote,
Ni el cañón, ni el falconete,
Ni el ariete, ni el mosquete
Ni el garrote, ni el brulote,
Ni el fusil, ni el morterete,
Ni a la Congreve el cohete,
Ni el revólver, ni el florete,
Ni el trabuco, ni el machete,
Ni el sable, ni la peinilla,
Ni el rifle, ni la granada…
No, Señor, no hay nada, nada
Comparable con tu silla.
”Y aquí muy de notarse es
Que, mientras eso que digo
Hace daño al enemigo,
Tu silla lo hace al revés.
”Aunque el alma se te frunza,
Si quieres averiguarlo,
Ve a contemplar el caballo
Que te di para ir a Funza.
”Bien es que, si por ventura,
Vienes a verlo al potrero,
En vez de ver al trotero,
Verás una matadura.
Que ya comprendas aguardo
Aquellas palabras mías,
Que, si eres godo debías,
Mandar tu silla a Medardo.
”En efecto, si aquel día
Se la has mandado, Mosquera
Perdido a la fecha hubiera
Toda su caballería.
”¡Que es caballería! Acaso
En la tropa federal
Esa máquina infernal
Causará mayor fracaso.
Y a la silla tuya ahora,
En caso tal, ¡Cosa rara!
El godo la apellidará
La silla libertadora.
”Y en alguna edad futura
De tan grande hecho en memoria,
Un monumento a la gloria
Se alzará de tu montura,
Con este mote esculpido,
En el mármol: A la silla
De Ricardo Carrasquilla
El pueblo reconocido.
José Manuel Marroquín”18.
Debemos recordar que tal vez la única ocasión histórica en que Bogotá corrió riesgo serio de ser despojada de su carácter de capital colombiana fue durante la Convención de Rionegro (1863), en la cual un grupo de delegados propuso y sustentó con calor la iniciativa de trasladar la capital de la república a Ciudad de Panamá. No obstante, la propuesta finalmente no prosperó y a partir de entonces Bogotá se siguió consolidando como capital sin que en el futuro volviera a pensarse con fundamento en la posibilidad de un traslado.
El estado soberano de Bogotá
El artículo 7.o del acto constitucional transitorio del 20 de septiembre de 1861 determinó que el Distrito Federal se regiría en adelante como lo determinara su municipalidad, hasta que la Asamblea del estado soberano de Cundinamarca lo incorporara legalmente de nuevo al estado. De esta forma se impuso la opinión de la mayoría de plenipotenciarios liberales radicales que firmaron el “pacto transitorio”, y fue derrotada la posición de Mosquera de hacer de Bogotá un distrito federal independiente de la jurisdicción del estado en que territorialmente se encontraba.
Pero con ello Bogotá quedó en un limbo jurídico, pues hasta que Cundinamarca no la incorporara de nuevo a su territorio su situación era indefinida. Limbo que se perpetuó de 1861 a 1864 por causa del “sapismo”, fuerza liberal de Cundinamarca comandada por “El Sapo” Ramón Gómez y compuesta por clásicos manzanillos expertos en trapisondas y fraudes eleccionarios, dueños indiscutidos de la mayoría de los municipios de Cundinamarca, pero sin poder político en Bogotá e interesados, por tanto, para mantener su mayoría en el estado, en perpetuar la exclusión de Bogotá. En la constitución para Cundinamarca que aprobó la Asamblea Constituyente de ese estado el 21 de agosto de 1862, el “sapismo” no dejó incluir a Bogotá en el territorio del estado, y dispuso, en el artículo 2.o, que no se podría aumentar el territorio de Cundinamarca sin el consentimiento expreso de su legislatura. Por ello la capital se hizo presente en la Convención de Rionegro con sus propios representantes, independientemente de Cundinamarca.
Los manzanillos “sapistas” hicieron su propia interpretación del federalismo triunfante en la guerra del 60, y con apetito desbordado quisieron perpetuar su dominio de gamonales sobre los municipios de Cundinamarca de una manera muy peculiar: proclamando la soberanía local o el “federalismo de municipios”. En tal sentido encontramos en el periódico oficial del estado, El Cundinamarqués del 24 de junio de 1863, la publicación de exabruptos tales como la “constitución del municipio de Tabio”, aprobada por su corporación municipal el 28 de diciembre de 1862. Con tal clase de constituciones municipales los manzanillos “sapistas” se apoderaban indefinidamente de los municipios del estado, eligiéndose a sí mismos en sus corporaciones municipales, las que no eran conformadas por elección popular sino por designación anual de los miembros entrantes hecha por los salientes. Era el paraíso soñado por los gamonales locales de todos los tiempos, pues en “sus” feudos soberanos no tendría en adelante ninguna injerencia el poder del estado de Cundinamarca, ni, mucho menos, el poder nacional de los Estados Unidos de Colombia. Por supuesto, con tal concepción y práctica de los conceptos de soberanía popular y del federalismo, la unidad y la soberanía nacional quedaban enteramente en manos de los manzanillos locales. En las “constituciones municipales” estaba reflejada de cuerpo entero la catadura del cundinamarqués.
Una nueva Asamblea Constituyente de Cundinamarca, reunida a mediados de 1863, con el mismo sector sapista mayoritario en su interior, ratificó en la constitución que aprobó el 8 de julio de ese año la exclusión de Bogotá del territorio de Cundinamarca. El mosquerismo, por su parte, por razones diferentes, estaba de acuerdo con el “sapismo” en el punto de la exclusión de Bogotá del territorio de Cundinamarca. Desde luego, sus razones eran de orden doctrinal y no de oportunismo electorero19, pues quería mantener para el Gobierno Nacional un territorio propio de mando, el cual sirviera de base para materializar la presencia del gobierno general en la nación, que en la concepción liberal radical del federalismo se perdía en medio del territorio del estado en que éste se encontrara.
De los argumentos del “sapismo” informó así El Colombiano en su edición del 10 de julio: “[Los que en la constituyente de Cundinamarca sostenían la no incorporación de Bogotá al estado argumentaban] que Cundinamarca ganaba políticamente porque Bogotá le daría la ley, y se corría un grave peligro, pues el partido conservador tomaría brío con ese refuerzo [ya que era mayoritario en Bogotá], y que en las presentes circunstancias, cuando la cuestión religiosa era un arma que se podía esgrimir con provecho en las elecciones, equivaldría la incorporación a entregar el Estado al enemigo”. Era una pura cuestión eleccionaria lo que producía el rechazo del “sapismo” a la incorporación de Bogotá al estado; no había tesis políticas de fondo en respaldo de tal actitud sino pura aritmética electoral.
Bogotá, entre tanto, estaba sumida en el limbo político. Los diversos matices del liberalismo que hacían presencia en su municipalidad dieron inicio entonces a un forcejeo en torno a la definición del estatus político que debía darse a la ciudad. Al principio un sector consiguió, a través de la ordenanza del 2 de junio de 186320, que la municipalidad declarara la plena vigencia del Distrito Federal, con lo que quedaba inicialmente en pie la concepción federalista de Mosquera.
Sin embargo, la mayoría conseguida para la aprobación de esta ordenanza resultó precaria, pues dependía de momentáneas alianzas entre diversos matices del liberalismo bogotano en la municipalidad, matices que a veces se alinderaban de manera muy distinta para rechazar incluso los postulados liberales más clásicos21.
La mayoría que se consiguió en la municipalidad a principios de junio de 1863 en el punto de la ratificación de Bogotá como Distrito Federal se perdió muy pronto, pasando una nueva coalición a favorecer un estatus político totalmente distinto para la capital. Según informó La Opinión del 4 de agosto de 1863, la municipalidad empezó a debatir entonces el proyecto de “Acto constitutivo del Estado Soberano de Bogotá” presentado por el liberal radical Dr. Carlos Martín. La idea cardinal del peregrino proyecto era que el antiguo Distrito Federal no pertenecía al territorio de Colombia, y que no regían en él por tanto ni la Constitución, ni las leyes generales. Los conservadores comprendieron de inmediato los beneficios que podían obtener, pues como conformaban la mayoría en Bogotá ésta caería de seguro en sus manos, por lo que desde el primer momento le prestaron su caluroso apoyo al Dr. Martín, el cual “seducido por ellos… se empeñó en el triunfo de su idea. Una barra numerosa de conservadores colmó de aplausos al orador [liberal]”.
Conocedor con antelación el presidente Mosquera de lo que se cocinaba en la municipalidad de la capital, se apresuró a expedir desde Popayán, donde se encontraba, el decreto del 29 de julio de 1863, “Organizando provisionalmente el régimen político de la ciudad de Bogotá”, por el cual determinó que hasta tanto la ciudad fuera incorporada de nuevo al estado de Cundinamarca sería gobernada por un funcionario nombrado por el ejecutivo nacional que llevaría el nombre de “prefecto”22. Mosquera pensaba que la soberanía residía en los estados federados o en el Estado nacional, pero no en el pueblo de cada región o municipio del país, pues esta última concepción de la soberanía y del federalismo conspiraba contra la unidad nacional. De ahí que hizo saber a la municipalidad capitalina que en la situación en que se encontraba Bogotá, en ausencia del poder del estado de Cundinamarca, el único representante de la soberanía pasaba a ser el Gobierno Nacional y de ninguna manera la municipalidad de la ciudad. Lo que estaba en juego era el punto de la soberanía, y, por tanto, el futuro del sistema político colombiano.
Apenas conoció la municipalidad el decreto de Mosquera, decidió por unanimidad desconocerlo, alegando que el poder ejecutivo no tenía derecho a hacer con la capital lo que respecto de los estados le prohibía la Constitución, porque “esta ciudad sólo recibe la ley de la misma fuente que los demás pueblos de Colombia”, es decir, de sus propios ciudadanos. La municipalidad se alinderó así con la tesis de que la soberanía popular reside no en la autoridad estatal o nacional sino en la municipal. Aunque no hizo demasiado énfasis en este punto, y más bien prefirió reclamar que el acto constitucional transitorio de 1861 había determinado que “el territorio que ha servido de Distrito Federal se regirá como lo determine su municipalidad, hasta que la Asamblea del Estado soberano de Cundinamarca lo incorpore legalmente a dicho Estado. Y regir es, según el diccionario, dirigir, gobernar, o mandar”23.
Arguyó también que la Constitución de Rionegro, en su artículo 20, prohibía la existencia de empleados federales (nacionales) con autoridad o mando territorial, y que el intendente que Mosquera establecía para Bogotá era un empleado federal con autoridad y mando sobre un territorio. Vale decir, le recordó a Mosquera que su concepción del federalismo había sido derrotada por los radicales en Rionegro.
Los conservadores, por su parte, también terciaron en el debate, pues además de ser la fuerza política mayoritaria en la capital veían que “en río revuelto ganancia de pescadores”. Al respecto el periódico conservador El Bogotano, del 25 de agosto de 1863, dijo que a su parecer con el decreto de Mosquera se había dado creación al “Bajalato de Bogotá”, “entendiéndose por la palabra Bajalato el territorio mandado por un Bajá. El Bajá (Bachá o Pachá) es un empleado nombrado y revocable a voluntad del Sultán y que goza en su gobierno de un poder limitado; es decir, que puede hacer y deshacer, con tal de que lo que haga o deshaga o deje de hacer, no sea improbado por el que lo nombra… Bogotá es un Bajalato”.
El decreto de Mosquera dio lugar no sólo a un enfrentamiento con la municipalidad, sino que hizo renacer el debate que ya habían sostenido mosqueristas y radicales en la Convención de Rionegro. Los liberales radicales impugnaron ahora de palabra la medida de Mosquera, y también con hechos. Según informó La Opinión del 5 de septiembre de 1863, hicieron que el secretario de la Corte Suprema, el oficial mayor y todos los escribientes, renunciaran el 2 anterior, día en que se presentó Miguel Gutiérrez Nieto, nombrado prefecto de Bogotá por el general Mosquera, para que el presidente de la Corte le diera posesión del cargo. Los dichos funcionarios renunciaron “porque no quisieron autorizar ni presenciar aquel acto violatorio de la Constitución. Hubo necesidad de que 2 testigos autorizaran el acto, y de que la diligencia se extendiera en la Tesorería General, porque en la oficina de la Corte no se encontró escribiente que quisiera hacerse partícipe de la sanción moral que ha recaído sobre los que contribuyeron a ejecutar aquel acto”.
El gobierno salió al quite con presteza. Mosquera, por conducto del secretario del Interior, se dirigió oficialmente a la municipalidad de Bogotá el 29 de agosto, haciéndole saber que ella no representaba la soberanía nacional y que sus facultades se limitaban solamente al territorio municipal sujetas siempre al régimen político de la nación de que hacía parte, de ahí que no tenía ninguna atribución para censurar las providencias del poder ejecutivo ni sus nombramientos. Menos aún cuando éstos tenían por objeto apersonarse de los intereses nacionales en una ciudad que había sido abandonada por el estado de Cundinamarca “que debió, incorporando en su territorio el de Bogotá, crear allí autoridades o agentes suyos, que lo fueran también del Gobierno Federal de Colombia”24.
Ante la obstinada negativa de la municipalidad a reconocer y acatar a Gutiérrez Nieto, actitud que la llevó incluso a dirigir una circular a todos los funcionarios municipales previniéndoles no obedecer sus órdenes, el prefecto elevó el caso a la Corte Suprema de Justicia, solicitándole suspendiera la resolución de la municipalidad y le ordenara acatar su mando. Los magistrados de la Corte dieron fallo dividido y por lo tanto nulo, pues la Constitución de Rionegro exigía que los fallos de este tribunal fueran unánimes para ser legales25.
Sin embargo, en vista también de la fundamentada posición de Mosquera y del fallo dividido de la Corte, la municipalidad reformó la ordenanza orgánica de la administración de la ciudad el 14 de octubre de 1863, por medio de una nueva ordenanza. En ella admitió que en materia de legislación nacional Bogotá se regía conforme a la Constitución y leyes de la república, y que era en el orden municipal donde se administraba de acuerdo con las disposiciones y ordenanzas de su municipalidad. En consonancia con ello estableció que el jefe municipal era en lo político agente del poder ejecutivo de la Unión y que como tal cumplía sus órdenes en esta materia, mientras que en lo municipal era el ejecutor de las ordenanzas del Cabildo26. Con esta reforma la municipalidad oficialmente equiparaba a Bogotá a un estado soberano, pues sólo éstos podían estatuir que sus propios funcionarios fueran los agentes, en el orden local, del poder nacional. Y de todas maneras continuaba desconociendo al prefecto Gutiérrez Nieto. La diferencia fundamental era que designaba al jefe municipal, elegido por ella, para servir en adelante de conducto a las órdenes emanadas del ejecutivo nacional. ¡Tal como si Bogotá fuera efectivamente un estado soberano y su jefe municipal el presidente del mismo! Empero, como explícitamente no se hacía esta declaración, Mosquera tuvo que tascar el freno y aceptar la fórmula que había aprobado la municipalidad.
Sin embargo el acuerdo era aparente. Por la indefinición real en que se encontraba la capital hasta tanto la legislatura de Cundinarnarca no la incorporara en el territorio del estado, Bogotá no pudo participar en la elección presidencial de finales de 1863 en que el liberal radical Manuel Murillo Toro fue elegido presidente de la república para el periodo 1864-1866. En el sistema electoral vigente sólo votaban los estados, y Bogotá ni era estado, ni parte de ningún estado.
En los comienzos de 1864, Santos Gutiérrez, presidente del estado soberano de Cundinarnarca, informó a la municipalidad capitalina que había convocado la legislatura estatal a sesiones extraordinarias para definir la incorporación de Bogotá a Cundinamarca. El asunto pasó en consulta al concejal Lorenzo María Lleras, quien expresó su opinión de la siguiente forma: “[Ya antes he manifestado] que mientras no fuera esta ciudad incorporada a Cundinamarca el ejercicio de su soberanía residía en su municipalidad, y residía de tal modo como en la legislatura de cualquier estado, pudiendo legislar no solamente en lo administrativo y económico, sino también en lo civil y criminal… [Ahora sostengo]:
”1.o Que es conforme a la naturaleza de instituciones como las nuestras, e indispensable para la seguridad del Gobierno general por una parte, y para su expedita acción por otra, que [este gobierno] resida en un lugar que no dependa de ningún estado, a fin de evitar colisiones y conflictos; 2.o Que no conviene a ningún estado… tener al gobierno general en su seno, ya porque de ello pueden surgir complicaciones, ya porque puede verse supeditado uno de los dos gobiernos por el otro; siendo lo probable que el del estado lo sea por el nacional… 5.o Que aunque es cierto que Bogotá, como entidad distinta de los estados y los territorios nacionales, no tiene por la Constitución representante alguno de su población en el Congreso general, eso puede remediarse dirigiéndose la municipalidad a las legislaturas de los estados, a fin de que ellas pidan la reforma del caso y se otorgue tal representación… [pues Bogotá no debe sujetarse] a la triste condición de territorio gobernado por el Gobierno general. [Opino en fin, que Bogotá] se halla en el caso de constituirse definitivamente de manera soberana sin esperar más eventualidades”.
En consecuencia, la municipalidad respondió a Santos Gutiérrez diciéndole que el Cabildo no podía apoyar la incorporación de la ciudad al estado por considerarla perjudicial para los intereses de una y otro27. Estaban, pues, en juego tres propuestas esenciales:
- La del general Mosquera de convertir a Bogotá en Distrito Federal bajo el mando directo del Gobierno Nacional, y en virtud de la cual éste podría eventualmente contar en ese territorio con un ejército de cierta consideración para imponerse sobre los estados remisos a acatar la Constitución y leyes nacionales.
- La propuesta extrema de los radicales de negar al Gobierno de la Unión un territorio propio de mando y su insistencia en que Bogotá fuera incorporada al estado de Cundinamarca. Era la política de la soberanía absoluta de los estados.
- La propuesta de la municipalidad de hacer de Bogotá una ciudad hanseática que no dependiera del Gobierno Nacional ni del estado de Cundinamarca sino que tuviera su propio gobierno.
La controversia continuó. El 22 de enero de 1864 el presidente de Cundinamarca, Santos Gutiérrez, dirigió un nuevo mensaje a la legislatura estatal que rezaba:
“En la República no puede haber constitucionalmente sino estados y territorios nacionales… Bogotá no es territorio nacional; [pues] no es desierto inculto, tribu de salvajes, lugar de colonización. Bogotá está hoy fuera de todo derecho político nacional. No siendo estado ni parte de estado, ni tampoco territorio ni parte de territorio, Bogotá ha venido a ser… una anomalía, un contrasentido, una oprobiosa monstruosidad en nuestra organización política… Una de dos, señores diputados: o debe incorporarse Bogotá sin demora, o la asamblea debe solicitar del Congreso… la creación de un nuevo estado, desmembrando del de Cundinamarca la población y el territorio suficiente para formarlo con Bogotá de modo que tenga por lo menos 100 000 habitantes… parece que eso sería preferible a lo que al presente existe”28.
La respuesta de la legislatura de Cundinamarca consistió en negar una vez más la incorporación.
A la ciudad no le quedaba entonces otro camino que disponerse definitivamente a hacer vida independiente. Pero había un problema para ello, y no era de poca monta. Se trataba del asunto de los recursos fiscales con que podría contar para aventurarse por la vía del autogobierno absoluto. Era un hecho, en las condiciones federales en que el país se encontraba, que el Gobierno Nacional no tenía ni la misión, ni los fondos, para socorrer a las regiones del país que lo demandaran, pues, precisamente, el federalismo se había estatuido para que unas regiones no se recargaran en otras y cada cual velara por sí misma. Bogotá sería una ciudad soberana sin territorio de dónde extraer recursos para su subsistencia. Lo único con que podía contar era con sus tradicionales dehesas, ejidos, bienes raíces amortizados y capitales a censo, precisamente todo lo que la desamortización de Mosquera había traspasado al dominio del Gobierno Nacional. En tales condiciones, la ciudad se encontraba sin salida. A no ser que consiguiera que el Gobieno Federal le devolviera por lo menos los bienes que aún no habían sido rematados y le garantizara pagarle los réditos, en metálico, de los que ya lo habían sido. Así Bogotá se dispuso a la lucha, pues de este vital punto dependía su futuro.
De inmediato la municipalidad, por conducto de su presidente Luis González Valencia, con fecha 8 de febrero de 1864, dirigió al Congreso Nacional la siguiente petición, en que se condensan los puntos de vista de una ciudad acorralada, y una doctrina política que defendía los fueros del municipio en el país, doctrina que sólo hasta la segunda mitad de la década de los ochenta del siglo xx ha vuelto a tener actualidad en Colombia.
“No está entre las funciones que los estados han delegado al gobierno general… la de disponer de la propiedad de los comunes u otras entidades políticas o municipales… el derecho de coartar a los municipios la facultad de adquirir y de poseer se puede disputar también a… los estados en el campo de la doctrina… El partido liberal ha venido siempre luchando… por la descentralización, que es la libertad de los municipios… Es pues la ocupación de los bienes de los municipios en 1861 un verdadero anacronismo, propio de una época anterior a esa fecha por lo menos en medio siglo… Es imposible admitir la justicia de la desamortización respecto de los bienes de los municipios y de sus establecimientos de beneficencia y caridad… La desamortización ha despojado a los municipios de las dos terceras partes del capital raíz que tenían, y de la renta que les producía. Los bienes fueron valorados en proporción a las moderadas rentas que producían… [Pero] la renta la paga el gobierno en billetes, los cuales apenas producen la tercera parte de su valor nominal… Cree la municipalidad que no es honroso para el gobierno general… la violación de uno de los más claros principios de la ciencia política, como lo es el de la independencia municipal”29.
La anterior exposición se acompañó de una solicitud formal para que el Congreso Nacional hiciera extensiva a los bienes de los municipios y de los establecimientos públicos la exención que ya había decretado, por la ley del 19 de mayo de 1863, en favor de los bienes de las escuelas primarias, ordenando les fueran retornados los que aún no hubieran sido rematados y pagar en dinero metálico los réditos de los que sí lo hubieran sido. El Congreso hizo caso omiso de esta solicitud.
Sin embargo, en honor a la verdad histórica, gracias a que Bogotá quedó con la desamortización sin bienes raíces y capitales a censo, que eran la fuente principal de sus recursos, se vio obligada a intentar establecer un sistema fiscal moderno basado en el impuesto predial. Por ello no es ninguna casualidad que el primer conteo detallado de inmuebles en la ciudad con fines fiscales sea de 1863, el primer catastro de 1866 y luego, más perfeccionado aún, de 1878. Sin catastro no hay impuesto predial, y sin éste no hay verdadero fisco municipal productivo. La desamortización fue, pues, la causa de que en Bogotá se empezara a establecer un tipo de fisco más racional.
Solución a la crisis
La municipalidad nombró en febrero de 1864 a Eleodoro Jaramillo como diputado de la ciudad en la Cámara de Representantes y ésta determinó darle asiento pero a cambio de resolver definitivamente sobre la validez o nulidad de tal nombramiento. El asunto pasó a manos de la comisión de elecciones, la cual presentó ponencia dividida, pues Andrés Cerón y Benjamín Núñez opinaron que “Lo que Bogotá manda al Congreso, no es Senador ni Representante, sino Diputado conforme al art. 78 de la Constitución”. José María Samper opinó en cambio que “Bogotá es una entidad sui generis transitoriamente… es inconstitucional, y por tanto inadmisible el nombramiento hecho por la municipalidad de un representante”30. Oficialmente la Cámara no decidió sobre el asunto, por lo cual el diputado por Bogotá continuó tomando asiento en la corporación.
