- Botero esculturas (1998)
- Salmona (1998)
- El sabor de Colombia (1994)
- Wayuú. Cultura del desierto colombiano (1998)
- Semana Santa en Popayán (1999)
- Cartagena de siempre (1992)
- Palacio de las Garzas (1999)
- Juan Montoya (1998)
- Aves de Colombia. Grabados iluminados del Siglo XVIII (1993)
- Alta Colombia. El esplendor de la montaña (1996)
- Artefactos. Objetos artesanales de Colombia (1992)
- Carros. El automovil en Colombia (1995)
- Espacios Comerciales. Colombia (1994)
- Cerros de Bogotá (2000)
- El Terremoto de San Salvador. Narración de un superviviente (2001)
- Manolo Valdés. La intemporalidad del arte (1999)
- Casa de Hacienda. Arquitectura en el campo colombiano (1997)
- Fiestas. Celebraciones y Ritos de Colombia (1995)
- Costa Rica. Pura Vida (2001)
- Luis Restrepo. Arquitectura (2001)
- Ana Mercedes Hoyos. Palenque (2001)
- La Moneda en Colombia (2001)
- Jardines de Colombia (1996)
- Una jornada en Macondo (1995)
- Retratos (1993)
- Atavíos. Raíces de la moda colombiana (1996)
- La ruta de Humboldt. Colombia - Venezuela (1994)
- Trópico. Visiones de la naturaleza colombiana (1997)
- Herederos de los Incas (1996)
- Casa Moderna. Medio siglo de arquitectura doméstica colombiana (1996)
- Bogotá desde el aire (1994)
- La vida en Colombia (1994)
- Casa Republicana. La bella época en Colombia (1995)
- Selva húmeda de Colombia (1990)
- Richter (1997)
- Por nuestros niños. Programas para su Proteccion y Desarrollo en Colombia (1990)
- Mariposas de Colombia (1991)
- Colombia tierra de flores (1990)
- Los países andinos desde el satélite (1995)
- Deliciosas frutas tropicales (1990)
- Arrecifes del Caribe (1988)
- Casa campesina. Arquitectura vernácula de Colombia (1993)
- Páramos (1988)
- Manglares (1989)
- Señor Ladrillo (1988)
- La última muerte de Wozzeck (2000)
- Historia del Café de Guatemala (2001)
- Casa Guatemalteca (1999)
- Silvia Tcherassi (2002)
- Ana Mercedes Hoyos. Retrospectiva (2002)
- Francisco Mejía Guinand (2002)
- Aves del Llano (1992)
- El año que viene vuelvo (1989)
- Museos de Bogotá (1989)
- El arte de la cocina japonesa (1996)
- Botero Dibujos (1999)
- Colombia Campesina (1989)
- Conflicto amazónico. 1932-1934 (1994)
- Débora Arango. Museo de Arte Moderno de Medellín (1986)
- La Sabana de Bogotá (1988)
- Casas de Embajada en Washington D.C. (2004)
- XVI Bienal colombiana de Arquitectura 1998 (1998)
- Visiones del Siglo XX colombiano. A través de sus protagonistas ya muertos (2003)
- Río Bogotá (1985)
- Jacanamijoy (2003)
- Álvaro Barrera. Arquitectura y Restauración (2003)
- Campos de Golf en Colombia (2003)
- Cartagena de Indias. Visión panorámica desde el aire (2003)
- Guadua. Arquitectura y Diseño (2003)
- Enrique Grau. Homenaje (2003)
- Mauricio Gómez. Con la mano izquierda (2003)
- Ignacio Gómez Jaramillo (2003)
- Tesoros del Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario. 350 años (2003)
- Manos en el arte colombiano (2003)
- Historia de la Fotografía en Colombia. Museo de Arte Moderno de Bogotá (1983)
- Arenas Betancourt. Un realista más allá del tiempo (1986)
- Los Figueroa. Aproximación a su época y a su pintura (1986)
- Andrés de Santa María (1985)
- Ricardo Gómez Campuzano (1987)
- El encanto de Bogotá (1987)
- Manizales de ayer. Album de fotografías (1987)
- Ramírez Villamizar. Museo de Arte Moderno de Bogotá (1984)
- La transformación de Bogotá (1982)
- Las fronteras azules de Colombia (1985)
- Botero en el Museo Nacional de Colombia. Nueva donación 2004 (2004)
- Gonzalo Ariza. Pinturas (1978)
- Grau. El pequeño viaje del Barón Von Humboldt (1977)
- Bogotá Viva (2004)
- Albergues del Libertador en Colombia. Banco de la República (1980)
- El Rey triste (1980)
- Gregorio Vásquez (1985)
- Ciclovías. Bogotá para el ciudadano (1983)
- Negret escultor. Homenaje (2004)
- Mefisto. Alberto Iriarte (2004)
- Suramericana. 60 Años de compromiso con la cultura (2004)
- Rostros de Colombia (1985)
- Flora de Los Andes. Cien especies del Altiplano Cundi-Boyacense (1984)
- Casa de Nariño (1985)
- Periodismo gráfico. Círculo de Periodistas de Bogotá (1984)
- Cien años de arte colombiano. 1886 - 1986 (1985)
- Pedro Nel Gómez (1981)
- Colombia amazónica (1988)
- Palacio de San Carlos (1986)
- Veinte años del Sena en Colombia. 1957-1977 (1978)
- Bogotá. Estructura y principales servicios públicos (1978)
- Colombia Parques Naturales (2006)
- Érase una vez Colombia (2005)
- Colombia 360°. Ciudades y pueblos (2006)
- Bogotá 360°. La ciudad interior (2006)
- Guatemala inédita (2006)
- Casa de Recreo en Colombia (2005)
- Manzur. Homenaje (2005)
- Gerardo Aragón (2009)
- Santiago Cárdenas (2006)
- Omar Rayo. Homenaje (2006)
- Beatriz González (2005)
- Casa de Campo en Colombia (2007)
- Luis Restrepo. construcciones (2007)
- Juan Cárdenas (2007)
- Luis Caballero. Homenaje (2007)
- Fútbol en Colombia (2007)
- Cafés de Colombia (2008)
- Colombia es Color (2008)
- Armando Villegas. Homenaje (2008)
- Manuel Hernández (2008)
- Alicia Viteri. Memoria digital (2009)
- Clemencia Echeverri. Sin respuesta (2009)
- Museo de Arte Moderno de Cartagena de Indias (2009)
- Agua. Riqueza de Colombia (2009)
- Volando Colombia. Paisajes (2009)
- Colombia en flor (2009)
- Medellín 360º. Cordial, Pujante y Bella (2009)
- Arte Internacional. Colección del Banco de la República (2009)
- Hugo Zapata (2009)
- Apalaanchi. Pescadores Wayuu (2009)
- Bogotá vuelo al pasado (2010)
- Grabados Antiguos de la Pontificia Universidad Javeriana. Colección Eduardo Ospina S. J. (2010)
- Orquídeas. Especies de Colombia (2010)
- Apartamentos. Bogotá (2010)
- Luis Caballero. Erótico (2010)
- Luis Fernando Peláez (2010)
- Aves en Colombia (2011)
- Pedro Ruiz (2011)
- El mundo del arte en San Agustín (2011)
- Cundinamarca. Corazón de Colombia (2011)
- El hundimiento de los Partidos Políticos Tradicionales venezolanos: El caso Copei (2014)
- Artistas por la paz (1986)
- Reglamento de uniformes, insignias, condecoraciones y distintivos para el personal de la Policía Nacional (2009)
- Historia de Bogotá. Tomo I - Conquista y Colonia (2007)
- Historia de Bogotá. Tomo II - Siglo XIX (2007)
- Academia Colombiana de Jurisprudencia. 125 Años (2019)
- Duque, su presidencia (2022)
Delincuentes y policías
Antes de 1890 la policía tenía carácter local. En ese año la administración de Carlos Holguín contactó al comisario francés Marcelino Gilibert para organizar la Policía Nacional, que comenzó a funcionar en noviembre de 1891, con elegantes uniformes, armamento moderno y la autoridad necesaria para cumplir su tarea. En foto de Augusto Schimmer (1898), la policía vigila los consulados de Austria-Hungría, Brasil y Ecuador.
Antes de 1890 la policía tenía carácter local. En ese año la administración de Carlos Holguín contactó al comisario francés Marcelino Gilibert para organizar la Policía Nacional, que comenzó a funcionar en noviembre de 1891, con elegantes uniformes, armamento moderno y la autoridad necesaria para cumplir su tarea. Un agente de policía en el barrio Belén (1896). Fotografía de Henry Duperly.
Las fuerzas patriotas, comandadas por Simón Bolívar, derrotaron a las realistas en la decisiva Batalla del Puente de Boyacá, el 7 de agosto de 1819. Tres días después, el 10 de agosto, el Libertador, acompañado de los generales Santander y Anzoátegui, y de un corto número de oficiales y soldados, hizo su entrada triunfal en Bogotá. Óleo de Ignacio Castillo Cervantes.
En 1876 ocurrió un nuevo levantamiento conservador contra el gobierno liberal radical. Los encargados de defender la ciudad en caso de ataque eran los batallones Cívico y Alcanfor. Batallones Cívicos, acuarela de Ramón Torres Méndez, 1876. Colección de la Biblioteca Luis Ángel Arango, Bogotá.
En diciembre de 1814, Simón Bolívar entró por primera vez a Bogotá como general victorioso al mando de las tropas federalistas del gobierno de las Provincias Unidas de la Nueva Granada. A partir de entonces, Bogotá se convierte en su ciudad por adopción. Simón Bolívar, óleo de José María Espinosa. Colección Museo Nacional de Colombia, Bogotá.
Antonio Nariño, El Precursor, fue quien inició el establecimiento, como alcalde de primer voto de la ciudad, del alumbrado público mediante un cuerpo de serenos que recorrían el sector comercial durante la noche, alumbrándose con faroles manuales dentro de los que ardía una vela de sebo. Óleo de José María Espinosa.
Francisco de Paula Santander impulsó en 1826 un plan de estudios tendiente a unificar el sistema educativo del país. Años atrás había expedido un decreto que creaba la Escuela Normal de Bogotá, y en 1825, siendo vicepresidente, implantó en la universidad el estudio de las teorías del filósofo inglés Jeremy Bentham.
El científico y periodista Francisco José de Caldas pugnó por el establecimiento de la educación primaria gratuita para los niños de familias pobres en Bogotá. Supo unir la ciencia con su adhesión a la causa de América, durante la Independencia.
Camilo Torres, caracterizado dirigente patriota y probablemente el más importante ideólogo federalista durante el periodo de la “Patria Boba”. Pagó en el patíbulo, durante la época del terror, su fidelidad a la causa americana.
En la década del treinta, el tesoro nacional de la Nueva Granada no tenía fondos para vestir a los soldados del ejército, que muchas veces debían proporcionarse sus propios uniformes. En la acuarela puede verse cómo el uniforme del soldado que le sirve de modelo está roto en las mangas y en la rodilla, además de que el uniformado va descalzo, aunque tiene los botones de la casaca completos y él conserva un porte de marcialidad y dignidad. Soldado, acuarela de Auguste Le Moyne, Firmado A. L., ca. 1835. Colección Museo Nacional de Colombia, Bogotá.
Por decreto del 24 de enero de 1822, el vicepresidente de la república, encargado del poder ejecutivo, Francisco de Paula Santander, creó la comisión que debía formar las milicias nacionales con carácter de ejército permanente. La comisión estaba integrada por el general en jefe Rafael Urdaneta; el general de división Antonio Nariño; el general de brigada José María Vergara; el sargento mayor teniente coronel de infantería Lorenzo Ley; el sargento mayor de caballería José Arjona, y el capitán teniente coronel de artillería José Barrionuevo. Cada departamento de Colombia, y las respectivas capitales, quedaron facultados para organizar su cuerpo de milicias, cuyo comandante nacional era el general en jefe. En 1831, al disolverse la República de Colombia y formarse como nación independiente la Nueva Granada, ésta mantuvo la organización de las milicias. Soldado de la milicia de Bogotá, acuarela de Auguste Le Moyne, Firmado A. L., ca. 1835. Colección Museo Nacional de Colombia, Bogotá.
Una de las costumbres capitalinas que con más frecuencia dibujó Ramón Torres Méndez fue la belicosidad de sus habitantes de ambos sexos, que solían dar en la calle tremendas demostraciones, incluso entre las niñeras. La que vemos aquí parece ser una disputa por celos entre dos niñeras, a las que un galán trata de separar mientras las observan una mujer mayor con rostro divertido y una niña que no sabe a qué santo encomendarse. Peligros de los paseos de las niñeras, acuarela de Ramón Torres Méndez, ca. 1855. Colección de la Biblioteca Luis Ángel Arango, Bogotá.
Por el gesto del alguacil y la actitud de las presas parecería que estuvieran posando para el pintor. Exterior de la prisión de Bogotá en la Plaza Mayor y el alguacil que realiza la inspección, acuarela de José Manuel Groot y Auguste Le Moyne (atribuido), ca. 1835. Colección Museo Nacional de Colombia, Bogotá.
Aspectos de la agitada vida en las calles bogotanas a mediados del siglo xix. Gendarme bogotano detiene a una mujer luego de un altercado. Acuarela de Ramón Torres Méndez. Colección de la Biblioteca Luis Ángel Arango, Bogotá.
Aspectos de la agitada vida en las calles bogotanas a mediados del siglo xix. Desacuerdo entre jugadores de bolo. Acuarela de Ramón Torres Méndez. Colección de la Biblioteca Luis Ángel Arango, Bogotá.
Aspectos de la agitada vida en las calles bogotanas a mediados del siglo xix. Reyerta popular entre dos mujeres del pueblo; la leyenda en el muro de la ventana dice “biba la paz”. Litografía de A. Delarue, París, 1878. Colección privada.
El comisario francés Jean-Marie Marceline Gilibert Lafargue, contratado por el gobierno de Carlos Holguín para organizar la Policía Nacional, llegó a Bogotá a mediados de 1890. El 5 de noviembre del año siguiente el comisario Gilibert puso a disposición del gobierno colombiano el Cuerpo Nacional de Policía, técnicamente organizado de acuerdo con las normas empleadas para la policía europea. El comisario Gilibert había nacido en la Villa de Fustignac, Alta Garona, Francia, en 1839. Era un personaje legendario por sus hazañas durante la campaña de África en la década del sesenta, y sus fugas temerarias en la guerra contra los prusianos y el sitio de París 1870-1871. Condecorado con la medalla militar por su valor y patriotismo y la medalla colonial por sus arriesgados servicios en África, el comisario Gilibert fue director general de la policía colombiana en 1893-1898, 1906-1907 y 1908-1909. En 1905, el Gobierno de Francia lo condecoró con la Legión de Honor. Murió en Bogotá en 1923.
La Casa de Venus, célebre lugar de tertulia de poetas bohemios de finales de siglo, estaba situada al oriente, sobre el camino de Choachí, actual circunvalar. Allí se reunían celebridades como Julio Flórez, que además de recitar y beber chicha o aguardiente, hablaban pestes de los gobiernos de la Regeneración.
Noche de bohemia en Bogotá en la década del noventa. Cerveza, chicha, música y versos era la combinación para lograr un perfecto estado de ánimo y de pacífica alegría. En esas reuniones de bohemios rara vez se presentaba un altercado. Era una fraternidad que el poeta Clímaco Soto Borda denominó “la fraternidad de la chicha”. Óleo de autor desconocido, ca. 1894.
Foto de Demetrio Paredes (ca. 1870) quien retrata algunos personajes típicos de la Bogotá decimonónica. La mayoría pertenecía a familias de la clase alta, de las que se habían separado, o habían sido echados por su tendencia a empinar el codo y a endeudarse. El más famoso fue el elegante Gonzalón, que bromeaba con el general Mosquera y trataba de tú a los jefes de Estado. Sus dichos hacían reír a todos y temblar a más de uno. Gonzalón.
Foto de Demetrio Paredes (ca. 1870) quien retrata algunos personajes típicos de la Bogotá decimonónica. La mayoría pertenecía a familias de la clase alta, de las que se habían separado, o habían sido echados por su tendencia a empinar el codo y a endeudarse. Mariquito.
Foto de Demetrio Paredes (ca. 1870) quien retrata algunos personajes típicos de la Bogotá decimonónica. La mayoría pertenecía a familias de la clase alta, de las que se habían separado, o habían sido echados por su tendencia a empinar el codo y a endeudarse. Zusumaga.
Estos célebres y divertidos personajes vivían del “aporte” voluntario de los ciudadanos, que disfrutaban enormemente sus punzantes chispazos y apuntes sobre personas y hechos de la política local. Varios de ellos hicieron época, y fueron recordados con cariño incluso muchos años después de su desaparición. Chepecillo.
Estos célebres y divertidos personajes vivían del “aporte” voluntario de los ciudadanos, que disfrutaban enormemente sus punzantes chispazos y apuntes sobre personas y hechos de la política local. Varios de ellos hicieron época, y fueron recordados con cariño incluso muchos años después de su desaparición. Santamaría.
