- Botero esculturas (1998)
- Salmona (1998)
- El sabor de Colombia (1994)
- Wayuú. Cultura del desierto colombiano (1998)
- Semana Santa en Popayán (1999)
- Cartagena de siempre (1992)
- Palacio de las Garzas (1999)
- Juan Montoya (1998)
- Aves de Colombia. Grabados iluminados del Siglo XVIII (1993)
- Alta Colombia. El esplendor de la montaña (1996)
- Artefactos. Objetos artesanales de Colombia (1992)
- Carros. El automovil en Colombia (1995)
- Espacios Comerciales. Colombia (1994)
- Cerros de Bogotá (2000)
- El Terremoto de San Salvador. Narración de un superviviente (2001)
- Manolo Valdés. La intemporalidad del arte (1999)
- Casa de Hacienda. Arquitectura en el campo colombiano (1997)
- Fiestas. Celebraciones y Ritos de Colombia (1995)
- Costa Rica. Pura Vida (2001)
- Luis Restrepo. Arquitectura (2001)
- Ana Mercedes Hoyos. Palenque (2001)
- La Moneda en Colombia (2001)
- Jardines de Colombia (1996)
- Una jornada en Macondo (1995)
- Retratos (1993)
- Atavíos. Raíces de la moda colombiana (1996)
- La ruta de Humboldt. Colombia - Venezuela (1994)
- Trópico. Visiones de la naturaleza colombiana (1997)
- Herederos de los Incas (1996)
- Casa Moderna. Medio siglo de arquitectura doméstica colombiana (1996)
- Bogotá desde el aire (1994)
- La vida en Colombia (1994)
- Casa Republicana. La bella época en Colombia (1995)
- Selva húmeda de Colombia (1990)
- Richter (1997)
- Por nuestros niños. Programas para su Proteccion y Desarrollo en Colombia (1990)
- Mariposas de Colombia (1991)
- Colombia tierra de flores (1990)
- Los países andinos desde el satélite (1995)
- Deliciosas frutas tropicales (1990)
- Arrecifes del Caribe (1988)
- Casa campesina. Arquitectura vernácula de Colombia (1993)
- Páramos (1988)
- Manglares (1989)
- Señor Ladrillo (1988)
- La última muerte de Wozzeck (2000)
- Historia del Café de Guatemala (2001)
- Casa Guatemalteca (1999)
- Silvia Tcherassi (2002)
- Ana Mercedes Hoyos. Retrospectiva (2002)
- Francisco Mejía Guinand (2002)
- Aves del Llano (1992)
- El año que viene vuelvo (1989)
- Museos de Bogotá (1989)
- El arte de la cocina japonesa (1996)
- Botero Dibujos (1999)
- Colombia Campesina (1989)
- Conflicto amazónico. 1932-1934 (1994)
- Débora Arango. Museo de Arte Moderno de Medellín (1986)
- La Sabana de Bogotá (1988)
- Casas de Embajada en Washington D.C. (2004)
- XVI Bienal colombiana de Arquitectura 1998 (1998)
- Visiones del Siglo XX colombiano. A través de sus protagonistas ya muertos (2003)
- Río Bogotá (1985)
- Jacanamijoy (2003)
- Álvaro Barrera. Arquitectura y Restauración (2003)
- Campos de Golf en Colombia (2003)
- Cartagena de Indias. Visión panorámica desde el aire (2003)
- Guadua. Arquitectura y Diseño (2003)
- Enrique Grau. Homenaje (2003)
- Mauricio Gómez. Con la mano izquierda (2003)
- Ignacio Gómez Jaramillo (2003)
- Tesoros del Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario. 350 años (2003)
- Manos en el arte colombiano (2003)
- Historia de la Fotografía en Colombia. Museo de Arte Moderno de Bogotá (1983)
- Arenas Betancourt. Un realista más allá del tiempo (1986)
- Los Figueroa. Aproximación a su época y a su pintura (1986)
- Andrés de Santa María (1985)
- Ricardo Gómez Campuzano (1987)
- El encanto de Bogotá (1987)
- Manizales de ayer. Album de fotografías (1987)
- Ramírez Villamizar. Museo de Arte Moderno de Bogotá (1984)
- La transformación de Bogotá (1982)
- Las fronteras azules de Colombia (1985)
- Botero en el Museo Nacional de Colombia. Nueva donación 2004 (2004)
- Gonzalo Ariza. Pinturas (1978)
- Grau. El pequeño viaje del Barón Von Humboldt (1977)
- Bogotá Viva (2004)
- Albergues del Libertador en Colombia. Banco de la República (1980)
- El Rey triste (1980)
- Gregorio Vásquez (1985)
- Ciclovías. Bogotá para el ciudadano (1983)
- Negret escultor. Homenaje (2004)
- Mefisto. Alberto Iriarte (2004)
- Suramericana. 60 Años de compromiso con la cultura (2004)
- Rostros de Colombia (1985)
- Flora de Los Andes. Cien especies del Altiplano Cundi-Boyacense (1984)
- Casa de Nariño (1985)
- Periodismo gráfico. Círculo de Periodistas de Bogotá (1984)
- Cien años de arte colombiano. 1886 - 1986 (1985)
- Pedro Nel Gómez (1981)
- Colombia amazónica (1988)
- Palacio de San Carlos (1986)
- Veinte años del Sena en Colombia. 1957-1977 (1978)
- Bogotá. Estructura y principales servicios públicos (1978)
- Colombia Parques Naturales (2006)
- Érase una vez Colombia (2005)
- Colombia 360°. Ciudades y pueblos (2006)
- Bogotá 360°. La ciudad interior (2006)
- Guatemala inédita (2006)
- Casa de Recreo en Colombia (2005)
- Manzur. Homenaje (2005)
- Gerardo Aragón (2009)
- Santiago Cárdenas (2006)
- Omar Rayo. Homenaje (2006)
- Beatriz González (2005)
- Casa de Campo en Colombia (2007)
- Luis Restrepo. construcciones (2007)
- Juan Cárdenas (2007)
- Luis Caballero. Homenaje (2007)
- Fútbol en Colombia (2007)
- Cafés de Colombia (2008)
- Colombia es Color (2008)
- Armando Villegas. Homenaje (2008)
- Manuel Hernández (2008)
- Alicia Viteri. Memoria digital (2009)
- Clemencia Echeverri. Sin respuesta (2009)
- Museo de Arte Moderno de Cartagena de Indias (2009)
- Agua. Riqueza de Colombia (2009)
- Volando Colombia. Paisajes (2009)
- Colombia en flor (2009)
- Medellín 360º. Cordial, Pujante y Bella (2009)
- Arte Internacional. Colección del Banco de la República (2009)
- Hugo Zapata (2009)
- Apalaanchi. Pescadores Wayuu (2009)
- Bogotá vuelo al pasado (2010)
- Grabados Antiguos de la Pontificia Universidad Javeriana. Colección Eduardo Ospina S. J. (2010)
- Orquídeas. Especies de Colombia (2010)
- Apartamentos. Bogotá (2010)
- Luis Caballero. Erótico (2010)
- Luis Fernando Peláez (2010)
- Aves en Colombia (2011)
- Pedro Ruiz (2011)
- El mundo del arte en San Agustín (2011)
- Cundinamarca. Corazón de Colombia (2011)
- El hundimiento de los Partidos Políticos Tradicionales venezolanos: El caso Copei (2014)
- Artistas por la paz (1986)
- Reglamento de uniformes, insignias, condecoraciones y distintivos para el personal de la Policía Nacional (2009)
- Historia de Bogotá. Tomo I - Conquista y Colonia (2007)
- Historia de Bogotá. Tomo II - Siglo XIX (2007)
- Academia Colombiana de Jurisprudencia. 125 Años (2019)
- Duque, su presidencia (2022)
La economía capitalina
Camellón de La Concepción, o calle 10.a entre carreras 7.ª y 10.ª. Era, en las últimas décadas del siglo xix, una zona comercial y residencial de gran importancia. La arquitectura de las casas y edificios mezclaba la colonial, con sus espléndidos balcones, y la republicana de refinado modernismo. Las fachadas de las casas estaban muy cuidadas y la policía prestaba buen servicio de vigilancia. En la cuadra de abajo se aprecia el bellísimo edificio de la iglesia de Santa Inés, en su parte de atrás, sobre la carrera 9.a. Foto de 1893.
Interior de una tienda en la calle principal de Bogotá, con muleros de compras, acuarela de Joseph Brown, sobre original de José Manuel Groot. Royal Geographical Society, Londres.
Almacén en la calle 3.ª al norte, 1884, actual calle 13 entre carreras 2.a y 7.ª. La nomenclatura cambió a partir de 1886. Grabado de Flórez en el Papel Periódico Ilustrado.
Muchas de las haciendas de la sabana conservaron, y aún conservan, sus casas coloniales. En las fotografías, balcones de la hacienda Fusca y corredor de la hacienda Buenavista. La primera consta de una amplia casona, construida hace 375 años, patrimonio histórico nacional. Conserva con especial esmero la habitación donde el Libertador y sus edecanes pasaron sus vacaciones en 1827, poco antes de la Convención de Ocaña.
La hacienda queda a unos 15 minutos al norte de Bogotá, por el kilómetro 19 de la carrera 7.ª. La hacienda Buenavista, ubicada en la sabana de Bogotá, en los alrededores de Cota, fue propiedad del periodista, escritor y dibujante Alberto Urdaneta, fundador del Papel Periódico Ilustrado y también de la Academia de Bellas Artes.
Patio de la hacienda El Salitre, al occidente de Bogotá, en cuyos terrenos se desarrolla uno de los grandes proyectos urbanísticos de la capital. En la Colonia y el siglo xix fue una de las haciendas más grandes del país.
Hacienda El Vínculo, cuya casa, ubicada en el municipio de Soacha, Cundinamarca, declarada patrimonio arquitectónico nacional, fue construida en el siglo xviii. En el siglo xix tuvo una de las principales trilladoras de café, que dio origen a una novela de Eugenio Díaz, El trilladero de El Vínculo.
Casa de la hacienda Llano de Mesa, una de las más grandes al sur de Bogotá en el siglo xix, junto con la de Montes. La hacienda tenía numerosas fuentes de agua, como los ríos Tunjuelo y San Cristóbal. En el llamado Potrero de las Flores, donado para el efecto por el dueño de la hacienda, don Gustavo Restrepo Mejía, se construyó en 1940 el Hospital San Carlos, para tuberculosos. Fotografía archivo Miguel A. Rodríguez.
Interior de la fábrica de mármol, 1895. Las dos últimas décadas del siglo presenciaron un repunte en la industria manufacturera en Bogotá, pese a los problemas que acarrearon las guerras civiles. Fotografía de Henry Duperly.
Vista de la fábrica Fenicia, 1895. Esta planta de producción de vidrio, resultado del empuje empresarial de los propietarios de Bavaria, fue pionera del avance industrial de Bogotá. Fotografía de Henry Duperly.
El empresario británico Samuel Sayer, quien trajo a la ciudad la primera máquina de vapor, destinada a mover un molino de trigo. Acuarela de Edward W. Mark.Colección Biblioteca Luis Ángel Arango.
En 1889 el empresario alemán Leo Sigfried Kopp, que ya tenía en Bogotá desde 1884 el importante almacén llamado El Bazar Veracruz, fundó la fábrica de cerveza Bavaria, denominada al principio Bavaria Kopp Deutsche Bier Brauerei. La gran fábrica de Bavaria en el sector de San Diego, sobre la carrera 13, fue inaugurada en 1893 y marcó el inicio del desarrollo de la ciudad hacia el norte, además de que estimuló diversas actividades en torno a la elaboración de cerveza. Los fabricantes de la cerveza Bavaria garantizaban que “nuestra cerveza es compuesta sólo de la mejor malta fabricada de la mejor cebada colombiana y del mejor lúpulo bohémico”. Fotografía de Henry Duperly, 1895.
Billetes del Banco de Bogotá. Autorizado desde su fundación a emitir papel moneda, pronto sus billetes se hicieron imprescindibles para el desenvolvimiento de las transacciones mercantiles.
Billetes del Banco de Bogotá. Autorizado desde su fundación a emitir papel moneda, pronto sus billetes se hicieron imprescindibles para el desenvolvimiento de las transacciones mercantiles.
Billetes del Banco de Bogotá. Autorizado desde su fundación a emitir papel moneda, pronto sus billetes se hicieron imprescindibles para el desenvolvimiento de las transacciones mercantiles.
Billetes del Banco de Bogotá. Autorizado desde su fundación a emitir papel moneda, pronto sus billetes se hicieron imprescindibles para el desenvolvimiento de las transacciones mercantiles.
Billetes del Banco de Bogotá. Autorizado desde su fundación a emitir papel moneda, pronto sus billetes se hicieron imprescindibles para el desenvolvimiento de las transacciones mercantiles.
Billetes del Banco de Bogotá. Autorizado desde su fundación a emitir papel moneda, pronto sus billetes se hicieron imprescindibles para el desenvolvimiento de las transacciones mercantiles.
Billetes del Banco de Bogotá. Autorizado desde su fundación a emitir papel moneda, pronto sus billetes se hicieron imprescindibles para el desenvolvimiento de las transacciones mercantiles.
Billetes del Banco de Bogotá. Autorizado desde su fundación a emitir papel moneda, pronto sus billetes se hicieron imprescindibles para el desenvolvimiento de las transacciones mercantiles.
Diversos tipos de monedas neogranadinas de oro. Esta clase de moneda normalmente era acaparada por los comerciantes al por mayor para pagar con ella, dado su alto valor, las importaciones. Colección numismática del Banco de la República.
Monedas neogranadinas de plata. En general en el país circulaban monedas de oro y plata de diferente ley, correspondientes a otros países europeos y americanos. La conferencia monetaria mundial de 1881 dividió al mundo entre partidarios del patrón oro y del patrón plata. Colombia adoptó ambos, de 1863 a 1886. Colección numismática del Banco de la República.
El Banco de Bogotá, fundado en 1870, fue el primer banco de capital colombiano, y es el más antiguo entre los que existen hoy. Entre 1864 y 1870 funcionó en Bogotá el Banco de Londres, México y Sudamérica, primero establecido en Colombia. Algunos accionistas colombianos de dicho banco fueron fundadores del Banco de Bogotá, que tenía, como los demás bancos que después se establecieron en el país, y hasta 1881, la facultad de emitir billetes de acuerdo con sus reservas de oro y plata.
Motivados por el éxito del Banco de Bogotá, varios capitalistas bogotanos fundaron en 1874 el Banco de Colombia. Los accionistas, presididos por don José María Gómez Restrepo, aportaron un capital de 500 000 pesos, “para fundar un banco de emisión, giro y descuento”. El Banco de Colombia abrió sus puertas al público el 1.o de abril de 1875, y en el primer mes de operaciones ya tenía 300 000 pesos en depósitos de cuentas corrientes.
Oficina de Camacho Roldán y Compañía, una de las más importantes casas comerciales de Bogotá, presidida por don Salvador Camacho Roldán. Estos establecimientos desarrollaban, al lado de actividades mercantiles, otras relacionadas con las finanzas y la bolsa y participaban en la promoción de entidades financieras como en el caso del Banco de Bogotá.
La sabana de Bogotá ha sido motivo de inspiración de pintores y escritores. Don Tomás Rueda Vargas, en sus evocadoras conferencias sobre La sabana de Bogotá, una de las obras maestras de la crónica colombiana, dice, “no conozco, si es que la conozco, sino esta altiplanicie de forma irregular que cada mañana, entre la niebla blanca que anuncia a los campesinos el verano, o la niebla negra que presagia el invierno, se nos aparece tan bella, tan nueva siempre”. El poeta Jorge Pombo, citado por el mismo don Tomás, agrega que los orejones o campesinos de la sabana se dividen en orejón de cabotaje y orejón de alta sabana. “Los primeros son los que negocian en pequeño, sin alejarse del pie de la cordillera, venden rama, piedra, cascajo y otras menudencias; los otros son los que ceban de cien novillos para arriba en las vegas del río Bogotá y siembran trigo en grande”. La sabana, óleo de Eugenio Peña, Museo Nacional de Colombia, Bogotá.
En su novela El rejo de enlazar, Eugenio Díaz describió la vida del orejón sabanero, campesino que podía ser hacendado o capataz, o simple “correcaminos”, y el ambiente de las haciendas sabaneras. “Veíanse las tapias de las huertas y corrales, y las cercas de las corralejas que se elevaban en forma de murallas o fortificaciones, lo que daba a la casa, capital de la hacienda, un aspecto solemne aunque melancólico, si se contemplaba el total aislamiento que reinaba en los contornos, pues no había sino a mucha distancia una que otra vivienda de los proletarios”. A finales de siglo las haciendas de la sabana abastecían el mercado de Bogotá de frutas, legumbres, cereales, leche y carne. Dehesa de la sabana, fotografía de 1895.
Aparte de su fertilidad, el bajo costo de los jornales hacía rentables las haciendas.
Escena de vaquería, óleo de Enrique Gómez Campuzano.
Paisaje sabanero, óleo de Jesús María Zamora.
Plano del molino de Tres Esquinas. La producción triguera de la sabana era bastante limitada, pues los altos costos del transporte hacían muy cara la harina que salía de sus molinos. Además, el consumo de pan en Bogotá era aún relativamente reducido.
Texto de: Eugenio Gutiérrez Cely
EL FISCO MUNIICIPAL
Las rentas con que contaba la ciudad a principios del siglo xix eran esencialmente las siguientes:
- Ejidos y dehesas.
- Degüello.
- Impuesto a almacenes, tiendas y pulperías.
- Almotacén.
- Galleras, trucos, billares y demás juegos autorizados.
- Arrendamiento de tiendas de la municipalidad.
- Mercedes de agua provenientes de las casas que gozaban de este beneficio.
- Multas.
- Peajes, conocidos también como ramo de camellón.
- Impuestos de molinos de trigo.
Éstos eran los impuestos que pagaba la ciudadanía en 1825. En 1830 se agregaron unos adicionales para tejares, llamados también chircales; otros por entradas de madera y piedras a la ciudad; por sacrificio de cerdos, y el que ya mencionamos con que se gravaban los entierros en iglesias o capillas, destinados a la construcción del nuevo cementerio. En 1832 se concedió a rematadores particulares el producto del ramo de camellón; otros ramos de rentas fueron también cedidos a particulares. En el caso específico del estanco de aguardiente, que no era una renta municipal sino nacional, fueron numerosos los conflictos de diversa índole que generó. El estanco suscitó desde los tiempos coloniales una profunda antipatía popular. Por ser ilustrativa en grado sumo, vale la pena reproducir una vehemente representación que un grupo de ciudadanos de esta capital dirigió al Congreso solicitando la abolición del estanco, que para esa época (1835) había sido rematado y por lo tanto se hallaba en manos de un particular. Dice así el documento:
“En esta ciudad está rematado el estanco de aguardientes por un particular; este particular está autorizado para mantener a su servicio un resguardo de 12 hombres armados… Estos guardas del estanco cada día se hacen más insolentes… (asaltan los hogares), y mientras el dueño de la habitación atiende a sus hijas o domésticas, los guardas practican su saqueo, rondan sin que se les escape el lecho más escondido, rompen los muebles, causan distintos daños en las casas, arrebatan los útiles de cobre o de loza que encuentran, los frascos, botellas y otras vasijas, y aun las ropas y alhajas, a pretexto de que todo puede servir para la destilación o depósito de los aguardientes; … ellos asaltan las casas tanto de día como de noche, rompen puertas y escalan paredes y ejecutan estos atentados aunque estén ausentes los dueños.
”La historia de los resguardos en todas épocas ha sido siempre la misma; particularmente en el ramo de aguardientes se presenta más ansa a estos desórdenes por ser una industria a que se entregan en lo general las familias desvalidas, y que se ejecuta en lo interior de las casas. Una de las principales causas que fomentaron en esta capital la antipatía popular contra el antiguo gobierno español, y que produjeron la gloriosa insurrección del 20 de julio de 1810 fueron las vejaciones que sufría el pueblo por los empleados en el resguardo del ramo de aguardientes y el intolerable registro de las casas. Así es que la oficina de esta administración fue la primera que destrozaron los patriotas, y contra la que principalmente se dirigió el furor popular”1.
Don Rufino Cuervo, que por el año de 1832 se encontraba frente a la Gobernación de Bogotá, formuló una propuesta con miras no sólo a incrementar las rentas de la capital, sino a hacer que su peso gravara en forma más equitativa a ricos y pobres. A la vez que el señor Cuervo proponía determinadas reducciones de impuestos a las clases bajas de la población, insistía en que a los acaudalados se les gravara la utilización de coches y otros vehículos de lujo e igualmente que se impusiera un gravamen extra sobre las casas de dos pisos o las de un piso con más de dos ventanas a la calle. Igualmente, el señor Cuervo propuso la enajenación de los ejidos municipales con el propósito concreto de mejorar su rendimiento.
En el estado de ingresos y egresos de las rentas de Bogotá para los años 1836 y 1837 encontramos que no sólo se pagaban intereses del 5 por ciento al año por el capital de 3 500 pesos de la obra pía de Diego Ortega (creada por su fundador para dotar hijas de blancos pobres), sino que también el Cabildo había tomado a interés, “a censo”, los 10 000 pesos del capital de la obra pía de Pedro Ugarte (creada por su fundador para educar niñas pobres), por los que se reconocían 500 pesos anuales al Colegio de La Merced de la capital. Era, pues, ésta otra forma de balancear el presupuesto municipal2.
MANUFACTURA E INDUSTRIA
En los principios de siglo se presentaba aún con notoria intensidad un fenómeno que tuvo grandes y variadas incidencias sobre nuestra economía. A las Indias llegaban de España manufacturas procedentes de otros países europeos, principalmente de Inglaterra, Francia, Países Bajos y Alemania, que España se veía obligada a importar y que a su vez exportaba a las colonias. Este fenómeno se debía a que finalizando el siglo xviii y alboreando el xix el contraste entre el atraso industrial de España y el formidable desarrollo de los países ya mencionados en ese campo se había agudizado extraordinariamente. El largo viaje y los elevados fletes incrementaban de una manera exorbitante los costos de estas mercancías, lo cual las hacía poco accesibles en el mercado de las colonias. Tal situación resultó propicia en el más alto grado para el desarrollo de las manufacturas locales y para el auge del contrabando, que desde las Antillas se proyectaba sobre el continente y lo abastecía de los mismos productos a precios bastante más reducidos3.
Afirma Luis Ospina Vásquez en su obra Industria y protección en Colombia 1810-1930, que finalizando la Colonia bien puede decirse que nuestro país producía todo lo que consumía en materia de textiles corrientes de lana y algodón. Sólo se importaban telas de muy alta calidad por la vía legal o mediante el contrabando, y a la vez se efectuaban pequeñas exportaciones de manufacturas nacionales. La mayor parte de éstas eran producidas en los actuales departamentos de Santander y Boyacá, principalmente en la provincia del Socorro, y se concentraban en Santafé, que se convertía en el centro de acopio y distribución de manufacturas nacionales para el resto del país, al mismo tiempo que lo era de productos extranjeros para todas las provincias del interior.
En las postrimerías de la Colonia ya operaba en Bogotá una fábrica de pólvora que había establecido el virrey Messía de la Cerda en 1768. Además, una fábrica de loza con una producción aceptable y un buen nivel de calidad. Los comienzos del siglo xix vieron un estimable desarrollo de la artesanía en Bogotá. Fue así como el inglés Richard Vawell destacó en sus notas de viaje el hecho de haber en la capital calles taxativamente destinadas a oficios específicos: calle de los plateros, de los talabarteros, etc.
Desde tiempos muy tempranos de la República empezaron a presentarse controversias entre partidarios del proteccionismo aduanero y los que defendían el libre cambio. Los proteccionistas dieron ya entonces su batalla contra las importaciones extranjeras atribuyendo la miseria y el desempleo al escaso desarrollo industrial. Tenemos así, por ejemplo, a menos de dos años de la independencia, en la Gaceta de la Ciudad de Bogotá del 13 de mayo de 1821, que un corresponsal a nombre de la escasez de dinero que sufría la capital escribió: “He visto en (la Gaceta de Colombia) el número de buques que han entrado al puerto de Santa Marta, cargados seguramente de ropas de que están atestados los almacenes y tiendas no sólo de esta ciudad sino de los demás lugares; y a correspondencia los buques que han salido lo habrán sido llevándose caudales como unas lancetas que sacan la sangre del país… El proyecto que voy a presentar se dirige a un objeto útil, y aún necesario, si persistimos en ser independientes. Con las fábricas es que se puede establecer un comercio activo… El algodón, la lana, el fierro, he aquí en lo que coviene consumir cuanto dinero se destina para girar [al exterior]… Fórmese una compañía de comerciantes para levantar estos establecimientos, así como se unen para llevar a las [Antillas] nuestro dinero que las enriquece, y a nosotros nos empobrece…
“Por la memoria correspondiente al ramo de hacienda sabemos que los efectos llamados de la tierra han producido $62 404 [en impuestos]; ¿a cuánto ascenderían trabajándose las bayetas, los pañuelos, etc., etc., etc., que tanto se consumen, como lo acredita el continuo y grueso cargamento que nos traen de las [Antillas]? … Los particulares que al presente se hallan envueltos en la miseria podrán ocuparse con utilidad unos cultivando aquellos elementos, y otros dedicándose a los destinos de las manufacturas… Todo el proyecto queda reducido a esta expresión: Que los comerciantes no tengan que ir a Jamaica para asegurar y adelantar sus capitales, sino que tranquilos en sus casas reciban el producto de las fábricas que hayan puesto a su costa”.
El Constitucional de Cundinamarca, por su parte, publicó en septiembre y diciembre —de 1831 vigorosos alegatos en los que se exigía del Congreso la inmediata promulgación de medidas proteccionistas para la industria nacional. El Congreso prestó atención a esos clamores y fue así como empezaron a producirse medidas oficiales en tal sentido. En marzo de 1832 el Congreso otorgó privilegio a una sociedad denominada Industria Bogotana para establecer una fábrica de loza fina y porcelana. El proceso continuó.
Vale anotar que en Bogotá ya se producía cerveza en tiempos de la Gran Colombia. El precursor de la cervecería en nuestro país fue coincidencialmente un alemán de apellido Mayer, que lamentablemente cayó asesinado por asaltantes en su casa de habitación en 1831. Un empresario inglés de apellido Cantrell prosiguió con la elaboración de cerveza durante unos años más.
Tomando en cuenta el hecho de que en la capital se estaban produciendo magníficos muebles, zapatos, sombreros y otros artículos, el gobernador de Bogotá, Rufino Cuervo, solicitó al gobierno nacional en 1833 que se prohibiera la importación de tales artículos4. Por su parte, los librecambistas no bajaban la guardia y argumentaban en defensa de sus tesis que las trabas a las importaciones estimulaban un monopolio abusivo por parte de los artesanos criollos y damnificaban a los consumidores que debían adquirir las mercancías producidas en el país, para esa época ya sensiblemente más caras y de menor calidad que las importadas5. No obstante, en esta oportunidad el triunfo fue para el bando proteccionista que logró en 1833 la expedición de una ley aduanera que los favorecía ampliamente. Pese a todo, debemos aclarar que estas divergencias no fueron sino escaramuzas comparadas con los radicales antagonismos que sobrevinieron después por la causa ya anotada. Las consecuencias de esta ley fueron inmediatas. En 1834 el Congreso concedió sendos privilegios de 10 años a dos empresas nacionales para montar en Bogotá una factoría de papel y otra de vidrios y cristales que se agregaban a la ya existente de loza fina.
La producción de cerveza siguió en auge y entonces un extranjero llamado Tomás Thompson anunciaba mediante avisos de prensa su producto6, y Martínez y Galineé anunciaban que habían comprado la cervecería del señor Cantrell7. Por otra parte en artículos de prensa se elogiaba con frecuencia la calidad de la loza producida por la fábrica bogotana.
Hacia 1836-1837 la fábrica de loza presentaba síntomas inequívocos de prosperidad, mientras que las de papel, vidrio y una nueva de tejidos se aprestaban a iniciar operaciones. Todas empleaban fuerza hidráulica y animal, ninguna contaba con máquinas de vapor. La factoría de loza estableció su propia distribuidora en la calle de San Juan de Dios y anunció magníficos descuentos para los que hicieran pedidos de más de 100 pesos con destino a las provincias.
Otro hecho digno de resaltarse es cómo en esa primera mitad del siglo xix se presentó en Bogotá una notable proliferación de casas de comercio extranjeras. Había inglesas como Powles, Illingwort et Co., Plock et Logan, Souther, Druce et Co. y Henry Grice et Co. Las norteamericanas eran Joseph Godin y James Brush. Había también una francesa denominada Jean Capella. La presencia de comerciantes extranjeros en Bogotá tuvo efectos negativos sobre la incipiente industria colombiana puesto que aquéllos fueron autorizados para importar artículos que compitieron duramente con los nacionales. El resultado consistió en que estas fábricas al fin quebraron con la única salvedad de la de loza.
Pero sigamos los altibajos de nuestra incipiente industria. El periódico El Argos informó en marzo de 1838 que, superando los ingentes obstáculos propios de nuestros caminos, el general Pedro Alcántara Herrán acababa de traer a Bogotá desde los Estados Unidos una maquinaria compleja y de las más modernas con destino a la Compañía Bogotana de Tejidos. Ponderaba El Argos la calidad, solidez y amplitud del edificio donde operaría esta industria. También encomiaba los progresos de la fábrica de loza e informaba con entusiasmo acerca del reinicio de actividades de la factoría de vidrios y cristales que había estado afectada por falta de potasa. Tales éxitos eran atribuidos por el citado periódico a la paz reinante en el país. No sería muy larga la duración de esta confianza y de este optimismo, pues se verían ensombrecidos dos años más tarde, en 1840, con la funesta Guerra de los Supremos.
La fábrica de tejidos de algodón de los señores Villafrade y Pieschacón tuvo buen suceso pero, según las informaciones de El Argos, de noviembre de 1838, bien pronto empezó a afrontar dificultades por escasez de materia prima. Debido a esta grave situación, el mismo periódico exhortó a los agricultores de climas cálidos y templados a intensificar la producción de la fibra asegurándoles una demanda anual de 3 000 quintales. Por otra parte deploraba El Argos la suspensión de actividades de la fábrica de cristales debida a una situación similar como fue la insalvable dificultad para conseguir a precios razonables el minio y la potasa, dos ingredientes fundamentales para esta industria. El 13 de enero de 1839 el mismo periódico informaba jubilosamente a sus lectores que ese número ya era totalmente impreso en papel producido por la factoría de Bogotá. A continuación pasaba el periódico a exigir al gobierno que el papel necesario para la gaceta oficial debía ser comprado a esta fábrica y que igualmente se le debía encargar el papel sellado. Es digno de destacarse el hecho de que en 1839 se imprimieron en papel producido en Bogotá el Tratado de ciencia constitucional de Cerveleón Pinzón, el Catecismo de moral, de Rafael María Vásquez y un muy extenso curso de derecho canónico de Lackis y Cavalario.
Vino luego en 1839 otro insuceso deplorable. La fábrica de vidrio, después de haber afrontado las dificultades ya anotadas por problemas de materia prima, llegó a la bancarrota irremisible debido a problemas de insolvencia que finalmente no pudo solucionar. El gobierno, sinceramente interesado en auxiliarla, decretó un empréstito que finalmente no se pudo hacer efectivo por lo cual hubo de cerrar sus puertas y suspender operaciones con carácter definitivo.