La municipalidad, por su parte, en ordenanza del 8 de marzo de 1864, reformó la administración de la ciudad disponiéndola a actuar como ente medio autónomo. Al respecto estableció que el jefe municipal sería de elección popular para un periodo fijo de dos años y que el orden en que debía observarse la legislación vigente era el siguiente: 1.o La Constitución y las leyes nacionales. 2.o Los códigos del estado soberano de Cundinamarca en todo lo que no se opusieran a la Constitución y leyes nacionales y a las ordenanzas de la municipalidad. 3.o Las ordenanzas y disposiciones expedidas y adoptadas por la municipalidad de Bogotá. Ratificó, asimismo, que “en el orden político, las autoridades de la ciudad son agentes del Poder Ejecutivo de la Unión”31.
La ordenanza tenía el “ejecútese” de Miguel Gutiérrez Nieto como jefe municipal, lo que significa que la crisis de la municipalidad con Mosquera cuando no quiso aceptar el nombramiento de Gutiérrez Nieto como intendente, se terminó no sólo reconociendo que el jefe municipal era también el agente del Gobierno Nacional en la ciudad, sino, al mismo tiempo, nombrando a Gutiérrez Nieto como tal jefe municipal, cargo que era de libre nombramiento y remoción de la municipalidad. Ahora canceló definitivamente la crisis determinando que el jefe municipal era de elección popular. Fue la primera vez en la historia del país que se estableció la elección popular de alcaldes.
Había otra razón para que la municipalidad se mostrara ahora tan dócil frente al Gobierno Nacional, y era que éste, desde el 1 de abril siguiente, sería ejercido por Manuel Murillo Toro, máximo dirigente del radicalismo y persona que no producía en Bogotá tantas resistencias como Mosquera.
El nuevo gobierno radical mostró especial interés en solucionar la situación anómala en que se encontraba la capital, y lo logró. En primer término pidió al Senado declarar nulo el artículo 1.o de la Constitución de Cundinamarca, que no incluía la ciudad dentro de los límites del estado. El Senado, que era ahora de mayoría radical, accedió a la solicitud del gobierno. El 11 de mayo de 1864 informó La Opinión:
“En virtud de esta anulación Bogotá quedó incorporada ipso facto al estado; pero deseoso el Presidente de Cundinamarca Santos Gutiérrez de proceder en todo de acuerdo con la legislatura del estado, ha resuelto esperar que esta corporación misma sea la que decrete las providencias necesarias para llevarla a efecto en las sesiones que han debido abrirse el 1.o del corriente en Zipaquirá”.
En efecto, por medio de una ley que se promulgó el 11 de mayo de 1864, la Asamblea Legislativa de Cundinamarca determinó incorporar a Bogotá al estado32. En esa forma la ciudad empezó a vivir de nuevo una situación jurídica normal. Fue de verdad sorprendente la rapidez y facilidad con que los radicales consiguieron la reincorporación de la capital a Cundinamarca. Esto, como ya lo vimos, ocurrió iniciándose el gobierno de Manuel Murillo Toro, que sucedió a Mosquera. Todo se explica si tenemos en cuenta que ya para entonces los radicales eran mayoría en el Congreso, en la legislatura de Cundinamarca y en la municipalidad de Bogotá, con lo que lograron atajar definitivamente el proyecto de Mosquera de convertir a la ciudad en Distrito Federal.
Sin embargo tres años más tarde, cuando en su último gobierno, exactamente en abril de 1867, el general Mosquera dio un efímero golpe de Estado y clausuró el Congreso, una de las primeras medidas que tomó por decreto fue la de retrotraer a Bogotá a su condición de Distrito Federal. A su turno, derrocado Mosquera el 23 de mayo siguiente, el gobierno radical de Santos Acosta y el Congreso que le era adicto hicieron volver de nuevo la situación de Bogotá a su estado original como parte del estado de Cundinamarca. ¡Pero esa es otra historia!
LOS CONFLICTOS DE FIN DE SIGLO
Política cotidiana
Los métodos de lucha política que se emplearon en Bogotá durante la etapa de transición del radicalismo a la Regeneración incluyeron los atentados personales. El primero de ellos se presentó en 1882 contra el senador Ricardo Becerra, quien había sido declarado persona no grata por los liberales cuando era secretario de Instrucción Pública33. No habían transcurrido todavía dos meses cuando, el 19 de septiembre del mismo año, se atentó contra la vida del gobernador del estado de Cundinamarca, Daniel Aldana34. Tanto liberales independientes como conservadores culparon de los atentados a los miembros de la Sociedad de Salud Pública. Dicha organización se había creado el 4 de diciembre de 1881 con el objetivo de “coadyuvar al restablecimiento del régimen liberal en el poder y para contrarrestar las tendencias reaccionarias contra los principios que siempre ha profesado el liberalismo”35.
Los dirigentes liberales también sufrieron atentados al igual que los militantes del partido. En 1882 la guardia personal del gobernador Aldana agredió a varios liberales que escaparon milagrosamente a los disparos; las víctimas protestaron denunciando a “los sicarios del gobernador”36. En octubre del 84 jóvenes que vivaron al Partido Liberal fueron también atacados por la guardia de Cundinamarca37.
Las manipulaciones del gobernador Aldana abarcaron el fraude para asegurar su reelección durante la jornada electoral de 1884, en la que, ante las protestas liberales, se respondió con bala provocando, “según noticias, dos muertos y unos 5 ó 7 heridos”38. Se daban así pasos seguros para el estallido de la guerra, lo cual sucedería pocos meses más tarde.
Para esta época, ya el Partido Conservador había acudido con extraordinaria habilidad a llenar el vacío que habían dejado los radicales en su ciega oposición a Núñez. Por consiguiente, el peso específico de los liberales llamados independientes en el bando nuñista decrecía en la misma medida en que se agigantaba el de los conservadores. Prueba dramática de ello es que al estallar el conflicto de 1885 el presidente Núñez hubo de entregar la totalidad del mando de las armas oficiales a militares conservadores a cuya cabeza se hallaba el general Leonardo Canal. En Bogotá los radicales fueron gravados con fuertes “empréstitos forzosos” para sufragar gastos de guerra. Además se organizó una guardia urbana estimulada por destacadas figuras del conservatismo para contribuir al control de la ciudad, cuyos habitantes se vieron restringidos para salir del perímetro urbano39.
El final de este drama es bien conocido. Primero, la hecatombe radical de La Humareda. Luego, el indudable golpe de Estado del presidente Núñez que, por virtud de una simple frase pronunciada desde los balcones del Palacio Presidencial, asentada claro está sobre las bayonetas victoriosas, expidió una rápida partida de defunción para la carta constitucional vigente y convocó un Consejo de Delegatarios —todos adictos a él— para que elaboraran la nueva Constitución autoritaria y centralista. En otras palabras, “El Estado soy yo”.
La Constitución de 1886 acumuló tal suma de poderes virtualmente absolutos en manos del presidente de la república, que su mejor definición la dio, con el ácido humor que siempre lo caracterizó, don Miguel Antonio Caro, su máximo artífice, cuando alguien le comentó que el estatuto constitucional de 1886 era monárquico. Esta fue la respuesta de Caro:
“Sí lo es, pero lamentablemente quedó con la gravísima falta de ser electivo”.
A partir de 1886 la Regeneración se impuso con todo el peso de una omnipotente fuerza represiva. La presencia de los liberales independientes en el Gobierno se fue haciendo cada vez más lánguida, de tal manera que ya en ese año se podía hablar de un gobierno homogéneamente conservador. El radicalismo, víctima de sus graves errores tácticos frente a Núñez y derrotado en los campos de batalla, pasó a convertirse en una fuerza de oposición muy débil y además asediada por una serie de medidas virtualmente dictatoriales. El tristemente célebre artículo K ?de la nueva Constitución colocaba la libertad de prensa enteramente a merced del arbitrio presidencial. En consecuencia, a partir de ese momento los periódicos desafectos al régimen empezaron a sufrir un acoso inclemente y varios de ellos fueron clausurados y sus directores arrojados al destierro. Por su parte, la temible “Ley de los Caballos” colocaba en manos del presidente una serie de atribuciones realmente desmedidas para fiscalizar y reprimir sin apelación el funcionamiento de cualquier partido u organización adverso al gobierno. En 1889 se expidió el decreto 151, una especie de reglamentación del artículo K, que se convirtió en una potente catapulta contra la prensa libre.
En 1892 se reunió en Bogotá la convención liberal en la cual se enfrentaron dos tendencias opuestas: los pacifistas, encabezados por el ex presidente Aquileo Parra, y los belicistas, que no creían en las soluciones políticas y eran abiertamente partidarios de una insurrección armada contra el gobierno. Fue poco después de esta convención, y del bogotazo de 1893, cuando se produjo la arbitraria clausura de tres periódicos liberales capitalinos, El Contemporáneo, El 93 y El Relator y la expulsión del país del doctor Santiago Pérez, ex presidente de la república. Actos de gobierno como éstos fueron los que gradualmente robustecieron la posición de los belicistas a la vez que iban debilitando la de los pacifistas.
En 1894 la atención de los bogotanos se centró esencialmente en el escándalo de las emisiones clandestinas que se produjeron en el Banco Nacional. En estas difíciles circunstancias el gobierno se vio forzado a llamar a juicio a algunos de sus más prominentes funcionarios.
Lo peor de todo consistió en que no sólo los altos ejecutivos del banco fueron involucrados en el escándalo sino que también cayeron graves acusaciones sobre los ex ministros del Tesoro Miguel Abadía Méndez y Carlos Martínez Silva.
Si bien el Banco Nacional fue clausurado, quedó flotando en el ambiente la pésima imagen de un gobierno durante el cual llegó a ocurrir algo tan grave como unas emisiones clandestinas.
La guerra civil de 1895
Entre los preparativos de los liberales belicistas para la insurrección de 1895 figuraba en primer lugar la toma de Bogotá, junto con la captura de todo el alto gobierno. Se había fijado como fecha de la iniciación de las hostilidades el 23 de enero de ese año. Sin embargo, los liberales procedieron con una ingenuidad y una falta de cautela que los perdió: la mayoría de los dirigentes fueron detenidos a tiempo, se decretó el estado de sitio y el alcalde Higinio Cualla tomó rápidamente el control de la capital.
La rebelión fue aplastada donde quiera que estalló. El gobierno tuvo, además, otro acierto: encomendar la dirección de las operaciones al general Rafael Reyes, que en esta contienda hizo gala de un extraordinario talento estratégico, así como de una magnanimidad y una hidalguía ciertamente ejemplares como adversario.
La Tribuna es un imponente balcón natural que se yergue en el confín noroccidental de la sabana, adelante de Facatativá. Desde la plataforma de sus enormes farallones se divisa el declive de la cordillera que conduce hacia regiones cálidas, y finalmente hacia las riberas del Magdalena. Allí se parapetó el ejército rebelde al mando del general Siervo Sarmiento, quien confiaba en la inexpugnabilidad de la posición que había elegido. Los hechos le demostraron que se engañaba. Con una celeridad sorprendente, Reyes salió de Bogotá a la medianoche del 28 de enero, y a la madrugada del 29, cuando todavía no lo esperaban, abrió fuego sobre las fuerzas de su adversario. Horas más tarde, la derrota liberal era completa. Sarmiento huyó con las tropas que pudo reunir por el camino de Honda y Reyes salió velozmente a perseguirlo. Por último, en Ambalema, los dos contendores celebraron un encuentro de caballeros en el que Reyes ofreció a Sarmiento una capitulación honrosa.
En Santander, punto de origen de la mayoría de nuestros conflictos civiles, aún ardía la insurrección. Hasta allá marchó Reyes con su ejército para hacer frente a las fuerzas revolucionarias que comandaba el general José María Ruiz, quien además contaba con refuerzos venezolanos. El combate decisivo tuvo lugar en la población de Enciso, donde la revolución quedó definitivamente sepultada. El triunfador, que esta vez también se negó a tomar represalias contra los vencidos, llegó a la Estación de la Sabana donde fue recibido en una verdadera apoteosis. La capital se engalanó con templetes y arcos triunfales para rendirle homenaje. La única nota amarga la puso el jefe del Estado, el propio vicepresidente Caro, que sin duda era en ese momento el máximo deudor de gratitud del genio estratégico de Reyes. Cuando los miembros del comité de recepción del vencedor de Enciso le consultaron a Caro cuál podría ser el obsequio más adecuado para expresar a Reyes el reconocimiento del gobierno, don Miguel Antonio, que “sacrificaba un mundo para pulir un chiste” (desde luego, si el chiste lastimaba o denigraba a alguien), replicó: “No se preocupen. Reyes es como las criadas bogotanas que prefieren el chocolate en plata”.
La Guerra de los Mil Días
El cese de hostilidades en 1895 no produjo variación alguna en el panorama político. El talante represivo del régimen continuó haciendo sentir su áspera presencia en todos los órdenes de la vida nacional, sin excluir el económico, en el que el leonino gravamen a las exportaciones cafeteras radicalizó no sólo a los cultivadores liberales, sino a numerosos conservadores. Por esa época se profundizó la división del partido de gobierno entre los nacionalistas, que acaudillaba el señor Caro, y los históricos, entre quienes se contaban eminentes figuras del conservatismo y cuyo máximo dirigente era el doctor Carlos Martínez Silva. Dentro de ese clima empezaron a aproximarse las elecciones de 1897 en las que elegirían presidente y vicepresidente para el periodo 1898-1904. Los nacionalistas proclamaron la candidatura de Caro pero éste se apresuró a declinarla. Poco tiempo después se hicieron claros los motivos del astuto vicepresidente. Ya los veremos.
A todas éstas, el general Reyes, que se hallaba en Europa, comunicó a sus simpatizantes su aceptación de la candidatura presidencial.
En consecuencia, un sector del conservatismo lanzó la candidatura de Reyes para la presidencia con la del general Guillermo Quintero Calderón para la vicepresidencia. La división era irremediable. El nacionalismo, cuyo sumo pontífice era Caro, presentó otro tándem,aparentemente extraño y contrario a toda lógica.
?Para la presidencia, el señor Manuel Antonio Sanclemente, un valetudinario patriarca bugueño de 86 años, y para la vicepresidencia don José Manuel Marroquín, un apacible hacendado sabanero, buen epigramista, regular novelista, trasnochado imitador de los clásicos y autor de un tratado de ortografía en verso. Marroquín amaba su vida campestre, sus retruécanos y juegos de palabras y sus vacas y caballos, tanto como aborrecía los ajetreos de la brega política. Por lo tanto, la fórmula Sanclemente-Marroquín parecía la obra maestra del disparate. Sin embargo, en el fondo no lo era tanto. Era la típica jugada de ajedrez del taimado señor Caro, para quien la consolidación del casi nonagenario Sanclemente y el septuagenario y abúlico Marroquín era el medio ideal para seguir manipulando los hilos del poder desde lo alto del escenario. Gobernar por interpósita persona ha sido a través de los siglos el sueño de no pocos estadistas y políticos.
Eliminada la candidatura de Reyes por una turbia conjura de intereses, la fórmula contraria a Caro quedó reintegrada con el general Quintero Calderón para presidente y don Marceliano Vélez para vicepresidente y fue acogida por los conservadores históricos. El maltrecho y marginado liberalismo participó en el debate con los señores Miguel Samper y Foción Soto. El resultado no sorprendió a nadie. Se sabía que Caro no se dejaría arrebatar el poder estando en él. Triunfó la pareja de ancianos y empezó a ocurrir lo previsto.
El 7 de agosto de 1898 tomó posesión de la primera magistratura el vicepresidente Marroquín porque los médicos del venerable carcamal Sanclemente le aconsejaron no jugarse la vida encaramándose a estas peligrosas alturas bogotanas. Mas el señor Caro y sus conmilitones no podían capitular iniciándose el combate. Era cierto que don Miguel Antonio tenía las más firmes intenciones de mover a Sanclemente como un títere; pero tampoco le convenía que el muñeco se le desgonzara en la apertura misma del telón. Entonces vinieron las presiones de los nacionalistas. Al diablo los médicos con sus precauciones bobaliconas. El nuevo mandatario no se debía a sí mismo sino a la patria. El resultado consistió en que, cargando con el pesado lastre de sus 86 años y afrontando los rigores de toda índole que a la sazón implicaba el viaje de Buga a la capital, el paciente y resignado anciano Sanclemente llegó finalmente a Bogotá, donde se posesionó de la presidencia el 3 de noviembre de 1898. Pero la naturaleza es tozuda, y fue así como los implacables 2 600 metros que alejaban a Bogotá del nivel marino se ensañaron en la endeble senectud del señor presidente, hasta el punto de que en esta oportunidad ya los médicos se pusieron duros y notificaron que no responderían por su vida si no partía de inmediato hacia un clima más benigno. Los carceleros nacionalistas del presidente eligieron a Anapoima, donde en pocos días quedó instalada la sede del poder ejecutivo. Posteriormente, el anciano se trasladó a Villeta, por considerarse que ese municipio estaba mejor situado respecto a la capital.
La situación vino a agravarse con el estallido de la Guerra de los Mil Días, a la que llegó el liberalismo exasperado por la intransigencia y la política represiva y persecutoria del régimen nacionalista, contra la cual se habían enfrentado inclusive los conservadores históricos con el doctor Carlos Martínez Silva a la cabeza. El desgobierno era total. La nación encendida en guerra. El anciano presidente alejado del centro del gobierno. Marroquín, que no era propiamente un arquetipo de dinamismo, al frente de la presidencia. En suma, a Caro le había salido el tiro por la culata. Ya no tenía a quien manipular. Por supuesto, la oportunidad para los históricos era ideal y no la desaprovecharon. Cuidadosamente fraguaron un golpe de Estado para deponer al mandatario provecto y lo llevaron a cabo el 31 de julio de 1900 en Villeta. El vicepresidente Marroquín asumió el mando en propiedad. Sanclemente alcanzó a vivir dos años más y murió casi nonagenario en 1902 sin haberse movido de Villeta. Allí mismo recibió sepultura.
Fue ese el momento en que el señor Caro quedó realmente despojado del poder. Transcribimos los dos primeros cuartetos de un soneto feroz en el que Caro enrostró a Marroquín su felonía:
“Traición ejecutada a salvamano;
quebrantados solemnes juramentos
y de la ley de Dios los mandamientos
todos, con faz piadosa y pecho insano;
”cintica azul y proceder villano;
mozuelos educados en conventos
y hoy de maldad perfectos instrumentos dando tortura a inmaculado anciano…”.
Marroquín llegó al gobierno animado de intenciones pacifistas, que muchos históricos, entre ellos Martínez Silva, compartían. Pero su carácter no era un modelo de reciedumbre y de ello se valieron los elementos más recalcitrantes para desviar al presidente de ese noble rumbo y colocarlo en una feroz actitud belicista basada en la idea cerril de combatir la insurrección hasta extirparla. Tuvieron que pasar dos años más sobre muchos miles de cadáveres colombianos para que los hechos dieran tardíamente la razón a los pacifistas de ambos partidos en Neerlandia y a bordo del Wisconsin.
La cabeza de la “línea dura” en la que, desgraciadamente, cayó Marroquín, era el siniestro general Aristides Fernández, hombre fuerte del régimen, que durante los dos últimos años de la guerra convirtió a Bogotá en una ciudad ocupada y a su panóptico en un hervidero de presos políticos que eran en su mayoría ciudadanos pacíficos e inermes.
Numerosos y respetables historiadores, entre ellos distinguidos conservadores como Eduardo Lemaitre y Guillermo Torres García, han coincidido en afirmar que si el presidente de Colombia en 1898 hubiera sido el general Rafael Reyes, su personalidad conciliadora y ecuánime se habría impuesto sobre la borrasca de los odios políticos. Sin duda, Reyes habría buscado y hallado fórmulas de avenimiento con el liberalismo y hoy nuestra historia no registraría en sus anales los tétricos mil días de 1899 a 1902. El posterior gobierno de Reyes da la razón a quienes así piensan. Bueno es decir esto sin olvidarnos, sin embargo, de que es llorar sobre sangre derramada.
——
Notas
- 1. Liévano Aguirre, Indalecio, Los grandes conflictos sociales y económicos de nuestra historia, tomo III, pág. 108.
- 2. Informe de la Real Audiencia existente en el Archivo de Indias y citado en Boletín de historia y antigüedades, vol. XLI.
- 3. Ibíd.
- 4. Hernández de Alba, Guillermo, Memorias del presbítero José Antonio de Torres y Peña, Biblioteca de Historia Nacional, vol. XCII, Bogotá, pág. 94.
- 5. Liévano Aguirre, Indalecio, op. cit., tomo III, pág. 116.
- 6. Boletín de historia y antigüedades, vol. XLI.
- 7. Forero Benavides, Abelardo, El 20 de julio tiene 300 días, Ediciones Universidad de los Andes, Bogotá, 1967, págs. 86-87.
- 8. Forero Benavides, Abelardo, op. cit., págs. 106-107.
- 9. Posada, Eduardo, El 20 de julio, Biblioteca de Historia Nacional, págs. 276-277.
- 10. Vergara y Velasco, Capítulos de una historia civil y militar, pág. 147.
- 11. Boletín de historia y antigüedades, vol. VIII.
- 12. Forero Benavides, Abelardo, op. cit., págs. 149-150.
- 13. Camacho, Joaquín y de Caldas, Francisco José, Historia del 20 de julio, Biblioteca Popular de Cultura Colombiana, vol. IV.
- 14. León Gómez, Adolfo, El Tribuno de 1810, Biblioteca de Historia Nacional, vol. VII, pág. 233.
- 15. En Santafé el corregidor fue el mismo virrey. En la relación de mando de Mendinueta, de 1803, encontramos que se pensó nombrar un corregidor distinto del virrey “para que presidiera inmediatamente el Cabildo”, pero que no se había podido hacer tal nombramiento porque las rentas de la ciudad no alcanzaban para proveer los 2 000 pesos anuales requeridos por el cargo.
- 16. El Colombiano, 28 de septiembre de 1861.
- 17. A los tres días de los decretos que declararon extinguidos todos los conventos y monasterios de Bogotá y el apresamiento del arzobispo Herrán. Nota del autor.
- 18. El Mosaico, 27 de febrero de 1864.
- 19. Ver al respecto El Colombiano, 1.o de julio de 1863.
- 20. El Municipal, 11 de julio de 1863.
- 21. Véase al respecto en La Opinión del 24 de marzo de 1863 la actitud contraria a la desamortización que tuvo la mayoría liberal de la municipalidad de Bogotá, encabezada en esa oportunidad por el ideólogo Ezequiel Rojas. Nota del autor.
- 22. El Municipal, 15 de agosto de 1863.
- 23. Ibíd.
- 24. Registro Oficial, 29 de septiembre de 1863.
- 25. Ibíd., 10 de noviembre de 1863.
- 26. El Municipal, 17 de octubre de 1863.
- 27. La comunicación de Santos Gutiérrez, la ponencia de Lleras y la respuesta final de la municipalidad se encuentran en El Municipal, 23 de enero de 1864.
- 28. El Cundinamarqués, 22 de enero de 1864.
- 29. El Municipal, 20 de febrero de 1864.
- 30. Registro Oficial, 12 de marzo de 1864.
- 31. Registro Oficial, 19 de marzo de 1864.
- 32. La Opinión, 18 de mayo de 1864.
- 33. El Conservador, 8 de agosto de 1882.
- 34. Ibíd., 19 de septiembre de 1882.
- 35. Diario de Cundinamarca, 6 de enero de 1882.
- 36. Ibíd., 17 de mayo de 1882.
- 37. Ibíd., 15 de octubre de 1882.
- 38. El Comercio, 10 de septiembre de 1884.
- 39. El Comercio, 10 de enero de 1885.
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Aspectos de historia política y administración