Estos célebres y divertidos personajes vivían del “aporte” voluntario de los ciudadanos, que disfrutaban enormemente sus punzantes chispazos y apuntes sobre personas y hechos de la política local. Varios de ellos hicieron época, y fueron recordados con cariño incluso muchos años después de su desaparición. Don Vicente Montero.
El panóptico de Bogotá, con planos de Thomas Reed, el mismo arquitecto que diseñó el Capitolio, se comenzó a construir en 1874 durante la administración Salgar. Se le consideraba una cárcel de la cual era imposible evadirse y, en efecto, los distintos intentos de fuga, sobre todo durante la Guerra de los Mil Días, se vieron siempre frustrados.
En la mencionada guerra el panóptico sirvió como cárcel de presos políticos. Con un cupo de 2 200 internos, el ministro de Guerra de Marroquín, general Arístides Fernández, metió allí a más de 5 000 liberales, sólo por sospechas de simpatía con los rebeldes. Uno de ellos, el poeta Julio Flórez, escribió en desquite la serie de sonetos Al chacal de mi patria, dedicados a Fernández. Otro, el abogado y poeta Adolfo León Gómez, narró en el libro Secretos del panóptico las atrocidades cometidas contra los prisioneros liberales. En 1946 el panóptico se clausuró como prisión y el edificio se adecuó para sede del Museo Nacional de Colombia. Fotos de Augusto Schimmer, ca. 1895.
Texto de: Eugenio Gutiérrez Cely
LA POLICÍA Y SUS PROBLEMAS
La policía fue en la capital desde finales del siglo xviii y durante casi todo el xix en extremo precaria. El virrey Ezpeleta creó en 1791 una Junta de Policía presidida por el oidor Juan Hernández de Alba y compuesta por los alcaldes de primero y segundo voto, Antonio Nariño y José María Lozano, y por el regidor Primo Groot. Esta junta, como vimos atrás, organizó un cuerpo de serenos cuya misión consisitía en ejercer la vigilancia nocturna del sector comercial de la ciudad y era pagada por los comerciantes de la Calle Real. La creación de la ronda del comercio fue prácticamente toda la labor que pudo realizar la Junta de Policía presidida por el oidor Alba, porque la falta de recursos le impidió hacerse cargo de los demás objetos que le encomendara el virrey. Así nació y murió el primer intento que hubo en Santafé de organizar un cuerpo regular de policía de vigilancia y seguridad, pues no resultó posible establecer una renta que pudiera sostenerlo de manera permanente.
Reviste especial interés anotar cómo al conocerse en Bogotá la noticia del triunfo del ejército libertador en Boyacá un grupo de notables de la capital, dirigidos y coordinados por el coronel Francisco Javier González, “Gonzalón”, tomó rápida conciencia de cuán imperioso resultaba precaverse contra los desórdenes, rapiñas y saqueos que fácilmente podía generar el vacío de poder producido por la fuga del virrey Juan Sámano y las autoridades españolas. El coronel González y sus amigos no andaban equivocados, ya que en efecto se presentaron conatos de asaltos y depredaciones orientados especialmente hacia las residencias y comercios de los chapetones que habían salido en estampida rumbo a Honda y que, por no haber tenido tiempo de llevar consigo la totalidad de sus mercancías y otras pertenencias, las habían dejado abandonadas en casas, tiendas y bodegas. “Gonzalón” y sus voluntarios se mostraron eficientes y acuciosos en grado sumo, hasta el punto de que pudieron controlar a la perfección el orden en la capital capturando y reprimiendo sin contemplaciones a los cacos y merodeadores que se lanzaron a las calles convencidos de que iban a darse el gran festín. Una vez que Bolívar hizo su entrada triunfal en Bogotá el 1.o de agosto de 1819, el coronel González organizó con sus voluntarios, que eran en su mayoría artesanos, una escolta permanente que asumió la vigilancia de la casa de gobierno donde se alojó el Libertador. Al poco tiempo, en noviembre del mismo año, el vicepresidente Santander creó un cuerpo de policía secreta entre cuyas funciones se contaba la de “observar las reuniones de gentes sospechosas y particularmente de mujeres que tengan emigrados a sus padres, hijos o maridos, o tuvieren alguna otra relación con los españoles”1.
En los comienzos de 1820 las autoridades empezaron a percibir el auge de un grave problema, subproducto de la guerra libertadora. Era la invasión a Bogotá de excombatientes que por diversas razones, entre ellas enfermedades y mutilaciones habidas en el campo de batalla, habían quedado cesantes y sin protección de ninguna naturaleza. En consecuencia el intendente del departamento, señor Estanislao Vergara, promulgó una “Instrucción de alcaldes pedáneos de esta capital”, sumamente severa en materia de policía, por la que mandó a los alcaldes de barrio nombrar en cada manzana de la ciudad un “celador” entre los vecinos que en ella habitaran o trabajaran, para que hiciera el empadronamiento de todos los habitantes del sector con expresión del arte u oficio de cada uno, y poder así detectar “a aquellos que no tuvieren oficio alguno, y que están entregados a la ociosidad y vagabundería… para que se les destine al ejército”2.
Este problema vino a intensificarse con caracteres alarmantes a partir de 1825, año en que se produjo la cesación total de la guerra de independencia, coronada definitivamente con la victoria de Ayacucho. Lógicamente la desmovilización de hombres que por lo general habían sido reclutados en los campos determinó su éxodo hacia las ciudades. Bogotá, como es fácil suponerlo, fue uno de los principales focos receptores de esta migración. Los tarados, enfermos y tullidos se entregaron a la mendicidad por las calles; los que gozaban de cabal salud se dedicaron al robo y al asalto nocturno. El latrocinio, la inseguridad y la detestable proliferación de limosneros amenazaron entonces con hacer invivible a Bogotá. Sobre la mendicidad informó el periódico El Noticiozote, del 20 de febrero de 1825: “Damos noticia que hemos visto pidiendo limosna por las calles de esta ciudad a soldados jóvenes de 16 a 18 años, arrastrándose por estar tullidos, y cayéndose por estar paralíticos”. De este mismo mal, y de los robos, había informado en 1823 el francés Mollien, cuando apenas empezaba el problema: “… hay una plaga verdaderamente espantosa que aflige a Bogotá: los pobres… [En la Calle Real] unos vigilantes [los serenos] velan por la seguridad de los comercios, que a pesar de esa vigilancia, suelen ser asaltados”.
La prensa de la época se mostró inflexible en sus críticas y denuncias sobre esta aflictiva situación. A diario informó sobre los robos perpetrados por los salteadores en residencias, casas de comercio y hasta iglesias y conventos. Se trató de organizar una lucha más activa contra la ola devastadora de delincuencia, por lo que el intendente Enrique Umaña expidió el 11 de febrero de 1826 un decreto que organizaba con meticulosidad un nuevo sistema de control policivo de mendigos, vagos, desocupados y forasteros en la ciudad. Por este decreto, a más del jefe político y de los dos alcaldes municipales, se regularizaron en Bogotá 10 alcaldes de barrio, cuatro para La Catedral y dos para cada uno de los otros barrios. El jefe político debía, asimismo, nombrar en cada una de las calles que atravesaban cada barrio un vecino con el cargo de “comisionado principal” de calle, cuyas atribuciones principales serían:
“[Nombrar] un celador en cada cuadra, a quien encargarán el cuidado y arreglo particular de ella, [que] deberá vivir en la calle en que fuere nombrado tal… Los comisionados principales darán parte diariamente [al alcalde de barrio] de cuantas novedades ocurran en su calle, de los forasteros que se hayan alojado en ella, de los que hayan mudado de habitación… Cada celador formará un padrón exacto de la calle que le corresponde.”3. Tan rigurosa reglamentación no se cumplió cabalmente por la razón de siempre: que los celadores de cuadra, los comisionados principales de calle y los alcaldes de barrio debían laborar sin sueldo. En consecuencia el intendente elaboró un plan complementario para combatir la inseguridad mediante patrullas itinerantes nocturnas. Sin embargo, para describir la situación, un periódico la resumió así: “Mientras la patrulla está en San Victorino, los ladrones roban en Las Nieves”4.
El problema de la guerra contra la inseguridad no tardó en adquirir implicaciones políticas. La municipalidad, que también estaba fervorosamente empeñada en desarrollar y ejecutar planes contra la delincuencia, dirigió un memorial al Congreso en 1826 en el que hacía duros enjuiciamientos sobre las consecuencias que, según ella, habían tenido en este caso las garantías y libertades propias del nuevo régimen republicano. Del documento de la municipalidad se infería la necesidad de hacer más rigurosas la legislación y las medidas encaminadas a la represión del delito. Ésta y otras medidas similares5 suscitaron una airada reacción por parte de los sectores gobiernistas, que no vacilaron en calificar de “liberticida” la propuesta de la municipalidad6, lo cual le acarreó una multa de 50 pesos a cada municipal por parte de la Corte Superior de Justicia del departamento7.
A pesar de esta polémica, y acaso presionado por la extrema gravedad de la situación que habían creado los malhechores en la capital, el Congreso se vio obligado a expedir en mayo de 1826 una ley que estableció juicios sumarios y la pena capital para salteadores y ladrones a mano armada. Esta ley, que fue sancionada por el vicepresidente Santander, entró en vigencia en momentos en que el caos estaba ya conduciendo a los ciudadanos a tomarse la justicia por propia mano. Poco antes de su expedición se dio el caso insólito de unos ciudadanos que azotaron a un ratero y luego le hicieron firmar un recibo por los azotes. También por esos días la prensa informó sobre un vecino de la parroquia de San Victorino que sintió ruidos una noche en la caballeriza de su casa. Poseído por la explicable paranoia que se había apoderado de los bogotanos de entonces, el referido personaje no se anduvo con rodeos de preguntar a sus intrusos nocturnos quiénes eran ni qué estaban haciendo en la caballeriza. La verdad es que no eran tales maleantes sino unos pobres y honrados viajeros que se habían guarecido en la caballeriza para protegerse de un aguacero inclemente. Los desdichados trataron de dar explicaciones a gritos pero resultó inútil. Uno de ellos fue atravesado de un lanzazo y murió poco después. El otro alcanzó a escapar.
Era de tales dimensiones la miseria económica que asolaba a Bogotá en aquella época siguiente a la guerra de independencia que, en principio, cuentan las crónicas de entonces, esta ley draconiana no intimidó a los delincuentes. En 1827 se produjo el primer fusilamiento de un ladrón en la capital. Fue ejecutado el día 1.o de junio. Era un joven de 26 años, llamado Santos Madrid, que había asaltado a mano armada la residencia de la señora Rafaela Vélez, hiriéndola a ella y a otros miembros de su familia. El reo intentó conmover al tribunal con una patética exposición sobre las numerosas batallas de la gesta libertadora en que había participado y sobre las heridas que había recibido en ellas. Pese a todo los jueces se mostraron inexorables y el bravo guerrero de la Independencia venido a ladrón sufrió ante el pelotón de fusilamiento el máximo rigor de la justicia8. A los pocos días un ciudadano llamado Miguel Amaya fue también ejecutado al hallársele culpable de abigeato.
A todas éstas, dentro de la tumultuosa proliferación de versiones, puntos de vista encontrados, teorías y polémicas en torno a la inseguridad, el periódico El Conductor del 12 de septiembre de 1827 descargó la responsabilidad de la situación sobre los jueces, acusándolos de estar obsoletos y tercamente aferrados a vetustas normas jurídicas coloniales ineficaces para combatir el delito.
Además de la pena de muerte vino a contribuir para asestar el golpe mortal a la delincuencia la acción implacable del célebre Buenaventura Ahumada, jefe de policía de Bogotá entre 1827 y 1829. “Don Ventura”, como se le llamaba popularmente, era un funcionario recto y severo en grado superlativo, que consagró todo su talento y sus energías inagotables a librar a Bogotá del flagelo de los malhechores. El señor Ahumada empleó contra ellos todos los medios disponibles con la máxima energía, incluida la recluta de numerosos vagabundos y gentes sin oficio para los ejércitos que marcharon a impedir la anexión de Guayaquil por el Perú, la sublevación de López y Obando en Pasto y el alzamiento del general Córdova en Antioquia.
Pero no solamente fueron los ladrones y los vagos víctimas de los severos zarpazos de don Ventura Ahumada. También las prostitutas, que por causas análogas abundaban en las calles bogotanas, fueron capturadas y orientadas hacia menesteres más limpios y honestos. Decía a este respecto don Ventura en un informe que pasó al intendente del departamento: “Tengo también la satisfacción de haber arrancado de la inmoralidad y el escándalo a 110 mujeres que hacían comercio público e infame, las cuales he destinado al servicio de algunas familias que pueden asegurarles subsistencia y sujeción”9. Y ahí no paraba la actividad arrolladora del infatigable policía. También su largo brazo alcanzó a los esclavos cimarrones que huían de sus amos. Sus hombres atraparon a 25 de ellos (un número muy satisfactorio) y se los devolvieron a sus legítimos propietarios. Lo mismo hicieron con 19 esclavas que también escapaban. En suma, al finalizar su gestión don Ventura Ahumada pudo experimentar la complacencia y la ufanía de haber limpiado de vagabundos y antisociales a la capital de la república, reclutándolos para el ejército y “concertándolos” en los talleres de artesanos “en donde bajo la responsabilidad de los maestros o directores aprenden un oficio que los ponga a cubierto de la indigencia y de la ocasión al crimen, que ofrece la ociosidad”10.
Sin embargo, al poco tiempo los estragos de los conflictos armados que acompañaron la disolución de la Gran Colombia volvieron a aumentar el número de prostitutas en Bogotá. De ahí que la campaña contra la inseguridad se dirigió ahora contra ellas. “El mejor medio para evitar tantos males —editorializó al respecto El Constitucional de Cundinamarca del 6 de noviembre de 1831— sería arreglar bien los padrones de la población, saber la ocupación de tanta mujer escandalosa, y hacer gravitar la responsabilidad de su mal comportamiento sobre sus padres, parientes o deudos, haciéndolas desde temprano abrazar alguna ocupación. ¿Y cómo se consigue esto? Por medio de una vigilancia constante, de una policía severa…”.
Ese mismo periódico publicó un decreto de policía del gobernador Rufino Cuervo por el que, “faltando fondos para salariar agentes”, mandó de nuevo a los alcaldes de barrio nombrar en cada manzana de la ciudad un celador “de los habitantes más activos y capaces de la misma manzana… que cuide en ella del orden, aseo y tranquilidad pública”. Estos celadores, entre otras atribuciones, debían hacer el padrón de su sector e informar al alcalde de barrio sobre las novedades de personas que llegaran a vivir, o se ausentaran de la manzana. En el periódico oficial de la provincia, del 11 de diciembre siguiente, apareció publicada la lista de los 58 celadores de manzana nombrados en el barrio de La Catedral.
Después de la Guerra de los Supremos (1840-1842) y hasta principios de 1845, Agustín De Francisco, el jefe político municipal, y Alfonso Acevedo, el gobernador provincial, realizaron a su turno una intensa campaña de limpieza de vagos, prostitutas, antisociales y desocupados en la ciudad, como la que efectuaron años atrás Buenaventura Ahumada y Rufino Cuervo, y como la que en adelante siempre se realizaría luego de cada guerra civil. Sobre la situación que se vivía cuando estaba por concluir la Guerra de los Supremos se refirió así El Constitucional de Cundinamarca del 10 de julio de 1842: “Como consecuencia precisa del estado de revolución en que se ha encontrado el país aparecieron [en Bogotá] después de la guerra una multitud de ladrones… La calle del comercio se encontraba infestada de vagos que recorriéndola en todas direcciones acechaban el momento de efectuar el robo ratero; la policía ha ordenado su persecución y está formando un depósito de esta gente para enviarla a la costa en reemplazo de las bajas del ejército”.
Por esa misma época se generalizó otra medida muy drástica e innegablemente muy cercana, por sus características, a la esclavitud neta. Fue el llamado “concierto” para vagos y prostitutas. Los primeros eran “concertados” con casas de familia, maestros artesanos, comerciantes o hacendados de la sabana, lo cual en otras palabras consistía en una condena a trabajo obligatorio en beneficio de patronos particulares por un periodo fijo que oscilaba entre uno y seis años, a cambio de techo y comida. La diferencia entre un concertado y un esclavo era realmente mínima. Fuera de los destinados al ejército ascendió a más de 200 el número de los catalogados como vagos y prostitutas que fueron condenados a concierto obligatorio en Bogotá en los dos años tres meses transcurridos entre octubre de 1842 y enero de 1845, según informaciones aparecidas en El Constitucional de Cundinamarca de ese periodo, y a otras 200 el de prostitutas “destinadas al fomento de nuevas poblaciones”. Avisos como el siguiente eran publicados en la prensa de esos años: “Los señores antioqueños y demás personas que necesiten muchachos para conducir fuera de esta provincia, pueden ocurrir a la policía donde se entregarán a concierto por cinco años los que hay”.