El ya citado Ospina Vásquez señala los años de 1838 y 1839 como de especial auge de la industria nacional, antes de estos colapsos y antes de los quebrantos que padeció como consecuencia de la desastrosa Guerra de los Supremos. Sin embargo, a pesar de todos los contratiempos de la contienda, hubo ánimos y recursos para realizar en Bogotá, a fines de 1841, una exposición industrial8 que, si bien modesta, pudo reunir una diversidad de productos tales como calzado y objetos de talabartería, vestuario, curtiembres, productos de las fábricas de loza y de tejidos, libros impresos y encuadernados con esmero, dos daguerrotipos logrados por don Luis García Hevia, que pueden contarse entre las obras más tempranas de la fotografía en Colombia, e inclusive dos máquinas: una de producir tejas y otra de hacer limas que se ganó el primer premio de 100 pesos. Se comentó entonces en la ciudad, en los términos más elogiosos, la generosidad con que contribuyeron para el éxito de la exposición las donaciones del acaudalado hombre de negocios, doctor Judas Tadeo Landínez. Debe anotarse que para esa época no pudieron hacerse presentes en la exposición los productores de vidrio y papel debido al colapso de esas dos industrias.
Un magnate inverosímil
Vamos a ocuparnos ahora de uno de los episodios más extraordinarios e inusitados de la historia bogotana del siglo xix el cual, si bien pertenece exclusivamente a los anales económicos y financieros de la ciudad y del país, presenta ciertos ingredientes de narración picaresca que lo hacen interesante en grado sumo. Se trata del escándalo financiero, desmesurado para el modesto escenario bogotano de 1842, que protagonizó el ya mencionado señor Judas Tadeo Landínez.
Lo primero que sorprende al entrar en el conocimiento de este caso es que en esa Colombia atrasada y rural de la primera mitad del xix; en ese país sin vías de comunicación, en que las pocas y rudimentarias industrias se movían aún con fuerza hidráulica, y en que en materia bancaria sólo empezaban a oírse voces que clamaban por la creación de un banco, irrumpiera como nacido de un fenómeno de generación espontánea un auténtico brujo de la especulación financiera que bien habría podido competir sin desfallecimientos con los más brillantes y avezados de los tiempos actuales. Ese personaje, que en el marco de la Bogotá provinciana y marginal de entonces fue un inmenso promontorio insular se llamaba Judas Tadeo Landínez. El extraño protagonista de esta historia se había dedicado en años anteriores con muy buen suceso a los quehaceres de la política pero en un momento dado, en el año de 1839, resolvió dar un viraje radical consagrando todo su talento, pericia y energías a los negocios en el campo financiero con un capital inicial de 22 000 pesos9.
Landínez fue sin duda el primer magnate, el primer auténtico millonario que hubo en Colombia. Empezó a especular de una manera tan desaforada en el campo financiero, en la forma que ya veremos más adelante, que al cabo de tres años sus activos ascendían a 1 000 000 de pesos y sus pasivos a 2 100 000, en momentos en que el presupuesto global de la nación era de 2 000 000 de pesos. El sistema de Landínez consistió en la creación de una institución financiera en la cual recibía dinero a interés que garantizaba no sólo con hipotecas, sino con letras y pagarés que, por ser negociables y endosables, circulaban entre los bogotanos como auténticos billetes de banco. El establecimiento de don Judas Tadeo se llamó Compañía de Giro y Descuento y se fundó en abril de 1841, época en la cual su fundador ya había consolidado al amparo de la Guerra de los Supremos un capital muy respetable especulando con bonos y otros papeles oficiales, en negocios de tipo mercantil y en bienes inmuebles. Recién fundada la compañía, la Gaceta de la Nueva Granada del 25 de abril de 1841 anunció que la empresa financiera del señor Landínez ofrecía descuentos de obligaciones al 1,5 por ciento mensual y depósitos a término con intereses y plazos que el inversionista pactaría con los interesados ofreciendo, desde luego, avales plenamente satisfactorios por su dinero. Fue éste el punto de partida de un genuino vértigo. Landínez llegó a pagar a sus depositantes un 2 por ciento mensual, tasa extraordinariamente alta para la época. La consecuencia fue que la ciudad empezó a girar como un tiovivo enloquecido alrededor de aquel eje magnético que era Landínez.
Nadie, con independencia de la magnitud de sus recursos, resistió a la poderosa atracción que ejercía sobre todos la Compañía de Giro y Descuento. Igual los ricos que las gentes de clase media y los de muy estrechas posibilidades económicas acudían al hacedor de milagros con la vehemente esperanza de multiplicar sus ahorros en el más corto tiempo. Las comunidades religiosas no quedaron al margen de este aluvión frenético, de modo que órdenes tales como El Carmen, Santo Domingo y La Tercera volcaron sobre las arcas insaciables de Judas Tadeo Landínez sus reservas monetarias. Como ya quedó dicho, transacciones de toda índole, desde comerciales hasta simplemente personales, se hacían endosando los papeles que emitía Landínez y pagando con ellos toda clase de especies. Sobra decir que estos papeles eran recibidos sin vacilaciones como papel moneda y con una total sensación de seguridad. Numerosísimos capitales improductivos y ociosos fueron captados rápidamente por Landínez en una bolsa de millones en que las palas y las piquetas abrieron huecos en los muros y fosas en los solares para extraer las pesadas cajas y las arcas cuyo contenido de morrocotas, patacones y variadas monedas fluyó torrencialmente hacia la Compañía de Giro y Descuento. En esa forma don Judas Tadeo Landínez estaba, en el sentir de las gentes, llenando el vacío que desde años atrás los bogotanos venían percibiendo por la ausencia de una institución bancaria respetable y sólida que diera plenas garantías a la comunidad.
Varios fueron los factores determinantes del prestigio de Landínez en Bogotá. A él acudieron las gentes sin reservas de ninguna naturaleza con sus capitales y sus grandes y pequeños ahorros, llenas de confianza en un hombre cuya destreza en las manipulaciones mercantiles y financieras con bonos de deuda pública y bienes nacionales ya se había hecho legendaria. Además, esta fama creció y se fue consolidando en la medida en que don Judas Tadeo demostraba ante su nutrida clientela una puntualidad irreprochable en el pago de los réditos. Landínez ideó un sistema que, puesto en práctica, contribuyó poderosamente al crecimiento vertiginoso de su imperio financiero. Propietarios urbanos y rurales empezaron a venderle masivamente toda clase de propiedades inmuebles por un procedimiento muy original. Los vendedores le entregaban a Landínez el bien raíz adicionándole una suma en efectivo que se denominaba dote. Don Judas Tadeo recibía el inmueble y a trueque del mismo entregaba un documento que acreditaba la compra y que estipulaba para el vendedor un interés mensual elevado. Se establecía, obviamente, que el vendedor recibiría el producto total de la transacción en un plazo determinado. Entre tanto, podía entregarse a la más exquisita ociosidad con las rentas que cobraba en la Compañía de Giro y Descuento.
Los tentáculos de Landínez no solamente se extendieron por Bogotá y sus alrededores, sino por un área más extensa de la geografía nacional, llegando hasta Neiva por el sur y Tunja por el norte. Resulta interesante enumerar los nombres (algunos de ellos todavía conocidos en la actualidad) de las enormes haciendas adquiridas por Landínez mediante el procedimiento descrito. Entre ellas se contaron Novillero (que fuera de propiedad del marqués de San Jorge), San Pedro, La Majada, Tibaitatá, Merinda, La Esperanza, Hatos de Funza, Palo Quemado, Tunjuelo, La Fiscala, Buenavista, Alto de Furca, El Salitre, Tilatá, Contreras, Santa Bárbara, San Juan de Matima, La Mesa de Juan Díaz, Cayunda, Chaleche, Paime, Chicaque, El Retiro, La Barrera, San Nicolás, El Vínculo, San Miguel, Los Micos, El Cerezo, Amborco, Las Siechas… y siguen más nombres. La voracidad de este tiburón insólito no conocía límites. A estas alturas ya era uno de los más acaudalados ganaderos y cultivadores de caña de todo el país. Escribía Rufino Cuervo por estos días a un amigo: “Los negocios de la bolsa están aquí en mucho auge. Landínez es el Rotschild de esta tierra. Morales ha vendido todo lo que tiene y hasta don Ramón de La Torre se ha despojado de Tilatá; pero admírese Ud., don Francisco Suescún está de bolsista y sus propiedades han pasado a poder de Landínez. Vicente Lombana le vendió su botica y las tierras que tenía en Neiva. En fin, esto es otro Londres en miniatura… Landínez es dueño del comercio y se han puesto las cosas de modo que nadie puede hacer un trato sin tocar con él… Todo lo que tenemos mi hermano y yo está en obligaciones de aquella casa”10.
Con sagacidad impresionante Landínez le puso la garra al renglón de abastos en Bogotá y se dio el caso de que a pesar de la guerra y una epidemia de viruelas, Landínez se las ingenió para abastecer en forma abundante la plaza de mercado obteniendo así estupendos beneficios. Igualmente se convirtió en el proveedor esencial de mantas, bayetas y otras prendas para el ejército del gobierno en guerra. Como es lógico suponerlo, se apoderó también de la incipiente industria manufacturera bogotana, concretamente de la fábrica de tejidos de algodón, de la fábrica de loza y de la ferrería de Pacho. Pero aún ahí no se detenía. Puede decirse que cada una de estas certeras dentelladas estimulaba su apetito en vez de aplacarlo. Cuatro importantes minas de sal quedaron bajo su control; se hizo propietario de los más ricos yacimientos carboníferos de Zipaquirá y su contorno, y, además, llegó a poseer las mejores recuas y los más diestros arrieros, lo cual, en un país de caminos de herradura, era tan decisivo como sería hoy la posesión simultánea de todas las aerovías y de todo el transporte terrestre.
Pero al fin la codicia desmesurada de Landínez lo llevó a empezar a morderse la cola. Ya sus agencias cubrían casi todos los puntos estratégicos del territorio nacional. El siguiente objetivo que pasó a la mira de Landínez fue la promisoria factoría de tabacos de Ambalema, cuyo espléndido futuro avizoró el ojo aquilino de nuestro personaje. Crecía el volumen de sus especulaciones pero a la vez sus obligaciones con los acreedores crecían también con una velocidad cancerosa. La primera consecuencia del fenómeno consistió en que los pagarés, letras y demás papeles que expedía Landínez y que en los tiempos de esplendor circulaban tranquila y pausadamente a ritmo de papel moneda, empezaron a pasar de mano en mano con tan creciente rapidez que empezó a considerarse como un primer síntoma inquietante de recelo y desconfianza por parte del público. El humor, ese fiscal implacable y corrosivo de los actos humanos, hizo entonces su aparición. Valga esta muestra tomada del periódico El Día y publicada cuando ya empezaba a sentirse el fragor de la borrasca, en enero de 1842:
“La escena pasa de noche; la luz se pone en el suelo y los muchachos alrededor forman rueda; uno de ellos saca un esparto largo de la estera, lo enciende en la vela por uno de sus extremos, y entabla con su vecino de la derecha el siguiente diálogo:
”—¿Quién me compra este monigote?
”—¿Cuánto vale el monigote?
”—¿Y si el monigote muere?
”—Pagará quien lo tuviere.
”Si durante este diálogo se apaga la punta del esparto, queda obligado a la penitencia el tenedor del monigote, pero si el fuego se conserva hasta dejar el esparto en poder del vecino sin apagarse, la responsabilidad de aquél queda a salvo… El crédito del Dr. Landínez era el monigote; todos veían que estaba encendido, pero que su llama era tan efímera como la que se prende en la punta de un esparto. Sin embargo, todos querían entrar a la rueda y tomaban parte en el juego con la esperanza de no salir multados, porque el monigote no se apagaría en sus manos. El mismo juego de los muchachos se repetía a todas horas, en cada tienda, en cada casa, en todos los corrillos…”.
Esta divertida historia tipificaba las características de la situación que empezaba a afectar los negocios de Landínez. Las gentes comenzaron a percatarse de que el magnate omnipotente ya estaba vendiendo barato lo que había comprado caro para satisfacer a sus acreedores y resguardar así su reputación.
Pero es forzoso que veamos en detalle el porqué empezó a tambalearse la confianza de las gentes y, lógicamente, el porqué Landínez empezó a malvender propiedades. Entre noviembre de 1841 y junio de 1842, Landínez tenía que cubrir obligaciones por algo más de 1 000 000 de pesos. Sin embargo, simultáneamente, su imaginación afiebrada y su codicia sin límites lo orientaron hacia dos negocios descomunales que, si bien prometían espléndidas utilidades a mediano plazo, a su vez exigían cuantiosas erogaciones inmediatas que el potentado no podía hacer sin realizar en forma apresurada ventas de inmuebles y de otros bienes.
El primero de estos negocios fue la propuesta que le hizo al gobierno de tomar en arriendo las salinas de Zipaquirá (las mayores del país), junto con las de Nemocón, Tausa, Chita y Chinebaque. Este negocio, brillante en sí, le exigía a nuestro tiburón un desembolso inmediato de 50 000 pesos. Por otra parte, Landínez de tiempo atrás había venido comprando los depreciados bonos de deuda pública a veteranos menesterosos de la Independencia y a otras gentes necesitadas a un promedio del 20 por ciento de su valor. En suma, reunió bonos que le habían costado 100 000 pesos y cuyo valor nominal era de 600 000 pesos. Sin vacilar propuso al gobierno que le reconociera este valor nominal. El poder ejecutivo, que estaba en apuros por las catastróficas erogaciones de la guerra, le respondió que lo haría con gusto a condición de que Landínez le prestara 200 000 pesos en metálico en cuotas que debería abonar entre el 15 de diciembre de 1841 y el 31 de mayo de 1842. El negocio, visto escuetamente era favorable para Landínez hasta extremos verdaderamente leoninos, ya que convertiría 100 000 pesos en 600 000 pesos. Pero el reverso del negocio era el esfuerzo ingente que tenía que realizar para reunir los 200 000 pesos que debía prestarle al Estado y los 50 000 pesos del arriendo de las minas de sal. A esto se agrega que el gobierno le prometió a Landínez extenderle por cinco años el arriendo de las salinas con la condición de que le prestara 200 000 pesos más. Los nubarrones se hacían cada día más negros. Por los 600 000 pesos de los bonos y los 200 000 pesos del préstamo Landínez recibía un 4,5 por ciento de interés anual pero ya entonces tenía vencimientos por los cuales pagaba 24 por ciento anual.
Fue entonces cuando empezó a vender a precio vil toda suerte de bienes muebles e inmuebles tratando desesperadamente de luchar con buen suceso en tres frentes esenciales a saber: pagar a los viejos acreedores más de 1 000 000 de pesos; conseguir 250 000 pesos para el arriendo de las salinas; y 200 000 pesos más para el empréstito que había prometido al gobierno a trueque de los bonos valorizados. En total casi 1 500 000 de pesos a desembolsar en pocos meses. La desconfianza aumentaba. Trascendió que el negocio de las salinas con el Estado había estado a punto de irse a pique por las dificultades que tuvo Landínez en reunir los 50 000 pesos iniciales requeridos. A todas éstas continuaba la vorágine de las ventas de sus propiedades, pese a lo cual empezó a presentarse una situación que aumentó la inquietud del público. Los pagos de intereses que antaño se producían con una puntualidad intachable, principiaron a sufrir aplazamientos que, si bien eran de pocos días, constituían al fin y al cabo demoras y generaban por lo tanto zozobra entre los inversionistas. Luego se firmó y se publicó el ya mencionado contrato de Landínez con el gobierno relacionado con el empréstito de los 200 000 pesos a cambio del reconocimiento de los 600 000 pesos por los bonos. Por un lado se sabía que el contrato seguramente sería magnífico para Landínez. Pero por otra parte la noticia incrementó la desconfianza y la angustia puesto que las gentes, con muy buen discernimiento, se plantearon una pregunta escueta y contundente:
?¿De dónde iba a sacar Landínez el metálico para abonarle al mismo tiempo al gobierno y a sus acreedores antiguos?
Mal podía pensarse que tan combativa y veterana ave de rapiña se diera por vencida fácilmente. La siguiente estrategia de Landínez consistió en montar a sus acreedores en su barco en la fase más crítica de la borrasca y convertirlos en tripulantes. Con habilidad consumada les hizo ver que si lo dejaban naufragar se ahogaban todos con él. En consecuencia los persuadió para que le financiaran las cuotas que debía hacerle periódicamente al gobierno. Landínez había hecho directamente los dos primeros abonos y los acreedores lo respaldaron cancelando al gobierno la tercera cuota que se venció el 25 de diciembre de 1841. El recelo contra el financista había crecido porque los acreedores percibían una realidad alarmante: don Judas Tadeo ya había enajenado las propiedades más líquidas y valiosas y sólo le estaban quedando las de menos valor y más difícilmente vendibles. Por consiguiente empezaron a sentirse precariamente respaldados y su angustia creció. Sobrevino entonces la insurrección general. Los acreedores no abonaron la cuota del 30 de diciembre y se precipitó la calamidad.
El historiador José Manuel Restrepo en su Diario político y militar toma nota de la realidad inminente de la quiebra el 1.o de enero de 1842. Cuenta el citado Diario que en esa fecha ya se habían reunido 80 acreedores y designado una junta especial para que revisara a fondo el estado de las finanzas de Landínez. Dice más adelante: “Si Landínez quiebra, casi no hay familia en Bogotá y sus alrededores que no pierda o quede arruinada”. La estimación que hizo Restrepo en su Diario sobre el monto de las deudas de Landínez fue de 1 400 000 pesos. Pero posteriormente, el 21 de febrero, siendo ya un hecho irreversible la bancarrota de Landínez, escribía Restrepo: “Más de 200 familias quedan reducidas a la miseria por las maniobras atrevidas y mal avisadas de Landínez, cuya memoria será en Bogotá de funesta recordación. Sus deudas alcanzan a dos millones de pesos y sus propiedades apenas valen quinientos mil. Ha comenzado el pleito de concurso que durará muchos años”.
El duro golpe asestado por la bancarrota de Landínez a la naciente industria nacional está reflejado en estas palabras de don Mariano Ospina Rodríguez en la Memoria de Hacienda que presentó al Congreso de 1842, cuando aún se sentían de manera dramática las consecuencias de esta calamidad: “Nuestro porvenir se halla en la producción de frutos tropicales para la exportación y en la explotación de las minas de metales preciosos. Son estos ramos de la industria los que pueden adquirir sin inconvenientes una inmensa extensión; y es por lo mismo en favor de estos objetos que deben hacerse los mayores esfuerzos”.
Ospina enterraba así por los próximos 45 años la política de fomento estatal al sector manufacturero nacional.
Otro breve ensayo manufacturero
No obstante estar tan reciente el colapso de Landínez y sentirse aún con dolorosa intensidad sus efectos, a principios de 1843 se realizó en el marco de La Gran Semana de Bogotá11, una nueva exposición industrial. Hubo estímulos y premios a los mejores productos como lo acredita un periódico de la época en esta forma:
“[El primer premio] al Sr. Mariano Ramírez, mayordomo de la Casa de Refugio, por una máquina de hilar, y al Sr. Francisco Méndez, su compañero en el trabajo de carpintería de dicha máquina, 2.o al Sr. Mariano Ortega, por el modelo de una máquina de hacer adobes, 3.o a la niña hilandera de la Casa de Refugio que se presentó en la exposición dando movimiento a la máquina hecha por el Sr. Ramírez; … 5.o al Sr. Ignacio Galarza, por la pólvora fabricada por él; 6.o al Sr. Miguel Paniagua por el fusil que ha hecho en su herrería”. En la modalidad de “artes de utilidad” recibieron premios varios artesanos de la ciudad que presentaron cueros curtidos, galápagos de señora y muebles de madera12. La fábrica de lienzos de algodón, la de loza y la ferrería de Pacho habían salido mal libradas de la quiebra de Landínez, pues sus productos no fueron presentados a la exposición industrial. Se encontraban cerradas en ese momento.
Sin embargo una muestra notable de los esfuerzos por superar pronto la situación la advertimos en las manufacturas de la entonces denominada Casa de Refugio. Era ésta una institución que dependía del municipio y que albergaba a la vez valetudinarios, mendigos, huérfanos, dementes e incluso pobres de solemnidad. Como este asilo dependía de la ciudad y los gastos que demandaba eran elevados, ya desde 1835 existía la inquietud, que pronto empezó a cristalizar, de dotar el albergue de máquinas y materias primas para enseñar determinados oficios a los reclusos y ponerlos en capacidad de producir mercancías que pudieran colocarse en el mercado. Se iniciaron actividades con la fabricación de tejidos y luego, como consta en testimonios de la época “frazadas, camisetas, ruanas de hilo y seda, fajas, ligas, pellones, mantas, lienzos finos y ordinarios, manteles, servilletas, cinchas, galones y otros artículos”. Sin embargo, al tropezar los promotores de la idea con el frecuente obstáculo de la ineptitud de los reclusos por ser algunos locos, otros párvulos y otros demasiado provectos, se optó por la solución de apelar a los servicios de operarios externos a quienes se ofreció un salario de ocho pesos mensuales. Teniendo en cuenta la conocida veteranía de los tejedores socorranos, se acudió a esta región para reclutarlos. Posteriormente se importaron máquinas y se trajeron dos operarios italianos esencialmente a fin de capacitar a los reclusos hábiles y a los aprendices externos13.
El centro manufacturero de la Casa de Refugio fue un conato generoso pero fallido para no dejar morir la incipiente industrialización bogotana. Las secuelas de la catástrofe de Landínez seguían gravitando y nuestros dirigentes continuaban en su mayoría empecinados en creer que sería en vano todo esfuerzo orientado a cimentar y robustecer un proceso de industrialización. En una Memoria presentada a la Cámara Provincial, en 1844, trazó el gobernador Alfonso Acevedo un cuadro no por objetivo menos deprimente de las circunstancias adversas que torpedearon a la Casa de Refugio y sus meritorias iniciativas de pequeña industria. Dice así:
“El Sr. José Ignacio París regaló a la casa máquinas de tejer medias, que hasta ahora nada han producido al establecimiento por falta de aprendices… Tuve al fin que dirigirme al ilustre concejo municipal [de la provincia] del Socorro solicitando algunos jóvenes industriosos que viniesen a la Casa de Refugio a hacer su aprendizaje, pues los reclusos, o son valetudinarios, o niños que todavía no pueden manejar los telares. Mi demanda fué acogida… y poco tiempo después llegaron a esta capital los jóvenes pedidos… ; pero han permanecido más de un mes en la Casa, sin hacer nada y causando un gasto inútil a las rentas [debido a] la falta de concurrencia del [instructor] italiano.
“En concepto de la gobernación, antes que útiles son perjudiciales a la Casa de Refugio las máquinas de diferentes artefactos que sucesivamente han ido introduciéndose en ella… Ricas compañías de hombres industriosos han procurado establecer diferentes fábricas en la capital, pero todas se hallan en decadencia o completa ruina, porque ni los capitales, ni el interés individual han podido violentar la naturaleza para que este país venga a ser fabricante antes de la época, todavía lejana, en que tenga brazos y materias primas suficientes para dar pábulo a la industria fabril. Deben, en mi opinión, venderse las máquinas para indemnizar a la Casa de los gastos infructuosos que hizo en montarlas y en hacer conducir operarios [socorranosl que regresan a sus casas sin haber aprendido nada”.
El gobernador Acevedo sin eufemismos ni rodeos expidió así la partida de defunción de todos los meritorios esfuerzos de la Casa de Refugio. Es digno de destacarse el categórico planteamiento en que Acevedo se hizo eco de la opinión colectiva, que ya a estas alturas rechazaba como fantasiosa y utópica la posibilidad de fomentar e impulsar cualquier proceso manufacturero en Colombia.
Pese a todo el aluvión de factores adversos a la industria generados esencialmente por el derrumbe de Landínez, ésta se resistía obstinadamente a morir. Muy poco después del mortífero colapso, El Constitucional de Cundinamarca informó, en febrero de 1842, que el señor Pedro Ricard había inaugurado una fábrica de sombreros y que el señor Ignacio Galarza se había hecho cargo de la fábrica de pólvora del gobierno con la condición de abastecer las necesidades oficiales y vender con entera libertad el excedente. Al año siguiente el inglés Samuel Sayer abría una fábrica de cerveza y don Simón Espejo una de zapatos. Era notorio que el gran naufragio dejaba sobrevivientes.
Pero sin duda alguna la noticia más curiosa de esa época en este campo fue la que hizo saber a los bogotanos, en julio de 1843, que la ciudad empezaría a contar con un servicio admirable para la época y novedoso en nuestra ciudad: el de la fotografía. Un señor de apellido Goñi puso a la disposición de los bogotanos su laboratorio para hacer retratos al público “por el último método del daguerrotipo perfeccionado asegurando a cuantos lo ocupen que la semejanza y perfección serán completos. Los precios de los retratos son, de más de medio cuerpo de $8 y $10 con su correspondiente cajita de tafilete”14. Se inauguraban así en la capital los bellos tiempos del alba de la fotografía en los que “sacarse un retrato”, como decían los viejos bogotanos, era todo un rito para el que adultos y niños se preparaban con holgada anticipación eligiendo en sus armarios, roperos y baúles las mejores galas para lucirlas en aquella solemne ocasión en que el artefacto mágico perpetuaría en unos instantes su apariencia actual para los años, y acaso los siglos venideros, sin necesidad de las interminables y tediosas sesiones en el estudio del pintor.
En 1844 volvió a salir a flote la fábrica de lienzos de algodón. Por esa misma época el inglés Roberto Bunch, administrador de la ferrería de Pacho lanzaba vehementes exhortaciones a los bogotanos para que brindaran su apoyo a esta industria utilizando sus productos y convenciéndose de su excelente calidad. El antioqueño Nicolás Leiva adquirió en su totalidad la fábrica de loza y la ya mencionada fábrica de papel también revivió e inició de nuevo su producción. Sin embargo, los vientos no eran favorables para la industria colombiana. De 1844 en adelante dejó de celebrarse la exposición industrial que con tanto optimismo y entusiasmo había convocado y aglutinado a los artesanos e industriales en años anteriores. El rumbo fundamental de la economía colombiana estaba ya trazado.
Nuestros empresarios se iban identificando alrededor de un objetivo común: llegar a convertir a la Nueva Granada en un país productor y exportador de materias primas e importador de casi toda suerte de manufacturas, lo que sacrificó el futuro de las manufacturas nacionales.
Las reformas del medio siglo
Entre 1850 y 1861 se llevaron a cabo, especialmente por José Hilario López y Tomás Cipriano de Mosquera, reformas de gran trascendencia en todo sentido. Además de la abolición de los resguardos aquéllas consistieron en la abolición de la esclavitud, la supresión de diezmos y censos, el desestanco del tabaco, la desamortización de los bienes de manos muertas y el auge del libre cambio y el federalismo. Estas innovaciones, junto con el impulso a la navegación a vapor por el río Magdalena, trajeron como consecuencia una vigorosa expansión en el comercio exterior del país que, de exportador de metales preciosos, pasó a serlo además de tabaco, quina, añil y, finalmente, de café. Simultáneamente sobrevino un auge extraordinario en la importación de manufacturas extranjeras que consolidó a Bogotá como el primer centro comercial del país.
Miguel Samper anota en su escrito La miseria en Bogotá, de 1867: “La navegación marítima se regularizó y se mejoró hasta venir a contarse hoy con comunicaciones semanales en el río [Magdalena] y quincenales en el mar, servidas por buques de vapor. Crédito y toda clase de facilidades se ofrecieron por los negociantes europeos… El comercio se ha hecho accesible aun a los pequeños capitales… La medida de este progreso sería la comparación de los precios [de los productos importados] en 1824 y 1867: entre 12 reales, valor de un pañuelo de rabo de gallo o una vara de fula en el primero de aquellos años, y 2 reales, a que se ha reducido su precio en nuestros días.” Los artesanos del país fueron los grandes afectados por esta situación, pues la competencia de las manufacturas extranjeras, de mejor calidad y más bajo precio, impidió crecer a las manufacturas nacionales de tipo tradicional, artesanal, lo que produjo el descontento e incluso la rebelión de los artesanos ya desde finales de la década del cuarenta.
El auge del comercio importador lo expuso claramente Nicolás Pereira Gamba en 1875 al informar que desde 1855 había aumentado el número de tiendas de efectos extranjeros en Bogotá desde menos de 150 hasta cerca de 800, y el número de importadores directos de Europa o de los Estados Unidos, desde menos de 50 hasta cerca de 30015.
Bogotá asumió el liderazgo absoluto en el campo mercantil y financiero del país, pero las artesanías y manufacturas nacionales pagaron por ello.
De 1850 a 1870 la industria bogotana decayó respecto a los niveles que había alcanzado entre 1835 y 1839. Hasta finales de 1848 y principios de 1849 en el periódico El Neogranadino se ofrecía “papel de la fábrica bogotana”, y lienzos de la fábrica de tejidos de algodón, pero después de esa época no hay menciones a estas dos factorías.
Según Ospina Vásquez, la de papel se sostuvo hasta aldededor de 1850 y al cesar la producción su equipo se habilitó como molino de trigo. En 1854, el norteamericano lsaac Holton elogiaba la calidad de la loza que se producía en la fábrica de Nicolás Leiva, y agregaba que las fábricas de tejidos de algodón, papel, alcaloide de la quina y la fundición de Pacho habían fracasado todas. Así pues en Bogotá, “El [río] San Francisco, en su carrera precipitada desde el Boquerón, no encuentra más que hacer que mover dos molinos de trigo comunes y corrientes, que aquí no utilizan para moler maíz y que en los Estados Unidos se considerarían inadecuados para moler trigo”.
En 1855, los señores Jacobo Sánchez, José María Plata y Antonio Ponce de León se asociaron para crear una fábrica de tejidos de lana cuya existencia se prolongaría por 30 años. También subsistieron las pequeñas industrias de cerveza, fósforos, jabones y velas que venían operando desde las décadas del treinta y cuarenta. Sin embargo, mal podría hablarse entonces de Bogotá como una ciudad que iniciara siquiera un proceso de industrialización. En El Tiempo del 19 de octubre de 1858, Salvador Camacho Roldán publicó un artículo en que diagnosticaba con extraordinaria lucidez los problemas básicos de la industria bogotana con énfasis muy especial en el de las vías de comunicación. Afirmaba que no había que engañarse, que mientras Bogotá no tuviera rutas comerciales económicas que la pusieran en contacto con las poblaciones consumidoras del norte y del sur ningún progreso industrial podría acometerse con buen éxito:
“Hay en esta ciudad una fábrica de loza desde hace más de treinta años, y no se ha pensado siquiera en establecer otra; la fábrica de cristales montada en 1838, tuvo que convertirse dos años más tarde, por falta de salidas, en hospital de virulentos; la fábrica de papel se convirtió hace poco tiempo en molino de trigo; la fábrica de tejidos de algodón… tuvo que cerrarse; … la fábrica de tejidos de lana de esta ciudad apenas reporta utilidades mezquinas; … el Señor Eustacio Santamaría ha tenido que suspender la fabricación de sus excelentes jabones y bujías”.
Ocho años más tarde, en 1866, José María Vergara y José Benito Gaitán publicaron un Almanaque de Bogotá y guía de forasteros que contenía una interesante miscelánea de datos sobre la ciudad. Entre sus diversas secciones figuraba un directorio de industrias capitalinas que traía los siguientes datos:
“Fábrica de loza… La empresa cuenta con todos los elementos necesarios para poder fabricar la loza suficiente para el consumo de toda la República, pero su poco valor y el mal estado de nuestros caminos no permiten su expendio sino en Cundinamarca, Tolima y Boyacá…
”El establecimiento está montado a la europea; se trabaja constantemente y tiene como veinte operarios fuera de los empleados en sacar y conducir el carbón… Fábrica de paños… El edificio principal es de tres pisos. Allí se hallan en movimiento constante las máquinas de limpiar y cardar lana, más de quinientos husos de hilandería, siete grandes telares de poder, los aparatos de lanar y tundir los paños y las prensas y calderas de vapor para lustrar y aderezar todas las telas. Las máquinas se ponen en movimiento por una rueda hidráulica de siete metros de diámetro y tres de longitud, y su fuerza alcanza a la de ocho caballos. Fábrica de fideos. Fue importada al país por los señores Párraga y Quijano arreglada y dirigida por el señor Luis Bazzani en 1862. Fabrica toda clase de pastas, tallarines y fideos… Fábrica de chocolate. Esta empresa del señor Ramón Mercado vende por mayor y por menor”.
