- Botero esculturas (1998)
- Salmona (1998)
- El sabor de Colombia (1994)
- Wayuú. Cultura del desierto colombiano (1998)
- Semana Santa en Popayán (1999)
- Cartagena de siempre (1992)
- Palacio de las Garzas (1999)
- Juan Montoya (1998)
- Aves de Colombia. Grabados iluminados del Siglo XVIII (1993)
- Alta Colombia. El esplendor de la montaña (1996)
- Artefactos. Objetos artesanales de Colombia (1992)
- Carros. El automovil en Colombia (1995)
- Espacios Comerciales. Colombia (1994)
- Cerros de Bogotá (2000)
- El Terremoto de San Salvador. Narración de un superviviente (2001)
- Manolo Valdés. La intemporalidad del arte (1999)
- Casa de Hacienda. Arquitectura en el campo colombiano (1997)
- Fiestas. Celebraciones y Ritos de Colombia (1995)
- Costa Rica. Pura Vida (2001)
- Luis Restrepo. Arquitectura (2001)
- Ana Mercedes Hoyos. Palenque (2001)
- La Moneda en Colombia (2001)
- Jardines de Colombia (1996)
- Una jornada en Macondo (1995)
- Retratos (1993)
- Atavíos. Raíces de la moda colombiana (1996)
- La ruta de Humboldt. Colombia - Venezuela (1994)
- Trópico. Visiones de la naturaleza colombiana (1997)
- Herederos de los Incas (1996)
- Casa Moderna. Medio siglo de arquitectura doméstica colombiana (1996)
- Bogotá desde el aire (1994)
- La vida en Colombia (1994)
- Casa Republicana. La bella época en Colombia (1995)
- Selva húmeda de Colombia (1990)
- Richter (1997)
- Por nuestros niños. Programas para su Proteccion y Desarrollo en Colombia (1990)
- Mariposas de Colombia (1991)
- Colombia tierra de flores (1990)
- Los países andinos desde el satélite (1995)
- Deliciosas frutas tropicales (1990)
- Arrecifes del Caribe (1988)
- Casa campesina. Arquitectura vernácula de Colombia (1993)
- Páramos (1988)
- Manglares (1989)
- Señor Ladrillo (1988)
- La última muerte de Wozzeck (2000)
- Historia del Café de Guatemala (2001)
- Casa Guatemalteca (1999)
- Silvia Tcherassi (2002)
- Ana Mercedes Hoyos. Retrospectiva (2002)
- Francisco Mejía Guinand (2002)
- Aves del Llano (1992)
- El año que viene vuelvo (1989)
- Museos de Bogotá (1989)
- El arte de la cocina japonesa (1996)
- Botero Dibujos (1999)
- Colombia Campesina (1989)
- Conflicto amazónico. 1932-1934 (1994)
- Débora Arango. Museo de Arte Moderno de Medellín (1986)
- La Sabana de Bogotá (1988)
- Casas de Embajada en Washington D.C. (2004)
- XVI Bienal colombiana de Arquitectura 1998 (1998)
- Visiones del Siglo XX colombiano. A través de sus protagonistas ya muertos (2003)
- Río Bogotá (1985)
- Jacanamijoy (2003)
- Álvaro Barrera. Arquitectura y Restauración (2003)
- Campos de Golf en Colombia (2003)
- Cartagena de Indias. Visión panorámica desde el aire (2003)
- Guadua. Arquitectura y Diseño (2003)
- Enrique Grau. Homenaje (2003)
- Mauricio Gómez. Con la mano izquierda (2003)
- Ignacio Gómez Jaramillo (2003)
- Tesoros del Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario. 350 años (2003)
- Manos en el arte colombiano (2003)
- Historia de la Fotografía en Colombia. Museo de Arte Moderno de Bogotá (1983)
- Arenas Betancourt. Un realista más allá del tiempo (1986)
- Los Figueroa. Aproximación a su época y a su pintura (1986)
- Andrés de Santa María (1985)
- Ricardo Gómez Campuzano (1987)
- El encanto de Bogotá (1987)
- Manizales de ayer. Album de fotografías (1987)
- Ramírez Villamizar. Museo de Arte Moderno de Bogotá (1984)
- La transformación de Bogotá (1982)
- Las fronteras azules de Colombia (1985)
- Botero en el Museo Nacional de Colombia. Nueva donación 2004 (2004)
- Gonzalo Ariza. Pinturas (1978)