Luego de que el español José González Llorente se negó, con vocablos injuriosos, a prestarles a los criollos de Santafé un florero para un agasajo al comisionado regio Antonio Villavicencio, también criollo, los organizadores aprovecharon la áspera negativa para desencadenar un movimiento que culminó en la declaración parcial de Independencia, la destitución del virrey Amar y Borbón, la prisión de los oidores, la abolición de la Real Audiencia y la conformación de una Junta Suprema de Gobierno integrada por criollos, con el virrey de presidente honorario. La junta elaboró un acta, que es conocida como Acta del 20 de julio de 1810 o Acta de la Independencia. El original se perdió en el incendio de Las Galerías en 1900. Grabado conmemorativo con el acta de la revolución del 20 de julio. Casa Museo del 20 de Julio, Bogotá.

“Don Josef Llorente, español, y amigo de los ministros opresores de nuestra libertad, soltó una expresión poco decorosa a los americanos; esta noticia se difundió con rapidez, y exaltó los ánimos ya dispuestos a la venganza. Grupos de criollos paseaban alrededor de la tienda de Llorente con el enojo pintado en sus semblantes. A este tiempo pasó un americano que ignoraba lo sucedido, hizo una cortesía de urbanidad a este español: en el momento fue reprendido por don Francisco Morales, y saltó la chispa que formó el incendio y nuestra libertad. Todos se agolpan a la tienda de Llorente; los gritos atraen más gentes, y en un momento se vio un pueblo numeroso reunido e indignado contra este español y contra sus amigos. Trabajo costó a don Josef Moledo aquietar por este instante los ánimos, e impedir las funestas consecuencias que se temían. Llorente se refugió en la casa inmediata de don Lorenzo Marroquín”. Joaquín Camacho y Francisco José de Caldas, “Historia de nuestra revolución”, en Diario Político de Santafé. Óleo de Pedro Alcántara Quijano.

“A las seis y media de la noche hizo el pueblo tocar a fuego en la Catedral, y en todas las iglesias para llamar de todos los puntos de la ciudad el que faltaba. Estos clamores, en todo tiempo horrorosos, llevaron la consternación y el espanto al corazón de todos los funcionarios del gobierno. Tembló el virrey en su palacio y conoció tarde que las armas, esas armas en que tanto había confiado, eran ya unos instrumentos impotentes y débiles, y que no obrarían sino su ruina. Conoció con todos los magistrados que no es el terror, no los calabozos, las cadenas ni el cadalso el freno de los pueblos. A pesar de esto nosotros admiraremos siempre la mano invisible que paralizó todos sus movimientos. ¿Cómo unos hombres que habían adoptado sujetar a los pueblos por el terror, que habían aumentado sus fuerzas y hecho preparativos de guerra no dispararon ni una sola pistola?”. Joaquín Camacho y Francisco José de Caldas, “Historia de nuestra revolución”, en Diario Político de Santafé. Óleo de Pedro Alcántara Quijano.

El presbítero Andrés Rosillo y Meruelo, canónigo de la Catedral, fue una de las figuras decisivas en el episodio del 20 de julio de 1810. “Este patriota generoso se mereció el odio del gobierno que expiró, por sus votos libres en esas juntas memorables del 7 y 10 de febrero de 1809, digamos mejor, de esas farsas con que pensaron alucinar a los incautos. Rosillo añadió a este mérito el de haber proyectado tomar a Santafé en 29 de octubre de ese año. Frustradas sus esperanzas parte para el Socorro. Camina de noche por sendas desconocidas, y siempre huyendo de los ojos de los tiranos; atraviesa montañas intransitables, muda de traje, y hace todos sus esfuerzos por llegar al Socorro, por difundir luces, por hacerse prosélitos y libertar la patria. Nada valió; el 28 de diciembre fue apresado por don Pedro Agustín de Vargas y conducido a Charalá”. Joaquín Camacho y Francisco José de Caldas, “Historia de nuestra revolución”, en Diario Político de Santafé. Óleo de Víctor Moscoso.

A partir de junio de 1816 Pablo Morillo comenzó a fusilar en la Huerta de Jaime (hoy Parque de los Mártires) a los dirigentes del movimiento independentista, entre ellos a José María Carbonell, Miguel Pombo, Jorge Tadeo Lozano, Gregorio Gutiérrez, Custodio García Rovira y Camilo Torres. Policarpa Salavarrieta fue fusilada el 14 de noviembre de 1817. Óleo de Pedro Alcántara Quijano. Academia Colombiana de Historia.

Pablo Morillo, llamado El Pacificador, sitió Cartagena en 1815, plaza que tomó después de tres meses de combates. El Pacificador traía la idea de que, fusilando a los dirigentes del movimiento independentista, se acabaría entre los criollos del pueblo la idea de separarse de España. Pablo Morillo, Óleo de Pedro José Figueroa. Museo Nacional de Colombia, Bogotá.

El movimiento de independencia dio lugar a una profusa producción literaria, de carácter político como expresión de las encontradas ideologías que en él se enfrentaron.

La cruenta guerra de independencia produjo una radicalización total de los documentos políticos patriotas. La Gazeta de Santafé de Bogotá, de 1819, es una clara muestra de ello.

La cruenta guerra de independencia produjo una radicalización total de los documentos políticos patriotas. La Gazeta de Santafé de Bogotá, de 1819, es una clara muestra de ello.

Luego de que inicialmente el virrey Amar fuera nombrado presidente de la Junta Suprema de Santafé, se impuso la línea dura dentro de la misma y se ordenó la prisión del ex virrey y su esposa. Óleo de Coriolano Leudo, Casa Museo del 20 de Julio, Bogotá.

La Junta Suprema de Gobierno fue impuesta por el pueblo. Fue la expresión final de que América no podía continuar atada a la suerte del Imperio español, que se hallaba en decadencia.Óleo de Coriolano Leudo, Casa Museo del 20 de Julio, Bogotá.

Tomás Cipriano de Mosquera, tres veces presidente de la república, quien en su segundo mandato (1861-1863) convirtió a Bogotá en Distrito Federal.

Tomás Cipriano de Mosquera durante su cautiverio en el Observatorio de Bogotá. Mosquera no pudo culminar su tercer gobierno pues en 1867 fue depuesto por una coalición gólgota-conservadora. Fotografía de Ignacio Gutiérrez Ponce.

En el convento de San Agustín se atrincheraron los liberales que ofrecieron resistencia a las fuerzas del general conservador Leonardo Canal en 1862. Éste era el aspecto que presentaba el convento luego del combate. Fotografía de Luis García Hevia.

General Leonardo Canal, quien en 1862 incursionó en la capital con una fuerza conservadora proveniente del norte del país. Puso sitio al convento de San Agustín, donde se atrincheraron los liberales, que resistieron tres días hasta la llegada de las fuerzas del general Mosquera, lo que obligó a Canal a levantar el sitio y emprender la retirada. Fotografía de Demetrio Paredes.

Gramático, poeta y novelista, José Manuel Marroquín llegó a la política ya entrado en años. Fue vicepresidente de La Regeneración (Partido Nacional) en 1898. Durante la Guerra de los Mil Días, el 31 de julio de 1900, apoyado por el ejército y por una fuerte fracción del conservatismo, le dio un golpe de Estado al presidente Manuel Antonio Sanclemente, y asumió el mando hasta 1904.

Uno de los grandes humoristas del siglo xix fue Ricardo Carrasquilla (Quibdó, 1827-Bogotá, 1886), poeta y costumbrista, de ideas conservadoras. Su hijo, el sacerdote Rafael María Carrasquilla, fue rector del Colegio del Rosario y uno de los más estructurados ideólogos del conservatismo. Ricardo Carrasquilla es el autor de la famosa poesía humorística “Lo que puede la edición”. Óleo de Ricardo Gómez Campuzano.

El 23 de mayo de 1867 una conspiración armada por los liberales radicales (gólgotas) y por los conservadores, dio un golpe de Estado y depuso al presidente legítimo, el general Tomás Cipriano de Mosquera, cuyo periodo terminaba en abril del año siguiente. Mosaico de los conjurados de 1867, entre quienes estaban Manuel Murillo Toro, Santiago Pérez, Santos Acosta, Carlos Holguín, Santos Gutiérrez, Felipe Zapata y otras notabilidades de la época. Fotos de Demetrio Paredes.

Manuel Murillo Toro, liberal radical, dos veces presidente de la república (1864-66 y 1872-74) y máximo exponente del radicalismo colombiano. Óleo de Domingo Moreno.

Rafael Núñez fue, junto con Caro, el principal artífice del periodo conocido como La Regeneración. Resultó elegido cuatro veces presidente de la república. Óleo de Epifanio Garay.

Gramático, periodista, filólogo, ensayista y poeta, Miguel Antonio Caro coadyuvó a la formación de un partido en unión con los liberales independientes que apoyaban a Rafael Núñez. Como vicepresidente de la república ejerció el poder ejecutivo de 1892 a 1898. Óleo de Felipe Santiago Gutiérrez, Museo Nacional de Colombia, Bogotá.

Alistamiento de voluntarios en la plaza de Armas (Las Cruces) para combatir a los rebeldes liberales en la guerra relámpago de 1895.

Durante La Regeneración empezó a darse la modernización y profesionalización del ejército nacional, como muestra la foto.

Comandantes del ejército y el ministro Miguel Abadía Méndez examinan una moderna ametralladora, recién llegada para combatir la rebelión liberal en la Guerra de los Mil Días. Foto de Henry Duperly.

Benito Ulloa y el estado mayor del ejército liberal de Cundinamarca en el año de 1900. La reciedumbre con que combatieron los bandos enfrentados fue una de las causas de la excesiva prolongación de la contienda.

Mandatarios conservadores que ejercieron la presidencia de la república en circunstancias difíciles por la pugnacidad permanente entre los partidos. Carlos Holguín Mallarino (1888-1892), asumió el mando como primer designado, ante la ausencia del titular Rafael Núñez.

Mandatarios conservadores que ejercieron la presidencia de la república en circunstancias difíciles por la pugnacidad permanente entre los partidos. Rafael Reyes (1904-1909), gobernó con el Partido Liberal y renunció un año antes de concluir su periodo.