La observación detenida del directorio que acabamos de citar revela el común denominador de todas estas industrias por entonces existentes en Bogotá: ninguna utilizaba aún el vapor como fuerza motriz16.
La primera máquina de vapor
Jorge Gutiérrez de Lara, Secretario de Hacienda y Fomento, informaba al Congreso en 1868 que ya estaba montada y funcionando sin inconvenientes la primera máquina de vapor que había trepado sobre la cima de los Andes, gracias a los esfuerzos de la industriosa familia Sayer. Esta máquina representaba una fuerza nominal de 10 caballos y su caldera la de 14, estando destinada para dar movimiento a un molino de trigo, para el cual había sido necesario traer, también desde Francia, tres pares de piedras especiales, de un metro 20 centímetros de diámetro cada una. El peso de la caldera era de cuatro toneladas, y el de toda la máquina y sus útiles de 36 toneladas.
“Sin ser proteccionista —agregó Gutiérrez de Lara—, he deplorado que estos atrevidos obreros de la industria hayan tenido que luchar no sólo con las dificultades que la naturaleza de nuestros caminos presentaba para conducir el enorme peso de toda la máquina y de algunas de sus piezas en particular, sino que, por causa del mismo peso, hayan tenido que pagar más de cuatro mil pesos por derechos nacionales de importación o por peajes del Estado. Esta fortísima suma, aumentando los costos de compra y transporte, desalienta y desanima a cualesquiera otros industriales que quisieran seguir la nueva vía de progreso abierta hoy por los señores Sayer”.
El señor Gutiérrez de Lara habló con voz profética. En efecto, el costo exorbitante del transporte de 36 toneladas de maquinaria a lomo de indio y mula desde Honda hasta Bogotá, además de los gravámenes de aduana, peajes y costos de compra de las máquinas fueron la sentencia de muerte en corto tiempo del molino de harina movido a vapor. De por sí, hubo que demorar su instalación en la Plazuela Camilo Torres, pues casi ocurre una pueblada por el temor de las gentes a que la caldera de vapor explotara17. Seis años más tarde, en 1874, la famila Sayer se vio precisada a clausurar las actividades del molino y venderlo a sus competidores, para resarcirse de los ingentes gastos iniciales que no había podido recuperar. Las consecuencias de esta venta las veremos cuando nos refiramos al Motín del Pan de 1875. Esas son las grandes paradojas del atraso: en Bogotá era más rentable elaborar harina con fuerza hidráulica y de mulas que con el vapor que estaba moviendo las industrias de los países desarrollados.
Con el mensaje y las memorias de los secretarios de estado de Cundinamarca se publicaron en 1869 algunos datos estadísticos en los que se aprecia una visión tan sucinta como completa de la precaria capacidad industrial del estado más importante de la Unión en ese año. Según el informe, el conjunto de la industria de Cundinamarca consistía en 96 molinos movidos por agua, uno movido por vapor, 17 trapiches movidos por agua, 4 319 por fuerza animal, 74 tenerías primitivas, de las mismas que dejaron los españoles, 406 destilaciones de aguardiente y 75 estanques de añil, que en 1874 se habían reducido a 25.
“He aquí todos los establecimientos fabriles de Cundinamarca. En medio de 4 000 trapiches de mayal, como los que existían en tiempo del Arzobispo Virrey, una sola chimenea que anuncia la presencia del vapor”.
Corta reactivación industrial
En 1870 se estableció en Bogotá una nueva fábrica de cerillas. Por su parte la fábrica Rey y Borda seguía adelante con la producción de fósforos, que por esa época daba empleo a más de 200 trabajadores directos e indirectos, en su mayoría mujeres18.
En 1871, Silvestre y Antonio Samper, Guillermo Uribe y Liborio Zerda fundaron una fábrica de licores y perfumes que se llamó De Los Tres Puentes. Esta nueva industria publicó un catálogo de sus productos que revela el primer ensayo de lo que luego se llamaría “industrialización por sustitución de importaciones”:
“Convencidos los empresarios de esta fábrica… de lo absurda que es la importación de la mayor parte de los licores, perfumes, aguas aromáticas espirituosas y otras producciones de esta naturaleza que nos vienen del extranjero confeccionadas con elementos de la América Tropical, de donde se llevan a Europa y a Estados Unidos del Norte en la forma de materias primas, han empezado a producir en Bogotá, y ofrecen al público, alcohol desinfectado de diferentes grados, aguardiente anisado común y fino, aguardiente de España, ginebra, Kirsch, mistelas o ratafias de diferentes sabores, ron viejo de Jamaica, brandy pálido, vinos de diversas frutas, cremas finas y otros licores pousse-café, perfumes finos y baratos, agua florida, agua de mil flores, vinagre aromático y blanco, tintura de árnica, barnices, alcohol aromático, gotas amargas”19.
Lamentablemente, tan ambiciosos proyectos no alcanzaron larga vida, pues en 1878 la promisoria industria llegó a la bancarrota acosada por dos frentes implacables: por un lado, las 406 destilerías familiares de aguardiente que existían en Cundinamarca y, por otro, el asedio tributario del propio Estado que para la época se disponía a restablecer el estanco oficial de aguardientes20.
En 1874 los señores Koppel & Schloss e Ignacio A. Ortiz fundaron una fábrica de cigarros cuyos productos se destinaban casi en su totalidad a la exportación. “Se presenta pues un vasto campo a la clase menesterosa, amiga del trabajo, para ganar la vida honradamente, y se invita a las obreras de dentro y fuera de la capital que posean aunque sean ligeras nociones de este oficio, concurran al expresado local en donde se les pagará un buen Salario”21.
Otro intento fallido fue el que emprendieron en 1874 los mismos empresarios de la fábrica De Los Tres Puentes con otros inversionistas de la capital. Se trataba de revivir la industria de vidrio, cuyo objetivo principal era la producción de objetos de ese material a precios más módicos que los importados, los cuales salían excesivamente costosos por razones de fletes y dificultades de transporte. Para tal efecto, los empresarios solicitaron al Congreso una serie de exenciones tributarías que la corporación terminó negando por presiones del gremio de boticarios de Bogotá, quienes arguyeron que la libre importación de materias primas para la fábrica de vidrios encubriría el contrabando de productos químicos que se utilizaban en la preparación de gran variedad de medicamentos22.
Groot, Paz y Cía. compró en julio de 1875 al francés Luis Manouri la pequeña fábrica de calzado que éste poseía en Bogotá, en la que trabajaban con máquinas de 20 a 25 obreros. Los nuevos empresarios aseguraron entonces que “el calzado que nuestra fábrica produce reúne todas las condiciones del mejor extranjero, y su figura se adapta perfectamente a la forma del pie, lo cual no sucede con el europeo, que por lo regular no tiene la proporción corriente para nosotros”23.
Los graves tropiezos de este prematuro intento de despegue industrial continuaron dando al traste con otras importantes iniciativas. Con motivo del inicio del establecimiento del telégrafo en 1865, y con la extensión de las líneas telegráficas desde esa fecha, se vio llegada la ocasión para el montaje de una fábrica de ácido sulfúrico, la cual entonces se concebía que, junto con la industria siderúrgica, sería la base que permitiría el despegue industrial del país. Con tal propósito, y contando por lo pronto con la demanda de ácido para las pilas del telégrafo, el gobierno celebró en 1871 un contrato con Percy Brandon, quien organizó una sociedad anónima para montar la fábrica de ácido sulfúrico, a la que el gobierno se obligaba a comprar cuando menos 3 000 kilogramos al año. Luego de ingentes dificultades para el transporte e instalación de la maquinaria, la fábrica inició labores en noviembre de 1874, entrando casi de inmediato en receso hasta mayo de 1875, cuando de nuevo entró en funcionamiento su cámara de plomo y de nuevo se inmovilizó. En estas dos operaciones se produjeron 3 937 kilogramos de ácido, de los cuales en enero de 1878 había todavía una existencia considerable, pues el Gobierno Nacional sólo recibió pequeñas cantidades como parte o a cuenta del que debía recibir, y en el mercado no tuvo el consumo que se esperaba24.
Tal situación, por la que el régimen liberal-radical había sacrificado su política de no intervención del Estado en la economía, no podía ser más desastrosa.
La compañía tampoco pudo conseguir la cantidad de azufre requerida para un mínimo funcionamiento estable. Estos dos obstáculos, la falta de demanda para su producto y la carencia de la materia prima, terminaron por liquidarla. Desde luego, nunca surgieron las industrias que se pensaba iban a aparecer a su amparo, y así murió, apenas nacido, otro mito en Colombia, el de que bastaba la presencia suficiente y barata del hierro y del ácido sulfúrico para que, como por encanto, se industrializara el país, pues uno y otro, como principales componentes de la industria pesada en ese entonces, eran la base de la industrialización europea y norteamericana. Y si allá lo habían sido aquí también deberían serlo ( ! ).
El Diario de Cundinamarca del 9 de enero de 1878 dio una información que resultó de gran trascendencia puesto que daba a conocer la fundación de una industria que, a diferencia de las anteriormente mencionadas, sí se consolidó y alcanzó mucho más de medio siglo de vida. Fue la célebre Fábrica de Chocolates Chaves, fundada por el señor Enrique Chaves y movida desde el principio por maquinaria de vapor. Hubo también por entonces otras innovaciones de importancia tales como la que introdujo la Casa de la Moneda entre 1877 y 1879 al reemplazar sus máquinas de tracción animal por modernos mecanismos de vapor. Por otra parte, como ya vimos, en 1876 se estableció en Bogotá la fábrica de gas que introdujo el alumbrado de este tipo en la ciudad.
Pese a todas las dificultades que hemos venido anotando, el desarrollo económico de la década del setenta no fue del todo despreciable en Bogota, como lo demuestran la creación e impulso definitivo de empresas financieras de tanta trascendencia para el progreso nacional como el Banco de Bogotá, el Banco de Colombia y la Compañía Colombiana de Seguros. Fue precisamente en esa época cuando un grupo de muy destacados empresarios bogotanos estableció una empresa constructora que contaba con los mejores augurios. Un folleto que se publicó a raíz de la fundación de la compañía decía lo siguiente:
“No se ha presentado jamás entre nosotros una época más oportuna que la presente para emprender la construcción de casas… La necesidad de alojamientos, los que se colocan hoy a muy subidos precios en ventas y en arrendamientos, con un 66 por ciento más de lo que antes valían, y el aumento de población que se ve, hará que estos precios se mantengan en esta población, a la que diariamente concurren inmigrantes atraídos por el progreso que se nota aquí; esto promete grandes ventajas a una compañía anónima concienzudamente organizada, la que reuniendo los recursos de sus miembros, lleve a cabo el proyecto de ensanchar la primera ciudad del país”25. Sin embargo, la guerra civil de 1876-1877 frustró también esta empresa pionera en el ramo de la actividad urbanizadora en Colombia.
Un viraje económico
Una de las primeras medidas económicas que tomó el gobierno de la Regeneración fue la reforma arancelaria. El criterio de la nueva administración era formalmente proteccionista e iba orientado a la defensa de las manufacturas nacionales hasta donde fuera posible frente a los productos extranjeros26. Los gravámenes que se fijaron inicialmente fueron aumentados posteriormente varias veces, lo cual, sin embargo, no se reflejó en una evolución satisfactoria de la industria capitalina y, al contrario, sí estimuló la oposición de los sectores de ambos partidos vinculados al comercio exterior. Además existía aún monopolio estatal sobre renglones tales como la fabricación y venta de cigarrillos, cigarros, fósforos y licores. Finalmente fueron eliminados los tres primeros, como consecuencia de lo cual se otorgaron licencias a productores privados que de inmediato dieron comienzo a la fabricación de estos productos en la ciudad.
El común denominador, con pocas excepciones, continuó siendo sin embargo la corta vida de las industrias y los innumerables tropiezos que tenían que afrontar. Decía así un significativo comentario de prensa para 1894:
“Pocas son las empresas industriales que hay en Cundinamarca que llamen la atención por el capital invertido en ellas, por la perseverancia y el esfuerzo que representan y el número de obreros a quien den trabajo, y, por consiguiente alivio; pero hay algunas, con todo, en presencia de las cuales se siente uno como transportado a un país manufacturero por excelencia, de esos donde el carbón de piedra y las máquinas de vapor, factores principales de progreso, son el elemento cardinal de su desarrollo y su mayor germen de vida”27.
Durante las dos últimas décadas del siglo xix se produjeron esfuerzos de importancia en el campo de los tejidos y, en términos generales, los artesanos se vieron en este campo bien retribuidos por la política proteccionista.
Pero fue la cerveza, sin duda alguna, el producto industrial que logró mayor solidez dentro del panorama de nuestra industria. La Cervecería Bavaria, fundada en 1889 por el empresario alemán Leo S. Kopp con un capital de 1 700 000 marcos oro28, fue la fábrica que alcanzó un mayor grado de desarrollo y que repercutió de manera más permanente en la vida de la ciudad. Invariablemente, desde su fundación hasta nuestros días, cuando se halla próxima a cumplir su primer centenario, esta gran cervecería ha sido como industria un auténtico modelo en todo sentido. Además de su actividad propia de producción de cerveza, Bavaria en sus primeros años generó y desarrolló otras actividades que incidieron de una manera muy positiva en el progreso de esta capital. Destaquemos algunas.
Desde el establecimiento de la planta de Bavaria, fue preocupación permanente del señor Kopp estimular la construcción de un barrio cercano a la fábrica donde pudieran habitar los trabajadores de la misma en condiciones cómodas e higiénicas. De este modo nació el actual barrio de La Perseverancia.
Los enfriadores utilizados para aclimatar la cerveza dieron origen a la importante industria del hielo, la cual trajo grandes beneficios a la de los heladeros y cocineros que, según una nota de prensa “no tendrán ya que aguardar las granizadas del Páramo, ni habrán de apelar a máquinas que a veces no funcionan, para poder servir en un banquete o ambigú los platos que hoy se sirven helados en los países de allende el mar; ni los limonaderos carecerán de hielo para enfriar las exquisitas bebidas americanas, cuya lista requeriría una columna entera de este diario”29.
También estimuló Bavaria la industria del vidrio, la cual, aunque en principio registró intentos fallidos como el de los señores Silvestre Samper y Simeón Martín, finalmente se consolidó y prosperó de una manera muy apreciable.
Es igualmente digna de exaltarse la valiosa contribución de Bavaria a la lucha contra el antihigiénico vicio de la chicha, hasta el punto de que cuando, a mediados del siglo xx, finalmente logró erradicarse este hábito funesto, una inmensa mayoría de los inveterados consumidores de chicha ya habían hallado un sucedáneo saludable en la cerveza.
La industria de ácido sulfúrico también cobró cierto auge en esa época y más aún la de chocolates. ?Mencionamos ya dos industrias que alcanzaron notable solidez y prosperidad en este ramo: la que fundó en 1877 el señor Enrique Chaves, y que desde el principio llevó su nombre, y la Fábrica de Chocolates La Equitativa, que fundó ahora, en 1889, el señor Luis M. Azcuénaga. Ambas industrias tuvieron gran éxito y finalmente en 1905 se fusionaron para seguir operando con magníficos resultados. Se daba inicio así a un esbozo de desarrollo fabril en Bogotá.
APARECE LA BANCA
Es un hecho muy significativo dentro de la historia económica de Bogotá que ya en 1834 y en 1835, sucesivamente, los gobernadores de la provincia, Rufino Cuervo y José Mantilla, presentaran ante la Cámara Provincial exposiciones de motivos para solicitar la creación de un banco. En 1836 el mismo gobernador Mantilla volvió sobre el tema con argumentos más precisos y contundentes como aquel en que denunciaba la tasa exorbitante de interés que corría en el mercado como consecuencia de la reciente medida de liberación de la tasa de intereses, los cuales llegaban ya al 36 por ciento anual con tendencia a subir al 40 por ciento, en tanto que, según Mantilla, la agricultura, el comercio y la construcción, principalísimas actividades de los inversionistas de entonces, escasamente rentaban el 15 por ciento.
En junio de 1838 la Gaceta de la Nueva Granada informó alborozada sobre un proyecto, que luego se malogró, de crear en Bogotá un banco en asocio con una casa extranjera.
Una de las consecuencias deplorables y a la vez pintorescas de la ausencia de bancos en la ciudad era que las gentes se veían obligadas a guardar y ocultar el dinero en sus casas o negocios ingeniándose originales arbitrios para esconder sus monedas de oro y plata en lugares seguros. Cuando se presentaban guerras, revoluciones o conmociones políticas de cualquier naturaleza, la histeria colectiva subía de punto y las gentes, aterradas ante el espectro de las confiscaciones, multiplicaban los escondrijos y se esmeraban aún más en hacerlos inaccesibles a la más encarnizada pesquisa. Cuenta en sus apuntes el francés Le Moyne la frecuente ocurrencia del caso de obreros que al derribar un muro por motivos de remodelación o demolición de casas se topaban con verdaderos tesoros en monedas. Igualmente dio fe Le Moyne de la arraigada creencia popular según la cual lucecillas fantasmales, duendes errátiles y aun fantasmas espeluznantes rondaban patios y aposentos delatando con sus andanzas la existencia de tesoros ocultos entre los muros o bajo la tierra. Precisamente Le Moyne sorprendió una noche a un criado de su casa excavando febrilmente en procura de una valiosa guaca de cuya realidad no dudaba, ya que decía estar seguro de haber visto durante las noches anteriores unas luminarias andariegas rondando por el jardín.
Como la única moneda circulante era la de oro y plata hubo ocasión, en época de aguda escasez de metálico, en que el gobierno echó mano de ingeniosos recursos devaluatorios para superar la deflación. Fue el caso por ejemplo, de la coyuntura inmediatamente posterior al triunfo de la Independencia, cuando por decreto de 28 de noviembre de 1820 el vicepresidente Santander, muy alarmado por la escasez de circulante en el país, mandó admitir toda moneda de plata recortada que no hubiera perdido las tres cuartas partes de su contenido en metal; razón por la cual en muy corto tiempo no quedó en Bogotá una sola moneda que no hubiera sido recortada al menos en la mitad, pues toda moneda irregular de plata era de inmediato cercenada, doblando el valor para su feliz propietario, ya que cada mitad continuaba valiendo lo que la moneda entera. Y esto de una manera enteramente legal. El gobierno con tal artificio logró doblar la masa monetaria que atendía las transacciones menores requeridas por el mercado interno, mientras al mismo tiempo preservó la moneda de oro de talla mayor para que los comerciantes pudieran seguir pagando las importaciones de mercancías extranjeras. Las consecuencias las denunció un corresponsal del periódico La Indicación, del 28 de septiembre de 1822, cuando se quejó de que por el decreto de Santander, “no va quedando una sola moneda que no le hayan recortado al menos la mitad, y creo que dentro de poco tiempo va a quedar inutilizada toda la macuquina (moneda de plata irregular), como que ya no circula una moneda completa. … ¿ Y quién será el necio que no haga la ganancia de un 50 por ciento en que no arriesga nada?”. La falta de papel moneda, o de bancos emisores hacían sentir así sus efectos sobre la economía del país.
Sería erróneo pensar que el aparatoso derrumbamiento en 1842 del colosal emporio financiero de Landínez —el más grande que conoció el siglo xix colombiano— afectó solamente a sus infortunados acreedores. La más grave consecuencia de esta fatídica bancarrota consistió en que en la capital de Colombia, y por extensión en todo el país, imperó desde entonces una fobia virtualmente invencible contra todo tipo de instituciones bancarias, lo cual retrasó de manera funesta el avance económico de la nación en todos los campos, empezando por el de la incipiente industrialización. La desconfianza de las gentes hacia el papel moneda alcanzó dimensiones de la más cerril intransigencia y a partir del terremoto de Landínez reforzaron su apego al puro metálico. Son incalculables los efectos negativos que, como resultado de la quiebra de Landínez, repercutieron y gravitaron sobre el desarrollo de la economía nacional en las tres décadas siguientes y en particular sobre las posibilidades de surgimiento del sector bancario.
Como efecto de las reformas de medio siglo se presentó una contradicción que llegó a asumir caracteres ciertamente críticos. Por una parte la enérgica expansión mercantil desbordaba el sistema monetario basado casi exclusivamente en monedas de oro y plata y hacía apremiante la necesidad de papel moneda para facilitar las transacciones comerciales que iban en un aumento vertiginoso. Pero, por otra parte, la inestabilidad política, la poca confianza que inspiraba el Estado y el amargo recuerdo de la quiebra de Landínez eran impedimentos que retardaban esta imperiosa y a la larga inevitable innovación en el mundo comercial y financiero de cualquier nación civilizada.
Hasta tal punto se hacía sentir esta necesidad como impostergable que en 1861 el general Tomás Cipriano de Mosquera, vencedor en su insurrección contra el gobierno de Mariano Ospina Rodríguez, dispuso la emisión de 500 000 pesos en billetes de tesorería para cubrir los gastos de la guerra, que al mismo tiempo debían servir como dinero fiduciario que empezara a aclimatar el papel moneda en el país. Sin embargo este dinero se desvalorizó y el gobierno hubo de suspender la emisión. Pero el general Mosquera, que fue siempre un hombre de ideas progresistas y de vanguardia, trató de repetir el intento en 1863 y en su último gobierno en 1867. Todo en vano. Los comerciantes bogotanos sabotearon esta iniciativa pues mantenían tercamente su desconfianza hacia un dinero fiduciario cuyo único respaldo era el Estado. No obstante eran conscientes de que el dinero metálico no bastaba y se hacía cada vez más urgente la presencia de bancos de emisión. Ya se habían presentado dos experimentos fallidos que reseñaremos a continuación: la Caja de Ahorros, que funcionó entre 1846 y 1863, y el Banco de Londres, México y Sudamérica, que tuvo entre nosotros una breve existencia entre 1864 y 1865. Angustiosamente se requería una institución bancaria seria, sólida y bien organizada. Ella hizo su aparición finalmente en 1871. Pero antes veamos someramente los casos de la Caja de Ahorros y del Banco de Londres que ya mencionamos.
La Caja de Ahorros
Aunque no con tanta intensidad como en la década de los cincuenta, en la anterior ya se hacía sentir en la capital la necesidad de una institución bancaria, hasta el punto de que, por disposición de la Cámara Provincial, inició actividades en enero de 1846 la Caja de Ahorros de Bogotá. El gobernador Pastor Ospina, acaso consciente de las dificultades con que podría tropezar esta iniciativa por las negras memorias de la quiebra de Landínez, tomó la prudente y acertada providencia de nombrar un consejo de administración compuesto por personalidades de tal respetabilidad que sus solos nombres atrajeran la confianza irrestricta del público bogotano. Entre los ciudadanos eminentes que formaban parte de este primer consejo administrador estaban el arzobispo Manuel José Mosquera y los señores José Manuel Restrepo, Rufino Cuervo, Lino de Pombo, Ignacio Gutiérrez Vergara, José Ignacio París y Raimundo Santamaría. No obstante la confianza que inspiraban los nombres de estas personalidades eminentes, la Caja de Ahorros tropezó desde sus comienzos con serias dificultades y únicamente en 1851 logró alcanzar 100 000 pesos en depósitos, lo cual era muy poco si se tiene en cuenta que se trataba de la única institución financiera existente entonces en la capital.
Durante ese periodo, la Caja reconoció a sus ahorradores un interés promedio del 10 por ciento anual, bastante aceptable para la época. Las operaciones fundamentales de la entidad eran los préstamos con intereses entre el 1 por ciento y el 2 por ciento mensual, el comercio de los documentos de deuda y los descuentos de letras, obligaciones y pagarés. En 1851 la Cámara Provincial autorizó a la Caja para emitir papel moneda ajustándose a una reglamentación especial30. Fue ésta la primera vez que en Colombia se autorizó a una entidad financiera para la emisión de papel moneda. Lamentablemente, después de haber mostrado su mejor balance en julio de 1859, con 1 784 ahorradores y 217 460 pesos en depósitos31, la guerra de 1860 precipitó la quiebra de la institución. No por mala fe, sino por falta de experiencia y conocimiento del negocio, habían ocurrido irregularidades en la administración de la Caja. Finalmente, y como consecuencia de la contienda, los ahorradores acudieron en masa a retirar sus ahorros y fue entonces cuando sobrevino el colapso definitivo32.
El vacío bancario tenía que ser llenado de alguna manera. El desarrollo que había alcanzado la economía en ese momento ya era absolutamente incompatible con la ausencia total de una entidad que ejerciera funciones bancarias. Ocurría entonces un fenómeno curioso. Eran las más acreditadas firmas de comercio de la ciudad las que llenaban ese vacío dedicándose, además de su actividad mercantil, a menesteres en cierta forma bursátiles. Se convirtieron en agentes de finca raíz urbana y rural, en captadoras de dinero a interés, en cobradoras de cartera vencida y hasta en intermediarias de reclamos y trámites ante las oficinas públicas. Una muestra muy elocuente de esta profusa diversificación de actividades a que se dedicaron los comerciantes en ausencia de bancos es el siguiente aviso publicado en el periódico El Cundinamarqués, el 24 de junio de 1863, por la Agencia General de Negocios de Pereira Gamba y Camacho Roldán y Cía.:
“Nos encargamos de practicar por cuenta de los habitantes de esta ciudad y de fuera de ella las operaciones siguientes: … El reconocimiento, y pago en bonos flotantes de los empréstitos y suministros voluntarios y forzosos hechos al Gobierno de los Estados Unidos de Colombia durante la actual guerra. … La redención en el Tesoro Nacional de los censos a perpetuidad que graven sobre fincas raíces… La compra de vales para el pago de remates de bienes desamortizados… La compra y venta de toda clase de papeles de crédito. … El remate de bienes desamortizados hasta entregar la respectiva escritura de propiedad de la finca rematada. … La venta en consignación de toda clase de mercancías. … Compra y venta de letras sobre Europa, los Estados Unidos o cualquier punto del interior del país. … Pago de derechos de importación en la tesorería general, el cobro de ajustamientos militares… La gestión y alegato en pleitos que se ventilen ante la Suprema Corte… El cobro de pensiones ante el Estado… La fundición y amonedación de metales en la Casa de Moneda de Bogotá… Se encargó igualmente de recibir fondos para remitirlos a otros lugares o tenerlos a la orden de la persona que se indique, o en cuenta corriente al 6 por ciento anual…”.
En esta forma, las casas de comercio de Bogotá suplían parcialmente la ausencia de auténticas entidades bancarias pero, desde luego, no podían llenar el vacío.
El Banco de Londres, México y Sudamérica
En 1864 el progresista y dinámico presidente Manuel Murillo Toro, consciente como nadie del vacío bancario, entró en negociaciones con el Banco de Londres, México y Sudamérica a fin de que, mediante el otorgamiento de ciertas concesiones, estableciera una sucursal en Bogotá. El Congreso aprobó las concesiones y el banco inició sus actividades en la capital en noviembre de 1864. Sin embargo, no logró consolidar sus operaciones debido a diversas causas. Por ser él mismo de reciente creación en Inglaterra carecía del respaldo financiero suficiente para proyectar sus operaciones hacia nuevos países; se negó a aceptar socios nacionales y, además, solicitó al gobierno concesiones excesivas sin ofrecer equivalentes. En esa forma fue languideciendo hasta 1870, convertido en una simple agencia que realizaba operaciones de compraventa de letras de cambio contra la casa principal en Londres.
El Banco de Bogotá
El año de 1871 parte en dos la historia de la banca colombiana. Fue cuando dicha institución, después de todos los tropiezos, caídas, vicisitudes y altibajos que ya conocemos, alcanzó su auténtica mayoría de edad con la fundación del Banco de Bogotá. En ese año culminaron las gestiones previas de un grupo de dinámicos empresarios bogotanos que reunieron el capital necesario para la constitución del banco. Para el despegue exitoso de la institución fue decisivo el apoyo oficial. En efecto, el gobierno autorizó al banco para emitir billetes y los aceptó como dinero en pago de los impuestos y rentas nacionales; igualmente, depositó en él los fondos de la Tesorería Nacional. Mas al firmarse la escritura de constitución del banco, las acciones inscritas alcanzaban apenas la suma de 235 000 pesos. No era todavía muy grande la confianza en la solidez y larga vida de las instituciones financieras, pero a la vez, seguía haciéndose cada vez más patente la necesidad de su existencia y sus servicios.
Ante la falta de bancos a nadie sorprendía avisos como el siguiente, aparecido en el Diario de Cundinamarca, del 12 de julio de 1870: “Dinero. El rector del Colegio de Nuestra Señora del Rosario tiene $1 000 del establecimiento para colocar a interés sobre la primera hipoteca de una finca de buenas condiciones, y siempre que la persona que los quiera tomar sea de buenas cualidades morales; mientras más satisfactorias sean éstas más largo será el plazo”. Tales situaciones ya no eran compatibles con un mercado de producción y demanda en ampliación constante, donde el capital se reproducía en escala cada vez mayor, como era el caso de la economía colombiana desde las reformas de medio siglo y desde que se estaban estrechando progresivamente las relaciones comerciales con el mercado mundial.
El éxito del Banco de Bogotá fue extraordinario desde el principio y ello contribuyó de manera decisiva a captar para la institución la confianza del público. En el momento de su primer balance semestral, el 30 de junio de 1871, los accionistas sólo habían pagado la suma de 47 000 pesos sobre los 235 000 pesos de capital suscrito. No obstante, el banco ya tenía en cuentas corrientes y depósitos 384 731 pesos, además de los fondos de la Tesorería que llegaban a 846 120 pesos. Se habían descontado obligaciones por 1 014 980 pesos y emitido 151 000 pesos en papel moneda de los cuales estaban en circulación 132 165 pesos. Al cierre del primer ejercicio semestral, y luego de constituir las debidas reservas, el banco distribuyó un dividendo del 14 por ciento entre sus accionistas, lo cual lo convertía en una de las empresas más rentables del país. Al culminar el primer año de operaciones el capital accionario suscrito había subido a 500 000 pesos, el pagado a 100 000 pesos y las acciones habían experimentado una apreciable valorización. Al cabo de su tercer año de vida circulaban 564 600 pesos en billetes emitidos por el Banco de Bogotá, lo que pone en evidencia cuán ávida estaba la capital de dinero fiduciario para apoyar el ritmo de transacciones económicas que en ella se realizaban.
La competencia
Era perfectamente presumible que el buen suceso del Banco de Bogotá estimulara a más empresarios para crear otra institución financiera semejante. Así nació, en abril de 1875, también en esta capital, el Banco de Colombia, cuyo éxito fue similar al de su colega. Al mes de fundado ya tenía 670 000 pesos de capital accionario suscrito y 65 800 pesos de pagado; 320 000 pesos en cuentas corrientes y depósitos, y 78 055 pesos en billetes emitidos. En este mismo año el capital suscrito en el Banco de Bogotá ya llegaba a 2 500 000 pesos. En otras palabras, se había decuplicado en cinco años y sus acciones se cotizaban con un 100 por ciento de prima.
La Compañía Colombiana de Seguros
La creación de esta empresa, que se constituyó en octubre de 1874 e inició operaciones en enero de 1875, estuvo rodeada de circunstancias ciertamente inusitadas.
En primer término, es preciso tener en cuenta que la creación de una compañía de seguros dentro de un marco de circunstancias económicas y políticas tan azarosas como las de esa época era una temeridad sin parangón. Desde luego, dado el auge notabilísimo que experimentaba la actividad comercial, la existencia de una entidad aseguradora era una necesidad en cierta forma tan apremiante como la de las instituciones bancarias. Para el comercio interior y exterior del país era un estímulo poderoso el hecho de que los hombres de negocios pudieran poner sus mercancías a salvo de todos los riesgos inherentes a su transporte mediante pólizas de seguro debidamente respaldadas. Fue esa la razón por la cual el presidente de la república, doctor Santiago Pérez, otorgó todo el apoyo posible a esta magnífica iniciativa.