El concierto de las prostitutas en las casas de familia ya venía desde los tiempos de don Ventura Ahumada, pero hacia 1842 se estableció una nueva modalidad con estas desventuradas consistente en remitirlas sin apelación posible a lugares apartados a fin de “fomentar las nuevas poblaciones”. La prensa de entonces publicaba informaciones como ésta: “El 6 de octubre de 1842 han salido de esta capital para la Provincia de Mariquita, destinadas a las nuevas poblaciones de la montaña del Quindío, 20 mujeres reputadas públicamente como de mala conducta. Muy pronto saldrá otra partida igual y en lo sucesivo toda mujer que haga público alarde de su desmoralización será destinada infaliblemente al fomento de nuevas poblaciones”. Otra información daba a conocer a los lectores piadosos un hecho de notable relevancia: antes de que estas mujeres de vida desordenada salieran a sus respectivos destinos, tendrían que someterse a nueve días de ejercicios espirituales a fin de purificarse e iniciar su nueva vida de una manera más apropiada.
Las leyes dirigidas a reprimir la delincuencia se siguieron aplicando con extrema dureza. Hacia 1841 se puso en práctica la oprobiosa pena de la “vergüenza pública”, cuya peor consecuencia era que el que la padecía quedaba “infame”. En los archivos de esa época existen insólitas sentencias de este tenor: “A trabajos forzados en Chagres [Panamá] por un periodo de 11 años, 26 días, 9 horas y 36 minutos”11. Hay otra por la cual se condenó a un infeliz a tres años de presidio e infamia por haber robado unas yucas y algunas piñas y cebollas. Y otra que impuso dos meses de prisión a un raterillo por haber hurtado 10 centavos de plátanos.
En otro campo bien distinto llegó a tales extremos la manía moralizante de legisladores y jueces, que impusieron duros castigos a quienes, en vez del santo sacramento del matrimonio, elegían otros sistemas de convivencia. La unión libre era cruelmente penada con un año de confinamiento de los amantes ilícitos en lugares separados por una distancia mínima de 100 kilómetros que, dada la situación de las comunicaciones entonces, era una distancia realmente sideral. Pero si al producirse el amancebamiento el hombre era casado, el castigo era más áspero aún. El varón sufría ocho meses de prisión y la mujer un año y cuatro meses de confinamiento en algún lugar que distara los consabidos 100 kilómetros de aquel en que se encontraba preso el marido furtivo.
En un informe dirigido a la Cámara Provincial en 1846, el gobernador Pastor Ospina planteaba la dramática situación de la ciudad en cuanto a servicios de policía, anotando que sólo había muy pocos agentes y muy mal pagos. Dos años más tarde, el gobernador Mariano Ospina Rodríguez denunciaba el hecho gravísimo de haber sido suprimido del todo este cuerpo de policía provincial y ponía de presente el alto grado de inseguridad en que se hallaba la ciudad desamparada. Bogotá llegaba a mediados del siglo sin agentes de policía.
Al iniciarse el nuevo régimen liberal en 1849, esta situación continuó igual hasta que en 1850 el gobernador Mantilla se dirigió al Cabildo presentando el panorama en toda su extrema gravedad y exigiendo fondos para la creación de un contingente de policía12. Pero el dinámico gobernador no se sentó a esperar la respuesta de la corporación, sino que procedió a hacer patrullar la ciudad con soldados del ejército acantonados en Bogotá.
La Cámara Provincial recogió esta justa preocupación general y procedió a crear un pequeño destacamento de policía para operar en Bogotá. Al cabo de poco tiempo, El Constitucional de Cundinamarca del 21 de diciembre de 1850 daba cuenta de una serie de delitos, especialmente robos y asaltos, cuyos autores habían sido aprehendidos, juzgados y penados, gracias a la actuación del nuevo cuerpo de policía. Entre otros, el periódico informó que: “Se descubrió la existencia de una compañía de muchachos, de muy corta edad la mayor parte de ellos, que de concierto y auxiliados mutuamente, se ocupaban de robar pequeñas cantidades y objetos de corto valor, fueron aprehendidos, se les comprobó su mala conducta, y se les ha concertado con particulares, ganando cómodamente su subsistencia”. Como se ve, el gobierno liberal continuaba la práctica de concertar, o contratar con particulares a los vagos y pequeños delincuentes. Los así concertados debían trabajar para su patrono obligatorio durante el tiempo señalado por la autoridad, o de lo contrario eran remitidos a la cárcel a pagar una condena regular.
Por efecto de la disolución de los resguardos indígenas que en corto tiempo desalojó a los aborígenes de sus últimas tierras comunales, entre 1850 y 1851 la ciudad capital sufrió el azote de una nueva ola de crímenes y delitos contra la propiedad. Todas las casas bogotanas se convirtieron en auténticas fortalezas y los ciudadanos se armaron para hacer frente a los malhechores y desocupados. Algunos atribuyeron entonces al abogado de pobres y secretario de la Sociedad Democrática de Artesanos, José Raimundo Russi, la dirección y organización de los facinerosos que asolaban la ciudad.
El caso de Russi ha sido motivo de infinitas controversias. El misterioso abogado cayó en manos de la justicia, se le procesó como autor de varios delitos, entre ellos un asesinato, y se le fusiló el 4 de junio de 1851 junto con otros cuatro reos. El hecho es que nunca ha podido ser desmentida del todo la versión según la cual Russi era inocente y que fue víctima de una retaliación política para escarmentar a sus amigos los artesanos democráticos, a quienes se atribuían las fechorías cometidas por la supuesta “banda de Russi”13.
El gobernador provincial, por decreto del 17 de marzo de 1853, regularizó la contribución denominada de “serenos”, que se venía recaudando desordenada e irregularmente, y determinó que con ella se contrataran 16 serenos para la parte céntrica de la ciudad. La contribución debía pagarla todo comerciante, boticario, librero y dueño de establecimiento de especulación pública ubicado en las calles que se irían a vigilar14. Estos serenos entraron en servicio el 12 de abril siguiente, y muy seguramente su nombramiento debió estar relacionado con los enfrentamientos que por entonces empezaban a protagonizar “guaches” y “cachacos” en Bogotá, como una forma de protegerse los comerciantes de posibles ataques de los primeros. En igual sentido, a comienzos de 1854, como más adelante veremos, fueron creados Cuerpos Auxiliares de Policía, que el gobernador Gutiérrez Lee confesó paladinamente tenían como objetivo contrarrestar el poder del ejército, al cual se consideraba como sospechosamente adicto a la causa de los artesanos golpistas. Sin embargo, el golpe militar-artesanal de Melo pudo darse en este año.
DELINCUENCIA EN LA ÉPOCA RADICAL
Pocos años más tarde, como consecuencia de la prolongada guerra civil de 1860-1863 que produjo el levantamiento del general Mosquera contra el gobierno de la Confederación Granadina, la paz trajo consigo una vez más un preocupante incremento de la delincuencia y la vagancia. A poco de concluida la contienda, el Diario Oficial publicó, de octubre de 1864 a abril de 1865, varias entregas con resúmenes de la actividad criminal y de policía bajo el nombre de “Anales de la Policía”. Fue una especie de crónica roja de la capital en tiempos del primer gobierno de Murillo Toro, de la que transcribimos algunos apartes, pues revelan una cara desconocida de la Bogotá decimonónica:
“Octubre 23: Se ha retenido por la policía tres muchachos de ochos años de edad por robos de menor cuantía, y una muchacha de la misma edad por igual delito, hasta tanto se puedan concertar… Noviembre 7. Se mandó por tres días al Divorcio a Cruz Salazar, penada correccionalmente por conservar relaciones ilícitas con un hombre casado; dicha Salazar vino a demandar ante el jefe municipal a la mujer legítima de Fernando Nieto, artesano, y a exigirle que la redujera [a la cárcel] del Divorcio para que la dejara vivir en paz con el citado Nieto, pues que le pertenecía por sus relaciones ilícitas, a pesar de que la otra era su mujer legítima… Noviembre 11: Habiendo tenido noticia el jefe municipal de que los señores Guillermo Uribe y Gabriel Vengoechea tendrían un duelo en el altozano de la catedral, citó a los señores expresados a su despacho, con el objeto de exigirles una fianza de guardar la paz… A las dos de la mañana se avisó a la policía de que por Las Cruces estaban dándole rejo a unas mujeres [por líos de faldas]… Noviembre 12: Se mandaron retenidas al Divorcio como pena correccional a dos muchachas menores de 11 años, por haber desnudado a un niño en la calle y haber vendido la ropa que le quitaron.
”Noviembre 22: Se concertó a Rafael Montoya en poder del señor Eladio Herrera, por cuatro años, bajo las condiciones siguientes: vestirlo, alimentarlo, darle habitación, médico, y además le pagará tres pesos mensuales. Los castigos que puede imponerle son: privación de alimentos por doce horas, en primera corrección, encierro por 24 horas, por segunda, y encierro por 24 horas a pan y agua, por tercera… Noviembre 25: Ha sido retenido por la policía Bartolomé Sánchez, por horribles maltratos causados a Tránsito Torres con una varilla de hierro y un barretón, en partes que el pudor se abstiene de expresar… Diciembre 6. Se presentó a la policía el señor Fernando Rodríguez, pidiendo protección para aprehender a la señora Dolores Galviz de R., su esposa, por haberse fugado de su casa… Diciembre 10… A las nueve de la noche se oyeron en el cuerpo de policía gritos que se daban en los cimientos del Capitolio; ocurrió ésta inmediatamente y aprehendió a Pablo Mora, que en compañía de otro hombre que se escapó por la oscuridad de la noche, había subido por la fuerza a una mujer a estos cimientos, a la cual habían registrado para robarla, y no habiéndole encontrado nada, hicieron uso violento de ella…
”Diciembre 12… Se presentó el señor Emilio Macías pidiendo a la policía protección para aprehender a la señora Segunda Olea de Macías, su esposa, la que habiéndose fugado dos veces de su casa y cometido varios excesos contra el orden conyugal, ha fugado definitivamente del hogar doméstico… Diciembre 17…
”En el puente de San Juanito se encontró muerto a un párvulo, quien hecho examinar, se declaró que su muerte no había sido natural. La policía procedió a practicar sus indagaciones, y a las cuatro de la tarde de este día fue aprehendido Venancio Rodríguez, autor de este infanticidio y por su declaración indagatoria se sabe que el muchacho se llamaba Salvador Hernández, y lo tenía de su criado [concertado] por que dice se lo había regalado una mujer de Guateque… Diciembre 23: Fue aprehendida infraganti Trinidad Rincón, que acababa de hurtarle cuatro pares de alpargatas a un indio en la plaza de mercado… Diciembre 28: (Fue encontrado herido de bala el señor Ricardo Becerra, pero no quiso confesar quién lo había herido. Se sospecha que lo fue en un duelo)…
”Enero 1: A las once de la noche se denunció que el señor Francisco de Paula Manrique se había entrado a la tienda de una mujer llamada Ricarda, y que allí, junto con la expresada mujer, se hallaba en estado de embriaguez, causando un grande escándalo; y que, al mismo tiempo, una mujer, en la calle, acompañada de tres muchachos pequeños, tiraban piedras a la tienda expresada, diciendo la mujer que Ricarda le había quitado su marido, y que por eso no tenía con que alimentar a sus hijos… Enero 23: La señora María Josefa Buendía dio parte a la policía que el sábado 21 de los corrientes, como a las cinco y media de la tarde un hombre de pequeña estatura, indiado, de ruana parda, sombrero de jipijapa, viejo, le pidió licencia para guardar en su tienda un cajón de loza, el cual estaba envuelto con unos encerados y liado con unas cabuyas; que la señora Buendía no sospechó nada y le dio licencia para guardar el cajón en su tienda; y que cerró y se retiró para su casa a la hora acostumbrada; que al día siguiente encontró su tienda abierta y notó que le habían robado varios efectos, cuyo valor ascendía a más de $200; que el cajón que le habían dado a guardar lo encontró vacío, el encerado a un lado, las cabuyas cortadas; que cree que dentro del cajón no había tal loza, sino un muchacho quien debió abrir una de las puertas por el lado de adentro”.
En síntesis, Bogotá comenzaba a destacar como una ciudad de violencia cotidiana, en primer lugar contra las mujeres y los niños. Los atentados contra la propiedad ocupaban también destacada importancia en la crónica roja de entonces.
Para 1867 prestaban sus servicios en la ciudad 16 serenos principales, cuatro suplentes, dos cabos y dos ayudantes, que vigilaban 478 locales comerciales en 23 calles del centro de la ciudad15. En la nota que el presidente de la Junta de Comercio dirigió al gobernador del estado de Cundinamarca el 11 de septiembre de 1869, le informó además que el cuerpo de serenos sería adiestrado en el manejo de la bomba para incendios que se acababa de recibir, con lo que él sería el llamado a dominarlos en Bogotá16.
Por acuerdo del 10 de marzo de 1873 la municipalidad determinó que en la capital la policía estaría en lo sucesivo dividida en cuatro secciones, una por cada barrio de la ciudad, y que cada sección estaría al mando de un inspector. Poco después, por acuerdo del 14 de noviembre de 1874, la municipalidad estableció que las inspecciones de policía de cada barrio se dividirían en dos secciones, la primera se ocuparía de asuntos de orden y seguridad, y la segunda de los de aseo, ornato y salubridad; cada cual exclusivamente17. El desarrollo de la capital, y sus complejas necesidades de orden y aseo, iban imponiendo, por una parte, la organización de la policía de una manera más funcional, por barrios; pero, por otra, se apreciaban todavía confundidas las funciones de aseo y salubridad con las de orden y seguridad, confusión propia de la vieja ciudad colonial.
LOS GAMINES
La situación de la infancia desprotegida era ya tétrica. Como secuela de las guerras y de la miseria abundaban los niños arrojados a la calle que tenían que empezar a delinquir desde temprana edad para no perecer de hambre. La asiduidad del amor prohibido daba también como resultado frecuentes nacimientos de hijos ilegítimos que pasaban a ser abandonados por sus madres en la llamada Casa de Refugio y en las calles, cuando no eran sencillamente eliminados18.
Las crónicas de prensa también abundaban en referencias a casos de hurtos cometidos por muchachos callejeros. Como la siguiente, aparecida en El Nacional del mes de febrero de 1867:
“Crónica del día 5 de febrero.
”Hay una turba de jóvenes y muchachos que… se han entregado a recorrer la ciudad mendigando los unos, y los otros observando las casas que están en estado fácil para entrarse y saquearlas, éstos son los mismos muchachos que tanto abundan los viernes en el mercado robándose la plata, los pañuelos, relojes, cadenas y por último, si se les presenta la facilidad, los costales o canastos con los víveres que las señoras o dependientes han comprado”.
PROFESIONALIZACIóN DE LA POLICíA
No nos aventuramos al decir que, junto con los servicios públicos, el índice más certero de la modernidad de una urbe es su concepto y su organización del cuerpo de policía. Las dos décadas finales del siglo fueron para Bogotá la prueba de fuego de su capacidad para ofrecer a sus habitantes los beneficios propios de esa “peculiar manera de amontonarse” que llamamos ciudad. Pero ya desde los comienzos de la nacionalidad, la capital conoció y puso en práctica diversos conceptos acerca de lo que debe ser el servicio urbano de policía. Atrás vimos desfilar por estas páginas al enérgico y acucioso Buenaventura Ahumada, cuya época de oro fue el último gobierno del Libertador, y quien, como un cura mañoso, a las funciones de vigilancia agregaba las de supremo fiscal de las costumbres ciudadanas, reprimiendo beodos y tahúres así como el tráfico venal de las escasas y tímidas meretrices de entonces.
Posteriormente, Bogotá vio nacer el modelo de lo que podríamos llamar policía partidista, cuya misión esencial, por encima de cualquier otra, era asediar y reprimir a los enemigos del régimen de turno.
Otro particular sistema de policía que la ciudad conoció durante buena parte del siglo xix fue el cuerpo de serenos que organizó por su cuenta la Junta de Comercio a fin de proteger sus almacenes de la Calle Real contra las acechanzas de los cacos. Era una policía privada.
No se había llegado, en suma, al concepto moderno de policía como un cuerpo civil separado del ejército y de las fracciones políticas, altamente tecnificado y formado para amparar a los ciudadanos y combatir el crimen en sus diversas modalidades. Con ese objetivo fue contratado por el gobierno, en 1890, el comisario francés Marcelino Gilibert.
Los periódicos de la década de los ochenta se mostraron especialmente prolíficos en notas relativas a riñas de toda índole, hurtos, asaltos a mano armada, homicidios, robos sacrílegos y delitos contra el honor sexual. A este caos se agregaba una total confusión de jurisdicciones y funciones policiales de todo orden, vale decir, entre ejército, policía, municipio, Estado, aseo, salubridad, seguridad, moral, etc. Se calculaba, hacia 1883, que la capital necesitaba por lo menos 300 gendarmes mientras la triste realidad era que sólo había 50. Y eso que, según informó a finales de ese año el alcalde Cenón Figueredo, “¿cómo es posible en una población de más de cien mil almas, atender al servicio local con 25 hombres mal remunerados? Pues aunque en el presupuesto del departamento de policía de seguridad figuran 50 gendarmes, 25 de éstos están destinados al ramo de agua, a la recaudación del distrito, a Chapinero, Plaza de Mercado, etc. y no puede distraérseles del servicio a que están nombrados…”19. Por su parte, sobre los inspectores de policía gravitaba un cúmulo tan abrumador de funciones, que a la hora de la verdad dichos funcionarios mostraban una ineficiencia absoluta. Veamos un somero recuento de tales funciones.