Mandatarios conservadores que ejercieron la presidencia de la república en circunstancias difíciles por la pugnacidad permanente entre los partidos. Manuel Antonio Sanclemente (1898-1900), tuvo que enfrentar el comienzo de la Guerra de los Mil Días y fue depuesto por su vicepresidente el 31 de julio de 1900.

Tras la victoria de las tropas del gobierno en Enciso en abril de 1895, que puso fin a la guerra empezada en enero de ese año, se levantó un arco triunfal en Bogotá para recibir al ejército victorioso del general Rafael Reyes, proclamado héroe nacional. El arco estaba ubicado en la entrada sur del puente de San Francisco, carrera 7.ª con calle 15. Foto de Henry Duperly.

Entrada triunfal del general Rafael Reyes a la Plaza de Bolívar de Bogotá en 1895. El caudillo conservador desempeñó un papel de primera importancia durante la guerra civil del 95, en que triunfaron las huestes del gobierno.
Texto de: Eugenio Gutiérrez Cely
EL 20 DE JULIO
Según el Diario de José María Caballero, el 19 de agosto de 1808 se conoció en Santafé la noticia del apresamiento de Fernando VII por los franceses y la catástrofe general de la monarquía española. De inmediato el sector criollo santafereño que alimentaba ideas de independencia o que simplemente abogaba por un cambio en el sistema colonial, se dio cuenta del partido que podía sacar de la situación de España, mucho más cuando constató el eco de la misma entre el pueblo capitalino, que, al decir del mismo Caballero, percibió la amenaza francesa que se cernía sobre las Indias. Los acontecimientos que a continuación se desarrollaron en España y América decidieron el comportamiento de ese pueblo.
Detenido el rey, único soberano que reconocía el Estado absoluto español, los americanos se preguntaron cuál era entonces el soberano a quien debían acatamiento en lo sucesivo. La respuesta no tardó en llegar de la metrópoli misma. Los liberales españoles procedieron a organizar, en las provincias aún no ocupadas por el invasor francés, juntas encargadas de preparar la resistencia y dar fundamento popular a los gobiernos locales, con el supuesto de que en esa coyuntura la soberanía había retornado al pueblo y que debía ser éste quien definiera el rumbo a seguir. Por supuesto, ésta era una habilidosa forma de introducir las reivindicaciones liberales en España bajo el ropaje de la resistencia patriótica contra el usurpador extranjero, lo cual permitió desconocer y reemplazar las autoridades existentes. ¿Y América qué debía hacer? ¿Esperar a que Napoleón se aproximara a sus costas para tomar medidas preventivas similares, o prepararlas con antelación? La respuesta era obvia para los patriotas americanos. En el Nuevo Mundo se debía proceder de inmediato a organizar juntas como las españolas para precaverse contra el invasor y dar una base popular a los gobiernos de estas regiones, huérfanos de legitimidad desde el momento en que el soberano a quien representaban ya no existía. Fue en ese punto en el que hizo crisis la vieja contradicción entre los americanos patriotas y los ibéricos.
Los españoles y los americanos serviles o realistas consideraban que lo que era válido para la península —la organización de juntas— no lo era para América, y que ésta debía simplemente acatar las órdenes emanadas de la Junta Suprema que en España representaba a las juntas provinciales y locales. Y entonces, ¿en qué quedaba aquello de que españoles y americanos eran iguales y hacían parte de la misma nación? Se ponía en evidencia que América era pura y simplemente vasalla sin derechos o, más exactamente, colonia y no provincia de ultramar como se decía. Era cierto, pues, que el viejo trato despótico y arrogante de los españoles obedecía a que veían a los americanos como inferiores. Si ni siquiera en esos momentos de grave peligro para el imperio se confiaba en los americanos, entonces éstos no era mucho lo que debían esperar de la madre patria en lo sucesivo.
Tal verdad de a puño fue comprendida poco a poco por la generalidad de los americanos —pueblo raso y notables criollos—; y fue ésta la forma como caló en la conciencia popular la idea de soberanía y patria libre, y no por la difusión de la filosofía de la Ilustración francesa ni de la declaración de derechos del hombre, como posteriormente se creyó. En el lapso que va de agosto de 1808 a julio de 1810, al calor de los sucesos de la lucha española de resistencia contra Napoleón y del trato que simultáneamente se dio a los americanos, éstos terminaron por abrazar en su mayoría el partido que reclamó primero igualdad de derechos entre americanos y españoles, y luego, ante la torpe respuesta que dio la junta al movimiento pro junta de América, proclamó la independencia total.
El hecho fundamental que generalizó el movimiento pro junta en el Nuevo Mundo fue la convicción de que España pronto dejaría de existir y de que entonces América debería hacerse cargo de su destino. Veamos a vuela pluma cómo se concentraron en 1809 y 1810 los acontecimientos que finalmente produjeron el 20 de julio en Santafé.
Los criollos capitalinos se mostraron muy obsecuentes en septiembre de 1808 en la ceremonia de la jura de Fernando VII y ante el enviado de la Junta Suprema española, capitán de fragata don Juan José Pando y Sanllorente, quien a pesar de la arrogancia con que los trató, partió de Santafé con medio millón en metálico como contribución a la lucha contra Napoleón. Pero ya a principios de 1809 esos mismos criollos empezaron a variar de actitud.
Un decreto de la Junta Suprema de Sevilla llamó a los virreinatos y capitanías de América a nombrar un diputado que las representara en ese cuerpo. Al mismo tiempo, cada provincia de España enviaba dos vocales. Tamaña discriminación produjo el convencimiento definitivo de que las provincias americanas no eran iguales a las españolas, ni siquiera cuando debían acudir en auxilio de España misma. Camilo Torres protestó en el que se ha llamado el “Memorial de Agravios”: “Tan españoles somos como los descendientes de don Pelayo… Con esta diferencia, si hay alguna, que nuestros padres, como se ha dicho, con indecibles trabajos y fatigas, descubrieron y poblaron para España este nuevo mundo”.
En las instrucciones que dieron los criollos al delegado de la Nueva Granada, quien finalmente no partió porque la Junta de Sevilla se extinguió, quedó establecido que éste no debía reconocer “superioridad alguna de las provincias españolas respecto a las americanas, antes por el contrario, sostendrá su representación americana, con igual decoro al de la española, reclamando al efecto la pluralidad de los votos de ésta, respecto de los de aquélla…”1.
Aunque tal documento jamás fue enviado a España y sólo circuló clandestinamente en la capital, refleja el grado de beligerancia que se estaba extendiendo entre los criollos. Un nuevo acontecimiento vendría a agudizar la situación. El 1.o de septiembre de 1809 el Cabildo de Santafé recibió una comunicación del marqués de Selva Alegre, presidente de la Junta Suprema formada por los patriotas en Quito el 10 de agosto anterior, en la que lo invitaba a unirse a los quiteños en un movimiento similar. Al día siguiente, 2 de septiembre, el Cabildo de Santafé solicitó al virrey la convocatoria de una junta de autoridades, notables y cuerpos de la capital para que decidiera si se debía contestar al marqués de Selva Alegre y en qué términos, así como para acordar las providencias que debían tomarse en tales circunstancias2. El virrey contestó que accedía a la junta pero sólo para tratar de la respuesta a Quito, mas no sobre otras disposiciones, las cuales eran de la exclusiva potestad de las autoridades virreinales.
La propuesta del Cabildo no iba en el sentido de una junta puramente coyuntural, sino que entendía la misma como el inicio de una verdadera junta suprema neogranadina, que con la presidencia de las autoridades virreinales y sin derrocarlas como había ocurrido en Quito, se hiciera cargo del gobierno de la Nueva Granada mientras durara la crisis de España, contando para ello con la presencia de elementos criollos en la nueva administración.
El 6 y 11 de septiembre se reunió la junta con la asistencia, según informa José María Caballero, de “oidores, canónigos, cabildos, oficiales reales, curas de todas las parroquias, priores y provinciales, capellanes, hacendados y vecinos notables”. En esta junta casi todos los regidores del Cabildo se pronunciaron por la formación de una junta semejante a las establecidas en España3. “Veintiocho fueron los votos —informan Camilo Torres y Frutos Gutiérrez— que pedían la erección de una junta provincial que reuniese las voluntades y sentimientos de todas las provincias y que atrajese con blandura a los quiteños sin el estrépito de las armas”. En la reunión don Frutos Joaquín Gutiérrez sintetizó las aspiraciones de los criollos capitalinos en esta forma: “Debe procederse a la erección de la Junta Provincial presidida por el Excmo. Sr. Virrey y compuesta de uno o dos oidores y de las diputaciones de esta ciudad y demás provincias del Reino, con necesaria subordinación y dependencia de la Junta Suprema hoy existente en Sevilla… La formación de esta Junta, sirviendo de contrapeso a la que han erigido los quiteños, les daría de un solo golpe estos dos desengaños: 1.o La Capital del Reino y sus provincias inmediatas forman un cuerpo subordinado a la Suprema Junta Central Gubernativa de la Monarquía: luego en concepto y por el testimonio de la Capital y sus Provincias, existe la Suprema Junta. 2.o La Capital y sus provincias se unen en un cuerpo con el Excmo. Sr. Virrey y las autoridades del Virreinato: luego no tiene desconfianza alguna del gobierno, ni menos la pueden tener en lo sucesivo”4.
José Acevedo y Gómez hizo en esa misma oportunidad un planteamiento fundamental, dirigiéndose al fiscal de la Audiencia en los siguientes términos: “Sr. Fiscal, para mí no es un caso metafísico la subyugación de España por Francia. Y no me será lícito preguntar, ¿ Cuál será entonces la suerte de mi patria…?
”El Fiscal: Entonces juntaremos y dispondremos lo que convenga…
”Acevedo y Gómez: Se equivoca Vuestra Señoría, Sr. Fiscal. En ese caso los pueblos serán los que dispongan de su suerte porque aquí somos pueblos libres como los españoles”5.
Tal era ya en ese entonces el grado de beligerancia que caracterizaba a los criollos, lo cual, advertido por los españoles y serviles más recalcitrantes, provocó que en adelante estos últimos extremaran las medidas de vigilancia y precaución. El ambiente se tornó más y más tenso. A los pocos días de concluida esta reunión, más precisamente el 26 de septiembre siguiente, informa Caballero que se puso un pasquín en la esquina de la Calle Real informando al pueblo de los sucesos de Quito, lo que produjo un bando inmediato de las autoridades prohibiendo leer las proclamas y papeles concernientes a los mismos. Sin embargo, los rumores, anónimos y pasquines continuaron creciendo, con lo que se extremaron las patrullas y rondas nocturnas de la autoridad, presididas por los oidores en persona.
Por esos mismos días la atmósfera de sospechas entre uno y otro bando llevó a producir un conato de encausar al virrey por parte de la Audiencia, que secretamente lo acusaba de no tener la decisión suficiente para reprimir el partido de los criollos junteros. Algunos de éstos fueron invitados a participar en el intento de golpe de Estado, pero los criollos se apresuraron a comunicarlo al virrey por conducto de don Luis Caycedo y Flórez, alcalde de primer voto de la ciudad. Se argüía para el encausamiento en ciernes de la Audiencia que el señor Amar había dirigido comunicaciones a Napoleón, que fueron interceptadas en Cartagena y remitidas al oidor Hernández de Alba. Se mencionaba también que el virrey había manifestado ya su disposición de entregar la Nueva Granada al emperador francés. Amar y Borbón tomó medidas de defensa e hizo registrar la casa y el archivo del oidor en busca de los documentos comprometedores y del sumario que secretamente se le estaba incoando; pero no halló nada, pues Hernández de Alba tuvo tiempo para destruirlos. Desde ese momento se consolidó la alianza virrey-oidores dirigida contra los criollos, pues el “rabo de paja” que tenían los gobernantes virreinales a raíz de sus vacilaciones con Napoleón les hizo comprender que debían estrechar sólidamente su colaboración. Pero los criollos y el pueblo también lo percibieron, por lo que aumentaron aún más sus distancias respecto a estos funcionarios y a su política antiamericana.
Ahora los acusados de sedición fueron los criollos. El 30 de septiembre se avisó a las autoridades que ese día o el siguiente se preparaba un levantamiento en favor de una junta de gobierno en Santafé. La Audiencia redobló las medidas tendientes a develar el plan6. El 15 de octubre el virrey avisó a la Audiencia que el canónigo Andrés Rosillo conspiraba activamente con Luis Caycedo y Flórez, Pedro Groot y Antonio Nariño para dar un golpe y establecer la tan temida junta en la capital7. Otro informe dio parte de que Rosillo había ofrecido a la virreina proclamar rey de la Nueva Granada a Amar y Borbón si éste se decidía a cortar lazos con España. La Audiencia hizo investigar en secreto a Rosillo quien, imprudentemente, cayó en el lazo que se le tendía y corroboró que, más que conspirador, era un lenguaraz impenitente. La Audiencia todo lo creyó y el 3 de noviembre arrestó a Antonio Nariño y al oidor de Quito don Baltasar de Miñano, y los remitió a los calabozos de Cartagena. Por su parte, Rosillo logró evadirse y escapó hacia El Socorro.
Se acercaba el fin del año y con éste la escogencia por el Cabildo de los alcaldes ordinarios de la ciudad. Importaba mucho en quién iba a recaer tal elección, por lo que el virrey recurrió a un arbitrio muy poco usual: nombró a seis regidores añales, desconociendo la norma de que éstos debían ser nominados por los restantes regidores (los perpetuos y los que terminaban su periodo anual). Así pretendía el virrey reprimir a los criollos patriotas en el Cabildo. También impuso como alférez real a don Bernardo Gutiérrez, un chapetón camorrista que al poco tiempo agredió en pleno Cabildo al procurador general, con quien tenía disparidad de opiniones. A todo trance, los partidarios de la sumisión total a las “juntas supremas” fantasmas que surgían en España debían imponerse por sobre los americanos patriotas. Pese a ello, estos últimos lograron conseguir en el Cabildo la elección de don José Miguel Pey y don Juan Gómez, partidarios de la causa americana, como alcaldes de Santafé.
Las noticias que llegaban del Viejo Mundo causaban cada día más desespero por la suerte de España. Aumentaban, en consecuencia, los temores de una invasión napoleónica a América o de una traición de los gobernantes virreinales ansiosos de congraciarse con el nuevo amo de Europa. El ánimo inquieto y levantisco crecía entre los americanos de todos los sectores sociales, principiando por el pueblo llano, que seguía con ansiedad los acontecimientos de España y se enervaba con el trato que daban los españoles a las aspiraciones americanas de participar en pie de igualdad en las previsiones que se debían tomar. Por este motivo el virrey tomó serias medidas respecto a la capital, donde empezaba a tornarse amenazador el descontento general. Desde finales de 1809 llegaron tropas de la guarnición de Cartagena y de Riohacha, encabezada la segunda por don Juan Sámano, a quien se dio la comandancia del batallón auxiliar de Santafé. El virrey y los oidores se preparaban de este modo para sofocar drásticamente cualquier movimiento en la capital. La Santa Inquisición, por su parte, colaboraba con las armas espirituales. Según informa Caballero, el 24 de diciembre de 1809 se leyó en la misa mayor de la catedral un edicto del Santo Oficio excomulgando a todos los que tuvieren proclamas, cartas o papeles sediciosos.
El año de 1810 se inició con la noticia del encarcelamiento del canónigo Rosillo, y, poco después, del de los presbíteros Gómez y Azuero. Hasta el clero americano estaba ya minado por el cáncer de la sedición. El pueblo tomó nota de este hecho. Se conoció también a inicios del nuevo año la disolución de la Junta Central de España y la instalación del Consejo de Regencia. Las gentes se preguntaban quién legitimaba la autoridad de este dichoso Consejo. Las mismas autoridades virreinales se mostraron remisas en un comienzo a reconocer el Consejo de Regencia, por lo que el Cabildo de Santafé tuvo que interrogar al virrey al respecto. Éste contestó haciendo informar al pueblo la novedad ocurrida en España por medio de un simple bando. Ahora no hubo bombos y platillos como cuando el reconocimiento de la Junta de Sevilla. ¿Qué tramaban las autoridades virreinales? Al mismo tiempo llegaban de todas partes las noticias de los vejámenes y atropellos que los chapetones y serviles americanos estaban cometiendo contra los patriotas. El malestar aumentaba.
Hizo entonces su aparición desembozada el rumor. Este fenómeno, que siempre acompaña toda revolución, expresa al mismo tiempo los temores y las esperanzas de los pueblos; aumenta toda noticia y la hace aparecer con el cariz inminente de lo que las gentes más temen o más desean. El pueblo expresa mediante el rumor su angustia por los hechos que no se precipitan. Es el mensajero de vanguardia de los grandes cambios que se avecinan. Por ello encontramos en el Diario de Caballero la siguiente anotación: “FEBRERO. A 10 de este mes le vino al Virrey la primera noticia que había gente extranjera en los Llanos; unos decían que franceses y otros que ingleses; el alboroto y chispería fue terrible”. Había un trasfondo de realidad en esta noticia. Tres jóvenes patriotas —José María Rosillo, Vicente Cadena y Carlos Salgar— habían emprendido ya no supuestas, sino reales actividades revolucionarias en el llano. El virrey envió fuerzas tras ellos. Las cabezas de Cadena y Rosillo fueron traídas a Santafé el 14 de mayo siguiente, con gran indignación del pueblo, que veía aproximarse cada vez más la cuchilla inmisericorde de los chapetones. Ya no se ajusticiaba en Quito sino en las propias goteras de Santafé.
En carta de Camilo Torres a su tío Ignacio Tenorio, oidor de la Audiencia de Quito, fechada el 29 de mayo de 1810, encontramos que los santafereños estaban muy bien informados de lo que ocurría en España por esos mismos días, y que su ansiedad por el futuro de América prácticamente se desbordaba: “Cádiz… es imposible que pueda resistir por mucho tiempo… Ya está muy cerca el día feliz… Queremos evitar la anarquía, y sería caer en ella eliminar [los cabildos] la única representación que tenemos, la única por donde podemos comenzar la convocación de las Juntas provinciales o las Juntas supremas… Nos hallamos en el mismo caso en que estarían los hijos mayores después de la muerte del padre común. Cada hijo entra en el goce de sus derechos”8. Todo estaba previsto; sólo faltaba que se confirmara el deceso de España. Ésta es la indecisión fundamental de que la historia acusa a los dirigentes criollos de Santafé. Querían tomar el poder, pero no se atrevían. Esperaban a que se produjera la última de las razones justificatorias, la anexión total de España por Francia, antes de decidirse a cruzar el Rubicón. Fue entonces cuando el pueblo de la capital rompió un florero y lo anunció con público alborozo echando a vuelo los bronces de los campanarios de la ciudad.