Su más entusiasta promotor, fundador y primer gerente fue el notable empresario santandereano Pedro Navas Azuero. Don Pedro era un gestor de negocios imaginativo y audaz que en un momento dado pensó en la posibilidad de crear dos empresas en las cuales tenía una confianza ciega. En ambas invirtió dinero y ambas iniciaron operaciones. Una era la importación de camellos y dromedarios. En estos vigorosos animales y en la evidencia de su fortaleza casi inagotable para las travesías de los desiertos veía el señor Navas la gran solución para acelerar el tráfico por nuestros precarios caminos de entonces. La otra iniciativa era la fundación de una compañía de seguros. Las opiniones de muchos de los experimentados negociantes a quienes don Pedro consultó fueron radicalmente favorables a la importación de los camellos y francamente adversas a la extravagante idea de crear una empresa aseguradora en un país donde las guerras civiles eran una endemia y sus caminos tan primitivos como plagados de toda suerte de peligros. Don Pedro Navas, a pesar de todo, decidió echar por la calle del medio y no abandonar ninguna de sus dos iniciativas. Primero importó sus dromedarios y camellos. Los animales llegaron a Bucaramanga, donde fueron el asombro de las gentes que acudían en masa a conocerlos. Lamentablemente, ni siquiera alcanzó a ponerlos en servicio porque bien pronto todos enfermaron y murieron, no sabemos debido a qué causas climáticas, alimenticias, sanitarias u otras. Don Pedro Navas tenía un temple de acero y no solamente no se arredró sino que decidió de inmediato lanzarse de lleno al negocio para el cual muchos de sus amigos presagiaban una temprana bancarrota.
Cuando no vivía uno solo de los camellos y dromedarios, la Compañía Colombina de Seguros, al publicar su primer balance semestral, había otorgado pólizas por 3 247 317 pesos y repartido utilidades que llegaban al 60 por ciento de su capital pagado.
Bogotá aclimataba en el país el novísimo mundo de las finanzas como correlato del crecimiento del comercio. Por ello el Diario de Cundinamarca, del 18 de febrero de 1876, decía que “Bogotá, es el centro de las más valiosas transacciones mercantiles del país, pues de aquí salen los fondos para la explotación de los artículos de la industria nacional destinados a la exportación en los estados de Cundinamarca y el Tolima, y de aquí se surte a los mismos estados, al de Boyacá y a una parte del de Santander, de las mercancías extranjeras que se importan para el consumo en la República”.
Crisis económica y guerra civil
A raíz de una crisis económica internacional que se agudizó de manera especial entre 1875 y 1876, las exportaciones colombianas sufrieron una drástica reducción como consecuencia de lo cual las importaciones empezaron a pagarse con el dinero metálico que circulaba en todo el país. Así, el mercado interno empezó a depender cada vez más del papel moneda que emitían los bancos privados. Lógicamente, en la medida en que los entendidos se fueron percatando de la forma en que se estaban pagando las importaciones, fue surgiendo una creciente desconfianza respecto a los fondos reales con que los bancos respaldaban su dinero fiduciario. A esta difícil situación se agregó la guerra civil de 1876-1877, causada por la insurrección conservadora contra el gobierno radical en diversos lugares del país. Estos dos factores llevaron al Banco de Bogotá, que se encontraba atravesando un magnífico periodo de bonanza, a suspender pagos, vale decir, a suspender el cambio de billetes por su equivalente en metálico. Como era de esperarse, el banco se encontró ante el riesgo de la quiebra. No podemos dejar de anotar que otro factor determinante del cese de pagos fueron los empréstitos que el banco otorgó al gobierno para sus gastos urgentes de guerra, correspondiéndole en cierta forma los privilegios que éste le había concedido en el momento de su fundación.
En un informe que redactó entonces Salvador Camacho Roldán sobre el banco, en que demostró que la situación podía superarse, encontramos una serie de datos que revelan cuán necesarias se habían hecho las entidades bancarias en tan corto lapso de tiempo para la economía de la capital y del país, y cuántos beneficios habían traído a la ciudad.
En primer lugar Camacho Roldán estableció que el número de tiendas de efectos extranjeros en Bogotá se había triplicado en los últimos seis años (1871-1876), y que las introducciones de mercancías extranjeras a la ciudad representaban de 4 a 5 000 000 de pesos anuales en valores de factura, las que al expenderse doblaban su valor33. Un tercio de esta suma, a lo más, se realizaba de contado y el resto se colocaba a plazos, con lo que el comercio de Bogotá tenía siempre en su cartera de 2 a 3 000 000 de pesos en pagarés, que constituían el fondo principal de los descuentos en los bancos, ya endosándoselos los comerciantes directamente, o dándoselos en prenda con firma en blanco para obtener un préstamo efectivo del 50 por ciento al 75 por ciento del importe de esos pagarés. Los descuentos del banco lo constituían así en un mero intermediario entre los comerciantes por mayor y por menor. En otros términos, era el banco quien, en resumen, otorgaba créditos a los minoristas de la ciudad y de las provincias, bajo la responsabilidad de los comerciantes mayoristas.
Por otra parte, desde que el Banco de Bogotá había empezado a hacer préstamos sobre prenda de documentos de deuda pública, 8 ó 10 000 000 de pesos congelados en tales documentos, que el gobierno sólo muy lentamente venía amortizando, se convirtieron en 2 500 000 ó 3 000 000 de valores efectivamente circulantes “que salieron a explotar los bosques de quina, fundar cafetales, mejorar las tierras y ensanchar las importaciones”.
Finalmente, de 1871 a 1876 el solo Banco de Bogotá había hecho préstamos por 38 801 337 pesos, pagos en cuenta corriente por 80 135 639 pesos, y movimientos de caja por 168 764 592 pesos34. ¡Todo esto ponía en evidencia la magnitud de los capitales movilizados por el banco en tan corto lapso de tiempo!
Ambos bancos superaron la crisis a que los habían llevado los factores externos e internos mencionados. Siguieron operando normalmente pero su gran desafío en ese momento fue el de recuperar la plena confianza de las gentes que de nuevo se habían tornado cautelosas a raíz del cese de pagos.
El Banco Nacional
A comienzos de la década de los ochenta la actividad bancaria registraba un incremento importante en Bogotá y a lo largo del país y para 1881, según datos de Camacho Roldán35, existían 42 bancos, ocho de los cuales se encontraban en la capital. Dichas instituciones financieras se encontraban en manos de los más destacados empresarios de la ciudad y habían logrado prestar importantes servicios entre los cuales se destacaban: administrar los dineros del Estado, financiar el comercio y la producción, ser prestamistas del Estado y, adicionalmente, emisores de dinero, con lo que daban agilidad a las transacciones económicas de todo orden. En tales condiciones los bancos y más concretamente sus dueños tenían una notable injerencia en la marcha del gobierno y en la evolución de la economía en general.
La autonomía del Estado con respecto a los bancos privados fue una de las principales preocupaciones de Rafael Núñez, debido a lo cual en su primera administración (1880-1882) autorizó la fundación del Banco Nacional, como un primer paso para lograr el manejo de los dineros del Estado sin la mediación de la banca privada. La nueva institución no contó con la colaboración de accionistas privados, a quienes se habían reservado acciones por un valor de 500 000 pesos, ante lo cual el gobierno tomó el control absoluto del banco.
Por contrato del 11 de enero de 1881, celebrado entre el secretario del Tesoro y el gerente del banco, se estableció que el Gobierno Nacional reconocía en el Banco Nacional el carácter de banco de emisión, depósito, giro, préstamos y descuentos, y que se obligaba a admitir como dinero en pago de todos los impuestos y derechos nacionales, y en general en todos los negocios propios del Gobierno de la Unión, los billetes al portador y a la vista emitidos por el mismo banco, y a pagar con ellos a la par a los acreedores de la nación36.
Se estableció igualmente que todas las cuentas del Gobierno Nacional pasaran a la nueva entidad. Entre las instituciones bancarias privadas, la más afectada fue el Banco de Bogotá, que tenía en depósito la mayoría de esas cuentas. Pero en general la banca privada de Bogotá, con una débil captación de ahorro, sin los recursos oficiales en sus arcas, con la obligatoria aceptación de pagos en billetes oficiales y con la política estatal en contra quedó visiblemente en desventaja frente al Banco Nacional.
No obstante la existencia de medidas de control, el gobierno, ante las continuas exigencias de recursos fiscales, incurrió en el uso inadecuado de las imprentas del Banco Nacional como fórmula de solución a sus problemas. El paso de los años y la crisis producida por el aumento del circulante generaron sonados escándalos conocidos como las emisiones clandestinas que obligaron a una revisión de la política de emisión, y del mismo Banco Nacional. En dicho marco el representante liberal Luis A. Robles presentó una moción con la que buscaba el nombramiento de una comisión que inspeccionara el Banco Nacional, propuesta que fue respondida con la amenaza del ministro del Tesoro, Carlos Calderón, de que la comisión “sería recibida con las puntas de las bayonetas del ejército permanente”. La radicalidad del ministro no pudo sin embargo con el peso del escándalo, pues el gobierno se vio obligado a liquidar el Banco Nacional en 1894. El país volvió así al patrón oro, al dinero metálico y a la hegemonía de los bancos privados.
El problema de las emisiones adquirió nueva vitalidad, aunque formalmente ya se había eliminado el Banco Nacional, a raíz de la puesta en circulación de una nueva masa de dinero en 1895 para financiar la guerra de ese año; en 1899, se autorizó la emisión de 9 100 000 pesos. Cifras casi insignificantes si se comparan con los 870 379 622,30 pesos. que se emitieron de octubre de 1899 hasta la reunión del Congreso de 1903, y que produjeron una devaluación del 10 000 por ciento que golpeó duramente al país durante la Guerra de los Mil Días, y al término de ésta.
AGRICULTURA EN LA ÉPOCA RADICAL
Se daba en el siglo xix en la sabana de Bogotá una modalidad de cultivos, debida esencialmente a la riqueza del suelo y del clima, que consistía, en pocas palabras, en que siempre se estaba sembrando o cosechando. Así, había dos siembras anuales: la de “año grande” o principal, que se realizaba de febrero a marzo para cosecharse en agosto, septiembre y octubre, y a veces hasta noviembre, y la de “mitaca” o “atraviesa”, que se efectuaba en septiembre para ser recogida entre febrero y marzo.
Por estas dos siembras y por el tipo de producción campesina no especializada era por lo que rara vez se producía una escasez y nunca había hambrunas en la sabana. Las dos siembras más la división de los cultivos de la cordillera en suelos y climas diferentes, hacían que todo el año se estuviera sembrando y cosechando en la altiplanicie o en los suelos altos y bajos de la cordillera, reemplazando y completando con los excedentes de las cosechas de unos lugares los faltantes de las de otros, pues con las diversas alturas, propias de una economía de montaña como la de la sabana, cambian para zonas cercanas las épocas de siembra y recolección, a diferencia de lo que ocurre en una extensa zona económica plana.
La producción campesina no estaba especializada en un solo producto, ni era excesivamente dependiente del mercado. La papa se recolectaba a los cuatro o cinco meses en la falda de la cordillera, en Choachí; a los seis meses en las tierras planas de la sabana, y a los nueve o 10 meses en los páramos. La siega del trigo calentano comenzaba en Quipile, Tena y San Antonio en junio y julio; en la sabana en agosto y septiembre, y en las colinas elevadas en octubre. El maíz, que tan tardío es en tierra fría, se recogía a los 50 o 60 días en las orillas del Magdalena, y a los tres meses en las faldas que caen de La Mesa y El Colegio hacia el bajo Bogotá, accediendo a la sabana durante casi todo el año. De esta manera, todo el año se hallaba la región suficientemente abastecida de las subsistencias fundamentales.
Adicionalmente, la sabana se abastecía de otros productos que no se dan en su suelo en la siguiente forma. El principal proveedor de arroz era la región de Cunday; el azúcar provenía principalmente de Chaguaní, Guaduas, Simacota y Socorro; el cacao procedía de Neiva; Villeta y Fusagasugá suministraban la panela; el aguardiente anisado venía de Ocaña, y el tabaco de Ambalema y Girón. A su turno, los productos de la sabana se expendían principalmente en Bogotá, Zipaquirá, Facatativá, La Mesa, Ambalema y Villeta.
La producción agropecuaria en la sabana en las décadas del sesenta y setenta era básicamente de pastos naturales, algunos artificiales (cebada y alfalfa); ganado vacuno, lanar y caballar; papa, cebada, trigo, maíz y hortalizas.
Había más de 50 variedades de pastos de óptima calidad que suministraban alimento a los siguientes semovientes: 30 000 vacas de leche, 45 000 reses de ceba, 40 000 terneros y toros, 12 000 caballos y yeguas, 4 000 mulas, 25 000 carneros, 10 000 bueyes de servicio y 25 000 cerdos para un total de 191 000 cabezas de ganado mayor y menor37.
Una de las numerosas manifestaciones del atraso que imperaba en el campo y al cual nos seguiremos refiriendo en otras oportunidades, era la ausencia total de cría intensiva de ganados en establos, con la única excepción de unos pocos caballos. En términos generales los semovientes pacían con absoluta libertad por los campos, vale decir, de la manera más primitiva. No se seleccionaban las vacas lecheras sino que se utilizaban para tal efecto las que estaban criando. Estas vacas generaban una producción de autoabastecimiento, puesto que Bogotá consumía la mayor parte de la leche. El resto se repartía entre la sabana y sus municipios, quedando un pequeño excedente para la elaboración de mantequilla y quesos, productos que estaban virtualmente reservados para el consumo de las clases pudientes, ya que un kilo de los mismos equivalía aproximadamente a la totalidad del jornal diario de un trabajador.
La ceba de ganado, aunque extensiva y poco o nada técnica, generaba muy buenas utilidades para los hacendados, que se estimaban en unos 360 000 pesos netos al año38. El consumo per cápita de carne era de 45 kilos al año, principalmente concentrado en los sectores de mayores ingresos, debido a que los jornaleros y campesinos pobres escasamente podían probar la carne una o dos veces por semana. El rubro de caballos y mulas también representaba utilidades relativamente amplias. 25 000 carneros, número que Camacho Roldán consideraba más bien bajo, arrojaban también una aceptable utilidad entre carnes y lanas, al igual que 10 000 bueyes de tiro.
En resumen, la producción anual que generaban los pastos naturales de la sabana en 1868 era la siguiente: 39
En leche, quesos y mantequilla | $ 450 000 |
En carne | $ 1 000 000 |
En pastaje de caballos y yeguas | $ 120 000 |
En el servicio de mulas | $ 100 000 |
En el servicio de bueyes | $ 250 000 |
En lana y cría de carneros y ovejas | $ 78 000 |
En ceba de cerdos | $ 200 000 |
Total producción anual aproximada de los pastos | $ 2 198 000 |
En aquellos tiempos seguía siendo evidente la persistencia de un hábito cultural-alimenticio que aún persiste porfiadamente en nuestros días: el consumo desmesurado de papa en las regiones altas de Colombia. La tierra sabanera era entonces, como antes y después, generosa hasta el máximo en la producción de papa, que para esa época oscilaba entre 600 000 y 800 000 cargas de 10 arrobas al año y que vendidas a 2,50 pesos la carga daban de 1 500 000 a 2 000 000 pesos anuales. Si bien la sabana de Bogotá enviaba papa hacia otras regiones cercanas, lo precario de las vías de comunicación limitaba esta exportación a un radio que difícilmente podía exceder a La Mesa, Tocaima, Honda y Ambalema. El encarecimiento excesivo de los fletes era en general la razón por la cual los productos sabaneros no podían llegar muy lejos. A propósito de esta situación anotaba Aníbal Galindo cómo una carga de papa que se vendía en la sabana a 4 pesos, no podía avanzar más allá de Honda y Ambalema, pues en esas ciudades los fletes ya la ponían a 8 pesos y de esa cifra en adelante resultaba virtualmente invendible40.
Desde luego éste no era el único lastre que impedía un comercio más activo de la sabana con otras regiones del país. La triste realidad (que configuraba otro grave signo de atraso) era que la única forma de reducir costos de producción consistía en aprovecharse del trabajo gratuito de los arrendatarios y medio gratuito de los jornaleros y concertados. No se pensaba en tecnificar la agricultura ni la ganadería a fin de intensificar la productividad, ni en maquinaria moderna, ni en ninguna de las innovaciones que estaban permitiendo a las actividades agropecuarias un formidable desarrollo en los países avanzados. Aquí la producción se fundaba sobre dos pilares totalmente primitivos: la óptima calidad natural de la tierra y los mínimos jornales. La realidad de este tremendo atraso se traducía en cifras elocuentes. Mientras una arroba de papa implicaba en la sabana un costo estimable entre 0,65 y 0,80 pesos, en Estados Unidos y en Europa este mismo costo oscilaba entre 0,28 y 0,40 pesos, pagando jornales muy superiores pero utilizando técnicas más avanzadas que, por supuesto, multiplicaban la productividad. Estas abultadas diferencias, como es de suponerse, no se limitaban a la papa. El interesante cuadro que veremos a continuación, y cuyas cifras están niveladas en moneda colombiana, nos muestra de manera dramática el desnivel de costos de productos agrícolas que determinaba el atraso de nuestro sistema de producción frente a los adelantos a que se había llegado en los países desarrollados.
PRECIOS EN EUROPA Y EN EE. UU HACIA 1876 COMPARADOS CON LOS DE BOGOTÁ 41
Artículos | Unidad | Europa y EE. UU. | Bogotá |
$ | $ | ||
Arroz | Libra | 0,03 a 0,04 | 0,10 |
Azúcar | Libra | 0,10 a 0,15 | 0,15 a 0,20 |
Harina de trigo | Barril | 4 a 8 | 7 a 8 |
Papa | Arroba | 0,28 a 0,40 | 0,73 a 0,84 |
Sebo | Quintal | 11 a 12,5 | 14,40 a 16,00 |
Cacao | Libra | 0,16 a 0,18 | 0,40 a 0,50 |
Sal | Libra | 0,025 | 0,10 |
El trigo, principal producto de la sabana, en nada contribuyó durante la Colonia al desarrollo económico de la capital. Las razones las explicó muy bien Alexander von Humboldt, quien estuvo en Santafé entre julio y agosto de 1801: “En América pocos países, tal vez exceptuando sólo a Chile, producen tanto y tan excelente cereal como [el altiplano cundiboyacense]… La región alrededor de… Santafé, produce en su mayoría trigo. … El cultivo de grano debería ser para el [altiplano] un artículo como el azúcar para la isla de Cuba, [y] podría abastecer de cereales a las [Antillas] y aun a España, si no se opusieran a este comercio de grano los comerciantes y contrabandistas favorecidos por el gobernador de Cartagena. Para efectuar el tráfico ilícito con las [Antillas] Cartagena pretende que [la harina] del [altiplano] no se conserva; [esto es] simplemente un pretexto falso para traer artículos de contrabando de Santo Domingo y Jamaica con el pretexto de la harina norteamericana. A menudo se ha encontrado ropa debajo de la harina [de EE. UU.]. De allí que la harina del [altiplano] sea tan barata a causa de la escasa venta, en tal forma que los hacendados reducen su siembra a la octava parte de lo que podrían sembrar”42. Esta fue una de las causas de la rivalidad de Cartagena con Santafé durante la “Patria Boba”.
Para 1868, la producción de trigo en la sabana era de 50 000 cargas de 10 arrobas al año. Esta producción continuaba siendo de riguroso autoconsumo, sin generar prácticamente ningún excedente de exportación, pues los altos costos de transporte hacían invendible la harina a partir de cierta distancia. El consumo de pan en Bogotá era relativamente bajo, en promedio de media libra diaria por persona43. Aquí es forzoso que volvamos sobre las constantes ya mencionadas de nuestro atraso en el cultivo de la tierra respecto a los países desarrollados. Escribía Aníbal Galindo en 1874:
“El trigo, que la altiplanicie podría producir en cantidad ilimitada, está circunscrito [en su consumo] a un radio de 20 leguas. En Honda se encuentra ya con la harina procedente de Estados Unidos, que ha podido recorrer 500 leguas de navegación [y subir por el río Magdalena] con un gasto menor que la nuestra en 20 leguas”44.
En la siembra del trigo, como en todas las demás, se utilizaba una técnica en extremo rudimentaria y el cultivo era totalmente extensivo: se sembraba una carga de semilla en cada cuatro fanegadas. Los analistas de la época estimaban que la productividad de este cultivo en Francia e Inglaterra era entre tres y cuatro veces mayor que en la sabana de Bogotá45. Empero, aunque el trigo resultaba más barato en Francia, Inglaterra y Rusia, la diferencia no era muy abultada debido a las extraordinarias calidades naturales de las tierras de la sabana y a los bajísimos jornales. De ahí que, en pesos colombianos, una carga de 120 kilos de trigo en 1868 oscilaba en la sabana de Bogotá entre 8 y 9 pesos, en Francia entre 7 y 8 pesos, en Inglaterra estaba estabilizada en 8 pesos y en Rusia en 6 pesos46. En 1875 la harina de trigo oscilaba en América del Norte entre 4 y 8 pesos la carga, mientras en la sabana variaba entre 7 y 8 pesos. En Honda el consumidor tenía dos opciones: comprar harina de trigo norteamericana de óptima calidad y pureza a 24 pesos la carga o harina procesada en la sabana, de menor calidad y abundante en impurezas, a 17,60 pesos la carga47.
Por su parte, hacia 1868 la producción de hortalizas, sumada a la de frutas, pescado, caza, gallinas, pavos y otros, valía 1 000 000 de pesos al año48. En total, la producción agropecuaria de la sabana valía 6 000 000 de pesos al año distribuidos como lo indica el siguiente cuadro:
Valor de 30 000 vacas, a $20 c/u | $ 600 000 |
Valor de 45 000 reses de ceba a $20 c/u | $ 900 000 |
Valor de 10 000 bueyes de tiro, a $30 c/u | $ 300 000 |
Valor de 12 000 caballos y yeguas a $25 c/u | $ 300 000 |
Valor de 4 000 mulas, a $32 c/u | $ 128 000 |
Valor de 100 000 cargas de semilla de papas, a $5 c/u | $ 500 000 |
Valor de 10 000 cargas de semilla de trigo, a $10 c/u | $ 100 000 |
Valor de jornales y herramientas 49 | $ 2 800 000 |
Valor de gastos varios | $ 372 000 |
Total valor producción agropecuaria de la sabana | $6 000 000 |
La distribución de estos 6 000 000 de pesos se realizaba aproximadamente así:
En renta de la tierra, a razón de $4 por fanegada 50 | $800 000 |
En interés del capital invertido en la producción, calculado en $6 000 000, al 15 por ciento anual 51 | $ 900 000 |
En remuneración del trabajo de jornaleros y mayordomos | $2 300 000 |
En beneficios o ganancias de los propietarios | $2 000 000 |
Total distribución valor producción de la sabana | $6 000 000 |
Los 2 800 000 pesos de renta y ganancias se distribuían en cerca de 10 000 propietarios grandes, medianos y pequeños 52.
El área de tierras útiles de la sabana ascendía a 200 000 fanegadas cuyo valor se estimaba en 13 000 000 de pesos53. La distribución de la propiedad no era la más equitativa que pueda imaginarse. 160 hacendados, que eran el 1,6 por ciento del total de propietarios de la región, poseían 122 000 fanegadas que comprendían el 60 por ciento de la tierra más fértil y valiosa del país. Las restantes 78 000 fanegadas se repartían entre 9 840 pequeños y medianos propietarios: “[En la sabana] el gran número se compone de pequeñas propiedades de dos a diez fanegadas. La propiedad más pequeña, de menos de 10 fanegadas, es muy común aquí a virtud de la división infinitesimal de los resguardos de indígenas”54. Esto no tiene nada de extraño, pues como decía Camacho Roldán en 1874, “los que en nuestro país tienen esa posición independiente, arreglada y próspera, son muy pocos. No pasan del 1 por ciento de la población total en la suposición más favorable, como la de la capital de la Unión, no pasan del 2 por ciento”55.
La distribución de las actividades agropecuarias en las 200 000 fanegadas de la sabana era aproximadamente la siguiente:
Potreros de ceba | 40 000 fanegadas |
Potreros para vacas de leche | 35 000 fanegadas |
Potreros para caballos y mulas | 16 000 fanegadas |
Tierras de cría de ganados y yeguas puramente, como Fute, ?La Conejera, Los Pantanos, etc. | 14 000 fanegadas |
Tierras de cría de carneros | 2 500 fanegadas |
Tierras de cultivo de papas | 25 000 fanegadas |
Tierras de cultivo de trigo | 20 000 fanegadas |
Tierras de cultivo de cebada | 5 000 fanegadas |
Huertas, etc. | 5 000 fanegadas |
Rastrojos | 6 000 fanegadas |
Eriales | 21 000 fanegadas |
Total | 200 000 fanegadas 56 |
La ganadería ocupaba en la sabana 107 500 fanegadas, lo que equivalía a un 53 por ciento del total; la agricultura abarcaba 70 000 fanegadas que equivalían al 35 por ciento; el 11 por ciento restante se componía de eriales, rastrojos y demás tierras inútiles. También en la propiedad de semovientes, como en la agricultura existía un agudo desequilibrio.
Mano de obra y técnica
Los jornales en la sabana eran en promedio de 0,35 pesos diarios57. Resulta interesante la comparación de dos cifras. Mientras el total de jornales pagados en el año era de 2 300 000 pesos, la suma también total que se destinaba a compra y reposición de herramientas sólo ascendía a 500 000 pesos58. Estos son datos de Roldán en 1868 que demuestran de manera palmaria cuán baja era entonces la inversión en tecnología productiva. Las excepciones eran mínimas. Había ciertas sementeras de papa irrigadas en forma artificial en las haciendas San José, Novilleros y La Elida; en otras pocas se habían realizado cruces de ganado criollo con extranjero y en algunas, también muy contadas, se utilizaban arados extranjeros de hierro. De resto, los sistemas en nada diferían de los empleados en los primeros años de la Colonia. A propósito de tan importante asunto anunciaba por la prensa en 1871 el comerciante Nicolás Pereira Gamba, único importador de maquinaria en el país:
“Han transcurrido cuatro años en que no he hecho más que gastos. … Como hasta ahora no he logrado vender, ni perdiendo, ninguna de las máquinas grandes que he introducido… y como tengo necesidad de fondos… he tomado la resolución de ocurrir a un arbitrio que es intermediario entre el de excitar al patriotismo de mis conciudadanos para que me ayuden… y ofrecer a bajo precio y de una manera ventajosísima, el medio de que algunos se hagan a las máquinas y aparatos… este medio es hacer una rifa o lotería… para repartir entre la población las máquinas, los arados y los instrumentos que, sólo adquiridos casi de balde, podrán ir a todos los rincones de la República…”59.
Los hacendados eran reacios a invertir capital en moderna tecnología. Veamos estos comentarios de la época que nos ilustran sobre el triste cuadro de atraso dentro del cual se movía la producción agropecuaria de entonces:
“Entre nosotros… sólo una cuarta parte de la semilla [sembrada] queda con las condiciones requeridas para germinar con provecho. Lo cual proviene… no tanto de la mala calidad del terreno o de la semilla, sino de la falta de un aparato que la distribuya convenientemente… la siega se hace entre nosotros al mismo tiempo en toda una región, los peones escasean por lo premioso y urgente de la operación, pues no se puede aguardar a que se desgrane la espiga sin peligro de perder toda la cosecha, y he aquí la necesidad de la consiguiente introducción de una máquina que haga ella sola en un día, lo que cuarenta personas no pueden hacer en una semana.
“La Trilla, se hace sobre un suelo en que el polvo va a confundirse con el grano, en que el ballico y otras plantas dejan su semilla revuelta con el trigo, en que en fin, todo se hace por la carrera precipitada de algunas bestias, cuyos pies trituran demasiado algunas gavillas, y en otras queda la espiga a medio desgranar: De aquí que la harina que se vende en nuestro mercado venga las más de las veces terrosa, morena y de mal gusto. Habría necesidad de una máquina que reemplazara este sistema defectuoso… Y otra para pilar arroz, no menos útil que aquélla. ¿Quién que haya pasado por Melgar, Simacota y otros puntos donde se produce a maravilla este cereal, no se ha detenido un momento oyendo el quejido y resuello fatigoso y anhelante de algún peón que, al lado de un pilón, se ocupa de limpiar el arroz al impulso de un pesado madero que con todo esfuerzo hace descender sobre el grano? Pues bien, lo que consigue un peón de estos en el espacio de veinte días con un trabajo duro e incesante, se obtiene con una máquina en un cuarto de hora, con la circunstancia de que el grano sale intacto y perfectamente limpio”60.
Definitivamente imperaba una razón determinante en la renuencia de los hacendados sabaneros a modernizar sus técnicas agrícolas y pecuarias: la abundante disponibilidad de mano de obra gratuita de los arrendatarios, o medio gratuita de los jornaleros a quienes, como ya vimos, se pagaban salarios exiguos, con lo que ellos no podían convertirse en mercado consumidor que justificara modernizar la técnica y ampliar la producción. De ahí que los únicos instrumentos de producción en que invertían los empresarios de la tierra en la sabana eran las herramientas manuales cuya compra y reposición, lo repetimos con otras cifras, iba en proporción de 1 a 4,60 en relación con las sumas gastadas en jornales, pese a que éstas eran mínimas.
Las relaciones entre patronos y trabajadores eran fundamentalmente de carácter precapitalista. Prueba de ello es el caso de los arrendatarios que, a trueque de una pequeña parcela de pan coger, regalaban a los propietarios su trabajo.
Nada mejor para formarnos una idea de la situación que vivían los arrendatarios que la siguiente descripción de Camacho Roldán:
“Acercáos a una de esas chozas deformes… habitadas por la necesidad… tan comunes en… Cundinamarca y Boyacá, y preguntad a sus habitantes: ¿Por qué no hacen una casita? Porque el dueño de tierra no permite cortar madera. ¿Por qué no blanquean la casa? Porque nos aumentaría el arrendamiento. ¿Por qué no hacen una manga para dar pastajes? Porque el dueño de la tierra no lo permite. ¿Por qué no siembran café puesto que se da tan bien? ¿Para quién hemos de sembrar café? ¿Para el dueño de la tierra? Nos echaría de aquí el día que el café empezase a producir…”61.
Los abusos con la mano de obra, que venían de tiempo antiguo, se habían agravado con la disolución de los resguardos indígenas, como veremos.
——
Notas
- 1. Hoja suelta, Biblioteca Nacional, Bogotá, Fondo Pineda, vol. 207.
- 2. El Constitucional de Cundinamarca, 23 de octubre de 1836, y AHNC, Bogotá, Sección República, Fondo Gobernadores, tomo 4.
- 3. Gutiérrez Ponce, Ignacio, Vida de don Ignacio Gutiérrez Vergara y episodios históricos de su tiempo (1806-1877), Imprenta de Bradbury, Agnew y Cía. Ltda., Londres, 1900, tomo I, págs. 31-32.
- 4. El Constitucional de Cundinamarca, 3 de mayo de 1833.
- 5. Ibíd., 28 de abril de 1833.
- 6. Gaceta de la Nueva Granada, 28 de septiembre de 1834.
- 7. El Constitucional de Cundinamarca, 1.o de enero de 1837.
- 8. El Constitucional de Cundinamarca, 5 de noviembre y 3 de diciembre de 1841.
- 9. Ver Crisis mercantil, o manifestación que hace el Dr. Judas Tadeo Landínez de las causas que han motivado sus quiebras en los negocios de comercio, Bogotá, 1842, Imprenta de J. A. Cualla, 36 págs.
- 10. Ángel y Rufino José Cuervo, op. cit., tomo II, págs. 55-56.
- 11. Se dio este nombre a la semana de fin de noviembre de 1840 en que Bogotá multitudinariamente se aprestó a rechazar durante la Guerra de los Supremos un ejército rebelde que se decía entraría a saco a la ciudad para castigarla por su adhesión a la causa del gobierno. Finalmente el enemigo se retiró sin efectuar el ataque. La Cámara Provincial de Bogotá decretó que se celebrase en adelante el aniversario de la Gran Semana, lo que hizo hasta 1844. En 1842 se celebró con retraso.