De 7 a 8 a. m. el inspector debía distribuir los carros del aseo y notificar a los vecinos sobre sus obligaciones respecto a la limpieza y salubridad de su sector. Luego pasaba a su despacho para tramitar sumarios y dictar sentencias por delitos menores. Entre las 5 y las 6 p. m. tenía que rondar el barrio para verificar el cumplimiento de sus providencias y sacar de sus casas a los enfermos que se ocultaban en tiempos de epidemias. Entre las 7 y las 8 p. m. reunía a los gendarmes para impartirles instrucción militar. Luego, entre las 8 p. m. y la medianoche, patrullaba el barrio, cerraba chicherías que permanecieran abiertas después de la hora límite y, en general, se encargaba de preservar la tranquilidad y reprimir el delito20. Y como si todo eso fuera poco, el inspector recaudaba una serie de impuestos municipales, multas por faltas contra el aseo y las cuotas que debían abonar las vivanderas de las plazas de mercado.
En 1884 se promulgó un decreto del alcalde Higinio Cualla —el famoso primo de Núñez que dirigió los destinos de Bogotá como primera autoridad municipal por 16 años— que trataba de fijar con precisión(!) las funciones de los gendarmes. Algunas de ellas eran:
“Impedir que las gentes hagan sus necesidades en las vías públicas; prohibir que cuelguen en las calles cabuyas con ropas; recoger todas las gallinas y cuadrúpedos que se hallen vagando; prohibir que los individuos que vayan cargados por las calles transiten por las aceras; impedir que los artesanos hagan fogatas en las calles; cuidar de que en las fuentes públicas no ocurran escándalos ni desórdenes; impedir todo desorden o delito”21.
Tocó más fondo aún la precariedad del oficio policial cuando en 1885 se dio atribuciones policiales a algunos empleados particulares. Ante problemas surgidos entre la empresa del tranvía y el pueblo bogotano, este último optó, como de costumbre, por el sabotaje civil, y empezó a romper con cuchillos los forros y maderos de los coches, hasta el día en que a algún inconforme se le resbaló la mano y rompió el cuero de… la mula que tiraba el carro, haciéndole “un rayoncito desde la cola hasta la crin.” Inmediatamente el alcalde Cualla, exasperado, nombró “celadores de policía a los conductores del Tranvía, quienes podían arrestar a los borrachos, peleadores, escandalosos y groseros, y debiendo detener los carros al frente del Panóptico para poner los culpables a disposición del alcalde…”22.
La organización moderna de la ciudad y de la policía pareció despuntar por fin luego de la proclamación de la nueva Constitución. En efecto, desde 1888 se reformó el sistema de administración municipal. Sucesivas disposiciones culminarían con la creación en ese mismo año de una “gendarmería de alta policía nacional, organizada militarmente, pero con residencia habitual en Bogotá”, y en la ley 23 de 1890 que autorizaba al gobierno a usar en el establecimiento, organización y sostenimiento del cuerpo de Policía Nacional hasta 300 000 pesos. Además a contratar a través del cuerpo diplomático “un profesor hábil… que se encargue de organizar la policía y de educar hasta donde lo permitan las circunstancias y aptitudes respectivas a los particulares que se destinen a desempeñar las funciones policiales”23. En cumplimiento de esta ley fue contratado y traído a Bogotá con un sueldo de 3 000 pesos mensuales el comisario francés Juan María Marcelino Gilibert, quien había desempeñado el cargo de inspector de primera clase en la ciudad de Lille. El contrato se suscribió por dos años prorrogables.
No es difícil imaginar las innumerables dificultades y resistencias que hubo de afrontar el comisario francés, especialmente en el comienzo de sus labores. Con la asesoría de Gilibert, se dictó el decreto 1 000 de 1891, que ha sido reputado como la norma básica de nuestra Policía Nacional. Se vedaba toda injerencia política y militar en la policía, la cual quedaba adscrita al Ministerio de Gobierno. El nuevo organismo se componía de un director, un subdirector, un secretario, 36 comisarios escalafonados jerárquicamente en tres clases, ocho oficiales auxiliares y 400 agentes. Igualmente fijaba el decreto los requisitos inexcusables para el ejercicio de la profesión policial: “saber leer y escribir, saber contar, no haber sido condenado judicialmente, estar en pleno goce de los derechos ciudadanos, tener buena complexión física y ningún vicio o defecto y poseer maneras cultas y carácter firme y suave”24.
Gilibert mostró desde el principio una diligencia infatigable en el desempeño de sus funciones. Se decía entonces que “era tanto el celo que ponía, que en ocasiones visitaba los cuarteles vestido de agente raso y se mezclaba entre ellos. En varias ocasiones tuvo que salir de filas notablemente alterado por las deficiencias que observaba”25.
El 1.o de enero de 1892 tuvo lugar la presentación oficial de la policía en Bogotá con toda la solemnidad que el caso requería. Fue un gran acontecimiento: las divisiones del cuerpo desfilaron ante el presidente de la república y su gabinete luciendo el uniforme de… la policía de Francia.
Con la mayor minuciosidad redactó Gilibert el reglamento de la nueva policía. La ciudad quedó dividida en seis circunscripciones, se adquirieron y adaptaron los respectivos locales para las mismas, y se dotaron de muebles y teléfonos. Además de estas seis divisiones, el cuerpo de policía contó con dos adicionales: una central y la de seguridad, que se encargaría de las “pesquisas reservadas” y que operaría con agentes vestidos de paisanos y provistos de la debida placa de identificación. Igualmente se adiestró a los agentes para llevar un registro diario de las rondas nocturnas, de las personas sospechosas, de los lugares que podían ofrecer peligro, de las casas clandestinas de juego, prostíbulos y casas de préstamos, del movimiento de pasajeros en los hoteles, de vagos y niños callejeros y de las quejas y denuncias cotidianas26. Este registro pasaría a engrosar el respectivo archivo de cada comisaría que, como veremos, fue uno de los blancos más perseguidos por el pueblo bogotano durante el motín de 1893.
Era también muy severo el reglamento en cuanto a la prohibición que pesaba sobre los agentes de recibir sobornos. Respecto al trato con la ciudadanía, éstas eran las instrucciones:
“Los agentes deberán ser siempre benévolos, enérgicos pero a la vez corteses con el público. Débiles nunca. Procurarán adoptar primero el medio de la persuasión y no reprimir sino después, evitando prometer a los sindicados una indulgencia que no están en capacidad de concederles. Deberán así mismo, abstenerse de todo hecho agresivo y de toda palabra grosera o injuriosa para el público y para todos los individuos detenidos”27.
Las exigencias de las autoridades municipales en el sentido de que la policía les cediera un cuerpo permanente de gendarmería para que quedara bajo las órdenes del alcalde de Bogotá, a cambio de lo cual la ciudad cedía el local del antiguo Hotel Universo, en la parte sur de la plaza de mercado de La Concepción, para sede de las oficinas de la dirección de policía y de la división central y de seguridad, fueron causa de duros enfrentamientos entre el comisario Gilibert y el alcalde Higinio Cualla.
Por todos los flancos imaginables hubo de hacer frente el sufrido francés a las conjuras de toda procedencia que se confabularon para impedir, o al menos obstaculizar, la meritoria tarea de profesionalización de la policía en que el comisario se había comprometido y empeñado. Gilibert no cejó en su lucha, no obstante que hubo de librarla en frentes de batalla ciertamente inverosímiles, todos ellos, por supuesto, originados en la ignorancia y el atraso.
En abril de 1892, cuando sólo habían transcurrido cuatro meses escasos desde el gran desfile marcial con el que se presentó la nueva policía, acontecimiento que coincidió con la disolución del viejo cuerpo de serenos, se presentó un caso entre bufo y grotesco. Los agentes que practicaban la ronda nocturna en los contornos del Colegio del Rosario, cerca al puente de Latas, creyeron ver un fantasma vestido a la usanza de los antiguos serenos que los saludaba y desaparecía. Aterrorizados, dieron cuenta del fenómeno a su correspondiente división. En las noches siguientes, otros policías informaron del mismo espectro que se manifestaba en diversas formas y se esfumaba dejando a los pobres agentes temblando de pavor. Alarmado Gilibert ante esta ola de superchería que amenazaba con anarquizar a la naciente policía, declaró que ese organismo “se había cubierto de ridículo”. Se inició una investigación abriéndole un expediente al espanto, expediente que hoy reposa en el Archivo Nacional de Colombia28 donde quedaron consignadas las declaraciones de los agentes. Por su parte, el comisario Gilibert, con muy acertado criterio, decidió dar una lección drástica destituyendo a los agentes que habían propalado las historias de los duendes, no porque hubieran abandonado su puesto, como afirmó calumniosamente la prensa, sino porque, “si como lo dicen, hubiesen apercibido un hombre vestido de Sereno, su deber como empleados de la fuerza pública, hubiera sido apoderarse de él para saber lo que pretendía y no hicieron… [El hecho en realidad] no pasa de ser una chuscada”29.
La recién nacida policía hubo de afrontar en 1893 una prueba excesivamente dura para su incipiente organización. Nos referimos a los motines de enero de ese año. El ejército hubo de intervenir para proteger a la policía, que mostraba indicios inequívocos de impotencia frente a la furia de los amotinados. El comisario Gilibert hizo ingentes esfuerzos por evitar la desbandada de sus subordinados, pero no lo consiguió.
Luego del motín, y por petición expresa de Gilibert, el gobierno incrementó a 1 000 los efectivos de la policía. Pero a los pocos meses, el personal fue reducido de nuevo a 450 agentes.
En materia de experiencia sí fue mucho lo que ganó con el motín el experto francés. En primer término, procedió a cambiar la ubicación estratégica de las unidades básicas. Decía el respectivo informe:
“Las 6 primeras divisiones, que antes se dividían en 4 secciones, hoy se dividen en 3 y prestan el servicio asi: durante el tiempo que la primera sección está en servicio activo por el término de 3 horas en las calles y plazas de la ciudad, la segunda permanece en servicio sedentario o de reserva en las comisarías y la tercera en descanso. Pasadas las 3 horas, la segunda sección entra en servicio activo de vigilancia mientras que la primera regresa a su respectiva comisaría a servicio sedentario, y así sucesivamente. De ese modo los agentes, con el reposo que obtienen, pueden atender al fuerte trabajo que les corresponde tanto de día como de noche. Con esta nueva organización creemos que no se repetirán aquellos actos de salvajismo”30.
La situación que afrontaba el comisario Gilibert no era la más halagüeña. Si de esos 450 hombres que había en nómina se restaban los 50 cedidos al municipio y los 110 cedidos a las oficinas del Gobierno Nacional o desviados hacia otros edificios, los que efectivamente quedaban disponibles para la vigilancia de la ciudad eran 290 que, divididos en tres partes, conforme con la nueva organización, daban un total de 96 para cada zona. Como la ciudad, según el plano oficial de la misma, constaba de 1 020 cuadras, a cada agente le correspondían 11 cuadras. Por otra parte, como no había patrullas para conducir a los sindicados a las comisarías, los mismos agentes tenían que cumplir esta función, por lo cual a menudo se veían obligados a abandonar su área de servicio durante varias horas, con detrimento de la vigilancia. A este déficit, ya de suyo grave, había que agregar las continuas escoltas que con frecuencia pedían los empresarios de teatro y toros, los párrocos para las procesiones y el alcalde para diversos actos31.
Pero este problema era leve comparado con uno de los peores que tuvo que afrontar nuestro francés. El cáncer del clientelismo (que no es nuevo, como algunos piensan) hizo metástasis en la recién creada policía, entrabando en materia grave los propósitos de profesionalización que animaban a Gilibert. Fuertemente armados con recomendaciones de políticos influyentes, empezaron a ingresar a la policía elementos por lo general indeseables y que distaban en mucho de presentar las especificaciones que exigía el reglamento establecido por Gilibert. Según informó el comisario francés, esta práctica inmoral, corrupta y perniciosa trajo como inmediata consecuencia que el cuerpo se llenara de “ebrios, holgazanes e incluso delincuentes”32, ante el pasmo y la indignación suya y de toda la sociedad sana de la capital. Pero el indomable comisario no cejaba. Multaba y castigaba sin contemplaciones a los malos elementos. Aunque, desde luego, el rigor que puso en práctica Gilibert para defenderse de la ofensiva clientelista no fue suficiente para mantener e incrementar un buen nivel profesional en la institución, puesto que la necesidad de estar expulsando con frecuencia a estos parásitos traía consigo una rotación nociva para la calidad de la organización.
Los informes de Gilibert son patéticos, especialmente si se tiene en cuenta la desproporción entre la debilidad de los medios con que contaba y las dimensiones de la creciente marea delictiva que azotaba a la indefensa capital. En dichos reportes se mencionan con detalles los innumerables hurtos y robos, cometidos en su mayor parte por menores de edad, “a quienes se ha dado el nombre de rateros, la proliferación de almacenes de reducidores o ‘cambalacheros’, dedicados al infame tráfico de objetos mal habidos; la embriaguez —especialmente la originada en el abuso de la chicha— con todas sus secuelas; la prostitución, la mendicidad, la vagancia y el desaseo público; y el crecimiento alarmante de las enfermedades venéreas, además del inminente peligro de incendio en los teatros; la falta de bomberos, la escasez de excusados públicos”33. Es curioso cómo a pesar de que las propias estadísticas son alarmantes, el comisario francés no parece inmutarse ante la creciente ola de delitos de violencia personal, una tendencia general de la vida urbana en Bogotá durante la segunda mitad del siglo xix.
A partir de 1895, la meritoria obra del comisario Gilibert se vino abajo en forma aparatosa. Con el pretexto de la guerra de ese año el presidente Caro borró de un plumazo todo lo hecho por el francés sacando la policía de la jurisdicción del Ministerio de Gobierno y adscribiéndola al de Guerra como un nuevo organismo militar. La consecuencia inmediata consistió en que ese cuerpo de policía civil en vías de profesionalización quedó transformado de la noche a la mañana en un organismo sectario, politizado y represor que, como lo muestran numerosos testimonios de la época, pasó por el peor enemigo de la ciudadanía.
Profundamente decepcionado, y consciente de su impotencia, Gilibert presentó su renuncia el día 3 de junio de 1898. Ya el tradicional humor bogotano había hecho causa común con sus malquerientes, bautizando a la dirección de la policía con el cáustico mote de “Hotel Gilibert”, por referencia a los altos costos que, según sus adversarios, representaba la Policía Nacional. El pulcro, dinámico y honesto comisario francés había perdido una ardua guerra de siete años contra las tinieblas del atraso. La Guerra de los Mil Días, que ya se avecinaba, acabaría de liquidar la obra de Gilibert. En sus campos de batalla quedaron tendidos los cadáveres de muchos de los agentes que él había formado o querido formar con el más estricto y elevado criterio profesional. En lugar de Gilibert, no tardaría en posar sus garras de buitre sobre la jefatura de policía el general Aristides Fernández. La policía cívica, imparcial y tutelar del comisario francés, se había convertido en una espantable guardia pretoriana.
El texto de la carta de renuncia del comisario Gilibert, que es una admirable síntesis de este proceso, dice:
“Señor Ministro de Gobierno:
”En mi nota número 561 tuve el honor de poner en conocimiento de Su Señoría que a consecuencia de las numerosas comisiones fuera de la ciudad, de los servicios especiales en todas las oficinas públicas de la capital, de las escoltas para funciones de teatro, corridas de toros, festividades religiosas, y finalmente de los agentes enfermos y excusados a causa de lo penoso de su servicio, el efectivo con que hoy cuenta este cuerpo es enteramente insuficiente y ya no es posible evitar que se cometan los constantes robos que se suceden diariamente a causa de la enorme cantidad de rateros y ladrones que últimamente se han levantado en la capital.
”Habiendo hecho durante seis años y medio que he estado a la cabeza de este cuerpo todo lo que ha estado en mi poder para crear y organizar una policía que merezca ese nombre, y no queriendo asumir por más tiempo responsabilidades con que no puedo gravarme, suplico a Su Señoría se digne aceptar la renuncia irrevocable del puesto de Director General y Organizador de la Policía Nacional…
”Finalmente, y antes de terminar la presente, creo mi deber manifestar a Su Señoría que… no se nombren en el Cuerpo por recomendaciones e influencias especiales a individuos que no tienen la capacidad necesaria y cuyo oficio se reduce en su mayor parte a cobrar el sueldo.
”Dios guarde a S. S. Gilibert” 34.
Esta carta es, sin duda alguna, un diagnóstico de los principales problemas que aquejaban entonces a la institución policial luego de haber sido convertida en una entidad politizada, ineficiente y parasitaria.