El Consejo de Regencia de España, como medida para contener lo inevitable en las Indias, había enviado comisionados americanos a estas provincias buscando enderezar ciertos entuertos, dar satisfacción a algunos descontentos y, fundamentalmente, mantener la fidelidad de América. Comentan Camilo Torres y Frutos Gutiérrez que estos comisionados eran por ciento “¡los únicos americanos que en tres siglos han tenido una gran confianza del gobierno! Los europeos miraron esta comisión como un insulto que el Consejo de Regencia irrogaba al derecho exclusivo que juzgaban tener sobre la suerte del Nuevo Mundo. Los americanos se apresuraron a recibir con pompa a los comisionados, más bien a título de paisanaje, que porque los juzgasen libertadores de la patria y ángeles tutelares de su fortuna… El Virrey decía que los aguardaba… pero al mismo tiempo preparaba calabozos y potros; tenía a punto de servir los cañones del parque; había prevenido la fusilería, cantidad de granadas, de bombas, y otras armas de fuego; había fabricado y seguía fabricando muchas lanzas, sables, desgarraderas y cuchillos; había interceptado, y con vigilancia recogía del comercio toda la pólvora, los machetes y aun los pedernales de chispa, para que no cayesen en manos americanas”9.
Don Antonio Villavicencio, nacido en Quito y educado en Santafé, fue el comisionado para la Nueva Granada. En la capital pronto se conocieron noticias sorprendentes. Apenas llegado Villavicencio a Cartagena se interesó por la suerte de Antonio Nariño y consiguió que se suavizara su situación de presidiario. A los pocos días, el 14 de junio, el Cabildo de Cartagena, con la anuencia de Villavicencio, allí presente, arrestó al gobernador Montes y prácticamente hizo la revolución en esa provincia. A Santafé llegó la noticia seguida, a los pocos días, de otras increíblemente alentadoras: Caracas había hecho su revolución el 19 de abril y Pamplona y El Socorro, en la Nueva Granada, poco después. ¿Qué más esperaba la capital? Los criollos decían que la llegada de Villavicencio, quien había partido de Cartagena con rumbo a Santafé el 25 de junio.
En la ciudad el rumor popular y revolucionario crecía cada vez más. Se denunciaba que los españoles habían vendido a Bonaparte a todos los americanos: “Los hombres a dos reales, las mujeres a uno, y los chicuelos a medio real”. La exasperación aumentaba y todos decían que el virrey y los oidores no eran más que asalariados del emperador francés, prestos a hacerle entrega de este reino al primer enviado suyo que llegara a nuestras costas.
Don Joaquín Camacho se dirigió el 18 de julio al presidente del Cabildo de Santafé en estos términos: “Vuestra Señoría debe instar para que sin pérdida de tiempo se llame a la propuesta Junta de autoridades y vecinos y que con ella se sancione la de representantes del Reino, haciendo responsables ante Dios, el Rey y la patria a los que se opusieren a medidas tan saludables”10. Acevedo y Gómez escribió el 19 de julio a Antonio Villavicencio, quien debía estar ya en Honda: “Dios quiera que llegue Vuestra Merced a tiempo de poder conjurar la tempestad, que lo dudo… Doy por bien perdida mi fortuna y las rentas de ella existentes en Cádiz y Barcelona, en veinte y tantos mil pesos, con tal de que mi Patria corte las cadenas con que se halla atado a esa Península, manantial perenne de sus tiranos”.
Ya llegó el 20 de julio, viernes de mercado mayor. Haya o no existido planificación del incidente del florero que dio origen a las injuriosas palabras del español Llorente (“me c… en Villavicencio y en todos los americanos”), lo cierto es que la magnitud de la respuesta del pueblo sorprendió en primer lugar a los mismos criollos, supuestos autores del montaje provocador contra Llorente. Se regó como pólvora el taco que había soltado el chapetón y el pueblo expresó que ya estaba harto de insultos y humillaciones y que no aguantaba más. La reacción popular se desbordó y la chispa hizo estallar el polvorín saturado de materias inflamables. Cuenta un testigo anónimo: “…cada vez iba creciendo más y más el concurso junto a la casa [de Llorente] y toda la Calle Real estaba llena de corrillos, de modo que parecía día de corpus. A las dos y media de la tarde comenzó a desenfrenarse el pueblo, pidiendo a gritos satisfacción del agravio que les había hecho Llorente y que no se contentaban con menos que con su cabeza y que al instante lo llevasen a la cárcel. El alcalde Pey así lo verificó, y lo condujo yendo detrás de ellos adelante y a los lados toda la multitud, blasfemando públicamente contra los chapetones y su conducta, en orden al tratamiento que daban a los americanos… Luego que metieron a Llorente a la cárcel, comenzaron a gritar que hiciesen lo mismo con Infiesta, Trillo y Bonafe y otros odiados chapetones y se dirigieron a casa de Trillo e Infiesta”11.
Del apresamiento de los más detestados españoles el movimiento pasó pronto a enarbolar consignas eminentemente políticas. El pueblo hizo gala de su comprensión del momento y, asesorado por los chisperos (dirigentes de la propia masa popular y jóvenes de la élite criolla), propuso muy rápido las medidas que darían proyección histórica a la jornada. Según el testigo anónimo, “no se oía otra cosa que baldones contra los españoles, que se estableciese la Junta y que para ello se hiciese Cabildo abierto…”. Chisperos, o activistas como se dice hoy, recorrían los talleres de artesanos, las tiendas o habitaciones del pueblo, las chicherías muy concurridas en este día de mercado y, en general, la ciudad entera instando a los que aún no se habían enterado de los sucesos a concurrir a la Plaza Mayor a engrosar la multitud que ya se encontraba allí y a dar concreción a la consigna que el pueblo había lanzado de Cabildo abierto y Junta.
Démosle aquí la palabra a Acevedo y Gómez, uno de los personajes del día: “No había calle en la ciudad que no estuviera obstruida por el pueblo. Todos se presentaban armados y hasta las mujeres y los niños andaban cargados de piedras pidiendo a gritos la cabeza del oidor Alba, de Frías, Mancilla, Infiesta, Trillo, Marroquín, Llorente y otros, con la libertad del Magistral Rosillo… el primer paso hostil del Virrey hubiera sido la señal para que no quedase un europeo ni ninguno de los americanos aduladores del antiguo sistema. Todo era confusión a las cinco y media, los hombres más ilustres y patriotas asustados por un espectáculo tan nuevo se habían retirado a los retretes más recónditos de sus casas. Yo preví que aquella tempestad iba a calmar después que el pueblo saciase su venganza… y que a manera del que acalorado por la bebida, cae luego en languidez y abatimiento, iba a seguir un profundo y Melancólico silencio, precursor de la sanguinaria venganza de un gobierno que por menores ocurrencias mandó cortar la cabeza del cadete Rosillo y de Cadena… Cuando a las cinco y media salí a la calle la multitud en hombros me condujo a la plaza que estaba cubierta de gentes armadas, que estaban gritando al Virrey que hiciese Cabildo extraordinario”12.
Hay que destacar en este punto dos hechos de fundamental importancia. El primero es que a las cinco y media de la tarde la élite criolla estaba escondida en sus casas y que ninguno de los americanos ilustres se encontraba al frente del movimiento. Ello demuestra la absoluta espontaneidad del mismo que, si bien inicialmente pudo haber sido precipitado por una provocación deliberada de algunos criollos al chapetón Llorente, la reacción popular desbordó todas las previsiones que se habían hecho, sobresaltando a los criollos y atemorizándolos al igual que a los chapetones y americanos serviles. En segundo lugar, que las consignas que dieron proyección política al movimiento, como la de Cabildo extraordinario y Cabildo abierto, salieron fue de la masa popular misma, o de los activistas que espontáneamente se pusieron a su cabeza; por tanto, el pueblo señaló el camino a seguir y empujó a los criollos a hacerlo. La consigna de Junta era la conclusión obvia de la de Cabildo extraordinario, por lo que nadie debe desconocer al pueblo de Santafé y a sus dirigentes naturales la clarividencia y decisión espontáneas que exhibieron el 20 de julio. Aquí deben callar los que en toda eventualidad relegan al pueblo, lo creen incapaz de ninguna acción inteligente y siempre están afirmando, aun contra los hechos históricos mismos, que son los escogidos de la Providencia los que le dictan a la multitud sus consignas y pautas de conducta y que ésta no hace más que corearlas y seguirlas ciegamente.
Cuando a las cinco y media de la tarde la muchedumbre empezó a conducir a los regidores al Cabildo, en éste sólo se encontraban presentes el secretario, don Eugenio Melendro, y dos o tres funcionarios menores, lo cual es un fuerte indicio en el sentido de que el incidente del florero no fue preparado sino efecto de la explosiva atmósfera política que saturaba a Santafé. De no haber sido así, ¿por qué los criollos no se pusieron al frente del pueblo, y por qué no estaban prestos en el Cabildo a canalizar los acontecimientos?
“A las seis y media de la tarde hizo el pueblo tocar a fuego en la Catedral y en todas las Iglesias para llamar de todos los puntos de la ciudad al que faltaba”13. Más o menos hacia esa hora Acevedo y Gómez pronunció su famosa arenga dirigida a mantener el ánimo de los que amagaban empezar a retirarse a sus casas. La labor de los chisperos continuaba infatigable convocando al pueblo, con las campanas y personalmente, a mantenerse firme y a que acudieran a la plaza los que aún no lo habían hecho o se habían retirado de ella.
Arrancada al virrey la licencia para el Cabildo extraordinario, continúa el testigo anónimo narrando: “Más y más entusiasmado el pueblo con los discursos de don José María Carbonell, se juntaron los capitulares en la sala como a las seis y más de la noche… El pueblo que estaba abajo en la plaza, nombró diputados que lo representasen, cuatro por cada barrio… Presidió la Junta por comisión del Virrey el Oidor Jurado…”. Igualmente el virrey entregó las armas del parque de artillería a un comisionado de la confianza del pueblo. Con la concesión de Cabildo extraordinario, que pronto se convirtió en Cabildo abierto, y con la entrega de las armas, el virrey estaba caído. Sólo faltaban las formalidades que protocolizaran el hecho.
El pueblo eligió a Acevedo y Gómez como su tribuno para que completara el número de los que habían de constituir la Junta. Era ya noche cuando terminó el nombramiento de los diputados, ratificados uno a uno por la multitud presente. El oidor Jurado, comisionado del virrey, pretendió desconocer que se había producido un cambio de régimen y alegó no tener poderes suficientes para autorizar lo sucedido. “Con este motivo —nos informa el Acta del 20 de julio— se levantaron sucesivamente varios de los vocales nombrados por el pueblo y con sólidos y elocuentes discursos demostraron ser un delito de lesa majestad y alta traición, el sujetar o pretender sujetar la soberana voluntad del pueblo, tan expresamente declarada en este día a la aprobación o improbación de un jefe cuya autoridad ha cesado desde el momento en que este pueblo ha reasumido en este día sus derechos y los ha depositado en personas conocidas y determinadas”. Así fueron notificados los oidores y el virrey que su régimen ya era cosa del pasado. La revolución estaba consumada por virtud de un hecho fundamental, fuente de toda soberanía y de todo derecho: la voluntad del pueblo. Si alguna duda cabía de ello, bastaba echar un vistazo a la Plaza Mayor. Sámano también lo sabía. Por eso no se movió con sus soldados en ese día.
Acevedo y Gómez, en gran parte responsable de la redacción del Acta del 20 de julio, explica algunos pormenores importantes relacionados con ésta: “Considéreme Ud., rodeado de un pueblo numeroso y conmovido, fatigado de hablar tanto y a gritos para que me oyera toda la multitud que cubría la plaza, sobresaltado a cada instante por las voces de que ya traían la artillería que ya venía el regimiento auxiliar, que la caballería acometía al pueblo, y desanimado muchas veces al ver a los hombres más ilustrados y patriotas sorprendidos de asombro y tan azorados como los mismos delincuentes a quienes perseguía el pueblo. Por eso creo que el público tendrá la bondad de disimular el cansado y tosco estilo del acta y diligencias, pues no es lo mismo componer sobre el bufete y con seguridad, que producirse en medio de los peligros”14.
El Acta del 20 de julio, que protocolizó los logros de este día histórico, puede ser objeto, como la jornada misma, de todos los cuestionamientos que se quiera. Pero hay un hecho que resalta por sobre todos: en adelante la Independencia era ya una verdad irrecusable. Vacilaciones hubo, y muchas. Pero, ¿qué revolución ha estado exenta de ellas? El 20 de julio de 1810, incuestionablemente, es el hito fundamental en el inicio de la Independencia del virreinato de la Nueva Granada.
EL JEFE POLíTICO MUNICIPAL
Los requerimientos políticos de la Gran Colombia exigieron aminorar el poder de las autoridades locales de la época colonial, como los cabildos, alcaldes ordinarios y alcaldes parroquiales, para conferirle en adelante las máximas atribuciones municipales a un nuevo funcionario dependiente de la rama ejecutiva central denominado juez político o jefe político, del cual proviene directamente el actual cargo de alcalde mayor de Bogotá. De ahí que se puede decir que iniciando la vida republicana la ciudad perdió gran parte de la autonomía y poder local que había tenido durante la Colonia, y cuya última expresión fue la elección popular del gobernador José Tiburcio Echavarría durante los días inmediatamente siguientes al triunfo patriota en el puente de Boyacá.
Al principio del siglo se encontraban al frente de la administración municipal el Cabildo y los alcaldes ordinarios de la ciudad, cuyas atribuciones variaron muy poco en la etapa inicial de la República. El Congreso de Cúcuta de 1821 determinó que en las ciudades cabeceras de cantón, como Bogotá, continuaran existiendo con sus mismas atribuciones los dos alcaldes coloniales de primero y segundo voto, nombrados anualmente por el Cabildo y encargados fundamentalmente de la justicia civil y criminal. El Cabildo, por su parte, seguiría renovándose anualmente por elección hecha de los regidores que entraban por los que salían, mediando la confirmación del gobernador de la provincia. La innovación fundamental que hizo el Congreso de Cúcuta consistió en la creación del cargo de jefe político municipal y en los poderes que otorgó a este funcionario, antiguo corregidor colonial15. Se le encomendó la policía de salubridad, aseo, ornato, orden y tranquilidad ciudadana, así como la presidencia del Cabildo; a él estaban subordinados los dos alcaldes ordinarios y los alcaldes parroquiales o de barrio.
De 1825 en adelante los concejales fueron escogidos por los electores cantonales, quienes a su turno eran elegidos por los ciudadanos varones mayores de 21 años que sabían leer y escribir y poseían determinadas rentas. Estos electores se constituían en Asambleas Municipales, encargadas de elegir anualmente a los dos alcaldes ordinarios, a los alcaldes parroquiales y a los concejales.
En 1830 se abolió el sistema de elección por los electores cantonales y se determinó que en lo sucesivo los nuevos concejales los elegirían los gobernadores de las provincias a partir de ternas que les presentarían los concejales salientes. Se volvió así a la situación que existía en la Colonia. Desde 1833 jueces letrados quedaron junto con los alcaldes ordinarios a cargo de la justicia a nivel municipal, con lo que los jefes políticos municipales perdieron sus funciones judiciales. Dos años después los alcaldes también las perdieron y en adelante se limitaron a sus tradicionales funciones de orden, seguridad, aseo, ornato y salubridad bajo el mando del jefe político municipal. En 1834 se determinó que este último funcionario fuera nombrado por el gobernador de la provincia, pero en adelante lo sería por periodos de un año y a propuesta, en terna, del Consejo Municipal. De este modo se esperaba que consultara más los intereses de la ciudad.
Por fin, en 1842, fueron suprimidos los alcaldes de primero y segundo voto y desde entonces Bogotá fue mandada sólo por el jefe político municipal, actual alcalde mayor, y por los cuatro alcaldes de parroquia.
EL DEBATE SOBRE EL DISTRITO FEDERAL
Desde 1859 la ación se encontraba en guerra. El general Tomás Cipriano de Mosquera, acaudillando las diversas fracciones del Partido Liberal, en esta oportunidad unificadas, encabezó la única revolución triunfante que ha conocido la historia de Colombia después de la revolución de Independencia, por cuanto, como bien se sabe, todas las demás contiendas civiles anteriores y posteriores a ésta fueron ganadas por el partido inicialmente en el gobierno.
En mayo de 1861 las fuerzas liberales de Mosquera y Santos Gutiérrez se reunieron en la sabana y tras diversos movimientos afortunados, llegaron hasta Usaquén. Sin embargo, el 12 de junio siguiente, en el sitio de El Chicó, las tropas de Santos Gutiérrez sufrieron un revés al chocar con las fuerzas del gobierno. Este suceso que, por supuesto, no había decidido la guerra, fue desmesuradamente amplificado a través de las versiones que se llevaron a Bogotá, de suerte que la información que llegó a oídos de los conservadores capitalinos hablaba ya del colapso imninente de la revolución y de su derrota irremediable. Fue así como, sin tomarse la molestia de verificar las informaciones recibidas, los conservadores de Bogotá organizaron en pocas horas un verdadero carnaval para celebrar el hundimiento definitivo del ogro que los amenazaba desde los suburbios de la ciudad. Entre los detalles divertidos que narran varios cronistas como Cordovez Moure y Ángel Cuervo, está el episodio del agotamiento de cordeles, lazos y cabuyas en el comercio capitalino, elementos que las gentes se apresuraron a comprar en cantidades desmedidas para amarrar a los cautivos del ejército de Mosquera —incluido él mismo— que muy pronto desfilarían por las calles bogotanas en medio de la execración multitudinaria igual que sucedía a los prisioneros bárbaros en las calles romanas. Adelante marcharían las tropas gobiernistas victoriosas en medio de los aplausos y la lluvia de flores. Detrás de los vencedores vendría la reata de cautivos encabezados por Mosquera y Santos Gutiérrez recibiendo, en contraste, los ultrajes y los vituperios de la muchedumbre.
Hubo festejos anticipados, fiestas y fuegos artificiales. Hombres y mujeres de todos los niveles sociales vistieron sus mejores galas preparándose para tributar un grandioso homenaje a los defensores de la legitimidad y darse el gusto incomparable de ver a Mosquera atado como una fiera, escarnecido y humillado a lo largo de las principales vías capitalinas. Multitud de conservadores marcharon al cercano frente de batalla con sus lazos al hombro para personalmente ayudar a amarrar a Mosquera y sus hombres. Como era de esperarse, esta euforia desbordada y pueril resultó ser la perdición del bando gobiernista. Dando por seguro que las huestes liberales se hallaban virtualmente aniquiladas, las fuerzas del gobierno se lanzaron a un ataque desafortunado que chocó con un ejército mosquerista admirablemente dispuesto y bien atrincherado. Fue ese el momento del desastre del ejército legitimista, el cual se replegó hasta San Diego, donde opuso la última e inútil resistencia. El 18 de julio de 1861 hizo su entrada a Bogotá el general Mosquera, no atado al caballo del vencedor como en la antigua Roma, sino vencedor él mismo. El clero bogotano, principal apoyo del gobierno de Ospina, sería quien pagara a continuación por el triunfalismo prematuro de los conservadores capitalinos.