- 12. El Constitucional de Cundinamarca, 8 de enero de 1843.
- 13. El Día, 12 de febrero de 1843.
- 14. El Día, 16 de julio de 1843.
- 15. Boletín Industrial, Bogotá, 28 de octubre de 1875.
- 16. La Paz, 7 de junio de 1868.
- 17. Boletín Industrial, Bogotá, 24 de julio de 1875.
- 18. Boletín Industrial, Bogotá, 27 de abril de 1874.
- 19. Catálogo de los productos de la fábrica De Los Tres Puentes, Biblioteca Nacional, Bogotá, Fondo Pineda, vol. 895.
- 20. Diario de Cundinamarca, 26 de enero de 1878.
- 21. Boletín Industrial, Bogotá, 27 de abril de 1874.
- 22. Diario de Cundinamarca, 11 de noviembre de 1874.
- 23. Ibíd., 19 de junio de 1875.
- 24. Diario Oficial, 18 de enero de 1878.
- 25. Diario de Cundinamarca, 19 de enero de 1875.
- 26. Diario Oficial, 25 de enero y 2 de febrero de 1881.
- 27. La Patria, 28 de junio de 1894.
- 28. Revista Industrial, vol. 1, n.o 3, de agosto de 1924.
- 29. El Correo Nacional, 25 de agosto de 1894.
- 30. El Constitucional de Cundinamarca, 8 de noviembre, de 1851.
- 31. Gaceta de Cundinamarca, 29 de enero de 1860.
- 32. El Cundinamarqués, 23 de septiembre de 1865.
- 33. Desde 1831 se había multiplicado por siete el monto de las manufacturas extranjeras que importaba Bogotá pues, según las Observaciones sobre el comercio de la Nueva Granada con un apéndice relativo al de Bogotá, publicado en esa fecha y que se atribuye al empresario inglés Guillermo Wills, el valor de factura en ese entonces de las introducciones extranjeras era de 700 000 pesos. Esto pone de presente la extraordinaria consolidación que en tan corto lapso de tiempo había tenido Bogotá como centro comercial por excelencia del país, y ratifica el éxito de la política librecambista impulsada desde 1847 y por las reformas de medio siglo.
- 34. Camacho Roldán, Salvador, Escritos varios, Editorial Incunables, Bogotá, 1983, tomo II, págs. 355-356.
- 35. Citado por Bustamante, Darío, Efectos económicos del papel moneda durante la Regeneración, Editorial Lealon, Medellín, 1980, pág. 36.
- 36. Diario Oficial, 13 de enero de 1881.
- 37. Camacho Roldán, Salvador, “Revista de las cosechas”, en El Agricultor, 21 de mayo de 1868.
- 38. Ibíd.
- 39. Ibíd.
- 40. Diario de Cundinamarca, 10 de agosto de 1874.
- 41. Diario de Cundinamarca, 31 de marzo de 1876.
- 42. Alexander von Humboldt en Colombia, Publicismo y Ediciones, Bogotá, 1982, pág. 44a.
- 43. El Agricultor, 21 de octubre de 1868.
- 44. Diario de Cundinamarca, 10 de agosto de 1874.
- 45. El Agricultor, 8 de marzo de 1869.
- 46. Ibíd., octubre 21 de 1868.
- 47. El amor patrio, Honda, 1.o de enero de 1875.
- 48. El Agricultor, 21 de mayo de 1868.
- 49. Ibíd.
- 50. Ibíd.
- 51. Ibíd.
- 52. Ibíd.
- 53. Ibíd.
- 54. Ibíd.
- 55. Diario de Cundinamarca, 3 de julio de 1874.
- 56. El Agricultor, 21 de mayo de 1868.
- 57. Ibíd.
- 58. Ibíd.
- 59. Boletín Industrial, Bogotá, 31 de enero de 1871.
- 60. Boletín Industrial, Bogotá, 17 de junio de 1874.
- 61. Diario de Cundinamarca, 3 de julio de 1874.
#AmorPorColombia
La economía capitalina
Camellón de La Concepción, o calle 10.a entre carreras 7.ª y 10.ª. Era, en las últimas décadas del siglo xix, una zona comercial y residencial de gran importancia. La arquitectura de las casas y edificios mezclaba la colonial, con sus espléndidos balcones, y la republicana de refinado modernismo. Las fachadas de las casas estaban muy cuidadas y la policía prestaba buen servicio de vigilancia. En la cuadra de abajo se aprecia el bellísimo edificio de la iglesia de Santa Inés, en su parte de atrás, sobre la carrera 9.a. Foto de 1893.
Interior de una tienda en la calle principal de Bogotá, con muleros de compras, acuarela de Joseph Brown, sobre original de José Manuel Groot. Royal Geographical Society, Londres.
Almacén en la calle 3.ª al norte, 1884, actual calle 13 entre carreras 2.a y 7.ª. La nomenclatura cambió a partir de 1886. Grabado de Flórez en el Papel Periódico Ilustrado.
Muchas de las haciendas de la sabana conservaron, y aún conservan, sus casas coloniales. En las fotografías, balcones de la hacienda Fusca y corredor de la hacienda Buenavista. La primera consta de una amplia casona, construida hace 375 años, patrimonio histórico nacional. Conserva con especial esmero la habitación donde el Libertador y sus edecanes pasaron sus vacaciones en 1827, poco antes de la Convención de Ocaña.
La hacienda queda a unos 15 minutos al norte de Bogotá, por el kilómetro 19 de la carrera 7.ª. La hacienda Buenavista, ubicada en la sabana de Bogotá, en los alrededores de Cota, fue propiedad del periodista, escritor y dibujante Alberto Urdaneta, fundador del Papel Periódico Ilustrado y también de la Academia de Bellas Artes.
Patio de la hacienda El Salitre, al occidente de Bogotá, en cuyos terrenos se desarrolla uno de los grandes proyectos urbanísticos de la capital. En la Colonia y el siglo xix fue una de las haciendas más grandes del país.
Hacienda El Vínculo, cuya casa, ubicada en el municipio de Soacha, Cundinamarca, declarada patrimonio arquitectónico nacional, fue construida en el siglo xviii. En el siglo xix tuvo una de las principales trilladoras de café, que dio origen a una novela de Eugenio Díaz, El trilladero de El Vínculo.
Casa de la hacienda Llano de Mesa, una de las más grandes al sur de Bogotá en el siglo xix, junto con la de Montes. La hacienda tenía numerosas fuentes de agua, como los ríos Tunjuelo y San Cristóbal. En el llamado Potrero de las Flores, donado para el efecto por el dueño de la hacienda, don Gustavo Restrepo Mejía, se construyó en 1940 el Hospital San Carlos, para tuberculosos. Fotografía archivo Miguel A. Rodríguez.
Interior de la fábrica de mármol, 1895. Las dos últimas décadas del siglo presenciaron un repunte en la industria manufacturera en Bogotá, pese a los problemas que acarrearon las guerras civiles. Fotografía de Henry Duperly.
Vista de la fábrica Fenicia, 1895. Esta planta de producción de vidrio, resultado del empuje empresarial de los propietarios de Bavaria, fue pionera del avance industrial de Bogotá. Fotografía de Henry Duperly.
El empresario británico Samuel Sayer, quien trajo a la ciudad la primera máquina de vapor, destinada a mover un molino de trigo. Acuarela de Edward W. Mark.Colección Biblioteca Luis Ángel Arango.
En 1889 el empresario alemán Leo Sigfried Kopp, que ya tenía en Bogotá desde 1884 el importante almacén llamado El Bazar Veracruz, fundó la fábrica de cerveza Bavaria, denominada al principio Bavaria Kopp Deutsche Bier Brauerei. La gran fábrica de Bavaria en el sector de San Diego, sobre la carrera 13, fue inaugurada en 1893 y marcó el inicio del desarrollo de la ciudad hacia el norte, además de que estimuló diversas actividades en torno a la elaboración de cerveza. Los fabricantes de la cerveza Bavaria garantizaban que “nuestra cerveza es compuesta sólo de la mejor malta fabricada de la mejor cebada colombiana y del mejor lúpulo bohémico”. Fotografía de Henry Duperly, 1895.
Billetes del Banco de Bogotá. Autorizado desde su fundación a emitir papel moneda, pronto sus billetes se hicieron imprescindibles para el desenvolvimiento de las transacciones mercantiles.
Billetes del Banco de Bogotá. Autorizado desde su fundación a emitir papel moneda, pronto sus billetes se hicieron imprescindibles para el desenvolvimiento de las transacciones mercantiles.
Billetes del Banco de Bogotá. Autorizado desde su fundación a emitir papel moneda, pronto sus billetes se hicieron imprescindibles para el desenvolvimiento de las transacciones mercantiles.
Billetes del Banco de Bogotá. Autorizado desde su fundación a emitir papel moneda, pronto sus billetes se hicieron imprescindibles para el desenvolvimiento de las transacciones mercantiles.
Billetes del Banco de Bogotá. Autorizado desde su fundación a emitir papel moneda, pronto sus billetes se hicieron imprescindibles para el desenvolvimiento de las transacciones mercantiles.
Billetes del Banco de Bogotá. Autorizado desde su fundación a emitir papel moneda, pronto sus billetes se hicieron imprescindibles para el desenvolvimiento de las transacciones mercantiles.
Billetes del Banco de Bogotá. Autorizado desde su fundación a emitir papel moneda, pronto sus billetes se hicieron imprescindibles para el desenvolvimiento de las transacciones mercantiles.
Billetes del Banco de Bogotá. Autorizado desde su fundación a emitir papel moneda, pronto sus billetes se hicieron imprescindibles para el desenvolvimiento de las transacciones mercantiles.
Diversos tipos de monedas neogranadinas de oro. Esta clase de moneda normalmente era acaparada por los comerciantes al por mayor para pagar con ella, dado su alto valor, las importaciones. Colección numismática del Banco de la República.
Monedas neogranadinas de plata. En general en el país circulaban monedas de oro y plata de diferente ley, correspondientes a otros países europeos y americanos. La conferencia monetaria mundial de 1881 dividió al mundo entre partidarios del patrón oro y del patrón plata. Colombia adoptó ambos, de 1863 a 1886. Colección numismática del Banco de la República.
El Banco de Bogotá, fundado en 1870, fue el primer banco de capital colombiano, y es el más antiguo entre los que existen hoy. Entre 1864 y 1870 funcionó en Bogotá el Banco de Londres, México y Sudamérica, primero establecido en Colombia. Algunos accionistas colombianos de dicho banco fueron fundadores del Banco de Bogotá, que tenía, como los demás bancos que después se establecieron en el país, y hasta 1881, la facultad de emitir billetes de acuerdo con sus reservas de oro y plata.
Motivados por el éxito del Banco de Bogotá, varios capitalistas bogotanos fundaron en 1874 el Banco de Colombia. Los accionistas, presididos por don José María Gómez Restrepo, aportaron un capital de 500 000 pesos, “para fundar un banco de emisión, giro y descuento”. El Banco de Colombia abrió sus puertas al público el 1.o de abril de 1875, y en el primer mes de operaciones ya tenía 300 000 pesos en depósitos de cuentas corrientes.
Oficina de Camacho Roldán y Compañía, una de las más importantes casas comerciales de Bogotá, presidida por don Salvador Camacho Roldán. Estos establecimientos desarrollaban, al lado de actividades mercantiles, otras relacionadas con las finanzas y la bolsa y participaban en la promoción de entidades financieras como en el caso del Banco de Bogotá.
La sabana de Bogotá ha sido motivo de inspiración de pintores y escritores. Don Tomás Rueda Vargas, en sus evocadoras conferencias sobre La sabana de Bogotá, una de las obras maestras de la crónica colombiana, dice, “no conozco, si es que la conozco, sino esta altiplanicie de forma irregular que cada mañana, entre la niebla blanca que anuncia a los campesinos el verano, o la niebla negra que presagia el invierno, se nos aparece tan bella, tan nueva siempre”. El poeta Jorge Pombo, citado por el mismo don Tomás, agrega que los orejones o campesinos de la sabana se dividen en orejón de cabotaje y orejón de alta sabana. “Los primeros son los que negocian en pequeño, sin alejarse del pie de la cordillera, venden rama, piedra, cascajo y otras menudencias; los otros son los que ceban de cien novillos para arriba en las vegas del río Bogotá y siembran trigo en grande”. La sabana, óleo de Eugenio Peña, Museo Nacional de Colombia, Bogotá.
En su novela El rejo de enlazar, Eugenio Díaz describió la vida del orejón sabanero, campesino que podía ser hacendado o capataz, o simple “correcaminos”, y el ambiente de las haciendas sabaneras. “Veíanse las tapias de las huertas y corrales, y las cercas de las corralejas que se elevaban en forma de murallas o fortificaciones, lo que daba a la casa, capital de la hacienda, un aspecto solemne aunque melancólico, si se contemplaba el total aislamiento que reinaba en los contornos, pues no había sino a mucha distancia una que otra vivienda de los proletarios”. A finales de siglo las haciendas de la sabana abastecían el mercado de Bogotá de frutas, legumbres, cereales, leche y carne. Dehesa de la sabana, fotografía de 1895.
Aparte de su fertilidad, el bajo costo de los jornales hacía rentables las haciendas.
Escena de vaquería, óleo de Enrique Gómez Campuzano.
Paisaje sabanero, óleo de Jesús María Zamora.
Plano del molino de Tres Esquinas. La producción triguera de la sabana era bastante limitada, pues los altos costos del transporte hacían muy cara la harina que salía de sus molinos. Además, el consumo de pan en Bogotá era aún relativamente reducido.
Texto de: Eugenio Gutiérrez Cely
EL FISCO MUNIICIPAL
Las rentas con que contaba la ciudad a principios del siglo xix eran esencialmente las siguientes:
- Ejidos y dehesas.
- Degüello.
- Impuesto a almacenes, tiendas y pulperías.
- Almotacén.
- Galleras, trucos, billares y demás juegos autorizados.
- Arrendamiento de tiendas de la municipalidad.
- Mercedes de agua provenientes de las casas que gozaban de este beneficio.
- Multas.
- Peajes, conocidos también como ramo de camellón.
- Impuestos de molinos de trigo.
Éstos eran los impuestos que pagaba la ciudadanía en 1825. En 1830 se agregaron unos adicionales para tejares, llamados también chircales; otros por entradas de madera y piedras a la ciudad; por sacrificio de cerdos, y el que ya mencionamos con que se gravaban los entierros en iglesias o capillas, destinados a la construcción del nuevo cementerio. En 1832 se concedió a rematadores particulares el producto del ramo de camellón; otros ramos de rentas fueron también cedidos a particulares. En el caso específico del estanco de aguardiente, que no era una renta municipal sino nacional, fueron numerosos los conflictos de diversa índole que generó. El estanco suscitó desde los tiempos coloniales una profunda antipatía popular. Por ser ilustrativa en grado sumo, vale la pena reproducir una vehemente representación que un grupo de ciudadanos de esta capital dirigió al Congreso solicitando la abolición del estanco, que para esa época (1835) había sido rematado y por lo tanto se hallaba en manos de un particular. Dice así el documento:
“En esta ciudad está rematado el estanco de aguardientes por un particular; este particular está autorizado para mantener a su servicio un resguardo de 12 hombres armados… Estos guardas del estanco cada día se hacen más insolentes… (asaltan los hogares), y mientras el dueño de la habitación atiende a sus hijas o domésticas, los guardas practican su saqueo, rondan sin que se les escape el lecho más escondido, rompen los muebles, causan distintos daños en las casas, arrebatan los útiles de cobre o de loza que encuentran, los frascos, botellas y otras vasijas, y aun las ropas y alhajas, a pretexto de que todo puede servir para la destilación o depósito de los aguardientes; … ellos asaltan las casas tanto de día como de noche, rompen puertas y escalan paredes y ejecutan estos atentados aunque estén ausentes los dueños.
”La historia de los resguardos en todas épocas ha sido siempre la misma; particularmente en el ramo de aguardientes se presenta más ansa a estos desórdenes por ser una industria a que se entregan en lo general las familias desvalidas, y que se ejecuta en lo interior de las casas. Una de las principales causas que fomentaron en esta capital la antipatía popular contra el antiguo gobierno español, y que produjeron la gloriosa insurrección del 20 de julio de 1810 fueron las vejaciones que sufría el pueblo por los empleados en el resguardo del ramo de aguardientes y el intolerable registro de las casas. Así es que la oficina de esta administración fue la primera que destrozaron los patriotas, y contra la que principalmente se dirigió el furor popular”1.
Don Rufino Cuervo, que por el año de 1832 se encontraba frente a la Gobernación de Bogotá, formuló una propuesta con miras no sólo a incrementar las rentas de la capital, sino a hacer que su peso gravara en forma más equitativa a ricos y pobres. A la vez que el señor Cuervo proponía determinadas reducciones de impuestos a las clases bajas de la población, insistía en que a los acaudalados se les gravara la utilización de coches y otros vehículos de lujo e igualmente que se impusiera un gravamen extra sobre las casas de dos pisos o las de un piso con más de dos ventanas a la calle. Igualmente, el señor Cuervo propuso la enajenación de los ejidos municipales con el propósito concreto de mejorar su rendimiento.
En el estado de ingresos y egresos de las rentas de Bogotá para los años 1836 y 1837 encontramos que no sólo se pagaban intereses del 5 por ciento al año por el capital de 3 500 pesos de la obra pía de Diego Ortega (creada por su fundador para dotar hijas de blancos pobres), sino que también el Cabildo había tomado a interés, “a censo”, los 10 000 pesos del capital de la obra pía de Pedro Ugarte (creada por su fundador para educar niñas pobres), por los que se reconocían 500 pesos anuales al Colegio de La Merced de la capital. Era, pues, ésta otra forma de balancear el presupuesto municipal2.
MANUFACTURA E INDUSTRIA
En los principios de siglo se presentaba aún con notoria intensidad un fenómeno que tuvo grandes y variadas incidencias sobre nuestra economía. A las Indias llegaban de España manufacturas procedentes de otros países europeos, principalmente de Inglaterra, Francia, Países Bajos y Alemania, que España se veía obligada a importar y que a su vez exportaba a las colonias. Este fenómeno se debía a que finalizando el siglo xviii y alboreando el xix el contraste entre el atraso industrial de España y el formidable desarrollo de los países ya mencionados en ese campo se había agudizado extraordinariamente. El largo viaje y los elevados fletes incrementaban de una manera exorbitante los costos de estas mercancías, lo cual las hacía poco accesibles en el mercado de las colonias. Tal situación resultó propicia en el más alto grado para el desarrollo de las manufacturas locales y para el auge del contrabando, que desde las Antillas se proyectaba sobre el continente y lo abastecía de los mismos productos a precios bastante más reducidos3.
Afirma Luis Ospina Vásquez en su obra Industria y protección en Colombia 1810-1930, que finalizando la Colonia bien puede decirse que nuestro país producía todo lo que consumía en materia de textiles corrientes de lana y algodón. Sólo se importaban telas de muy alta calidad por la vía legal o mediante el contrabando, y a la vez se efectuaban pequeñas exportaciones de manufacturas nacionales. La mayor parte de éstas eran producidas en los actuales departamentos de Santander y Boyacá, principalmente en la provincia del Socorro, y se concentraban en Santafé, que se convertía en el centro de acopio y distribución de manufacturas nacionales para el resto del país, al mismo tiempo que lo era de productos extranjeros para todas las provincias del interior.
En las postrimerías de la Colonia ya operaba en Bogotá una fábrica de pólvora que había establecido el virrey Messía de la Cerda en 1768. Además, una fábrica de loza con una producción aceptable y un buen nivel de calidad. Los comienzos del siglo xix vieron un estimable desarrollo de la artesanía en Bogotá. Fue así como el inglés Richard Vawell destacó en sus notas de viaje el hecho de haber en la capital calles taxativamente destinadas a oficios específicos: calle de los plateros, de los talabarteros, etc.
Desde tiempos muy tempranos de la República empezaron a presentarse controversias entre partidarios del proteccionismo aduanero y los que defendían el libre cambio. Los proteccionistas dieron ya entonces su batalla contra las importaciones extranjeras atribuyendo la miseria y el desempleo al escaso desarrollo industrial. Tenemos así, por ejemplo, a menos de dos años de la independencia, en la Gaceta de la Ciudad de Bogotá del 13 de mayo de 1821, que un corresponsal a nombre de la escasez de dinero que sufría la capital escribió: “He visto en (la Gaceta de Colombia) el número de buques que han entrado al puerto de Santa Marta, cargados seguramente de ropas de que están atestados los almacenes y tiendas no sólo de esta ciudad sino de los demás lugares; y a correspondencia los buques que han salido lo habrán sido llevándose caudales como unas lancetas que sacan la sangre del país… El proyecto que voy a presentar se dirige a un objeto útil, y aún necesario, si persistimos en ser independientes. Con las fábricas es que se puede establecer un comercio activo… El algodón, la lana, el fierro, he aquí en lo que coviene consumir cuanto dinero se destina para girar [al exterior]… Fórmese una compañía de comerciantes para levantar estos establecimientos, así como se unen para llevar a las [Antillas] nuestro dinero que las enriquece, y a nosotros nos empobrece…
“Por la memoria correspondiente al ramo de hacienda sabemos que los efectos llamados de la tierra han producido $62 404 [en impuestos]; ¿a cuánto ascenderían trabajándose las bayetas, los pañuelos, etc., etc., etc., que tanto se consumen, como lo acredita el continuo y grueso cargamento que nos traen de las [Antillas]? … Los particulares que al presente se hallan envueltos en la miseria podrán ocuparse con utilidad unos cultivando aquellos elementos, y otros dedicándose a los destinos de las manufacturas… Todo el proyecto queda reducido a esta expresión: Que los comerciantes no tengan que ir a Jamaica para asegurar y adelantar sus capitales, sino que tranquilos en sus casas reciban el producto de las fábricas que hayan puesto a su costa”.
El Constitucional de Cundinamarca, por su parte, publicó en septiembre y diciembre —de 1831 vigorosos alegatos en los que se exigía del Congreso la inmediata promulgación de medidas proteccionistas para la industria nacional. El Congreso prestó atención a esos clamores y fue así como empezaron a producirse medidas oficiales en tal sentido. En marzo de 1832 el Congreso otorgó privilegio a una sociedad denominada Industria Bogotana para establecer una fábrica de loza fina y porcelana. El proceso continuó.
Vale anotar que en Bogotá ya se producía cerveza en tiempos de la Gran Colombia. El precursor de la cervecería en nuestro país fue coincidencialmente un alemán de apellido Mayer, que lamentablemente cayó asesinado por asaltantes en su casa de habitación en 1831. Un empresario inglés de apellido Cantrell prosiguió con la elaboración de cerveza durante unos años más.
Tomando en cuenta el hecho de que en la capital se estaban produciendo magníficos muebles, zapatos, sombreros y otros artículos, el gobernador de Bogotá, Rufino Cuervo, solicitó al gobierno nacional en 1833 que se prohibiera la importación de tales artículos4. Por su parte, los librecambistas no bajaban la guardia y argumentaban en defensa de sus tesis que las trabas a las importaciones estimulaban un monopolio abusivo por parte de los artesanos criollos y damnificaban a los consumidores que debían adquirir las mercancías producidas en el país, para esa época ya sensiblemente más caras y de menor calidad que las importadas5. No obstante, en esta oportunidad el triunfo fue para el bando proteccionista que logró en 1833 la expedición de una ley aduanera que los favorecía ampliamente. Pese a todo, debemos aclarar que estas divergencias no fueron sino escaramuzas comparadas con los radicales antagonismos que sobrevinieron después por la causa ya anotada. Las consecuencias de esta ley fueron inmediatas. En 1834 el Congreso concedió sendos privilegios de 10 años a dos empresas nacionales para montar en Bogotá una factoría de papel y otra de vidrios y cristales que se agregaban a la ya existente de loza fina.
La producción de cerveza siguió en auge y entonces un extranjero llamado Tomás Thompson anunciaba mediante avisos de prensa su producto6, y Martínez y Galineé anunciaban que habían comprado la cervecería del señor Cantrell7. Por otra parte en artículos de prensa se elogiaba con frecuencia la calidad de la loza producida por la fábrica bogotana.
Hacia 1836-1837 la fábrica de loza presentaba síntomas inequívocos de prosperidad, mientras que las de papel, vidrio y una nueva de tejidos se aprestaban a iniciar operaciones. Todas empleaban fuerza hidráulica y animal, ninguna contaba con máquinas de vapor. La factoría de loza estableció su propia distribuidora en la calle de San Juan de Dios y anunció magníficos descuentos para los que hicieran pedidos de más de 100 pesos con destino a las provincias.
Otro hecho digno de resaltarse es cómo en esa primera mitad del siglo xix se presentó en Bogotá una notable proliferación de casas de comercio extranjeras. Había inglesas como Powles, Illingwort et Co., Plock et Logan, Souther, Druce et Co. y Henry Grice et Co. Las norteamericanas eran Joseph Godin y James Brush. Había también una francesa denominada Jean Capella. La presencia de comerciantes extranjeros en Bogotá tuvo efectos negativos sobre la incipiente industria colombiana puesto que aquéllos fueron autorizados para importar artículos que compitieron duramente con los nacionales. El resultado consistió en que estas fábricas al fin quebraron con la única salvedad de la de loza.
Pero sigamos los altibajos de nuestra incipiente industria. El periódico El Argos informó en marzo de 1838 que, superando los ingentes obstáculos propios de nuestros caminos, el general Pedro Alcántara Herrán acababa de traer a Bogotá desde los Estados Unidos una maquinaria compleja y de las más modernas con destino a la Compañía Bogotana de Tejidos. Ponderaba El Argos la calidad, solidez y amplitud del edificio donde operaría esta industria. También encomiaba los progresos de la fábrica de loza e informaba con entusiasmo acerca del reinicio de actividades de la factoría de vidrios y cristales que había estado afectada por falta de potasa. Tales éxitos eran atribuidos por el citado periódico a la paz reinante en el país. No sería muy larga la duración de esta confianza y de este optimismo, pues se verían ensombrecidos dos años más tarde, en 1840, con la funesta Guerra de los Supremos.
La fábrica de tejidos de algodón de los señores Villafrade y Pieschacón tuvo buen suceso pero, según las informaciones de El Argos, de noviembre de 1838, bien pronto empezó a afrontar dificultades por escasez de materia prima. Debido a esta grave situación, el mismo periódico exhortó a los agricultores de climas cálidos y templados a intensificar la producción de la fibra asegurándoles una demanda anual de 3 000 quintales. Por otra parte deploraba El Argos la suspensión de actividades de la fábrica de cristales debida a una situación similar como fue la insalvable dificultad para conseguir a precios razonables el minio y la potasa, dos ingredientes fundamentales para esta industria. El 13 de enero de 1839 el mismo periódico informaba jubilosamente a sus lectores que ese número ya era totalmente impreso en papel producido por la factoría de Bogotá. A continuación pasaba el periódico a exigir al gobierno que el papel necesario para la gaceta oficial debía ser comprado a esta fábrica y que igualmente se le debía encargar el papel sellado. Es digno de destacarse el hecho de que en 1839 se imprimieron en papel producido en Bogotá el Tratado de ciencia constitucional de Cerveleón Pinzón, el Catecismo de moral, de Rafael María Vásquez y un muy extenso curso de derecho canónico de Lackis y Cavalario.
Vino luego en 1839 otro insuceso deplorable. La fábrica de vidrio, después de haber afrontado las dificultades ya anotadas por problemas de materia prima, llegó a la bancarrota irremisible debido a problemas de insolvencia que finalmente no pudo solucionar. El gobierno, sinceramente interesado en auxiliarla, decretó un empréstito que finalmente no se pudo hacer efectivo por lo cual hubo de cerrar sus puertas y suspender operaciones con carácter definitivo.
El ya citado Ospina Vásquez señala los años de 1838 y 1839 como de especial auge de la industria nacional, antes de estos colapsos y antes de los quebrantos que padeció como consecuencia de la desastrosa Guerra de los Supremos. Sin embargo, a pesar de todos los contratiempos de la contienda, hubo ánimos y recursos para realizar en Bogotá, a fines de 1841, una exposición industrial8 que, si bien modesta, pudo reunir una diversidad de productos tales como calzado y objetos de talabartería, vestuario, curtiembres, productos de las fábricas de loza y de tejidos, libros impresos y encuadernados con esmero, dos daguerrotipos logrados por don Luis García Hevia, que pueden contarse entre las obras más tempranas de la fotografía en Colombia, e inclusive dos máquinas: una de producir tejas y otra de hacer limas que se ganó el primer premio de 100 pesos. Se comentó entonces en la ciudad, en los términos más elogiosos, la generosidad con que contribuyeron para el éxito de la exposición las donaciones del acaudalado hombre de negocios, doctor Judas Tadeo Landínez. Debe anotarse que para esa época no pudieron hacerse presentes en la exposición los productores de vidrio y papel debido al colapso de esas dos industrias.
Un magnate inverosímil
Vamos a ocuparnos ahora de uno de los episodios más extraordinarios e inusitados de la historia bogotana del siglo xix el cual, si bien pertenece exclusivamente a los anales económicos y financieros de la ciudad y del país, presenta ciertos ingredientes de narración picaresca que lo hacen interesante en grado sumo. Se trata del escándalo financiero, desmesurado para el modesto escenario bogotano de 1842, que protagonizó el ya mencionado señor Judas Tadeo Landínez.
Lo primero que sorprende al entrar en el conocimiento de este caso es que en esa Colombia atrasada y rural de la primera mitad del xix; en ese país sin vías de comunicación, en que las pocas y rudimentarias industrias se movían aún con fuerza hidráulica, y en que en materia bancaria sólo empezaban a oírse voces que clamaban por la creación de un banco, irrumpiera como nacido de un fenómeno de generación espontánea un auténtico brujo de la especulación financiera que bien habría podido competir sin desfallecimientos con los más brillantes y avezados de los tiempos actuales. Ese personaje, que en el marco de la Bogotá provinciana y marginal de entonces fue un inmenso promontorio insular se llamaba Judas Tadeo Landínez. El extraño protagonista de esta historia se había dedicado en años anteriores con muy buen suceso a los quehaceres de la política pero en un momento dado, en el año de 1839, resolvió dar un viraje radical consagrando todo su talento, pericia y energías a los negocios en el campo financiero con un capital inicial de 22 000 pesos9.
Landínez fue sin duda el primer magnate, el primer auténtico millonario que hubo en Colombia. Empezó a especular de una manera tan desaforada en el campo financiero, en la forma que ya veremos más adelante, que al cabo de tres años sus activos ascendían a 1 000 000 de pesos y sus pasivos a 2 100 000, en momentos en que el presupuesto global de la nación era de 2 000 000 de pesos. El sistema de Landínez consistió en la creación de una institución financiera en la cual recibía dinero a interés que garantizaba no sólo con hipotecas, sino con letras y pagarés que, por ser negociables y endosables, circulaban entre los bogotanos como auténticos billetes de banco. El establecimiento de don Judas Tadeo se llamó Compañía de Giro y Descuento y se fundó en abril de 1841, época en la cual su fundador ya había consolidado al amparo de la Guerra de los Supremos un capital muy respetable especulando con bonos y otros papeles oficiales, en negocios de tipo mercantil y en bienes inmuebles. Recién fundada la compañía, la Gaceta de la Nueva Granada del 25 de abril de 1841 anunció que la empresa financiera del señor Landínez ofrecía descuentos de obligaciones al 1,5 por ciento mensual y depósitos a término con intereses y plazos que el inversionista pactaría con los interesados ofreciendo, desde luego, avales plenamente satisfactorios por su dinero. Fue éste el punto de partida de un genuino vértigo. Landínez llegó a pagar a sus depositantes un 2 por ciento mensual, tasa extraordinariamente alta para la época. La consecuencia fue que la ciudad empezó a girar como un tiovivo enloquecido alrededor de aquel eje magnético que era Landínez.