El comisario Gilibert no regresó a su patria. Paradójicamente, no salió a las volandas del país después de haber padecido tan amargas decepciones en la que pudo haber sido la más importante gestión profesional de su vida. Por el contrario, permaneció en Bogotá y de manera ocasional pero frecuente siguió visitando la institución y sirviéndole generosamente como consultor. Murió a los 84 años, en 1923.
El director de la policía en 1903, Gregorio Beltrán, daba el parte del desmantelamiento total que había sufrido la obra de Gilibert: “La guerra de tres años que asoló la tierra Colombiana… entre los muchos males que nos dejó… la profunda desmoralización de la que desgraciadamente está afectada la policía. Para remediarlo, habría necesidad de cambiar el personal casi totalmente y educar el nuevo que viniera a reemplazarlo de manera conveniente… En la actualidad, la Policía es considerada por el público más que como una garantía, como una amenaza… y creo que no carece de razón. Hay que borrar a todo trance esta idea fatal: es preciso que la Policía se reconcilie con la Sociedad y obtenga de ella el respeto que merece…”35.
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Notas
- 1. Duarte French, Jaime, Poder y política. Colombia 1810-1827, Carlos Valencia Editores, 1980, pág. 128.
- 2. Biblioteca Nacional, Bogotá, Fondo Pineda.
- 3. Hoja suelta, Biblioteca Nacional, Bogotá, Fondo Pineda, vol. 459.
- 4. El Chasqui Bogotano, n.o 8, año 1826.
- 5. El Constitucional, 20 de abril de 1826.
- 6. La Miscelánea, 12 de febrero y 23 de abril de 1826.
- 7. El Huerfanito Bogotano, 5 de mayo de 1826.
- 8. El Chasqui Bogotano, 3 de junio de 1827.
- 9. Gaceta de Colombia, 3 de agosto de 1828.
- 10. Ibíd.
- 11. El Constitucional de Cundinamarca, 1.o de septiembre de 1844.
- 12. El Constitucional de Cundinamarca, julio de 1850.
- 13. Ibíd., 10 de mayo de 1851.
- 14. El Repertorio, 19 de marzo de 1853.
- 15. Obregón, Gregorio, Exposición del presidente de la Junta de Comercio, Bogotá, 14 de enero de 1869.
- 16. El Cundinamarqués, 21 de septiembre de 1869.
- 17. “Acuerdos expedidos por la municipalidad…”, págs. 344-350.
- 18. Véanse a manera de ejemplo los cinco casos de infanticidio que en sólo la segunda quincena del mes de marzo de 1867 reseña el periódico El Nacional.
- 19. Registro Municipal, diciembre 3 de 1883.
- 20. Registro Municipal, 1.o de mayo de 1883.
- 21. Registro Municipal, 10 de mayo de 1884.
- 22. El Comercio, 1.o de abril de 1885.
- 23. Ley 23 de 1890, citada por Castaño Castillo, Álvaro, La policía. Su origen y su destino, Bogotá, Cahur, 1947, pág. CIV.
- 24. Reglamento General de la Policía Nacional de Bogotá, Bogotá, Imprenta de El Telegrama, 1891. pág 26.
- 25. Martínez, Aquilino, Bosquejo histórico policial de Colombia, Bogotá, 1978, pág. 87.
- 26. Ibíd., pág. 90.
- 27. Reglamento General Policía Nacional, pág. 27.
- 28. AHNC, Sec. República, Fondo Policía Nacional, tomo I, fols. 275 y ss.
- 29. Ibíd., fols. 283r.
- 30. “Informe de Gilibert a Mingobierno el 29 de mayo de l894”, AHNC, Sec. República, Fondo Policía Nacional, tomo 3, fols. 498 y ss.
- 31. Ibíd., fols. 407.
- 32. Ibíd., fols. 501.
- 33. Ibíd., fols. 512r.
- 34. AHNC, Sección República, Fondo Policía Nacional, tomo 6, fols. 161 y ss.
- 35. Ibíd., tomo 6, fols. 566 y ss.
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Delincuentes y policías
Antes de 1890 la policía tenía carácter local. En ese año la administración de Carlos Holguín contactó al comisario francés Marcelino Gilibert para organizar la Policía Nacional, que comenzó a funcionar en noviembre de 1891, con elegantes uniformes, armamento moderno y la autoridad necesaria para cumplir su tarea. En foto de Augusto Schimmer (1898), la policía vigila los consulados de Austria-Hungría, Brasil y Ecuador.
Antes de 1890 la policía tenía carácter local. En ese año la administración de Carlos Holguín contactó al comisario francés Marcelino Gilibert para organizar la Policía Nacional, que comenzó a funcionar en noviembre de 1891, con elegantes uniformes, armamento moderno y la autoridad necesaria para cumplir su tarea. Un agente de policía en el barrio Belén (1896). Fotografía de Henry Duperly.
Las fuerzas patriotas, comandadas por Simón Bolívar, derrotaron a las realistas en la decisiva Batalla del Puente de Boyacá, el 7 de agosto de 1819. Tres días después, el 10 de agosto, el Libertador, acompañado de los generales Santander y Anzoátegui, y de un corto número de oficiales y soldados, hizo su entrada triunfal en Bogotá. Óleo de Ignacio Castillo Cervantes.
En 1876 ocurrió un nuevo levantamiento conservador contra el gobierno liberal radical. Los encargados de defender la ciudad en caso de ataque eran los batallones Cívico y Alcanfor. Batallones Cívicos, acuarela de Ramón Torres Méndez, 1876. Colección de la Biblioteca Luis Ángel Arango, Bogotá.
En diciembre de 1814, Simón Bolívar entró por primera vez a Bogotá como general victorioso al mando de las tropas federalistas del gobierno de las Provincias Unidas de la Nueva Granada. A partir de entonces, Bogotá se convierte en su ciudad por adopción. Simón Bolívar, óleo de José María Espinosa. Colección Museo Nacional de Colombia, Bogotá.
Antonio Nariño, El Precursor, fue quien inició el establecimiento, como alcalde de primer voto de la ciudad, del alumbrado público mediante un cuerpo de serenos que recorrían el sector comercial durante la noche, alumbrándose con faroles manuales dentro de los que ardía una vela de sebo. Óleo de José María Espinosa.
Francisco de Paula Santander impulsó en 1826 un plan de estudios tendiente a unificar el sistema educativo del país. Años atrás había expedido un decreto que creaba la Escuela Normal de Bogotá, y en 1825, siendo vicepresidente, implantó en la universidad el estudio de las teorías del filósofo inglés Jeremy Bentham.
El científico y periodista Francisco José de Caldas pugnó por el establecimiento de la educación primaria gratuita para los niños de familias pobres en Bogotá. Supo unir la ciencia con su adhesión a la causa de América, durante la Independencia.
Camilo Torres, caracterizado dirigente patriota y probablemente el más importante ideólogo federalista durante el periodo de la “Patria Boba”. Pagó en el patíbulo, durante la época del terror, su fidelidad a la causa americana.
En la década del treinta, el tesoro nacional de la Nueva Granada no tenía fondos para vestir a los soldados del ejército, que muchas veces debían proporcionarse sus propios uniformes. En la acuarela puede verse cómo el uniforme del soldado que le sirve de modelo está roto en las mangas y en la rodilla, además de que el uniformado va descalzo, aunque tiene los botones de la casaca completos y él conserva un porte de marcialidad y dignidad. Soldado, acuarela de Auguste Le Moyne, Firmado A. L., ca. 1835. Colección Museo Nacional de Colombia, Bogotá.
Por decreto del 24 de enero de 1822, el vicepresidente de la república, encargado del poder ejecutivo, Francisco de Paula Santander, creó la comisión que debía formar las milicias nacionales con carácter de ejército permanente. La comisión estaba integrada por el general en jefe Rafael Urdaneta; el general de división Antonio Nariño; el general de brigada José María Vergara; el sargento mayor teniente coronel de infantería Lorenzo Ley; el sargento mayor de caballería José Arjona, y el capitán teniente coronel de artillería José Barrionuevo. Cada departamento de Colombia, y las respectivas capitales, quedaron facultados para organizar su cuerpo de milicias, cuyo comandante nacional era el general en jefe. En 1831, al disolverse la República de Colombia y formarse como nación independiente la Nueva Granada, ésta mantuvo la organización de las milicias. Soldado de la milicia de Bogotá, acuarela de Auguste Le Moyne, Firmado A. L., ca. 1835. Colección Museo Nacional de Colombia, Bogotá.
Una de las costumbres capitalinas que con más frecuencia dibujó Ramón Torres Méndez fue la belicosidad de sus habitantes de ambos sexos, que solían dar en la calle tremendas demostraciones, incluso entre las niñeras. La que vemos aquí parece ser una disputa por celos entre dos niñeras, a las que un galán trata de separar mientras las observan una mujer mayor con rostro divertido y una niña que no sabe a qué santo encomendarse. Peligros de los paseos de las niñeras, acuarela de Ramón Torres Méndez, ca. 1855. Colección de la Biblioteca Luis Ángel Arango, Bogotá.
Por el gesto del alguacil y la actitud de las presas parecería que estuvieran posando para el pintor. Exterior de la prisión de Bogotá en la Plaza Mayor y el alguacil que realiza la inspección, acuarela de José Manuel Groot y Auguste Le Moyne (atribuido), ca. 1835. Colección Museo Nacional de Colombia, Bogotá.
Aspectos de la agitada vida en las calles bogotanas a mediados del siglo xix. Gendarme bogotano detiene a una mujer luego de un altercado. Acuarela de Ramón Torres Méndez. Colección de la Biblioteca Luis Ángel Arango, Bogotá.
Aspectos de la agitada vida en las calles bogotanas a mediados del siglo xix. Desacuerdo entre jugadores de bolo. Acuarela de Ramón Torres Méndez. Colección de la Biblioteca Luis Ángel Arango, Bogotá.
Aspectos de la agitada vida en las calles bogotanas a mediados del siglo xix. Reyerta popular entre dos mujeres del pueblo; la leyenda en el muro de la ventana dice “biba la paz”. Litografía de A. Delarue, París, 1878. Colección privada.
El comisario francés Jean-Marie Marceline Gilibert Lafargue, contratado por el gobierno de Carlos Holguín para organizar la Policía Nacional, llegó a Bogotá a mediados de 1890. El 5 de noviembre del año siguiente el comisario Gilibert puso a disposición del gobierno colombiano el Cuerpo Nacional de Policía, técnicamente organizado de acuerdo con las normas empleadas para la policía europea. El comisario Gilibert había nacido en la Villa de Fustignac, Alta Garona, Francia, en 1839. Era un personaje legendario por sus hazañas durante la campaña de África en la década del sesenta, y sus fugas temerarias en la guerra contra los prusianos y el sitio de París 1870-1871. Condecorado con la medalla militar por su valor y patriotismo y la medalla colonial por sus arriesgados servicios en África, el comisario Gilibert fue director general de la policía colombiana en 1893-1898, 1906-1907 y 1908-1909. En 1905, el Gobierno de Francia lo condecoró con la Legión de Honor. Murió en Bogotá en 1923.
La Casa de Venus, célebre lugar de tertulia de poetas bohemios de finales de siglo, estaba situada al oriente, sobre el camino de Choachí, actual circunvalar. Allí se reunían celebridades como Julio Flórez, que además de recitar y beber chicha o aguardiente, hablaban pestes de los gobiernos de la Regeneración.
Noche de bohemia en Bogotá en la década del noventa. Cerveza, chicha, música y versos era la combinación para lograr un perfecto estado de ánimo y de pacífica alegría. En esas reuniones de bohemios rara vez se presentaba un altercado. Era una fraternidad que el poeta Clímaco Soto Borda denominó “la fraternidad de la chicha”. Óleo de autor desconocido, ca. 1894.
Foto de Demetrio Paredes (ca. 1870) quien retrata algunos personajes típicos de la Bogotá decimonónica. La mayoría pertenecía a familias de la clase alta, de las que se habían separado, o habían sido echados por su tendencia a empinar el codo y a endeudarse. El más famoso fue el elegante Gonzalón, que bromeaba con el general Mosquera y trataba de tú a los jefes de Estado. Sus dichos hacían reír a todos y temblar a más de uno. Gonzalón.
Foto de Demetrio Paredes (ca. 1870) quien retrata algunos personajes típicos de la Bogotá decimonónica. La mayoría pertenecía a familias de la clase alta, de las que se habían separado, o habían sido echados por su tendencia a empinar el codo y a endeudarse. Mariquito.
Foto de Demetrio Paredes (ca. 1870) quien retrata algunos personajes típicos de la Bogotá decimonónica. La mayoría pertenecía a familias de la clase alta, de las que se habían separado, o habían sido echados por su tendencia a empinar el codo y a endeudarse. Zusumaga.
Estos célebres y divertidos personajes vivían del “aporte” voluntario de los ciudadanos, que disfrutaban enormemente sus punzantes chispazos y apuntes sobre personas y hechos de la política local. Varios de ellos hicieron época, y fueron recordados con cariño incluso muchos años después de su desaparición. Chepecillo.
Estos célebres y divertidos personajes vivían del “aporte” voluntario de los ciudadanos, que disfrutaban enormemente sus punzantes chispazos y apuntes sobre personas y hechos de la política local. Varios de ellos hicieron época, y fueron recordados con cariño incluso muchos años después de su desaparición. Santamaría.
Estos célebres y divertidos personajes vivían del “aporte” voluntario de los ciudadanos, que disfrutaban enormemente sus punzantes chispazos y apuntes sobre personas y hechos de la política local. Varios de ellos hicieron época, y fueron recordados con cariño incluso muchos años después de su desaparición. Don Vicente Montero.
El panóptico de Bogotá, con planos de Thomas Reed, el mismo arquitecto que diseñó el Capitolio, se comenzó a construir en 1874 durante la administración Salgar. Se le consideraba una cárcel de la cual era imposible evadirse y, en efecto, los distintos intentos de fuga, sobre todo durante la Guerra de los Mil Días, se vieron siempre frustrados.
En la mencionada guerra el panóptico sirvió como cárcel de presos políticos. Con un cupo de 2 200 internos, el ministro de Guerra de Marroquín, general Arístides Fernández, metió allí a más de 5 000 liberales, sólo por sospechas de simpatía con los rebeldes. Uno de ellos, el poeta Julio Flórez, escribió en desquite la serie de sonetos Al chacal de mi patria, dedicados a Fernández. Otro, el abogado y poeta Adolfo León Gómez, narró en el libro Secretos del panóptico las atrocidades cometidas contra los prisioneros liberales. En 1946 el panóptico se clausuró como prisión y el edificio se adecuó para sede del Museo Nacional de Colombia. Fotos de Augusto Schimmer, ca. 1895.
Texto de: Eugenio Gutiérrez Cely
LA POLICÍA Y SUS PROBLEMAS
La policía fue en la capital desde finales del siglo xviii y durante casi todo el xix en extremo precaria. El virrey Ezpeleta creó en 1791 una Junta de Policía presidida por el oidor Juan Hernández de Alba y compuesta por los alcaldes de primero y segundo voto, Antonio Nariño y José María Lozano, y por el regidor Primo Groot. Esta junta, como vimos atrás, organizó un cuerpo de serenos cuya misión consisitía en ejercer la vigilancia nocturna del sector comercial de la ciudad y era pagada por los comerciantes de la Calle Real. La creación de la ronda del comercio fue prácticamente toda la labor que pudo realizar la Junta de Policía presidida por el oidor Alba, porque la falta de recursos le impidió hacerse cargo de los demás objetos que le encomendara el virrey. Así nació y murió el primer intento que hubo en Santafé de organizar un cuerpo regular de policía de vigilancia y seguridad, pues no resultó posible establecer una renta que pudiera sostenerlo de manera permanente.
Reviste especial interés anotar cómo al conocerse en Bogotá la noticia del triunfo del ejército libertador en Boyacá un grupo de notables de la capital, dirigidos y coordinados por el coronel Francisco Javier González, “Gonzalón”, tomó rápida conciencia de cuán imperioso resultaba precaverse contra los desórdenes, rapiñas y saqueos que fácilmente podía generar el vacío de poder producido por la fuga del virrey Juan Sámano y las autoridades españolas. El coronel González y sus amigos no andaban equivocados, ya que en efecto se presentaron conatos de asaltos y depredaciones orientados especialmente hacia las residencias y comercios de los chapetones que habían salido en estampida rumbo a Honda y que, por no haber tenido tiempo de llevar consigo la totalidad de sus mercancías y otras pertenencias, las habían dejado abandonadas en casas, tiendas y bodegas. “Gonzalón” y sus voluntarios se mostraron eficientes y acuciosos en grado sumo, hasta el punto de que pudieron controlar a la perfección el orden en la capital capturando y reprimiendo sin contemplaciones a los cacos y merodeadores que se lanzaron a las calles convencidos de que iban a darse el gran festín. Una vez que Bolívar hizo su entrada triunfal en Bogotá el 1.o de agosto de 1819, el coronel González organizó con sus voluntarios, que eran en su mayoría artesanos, una escolta permanente que asumió la vigilancia de la casa de gobierno donde se alojó el Libertador. Al poco tiempo, en noviembre del mismo año, el vicepresidente Santander creó un cuerpo de policía secreta entre cuyas funciones se contaba la de “observar las reuniones de gentes sospechosas y particularmente de mujeres que tengan emigrados a sus padres, hijos o maridos, o tuvieren alguna otra relación con los españoles”1.