El gran general no perdió tiempo. Inmediatamente empezó a gobernar, pero no como un mandatario más, sino como quien venía a llevar a efecto una auténtica revolución económica, política y social. A los cinco días de su entrada a la capital, por decreto del 23 de julio de 1861, Mosquera convirtió a Bogotá en Distrito Federal, el cual estaría compuesto de la ciudad de Bogotá y el territorio limitado al oriente por la cima de los cerros, al norte por el río del Arzobispo, al occidente por el Funza y al sur por el río Fucha. En el Distrito Federal residiría la capital de la república, sería regido por disposiciones especiales y no haría parte de ningún estado de la Unión. El secretario (ministro) de Gobierno ejercería las funciones de gobernador del mismo. Por un decreto especial se organizaba el poder municipal del Distrito, a cargo del jefe municipal y de una corporación compuesta de 12 miembros elegidos por el voto directo de los habitantes mayores de 21 años. Bogotá era así segregada del territorio del estado de Cundinamarca y colocada bajo la dirección del Gobierno Nacional, con lo que Mosquera ponía de presente su concepción del sistema federal, que chocaba frontalmente con la de los radicales, sus amigos de momento.
Esta trascendental medida produjo de inmediato un conflicto irreconciliable entre Mosquera y sus aliados federalistas a ultranza, los cuales en su afán desmesurado por debilitar el poder federal, quitarle palancas de mando y desmantelarlo hasta donde fuera posible, se empeñaban rabiosamente en despojar a la cabeza del poder ejecutivo hasta de un territorio de mando propio en su lugar de residencia. En esa forma los extremistas del federalismo insistían en que el gobierno general estuviera ubicado dentro del territorio de alguno de los estados federados a fin de restringir con mayor eficacia su acción gubernamental. Inclusive los adversarios del Distrito Federal trataron por todos los medios de trasladar la capital de la república a otra ciudad distinta de Bogotá con el propósito de torpedear definitivamente la ventaja que le daban el prestigio e influencia propios de la ciudad al proyecto de Mosquera de no debilitar el Gobierno Nacional.
Simultáneamente con estas medidas de carácter político y administrativo, el general Mosquera lanzó la más demoledora ofensiva que ha conocido nuestra historia contra el poder de la Iglesia. A los dos días de haber entrado a Bogotá, el 20 de julio de 1861, el presidente Mosquera decretó la tuición de cultos que consistió en un estrecho control político del clero. Apenas habían pasado seis días cuando estalló la otra bomba de alto poder explosivo: el decreto por el cual se expulsaba a la Compañía de Jesús del territorio nacional. Y, finalmente, el 9 de septiembre del mismo año se promulgó el histórico decreto sobre desamortización de bienes de manos muertas al cual ya nos referimos.
La reacción eclesiástica fue airada y violenta, tanto en el ámbito nacional como en el internacional. El propio pontífice Pío IX se pronunció severamente contra las medidas del gobierno de Mosquera, lo cual dio lugar a una respuesta no menos dura del presidente colombiano en la que, entre otras cosas, pedía al papa que se metiera en sus asuntos del Vaticano y que se abstuviera de intervenir en los de una república soberana. La actitud de la Iglesia era francamente subversiva, lo cual se comprobó con el hallazgo de un poderoso arsenal de armas y municiones en la iglesia de Santa Bárbara16. La respuesta de Mosquera fue tan rigurosa y enérgica como todas las suyas. Dictó el 5 de noviembre un decreto por el cual declaró extinguidos todos los conventos y monasterios del Distrito Federal y, como si esto fuera poco, redujo a prisión al arzobispo Antonio Herrán. Es pertinente anotar que estas trascendentales medidas del general Mosquera no constituían un hecho insular dentro del panorama hispanoamericano. Baste decir que unos pocos años antes el ilustre presidente mexicano Benito Juárez había adelantado en su país una serie de reformas liberalizadoras muy similares, cuya consecuencia directa consistió en que los sectores reaccionarios de su país se aliaran con los invasores franceses que impusieron en el trono de México al emperador Maximiliano de Austria.
Por la época en que Mosquera ponía en ejecución este conjunto de medidas laicistas y anticlericales, no podía decirse que la guerra hubiera concluido del todo. No lejos de Bogotá, en la región de Guasca, surgió una combativa guerrilla conservadora que con sus rápidas y frecuentes incursiones dio mucho que hacer al nuevo gobierno. El periódico El Colombiano informó así sobre esta nueva situación, el 16 de noviembre de 1861:
“El viernes 8, por la noche, dio el grito de insurrección una guerrilla en Guasca17… El grupo principal de los insurrectos… encabezado por dos clérigos, [tuvo un encuentro con fuerzas liberales], cuyo único resultado fue la muerte de un clérigo Barreto, cura de Sopó, que era uno de los cabecillas.… El sacerdote que mandaba aquélla, quedó en el campo, con 3 o 4 más”. A los pocos días, el 31 de enero de 1862, el mismo periódico informó que los conservadores de la capital eran los que habían creado y sostenían “aquel pelotón de indios aposentados en el páramo de Guasca”, y que de Bogotá era de donde recibía las armas y municiones con que contaba.
Ese pelotón de indios, fuerte de 1 000 hombres, atacó a Bogotá el 4 de febrero de 1862, mientras estaba ausente Mosquera con el ejército buscándolo por los páramos de La Calera. Informó entonces El Colombiano, del 7 de febrero siguiente: “El martes 4 apareció esta partida por la cumbre de la altura del Guadalupe, desde el amanecer… y aunque se veía bajar grupos, no se les suponía capaces de la barbaridad que cometieron. Al verlos sobre el estribo de Egipto, [los liberales] armados se acuartelaron instantáneamente en San Bartolomé, el Correo, Santo Domingo y uno o dos puntos más, casi al tiempo que pisaban los guasqueños el extremo oriental de las calles, y rompían fuego a lo largo de ellas… Entre 9 y 10 de la mañana se rompieron los fuegos, a las 12 se apagaban ya los del enemigo [ante la inminente llegada de Mosquera], y a la una [los guascas] trepaban el cerro, bien escarmentados… Sin embargo, hay siempre que lamentar: Lograron entrar en el antiguo palacio y en la Casa de Moneda… en el Hotel Tequendama [y en las casas de varios prestantes liberales, las que saquearon]”.
Bogotá tendría que sufrir a los pocos días, el 25 y el 26 del mismo mes de febrero de 1862, un nuevo ataque de las fuerzas conservadoras; en este caso del ejército comandado por el general Leonardo Canal, quien, luego de sitiar a los liberales de la ciudad atrincherados en el convento de San Agustín, donde ofrecieron porfiada resistencia, tuvo que abandonar también la capital ante la cercanía del ejército de Mosquera.
Duelos poéticos
Ni aun la feroz beligerancia de los conflictos civiles pudo apagar la chispa del humor bogotano, que siguió manifestándose con su habitual brillantez inclusive por encima de las animadversiones derivadas de los conflictos. Veamos un caso típico. En medio de la guerra, en un momento dado el gobernador liberal del Distrito Federal, Medardo Rivas, ordenó al literato conservador Ricardo Carrasquilla la entrega de una silla de montar como contribución forzosa para el ejército liberal de Mosquera. Carrasquilla respondió en verso solicitando ser exonerado de la contribución debido a su aflictiva situación de pobreza. La misiva de don Ricardo Carrasquilla rezaba así:
“Señor Medardo Rivas:
”Tengo tres hijos, mujer,
Una madre, dos hermanas;
Y me están saliendo canas
A fuerza de padecer.
”Tengo el oficio más vil
Que existe en el mundo entero:
Menos que sepulturero
Soy, y menos que alguacil.
”Me cobran mis acreedores
Y los padres no me pagan;
Y mis tres muchachos tragan
Más que diez emperadores.
”Y en situación tan cruel,
Tan apremiante, tan dura,
Pidiéndome una montura,
Me presentan un papel.
”Tal petición es el colmo
De mi desdichada suerte;
Es pedir vida a la muerte,
Es pedir peras al olmo.
”No tengo ni una peseta
Para comprar la montura;
Y la prueba es bien segura:
Soy pedagogo y poeta.
”Recuerde usted, caro amigo,
Que estuvimos en la escuela
Juntos: Por Dios, no me muela,
No se meta más conmigo.
”Si usted quiere en vez de silla
Que le escriba una letrilla
De primor,
Mande a su fiel servidor.
Ricardo Carrasquilla”.
El gobernador Rivas se compadeció de la situación expuesta por don Ricardo Carrasquilla y le respondió con una resolución favorable que decía así:
“RESOLUCIÓN
”Gobernación del Distrito.
En Bogotá, junio tres
Bastante motivo es,
A juicio del infrascrito,
El que presenta en su escrito
Sobre no dar una silla
El señor de Carrasquilla;
Por tanto no de montura,
Pero tenga la cordura
De no enviarla a la guerrilla.
Medardo Rivas”.
Aquí no paró todo. A los pocos días don José Manuel Marroquín, copartidario de Carrasquilla, le prestó un caballo para viajar a Funza. Carrasquilla se lo devolvió con tantas y tan lamentables mataduras, que Marroquín decidió amonestarlo en verso como lo veremos enseguida:
“A Ricardo Carrasquilla:
”¡Qué lástima de letrilla
La que escribiste, Ricardo,
Para exigirle a Medardo
Que no te exigiera silla!
O eres liberal o godo,
O eres godo o liberal,
Y de este y del otro modo
En no darla hiciste mal.
”Si eres liberal, tu silla
Debiste por patriotismo
Mandarle en el acto mismo
A Rivas, no una letrilla.
”Y si eres conservador
Perdiste una ocasión calva
De hacerle guerra a mansalva
Al Supremo Director.
”Tal vez juzgas paradójica
Esta mi proposición;
Mas, si pones atención,
Vas a comprender que es lógica.
”No pienso que haya en la tierra
Nadie que pueda ignorar
Que es solamente a matar
A lo que se va a la guerra:
Así, sin que duda quepa,
En la guerra lo mejor
Será lo más matador,
Lo que mejor matar sepa.
”Bien: de cuantas invenciones
Sugirieron los infiernos,
Ya a los pueblos más modernos,
Ya a las antiguas naciones,
Con el fin de hacer más muertes
Y de tornar más apriesa
En montones de pavesas
Pueblos y ciudades fuertes,
No hay ninguna, Carrasquilla,
(Ni pizca de duda queda)
No. no hay invención que pueda
Compararse con tu silla.
”No, ni el arcabuz, ni el dardo,
Ni la testudo, ni el fuego
Que llaman greguisco o griego,
Ni la mina, ni el petardo,
Ni el obús, ni el chafarote,
Ni el cañón, ni el falconete,
Ni el ariete, ni el mosquete
Ni el garrote, ni el brulote,
Ni el fusil, ni el morterete,
Ni a la Congreve el cohete,
Ni el revólver, ni el florete,
Ni el trabuco, ni el machete,
Ni el sable, ni la peinilla,
Ni el rifle, ni la granada…
No, Señor, no hay nada, nada
Comparable con tu silla.
”Y aquí muy de notarse es
Que, mientras eso que digo
Hace daño al enemigo,
Tu silla lo hace al revés.
”Aunque el alma se te frunza,
Si quieres averiguarlo,
Ve a contemplar el caballo
Que te di para ir a Funza.
”Bien es que, si por ventura,
Vienes a verlo al potrero,
En vez de ver al trotero,
Verás una matadura.
Que ya comprendas aguardo
Aquellas palabras mías,
Que, si eres godo debías,
Mandar tu silla a Medardo.
”En efecto, si aquel día
Se la has mandado, Mosquera
Perdido a la fecha hubiera
Toda su caballería.
”¡Que es caballería! Acaso
En la tropa federal
Esa máquina infernal
Causará mayor fracaso.
Y a la silla tuya ahora,
En caso tal, ¡Cosa rara!
El godo la apellidará
La silla libertadora.
”Y en alguna edad futura
De tan grande hecho en memoria,
Un monumento a la gloria
Se alzará de tu montura,
Con este mote esculpido,
En el mármol: A la silla
De Ricardo Carrasquilla
El pueblo reconocido.
José Manuel Marroquín”18.
Debemos recordar que tal vez la única ocasión histórica en que Bogotá corrió riesgo serio de ser despojada de su carácter de capital colombiana fue durante la Convención de Rionegro (1863), en la cual un grupo de delegados propuso y sustentó con calor la iniciativa de trasladar la capital de la república a Ciudad de Panamá. No obstante, la propuesta finalmente no prosperó y a partir de entonces Bogotá se siguió consolidando como capital sin que en el futuro volviera a pensarse con fundamento en la posibilidad de un traslado.
El estado soberano de Bogotá
El artículo 7.o del acto constitucional transitorio del 20 de septiembre de 1861 determinó que el Distrito Federal se regiría en adelante como lo determinara su municipalidad, hasta que la Asamblea del estado soberano de Cundinamarca lo incorporara legalmente de nuevo al estado. De esta forma se impuso la opinión de la mayoría de plenipotenciarios liberales radicales que firmaron el “pacto transitorio”, y fue derrotada la posición de Mosquera de hacer de Bogotá un distrito federal independiente de la jurisdicción del estado en que territorialmente se encontraba.
Pero con ello Bogotá quedó en un limbo jurídico, pues hasta que Cundinamarca no la incorporara de nuevo a su territorio su situación era indefinida. Limbo que se perpetuó de 1861 a 1864 por causa del “sapismo”, fuerza liberal de Cundinamarca comandada por “El Sapo” Ramón Gómez y compuesta por clásicos manzanillos expertos en trapisondas y fraudes eleccionarios, dueños indiscutidos de la mayoría de los municipios de Cundinamarca, pero sin poder político en Bogotá e interesados, por tanto, para mantener su mayoría en el estado, en perpetuar la exclusión de Bogotá. En la constitución para Cundinamarca que aprobó la Asamblea Constituyente de ese estado el 21 de agosto de 1862, el “sapismo” no dejó incluir a Bogotá en el territorio del estado, y dispuso, en el artículo 2.o, que no se podría aumentar el territorio de Cundinamarca sin el consentimiento expreso de su legislatura. Por ello la capital se hizo presente en la Convención de Rionegro con sus propios representantes, independientemente de Cundinamarca.
Los manzanillos “sapistas” hicieron su propia interpretación del federalismo triunfante en la guerra del 60, y con apetito desbordado quisieron perpetuar su dominio de gamonales sobre los municipios de Cundinamarca de una manera muy peculiar: proclamando la soberanía local o el “federalismo de municipios”. En tal sentido encontramos en el periódico oficial del estado, El Cundinamarqués del 24 de junio de 1863, la publicación de exabruptos tales como la “constitución del municipio de Tabio”, aprobada por su corporación municipal el 28 de diciembre de 1862. Con tal clase de constituciones municipales los manzanillos “sapistas” se apoderaban indefinidamente de los municipios del estado, eligiéndose a sí mismos en sus corporaciones municipales, las que no eran conformadas por elección popular sino por designación anual de los miembros entrantes hecha por los salientes. Era el paraíso soñado por los gamonales locales de todos los tiempos, pues en “sus” feudos soberanos no tendría en adelante ninguna injerencia el poder del estado de Cundinamarca, ni, mucho menos, el poder nacional de los Estados Unidos de Colombia. Por supuesto, con tal concepción y práctica de los conceptos de soberanía popular y del federalismo, la unidad y la soberanía nacional quedaban enteramente en manos de los manzanillos locales. En las “constituciones municipales” estaba reflejada de cuerpo entero la catadura del cundinamarqués.
Una nueva Asamblea Constituyente de Cundinamarca, reunida a mediados de 1863, con el mismo sector sapista mayoritario en su interior, ratificó en la constitución que aprobó el 8 de julio de ese año la exclusión de Bogotá del territorio de Cundinamarca. El mosquerismo, por su parte, por razones diferentes, estaba de acuerdo con el “sapismo” en el punto de la exclusión de Bogotá del territorio de Cundinamarca. Desde luego, sus razones eran de orden doctrinal y no de oportunismo electorero19, pues quería mantener para el Gobierno Nacional un territorio propio de mando, el cual sirviera de base para materializar la presencia del gobierno general en la nación, que en la concepción liberal radical del federalismo se perdía en medio del territorio del estado en que éste se encontrara.
De los argumentos del “sapismo” informó así El Colombiano en su edición del 10 de julio: “[Los que en la constituyente de Cundinamarca sostenían la no incorporación de Bogotá al estado argumentaban] que Cundinamarca ganaba políticamente porque Bogotá le daría la ley, y se corría un grave peligro, pues el partido conservador tomaría brío con ese refuerzo [ya que era mayoritario en Bogotá], y que en las presentes circunstancias, cuando la cuestión religiosa era un arma que se podía esgrimir con provecho en las elecciones, equivaldría la incorporación a entregar el Estado al enemigo”. Era una pura cuestión eleccionaria lo que producía el rechazo del “sapismo” a la incorporación de Bogotá al estado; no había tesis políticas de fondo en respaldo de tal actitud sino pura aritmética electoral.
Bogotá, entre tanto, estaba sumida en el limbo político. Los diversos matices del liberalismo que hacían presencia en su municipalidad dieron inicio entonces a un forcejeo en torno a la definición del estatus político que debía darse a la ciudad. Al principio un sector consiguió, a través de la ordenanza del 2 de junio de 186320, que la municipalidad declarara la plena vigencia del Distrito Federal, con lo que quedaba inicialmente en pie la concepción federalista de Mosquera.
Sin embargo, la mayoría conseguida para la aprobación de esta ordenanza resultó precaria, pues dependía de momentáneas alianzas entre diversos matices del liberalismo bogotano en la municipalidad, matices que a veces se alinderaban de manera muy distinta para rechazar incluso los postulados liberales más clásicos21.
La mayoría que se consiguió en la municipalidad a principios de junio de 1863 en el punto de la ratificación de Bogotá como Distrito Federal se perdió muy pronto, pasando una nueva coalición a favorecer un estatus político totalmente distinto para la capital. Según informó La Opinión del 4 de agosto de 1863, la municipalidad empezó a debatir entonces el proyecto de “Acto constitutivo del Estado Soberano de Bogotá” presentado por el liberal radical Dr. Carlos Martín. La idea cardinal del peregrino proyecto era que el antiguo Distrito Federal no pertenecía al territorio de Colombia, y que no regían en él por tanto ni la Constitución, ni las leyes generales. Los conservadores comprendieron de inmediato los beneficios que podían obtener, pues como conformaban la mayoría en Bogotá ésta caería de seguro en sus manos, por lo que desde el primer momento le prestaron su caluroso apoyo al Dr. Martín, el cual “seducido por ellos… se empeñó en el triunfo de su idea. Una barra numerosa de conservadores colmó de aplausos al orador [liberal]”.
Conocedor con antelación el presidente Mosquera de lo que se cocinaba en la municipalidad de la capital, se apresuró a expedir desde Popayán, donde se encontraba, el decreto del 29 de julio de 1863, “Organizando provisionalmente el régimen político de la ciudad de Bogotá”, por el cual determinó que hasta tanto la ciudad fuera incorporada de nuevo al estado de Cundinamarca sería gobernada por un funcionario nombrado por el ejecutivo nacional que llevaría el nombre de “prefecto”22. Mosquera pensaba que la soberanía residía en los estados federados o en el Estado nacional, pero no en el pueblo de cada región o municipio del país, pues esta última concepción de la soberanía y del federalismo conspiraba contra la unidad nacional. De ahí que hizo saber a la municipalidad capitalina que en la situación en que se encontraba Bogotá, en ausencia del poder del estado de Cundinamarca, el único representante de la soberanía pasaba a ser el Gobierno Nacional y de ninguna manera la municipalidad de la ciudad. Lo que estaba en juego era el punto de la soberanía, y, por tanto, el futuro del sistema político colombiano.