Nadie, con independencia de la magnitud de sus recursos, resistió a la poderosa atracción que ejercía sobre todos la Compañía de Giro y Descuento. Igual los ricos que las gentes de clase media y los de muy estrechas posibilidades económicas acudían al hacedor de milagros con la vehemente esperanza de multiplicar sus ahorros en el más corto tiempo. Las comunidades religiosas no quedaron al margen de este aluvión frenético, de modo que órdenes tales como El Carmen, Santo Domingo y La Tercera volcaron sobre las arcas insaciables de Judas Tadeo Landínez sus reservas monetarias. Como ya quedó dicho, transacciones de toda índole, desde comerciales hasta simplemente personales, se hacían endosando los papeles que emitía Landínez y pagando con ellos toda clase de especies. Sobra decir que estos papeles eran recibidos sin vacilaciones como papel moneda y con una total sensación de seguridad. Numerosísimos capitales improductivos y ociosos fueron captados rápidamente por Landínez en una bolsa de millones en que las palas y las piquetas abrieron huecos en los muros y fosas en los solares para extraer las pesadas cajas y las arcas cuyo contenido de morrocotas, patacones y variadas monedas fluyó torrencialmente hacia la Compañía de Giro y Descuento. En esa forma don Judas Tadeo Landínez estaba, en el sentir de las gentes, llenando el vacío que desde años atrás los bogotanos venían percibiendo por la ausencia de una institución bancaria respetable y sólida que diera plenas garantías a la comunidad.
Varios fueron los factores determinantes del prestigio de Landínez en Bogotá. A él acudieron las gentes sin reservas de ninguna naturaleza con sus capitales y sus grandes y pequeños ahorros, llenas de confianza en un hombre cuya destreza en las manipulaciones mercantiles y financieras con bonos de deuda pública y bienes nacionales ya se había hecho legendaria. Además, esta fama creció y se fue consolidando en la medida en que don Judas Tadeo demostraba ante su nutrida clientela una puntualidad irreprochable en el pago de los réditos. Landínez ideó un sistema que, puesto en práctica, contribuyó poderosamente al crecimiento vertiginoso de su imperio financiero. Propietarios urbanos y rurales empezaron a venderle masivamente toda clase de propiedades inmuebles por un procedimiento muy original. Los vendedores le entregaban a Landínez el bien raíz adicionándole una suma en efectivo que se denominaba dote. Don Judas Tadeo recibía el inmueble y a trueque del mismo entregaba un documento que acreditaba la compra y que estipulaba para el vendedor un interés mensual elevado. Se establecía, obviamente, que el vendedor recibiría el producto total de la transacción en un plazo determinado. Entre tanto, podía entregarse a la más exquisita ociosidad con las rentas que cobraba en la Compañía de Giro y Descuento.
Los tentáculos de Landínez no solamente se extendieron por Bogotá y sus alrededores, sino por un área más extensa de la geografía nacional, llegando hasta Neiva por el sur y Tunja por el norte. Resulta interesante enumerar los nombres (algunos de ellos todavía conocidos en la actualidad) de las enormes haciendas adquiridas por Landínez mediante el procedimiento descrito. Entre ellas se contaron Novillero (que fuera de propiedad del marqués de San Jorge), San Pedro, La Majada, Tibaitatá, Merinda, La Esperanza, Hatos de Funza, Palo Quemado, Tunjuelo, La Fiscala, Buenavista, Alto de Furca, El Salitre, Tilatá, Contreras, Santa Bárbara, San Juan de Matima, La Mesa de Juan Díaz, Cayunda, Chaleche, Paime, Chicaque, El Retiro, La Barrera, San Nicolás, El Vínculo, San Miguel, Los Micos, El Cerezo, Amborco, Las Siechas… y siguen más nombres. La voracidad de este tiburón insólito no conocía límites. A estas alturas ya era uno de los más acaudalados ganaderos y cultivadores de caña de todo el país. Escribía Rufino Cuervo por estos días a un amigo: “Los negocios de la bolsa están aquí en mucho auge. Landínez es el Rotschild de esta tierra. Morales ha vendido todo lo que tiene y hasta don Ramón de La Torre se ha despojado de Tilatá; pero admírese Ud., don Francisco Suescún está de bolsista y sus propiedades han pasado a poder de Landínez. Vicente Lombana le vendió su botica y las tierras que tenía en Neiva. En fin, esto es otro Londres en miniatura… Landínez es dueño del comercio y se han puesto las cosas de modo que nadie puede hacer un trato sin tocar con él… Todo lo que tenemos mi hermano y yo está en obligaciones de aquella casa”10.
Con sagacidad impresionante Landínez le puso la garra al renglón de abastos en Bogotá y se dio el caso de que a pesar de la guerra y una epidemia de viruelas, Landínez se las ingenió para abastecer en forma abundante la plaza de mercado obteniendo así estupendos beneficios. Igualmente se convirtió en el proveedor esencial de mantas, bayetas y otras prendas para el ejército del gobierno en guerra. Como es lógico suponerlo, se apoderó también de la incipiente industria manufacturera bogotana, concretamente de la fábrica de tejidos de algodón, de la fábrica de loza y de la ferrería de Pacho. Pero aún ahí no se detenía. Puede decirse que cada una de estas certeras dentelladas estimulaba su apetito en vez de aplacarlo. Cuatro importantes minas de sal quedaron bajo su control; se hizo propietario de los más ricos yacimientos carboníferos de Zipaquirá y su contorno, y, además, llegó a poseer las mejores recuas y los más diestros arrieros, lo cual, en un país de caminos de herradura, era tan decisivo como sería hoy la posesión simultánea de todas las aerovías y de todo el transporte terrestre.
Pero al fin la codicia desmesurada de Landínez lo llevó a empezar a morderse la cola. Ya sus agencias cubrían casi todos los puntos estratégicos del territorio nacional. El siguiente objetivo que pasó a la mira de Landínez fue la promisoria factoría de tabacos de Ambalema, cuyo espléndido futuro avizoró el ojo aquilino de nuestro personaje. Crecía el volumen de sus especulaciones pero a la vez sus obligaciones con los acreedores crecían también con una velocidad cancerosa. La primera consecuencia del fenómeno consistió en que los pagarés, letras y demás papeles que expedía Landínez y que en los tiempos de esplendor circulaban tranquila y pausadamente a ritmo de papel moneda, empezaron a pasar de mano en mano con tan creciente rapidez que empezó a considerarse como un primer síntoma inquietante de recelo y desconfianza por parte del público. El humor, ese fiscal implacable y corrosivo de los actos humanos, hizo entonces su aparición. Valga esta muestra tomada del periódico El Día y publicada cuando ya empezaba a sentirse el fragor de la borrasca, en enero de 1842:
“La escena pasa de noche; la luz se pone en el suelo y los muchachos alrededor forman rueda; uno de ellos saca un esparto largo de la estera, lo enciende en la vela por uno de sus extremos, y entabla con su vecino de la derecha el siguiente diálogo:
”—¿Quién me compra este monigote?
”—¿Cuánto vale el monigote?
”—¿Y si el monigote muere?
”—Pagará quien lo tuviere.
”Si durante este diálogo se apaga la punta del esparto, queda obligado a la penitencia el tenedor del monigote, pero si el fuego se conserva hasta dejar el esparto en poder del vecino sin apagarse, la responsabilidad de aquél queda a salvo… El crédito del Dr. Landínez era el monigote; todos veían que estaba encendido, pero que su llama era tan efímera como la que se prende en la punta de un esparto. Sin embargo, todos querían entrar a la rueda y tomaban parte en el juego con la esperanza de no salir multados, porque el monigote no se apagaría en sus manos. El mismo juego de los muchachos se repetía a todas horas, en cada tienda, en cada casa, en todos los corrillos…”.
Esta divertida historia tipificaba las características de la situación que empezaba a afectar los negocios de Landínez. Las gentes comenzaron a percatarse de que el magnate omnipotente ya estaba vendiendo barato lo que había comprado caro para satisfacer a sus acreedores y resguardar así su reputación.
Pero es forzoso que veamos en detalle el porqué empezó a tambalearse la confianza de las gentes y, lógicamente, el porqué Landínez empezó a malvender propiedades. Entre noviembre de 1841 y junio de 1842, Landínez tenía que cubrir obligaciones por algo más de 1 000 000 de pesos. Sin embargo, simultáneamente, su imaginación afiebrada y su codicia sin límites lo orientaron hacia dos negocios descomunales que, si bien prometían espléndidas utilidades a mediano plazo, a su vez exigían cuantiosas erogaciones inmediatas que el potentado no podía hacer sin realizar en forma apresurada ventas de inmuebles y de otros bienes.
El primero de estos negocios fue la propuesta que le hizo al gobierno de tomar en arriendo las salinas de Zipaquirá (las mayores del país), junto con las de Nemocón, Tausa, Chita y Chinebaque. Este negocio, brillante en sí, le exigía a nuestro tiburón un desembolso inmediato de 50 000 pesos. Por otra parte, Landínez de tiempo atrás había venido comprando los depreciados bonos de deuda pública a veteranos menesterosos de la Independencia y a otras gentes necesitadas a un promedio del 20 por ciento de su valor. En suma, reunió bonos que le habían costado 100 000 pesos y cuyo valor nominal era de 600 000 pesos. Sin vacilar propuso al gobierno que le reconociera este valor nominal. El poder ejecutivo, que estaba en apuros por las catastróficas erogaciones de la guerra, le respondió que lo haría con gusto a condición de que Landínez le prestara 200 000 pesos en metálico en cuotas que debería abonar entre el 15 de diciembre de 1841 y el 31 de mayo de 1842. El negocio, visto escuetamente era favorable para Landínez hasta extremos verdaderamente leoninos, ya que convertiría 100 000 pesos en 600 000 pesos. Pero el reverso del negocio era el esfuerzo ingente que tenía que realizar para reunir los 200 000 pesos que debía prestarle al Estado y los 50 000 pesos del arriendo de las minas de sal. A esto se agrega que el gobierno le prometió a Landínez extenderle por cinco años el arriendo de las salinas con la condición de que le prestara 200 000 pesos más. Los nubarrones se hacían cada día más negros. Por los 600 000 pesos de los bonos y los 200 000 pesos del préstamo Landínez recibía un 4,5 por ciento de interés anual pero ya entonces tenía vencimientos por los cuales pagaba 24 por ciento anual.
Fue entonces cuando empezó a vender a precio vil toda suerte de bienes muebles e inmuebles tratando desesperadamente de luchar con buen suceso en tres frentes esenciales a saber: pagar a los viejos acreedores más de 1 000 000 de pesos; conseguir 250 000 pesos para el arriendo de las salinas; y 200 000 pesos más para el empréstito que había prometido al gobierno a trueque de los bonos valorizados. En total casi 1 500 000 de pesos a desembolsar en pocos meses. La desconfianza aumentaba. Trascendió que el negocio de las salinas con el Estado había estado a punto de irse a pique por las dificultades que tuvo Landínez en reunir los 50 000 pesos iniciales requeridos. A todas éstas continuaba la vorágine de las ventas de sus propiedades, pese a lo cual empezó a presentarse una situación que aumentó la inquietud del público. Los pagos de intereses que antaño se producían con una puntualidad intachable, principiaron a sufrir aplazamientos que, si bien eran de pocos días, constituían al fin y al cabo demoras y generaban por lo tanto zozobra entre los inversionistas. Luego se firmó y se publicó el ya mencionado contrato de Landínez con el gobierno relacionado con el empréstito de los 200 000 pesos a cambio del reconocimiento de los 600 000 pesos por los bonos. Por un lado se sabía que el contrato seguramente sería magnífico para Landínez. Pero por otra parte la noticia incrementó la desconfianza y la angustia puesto que las gentes, con muy buen discernimiento, se plantearon una pregunta escueta y contundente:
?¿De dónde iba a sacar Landínez el metálico para abonarle al mismo tiempo al gobierno y a sus acreedores antiguos?
Mal podía pensarse que tan combativa y veterana ave de rapiña se diera por vencida fácilmente. La siguiente estrategia de Landínez consistió en montar a sus acreedores en su barco en la fase más crítica de la borrasca y convertirlos en tripulantes. Con habilidad consumada les hizo ver que si lo dejaban naufragar se ahogaban todos con él. En consecuencia los persuadió para que le financiaran las cuotas que debía hacerle periódicamente al gobierno. Landínez había hecho directamente los dos primeros abonos y los acreedores lo respaldaron cancelando al gobierno la tercera cuota que se venció el 25 de diciembre de 1841. El recelo contra el financista había crecido porque los acreedores percibían una realidad alarmante: don Judas Tadeo ya había enajenado las propiedades más líquidas y valiosas y sólo le estaban quedando las de menos valor y más difícilmente vendibles. Por consiguiente empezaron a sentirse precariamente respaldados y su angustia creció. Sobrevino entonces la insurrección general. Los acreedores no abonaron la cuota del 30 de diciembre y se precipitó la calamidad.
El historiador José Manuel Restrepo en su Diario político y militar toma nota de la realidad inminente de la quiebra el 1.o de enero de 1842. Cuenta el citado Diario que en esa fecha ya se habían reunido 80 acreedores y designado una junta especial para que revisara a fondo el estado de las finanzas de Landínez. Dice más adelante: “Si Landínez quiebra, casi no hay familia en Bogotá y sus alrededores que no pierda o quede arruinada”. La estimación que hizo Restrepo en su Diario sobre el monto de las deudas de Landínez fue de 1 400 000 pesos. Pero posteriormente, el 21 de febrero, siendo ya un hecho irreversible la bancarrota de Landínez, escribía Restrepo: “Más de 200 familias quedan reducidas a la miseria por las maniobras atrevidas y mal avisadas de Landínez, cuya memoria será en Bogotá de funesta recordación. Sus deudas alcanzan a dos millones de pesos y sus propiedades apenas valen quinientos mil. Ha comenzado el pleito de concurso que durará muchos años”.
El duro golpe asestado por la bancarrota de Landínez a la naciente industria nacional está reflejado en estas palabras de don Mariano Ospina Rodríguez en la Memoria de Hacienda que presentó al Congreso de 1842, cuando aún se sentían de manera dramática las consecuencias de esta calamidad: “Nuestro porvenir se halla en la producción de frutos tropicales para la exportación y en la explotación de las minas de metales preciosos. Son estos ramos de la industria los que pueden adquirir sin inconvenientes una inmensa extensión; y es por lo mismo en favor de estos objetos que deben hacerse los mayores esfuerzos”.
Ospina enterraba así por los próximos 45 años la política de fomento estatal al sector manufacturero nacional.
Otro breve ensayo manufacturero
No obstante estar tan reciente el colapso de Landínez y sentirse aún con dolorosa intensidad sus efectos, a principios de 1843 se realizó en el marco de La Gran Semana de Bogotá11, una nueva exposición industrial. Hubo estímulos y premios a los mejores productos como lo acredita un periódico de la época en esta forma:
“[El primer premio] al Sr. Mariano Ramírez, mayordomo de la Casa de Refugio, por una máquina de hilar, y al Sr. Francisco Méndez, su compañero en el trabajo de carpintería de dicha máquina, 2.o al Sr. Mariano Ortega, por el modelo de una máquina de hacer adobes, 3.o a la niña hilandera de la Casa de Refugio que se presentó en la exposición dando movimiento a la máquina hecha por el Sr. Ramírez; … 5.o al Sr. Ignacio Galarza, por la pólvora fabricada por él; 6.o al Sr. Miguel Paniagua por el fusil que ha hecho en su herrería”. En la modalidad de “artes de utilidad” recibieron premios varios artesanos de la ciudad que presentaron cueros curtidos, galápagos de señora y muebles de madera12. La fábrica de lienzos de algodón, la de loza y la ferrería de Pacho habían salido mal libradas de la quiebra de Landínez, pues sus productos no fueron presentados a la exposición industrial. Se encontraban cerradas en ese momento.
Sin embargo una muestra notable de los esfuerzos por superar pronto la situación la advertimos en las manufacturas de la entonces denominada Casa de Refugio. Era ésta una institución que dependía del municipio y que albergaba a la vez valetudinarios, mendigos, huérfanos, dementes e incluso pobres de solemnidad. Como este asilo dependía de la ciudad y los gastos que demandaba eran elevados, ya desde 1835 existía la inquietud, que pronto empezó a cristalizar, de dotar el albergue de máquinas y materias primas para enseñar determinados oficios a los reclusos y ponerlos en capacidad de producir mercancías que pudieran colocarse en el mercado. Se iniciaron actividades con la fabricación de tejidos y luego, como consta en testimonios de la época “frazadas, camisetas, ruanas de hilo y seda, fajas, ligas, pellones, mantas, lienzos finos y ordinarios, manteles, servilletas, cinchas, galones y otros artículos”. Sin embargo, al tropezar los promotores de la idea con el frecuente obstáculo de la ineptitud de los reclusos por ser algunos locos, otros párvulos y otros demasiado provectos, se optó por la solución de apelar a los servicios de operarios externos a quienes se ofreció un salario de ocho pesos mensuales. Teniendo en cuenta la conocida veteranía de los tejedores socorranos, se acudió a esta región para reclutarlos. Posteriormente se importaron máquinas y se trajeron dos operarios italianos esencialmente a fin de capacitar a los reclusos hábiles y a los aprendices externos13.
El centro manufacturero de la Casa de Refugio fue un conato generoso pero fallido para no dejar morir la incipiente industrialización bogotana. Las secuelas de la catástrofe de Landínez seguían gravitando y nuestros dirigentes continuaban en su mayoría empecinados en creer que sería en vano todo esfuerzo orientado a cimentar y robustecer un proceso de industrialización. En una Memoria presentada a la Cámara Provincial, en 1844, trazó el gobernador Alfonso Acevedo un cuadro no por objetivo menos deprimente de las circunstancias adversas que torpedearon a la Casa de Refugio y sus meritorias iniciativas de pequeña industria. Dice así:
“El Sr. José Ignacio París regaló a la casa máquinas de tejer medias, que hasta ahora nada han producido al establecimiento por falta de aprendices… Tuve al fin que dirigirme al ilustre concejo municipal [de la provincia] del Socorro solicitando algunos jóvenes industriosos que viniesen a la Casa de Refugio a hacer su aprendizaje, pues los reclusos, o son valetudinarios, o niños que todavía no pueden manejar los telares. Mi demanda fué acogida… y poco tiempo después llegaron a esta capital los jóvenes pedidos… ; pero han permanecido más de un mes en la Casa, sin hacer nada y causando un gasto inútil a las rentas [debido a] la falta de concurrencia del [instructor] italiano.
“En concepto de la gobernación, antes que útiles son perjudiciales a la Casa de Refugio las máquinas de diferentes artefactos que sucesivamente han ido introduciéndose en ella… Ricas compañías de hombres industriosos han procurado establecer diferentes fábricas en la capital, pero todas se hallan en decadencia o completa ruina, porque ni los capitales, ni el interés individual han podido violentar la naturaleza para que este país venga a ser fabricante antes de la época, todavía lejana, en que tenga brazos y materias primas suficientes para dar pábulo a la industria fabril. Deben, en mi opinión, venderse las máquinas para indemnizar a la Casa de los gastos infructuosos que hizo en montarlas y en hacer conducir operarios [socorranosl que regresan a sus casas sin haber aprendido nada”.
El gobernador Acevedo sin eufemismos ni rodeos expidió así la partida de defunción de todos los meritorios esfuerzos de la Casa de Refugio. Es digno de destacarse el categórico planteamiento en que Acevedo se hizo eco de la opinión colectiva, que ya a estas alturas rechazaba como fantasiosa y utópica la posibilidad de fomentar e impulsar cualquier proceso manufacturero en Colombia.
Pese a todo el aluvión de factores adversos a la industria generados esencialmente por el derrumbe de Landínez, ésta se resistía obstinadamente a morir. Muy poco después del mortífero colapso, El Constitucional de Cundinamarca informó, en febrero de 1842, que el señor Pedro Ricard había inaugurado una fábrica de sombreros y que el señor Ignacio Galarza se había hecho cargo de la fábrica de pólvora del gobierno con la condición de abastecer las necesidades oficiales y vender con entera libertad el excedente. Al año siguiente el inglés Samuel Sayer abría una fábrica de cerveza y don Simón Espejo una de zapatos. Era notorio que el gran naufragio dejaba sobrevivientes.
Pero sin duda alguna la noticia más curiosa de esa época en este campo fue la que hizo saber a los bogotanos, en julio de 1843, que la ciudad empezaría a contar con un servicio admirable para la época y novedoso en nuestra ciudad: el de la fotografía. Un señor de apellido Goñi puso a la disposición de los bogotanos su laboratorio para hacer retratos al público “por el último método del daguerrotipo perfeccionado asegurando a cuantos lo ocupen que la semejanza y perfección serán completos. Los precios de los retratos son, de más de medio cuerpo de $8 y $10 con su correspondiente cajita de tafilete”14. Se inauguraban así en la capital los bellos tiempos del alba de la fotografía en los que “sacarse un retrato”, como decían los viejos bogotanos, era todo un rito para el que adultos y niños se preparaban con holgada anticipación eligiendo en sus armarios, roperos y baúles las mejores galas para lucirlas en aquella solemne ocasión en que el artefacto mágico perpetuaría en unos instantes su apariencia actual para los años, y acaso los siglos venideros, sin necesidad de las interminables y tediosas sesiones en el estudio del pintor.
En 1844 volvió a salir a flote la fábrica de lienzos de algodón. Por esa misma época el inglés Roberto Bunch, administrador de la ferrería de Pacho lanzaba vehementes exhortaciones a los bogotanos para que brindaran su apoyo a esta industria utilizando sus productos y convenciéndose de su excelente calidad. El antioqueño Nicolás Leiva adquirió en su totalidad la fábrica de loza y la ya mencionada fábrica de papel también revivió e inició de nuevo su producción. Sin embargo, los vientos no eran favorables para la industria colombiana. De 1844 en adelante dejó de celebrarse la exposición industrial que con tanto optimismo y entusiasmo había convocado y aglutinado a los artesanos e industriales en años anteriores. El rumbo fundamental de la economía colombiana estaba ya trazado.
Nuestros empresarios se iban identificando alrededor de un objetivo común: llegar a convertir a la Nueva Granada en un país productor y exportador de materias primas e importador de casi toda suerte de manufacturas, lo que sacrificó el futuro de las manufacturas nacionales.
Las reformas del medio siglo
Entre 1850 y 1861 se llevaron a cabo, especialmente por José Hilario López y Tomás Cipriano de Mosquera, reformas de gran trascendencia en todo sentido. Además de la abolición de los resguardos aquéllas consistieron en la abolición de la esclavitud, la supresión de diezmos y censos, el desestanco del tabaco, la desamortización de los bienes de manos muertas y el auge del libre cambio y el federalismo. Estas innovaciones, junto con el impulso a la navegación a vapor por el río Magdalena, trajeron como consecuencia una vigorosa expansión en el comercio exterior del país que, de exportador de metales preciosos, pasó a serlo además de tabaco, quina, añil y, finalmente, de café. Simultáneamente sobrevino un auge extraordinario en la importación de manufacturas extranjeras que consolidó a Bogotá como el primer centro comercial del país.
Miguel Samper anota en su escrito La miseria en Bogotá, de 1867: “La navegación marítima se regularizó y se mejoró hasta venir a contarse hoy con comunicaciones semanales en el río [Magdalena] y quincenales en el mar, servidas por buques de vapor. Crédito y toda clase de facilidades se ofrecieron por los negociantes europeos… El comercio se ha hecho accesible aun a los pequeños capitales… La medida de este progreso sería la comparación de los precios [de los productos importados] en 1824 y 1867: entre 12 reales, valor de un pañuelo de rabo de gallo o una vara de fula en el primero de aquellos años, y 2 reales, a que se ha reducido su precio en nuestros días.” Los artesanos del país fueron los grandes afectados por esta situación, pues la competencia de las manufacturas extranjeras, de mejor calidad y más bajo precio, impidió crecer a las manufacturas nacionales de tipo tradicional, artesanal, lo que produjo el descontento e incluso la rebelión de los artesanos ya desde finales de la década del cuarenta.
El auge del comercio importador lo expuso claramente Nicolás Pereira Gamba en 1875 al informar que desde 1855 había aumentado el número de tiendas de efectos extranjeros en Bogotá desde menos de 150 hasta cerca de 800, y el número de importadores directos de Europa o de los Estados Unidos, desde menos de 50 hasta cerca de 30015.
Bogotá asumió el liderazgo absoluto en el campo mercantil y financiero del país, pero las artesanías y manufacturas nacionales pagaron por ello.
De 1850 a 1870 la industria bogotana decayó respecto a los niveles que había alcanzado entre 1835 y 1839. Hasta finales de 1848 y principios de 1849 en el periódico El Neogranadino se ofrecía “papel de la fábrica bogotana”, y lienzos de la fábrica de tejidos de algodón, pero después de esa época no hay menciones a estas dos factorías.
Según Ospina Vásquez, la de papel se sostuvo hasta aldededor de 1850 y al cesar la producción su equipo se habilitó como molino de trigo. En 1854, el norteamericano lsaac Holton elogiaba la calidad de la loza que se producía en la fábrica de Nicolás Leiva, y agregaba que las fábricas de tejidos de algodón, papel, alcaloide de la quina y la fundición de Pacho habían fracasado todas. Así pues en Bogotá, “El [río] San Francisco, en su carrera precipitada desde el Boquerón, no encuentra más que hacer que mover dos molinos de trigo comunes y corrientes, que aquí no utilizan para moler maíz y que en los Estados Unidos se considerarían inadecuados para moler trigo”.
En 1855, los señores Jacobo Sánchez, José María Plata y Antonio Ponce de León se asociaron para crear una fábrica de tejidos de lana cuya existencia se prolongaría por 30 años. También subsistieron las pequeñas industrias de cerveza, fósforos, jabones y velas que venían operando desde las décadas del treinta y cuarenta. Sin embargo, mal podría hablarse entonces de Bogotá como una ciudad que iniciara siquiera un proceso de industrialización. En El Tiempo del 19 de octubre de 1858, Salvador Camacho Roldán publicó un artículo en que diagnosticaba con extraordinaria lucidez los problemas básicos de la industria bogotana con énfasis muy especial en el de las vías de comunicación. Afirmaba que no había que engañarse, que mientras Bogotá no tuviera rutas comerciales económicas que la pusieran en contacto con las poblaciones consumidoras del norte y del sur ningún progreso industrial podría acometerse con buen éxito:
“Hay en esta ciudad una fábrica de loza desde hace más de treinta años, y no se ha pensado siquiera en establecer otra; la fábrica de cristales montada en 1838, tuvo que convertirse dos años más tarde, por falta de salidas, en hospital de virulentos; la fábrica de papel se convirtió hace poco tiempo en molino de trigo; la fábrica de tejidos de algodón… tuvo que cerrarse; … la fábrica de tejidos de lana de esta ciudad apenas reporta utilidades mezquinas; … el Señor Eustacio Santamaría ha tenido que suspender la fabricación de sus excelentes jabones y bujías”.
Ocho años más tarde, en 1866, José María Vergara y José Benito Gaitán publicaron un Almanaque de Bogotá y guía de forasteros que contenía una interesante miscelánea de datos sobre la ciudad. Entre sus diversas secciones figuraba un directorio de industrias capitalinas que traía los siguientes datos:
“Fábrica de loza… La empresa cuenta con todos los elementos necesarios para poder fabricar la loza suficiente para el consumo de toda la República, pero su poco valor y el mal estado de nuestros caminos no permiten su expendio sino en Cundinamarca, Tolima y Boyacá…
”El establecimiento está montado a la europea; se trabaja constantemente y tiene como veinte operarios fuera de los empleados en sacar y conducir el carbón… Fábrica de paños… El edificio principal es de tres pisos. Allí se hallan en movimiento constante las máquinas de limpiar y cardar lana, más de quinientos husos de hilandería, siete grandes telares de poder, los aparatos de lanar y tundir los paños y las prensas y calderas de vapor para lustrar y aderezar todas las telas. Las máquinas se ponen en movimiento por una rueda hidráulica de siete metros de diámetro y tres de longitud, y su fuerza alcanza a la de ocho caballos. Fábrica de fideos. Fue importada al país por los señores Párraga y Quijano arreglada y dirigida por el señor Luis Bazzani en 1862. Fabrica toda clase de pastas, tallarines y fideos… Fábrica de chocolate. Esta empresa del señor Ramón Mercado vende por mayor y por menor”.
La observación detenida del directorio que acabamos de citar revela el común denominador de todas estas industrias por entonces existentes en Bogotá: ninguna utilizaba aún el vapor como fuerza motriz16.
La primera máquina de vapor
Jorge Gutiérrez de Lara, Secretario de Hacienda y Fomento, informaba al Congreso en 1868 que ya estaba montada y funcionando sin inconvenientes la primera máquina de vapor que había trepado sobre la cima de los Andes, gracias a los esfuerzos de la industriosa familia Sayer. Esta máquina representaba una fuerza nominal de 10 caballos y su caldera la de 14, estando destinada para dar movimiento a un molino de trigo, para el cual había sido necesario traer, también desde Francia, tres pares de piedras especiales, de un metro 20 centímetros de diámetro cada una. El peso de la caldera era de cuatro toneladas, y el de toda la máquina y sus útiles de 36 toneladas.
“Sin ser proteccionista —agregó Gutiérrez de Lara—, he deplorado que estos atrevidos obreros de la industria hayan tenido que luchar no sólo con las dificultades que la naturaleza de nuestros caminos presentaba para conducir el enorme peso de toda la máquina y de algunas de sus piezas en particular, sino que, por causa del mismo peso, hayan tenido que pagar más de cuatro mil pesos por derechos nacionales de importación o por peajes del Estado. Esta fortísima suma, aumentando los costos de compra y transporte, desalienta y desanima a cualesquiera otros industriales que quisieran seguir la nueva vía de progreso abierta hoy por los señores Sayer”.
El señor Gutiérrez de Lara habló con voz profética. En efecto, el costo exorbitante del transporte de 36 toneladas de maquinaria a lomo de indio y mula desde Honda hasta Bogotá, además de los gravámenes de aduana, peajes y costos de compra de las máquinas fueron la sentencia de muerte en corto tiempo del molino de harina movido a vapor. De por sí, hubo que demorar su instalación en la Plazuela Camilo Torres, pues casi ocurre una pueblada por el temor de las gentes a que la caldera de vapor explotara17. Seis años más tarde, en 1874, la famila Sayer se vio precisada a clausurar las actividades del molino y venderlo a sus competidores, para resarcirse de los ingentes gastos iniciales que no había podido recuperar. Las consecuencias de esta venta las veremos cuando nos refiramos al Motín del Pan de 1875. Esas son las grandes paradojas del atraso: en Bogotá era más rentable elaborar harina con fuerza hidráulica y de mulas que con el vapor que estaba moviendo las industrias de los países desarrollados.
Con el mensaje y las memorias de los secretarios de estado de Cundinamarca se publicaron en 1869 algunos datos estadísticos en los que se aprecia una visión tan sucinta como completa de la precaria capacidad industrial del estado más importante de la Unión en ese año. Según el informe, el conjunto de la industria de Cundinamarca consistía en 96 molinos movidos por agua, uno movido por vapor, 17 trapiches movidos por agua, 4 319 por fuerza animal, 74 tenerías primitivas, de las mismas que dejaron los españoles, 406 destilaciones de aguardiente y 75 estanques de añil, que en 1874 se habían reducido a 25.
“He aquí todos los establecimientos fabriles de Cundinamarca. En medio de 4 000 trapiches de mayal, como los que existían en tiempo del Arzobispo Virrey, una sola chimenea que anuncia la presencia del vapor”.
Corta reactivación industrial
En 1870 se estableció en Bogotá una nueva fábrica de cerillas. Por su parte la fábrica Rey y Borda seguía adelante con la producción de fósforos, que por esa época daba empleo a más de 200 trabajadores directos e indirectos, en su mayoría mujeres18.