En los comienzos de 1820 las autoridades empezaron a percibir el auge de un grave problema, subproducto de la guerra libertadora. Era la invasión a Bogotá de excombatientes que por diversas razones, entre ellas enfermedades y mutilaciones habidas en el campo de batalla, habían quedado cesantes y sin protección de ninguna naturaleza. En consecuencia el intendente del departamento, señor Estanislao Vergara, promulgó una “Instrucción de alcaldes pedáneos de esta capital”, sumamente severa en materia de policía, por la que mandó a los alcaldes de barrio nombrar en cada manzana de la ciudad un “celador” entre los vecinos que en ella habitaran o trabajaran, para que hiciera el empadronamiento de todos los habitantes del sector con expresión del arte u oficio de cada uno, y poder así detectar “a aquellos que no tuvieren oficio alguno, y que están entregados a la ociosidad y vagabundería… para que se les destine al ejército”2.
Este problema vino a intensificarse con caracteres alarmantes a partir de 1825, año en que se produjo la cesación total de la guerra de independencia, coronada definitivamente con la victoria de Ayacucho. Lógicamente la desmovilización de hombres que por lo general habían sido reclutados en los campos determinó su éxodo hacia las ciudades. Bogotá, como es fácil suponerlo, fue uno de los principales focos receptores de esta migración. Los tarados, enfermos y tullidos se entregaron a la mendicidad por las calles; los que gozaban de cabal salud se dedicaron al robo y al asalto nocturno. El latrocinio, la inseguridad y la detestable proliferación de limosneros amenazaron entonces con hacer invivible a Bogotá. Sobre la mendicidad informó el periódico El Noticiozote, del 20 de febrero de 1825: “Damos noticia que hemos visto pidiendo limosna por las calles de esta ciudad a soldados jóvenes de 16 a 18 años, arrastrándose por estar tullidos, y cayéndose por estar paralíticos”. De este mismo mal, y de los robos, había informado en 1823 el francés Mollien, cuando apenas empezaba el problema: “… hay una plaga verdaderamente espantosa que aflige a Bogotá: los pobres… [En la Calle Real] unos vigilantes [los serenos] velan por la seguridad de los comercios, que a pesar de esa vigilancia, suelen ser asaltados”.
La prensa de la época se mostró inflexible en sus críticas y denuncias sobre esta aflictiva situación. A diario informó sobre los robos perpetrados por los salteadores en residencias, casas de comercio y hasta iglesias y conventos. Se trató de organizar una lucha más activa contra la ola devastadora de delincuencia, por lo que el intendente Enrique Umaña expidió el 11 de febrero de 1826 un decreto que organizaba con meticulosidad un nuevo sistema de control policivo de mendigos, vagos, desocupados y forasteros en la ciudad. Por este decreto, a más del jefe político y de los dos alcaldes municipales, se regularizaron en Bogotá 10 alcaldes de barrio, cuatro para La Catedral y dos para cada uno de los otros barrios. El jefe político debía, asimismo, nombrar en cada una de las calles que atravesaban cada barrio un vecino con el cargo de “comisionado principal” de calle, cuyas atribuciones principales serían:
“[Nombrar] un celador en cada cuadra, a quien encargarán el cuidado y arreglo particular de ella, [que] deberá vivir en la calle en que fuere nombrado tal… Los comisionados principales darán parte diariamente [al alcalde de barrio] de cuantas novedades ocurran en su calle, de los forasteros que se hayan alojado en ella, de los que hayan mudado de habitación… Cada celador formará un padrón exacto de la calle que le corresponde.”3. Tan rigurosa reglamentación no se cumplió cabalmente por la razón de siempre: que los celadores de cuadra, los comisionados principales de calle y los alcaldes de barrio debían laborar sin sueldo. En consecuencia el intendente elaboró un plan complementario para combatir la inseguridad mediante patrullas itinerantes nocturnas. Sin embargo, para describir la situación, un periódico la resumió así: “Mientras la patrulla está en San Victorino, los ladrones roban en Las Nieves”4.
El problema de la guerra contra la inseguridad no tardó en adquirir implicaciones políticas. La municipalidad, que también estaba fervorosamente empeñada en desarrollar y ejecutar planes contra la delincuencia, dirigió un memorial al Congreso en 1826 en el que hacía duros enjuiciamientos sobre las consecuencias que, según ella, habían tenido en este caso las garantías y libertades propias del nuevo régimen republicano. Del documento de la municipalidad se infería la necesidad de hacer más rigurosas la legislación y las medidas encaminadas a la represión del delito. Ésta y otras medidas similares5 suscitaron una airada reacción por parte de los sectores gobiernistas, que no vacilaron en calificar de “liberticida” la propuesta de la municipalidad6, lo cual le acarreó una multa de 50 pesos a cada municipal por parte de la Corte Superior de Justicia del departamento7.
A pesar de esta polémica, y acaso presionado por la extrema gravedad de la situación que habían creado los malhechores en la capital, el Congreso se vio obligado a expedir en mayo de 1826 una ley que estableció juicios sumarios y la pena capital para salteadores y ladrones a mano armada. Esta ley, que fue sancionada por el vicepresidente Santander, entró en vigencia en momentos en que el caos estaba ya conduciendo a los ciudadanos a tomarse la justicia por propia mano. Poco antes de su expedición se dio el caso insólito de unos ciudadanos que azotaron a un ratero y luego le hicieron firmar un recibo por los azotes. También por esos días la prensa informó sobre un vecino de la parroquia de San Victorino que sintió ruidos una noche en la caballeriza de su casa. Poseído por la explicable paranoia que se había apoderado de los bogotanos de entonces, el referido personaje no se anduvo con rodeos de preguntar a sus intrusos nocturnos quiénes eran ni qué estaban haciendo en la caballeriza. La verdad es que no eran tales maleantes sino unos pobres y honrados viajeros que se habían guarecido en la caballeriza para protegerse de un aguacero inclemente. Los desdichados trataron de dar explicaciones a gritos pero resultó inútil. Uno de ellos fue atravesado de un lanzazo y murió poco después. El otro alcanzó a escapar.
Era de tales dimensiones la miseria económica que asolaba a Bogotá en aquella época siguiente a la guerra de independencia que, en principio, cuentan las crónicas de entonces, esta ley draconiana no intimidó a los delincuentes. En 1827 se produjo el primer fusilamiento de un ladrón en la capital. Fue ejecutado el día 1.o de junio. Era un joven de 26 años, llamado Santos Madrid, que había asaltado a mano armada la residencia de la señora Rafaela Vélez, hiriéndola a ella y a otros miembros de su familia. El reo intentó conmover al tribunal con una patética exposición sobre las numerosas batallas de la gesta libertadora en que había participado y sobre las heridas que había recibido en ellas. Pese a todo los jueces se mostraron inexorables y el bravo guerrero de la Independencia venido a ladrón sufrió ante el pelotón de fusilamiento el máximo rigor de la justicia8. A los pocos días un ciudadano llamado Miguel Amaya fue también ejecutado al hallársele culpable de abigeato.
A todas éstas, dentro de la tumultuosa proliferación de versiones, puntos de vista encontrados, teorías y polémicas en torno a la inseguridad, el periódico El Conductor del 12 de septiembre de 1827 descargó la responsabilidad de la situación sobre los jueces, acusándolos de estar obsoletos y tercamente aferrados a vetustas normas jurídicas coloniales ineficaces para combatir el delito.
Además de la pena de muerte vino a contribuir para asestar el golpe mortal a la delincuencia la acción implacable del célebre Buenaventura Ahumada, jefe de policía de Bogotá entre 1827 y 1829. “Don Ventura”, como se le llamaba popularmente, era un funcionario recto y severo en grado superlativo, que consagró todo su talento y sus energías inagotables a librar a Bogotá del flagelo de los malhechores. El señor Ahumada empleó contra ellos todos los medios disponibles con la máxima energía, incluida la recluta de numerosos vagabundos y gentes sin oficio para los ejércitos que marcharon a impedir la anexión de Guayaquil por el Perú, la sublevación de López y Obando en Pasto y el alzamiento del general Córdova en Antioquia.
Pero no solamente fueron los ladrones y los vagos víctimas de los severos zarpazos de don Ventura Ahumada. También las prostitutas, que por causas análogas abundaban en las calles bogotanas, fueron capturadas y orientadas hacia menesteres más limpios y honestos. Decía a este respecto don Ventura en un informe que pasó al intendente del departamento: “Tengo también la satisfacción de haber arrancado de la inmoralidad y el escándalo a 110 mujeres que hacían comercio público e infame, las cuales he destinado al servicio de algunas familias que pueden asegurarles subsistencia y sujeción”9. Y ahí no paraba la actividad arrolladora del infatigable policía. También su largo brazo alcanzó a los esclavos cimarrones que huían de sus amos. Sus hombres atraparon a 25 de ellos (un número muy satisfactorio) y se los devolvieron a sus legítimos propietarios. Lo mismo hicieron con 19 esclavas que también escapaban. En suma, al finalizar su gestión don Ventura Ahumada pudo experimentar la complacencia y la ufanía de haber limpiado de vagabundos y antisociales a la capital de la república, reclutándolos para el ejército y “concertándolos” en los talleres de artesanos “en donde bajo la responsabilidad de los maestros o directores aprenden un oficio que los ponga a cubierto de la indigencia y de la ocasión al crimen, que ofrece la ociosidad”10.
Sin embargo, al poco tiempo los estragos de los conflictos armados que acompañaron la disolución de la Gran Colombia volvieron a aumentar el número de prostitutas en Bogotá. De ahí que la campaña contra la inseguridad se dirigió ahora contra ellas. “El mejor medio para evitar tantos males —editorializó al respecto El Constitucional de Cundinamarca del 6 de noviembre de 1831— sería arreglar bien los padrones de la población, saber la ocupación de tanta mujer escandalosa, y hacer gravitar la responsabilidad de su mal comportamiento sobre sus padres, parientes o deudos, haciéndolas desde temprano abrazar alguna ocupación. ¿Y cómo se consigue esto? Por medio de una vigilancia constante, de una policía severa…”.
Ese mismo periódico publicó un decreto de policía del gobernador Rufino Cuervo por el que, “faltando fondos para salariar agentes”, mandó de nuevo a los alcaldes de barrio nombrar en cada manzana de la ciudad un celador “de los habitantes más activos y capaces de la misma manzana… que cuide en ella del orden, aseo y tranquilidad pública”. Estos celadores, entre otras atribuciones, debían hacer el padrón de su sector e informar al alcalde de barrio sobre las novedades de personas que llegaran a vivir, o se ausentaran de la manzana. En el periódico oficial de la provincia, del 11 de diciembre siguiente, apareció publicada la lista de los 58 celadores de manzana nombrados en el barrio de La Catedral.
Después de la Guerra de los Supremos (1840-1842) y hasta principios de 1845, Agustín De Francisco, el jefe político municipal, y Alfonso Acevedo, el gobernador provincial, realizaron a su turno una intensa campaña de limpieza de vagos, prostitutas, antisociales y desocupados en la ciudad, como la que efectuaron años atrás Buenaventura Ahumada y Rufino Cuervo, y como la que en adelante siempre se realizaría luego de cada guerra civil. Sobre la situación que se vivía cuando estaba por concluir la Guerra de los Supremos se refirió así El Constitucional de Cundinamarca del 10 de julio de 1842: “Como consecuencia precisa del estado de revolución en que se ha encontrado el país aparecieron [en Bogotá] después de la guerra una multitud de ladrones… La calle del comercio se encontraba infestada de vagos que recorriéndola en todas direcciones acechaban el momento de efectuar el robo ratero; la policía ha ordenado su persecución y está formando un depósito de esta gente para enviarla a la costa en reemplazo de las bajas del ejército”.
Por esa misma época se generalizó otra medida muy drástica e innegablemente muy cercana, por sus características, a la esclavitud neta. Fue el llamado “concierto” para vagos y prostitutas. Los primeros eran “concertados” con casas de familia, maestros artesanos, comerciantes o hacendados de la sabana, lo cual en otras palabras consistía en una condena a trabajo obligatorio en beneficio de patronos particulares por un periodo fijo que oscilaba entre uno y seis años, a cambio de techo y comida. La diferencia entre un concertado y un esclavo era realmente mínima. Fuera de los destinados al ejército ascendió a más de 200 el número de los catalogados como vagos y prostitutas que fueron condenados a concierto obligatorio en Bogotá en los dos años tres meses transcurridos entre octubre de 1842 y enero de 1845, según informaciones aparecidas en El Constitucional de Cundinamarca de ese periodo, y a otras 200 el de prostitutas “destinadas al fomento de nuevas poblaciones”. Avisos como el siguiente eran publicados en la prensa de esos años: “Los señores antioqueños y demás personas que necesiten muchachos para conducir fuera de esta provincia, pueden ocurrir a la policía donde se entregarán a concierto por cinco años los que hay”.
El concierto de las prostitutas en las casas de familia ya venía desde los tiempos de don Ventura Ahumada, pero hacia 1842 se estableció una nueva modalidad con estas desventuradas consistente en remitirlas sin apelación posible a lugares apartados a fin de “fomentar las nuevas poblaciones”. La prensa de entonces publicaba informaciones como ésta: “El 6 de octubre de 1842 han salido de esta capital para la Provincia de Mariquita, destinadas a las nuevas poblaciones de la montaña del Quindío, 20 mujeres reputadas públicamente como de mala conducta. Muy pronto saldrá otra partida igual y en lo sucesivo toda mujer que haga público alarde de su desmoralización será destinada infaliblemente al fomento de nuevas poblaciones”. Otra información daba a conocer a los lectores piadosos un hecho de notable relevancia: antes de que estas mujeres de vida desordenada salieran a sus respectivos destinos, tendrían que someterse a nueve días de ejercicios espirituales a fin de purificarse e iniciar su nueva vida de una manera más apropiada.
Las leyes dirigidas a reprimir la delincuencia se siguieron aplicando con extrema dureza. Hacia 1841 se puso en práctica la oprobiosa pena de la “vergüenza pública”, cuya peor consecuencia era que el que la padecía quedaba “infame”. En los archivos de esa época existen insólitas sentencias de este tenor: “A trabajos forzados en Chagres [Panamá] por un periodo de 11 años, 26 días, 9 horas y 36 minutos”11. Hay otra por la cual se condenó a un infeliz a tres años de presidio e infamia por haber robado unas yucas y algunas piñas y cebollas. Y otra que impuso dos meses de prisión a un raterillo por haber hurtado 10 centavos de plátanos.
En otro campo bien distinto llegó a tales extremos la manía moralizante de legisladores y jueces, que impusieron duros castigos a quienes, en vez del santo sacramento del matrimonio, elegían otros sistemas de convivencia. La unión libre era cruelmente penada con un año de confinamiento de los amantes ilícitos en lugares separados por una distancia mínima de 100 kilómetros que, dada la situación de las comunicaciones entonces, era una distancia realmente sideral. Pero si al producirse el amancebamiento el hombre era casado, el castigo era más áspero aún. El varón sufría ocho meses de prisión y la mujer un año y cuatro meses de confinamiento en algún lugar que distara los consabidos 100 kilómetros de aquel en que se encontraba preso el marido furtivo.
En un informe dirigido a la Cámara Provincial en 1846, el gobernador Pastor Ospina planteaba la dramática situación de la ciudad en cuanto a servicios de policía, anotando que sólo había muy pocos agentes y muy mal pagos. Dos años más tarde, el gobernador Mariano Ospina Rodríguez denunciaba el hecho gravísimo de haber sido suprimido del todo este cuerpo de policía provincial y ponía de presente el alto grado de inseguridad en que se hallaba la ciudad desamparada. Bogotá llegaba a mediados del siglo sin agentes de policía.
Al iniciarse el nuevo régimen liberal en 1849, esta situación continuó igual hasta que en 1850 el gobernador Mantilla se dirigió al Cabildo presentando el panorama en toda su extrema gravedad y exigiendo fondos para la creación de un contingente de policía12. Pero el dinámico gobernador no se sentó a esperar la respuesta de la corporación, sino que procedió a hacer patrullar la ciudad con soldados del ejército acantonados en Bogotá.
La Cámara Provincial recogió esta justa preocupación general y procedió a crear un pequeño destacamento de policía para operar en Bogotá. Al cabo de poco tiempo, El Constitucional de Cundinamarca del 21 de diciembre de 1850 daba cuenta de una serie de delitos, especialmente robos y asaltos, cuyos autores habían sido aprehendidos, juzgados y penados, gracias a la actuación del nuevo cuerpo de policía. Entre otros, el periódico informó que: “Se descubrió la existencia de una compañía de muchachos, de muy corta edad la mayor parte de ellos, que de concierto y auxiliados mutuamente, se ocupaban de robar pequeñas cantidades y objetos de corto valor, fueron aprehendidos, se les comprobó su mala conducta, y se les ha concertado con particulares, ganando cómodamente su subsistencia”. Como se ve, el gobierno liberal continuaba la práctica de concertar, o contratar con particulares a los vagos y pequeños delincuentes. Los así concertados debían trabajar para su patrono obligatorio durante el tiempo señalado por la autoridad, o de lo contrario eran remitidos a la cárcel a pagar una condena regular.