Apenas conoció la municipalidad el decreto de Mosquera, decidió por unanimidad desconocerlo, alegando que el poder ejecutivo no tenía derecho a hacer con la capital lo que respecto de los estados le prohibía la Constitución, porque “esta ciudad sólo recibe la ley de la misma fuente que los demás pueblos de Colombia”, es decir, de sus propios ciudadanos. La municipalidad se alinderó así con la tesis de que la soberanía popular reside no en la autoridad estatal o nacional sino en la municipal. Aunque no hizo demasiado énfasis en este punto, y más bien prefirió reclamar que el acto constitucional transitorio de 1861 había determinado que “el territorio que ha servido de Distrito Federal se regirá como lo determine su municipalidad, hasta que la Asamblea del Estado soberano de Cundinamarca lo incorpore legalmente a dicho Estado. Y regir es, según el diccionario, dirigir, gobernar, o mandar”23.
Arguyó también que la Constitución de Rionegro, en su artículo 20, prohibía la existencia de empleados federales (nacionales) con autoridad o mando territorial, y que el intendente que Mosquera establecía para Bogotá era un empleado federal con autoridad y mando sobre un territorio. Vale decir, le recordó a Mosquera que su concepción del federalismo había sido derrotada por los radicales en Rionegro.
Los conservadores, por su parte, también terciaron en el debate, pues además de ser la fuerza política mayoritaria en la capital veían que “en río revuelto ganancia de pescadores”. Al respecto el periódico conservador El Bogotano, del 25 de agosto de 1863, dijo que a su parecer con el decreto de Mosquera se había dado creación al “Bajalato de Bogotá”, “entendiéndose por la palabra Bajalato el territorio mandado por un Bajá. El Bajá (Bachá o Pachá) es un empleado nombrado y revocable a voluntad del Sultán y que goza en su gobierno de un poder limitado; es decir, que puede hacer y deshacer, con tal de que lo que haga o deshaga o deje de hacer, no sea improbado por el que lo nombra… Bogotá es un Bajalato”.
El decreto de Mosquera dio lugar no sólo a un enfrentamiento con la municipalidad, sino que hizo renacer el debate que ya habían sostenido mosqueristas y radicales en la Convención de Rionegro. Los liberales radicales impugnaron ahora de palabra la medida de Mosquera, y también con hechos. Según informó La Opinión del 5 de septiembre de 1863, hicieron que el secretario de la Corte Suprema, el oficial mayor y todos los escribientes, renunciaran el 2 anterior, día en que se presentó Miguel Gutiérrez Nieto, nombrado prefecto de Bogotá por el general Mosquera, para que el presidente de la Corte le diera posesión del cargo. Los dichos funcionarios renunciaron “porque no quisieron autorizar ni presenciar aquel acto violatorio de la Constitución. Hubo necesidad de que 2 testigos autorizaran el acto, y de que la diligencia se extendiera en la Tesorería General, porque en la oficina de la Corte no se encontró escribiente que quisiera hacerse partícipe de la sanción moral que ha recaído sobre los que contribuyeron a ejecutar aquel acto”.
El gobierno salió al quite con presteza. Mosquera, por conducto del secretario del Interior, se dirigió oficialmente a la municipalidad de Bogotá el 29 de agosto, haciéndole saber que ella no representaba la soberanía nacional y que sus facultades se limitaban solamente al territorio municipal sujetas siempre al régimen político de la nación de que hacía parte, de ahí que no tenía ninguna atribución para censurar las providencias del poder ejecutivo ni sus nombramientos. Menos aún cuando éstos tenían por objeto apersonarse de los intereses nacionales en una ciudad que había sido abandonada por el estado de Cundinamarca “que debió, incorporando en su territorio el de Bogotá, crear allí autoridades o agentes suyos, que lo fueran también del Gobierno Federal de Colombia”24.
Ante la obstinada negativa de la municipalidad a reconocer y acatar a Gutiérrez Nieto, actitud que la llevó incluso a dirigir una circular a todos los funcionarios municipales previniéndoles no obedecer sus órdenes, el prefecto elevó el caso a la Corte Suprema de Justicia, solicitándole suspendiera la resolución de la municipalidad y le ordenara acatar su mando. Los magistrados de la Corte dieron fallo dividido y por lo tanto nulo, pues la Constitución de Rionegro exigía que los fallos de este tribunal fueran unánimes para ser legales25.
Sin embargo, en vista también de la fundamentada posición de Mosquera y del fallo dividido de la Corte, la municipalidad reformó la ordenanza orgánica de la administración de la ciudad el 14 de octubre de 1863, por medio de una nueva ordenanza. En ella admitió que en materia de legislación nacional Bogotá se regía conforme a la Constitución y leyes de la república, y que era en el orden municipal donde se administraba de acuerdo con las disposiciones y ordenanzas de su municipalidad. En consonancia con ello estableció que el jefe municipal era en lo político agente del poder ejecutivo de la Unión y que como tal cumplía sus órdenes en esta materia, mientras que en lo municipal era el ejecutor de las ordenanzas del Cabildo26. Con esta reforma la municipalidad oficialmente equiparaba a Bogotá a un estado soberano, pues sólo éstos podían estatuir que sus propios funcionarios fueran los agentes, en el orden local, del poder nacional. Y de todas maneras continuaba desconociendo al prefecto Gutiérrez Nieto. La diferencia fundamental era que designaba al jefe municipal, elegido por ella, para servir en adelante de conducto a las órdenes emanadas del ejecutivo nacional. ¡Tal como si Bogotá fuera efectivamente un estado soberano y su jefe municipal el presidente del mismo! Empero, como explícitamente no se hacía esta declaración, Mosquera tuvo que tascar el freno y aceptar la fórmula que había aprobado la municipalidad.
Sin embargo el acuerdo era aparente. Por la indefinición real en que se encontraba la capital hasta tanto la legislatura de Cundinarnarca no la incorporara en el territorio del estado, Bogotá no pudo participar en la elección presidencial de finales de 1863 en que el liberal radical Manuel Murillo Toro fue elegido presidente de la república para el periodo 1864-1866. En el sistema electoral vigente sólo votaban los estados, y Bogotá ni era estado, ni parte de ningún estado.
En los comienzos de 1864, Santos Gutiérrez, presidente del estado soberano de Cundinarnarca, informó a la municipalidad capitalina que había convocado la legislatura estatal a sesiones extraordinarias para definir la incorporación de Bogotá a Cundinamarca. El asunto pasó en consulta al concejal Lorenzo María Lleras, quien expresó su opinión de la siguiente forma: “[Ya antes he manifestado] que mientras no fuera esta ciudad incorporada a Cundinamarca el ejercicio de su soberanía residía en su municipalidad, y residía de tal modo como en la legislatura de cualquier estado, pudiendo legislar no solamente en lo administrativo y económico, sino también en lo civil y criminal… [Ahora sostengo]:
”1.o Que es conforme a la naturaleza de instituciones como las nuestras, e indispensable para la seguridad del Gobierno general por una parte, y para su expedita acción por otra, que [este gobierno] resida en un lugar que no dependa de ningún estado, a fin de evitar colisiones y conflictos; 2.o Que no conviene a ningún estado… tener al gobierno general en su seno, ya porque de ello pueden surgir complicaciones, ya porque puede verse supeditado uno de los dos gobiernos por el otro; siendo lo probable que el del estado lo sea por el nacional… 5.o Que aunque es cierto que Bogotá, como entidad distinta de los estados y los territorios nacionales, no tiene por la Constitución representante alguno de su población en el Congreso general, eso puede remediarse dirigiéndose la municipalidad a las legislaturas de los estados, a fin de que ellas pidan la reforma del caso y se otorgue tal representación… [pues Bogotá no debe sujetarse] a la triste condición de territorio gobernado por el Gobierno general. [Opino en fin, que Bogotá] se halla en el caso de constituirse definitivamente de manera soberana sin esperar más eventualidades”.
En consecuencia, la municipalidad respondió a Santos Gutiérrez diciéndole que el Cabildo no podía apoyar la incorporación de la ciudad al estado por considerarla perjudicial para los intereses de una y otro27. Estaban, pues, en juego tres propuestas esenciales:
- La del general Mosquera de convertir a Bogotá en Distrito Federal bajo el mando directo del Gobierno Nacional, y en virtud de la cual éste podría eventualmente contar en ese territorio con un ejército de cierta consideración para imponerse sobre los estados remisos a acatar la Constitución y leyes nacionales.
- La propuesta extrema de los radicales de negar al Gobierno de la Unión un territorio propio de mando y su insistencia en que Bogotá fuera incorporada al estado de Cundinamarca. Era la política de la soberanía absoluta de los estados.
- La propuesta de la municipalidad de hacer de Bogotá una ciudad hanseática que no dependiera del Gobierno Nacional ni del estado de Cundinamarca sino que tuviera su propio gobierno.
La controversia continuó. El 22 de enero de 1864 el presidente de Cundinamarca, Santos Gutiérrez, dirigió un nuevo mensaje a la legislatura estatal que rezaba:
“En la República no puede haber constitucionalmente sino estados y territorios nacionales… Bogotá no es territorio nacional; [pues] no es desierto inculto, tribu de salvajes, lugar de colonización. Bogotá está hoy fuera de todo derecho político nacional. No siendo estado ni parte de estado, ni tampoco territorio ni parte de territorio, Bogotá ha venido a ser… una anomalía, un contrasentido, una oprobiosa monstruosidad en nuestra organización política… Una de dos, señores diputados: o debe incorporarse Bogotá sin demora, o la asamblea debe solicitar del Congreso… la creación de un nuevo estado, desmembrando del de Cundinamarca la población y el territorio suficiente para formarlo con Bogotá de modo que tenga por lo menos 100 000 habitantes… parece que eso sería preferible a lo que al presente existe”28.
La respuesta de la legislatura de Cundinamarca consistió en negar una vez más la incorporación.
A la ciudad no le quedaba entonces otro camino que disponerse definitivamente a hacer vida independiente. Pero había un problema para ello, y no era de poca monta. Se trataba del asunto de los recursos fiscales con que podría contar para aventurarse por la vía del autogobierno absoluto. Era un hecho, en las condiciones federales en que el país se encontraba, que el Gobierno Nacional no tenía ni la misión, ni los fondos, para socorrer a las regiones del país que lo demandaran, pues, precisamente, el federalismo se había estatuido para que unas regiones no se recargaran en otras y cada cual velara por sí misma. Bogotá sería una ciudad soberana sin territorio de dónde extraer recursos para su subsistencia. Lo único con que podía contar era con sus tradicionales dehesas, ejidos, bienes raíces amortizados y capitales a censo, precisamente todo lo que la desamortización de Mosquera había traspasado al dominio del Gobierno Nacional. En tales condiciones, la ciudad se encontraba sin salida. A no ser que consiguiera que el Gobieno Federal le devolviera por lo menos los bienes que aún no habían sido rematados y le garantizara pagarle los réditos, en metálico, de los que ya lo habían sido. Así Bogotá se dispuso a la lucha, pues de este vital punto dependía su futuro.
De inmediato la municipalidad, por conducto de su presidente Luis González Valencia, con fecha 8 de febrero de 1864, dirigió al Congreso Nacional la siguiente petición, en que se condensan los puntos de vista de una ciudad acorralada, y una doctrina política que defendía los fueros del municipio en el país, doctrina que sólo hasta la segunda mitad de la década de los ochenta del siglo xx ha vuelto a tener actualidad en Colombia.
“No está entre las funciones que los estados han delegado al gobierno general… la de disponer de la propiedad de los comunes u otras entidades políticas o municipales… el derecho de coartar a los municipios la facultad de adquirir y de poseer se puede disputar también a… los estados en el campo de la doctrina… El partido liberal ha venido siempre luchando… por la descentralización, que es la libertad de los municipios… Es pues la ocupación de los bienes de los municipios en 1861 un verdadero anacronismo, propio de una época anterior a esa fecha por lo menos en medio siglo… Es imposible admitir la justicia de la desamortización respecto de los bienes de los municipios y de sus establecimientos de beneficencia y caridad… La desamortización ha despojado a los municipios de las dos terceras partes del capital raíz que tenían, y de la renta que les producía. Los bienes fueron valorados en proporción a las moderadas rentas que producían… [Pero] la renta la paga el gobierno en billetes, los cuales apenas producen la tercera parte de su valor nominal… Cree la municipalidad que no es honroso para el gobierno general… la violación de uno de los más claros principios de la ciencia política, como lo es el de la independencia municipal”29.
La anterior exposición se acompañó de una solicitud formal para que el Congreso Nacional hiciera extensiva a los bienes de los municipios y de los establecimientos públicos la exención que ya había decretado, por la ley del 19 de mayo de 1863, en favor de los bienes de las escuelas primarias, ordenando les fueran retornados los que aún no hubieran sido rematados y pagar en dinero metálico los réditos de los que sí lo hubieran sido. El Congreso hizo caso omiso de esta solicitud.
Sin embargo, en honor a la verdad histórica, gracias a que Bogotá quedó con la desamortización sin bienes raíces y capitales a censo, que eran la fuente principal de sus recursos, se vio obligada a intentar establecer un sistema fiscal moderno basado en el impuesto predial. Por ello no es ninguna casualidad que el primer conteo detallado de inmuebles en la ciudad con fines fiscales sea de 1863, el primer catastro de 1866 y luego, más perfeccionado aún, de 1878. Sin catastro no hay impuesto predial, y sin éste no hay verdadero fisco municipal productivo. La desamortización fue, pues, la causa de que en Bogotá se empezara a establecer un tipo de fisco más racional.
Solución a la crisis
La municipalidad nombró en febrero de 1864 a Eleodoro Jaramillo como diputado de la ciudad en la Cámara de Representantes y ésta determinó darle asiento pero a cambio de resolver definitivamente sobre la validez o nulidad de tal nombramiento. El asunto pasó a manos de la comisión de elecciones, la cual presentó ponencia dividida, pues Andrés Cerón y Benjamín Núñez opinaron que “Lo que Bogotá manda al Congreso, no es Senador ni Representante, sino Diputado conforme al art. 78 de la Constitución”. José María Samper opinó en cambio que “Bogotá es una entidad sui generis transitoriamente… es inconstitucional, y por tanto inadmisible el nombramiento hecho por la municipalidad de un representante”30. Oficialmente la Cámara no decidió sobre el asunto, por lo cual el diputado por Bogotá continuó tomando asiento en la corporación.
La municipalidad, por su parte, en ordenanza del 8 de marzo de 1864, reformó la administración de la ciudad disponiéndola a actuar como ente medio autónomo. Al respecto estableció que el jefe municipal sería de elección popular para un periodo fijo de dos años y que el orden en que debía observarse la legislación vigente era el siguiente: 1.o La Constitución y las leyes nacionales. 2.o Los códigos del estado soberano de Cundinamarca en todo lo que no se opusieran a la Constitución y leyes nacionales y a las ordenanzas de la municipalidad. 3.o Las ordenanzas y disposiciones expedidas y adoptadas por la municipalidad de Bogotá. Ratificó, asimismo, que “en el orden político, las autoridades de la ciudad son agentes del Poder Ejecutivo de la Unión”31.
La ordenanza tenía el “ejecútese” de Miguel Gutiérrez Nieto como jefe municipal, lo que significa que la crisis de la municipalidad con Mosquera cuando no quiso aceptar el nombramiento de Gutiérrez Nieto como intendente, se terminó no sólo reconociendo que el jefe municipal era también el agente del Gobierno Nacional en la ciudad, sino, al mismo tiempo, nombrando a Gutiérrez Nieto como tal jefe municipal, cargo que era de libre nombramiento y remoción de la municipalidad. Ahora canceló definitivamente la crisis determinando que el jefe municipal era de elección popular. Fue la primera vez en la historia del país que se estableció la elección popular de alcaldes.
Había otra razón para que la municipalidad se mostrara ahora tan dócil frente al Gobierno Nacional, y era que éste, desde el 1 de abril siguiente, sería ejercido por Manuel Murillo Toro, máximo dirigente del radicalismo y persona que no producía en Bogotá tantas resistencias como Mosquera.
El nuevo gobierno radical mostró especial interés en solucionar la situación anómala en que se encontraba la capital, y lo logró. En primer término pidió al Senado declarar nulo el artículo 1.o de la Constitución de Cundinamarca, que no incluía la ciudad dentro de los límites del estado. El Senado, que era ahora de mayoría radical, accedió a la solicitud del gobierno. El 11 de mayo de 1864 informó La Opinión:
“En virtud de esta anulación Bogotá quedó incorporada ipso facto al estado; pero deseoso el Presidente de Cundinamarca Santos Gutiérrez de proceder en todo de acuerdo con la legislatura del estado, ha resuelto esperar que esta corporación misma sea la que decrete las providencias necesarias para llevarla a efecto en las sesiones que han debido abrirse el 1.o del corriente en Zipaquirá”.
En efecto, por medio de una ley que se promulgó el 11 de mayo de 1864, la Asamblea Legislativa de Cundinamarca determinó incorporar a Bogotá al estado32. En esa forma la ciudad empezó a vivir de nuevo una situación jurídica normal. Fue de verdad sorprendente la rapidez y facilidad con que los radicales consiguieron la reincorporación de la capital a Cundinamarca. Esto, como ya lo vimos, ocurrió iniciándose el gobierno de Manuel Murillo Toro, que sucedió a Mosquera. Todo se explica si tenemos en cuenta que ya para entonces los radicales eran mayoría en el Congreso, en la legislatura de Cundinamarca y en la municipalidad de Bogotá, con lo que lograron atajar definitivamente el proyecto de Mosquera de convertir a la ciudad en Distrito Federal.
Sin embargo tres años más tarde, cuando en su último gobierno, exactamente en abril de 1867, el general Mosquera dio un efímero golpe de Estado y clausuró el Congreso, una de las primeras medidas que tomó por decreto fue la de retrotraer a Bogotá a su condición de Distrito Federal. A su turno, derrocado Mosquera el 23 de mayo siguiente, el gobierno radical de Santos Acosta y el Congreso que le era adicto hicieron volver de nuevo la situación de Bogotá a su estado original como parte del estado de Cundinamarca. ¡Pero esa es otra historia!
LOS CONFLICTOS DE FIN DE SIGLO
Política cotidiana