En 1871, Silvestre y Antonio Samper, Guillermo Uribe y Liborio Zerda fundaron una fábrica de licores y perfumes que se llamó De Los Tres Puentes. Esta nueva industria publicó un catálogo de sus productos que revela el primer ensayo de lo que luego se llamaría “industrialización por sustitución de importaciones”:
“Convencidos los empresarios de esta fábrica… de lo absurda que es la importación de la mayor parte de los licores, perfumes, aguas aromáticas espirituosas y otras producciones de esta naturaleza que nos vienen del extranjero confeccionadas con elementos de la América Tropical, de donde se llevan a Europa y a Estados Unidos del Norte en la forma de materias primas, han empezado a producir en Bogotá, y ofrecen al público, alcohol desinfectado de diferentes grados, aguardiente anisado común y fino, aguardiente de España, ginebra, Kirsch, mistelas o ratafias de diferentes sabores, ron viejo de Jamaica, brandy pálido, vinos de diversas frutas, cremas finas y otros licores pousse-café, perfumes finos y baratos, agua florida, agua de mil flores, vinagre aromático y blanco, tintura de árnica, barnices, alcohol aromático, gotas amargas”19.
Lamentablemente, tan ambiciosos proyectos no alcanzaron larga vida, pues en 1878 la promisoria industria llegó a la bancarrota acosada por dos frentes implacables: por un lado, las 406 destilerías familiares de aguardiente que existían en Cundinamarca y, por otro, el asedio tributario del propio Estado que para la época se disponía a restablecer el estanco oficial de aguardientes20.
En 1874 los señores Koppel & Schloss e Ignacio A. Ortiz fundaron una fábrica de cigarros cuyos productos se destinaban casi en su totalidad a la exportación. “Se presenta pues un vasto campo a la clase menesterosa, amiga del trabajo, para ganar la vida honradamente, y se invita a las obreras de dentro y fuera de la capital que posean aunque sean ligeras nociones de este oficio, concurran al expresado local en donde se les pagará un buen Salario”21.
Otro intento fallido fue el que emprendieron en 1874 los mismos empresarios de la fábrica De Los Tres Puentes con otros inversionistas de la capital. Se trataba de revivir la industria de vidrio, cuyo objetivo principal era la producción de objetos de ese material a precios más módicos que los importados, los cuales salían excesivamente costosos por razones de fletes y dificultades de transporte. Para tal efecto, los empresarios solicitaron al Congreso una serie de exenciones tributarías que la corporación terminó negando por presiones del gremio de boticarios de Bogotá, quienes arguyeron que la libre importación de materias primas para la fábrica de vidrios encubriría el contrabando de productos químicos que se utilizaban en la preparación de gran variedad de medicamentos22.
Groot, Paz y Cía. compró en julio de 1875 al francés Luis Manouri la pequeña fábrica de calzado que éste poseía en Bogotá, en la que trabajaban con máquinas de 20 a 25 obreros. Los nuevos empresarios aseguraron entonces que “el calzado que nuestra fábrica produce reúne todas las condiciones del mejor extranjero, y su figura se adapta perfectamente a la forma del pie, lo cual no sucede con el europeo, que por lo regular no tiene la proporción corriente para nosotros”23.
Los graves tropiezos de este prematuro intento de despegue industrial continuaron dando al traste con otras importantes iniciativas. Con motivo del inicio del establecimiento del telégrafo en 1865, y con la extensión de las líneas telegráficas desde esa fecha, se vio llegada la ocasión para el montaje de una fábrica de ácido sulfúrico, la cual entonces se concebía que, junto con la industria siderúrgica, sería la base que permitiría el despegue industrial del país. Con tal propósito, y contando por lo pronto con la demanda de ácido para las pilas del telégrafo, el gobierno celebró en 1871 un contrato con Percy Brandon, quien organizó una sociedad anónima para montar la fábrica de ácido sulfúrico, a la que el gobierno se obligaba a comprar cuando menos 3 000 kilogramos al año. Luego de ingentes dificultades para el transporte e instalación de la maquinaria, la fábrica inició labores en noviembre de 1874, entrando casi de inmediato en receso hasta mayo de 1875, cuando de nuevo entró en funcionamiento su cámara de plomo y de nuevo se inmovilizó. En estas dos operaciones se produjeron 3 937 kilogramos de ácido, de los cuales en enero de 1878 había todavía una existencia considerable, pues el Gobierno Nacional sólo recibió pequeñas cantidades como parte o a cuenta del que debía recibir, y en el mercado no tuvo el consumo que se esperaba24.
Tal situación, por la que el régimen liberal-radical había sacrificado su política de no intervención del Estado en la economía, no podía ser más desastrosa.
La compañía tampoco pudo conseguir la cantidad de azufre requerida para un mínimo funcionamiento estable. Estos dos obstáculos, la falta de demanda para su producto y la carencia de la materia prima, terminaron por liquidarla. Desde luego, nunca surgieron las industrias que se pensaba iban a aparecer a su amparo, y así murió, apenas nacido, otro mito en Colombia, el de que bastaba la presencia suficiente y barata del hierro y del ácido sulfúrico para que, como por encanto, se industrializara el país, pues uno y otro, como principales componentes de la industria pesada en ese entonces, eran la base de la industrialización europea y norteamericana. Y si allá lo habían sido aquí también deberían serlo ( ! ).
El Diario de Cundinamarca del 9 de enero de 1878 dio una información que resultó de gran trascendencia puesto que daba a conocer la fundación de una industria que, a diferencia de las anteriormente mencionadas, sí se consolidó y alcanzó mucho más de medio siglo de vida. Fue la célebre Fábrica de Chocolates Chaves, fundada por el señor Enrique Chaves y movida desde el principio por maquinaria de vapor. Hubo también por entonces otras innovaciones de importancia tales como la que introdujo la Casa de la Moneda entre 1877 y 1879 al reemplazar sus máquinas de tracción animal por modernos mecanismos de vapor. Por otra parte, como ya vimos, en 1876 se estableció en Bogotá la fábrica de gas que introdujo el alumbrado de este tipo en la ciudad.
Pese a todas las dificultades que hemos venido anotando, el desarrollo económico de la década del setenta no fue del todo despreciable en Bogota, como lo demuestran la creación e impulso definitivo de empresas financieras de tanta trascendencia para el progreso nacional como el Banco de Bogotá, el Banco de Colombia y la Compañía Colombiana de Seguros. Fue precisamente en esa época cuando un grupo de muy destacados empresarios bogotanos estableció una empresa constructora que contaba con los mejores augurios. Un folleto que se publicó a raíz de la fundación de la compañía decía lo siguiente:
“No se ha presentado jamás entre nosotros una época más oportuna que la presente para emprender la construcción de casas… La necesidad de alojamientos, los que se colocan hoy a muy subidos precios en ventas y en arrendamientos, con un 66 por ciento más de lo que antes valían, y el aumento de población que se ve, hará que estos precios se mantengan en esta población, a la que diariamente concurren inmigrantes atraídos por el progreso que se nota aquí; esto promete grandes ventajas a una compañía anónima concienzudamente organizada, la que reuniendo los recursos de sus miembros, lleve a cabo el proyecto de ensanchar la primera ciudad del país”25. Sin embargo, la guerra civil de 1876-1877 frustró también esta empresa pionera en el ramo de la actividad urbanizadora en Colombia.
Un viraje económico
Una de las primeras medidas económicas que tomó el gobierno de la Regeneración fue la reforma arancelaria. El criterio de la nueva administración era formalmente proteccionista e iba orientado a la defensa de las manufacturas nacionales hasta donde fuera posible frente a los productos extranjeros26. Los gravámenes que se fijaron inicialmente fueron aumentados posteriormente varias veces, lo cual, sin embargo, no se reflejó en una evolución satisfactoria de la industria capitalina y, al contrario, sí estimuló la oposición de los sectores de ambos partidos vinculados al comercio exterior. Además existía aún monopolio estatal sobre renglones tales como la fabricación y venta de cigarrillos, cigarros, fósforos y licores. Finalmente fueron eliminados los tres primeros, como consecuencia de lo cual se otorgaron licencias a productores privados que de inmediato dieron comienzo a la fabricación de estos productos en la ciudad.
El común denominador, con pocas excepciones, continuó siendo sin embargo la corta vida de las industrias y los innumerables tropiezos que tenían que afrontar. Decía así un significativo comentario de prensa para 1894:
“Pocas son las empresas industriales que hay en Cundinamarca que llamen la atención por el capital invertido en ellas, por la perseverancia y el esfuerzo que representan y el número de obreros a quien den trabajo, y, por consiguiente alivio; pero hay algunas, con todo, en presencia de las cuales se siente uno como transportado a un país manufacturero por excelencia, de esos donde el carbón de piedra y las máquinas de vapor, factores principales de progreso, son el elemento cardinal de su desarrollo y su mayor germen de vida”27.
Durante las dos últimas décadas del siglo xix se produjeron esfuerzos de importancia en el campo de los tejidos y, en términos generales, los artesanos se vieron en este campo bien retribuidos por la política proteccionista.
Pero fue la cerveza, sin duda alguna, el producto industrial que logró mayor solidez dentro del panorama de nuestra industria. La Cervecería Bavaria, fundada en 1889 por el empresario alemán Leo S. Kopp con un capital de 1 700 000 marcos oro28, fue la fábrica que alcanzó un mayor grado de desarrollo y que repercutió de manera más permanente en la vida de la ciudad. Invariablemente, desde su fundación hasta nuestros días, cuando se halla próxima a cumplir su primer centenario, esta gran cervecería ha sido como industria un auténtico modelo en todo sentido. Además de su actividad propia de producción de cerveza, Bavaria en sus primeros años generó y desarrolló otras actividades que incidieron de una manera muy positiva en el progreso de esta capital. Destaquemos algunas.
Desde el establecimiento de la planta de Bavaria, fue preocupación permanente del señor Kopp estimular la construcción de un barrio cercano a la fábrica donde pudieran habitar los trabajadores de la misma en condiciones cómodas e higiénicas. De este modo nació el actual barrio de La Perseverancia.
Los enfriadores utilizados para aclimatar la cerveza dieron origen a la importante industria del hielo, la cual trajo grandes beneficios a la de los heladeros y cocineros que, según una nota de prensa “no tendrán ya que aguardar las granizadas del Páramo, ni habrán de apelar a máquinas que a veces no funcionan, para poder servir en un banquete o ambigú los platos que hoy se sirven helados en los países de allende el mar; ni los limonaderos carecerán de hielo para enfriar las exquisitas bebidas americanas, cuya lista requeriría una columna entera de este diario”29.
También estimuló Bavaria la industria del vidrio, la cual, aunque en principio registró intentos fallidos como el de los señores Silvestre Samper y Simeón Martín, finalmente se consolidó y prosperó de una manera muy apreciable.
Es igualmente digna de exaltarse la valiosa contribución de Bavaria a la lucha contra el antihigiénico vicio de la chicha, hasta el punto de que cuando, a mediados del siglo xx, finalmente logró erradicarse este hábito funesto, una inmensa mayoría de los inveterados consumidores de chicha ya habían hallado un sucedáneo saludable en la cerveza.
La industria de ácido sulfúrico también cobró cierto auge en esa época y más aún la de chocolates. ?Mencionamos ya dos industrias que alcanzaron notable solidez y prosperidad en este ramo: la que fundó en 1877 el señor Enrique Chaves, y que desde el principio llevó su nombre, y la Fábrica de Chocolates La Equitativa, que fundó ahora, en 1889, el señor Luis M. Azcuénaga. Ambas industrias tuvieron gran éxito y finalmente en 1905 se fusionaron para seguir operando con magníficos resultados. Se daba inicio así a un esbozo de desarrollo fabril en Bogotá.
APARECE LA BANCA
Es un hecho muy significativo dentro de la historia económica de Bogotá que ya en 1834 y en 1835, sucesivamente, los gobernadores de la provincia, Rufino Cuervo y José Mantilla, presentaran ante la Cámara Provincial exposiciones de motivos para solicitar la creación de un banco. En 1836 el mismo gobernador Mantilla volvió sobre el tema con argumentos más precisos y contundentes como aquel en que denunciaba la tasa exorbitante de interés que corría en el mercado como consecuencia de la reciente medida de liberación de la tasa de intereses, los cuales llegaban ya al 36 por ciento anual con tendencia a subir al 40 por ciento, en tanto que, según Mantilla, la agricultura, el comercio y la construcción, principalísimas actividades de los inversionistas de entonces, escasamente rentaban el 15 por ciento.
En junio de 1838 la Gaceta de la Nueva Granada informó alborozada sobre un proyecto, que luego se malogró, de crear en Bogotá un banco en asocio con una casa extranjera.
Una de las consecuencias deplorables y a la vez pintorescas de la ausencia de bancos en la ciudad era que las gentes se veían obligadas a guardar y ocultar el dinero en sus casas o negocios ingeniándose originales arbitrios para esconder sus monedas de oro y plata en lugares seguros. Cuando se presentaban guerras, revoluciones o conmociones políticas de cualquier naturaleza, la histeria colectiva subía de punto y las gentes, aterradas ante el espectro de las confiscaciones, multiplicaban los escondrijos y se esmeraban aún más en hacerlos inaccesibles a la más encarnizada pesquisa. Cuenta en sus apuntes el francés Le Moyne la frecuente ocurrencia del caso de obreros que al derribar un muro por motivos de remodelación o demolición de casas se topaban con verdaderos tesoros en monedas. Igualmente dio fe Le Moyne de la arraigada creencia popular según la cual lucecillas fantasmales, duendes errátiles y aun fantasmas espeluznantes rondaban patios y aposentos delatando con sus andanzas la existencia de tesoros ocultos entre los muros o bajo la tierra. Precisamente Le Moyne sorprendió una noche a un criado de su casa excavando febrilmente en procura de una valiosa guaca de cuya realidad no dudaba, ya que decía estar seguro de haber visto durante las noches anteriores unas luminarias andariegas rondando por el jardín.
Como la única moneda circulante era la de oro y plata hubo ocasión, en época de aguda escasez de metálico, en que el gobierno echó mano de ingeniosos recursos devaluatorios para superar la deflación. Fue el caso por ejemplo, de la coyuntura inmediatamente posterior al triunfo de la Independencia, cuando por decreto de 28 de noviembre de 1820 el vicepresidente Santander, muy alarmado por la escasez de circulante en el país, mandó admitir toda moneda de plata recortada que no hubiera perdido las tres cuartas partes de su contenido en metal; razón por la cual en muy corto tiempo no quedó en Bogotá una sola moneda que no hubiera sido recortada al menos en la mitad, pues toda moneda irregular de plata era de inmediato cercenada, doblando el valor para su feliz propietario, ya que cada mitad continuaba valiendo lo que la moneda entera. Y esto de una manera enteramente legal. El gobierno con tal artificio logró doblar la masa monetaria que atendía las transacciones menores requeridas por el mercado interno, mientras al mismo tiempo preservó la moneda de oro de talla mayor para que los comerciantes pudieran seguir pagando las importaciones de mercancías extranjeras. Las consecuencias las denunció un corresponsal del periódico La Indicación, del 28 de septiembre de 1822, cuando se quejó de que por el decreto de Santander, “no va quedando una sola moneda que no le hayan recortado al menos la mitad, y creo que dentro de poco tiempo va a quedar inutilizada toda la macuquina (moneda de plata irregular), como que ya no circula una moneda completa. … ¿ Y quién será el necio que no haga la ganancia de un 50 por ciento en que no arriesga nada?”. La falta de papel moneda, o de bancos emisores hacían sentir así sus efectos sobre la economía del país.
Sería erróneo pensar que el aparatoso derrumbamiento en 1842 del colosal emporio financiero de Landínez —el más grande que conoció el siglo xix colombiano— afectó solamente a sus infortunados acreedores. La más grave consecuencia de esta fatídica bancarrota consistió en que en la capital de Colombia, y por extensión en todo el país, imperó desde entonces una fobia virtualmente invencible contra todo tipo de instituciones bancarias, lo cual retrasó de manera funesta el avance económico de la nación en todos los campos, empezando por el de la incipiente industrialización. La desconfianza de las gentes hacia el papel moneda alcanzó dimensiones de la más cerril intransigencia y a partir del terremoto de Landínez reforzaron su apego al puro metálico. Son incalculables los efectos negativos que, como resultado de la quiebra de Landínez, repercutieron y gravitaron sobre el desarrollo de la economía nacional en las tres décadas siguientes y en particular sobre las posibilidades de surgimiento del sector bancario.
Como efecto de las reformas de medio siglo se presentó una contradicción que llegó a asumir caracteres ciertamente críticos. Por una parte la enérgica expansión mercantil desbordaba el sistema monetario basado casi exclusivamente en monedas de oro y plata y hacía apremiante la necesidad de papel moneda para facilitar las transacciones comerciales que iban en un aumento vertiginoso. Pero, por otra parte, la inestabilidad política, la poca confianza que inspiraba el Estado y el amargo recuerdo de la quiebra de Landínez eran impedimentos que retardaban esta imperiosa y a la larga inevitable innovación en el mundo comercial y financiero de cualquier nación civilizada.
Hasta tal punto se hacía sentir esta necesidad como impostergable que en 1861 el general Tomás Cipriano de Mosquera, vencedor en su insurrección contra el gobierno de Mariano Ospina Rodríguez, dispuso la emisión de 500 000 pesos en billetes de tesorería para cubrir los gastos de la guerra, que al mismo tiempo debían servir como dinero fiduciario que empezara a aclimatar el papel moneda en el país. Sin embargo este dinero se desvalorizó y el gobierno hubo de suspender la emisión. Pero el general Mosquera, que fue siempre un hombre de ideas progresistas y de vanguardia, trató de repetir el intento en 1863 y en su último gobierno en 1867. Todo en vano. Los comerciantes bogotanos sabotearon esta iniciativa pues mantenían tercamente su desconfianza hacia un dinero fiduciario cuyo único respaldo era el Estado. No obstante eran conscientes de que el dinero metálico no bastaba y se hacía cada vez más urgente la presencia de bancos de emisión. Ya se habían presentado dos experimentos fallidos que reseñaremos a continuación: la Caja de Ahorros, que funcionó entre 1846 y 1863, y el Banco de Londres, México y Sudamérica, que tuvo entre nosotros una breve existencia entre 1864 y 1865. Angustiosamente se requería una institución bancaria seria, sólida y bien organizada. Ella hizo su aparición finalmente en 1871. Pero antes veamos someramente los casos de la Caja de Ahorros y del Banco de Londres que ya mencionamos.
La Caja de Ahorros
Aunque no con tanta intensidad como en la década de los cincuenta, en la anterior ya se hacía sentir en la capital la necesidad de una institución bancaria, hasta el punto de que, por disposición de la Cámara Provincial, inició actividades en enero de 1846 la Caja de Ahorros de Bogotá. El gobernador Pastor Ospina, acaso consciente de las dificultades con que podría tropezar esta iniciativa por las negras memorias de la quiebra de Landínez, tomó la prudente y acertada providencia de nombrar un consejo de administración compuesto por personalidades de tal respetabilidad que sus solos nombres atrajeran la confianza irrestricta del público bogotano. Entre los ciudadanos eminentes que formaban parte de este primer consejo administrador estaban el arzobispo Manuel José Mosquera y los señores José Manuel Restrepo, Rufino Cuervo, Lino de Pombo, Ignacio Gutiérrez Vergara, José Ignacio París y Raimundo Santamaría. No obstante la confianza que inspiraban los nombres de estas personalidades eminentes, la Caja de Ahorros tropezó desde sus comienzos con serias dificultades y únicamente en 1851 logró alcanzar 100 000 pesos en depósitos, lo cual era muy poco si se tiene en cuenta que se trataba de la única institución financiera existente entonces en la capital.
Durante ese periodo, la Caja reconoció a sus ahorradores un interés promedio del 10 por ciento anual, bastante aceptable para la época. Las operaciones fundamentales de la entidad eran los préstamos con intereses entre el 1 por ciento y el 2 por ciento mensual, el comercio de los documentos de deuda y los descuentos de letras, obligaciones y pagarés. En 1851 la Cámara Provincial autorizó a la Caja para emitir papel moneda ajustándose a una reglamentación especial30. Fue ésta la primera vez que en Colombia se autorizó a una entidad financiera para la emisión de papel moneda. Lamentablemente, después de haber mostrado su mejor balance en julio de 1859, con 1 784 ahorradores y 217 460 pesos en depósitos31, la guerra de 1860 precipitó la quiebra de la institución. No por mala fe, sino por falta de experiencia y conocimiento del negocio, habían ocurrido irregularidades en la administración de la Caja. Finalmente, y como consecuencia de la contienda, los ahorradores acudieron en masa a retirar sus ahorros y fue entonces cuando sobrevino el colapso definitivo32.
El vacío bancario tenía que ser llenado de alguna manera. El desarrollo que había alcanzado la economía en ese momento ya era absolutamente incompatible con la ausencia total de una entidad que ejerciera funciones bancarias. Ocurría entonces un fenómeno curioso. Eran las más acreditadas firmas de comercio de la ciudad las que llenaban ese vacío dedicándose, además de su actividad mercantil, a menesteres en cierta forma bursátiles. Se convirtieron en agentes de finca raíz urbana y rural, en captadoras de dinero a interés, en cobradoras de cartera vencida y hasta en intermediarias de reclamos y trámites ante las oficinas públicas. Una muestra muy elocuente de esta profusa diversificación de actividades a que se dedicaron los comerciantes en ausencia de bancos es el siguiente aviso publicado en el periódico El Cundinamarqués, el 24 de junio de 1863, por la Agencia General de Negocios de Pereira Gamba y Camacho Roldán y Cía.:
“Nos encargamos de practicar por cuenta de los habitantes de esta ciudad y de fuera de ella las operaciones siguientes: … El reconocimiento, y pago en bonos flotantes de los empréstitos y suministros voluntarios y forzosos hechos al Gobierno de los Estados Unidos de Colombia durante la actual guerra. … La redención en el Tesoro Nacional de los censos a perpetuidad que graven sobre fincas raíces… La compra de vales para el pago de remates de bienes desamortizados… La compra y venta de toda clase de papeles de crédito. … El remate de bienes desamortizados hasta entregar la respectiva escritura de propiedad de la finca rematada. … La venta en consignación de toda clase de mercancías. … Compra y venta de letras sobre Europa, los Estados Unidos o cualquier punto del interior del país. … Pago de derechos de importación en la tesorería general, el cobro de ajustamientos militares… La gestión y alegato en pleitos que se ventilen ante la Suprema Corte… El cobro de pensiones ante el Estado… La fundición y amonedación de metales en la Casa de Moneda de Bogotá… Se encargó igualmente de recibir fondos para remitirlos a otros lugares o tenerlos a la orden de la persona que se indique, o en cuenta corriente al 6 por ciento anual…”.
En esta forma, las casas de comercio de Bogotá suplían parcialmente la ausencia de auténticas entidades bancarias pero, desde luego, no podían llenar el vacío.
El Banco de Londres, México y Sudamérica
En 1864 el progresista y dinámico presidente Manuel Murillo Toro, consciente como nadie del vacío bancario, entró en negociaciones con el Banco de Londres, México y Sudamérica a fin de que, mediante el otorgamiento de ciertas concesiones, estableciera una sucursal en Bogotá. El Congreso aprobó las concesiones y el banco inició sus actividades en la capital en noviembre de 1864. Sin embargo, no logró consolidar sus operaciones debido a diversas causas. Por ser él mismo de reciente creación en Inglaterra carecía del respaldo financiero suficiente para proyectar sus operaciones hacia nuevos países; se negó a aceptar socios nacionales y, además, solicitó al gobierno concesiones excesivas sin ofrecer equivalentes. En esa forma fue languideciendo hasta 1870, convertido en una simple agencia que realizaba operaciones de compraventa de letras de cambio contra la casa principal en Londres.
El Banco de Bogotá
El año de 1871 parte en dos la historia de la banca colombiana. Fue cuando dicha institución, después de todos los tropiezos, caídas, vicisitudes y altibajos que ya conocemos, alcanzó su auténtica mayoría de edad con la fundación del Banco de Bogotá. En ese año culminaron las gestiones previas de un grupo de dinámicos empresarios bogotanos que reunieron el capital necesario para la constitución del banco. Para el despegue exitoso de la institución fue decisivo el apoyo oficial. En efecto, el gobierno autorizó al banco para emitir billetes y los aceptó como dinero en pago de los impuestos y rentas nacionales; igualmente, depositó en él los fondos de la Tesorería Nacional. Mas al firmarse la escritura de constitución del banco, las acciones inscritas alcanzaban apenas la suma de 235 000 pesos. No era todavía muy grande la confianza en la solidez y larga vida de las instituciones financieras, pero a la vez, seguía haciéndose cada vez más patente la necesidad de su existencia y sus servicios.
Ante la falta de bancos a nadie sorprendía avisos como el siguiente, aparecido en el Diario de Cundinamarca, del 12 de julio de 1870: “Dinero. El rector del Colegio de Nuestra Señora del Rosario tiene $1 000 del establecimiento para colocar a interés sobre la primera hipoteca de una finca de buenas condiciones, y siempre que la persona que los quiera tomar sea de buenas cualidades morales; mientras más satisfactorias sean éstas más largo será el plazo”. Tales situaciones ya no eran compatibles con un mercado de producción y demanda en ampliación constante, donde el capital se reproducía en escala cada vez mayor, como era el caso de la economía colombiana desde las reformas de medio siglo y desde que se estaban estrechando progresivamente las relaciones comerciales con el mercado mundial.
El éxito del Banco de Bogotá fue extraordinario desde el principio y ello contribuyó de manera decisiva a captar para la institución la confianza del público. En el momento de su primer balance semestral, el 30 de junio de 1871, los accionistas sólo habían pagado la suma de 47 000 pesos sobre los 235 000 pesos de capital suscrito. No obstante, el banco ya tenía en cuentas corrientes y depósitos 384 731 pesos, además de los fondos de la Tesorería que llegaban a 846 120 pesos. Se habían descontado obligaciones por 1 014 980 pesos y emitido 151 000 pesos en papel moneda de los cuales estaban en circulación 132 165 pesos. Al cierre del primer ejercicio semestral, y luego de constituir las debidas reservas, el banco distribuyó un dividendo del 14 por ciento entre sus accionistas, lo cual lo convertía en una de las empresas más rentables del país. Al culminar el primer año de operaciones el capital accionario suscrito había subido a 500 000 pesos, el pagado a 100 000 pesos y las acciones habían experimentado una apreciable valorización. Al cabo de su tercer año de vida circulaban 564 600 pesos en billetes emitidos por el Banco de Bogotá, lo que pone en evidencia cuán ávida estaba la capital de dinero fiduciario para apoyar el ritmo de transacciones económicas que en ella se realizaban.
La competencia
Era perfectamente presumible que el buen suceso del Banco de Bogotá estimulara a más empresarios para crear otra institución financiera semejante. Así nació, en abril de 1875, también en esta capital, el Banco de Colombia, cuyo éxito fue similar al de su colega. Al mes de fundado ya tenía 670 000 pesos de capital accionario suscrito y 65 800 pesos de pagado; 320 000 pesos en cuentas corrientes y depósitos, y 78 055 pesos en billetes emitidos. En este mismo año el capital suscrito en el Banco de Bogotá ya llegaba a 2 500 000 pesos. En otras palabras, se había decuplicado en cinco años y sus acciones se cotizaban con un 100 por ciento de prima.
La Compañía Colombiana de Seguros
La creación de esta empresa, que se constituyó en octubre de 1874 e inició operaciones en enero de 1875, estuvo rodeada de circunstancias ciertamente inusitadas.
En primer término, es preciso tener en cuenta que la creación de una compañía de seguros dentro de un marco de circunstancias económicas y políticas tan azarosas como las de esa época era una temeridad sin parangón. Desde luego, dado el auge notabilísimo que experimentaba la actividad comercial, la existencia de una entidad aseguradora era una necesidad en cierta forma tan apremiante como la de las instituciones bancarias. Para el comercio interior y exterior del país era un estímulo poderoso el hecho de que los hombres de negocios pudieran poner sus mercancías a salvo de todos los riesgos inherentes a su transporte mediante pólizas de seguro debidamente respaldadas. Fue esa la razón por la cual el presidente de la república, doctor Santiago Pérez, otorgó todo el apoyo posible a esta magnífica iniciativa.
Su más entusiasta promotor, fundador y primer gerente fue el notable empresario santandereano Pedro Navas Azuero. Don Pedro era un gestor de negocios imaginativo y audaz que en un momento dado pensó en la posibilidad de crear dos empresas en las cuales tenía una confianza ciega. En ambas invirtió dinero y ambas iniciaron operaciones. Una era la importación de camellos y dromedarios. En estos vigorosos animales y en la evidencia de su fortaleza casi inagotable para las travesías de los desiertos veía el señor Navas la gran solución para acelerar el tráfico por nuestros precarios caminos de entonces. La otra iniciativa era la fundación de una compañía de seguros. Las opiniones de muchos de los experimentados negociantes a quienes don Pedro consultó fueron radicalmente favorables a la importación de los camellos y francamente adversas a la extravagante idea de crear una empresa aseguradora en un país donde las guerras civiles eran una endemia y sus caminos tan primitivos como plagados de toda suerte de peligros. Don Pedro Navas, a pesar de todo, decidió echar por la calle del medio y no abandonar ninguna de sus dos iniciativas. Primero importó sus dromedarios y camellos. Los animales llegaron a Bucaramanga, donde fueron el asombro de las gentes que acudían en masa a conocerlos. Lamentablemente, ni siquiera alcanzó a ponerlos en servicio porque bien pronto todos enfermaron y murieron, no sabemos debido a qué causas climáticas, alimenticias, sanitarias u otras. Don Pedro Navas tenía un temple de acero y no solamente no se arredró sino que decidió de inmediato lanzarse de lleno al negocio para el cual muchos de sus amigos presagiaban una temprana bancarrota.
Cuando no vivía uno solo de los camellos y dromedarios, la Compañía Colombina de Seguros, al publicar su primer balance semestral, había otorgado pólizas por 3 247 317 pesos y repartido utilidades que llegaban al 60 por ciento de su capital pagado.
Bogotá aclimataba en el país el novísimo mundo de las finanzas como correlato del crecimiento del comercio. Por ello el Diario de Cundinamarca, del 18 de febrero de 1876, decía que “Bogotá, es el centro de las más valiosas transacciones mercantiles del país, pues de aquí salen los fondos para la explotación de los artículos de la industria nacional destinados a la exportación en los estados de Cundinamarca y el Tolima, y de aquí se surte a los mismos estados, al de Boyacá y a una parte del de Santander, de las mercancías extranjeras que se importan para el consumo en la República”.
Crisis económica y guerra civil
A raíz de una crisis económica internacional que se agudizó de manera especial entre 1875 y 1876, las exportaciones colombianas sufrieron una drástica reducción como consecuencia de lo cual las importaciones empezaron a pagarse con el dinero metálico que circulaba en todo el país. Así, el mercado interno empezó a depender cada vez más del papel moneda que emitían los bancos privados. Lógicamente, en la medida en que los entendidos se fueron percatando de la forma en que se estaban pagando las importaciones, fue surgiendo una creciente desconfianza respecto a los fondos reales con que los bancos respaldaban su dinero fiduciario. A esta difícil situación se agregó la guerra civil de 1876-1877, causada por la insurrección conservadora contra el gobierno radical en diversos lugares del país. Estos dos factores llevaron al Banco de Bogotá, que se encontraba atravesando un magnífico periodo de bonanza, a suspender pagos, vale decir, a suspender el cambio de billetes por su equivalente en metálico. Como era de esperarse, el banco se encontró ante el riesgo de la quiebra. No podemos dejar de anotar que otro factor determinante del cese de pagos fueron los empréstitos que el banco otorgó al gobierno para sus gastos urgentes de guerra, correspondiéndole en cierta forma los privilegios que éste le había concedido en el momento de su fundación.
En un informe que redactó entonces Salvador Camacho Roldán sobre el banco, en que demostró que la situación podía superarse, encontramos una serie de datos que revelan cuán necesarias se habían hecho las entidades bancarias en tan corto lapso de tiempo para la economía de la capital y del país, y cuántos beneficios habían traído a la ciudad.