Por efecto de la disolución de los resguardos indígenas que en corto tiempo desalojó a los aborígenes de sus últimas tierras comunales, entre 1850 y 1851 la ciudad capital sufrió el azote de una nueva ola de crímenes y delitos contra la propiedad. Todas las casas bogotanas se convirtieron en auténticas fortalezas y los ciudadanos se armaron para hacer frente a los malhechores y desocupados. Algunos atribuyeron entonces al abogado de pobres y secretario de la Sociedad Democrática de Artesanos, José Raimundo Russi, la dirección y organización de los facinerosos que asolaban la ciudad.
El caso de Russi ha sido motivo de infinitas controversias. El misterioso abogado cayó en manos de la justicia, se le procesó como autor de varios delitos, entre ellos un asesinato, y se le fusiló el 4 de junio de 1851 junto con otros cuatro reos. El hecho es que nunca ha podido ser desmentida del todo la versión según la cual Russi era inocente y que fue víctima de una retaliación política para escarmentar a sus amigos los artesanos democráticos, a quienes se atribuían las fechorías cometidas por la supuesta “banda de Russi”13.
El gobernador provincial, por decreto del 17 de marzo de 1853, regularizó la contribución denominada de “serenos”, que se venía recaudando desordenada e irregularmente, y determinó que con ella se contrataran 16 serenos para la parte céntrica de la ciudad. La contribución debía pagarla todo comerciante, boticario, librero y dueño de establecimiento de especulación pública ubicado en las calles que se irían a vigilar14. Estos serenos entraron en servicio el 12 de abril siguiente, y muy seguramente su nombramiento debió estar relacionado con los enfrentamientos que por entonces empezaban a protagonizar “guaches” y “cachacos” en Bogotá, como una forma de protegerse los comerciantes de posibles ataques de los primeros. En igual sentido, a comienzos de 1854, como más adelante veremos, fueron creados Cuerpos Auxiliares de Policía, que el gobernador Gutiérrez Lee confesó paladinamente tenían como objetivo contrarrestar el poder del ejército, al cual se consideraba como sospechosamente adicto a la causa de los artesanos golpistas. Sin embargo, el golpe militar-artesanal de Melo pudo darse en este año.
DELINCUENCIA EN LA ÉPOCA RADICAL
Pocos años más tarde, como consecuencia de la prolongada guerra civil de 1860-1863 que produjo el levantamiento del general Mosquera contra el gobierno de la Confederación Granadina, la paz trajo consigo una vez más un preocupante incremento de la delincuencia y la vagancia. A poco de concluida la contienda, el Diario Oficial publicó, de octubre de 1864 a abril de 1865, varias entregas con resúmenes de la actividad criminal y de policía bajo el nombre de “Anales de la Policía”. Fue una especie de crónica roja de la capital en tiempos del primer gobierno de Murillo Toro, de la que transcribimos algunos apartes, pues revelan una cara desconocida de la Bogotá decimonónica:
“Octubre 23: Se ha retenido por la policía tres muchachos de ochos años de edad por robos de menor cuantía, y una muchacha de la misma edad por igual delito, hasta tanto se puedan concertar… Noviembre 7. Se mandó por tres días al Divorcio a Cruz Salazar, penada correccionalmente por conservar relaciones ilícitas con un hombre casado; dicha Salazar vino a demandar ante el jefe municipal a la mujer legítima de Fernando Nieto, artesano, y a exigirle que la redujera [a la cárcel] del Divorcio para que la dejara vivir en paz con el citado Nieto, pues que le pertenecía por sus relaciones ilícitas, a pesar de que la otra era su mujer legítima… Noviembre 11: Habiendo tenido noticia el jefe municipal de que los señores Guillermo Uribe y Gabriel Vengoechea tendrían un duelo en el altozano de la catedral, citó a los señores expresados a su despacho, con el objeto de exigirles una fianza de guardar la paz… A las dos de la mañana se avisó a la policía de que por Las Cruces estaban dándole rejo a unas mujeres [por líos de faldas]… Noviembre 12: Se mandaron retenidas al Divorcio como pena correccional a dos muchachas menores de 11 años, por haber desnudado a un niño en la calle y haber vendido la ropa que le quitaron.
”Noviembre 22: Se concertó a Rafael Montoya en poder del señor Eladio Herrera, por cuatro años, bajo las condiciones siguientes: vestirlo, alimentarlo, darle habitación, médico, y además le pagará tres pesos mensuales. Los castigos que puede imponerle son: privación de alimentos por doce horas, en primera corrección, encierro por 24 horas, por segunda, y encierro por 24 horas a pan y agua, por tercera… Noviembre 25: Ha sido retenido por la policía Bartolomé Sánchez, por horribles maltratos causados a Tránsito Torres con una varilla de hierro y un barretón, en partes que el pudor se abstiene de expresar… Diciembre 6. Se presentó a la policía el señor Fernando Rodríguez, pidiendo protección para aprehender a la señora Dolores Galviz de R., su esposa, por haberse fugado de su casa… Diciembre 10… A las nueve de la noche se oyeron en el cuerpo de policía gritos que se daban en los cimientos del Capitolio; ocurrió ésta inmediatamente y aprehendió a Pablo Mora, que en compañía de otro hombre que se escapó por la oscuridad de la noche, había subido por la fuerza a una mujer a estos cimientos, a la cual habían registrado para robarla, y no habiéndole encontrado nada, hicieron uso violento de ella…
”Diciembre 12… Se presentó el señor Emilio Macías pidiendo a la policía protección para aprehender a la señora Segunda Olea de Macías, su esposa, la que habiéndose fugado dos veces de su casa y cometido varios excesos contra el orden conyugal, ha fugado definitivamente del hogar doméstico… Diciembre 17…
”En el puente de San Juanito se encontró muerto a un párvulo, quien hecho examinar, se declaró que su muerte no había sido natural. La policía procedió a practicar sus indagaciones, y a las cuatro de la tarde de este día fue aprehendido Venancio Rodríguez, autor de este infanticidio y por su declaración indagatoria se sabe que el muchacho se llamaba Salvador Hernández, y lo tenía de su criado [concertado] por que dice se lo había regalado una mujer de Guateque… Diciembre 23: Fue aprehendida infraganti Trinidad Rincón, que acababa de hurtarle cuatro pares de alpargatas a un indio en la plaza de mercado… Diciembre 28: (Fue encontrado herido de bala el señor Ricardo Becerra, pero no quiso confesar quién lo había herido. Se sospecha que lo fue en un duelo)…
”Enero 1: A las once de la noche se denunció que el señor Francisco de Paula Manrique se había entrado a la tienda de una mujer llamada Ricarda, y que allí, junto con la expresada mujer, se hallaba en estado de embriaguez, causando un grande escándalo; y que, al mismo tiempo, una mujer, en la calle, acompañada de tres muchachos pequeños, tiraban piedras a la tienda expresada, diciendo la mujer que Ricarda le había quitado su marido, y que por eso no tenía con que alimentar a sus hijos… Enero 23: La señora María Josefa Buendía dio parte a la policía que el sábado 21 de los corrientes, como a las cinco y media de la tarde un hombre de pequeña estatura, indiado, de ruana parda, sombrero de jipijapa, viejo, le pidió licencia para guardar en su tienda un cajón de loza, el cual estaba envuelto con unos encerados y liado con unas cabuyas; que la señora Buendía no sospechó nada y le dio licencia para guardar el cajón en su tienda; y que cerró y se retiró para su casa a la hora acostumbrada; que al día siguiente encontró su tienda abierta y notó que le habían robado varios efectos, cuyo valor ascendía a más de $200; que el cajón que le habían dado a guardar lo encontró vacío, el encerado a un lado, las cabuyas cortadas; que cree que dentro del cajón no había tal loza, sino un muchacho quien debió abrir una de las puertas por el lado de adentro”.
En síntesis, Bogotá comenzaba a destacar como una ciudad de violencia cotidiana, en primer lugar contra las mujeres y los niños. Los atentados contra la propiedad ocupaban también destacada importancia en la crónica roja de entonces.
Para 1867 prestaban sus servicios en la ciudad 16 serenos principales, cuatro suplentes, dos cabos y dos ayudantes, que vigilaban 478 locales comerciales en 23 calles del centro de la ciudad15. En la nota que el presidente de la Junta de Comercio dirigió al gobernador del estado de Cundinamarca el 11 de septiembre de 1869, le informó además que el cuerpo de serenos sería adiestrado en el manejo de la bomba para incendios que se acababa de recibir, con lo que él sería el llamado a dominarlos en Bogotá16.
Por acuerdo del 10 de marzo de 1873 la municipalidad determinó que en la capital la policía estaría en lo sucesivo dividida en cuatro secciones, una por cada barrio de la ciudad, y que cada sección estaría al mando de un inspector. Poco después, por acuerdo del 14 de noviembre de 1874, la municipalidad estableció que las inspecciones de policía de cada barrio se dividirían en dos secciones, la primera se ocuparía de asuntos de orden y seguridad, y la segunda de los de aseo, ornato y salubridad; cada cual exclusivamente17. El desarrollo de la capital, y sus complejas necesidades de orden y aseo, iban imponiendo, por una parte, la organización de la policía de una manera más funcional, por barrios; pero, por otra, se apreciaban todavía confundidas las funciones de aseo y salubridad con las de orden y seguridad, confusión propia de la vieja ciudad colonial.
LOS GAMINES
La situación de la infancia desprotegida era ya tétrica. Como secuela de las guerras y de la miseria abundaban los niños arrojados a la calle que tenían que empezar a delinquir desde temprana edad para no perecer de hambre. La asiduidad del amor prohibido daba también como resultado frecuentes nacimientos de hijos ilegítimos que pasaban a ser abandonados por sus madres en la llamada Casa de Refugio y en las calles, cuando no eran sencillamente eliminados18.
Las crónicas de prensa también abundaban en referencias a casos de hurtos cometidos por muchachos callejeros. Como la siguiente, aparecida en El Nacional del mes de febrero de 1867:
“Crónica del día 5 de febrero.
”Hay una turba de jóvenes y muchachos que… se han entregado a recorrer la ciudad mendigando los unos, y los otros observando las casas que están en estado fácil para entrarse y saquearlas, éstos son los mismos muchachos que tanto abundan los viernes en el mercado robándose la plata, los pañuelos, relojes, cadenas y por último, si se les presenta la facilidad, los costales o canastos con los víveres que las señoras o dependientes han comprado”.
PROFESIONALIZACIóN DE LA POLICíA
No nos aventuramos al decir que, junto con los servicios públicos, el índice más certero de la modernidad de una urbe es su concepto y su organización del cuerpo de policía. Las dos décadas finales del siglo fueron para Bogotá la prueba de fuego de su capacidad para ofrecer a sus habitantes los beneficios propios de esa “peculiar manera de amontonarse” que llamamos ciudad. Pero ya desde los comienzos de la nacionalidad, la capital conoció y puso en práctica diversos conceptos acerca de lo que debe ser el servicio urbano de policía. Atrás vimos desfilar por estas páginas al enérgico y acucioso Buenaventura Ahumada, cuya época de oro fue el último gobierno del Libertador, y quien, como un cura mañoso, a las funciones de vigilancia agregaba las de supremo fiscal de las costumbres ciudadanas, reprimiendo beodos y tahúres así como el tráfico venal de las escasas y tímidas meretrices de entonces.
Posteriormente, Bogotá vio nacer el modelo de lo que podríamos llamar policía partidista, cuya misión esencial, por encima de cualquier otra, era asediar y reprimir a los enemigos del régimen de turno.
Otro particular sistema de policía que la ciudad conoció durante buena parte del siglo xix fue el cuerpo de serenos que organizó por su cuenta la Junta de Comercio a fin de proteger sus almacenes de la Calle Real contra las acechanzas de los cacos. Era una policía privada.
No se había llegado, en suma, al concepto moderno de policía como un cuerpo civil separado del ejército y de las fracciones políticas, altamente tecnificado y formado para amparar a los ciudadanos y combatir el crimen en sus diversas modalidades. Con ese objetivo fue contratado por el gobierno, en 1890, el comisario francés Marcelino Gilibert.
Los periódicos de la década de los ochenta se mostraron especialmente prolíficos en notas relativas a riñas de toda índole, hurtos, asaltos a mano armada, homicidios, robos sacrílegos y delitos contra el honor sexual. A este caos se agregaba una total confusión de jurisdicciones y funciones policiales de todo orden, vale decir, entre ejército, policía, municipio, Estado, aseo, salubridad, seguridad, moral, etc. Se calculaba, hacia 1883, que la capital necesitaba por lo menos 300 gendarmes mientras la triste realidad era que sólo había 50. Y eso que, según informó a finales de ese año el alcalde Cenón Figueredo, “¿cómo es posible en una población de más de cien mil almas, atender al servicio local con 25 hombres mal remunerados? Pues aunque en el presupuesto del departamento de policía de seguridad figuran 50 gendarmes, 25 de éstos están destinados al ramo de agua, a la recaudación del distrito, a Chapinero, Plaza de Mercado, etc. y no puede distraérseles del servicio a que están nombrados…”19. Por su parte, sobre los inspectores de policía gravitaba un cúmulo tan abrumador de funciones, que a la hora de la verdad dichos funcionarios mostraban una ineficiencia absoluta. Veamos un somero recuento de tales funciones.
De 7 a 8 a. m. el inspector debía distribuir los carros del aseo y notificar a los vecinos sobre sus obligaciones respecto a la limpieza y salubridad de su sector. Luego pasaba a su despacho para tramitar sumarios y dictar sentencias por delitos menores. Entre las 5 y las 6 p. m. tenía que rondar el barrio para verificar el cumplimiento de sus providencias y sacar de sus casas a los enfermos que se ocultaban en tiempos de epidemias. Entre las 7 y las 8 p. m. reunía a los gendarmes para impartirles instrucción militar. Luego, entre las 8 p. m. y la medianoche, patrullaba el barrio, cerraba chicherías que permanecieran abiertas después de la hora límite y, en general, se encargaba de preservar la tranquilidad y reprimir el delito20. Y como si todo eso fuera poco, el inspector recaudaba una serie de impuestos municipales, multas por faltas contra el aseo y las cuotas que debían abonar las vivanderas de las plazas de mercado.
En 1884 se promulgó un decreto del alcalde Higinio Cualla —el famoso primo de Núñez que dirigió los destinos de Bogotá como primera autoridad municipal por 16 años— que trataba de fijar con precisión(!) las funciones de los gendarmes. Algunas de ellas eran:
“Impedir que las gentes hagan sus necesidades en las vías públicas; prohibir que cuelguen en las calles cabuyas con ropas; recoger todas las gallinas y cuadrúpedos que se hallen vagando; prohibir que los individuos que vayan cargados por las calles transiten por las aceras; impedir que los artesanos hagan fogatas en las calles; cuidar de que en las fuentes públicas no ocurran escándalos ni desórdenes; impedir todo desorden o delito”21.
Tocó más fondo aún la precariedad del oficio policial cuando en 1885 se dio atribuciones policiales a algunos empleados particulares. Ante problemas surgidos entre la empresa del tranvía y el pueblo bogotano, este último optó, como de costumbre, por el sabotaje civil, y empezó a romper con cuchillos los forros y maderos de los coches, hasta el día en que a algún inconforme se le resbaló la mano y rompió el cuero de… la mula que tiraba el carro, haciéndole “un rayoncito desde la cola hasta la crin.” Inmediatamente el alcalde Cualla, exasperado, nombró “celadores de policía a los conductores del Tranvía, quienes podían arrestar a los borrachos, peleadores, escandalosos y groseros, y debiendo detener los carros al frente del Panóptico para poner los culpables a disposición del alcalde…”22.
La organización moderna de la ciudad y de la policía pareció despuntar por fin luego de la proclamación de la nueva Constitución. En efecto, desde 1888 se reformó el sistema de administración municipal. Sucesivas disposiciones culminarían con la creación en ese mismo año de una “gendarmería de alta policía nacional, organizada militarmente, pero con residencia habitual en Bogotá”, y en la ley 23 de 1890 que autorizaba al gobierno a usar en el establecimiento, organización y sostenimiento del cuerpo de Policía Nacional hasta 300 000 pesos. Además a contratar a través del cuerpo diplomático “un profesor hábil… que se encargue de organizar la policía y de educar hasta donde lo permitan las circunstancias y aptitudes respectivas a los particulares que se destinen a desempeñar las funciones policiales”23. En cumplimiento de esta ley fue contratado y traído a Bogotá con un sueldo de 3 000 pesos mensuales el comisario francés Juan María Marcelino Gilibert, quien había desempeñado el cargo de inspector de primera clase en la ciudad de Lille. El contrato se suscribió por dos años prorrogables.