Los métodos de lucha política que se emplearon en Bogotá durante la etapa de transición del radicalismo a la Regeneración incluyeron los atentados personales. El primero de ellos se presentó en 1882 contra el senador Ricardo Becerra, quien había sido declarado persona no grata por los liberales cuando era secretario de Instrucción Pública33. No habían transcurrido todavía dos meses cuando, el 19 de septiembre del mismo año, se atentó contra la vida del gobernador del estado de Cundinamarca, Daniel Aldana34. Tanto liberales independientes como conservadores culparon de los atentados a los miembros de la Sociedad de Salud Pública. Dicha organización se había creado el 4 de diciembre de 1881 con el objetivo de “coadyuvar al restablecimiento del régimen liberal en el poder y para contrarrestar las tendencias reaccionarias contra los principios que siempre ha profesado el liberalismo”35.
Los dirigentes liberales también sufrieron atentados al igual que los militantes del partido. En 1882 la guardia personal del gobernador Aldana agredió a varios liberales que escaparon milagrosamente a los disparos; las víctimas protestaron denunciando a “los sicarios del gobernador”36. En octubre del 84 jóvenes que vivaron al Partido Liberal fueron también atacados por la guardia de Cundinamarca37.
Las manipulaciones del gobernador Aldana abarcaron el fraude para asegurar su reelección durante la jornada electoral de 1884, en la que, ante las protestas liberales, se respondió con bala provocando, “según noticias, dos muertos y unos 5 ó 7 heridos”38. Se daban así pasos seguros para el estallido de la guerra, lo cual sucedería pocos meses más tarde.
Para esta época, ya el Partido Conservador había acudido con extraordinaria habilidad a llenar el vacío que habían dejado los radicales en su ciega oposición a Núñez. Por consiguiente, el peso específico de los liberales llamados independientes en el bando nuñista decrecía en la misma medida en que se agigantaba el de los conservadores. Prueba dramática de ello es que al estallar el conflicto de 1885 el presidente Núñez hubo de entregar la totalidad del mando de las armas oficiales a militares conservadores a cuya cabeza se hallaba el general Leonardo Canal. En Bogotá los radicales fueron gravados con fuertes “empréstitos forzosos” para sufragar gastos de guerra. Además se organizó una guardia urbana estimulada por destacadas figuras del conservatismo para contribuir al control de la ciudad, cuyos habitantes se vieron restringidos para salir del perímetro urbano39.
El final de este drama es bien conocido. Primero, la hecatombe radical de La Humareda. Luego, el indudable golpe de Estado del presidente Núñez que, por virtud de una simple frase pronunciada desde los balcones del Palacio Presidencial, asentada claro está sobre las bayonetas victoriosas, expidió una rápida partida de defunción para la carta constitucional vigente y convocó un Consejo de Delegatarios —todos adictos a él— para que elaboraran la nueva Constitución autoritaria y centralista. En otras palabras, “El Estado soy yo”.
La Constitución de 1886 acumuló tal suma de poderes virtualmente absolutos en manos del presidente de la república, que su mejor definición la dio, con el ácido humor que siempre lo caracterizó, don Miguel Antonio Caro, su máximo artífice, cuando alguien le comentó que el estatuto constitucional de 1886 era monárquico. Esta fue la respuesta de Caro:
“Sí lo es, pero lamentablemente quedó con la gravísima falta de ser electivo”.
A partir de 1886 la Regeneración se impuso con todo el peso de una omnipotente fuerza represiva. La presencia de los liberales independientes en el Gobierno se fue haciendo cada vez más lánguida, de tal manera que ya en ese año se podía hablar de un gobierno homogéneamente conservador. El radicalismo, víctima de sus graves errores tácticos frente a Núñez y derrotado en los campos de batalla, pasó a convertirse en una fuerza de oposición muy débil y además asediada por una serie de medidas virtualmente dictatoriales. El tristemente célebre artículo K ?de la nueva Constitución colocaba la libertad de prensa enteramente a merced del arbitrio presidencial. En consecuencia, a partir de ese momento los periódicos desafectos al régimen empezaron a sufrir un acoso inclemente y varios de ellos fueron clausurados y sus directores arrojados al destierro. Por su parte, la temible “Ley de los Caballos” colocaba en manos del presidente una serie de atribuciones realmente desmedidas para fiscalizar y reprimir sin apelación el funcionamiento de cualquier partido u organización adverso al gobierno. En 1889 se expidió el decreto 151, una especie de reglamentación del artículo K, que se convirtió en una potente catapulta contra la prensa libre.
En 1892 se reunió en Bogotá la convención liberal en la cual se enfrentaron dos tendencias opuestas: los pacifistas, encabezados por el ex presidente Aquileo Parra, y los belicistas, que no creían en las soluciones políticas y eran abiertamente partidarios de una insurrección armada contra el gobierno. Fue poco después de esta convención, y del bogotazo de 1893, cuando se produjo la arbitraria clausura de tres periódicos liberales capitalinos, El Contemporáneo, El 93 y El Relator y la expulsión del país del doctor Santiago Pérez, ex presidente de la república. Actos de gobierno como éstos fueron los que gradualmente robustecieron la posición de los belicistas a la vez que iban debilitando la de los pacifistas.
En 1894 la atención de los bogotanos se centró esencialmente en el escándalo de las emisiones clandestinas que se produjeron en el Banco Nacional. En estas difíciles circunstancias el gobierno se vio forzado a llamar a juicio a algunos de sus más prominentes funcionarios.
Lo peor de todo consistió en que no sólo los altos ejecutivos del banco fueron involucrados en el escándalo sino que también cayeron graves acusaciones sobre los ex ministros del Tesoro Miguel Abadía Méndez y Carlos Martínez Silva.
Si bien el Banco Nacional fue clausurado, quedó flotando en el ambiente la pésima imagen de un gobierno durante el cual llegó a ocurrir algo tan grave como unas emisiones clandestinas.
La guerra civil de 1895
Entre los preparativos de los liberales belicistas para la insurrección de 1895 figuraba en primer lugar la toma de Bogotá, junto con la captura de todo el alto gobierno. Se había fijado como fecha de la iniciación de las hostilidades el 23 de enero de ese año. Sin embargo, los liberales procedieron con una ingenuidad y una falta de cautela que los perdió: la mayoría de los dirigentes fueron detenidos a tiempo, se decretó el estado de sitio y el alcalde Higinio Cualla tomó rápidamente el control de la capital.
La rebelión fue aplastada donde quiera que estalló. El gobierno tuvo, además, otro acierto: encomendar la dirección de las operaciones al general Rafael Reyes, que en esta contienda hizo gala de un extraordinario talento estratégico, así como de una magnanimidad y una hidalguía ciertamente ejemplares como adversario.
La Tribuna es un imponente balcón natural que se yergue en el confín noroccidental de la sabana, adelante de Facatativá. Desde la plataforma de sus enormes farallones se divisa el declive de la cordillera que conduce hacia regiones cálidas, y finalmente hacia las riberas del Magdalena. Allí se parapetó el ejército rebelde al mando del general Siervo Sarmiento, quien confiaba en la inexpugnabilidad de la posición que había elegido. Los hechos le demostraron que se engañaba. Con una celeridad sorprendente, Reyes salió de Bogotá a la medianoche del 28 de enero, y a la madrugada del 29, cuando todavía no lo esperaban, abrió fuego sobre las fuerzas de su adversario. Horas más tarde, la derrota liberal era completa. Sarmiento huyó con las tropas que pudo reunir por el camino de Honda y Reyes salió velozmente a perseguirlo. Por último, en Ambalema, los dos contendores celebraron un encuentro de caballeros en el que Reyes ofreció a Sarmiento una capitulación honrosa.
En Santander, punto de origen de la mayoría de nuestros conflictos civiles, aún ardía la insurrección. Hasta allá marchó Reyes con su ejército para hacer frente a las fuerzas revolucionarias que comandaba el general José María Ruiz, quien además contaba con refuerzos venezolanos. El combate decisivo tuvo lugar en la población de Enciso, donde la revolución quedó definitivamente sepultada. El triunfador, que esta vez también se negó a tomar represalias contra los vencidos, llegó a la Estación de la Sabana donde fue recibido en una verdadera apoteosis. La capital se engalanó con templetes y arcos triunfales para rendirle homenaje. La única nota amarga la puso el jefe del Estado, el propio vicepresidente Caro, que sin duda era en ese momento el máximo deudor de gratitud del genio estratégico de Reyes. Cuando los miembros del comité de recepción del vencedor de Enciso le consultaron a Caro cuál podría ser el obsequio más adecuado para expresar a Reyes el reconocimiento del gobierno, don Miguel Antonio, que “sacrificaba un mundo para pulir un chiste” (desde luego, si el chiste lastimaba o denigraba a alguien), replicó: “No se preocupen. Reyes es como las criadas bogotanas que prefieren el chocolate en plata”.
La Guerra de los Mil Días
El cese de hostilidades en 1895 no produjo variación alguna en el panorama político. El talante represivo del régimen continuó haciendo sentir su áspera presencia en todos los órdenes de la vida nacional, sin excluir el económico, en el que el leonino gravamen a las exportaciones cafeteras radicalizó no sólo a los cultivadores liberales, sino a numerosos conservadores. Por esa época se profundizó la división del partido de gobierno entre los nacionalistas, que acaudillaba el señor Caro, y los históricos, entre quienes se contaban eminentes figuras del conservatismo y cuyo máximo dirigente era el doctor Carlos Martínez Silva. Dentro de ese clima empezaron a aproximarse las elecciones de 1897 en las que elegirían presidente y vicepresidente para el periodo 1898-1904. Los nacionalistas proclamaron la candidatura de Caro pero éste se apresuró a declinarla. Poco tiempo después se hicieron claros los motivos del astuto vicepresidente. Ya los veremos.
A todas éstas, el general Reyes, que se hallaba en Europa, comunicó a sus simpatizantes su aceptación de la candidatura presidencial.
En consecuencia, un sector del conservatismo lanzó la candidatura de Reyes para la presidencia con la del general Guillermo Quintero Calderón para la vicepresidencia. La división era irremediable. El nacionalismo, cuyo sumo pontífice era Caro, presentó otro tándem,aparentemente extraño y contrario a toda lógica.
?Para la presidencia, el señor Manuel Antonio Sanclemente, un valetudinario patriarca bugueño de 86 años, y para la vicepresidencia don José Manuel Marroquín, un apacible hacendado sabanero, buen epigramista, regular novelista, trasnochado imitador de los clásicos y autor de un tratado de ortografía en verso. Marroquín amaba su vida campestre, sus retruécanos y juegos de palabras y sus vacas y caballos, tanto como aborrecía los ajetreos de la brega política. Por lo tanto, la fórmula Sanclemente-Marroquín parecía la obra maestra del disparate. Sin embargo, en el fondo no lo era tanto. Era la típica jugada de ajedrez del taimado señor Caro, para quien la consolidación del casi nonagenario Sanclemente y el septuagenario y abúlico Marroquín era el medio ideal para seguir manipulando los hilos del poder desde lo alto del escenario. Gobernar por interpósita persona ha sido a través de los siglos el sueño de no pocos estadistas y políticos.
Eliminada la candidatura de Reyes por una turbia conjura de intereses, la fórmula contraria a Caro quedó reintegrada con el general Quintero Calderón para presidente y don Marceliano Vélez para vicepresidente y fue acogida por los conservadores históricos. El maltrecho y marginado liberalismo participó en el debate con los señores Miguel Samper y Foción Soto. El resultado no sorprendió a nadie. Se sabía que Caro no se dejaría arrebatar el poder estando en él. Triunfó la pareja de ancianos y empezó a ocurrir lo previsto.
El 7 de agosto de 1898 tomó posesión de la primera magistratura el vicepresidente Marroquín porque los médicos del venerable carcamal Sanclemente le aconsejaron no jugarse la vida encaramándose a estas peligrosas alturas bogotanas. Mas el señor Caro y sus conmilitones no podían capitular iniciándose el combate. Era cierto que don Miguel Antonio tenía las más firmes intenciones de mover a Sanclemente como un títere; pero tampoco le convenía que el muñeco se le desgonzara en la apertura misma del telón. Entonces vinieron las presiones de los nacionalistas. Al diablo los médicos con sus precauciones bobaliconas. El nuevo mandatario no se debía a sí mismo sino a la patria. El resultado consistió en que, cargando con el pesado lastre de sus 86 años y afrontando los rigores de toda índole que a la sazón implicaba el viaje de Buga a la capital, el paciente y resignado anciano Sanclemente llegó finalmente a Bogotá, donde se posesionó de la presidencia el 3 de noviembre de 1898. Pero la naturaleza es tozuda, y fue así como los implacables 2 600 metros que alejaban a Bogotá del nivel marino se ensañaron en la endeble senectud del señor presidente, hasta el punto de que en esta oportunidad ya los médicos se pusieron duros y notificaron que no responderían por su vida si no partía de inmediato hacia un clima más benigno. Los carceleros nacionalistas del presidente eligieron a Anapoima, donde en pocos días quedó instalada la sede del poder ejecutivo. Posteriormente, el anciano se trasladó a Villeta, por considerarse que ese municipio estaba mejor situado respecto a la capital.
La situación vino a agravarse con el estallido de la Guerra de los Mil Días, a la que llegó el liberalismo exasperado por la intransigencia y la política represiva y persecutoria del régimen nacionalista, contra la cual se habían enfrentado inclusive los conservadores históricos con el doctor Carlos Martínez Silva a la cabeza. El desgobierno era total. La nación encendida en guerra. El anciano presidente alejado del centro del gobierno. Marroquín, que no era propiamente un arquetipo de dinamismo, al frente de la presidencia. En suma, a Caro le había salido el tiro por la culata. Ya no tenía a quien manipular. Por supuesto, la oportunidad para los históricos era ideal y no la desaprovecharon. Cuidadosamente fraguaron un golpe de Estado para deponer al mandatario provecto y lo llevaron a cabo el 31 de julio de 1900 en Villeta. El vicepresidente Marroquín asumió el mando en propiedad. Sanclemente alcanzó a vivir dos años más y murió casi nonagenario en 1902 sin haberse movido de Villeta. Allí mismo recibió sepultura.
Fue ese el momento en que el señor Caro quedó realmente despojado del poder. Transcribimos los dos primeros cuartetos de un soneto feroz en el que Caro enrostró a Marroquín su felonía:
“Traición ejecutada a salvamano;
quebrantados solemnes juramentos
y de la ley de Dios los mandamientos
todos, con faz piadosa y pecho insano;
”cintica azul y proceder villano;
mozuelos educados en conventos
y hoy de maldad perfectos instrumentos dando tortura a inmaculado anciano…”.
Marroquín llegó al gobierno animado de intenciones pacifistas, que muchos históricos, entre ellos Martínez Silva, compartían. Pero su carácter no era un modelo de reciedumbre y de ello se valieron los elementos más recalcitrantes para desviar al presidente de ese noble rumbo y colocarlo en una feroz actitud belicista basada en la idea cerril de combatir la insurrección hasta extirparla. Tuvieron que pasar dos años más sobre muchos miles de cadáveres colombianos para que los hechos dieran tardíamente la razón a los pacifistas de ambos partidos en Neerlandia y a bordo del Wisconsin.
La cabeza de la “línea dura” en la que, desgraciadamente, cayó Marroquín, era el siniestro general Aristides Fernández, hombre fuerte del régimen, que durante los dos últimos años de la guerra convirtió a Bogotá en una ciudad ocupada y a su panóptico en un hervidero de presos políticos que eran en su mayoría ciudadanos pacíficos e inermes.
Numerosos y respetables historiadores, entre ellos distinguidos conservadores como Eduardo Lemaitre y Guillermo Torres García, han coincidido en afirmar que si el presidente de Colombia en 1898 hubiera sido el general Rafael Reyes, su personalidad conciliadora y ecuánime se habría impuesto sobre la borrasca de los odios políticos. Sin duda, Reyes habría buscado y hallado fórmulas de avenimiento con el liberalismo y hoy nuestra historia no registraría en sus anales los tétricos mil días de 1899 a 1902. El posterior gobierno de Reyes da la razón a quienes así piensan. Bueno es decir esto sin olvidarnos, sin embargo, de que es llorar sobre sangre derramada.
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Notas
- 1. Liévano Aguirre, Indalecio, Los grandes conflictos sociales y económicos de nuestra historia, tomo III, pág. 108.
- 2. Informe de la Real Audiencia existente en el Archivo de Indias y citado en Boletín de historia y antigüedades, vol. XLI.
- 3. Ibíd.
- 4. Hernández de Alba, Guillermo, Memorias del presbítero José Antonio de Torres y Peña, Biblioteca de Historia Nacional, vol. XCII, Bogotá, pág. 94.
- 5. Liévano Aguirre, Indalecio, op. cit., tomo III, pág. 116.
- 6. Boletín de historia y antigüedades, vol. XLI.
- 7. Forero Benavides, Abelardo, El 20 de julio tiene 300 días, Ediciones Universidad de los Andes, Bogotá, 1967, págs. 86-87.
- 8. Forero Benavides, Abelardo, op. cit., págs. 106-107.
- 9. Posada, Eduardo, El 20 de julio, Biblioteca de Historia Nacional, págs. 276-277.
- 10. Vergara y Velasco, Capítulos de una historia civil y militar, pág. 147.
- 11. Boletín de historia y antigüedades, vol. VIII.
- 12. Forero Benavides, Abelardo, op. cit., págs. 149-150.
- 13. Camacho, Joaquín y de Caldas, Francisco José, Historia del 20 de julio, Biblioteca Popular de Cultura Colombiana, vol. IV.
- 14. León Gómez, Adolfo, El Tribuno de 1810, Biblioteca de Historia Nacional, vol. VII, pág. 233.
- 15. En Santafé el corregidor fue el mismo virrey. En la relación de mando de Mendinueta, de 1803, encontramos que se pensó nombrar un corregidor distinto del virrey “para que presidiera inmediatamente el Cabildo”, pero que no se había podido hacer tal nombramiento porque las rentas de la ciudad no alcanzaban para proveer los 2 000 pesos anuales requeridos por el cargo.
- 16. El Colombiano, 28 de septiembre de 1861.
- 17. A los tres días de los decretos que declararon extinguidos todos los conventos y monasterios de Bogotá y el apresamiento del arzobispo Herrán. Nota del autor.
- 18. El Mosaico, 27 de febrero de 1864.
- 19. Ver al respecto El Colombiano, 1.o de julio de 1863.
- 20. El Municipal, 11 de julio de 1863.
- 21. Véase al respecto en La Opinión del 24 de marzo de 1863 la actitud contraria a la desamortización que tuvo la mayoría liberal de la municipalidad de Bogotá, encabezada en esa oportunidad por el ideólogo Ezequiel Rojas. Nota del autor.
- 22. El Municipal, 15 de agosto de 1863.
- 23. Ibíd.
- 24. Registro Oficial, 29 de septiembre de 1863.
- 25. Ibíd., 10 de noviembre de 1863.
- 26. El Municipal, 17 de octubre de 1863.
- 27. La comunicación de Santos Gutiérrez, la ponencia de Lleras y la respuesta final de la municipalidad se encuentran en El Municipal, 23 de enero de 1864.
- 28. El Cundinamarqués, 22 de enero de 1864.
- 29. El Municipal, 20 de febrero de 1864.
- 30. Registro Oficial, 12 de marzo de 1864.
- 31. Registro Oficial, 19 de marzo de 1864.
- 32. La Opinión, 18 de mayo de 1864.
- 33. El Conservador, 8 de agosto de 1882.
- 34. Ibíd., 19 de septiembre de 1882.
- 35. Diario de Cundinamarca, 6 de enero de 1882.
- 36. Ibíd., 17 de mayo de 1882.
- 37. Ibíd., 15 de octubre de 1882.
- 38. El Comercio, 10 de septiembre de 1884.
- 39. El Comercio, 10 de enero de 1885.