En primer lugar Camacho Roldán estableció que el número de tiendas de efectos extranjeros en Bogotá se había triplicado en los últimos seis años (1871-1876), y que las introducciones de mercancías extranjeras a la ciudad representaban de 4 a 5 000 000 de pesos anuales en valores de factura, las que al expenderse doblaban su valor33. Un tercio de esta suma, a lo más, se realizaba de contado y el resto se colocaba a plazos, con lo que el comercio de Bogotá tenía siempre en su cartera de 2 a 3 000 000 de pesos en pagarés, que constituían el fondo principal de los descuentos en los bancos, ya endosándoselos los comerciantes directamente, o dándoselos en prenda con firma en blanco para obtener un préstamo efectivo del 50 por ciento al 75 por ciento del importe de esos pagarés. Los descuentos del banco lo constituían así en un mero intermediario entre los comerciantes por mayor y por menor. En otros términos, era el banco quien, en resumen, otorgaba créditos a los minoristas de la ciudad y de las provincias, bajo la responsabilidad de los comerciantes mayoristas.
Por otra parte, desde que el Banco de Bogotá había empezado a hacer préstamos sobre prenda de documentos de deuda pública, 8 ó 10 000 000 de pesos congelados en tales documentos, que el gobierno sólo muy lentamente venía amortizando, se convirtieron en 2 500 000 ó 3 000 000 de valores efectivamente circulantes “que salieron a explotar los bosques de quina, fundar cafetales, mejorar las tierras y ensanchar las importaciones”.
Finalmente, de 1871 a 1876 el solo Banco de Bogotá había hecho préstamos por 38 801 337 pesos, pagos en cuenta corriente por 80 135 639 pesos, y movimientos de caja por 168 764 592 pesos34. ¡Todo esto ponía en evidencia la magnitud de los capitales movilizados por el banco en tan corto lapso de tiempo!
Ambos bancos superaron la crisis a que los habían llevado los factores externos e internos mencionados. Siguieron operando normalmente pero su gran desafío en ese momento fue el de recuperar la plena confianza de las gentes que de nuevo se habían tornado cautelosas a raíz del cese de pagos.
El Banco Nacional
A comienzos de la década de los ochenta la actividad bancaria registraba un incremento importante en Bogotá y a lo largo del país y para 1881, según datos de Camacho Roldán35, existían 42 bancos, ocho de los cuales se encontraban en la capital. Dichas instituciones financieras se encontraban en manos de los más destacados empresarios de la ciudad y habían logrado prestar importantes servicios entre los cuales se destacaban: administrar los dineros del Estado, financiar el comercio y la producción, ser prestamistas del Estado y, adicionalmente, emisores de dinero, con lo que daban agilidad a las transacciones económicas de todo orden. En tales condiciones los bancos y más concretamente sus dueños tenían una notable injerencia en la marcha del gobierno y en la evolución de la economía en general.
La autonomía del Estado con respecto a los bancos privados fue una de las principales preocupaciones de Rafael Núñez, debido a lo cual en su primera administración (1880-1882) autorizó la fundación del Banco Nacional, como un primer paso para lograr el manejo de los dineros del Estado sin la mediación de la banca privada. La nueva institución no contó con la colaboración de accionistas privados, a quienes se habían reservado acciones por un valor de 500 000 pesos, ante lo cual el gobierno tomó el control absoluto del banco.
Por contrato del 11 de enero de 1881, celebrado entre el secretario del Tesoro y el gerente del banco, se estableció que el Gobierno Nacional reconocía en el Banco Nacional el carácter de banco de emisión, depósito, giro, préstamos y descuentos, y que se obligaba a admitir como dinero en pago de todos los impuestos y derechos nacionales, y en general en todos los negocios propios del Gobierno de la Unión, los billetes al portador y a la vista emitidos por el mismo banco, y a pagar con ellos a la par a los acreedores de la nación36.
Se estableció igualmente que todas las cuentas del Gobierno Nacional pasaran a la nueva entidad. Entre las instituciones bancarias privadas, la más afectada fue el Banco de Bogotá, que tenía en depósito la mayoría de esas cuentas. Pero en general la banca privada de Bogotá, con una débil captación de ahorro, sin los recursos oficiales en sus arcas, con la obligatoria aceptación de pagos en billetes oficiales y con la política estatal en contra quedó visiblemente en desventaja frente al Banco Nacional.
No obstante la existencia de medidas de control, el gobierno, ante las continuas exigencias de recursos fiscales, incurrió en el uso inadecuado de las imprentas del Banco Nacional como fórmula de solución a sus problemas. El paso de los años y la crisis producida por el aumento del circulante generaron sonados escándalos conocidos como las emisiones clandestinas que obligaron a una revisión de la política de emisión, y del mismo Banco Nacional. En dicho marco el representante liberal Luis A. Robles presentó una moción con la que buscaba el nombramiento de una comisión que inspeccionara el Banco Nacional, propuesta que fue respondida con la amenaza del ministro del Tesoro, Carlos Calderón, de que la comisión “sería recibida con las puntas de las bayonetas del ejército permanente”. La radicalidad del ministro no pudo sin embargo con el peso del escándalo, pues el gobierno se vio obligado a liquidar el Banco Nacional en 1894. El país volvió así al patrón oro, al dinero metálico y a la hegemonía de los bancos privados.
El problema de las emisiones adquirió nueva vitalidad, aunque formalmente ya se había eliminado el Banco Nacional, a raíz de la puesta en circulación de una nueva masa de dinero en 1895 para financiar la guerra de ese año; en 1899, se autorizó la emisión de 9 100 000 pesos. Cifras casi insignificantes si se comparan con los 870 379 622,30 pesos. que se emitieron de octubre de 1899 hasta la reunión del Congreso de 1903, y que produjeron una devaluación del 10 000 por ciento que golpeó duramente al país durante la Guerra de los Mil Días, y al término de ésta.
AGRICULTURA EN LA ÉPOCA RADICAL
Se daba en el siglo xix en la sabana de Bogotá una modalidad de cultivos, debida esencialmente a la riqueza del suelo y del clima, que consistía, en pocas palabras, en que siempre se estaba sembrando o cosechando. Así, había dos siembras anuales: la de “año grande” o principal, que se realizaba de febrero a marzo para cosecharse en agosto, septiembre y octubre, y a veces hasta noviembre, y la de “mitaca” o “atraviesa”, que se efectuaba en septiembre para ser recogida entre febrero y marzo.
Por estas dos siembras y por el tipo de producción campesina no especializada era por lo que rara vez se producía una escasez y nunca había hambrunas en la sabana. Las dos siembras más la división de los cultivos de la cordillera en suelos y climas diferentes, hacían que todo el año se estuviera sembrando y cosechando en la altiplanicie o en los suelos altos y bajos de la cordillera, reemplazando y completando con los excedentes de las cosechas de unos lugares los faltantes de las de otros, pues con las diversas alturas, propias de una economía de montaña como la de la sabana, cambian para zonas cercanas las épocas de siembra y recolección, a diferencia de lo que ocurre en una extensa zona económica plana.
La producción campesina no estaba especializada en un solo producto, ni era excesivamente dependiente del mercado. La papa se recolectaba a los cuatro o cinco meses en la falda de la cordillera, en Choachí; a los seis meses en las tierras planas de la sabana, y a los nueve o 10 meses en los páramos. La siega del trigo calentano comenzaba en Quipile, Tena y San Antonio en junio y julio; en la sabana en agosto y septiembre, y en las colinas elevadas en octubre. El maíz, que tan tardío es en tierra fría, se recogía a los 50 o 60 días en las orillas del Magdalena, y a los tres meses en las faldas que caen de La Mesa y El Colegio hacia el bajo Bogotá, accediendo a la sabana durante casi todo el año. De esta manera, todo el año se hallaba la región suficientemente abastecida de las subsistencias fundamentales.
Adicionalmente, la sabana se abastecía de otros productos que no se dan en su suelo en la siguiente forma. El principal proveedor de arroz era la región de Cunday; el azúcar provenía principalmente de Chaguaní, Guaduas, Simacota y Socorro; el cacao procedía de Neiva; Villeta y Fusagasugá suministraban la panela; el aguardiente anisado venía de Ocaña, y el tabaco de Ambalema y Girón. A su turno, los productos de la sabana se expendían principalmente en Bogotá, Zipaquirá, Facatativá, La Mesa, Ambalema y Villeta.
La producción agropecuaria en la sabana en las décadas del sesenta y setenta era básicamente de pastos naturales, algunos artificiales (cebada y alfalfa); ganado vacuno, lanar y caballar; papa, cebada, trigo, maíz y hortalizas.
Había más de 50 variedades de pastos de óptima calidad que suministraban alimento a los siguientes semovientes: 30 000 vacas de leche, 45 000 reses de ceba, 40 000 terneros y toros, 12 000 caballos y yeguas, 4 000 mulas, 25 000 carneros, 10 000 bueyes de servicio y 25 000 cerdos para un total de 191 000 cabezas de ganado mayor y menor37.
Una de las numerosas manifestaciones del atraso que imperaba en el campo y al cual nos seguiremos refiriendo en otras oportunidades, era la ausencia total de cría intensiva de ganados en establos, con la única excepción de unos pocos caballos. En términos generales los semovientes pacían con absoluta libertad por los campos, vale decir, de la manera más primitiva. No se seleccionaban las vacas lecheras sino que se utilizaban para tal efecto las que estaban criando. Estas vacas generaban una producción de autoabastecimiento, puesto que Bogotá consumía la mayor parte de la leche. El resto se repartía entre la sabana y sus municipios, quedando un pequeño excedente para la elaboración de mantequilla y quesos, productos que estaban virtualmente reservados para el consumo de las clases pudientes, ya que un kilo de los mismos equivalía aproximadamente a la totalidad del jornal diario de un trabajador.
La ceba de ganado, aunque extensiva y poco o nada técnica, generaba muy buenas utilidades para los hacendados, que se estimaban en unos 360 000 pesos netos al año38. El consumo per cápita de carne era de 45 kilos al año, principalmente concentrado en los sectores de mayores ingresos, debido a que los jornaleros y campesinos pobres escasamente podían probar la carne una o dos veces por semana. El rubro de caballos y mulas también representaba utilidades relativamente amplias. 25 000 carneros, número que Camacho Roldán consideraba más bien bajo, arrojaban también una aceptable utilidad entre carnes y lanas, al igual que 10 000 bueyes de tiro.
En resumen, la producción anual que generaban los pastos naturales de la sabana en 1868 era la siguiente: 39
En leche, quesos y mantequilla | $ 450 000 |
En carne | $ 1 000 000 |
En pastaje de caballos y yeguas | $ 120 000 |
En el servicio de mulas | $ 100 000 |
En el servicio de bueyes | $ 250 000 |
En lana y cría de carneros y ovejas | $ 78 000 |
En ceba de cerdos | $ 200 000 |
Total producción anual aproximada de los pastos | $ 2 198 000 |
En aquellos tiempos seguía siendo evidente la persistencia de un hábito cultural-alimenticio que aún persiste porfiadamente en nuestros días: el consumo desmesurado de papa en las regiones altas de Colombia. La tierra sabanera era entonces, como antes y después, generosa hasta el máximo en la producción de papa, que para esa época oscilaba entre 600 000 y 800 000 cargas de 10 arrobas al año y que vendidas a 2,50 pesos la carga daban de 1 500 000 a 2 000 000 pesos anuales. Si bien la sabana de Bogotá enviaba papa hacia otras regiones cercanas, lo precario de las vías de comunicación limitaba esta exportación a un radio que difícilmente podía exceder a La Mesa, Tocaima, Honda y Ambalema. El encarecimiento excesivo de los fletes era en general la razón por la cual los productos sabaneros no podían llegar muy lejos. A propósito de esta situación anotaba Aníbal Galindo cómo una carga de papa que se vendía en la sabana a 4 pesos, no podía avanzar más allá de Honda y Ambalema, pues en esas ciudades los fletes ya la ponían a 8 pesos y de esa cifra en adelante resultaba virtualmente invendible40.
Desde luego éste no era el único lastre que impedía un comercio más activo de la sabana con otras regiones del país. La triste realidad (que configuraba otro grave signo de atraso) era que la única forma de reducir costos de producción consistía en aprovecharse del trabajo gratuito de los arrendatarios y medio gratuito de los jornaleros y concertados. No se pensaba en tecnificar la agricultura ni la ganadería a fin de intensificar la productividad, ni en maquinaria moderna, ni en ninguna de las innovaciones que estaban permitiendo a las actividades agropecuarias un formidable desarrollo en los países avanzados. Aquí la producción se fundaba sobre dos pilares totalmente primitivos: la óptima calidad natural de la tierra y los mínimos jornales. La realidad de este tremendo atraso se traducía en cifras elocuentes. Mientras una arroba de papa implicaba en la sabana un costo estimable entre 0,65 y 0,80 pesos, en Estados Unidos y en Europa este mismo costo oscilaba entre 0,28 y 0,40 pesos, pagando jornales muy superiores pero utilizando técnicas más avanzadas que, por supuesto, multiplicaban la productividad. Estas abultadas diferencias, como es de suponerse, no se limitaban a la papa. El interesante cuadro que veremos a continuación, y cuyas cifras están niveladas en moneda colombiana, nos muestra de manera dramática el desnivel de costos de productos agrícolas que determinaba el atraso de nuestro sistema de producción frente a los adelantos a que se había llegado en los países desarrollados.
PRECIOS EN EUROPA Y EN EE. UU HACIA 1876 COMPARADOS CON LOS DE BOGOTÁ 41
Artículos | Unidad | Europa y EE. UU. | Bogotá |
$ | $ | ||
Arroz | Libra | 0,03 a 0,04 | 0,10 |
Azúcar | Libra | 0,10 a 0,15 | 0,15 a 0,20 |
Harina de trigo | Barril | 4 a 8 | 7 a 8 |
Papa | Arroba | 0,28 a 0,40 | 0,73 a 0,84 |
Sebo | Quintal | 11 a 12,5 | 14,40 a 16,00 |
Cacao | Libra | 0,16 a 0,18 | 0,40 a 0,50 |
Sal | Libra | 0,025 | 0,10 |
El trigo, principal producto de la sabana, en nada contribuyó durante la Colonia al desarrollo económico de la capital. Las razones las explicó muy bien Alexander von Humboldt, quien estuvo en Santafé entre julio y agosto de 1801: “En América pocos países, tal vez exceptuando sólo a Chile, producen tanto y tan excelente cereal como [el altiplano cundiboyacense]… La región alrededor de… Santafé, produce en su mayoría trigo. … El cultivo de grano debería ser para el [altiplano] un artículo como el azúcar para la isla de Cuba, [y] podría abastecer de cereales a las [Antillas] y aun a España, si no se opusieran a este comercio de grano los comerciantes y contrabandistas favorecidos por el gobernador de Cartagena. Para efectuar el tráfico ilícito con las [Antillas] Cartagena pretende que [la harina] del [altiplano] no se conserva; [esto es] simplemente un pretexto falso para traer artículos de contrabando de Santo Domingo y Jamaica con el pretexto de la harina norteamericana. A menudo se ha encontrado ropa debajo de la harina [de EE. UU.]. De allí que la harina del [altiplano] sea tan barata a causa de la escasa venta, en tal forma que los hacendados reducen su siembra a la octava parte de lo que podrían sembrar”42. Esta fue una de las causas de la rivalidad de Cartagena con Santafé durante la “Patria Boba”.
Para 1868, la producción de trigo en la sabana era de 50 000 cargas de 10 arrobas al año. Esta producción continuaba siendo de riguroso autoconsumo, sin generar prácticamente ningún excedente de exportación, pues los altos costos de transporte hacían invendible la harina a partir de cierta distancia. El consumo de pan en Bogotá era relativamente bajo, en promedio de media libra diaria por persona43. Aquí es forzoso que volvamos sobre las constantes ya mencionadas de nuestro atraso en el cultivo de la tierra respecto a los países desarrollados. Escribía Aníbal Galindo en 1874:
“El trigo, que la altiplanicie podría producir en cantidad ilimitada, está circunscrito [en su consumo] a un radio de 20 leguas. En Honda se encuentra ya con la harina procedente de Estados Unidos, que ha podido recorrer 500 leguas de navegación [y subir por el río Magdalena] con un gasto menor que la nuestra en 20 leguas”44.
En la siembra del trigo, como en todas las demás, se utilizaba una técnica en extremo rudimentaria y el cultivo era totalmente extensivo: se sembraba una carga de semilla en cada cuatro fanegadas. Los analistas de la época estimaban que la productividad de este cultivo en Francia e Inglaterra era entre tres y cuatro veces mayor que en la sabana de Bogotá45. Empero, aunque el trigo resultaba más barato en Francia, Inglaterra y Rusia, la diferencia no era muy abultada debido a las extraordinarias calidades naturales de las tierras de la sabana y a los bajísimos jornales. De ahí que, en pesos colombianos, una carga de 120 kilos de trigo en 1868 oscilaba en la sabana de Bogotá entre 8 y 9 pesos, en Francia entre 7 y 8 pesos, en Inglaterra estaba estabilizada en 8 pesos y en Rusia en 6 pesos46. En 1875 la harina de trigo oscilaba en América del Norte entre 4 y 8 pesos la carga, mientras en la sabana variaba entre 7 y 8 pesos. En Honda el consumidor tenía dos opciones: comprar harina de trigo norteamericana de óptima calidad y pureza a 24 pesos la carga o harina procesada en la sabana, de menor calidad y abundante en impurezas, a 17,60 pesos la carga47.
Por su parte, hacia 1868 la producción de hortalizas, sumada a la de frutas, pescado, caza, gallinas, pavos y otros, valía 1 000 000 de pesos al año48. En total, la producción agropecuaria de la sabana valía 6 000 000 de pesos al año distribuidos como lo indica el siguiente cuadro:
Valor de 30 000 vacas, a $20 c/u | $ 600 000 |
Valor de 45 000 reses de ceba a $20 c/u | $ 900 000 |
Valor de 10 000 bueyes de tiro, a $30 c/u | $ 300 000 |
Valor de 12 000 caballos y yeguas a $25 c/u | $ 300 000 |
Valor de 4 000 mulas, a $32 c/u | $ 128 000 |
Valor de 100 000 cargas de semilla de papas, a $5 c/u | $ 500 000 |
Valor de 10 000 cargas de semilla de trigo, a $10 c/u | $ 100 000 |
Valor de jornales y herramientas 49 | $ 2 800 000 |
Valor de gastos varios | $ 372 000 |
Total valor producción agropecuaria de la sabana | $6 000 000 |
La distribución de estos 6 000 000 de pesos se realizaba aproximadamente así:
En renta de la tierra, a razón de $4 por fanegada 50 | $800 000 |
En interés del capital invertido en la producción, calculado en $6 000 000, al 15 por ciento anual 51 | $ 900 000 |
En remuneración del trabajo de jornaleros y mayordomos | $2 300 000 |
En beneficios o ganancias de los propietarios | $2 000 000 |
Total distribución valor producción de la sabana | $6 000 000 |
Los 2 800 000 pesos de renta y ganancias se distribuían en cerca de 10 000 propietarios grandes, medianos y pequeños 52.
El área de tierras útiles de la sabana ascendía a 200 000 fanegadas cuyo valor se estimaba en 13 000 000 de pesos53. La distribución de la propiedad no era la más equitativa que pueda imaginarse. 160 hacendados, que eran el 1,6 por ciento del total de propietarios de la región, poseían 122 000 fanegadas que comprendían el 60 por ciento de la tierra más fértil y valiosa del país. Las restantes 78 000 fanegadas se repartían entre 9 840 pequeños y medianos propietarios: “[En la sabana] el gran número se compone de pequeñas propiedades de dos a diez fanegadas. La propiedad más pequeña, de menos de 10 fanegadas, es muy común aquí a virtud de la división infinitesimal de los resguardos de indígenas”54. Esto no tiene nada de extraño, pues como decía Camacho Roldán en 1874, “los que en nuestro país tienen esa posición independiente, arreglada y próspera, son muy pocos. No pasan del 1 por ciento de la población total en la suposición más favorable, como la de la capital de la Unión, no pasan del 2 por ciento”55.
La distribución de las actividades agropecuarias en las 200 000 fanegadas de la sabana era aproximadamente la siguiente:
Potreros de ceba | 40 000 fanegadas |
Potreros para vacas de leche | 35 000 fanegadas |
Potreros para caballos y mulas | 16 000 fanegadas |
Tierras de cría de ganados y yeguas puramente, como Fute, ?La Conejera, Los Pantanos, etc. | 14 000 fanegadas |
Tierras de cría de carneros | 2 500 fanegadas |
Tierras de cultivo de papas | 25 000 fanegadas |
Tierras de cultivo de trigo | 20 000 fanegadas |
Tierras de cultivo de cebada | 5 000 fanegadas |
Huertas, etc. | 5 000 fanegadas |
Rastrojos | 6 000 fanegadas |
Eriales | 21 000 fanegadas |
Total | 200 000 fanegadas 56 |
La ganadería ocupaba en la sabana 107 500 fanegadas, lo que equivalía a un 53 por ciento del total; la agricultura abarcaba 70 000 fanegadas que equivalían al 35 por ciento; el 11 por ciento restante se componía de eriales, rastrojos y demás tierras inútiles. También en la propiedad de semovientes, como en la agricultura existía un agudo desequilibrio.
Mano de obra y técnica
Los jornales en la sabana eran en promedio de 0,35 pesos diarios57. Resulta interesante la comparación de dos cifras. Mientras el total de jornales pagados en el año era de 2 300 000 pesos, la suma también total que se destinaba a compra y reposición de herramientas sólo ascendía a 500 000 pesos58. Estos son datos de Roldán en 1868 que demuestran de manera palmaria cuán baja era entonces la inversión en tecnología productiva. Las excepciones eran mínimas. Había ciertas sementeras de papa irrigadas en forma artificial en las haciendas San José, Novilleros y La Elida; en otras pocas se habían realizado cruces de ganado criollo con extranjero y en algunas, también muy contadas, se utilizaban arados extranjeros de hierro. De resto, los sistemas en nada diferían de los empleados en los primeros años de la Colonia. A propósito de tan importante asunto anunciaba por la prensa en 1871 el comerciante Nicolás Pereira Gamba, único importador de maquinaria en el país:
“Han transcurrido cuatro años en que no he hecho más que gastos. … Como hasta ahora no he logrado vender, ni perdiendo, ninguna de las máquinas grandes que he introducido… y como tengo necesidad de fondos… he tomado la resolución de ocurrir a un arbitrio que es intermediario entre el de excitar al patriotismo de mis conciudadanos para que me ayuden… y ofrecer a bajo precio y de una manera ventajosísima, el medio de que algunos se hagan a las máquinas y aparatos… este medio es hacer una rifa o lotería… para repartir entre la población las máquinas, los arados y los instrumentos que, sólo adquiridos casi de balde, podrán ir a todos los rincones de la República…”59.
Los hacendados eran reacios a invertir capital en moderna tecnología. Veamos estos comentarios de la época que nos ilustran sobre el triste cuadro de atraso dentro del cual se movía la producción agropecuaria de entonces:
“Entre nosotros… sólo una cuarta parte de la semilla [sembrada] queda con las condiciones requeridas para germinar con provecho. Lo cual proviene… no tanto de la mala calidad del terreno o de la semilla, sino de la falta de un aparato que la distribuya convenientemente… la siega se hace entre nosotros al mismo tiempo en toda una región, los peones escasean por lo premioso y urgente de la operación, pues no se puede aguardar a que se desgrane la espiga sin peligro de perder toda la cosecha, y he aquí la necesidad de la consiguiente introducción de una máquina que haga ella sola en un día, lo que cuarenta personas no pueden hacer en una semana.
“La Trilla, se hace sobre un suelo en que el polvo va a confundirse con el grano, en que el ballico y otras plantas dejan su semilla revuelta con el trigo, en que en fin, todo se hace por la carrera precipitada de algunas bestias, cuyos pies trituran demasiado algunas gavillas, y en otras queda la espiga a medio desgranar: De aquí que la harina que se vende en nuestro mercado venga las más de las veces terrosa, morena y de mal gusto. Habría necesidad de una máquina que reemplazara este sistema defectuoso… Y otra para pilar arroz, no menos útil que aquélla. ¿Quién que haya pasado por Melgar, Simacota y otros puntos donde se produce a maravilla este cereal, no se ha detenido un momento oyendo el quejido y resuello fatigoso y anhelante de algún peón que, al lado de un pilón, se ocupa de limpiar el arroz al impulso de un pesado madero que con todo esfuerzo hace descender sobre el grano? Pues bien, lo que consigue un peón de estos en el espacio de veinte días con un trabajo duro e incesante, se obtiene con una máquina en un cuarto de hora, con la circunstancia de que el grano sale intacto y perfectamente limpio”60.
Definitivamente imperaba una razón determinante en la renuencia de los hacendados sabaneros a modernizar sus técnicas agrícolas y pecuarias: la abundante disponibilidad de mano de obra gratuita de los arrendatarios, o medio gratuita de los jornaleros a quienes, como ya vimos, se pagaban salarios exiguos, con lo que ellos no podían convertirse en mercado consumidor que justificara modernizar la técnica y ampliar la producción. De ahí que los únicos instrumentos de producción en que invertían los empresarios de la tierra en la sabana eran las herramientas manuales cuya compra y reposición, lo repetimos con otras cifras, iba en proporción de 1 a 4,60 en relación con las sumas gastadas en jornales, pese a que éstas eran mínimas.
Las relaciones entre patronos y trabajadores eran fundamentalmente de carácter precapitalista. Prueba de ello es el caso de los arrendatarios que, a trueque de una pequeña parcela de pan coger, regalaban a los propietarios su trabajo.
Nada mejor para formarnos una idea de la situación que vivían los arrendatarios que la siguiente descripción de Camacho Roldán:
“Acercáos a una de esas chozas deformes… habitadas por la necesidad… tan comunes en… Cundinamarca y Boyacá, y preguntad a sus habitantes: ¿Por qué no hacen una casita? Porque el dueño de tierra no permite cortar madera. ¿Por qué no blanquean la casa? Porque nos aumentaría el arrendamiento. ¿Por qué no hacen una manga para dar pastajes? Porque el dueño de la tierra no lo permite. ¿Por qué no siembran café puesto que se da tan bien? ¿Para quién hemos de sembrar café? ¿Para el dueño de la tierra? Nos echaría de aquí el día que el café empezase a producir…”61.
Los abusos con la mano de obra, que venían de tiempo antiguo, se habían agravado con la disolución de los resguardos indígenas, como veremos.
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Notas
- 1. Hoja suelta, Biblioteca Nacional, Bogotá, Fondo Pineda, vol. 207.
- 2. El Constitucional de Cundinamarca, 23 de octubre de 1836, y AHNC, Bogotá, Sección República, Fondo Gobernadores, tomo 4.
- 3. Gutiérrez Ponce, Ignacio, Vida de don Ignacio Gutiérrez Vergara y episodios históricos de su tiempo (1806-1877), Imprenta de Bradbury, Agnew y Cía. Ltda., Londres, 1900, tomo I, págs. 31-32.
- 4. El Constitucional de Cundinamarca, 3 de mayo de 1833.
- 5. Ibíd., 28 de abril de 1833.
- 6. Gaceta de la Nueva Granada, 28 de septiembre de 1834.
- 7. El Constitucional de Cundinamarca, 1.o de enero de 1837.
- 8. El Constitucional de Cundinamarca, 5 de noviembre y 3 de diciembre de 1841.
- 9. Ver Crisis mercantil, o manifestación que hace el Dr. Judas Tadeo Landínez de las causas que han motivado sus quiebras en los negocios de comercio, Bogotá, 1842, Imprenta de J. A. Cualla, 36 págs.
- 10. Ángel y Rufino José Cuervo, op. cit., tomo II, págs. 55-56.
- 11. Se dio este nombre a la semana de fin de noviembre de 1840 en que Bogotá multitudinariamente se aprestó a rechazar durante la Guerra de los Supremos un ejército rebelde que se decía entraría a saco a la ciudad para castigarla por su adhesión a la causa del gobierno. Finalmente el enemigo se retiró sin efectuar el ataque. La Cámara Provincial de Bogotá decretó que se celebrase en adelante el aniversario de la Gran Semana, lo que hizo hasta 1844. En 1842 se celebró con retraso.
- 12. El Constitucional de Cundinamarca, 8 de enero de 1843.
- 13. El Día, 12 de febrero de 1843.
- 14. El Día, 16 de julio de 1843.
- 15. Boletín Industrial, Bogotá, 28 de octubre de 1875.
- 16. La Paz, 7 de junio de 1868.
- 17. Boletín Industrial, Bogotá, 24 de julio de 1875.
- 18. Boletín Industrial, Bogotá, 27 de abril de 1874.
- 19. Catálogo de los productos de la fábrica De Los Tres Puentes, Biblioteca Nacional, Bogotá, Fondo Pineda, vol. 895.
- 20. Diario de Cundinamarca, 26 de enero de 1878.
- 21. Boletín Industrial, Bogotá, 27 de abril de 1874.
- 22. Diario de Cundinamarca, 11 de noviembre de 1874.
- 23. Ibíd., 19 de junio de 1875.
- 24. Diario Oficial, 18 de enero de 1878.
- 25. Diario de Cundinamarca, 19 de enero de 1875.
- 26. Diario Oficial, 25 de enero y 2 de febrero de 1881.
- 27. La Patria, 28 de junio de 1894.
- 28. Revista Industrial, vol. 1, n.o 3, de agosto de 1924.
- 29. El Correo Nacional, 25 de agosto de 1894.
- 30. El Constitucional de Cundinamarca, 8 de noviembre, de 1851.
- 31. Gaceta de Cundinamarca, 29 de enero de 1860.
- 32. El Cundinamarqués, 23 de septiembre de 1865.
- 33. Desde 1831 se había multiplicado por siete el monto de las manufacturas extranjeras que importaba Bogotá pues, según las Observaciones sobre el comercio de la Nueva Granada con un apéndice relativo al de Bogotá, publicado en esa fecha y que se atribuye al empresario inglés Guillermo Wills, el valor de factura en ese entonces de las introducciones extranjeras era de 700 000 pesos. Esto pone de presente la extraordinaria consolidación que en tan corto lapso de tiempo había tenido Bogotá como centro comercial por excelencia del país, y ratifica el éxito de la política librecambista impulsada desde 1847 y por las reformas de medio siglo.
- 34. Camacho Roldán, Salvador, Escritos varios, Editorial Incunables, Bogotá, 1983, tomo II, págs. 355-356.
- 35. Citado por Bustamante, Darío, Efectos económicos del papel moneda durante la Regeneración, Editorial Lealon, Medellín, 1980, pág. 36.
- 36. Diario Oficial, 13 de enero de 1881.
- 37. Camacho Roldán, Salvador, “Revista de las cosechas”, en El Agricultor, 21 de mayo de 1868.
- 38. Ibíd.
- 39. Ibíd.
- 40. Diario de Cundinamarca, 10 de agosto de 1874.
- 41. Diario de Cundinamarca, 31 de marzo de 1876.
- 42. Alexander von Humboldt en Colombia, Publicismo y Ediciones, Bogotá, 1982, pág. 44a.
- 43. El Agricultor, 21 de octubre de 1868.
- 44. Diario de Cundinamarca, 10 de agosto de 1874.
- 45. El Agricultor, 8 de marzo de 1869.
- 46. Ibíd., octubre 21 de 1868.
- 47. El amor patrio, Honda, 1.o de enero de 1875.
- 48. El Agricultor, 21 de mayo de 1868.
- 49. Ibíd.
- 50. Ibíd.
- 51. Ibíd.
- 52. Ibíd.
- 53. Ibíd.
- 54. Ibíd.
- 55. Diario de Cundinamarca, 3 de julio de 1874.
- 56. El Agricultor, 21 de mayo de 1868.
- 57. Ibíd.
- 58. Ibíd.
- 59. Boletín Industrial, Bogotá, 31 de enero de 1871.
- 60. Boletín Industrial, Bogotá, 17 de junio de 1874.
- 61. Diario de Cundinamarca, 3 de julio de 1874.