No es difícil imaginar las innumerables dificultades y resistencias que hubo de afrontar el comisario francés, especialmente en el comienzo de sus labores. Con la asesoría de Gilibert, se dictó el decreto 1 000 de 1891, que ha sido reputado como la norma básica de nuestra Policía Nacional. Se vedaba toda injerencia política y militar en la policía, la cual quedaba adscrita al Ministerio de Gobierno. El nuevo organismo se componía de un director, un subdirector, un secretario, 36 comisarios escalafonados jerárquicamente en tres clases, ocho oficiales auxiliares y 400 agentes. Igualmente fijaba el decreto los requisitos inexcusables para el ejercicio de la profesión policial: “saber leer y escribir, saber contar, no haber sido condenado judicialmente, estar en pleno goce de los derechos ciudadanos, tener buena complexión física y ningún vicio o defecto y poseer maneras cultas y carácter firme y suave”24.
Gilibert mostró desde el principio una diligencia infatigable en el desempeño de sus funciones. Se decía entonces que “era tanto el celo que ponía, que en ocasiones visitaba los cuarteles vestido de agente raso y se mezclaba entre ellos. En varias ocasiones tuvo que salir de filas notablemente alterado por las deficiencias que observaba”25.
El 1.o de enero de 1892 tuvo lugar la presentación oficial de la policía en Bogotá con toda la solemnidad que el caso requería. Fue un gran acontecimiento: las divisiones del cuerpo desfilaron ante el presidente de la república y su gabinete luciendo el uniforme de… la policía de Francia.
Con la mayor minuciosidad redactó Gilibert el reglamento de la nueva policía. La ciudad quedó dividida en seis circunscripciones, se adquirieron y adaptaron los respectivos locales para las mismas, y se dotaron de muebles y teléfonos. Además de estas seis divisiones, el cuerpo de policía contó con dos adicionales: una central y la de seguridad, que se encargaría de las “pesquisas reservadas” y que operaría con agentes vestidos de paisanos y provistos de la debida placa de identificación. Igualmente se adiestró a los agentes para llevar un registro diario de las rondas nocturnas, de las personas sospechosas, de los lugares que podían ofrecer peligro, de las casas clandestinas de juego, prostíbulos y casas de préstamos, del movimiento de pasajeros en los hoteles, de vagos y niños callejeros y de las quejas y denuncias cotidianas26. Este registro pasaría a engrosar el respectivo archivo de cada comisaría que, como veremos, fue uno de los blancos más perseguidos por el pueblo bogotano durante el motín de 1893.
Era también muy severo el reglamento en cuanto a la prohibición que pesaba sobre los agentes de recibir sobornos. Respecto al trato con la ciudadanía, éstas eran las instrucciones:
“Los agentes deberán ser siempre benévolos, enérgicos pero a la vez corteses con el público. Débiles nunca. Procurarán adoptar primero el medio de la persuasión y no reprimir sino después, evitando prometer a los sindicados una indulgencia que no están en capacidad de concederles. Deberán así mismo, abstenerse de todo hecho agresivo y de toda palabra grosera o injuriosa para el público y para todos los individuos detenidos”27.
Las exigencias de las autoridades municipales en el sentido de que la policía les cediera un cuerpo permanente de gendarmería para que quedara bajo las órdenes del alcalde de Bogotá, a cambio de lo cual la ciudad cedía el local del antiguo Hotel Universo, en la parte sur de la plaza de mercado de La Concepción, para sede de las oficinas de la dirección de policía y de la división central y de seguridad, fueron causa de duros enfrentamientos entre el comisario Gilibert y el alcalde Higinio Cualla.
Por todos los flancos imaginables hubo de hacer frente el sufrido francés a las conjuras de toda procedencia que se confabularon para impedir, o al menos obstaculizar, la meritoria tarea de profesionalización de la policía en que el comisario se había comprometido y empeñado. Gilibert no cejó en su lucha, no obstante que hubo de librarla en frentes de batalla ciertamente inverosímiles, todos ellos, por supuesto, originados en la ignorancia y el atraso.
En abril de 1892, cuando sólo habían transcurrido cuatro meses escasos desde el gran desfile marcial con el que se presentó la nueva policía, acontecimiento que coincidió con la disolución del viejo cuerpo de serenos, se presentó un caso entre bufo y grotesco. Los agentes que practicaban la ronda nocturna en los contornos del Colegio del Rosario, cerca al puente de Latas, creyeron ver un fantasma vestido a la usanza de los antiguos serenos que los saludaba y desaparecía. Aterrorizados, dieron cuenta del fenómeno a su correspondiente división. En las noches siguientes, otros policías informaron del mismo espectro que se manifestaba en diversas formas y se esfumaba dejando a los pobres agentes temblando de pavor. Alarmado Gilibert ante esta ola de superchería que amenazaba con anarquizar a la naciente policía, declaró que ese organismo “se había cubierto de ridículo”. Se inició una investigación abriéndole un expediente al espanto, expediente que hoy reposa en el Archivo Nacional de Colombia28 donde quedaron consignadas las declaraciones de los agentes. Por su parte, el comisario Gilibert, con muy acertado criterio, decidió dar una lección drástica destituyendo a los agentes que habían propalado las historias de los duendes, no porque hubieran abandonado su puesto, como afirmó calumniosamente la prensa, sino porque, “si como lo dicen, hubiesen apercibido un hombre vestido de Sereno, su deber como empleados de la fuerza pública, hubiera sido apoderarse de él para saber lo que pretendía y no hicieron… [El hecho en realidad] no pasa de ser una chuscada”29.
La recién nacida policía hubo de afrontar en 1893 una prueba excesivamente dura para su incipiente organización. Nos referimos a los motines de enero de ese año. El ejército hubo de intervenir para proteger a la policía, que mostraba indicios inequívocos de impotencia frente a la furia de los amotinados. El comisario Gilibert hizo ingentes esfuerzos por evitar la desbandada de sus subordinados, pero no lo consiguió.
Luego del motín, y por petición expresa de Gilibert, el gobierno incrementó a 1 000 los efectivos de la policía. Pero a los pocos meses, el personal fue reducido de nuevo a 450 agentes.
En materia de experiencia sí fue mucho lo que ganó con el motín el experto francés. En primer término, procedió a cambiar la ubicación estratégica de las unidades básicas. Decía el respectivo informe:
“Las 6 primeras divisiones, que antes se dividían en 4 secciones, hoy se dividen en 3 y prestan el servicio asi: durante el tiempo que la primera sección está en servicio activo por el término de 3 horas en las calles y plazas de la ciudad, la segunda permanece en servicio sedentario o de reserva en las comisarías y la tercera en descanso. Pasadas las 3 horas, la segunda sección entra en servicio activo de vigilancia mientras que la primera regresa a su respectiva comisaría a servicio sedentario, y así sucesivamente. De ese modo los agentes, con el reposo que obtienen, pueden atender al fuerte trabajo que les corresponde tanto de día como de noche. Con esta nueva organización creemos que no se repetirán aquellos actos de salvajismo”30.
La situación que afrontaba el comisario Gilibert no era la más halagüeña. Si de esos 450 hombres que había en nómina se restaban los 50 cedidos al municipio y los 110 cedidos a las oficinas del Gobierno Nacional o desviados hacia otros edificios, los que efectivamente quedaban disponibles para la vigilancia de la ciudad eran 290 que, divididos en tres partes, conforme con la nueva organización, daban un total de 96 para cada zona. Como la ciudad, según el plano oficial de la misma, constaba de 1 020 cuadras, a cada agente le correspondían 11 cuadras. Por otra parte, como no había patrullas para conducir a los sindicados a las comisarías, los mismos agentes tenían que cumplir esta función, por lo cual a menudo se veían obligados a abandonar su área de servicio durante varias horas, con detrimento de la vigilancia. A este déficit, ya de suyo grave, había que agregar las continuas escoltas que con frecuencia pedían los empresarios de teatro y toros, los párrocos para las procesiones y el alcalde para diversos actos31.
Pero este problema era leve comparado con uno de los peores que tuvo que afrontar nuestro francés. El cáncer del clientelismo (que no es nuevo, como algunos piensan) hizo metástasis en la recién creada policía, entrabando en materia grave los propósitos de profesionalización que animaban a Gilibert. Fuertemente armados con recomendaciones de políticos influyentes, empezaron a ingresar a la policía elementos por lo general indeseables y que distaban en mucho de presentar las especificaciones que exigía el reglamento establecido por Gilibert. Según informó el comisario francés, esta práctica inmoral, corrupta y perniciosa trajo como inmediata consecuencia que el cuerpo se llenara de “ebrios, holgazanes e incluso delincuentes”32, ante el pasmo y la indignación suya y de toda la sociedad sana de la capital. Pero el indomable comisario no cejaba. Multaba y castigaba sin contemplaciones a los malos elementos. Aunque, desde luego, el rigor que puso en práctica Gilibert para defenderse de la ofensiva clientelista no fue suficiente para mantener e incrementar un buen nivel profesional en la institución, puesto que la necesidad de estar expulsando con frecuencia a estos parásitos traía consigo una rotación nociva para la calidad de la organización.
Los informes de Gilibert son patéticos, especialmente si se tiene en cuenta la desproporción entre la debilidad de los medios con que contaba y las dimensiones de la creciente marea delictiva que azotaba a la indefensa capital. En dichos reportes se mencionan con detalles los innumerables hurtos y robos, cometidos en su mayor parte por menores de edad, “a quienes se ha dado el nombre de rateros, la proliferación de almacenes de reducidores o ‘cambalacheros’, dedicados al infame tráfico de objetos mal habidos; la embriaguez —especialmente la originada en el abuso de la chicha— con todas sus secuelas; la prostitución, la mendicidad, la vagancia y el desaseo público; y el crecimiento alarmante de las enfermedades venéreas, además del inminente peligro de incendio en los teatros; la falta de bomberos, la escasez de excusados públicos”33. Es curioso cómo a pesar de que las propias estadísticas son alarmantes, el comisario francés no parece inmutarse ante la creciente ola de delitos de violencia personal, una tendencia general de la vida urbana en Bogotá durante la segunda mitad del siglo xix.
A partir de 1895, la meritoria obra del comisario Gilibert se vino abajo en forma aparatosa. Con el pretexto de la guerra de ese año el presidente Caro borró de un plumazo todo lo hecho por el francés sacando la policía de la jurisdicción del Ministerio de Gobierno y adscribiéndola al de Guerra como un nuevo organismo militar. La consecuencia inmediata consistió en que ese cuerpo de policía civil en vías de profesionalización quedó transformado de la noche a la mañana en un organismo sectario, politizado y represor que, como lo muestran numerosos testimonios de la época, pasó por el peor enemigo de la ciudadanía.
Profundamente decepcionado, y consciente de su impotencia, Gilibert presentó su renuncia el día 3 de junio de 1898. Ya el tradicional humor bogotano había hecho causa común con sus malquerientes, bautizando a la dirección de la policía con el cáustico mote de “Hotel Gilibert”, por referencia a los altos costos que, según sus adversarios, representaba la Policía Nacional. El pulcro, dinámico y honesto comisario francés había perdido una ardua guerra de siete años contra las tinieblas del atraso. La Guerra de los Mil Días, que ya se avecinaba, acabaría de liquidar la obra de Gilibert. En sus campos de batalla quedaron tendidos los cadáveres de muchos de los agentes que él había formado o querido formar con el más estricto y elevado criterio profesional. En lugar de Gilibert, no tardaría en posar sus garras de buitre sobre la jefatura de policía el general Aristides Fernández. La policía cívica, imparcial y tutelar del comisario francés, se había convertido en una espantable guardia pretoriana.
El texto de la carta de renuncia del comisario Gilibert, que es una admirable síntesis de este proceso, dice:
“Señor Ministro de Gobierno:
”En mi nota número 561 tuve el honor de poner en conocimiento de Su Señoría que a consecuencia de las numerosas comisiones fuera de la ciudad, de los servicios especiales en todas las oficinas públicas de la capital, de las escoltas para funciones de teatro, corridas de toros, festividades religiosas, y finalmente de los agentes enfermos y excusados a causa de lo penoso de su servicio, el efectivo con que hoy cuenta este cuerpo es enteramente insuficiente y ya no es posible evitar que se cometan los constantes robos que se suceden diariamente a causa de la enorme cantidad de rateros y ladrones que últimamente se han levantado en la capital.
”Habiendo hecho durante seis años y medio que he estado a la cabeza de este cuerpo todo lo que ha estado en mi poder para crear y organizar una policía que merezca ese nombre, y no queriendo asumir por más tiempo responsabilidades con que no puedo gravarme, suplico a Su Señoría se digne aceptar la renuncia irrevocable del puesto de Director General y Organizador de la Policía Nacional…
”Finalmente, y antes de terminar la presente, creo mi deber manifestar a Su Señoría que… no se nombren en el Cuerpo por recomendaciones e influencias especiales a individuos que no tienen la capacidad necesaria y cuyo oficio se reduce en su mayor parte a cobrar el sueldo.
”Dios guarde a S. S. Gilibert” 34.
Esta carta es, sin duda alguna, un diagnóstico de los principales problemas que aquejaban entonces a la institución policial luego de haber sido convertida en una entidad politizada, ineficiente y parasitaria.
El comisario Gilibert no regresó a su patria. Paradójicamente, no salió a las volandas del país después de haber padecido tan amargas decepciones en la que pudo haber sido la más importante gestión profesional de su vida. Por el contrario, permaneció en Bogotá y de manera ocasional pero frecuente siguió visitando la institución y sirviéndole generosamente como consultor. Murió a los 84 años, en 1923.
El director de la policía en 1903, Gregorio Beltrán, daba el parte del desmantelamiento total que había sufrido la obra de Gilibert: “La guerra de tres años que asoló la tierra Colombiana… entre los muchos males que nos dejó… la profunda desmoralización de la que desgraciadamente está afectada la policía. Para remediarlo, habría necesidad de cambiar el personal casi totalmente y educar el nuevo que viniera a reemplazarlo de manera conveniente… En la actualidad, la Policía es considerada por el público más que como una garantía, como una amenaza… y creo que no carece de razón. Hay que borrar a todo trance esta idea fatal: es preciso que la Policía se reconcilie con la Sociedad y obtenga de ella el respeto que merece…”35.
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Notas
- 1. Duarte French, Jaime, Poder y política. Colombia 1810-1827, Carlos Valencia Editores, 1980, pág. 128.
- 2. Biblioteca Nacional, Bogotá, Fondo Pineda.
- 3. Hoja suelta, Biblioteca Nacional, Bogotá, Fondo Pineda, vol. 459.
- 4. El Chasqui Bogotano, n.o 8, año 1826.
- 5. El Constitucional, 20 de abril de 1826.
- 6. La Miscelánea, 12 de febrero y 23 de abril de 1826.
- 7. El Huerfanito Bogotano, 5 de mayo de 1826.
- 8. El Chasqui Bogotano, 3 de junio de 1827.
- 9. Gaceta de Colombia, 3 de agosto de 1828.
- 10. Ibíd.
- 11. El Constitucional de Cundinamarca, 1.o de septiembre de 1844.
- 12. El Constitucional de Cundinamarca, julio de 1850.
- 13. Ibíd., 10 de mayo de 1851.
- 14. El Repertorio, 19 de marzo de 1853.
- 15. Obregón, Gregorio, Exposición del presidente de la Junta de Comercio, Bogotá, 14 de enero de 1869.
- 16. El Cundinamarqués, 21 de septiembre de 1869.
- 17. “Acuerdos expedidos por la municipalidad…”, págs. 344-350.
- 18. Véanse a manera de ejemplo los cinco casos de infanticidio que en sólo la segunda quincena del mes de marzo de 1867 reseña el periódico El Nacional.
- 19. Registro Municipal, diciembre 3 de 1883.
- 20. Registro Municipal, 1.o de mayo de 1883.
- 21. Registro Municipal, 10 de mayo de 1884.
- 22. El Comercio, 1.o de abril de 1885.
- 23. Ley 23 de 1890, citada por Castaño Castillo, Álvaro, La policía. Su origen y su destino, Bogotá, Cahur, 1947, pág. CIV.
- 24. Reglamento General de la Policía Nacional de Bogotá, Bogotá, Imprenta de El Telegrama, 1891. pág 26.
- 25. Martínez, Aquilino, Bosquejo histórico policial de Colombia, Bogotá, 1978, pág. 87.
- 26. Ibíd., pág. 90.
- 27. Reglamento General Policía Nacional, pág. 27.
- 28. AHNC, Sec. República, Fondo Policía Nacional, tomo I, fols. 275 y ss.
- 29. Ibíd., fols. 283r.
- 30. “Informe de Gilibert a Mingobierno el 29 de mayo de l894”, AHNC, Sec. República, Fondo Policía Nacional, tomo 3, fols. 498 y ss.
- 31. Ibíd., fols. 407.
- 32. Ibíd., fols. 501.
- 33. Ibíd., fols. 512r.
- 34. AHNC, Sección República, Fondo Policía Nacional, tomo 6, fols. 161 y ss.
- 35. Ibíd., tomo 6, fols. 566 y ss.