- Grau. El pequeño viaje del Barón Von Humboldt (1977)
- Bogotá Viva (2004)
- Albergues del Libertador en Colombia. Banco de la República (1980)
- El Rey triste (1980)
- Gregorio Vásquez (1985)
- Ciclovías. Bogotá para el ciudadano (1983)
- Negret escultor. Homenaje (2004)
- Mefisto. Alberto Iriarte (2004)
- Suramericana. 60 Años de compromiso con la cultura (2004)
- Rostros de Colombia (1985)
- Flora de Los Andes. Cien especies del Altiplano Cundi-Boyacense (1984)
- Casa de Nariño (1985)
- Periodismo gráfico. Círculo de Periodistas de Bogotá (1984)
- Cien años de arte colombiano. 1886 - 1986 (1985)
- Pedro Nel Gómez (1981)
- Colombia amazónica (1988)
- Palacio de San Carlos (1986)
- Veinte años del Sena en Colombia. 1957-1977 (1978)
- Bogotá. Estructura y principales servicios públicos (1978)
- Colombia Parques Naturales (2006)
- Érase una vez Colombia (2005)
- Colombia 360°. Ciudades y pueblos (2006)
- Bogotá 360°. La ciudad interior (2006)
- Guatemala inédita (2006)
- Casa de Recreo en Colombia (2005)
- Manzur. Homenaje (2005)
- Gerardo Aragón (2009)
- Santiago Cárdenas (2006)
- Omar Rayo. Homenaje (2006)
- Beatriz González (2005)
- Casa de Campo en Colombia (2007)
- Luis Restrepo. construcciones (2007)
- Juan Cárdenas (2007)
- Luis Caballero. Homenaje (2007)
- Fútbol en Colombia (2007)
- Cafés de Colombia (2008)
- Colombia es Color (2008)
- Armando Villegas. Homenaje (2008)
- Manuel Hernández (2008)
- Alicia Viteri. Memoria digital (2009)
- Clemencia Echeverri. Sin respuesta (2009)
- Museo de Arte Moderno de Cartagena de Indias (2009)
- Agua. Riqueza de Colombia (2009)
- Volando Colombia. Paisajes (2009)
- Colombia en flor (2009)
- Medellín 360º. Cordial, Pujante y Bella (2009)
- Arte Internacional. Colección del Banco de la República (2009)
- Hugo Zapata (2009)
- Apalaanchi. Pescadores Wayuu (2009)
- Bogotá vuelo al pasado (2010)
- Grabados Antiguos de la Pontificia Universidad Javeriana. Colección Eduardo Ospina S. J. (2010)
- Orquídeas. Especies de Colombia (2010)
- Apartamentos. Bogotá (2010)
- Luis Caballero. Erótico (2010)
- Luis Fernando Peláez (2010)
- Aves en Colombia (2011)
- Pedro Ruiz (2011)
- El mundo del arte en San Agustín (2011)
- Cundinamarca. Corazón de Colombia (2011)
- El hundimiento de los Partidos Políticos Tradicionales venezolanos: El caso Copei (2014)
- Artistas por la paz (1986)
- Reglamento de uniformes, insignias, condecoraciones y distintivos para el personal de la Policía Nacional (2009)
- Historia de Bogotá. Tomo I - Conquista y Colonia (2007)
- Historia de Bogotá. Tomo II - Siglo XIX (2007)
- Academia Colombiana de Jurisprudencia. 125 Años (2019)
- Duque, su presidencia (2022)
El panorama urbano
La Calle de Florián, situada entre las actuales calles 11 y 12 con carrera 8.ª, barrio San Jorge, era una de las más antiguas de Bogotá y donde había un comercio más activo. Entre 1849 y 1876 se le cambió el nombre por el de Carrera de Venezuela o calle 1.ª, y de 1876 a 1886 se denominó carrera 1.ª al occidente. A partir de 1886 se estableció la nomenclatura de calles y carreras, y quedó como carrera 8.ª. Foto de Julio Racines, 1894.
La Calle del Hospicio, transformada hacia finales de siglo en camellón, quedaba en la actual carrera 12 entre calles 13 y 14. Desde el siglo xviii se conoció como Calle de los Curas y después fue bautizada Calle del Divorcio Viejo. Su nombre de Calle del Hospicio Viejo se debe a que allí funcionó, desde 1791, la primera sede del Hospicio de Bogotá, construido por el virrey José de Ezpeleta. Fotografía de Racines y Villaveces, 1898.
El Capitolio Nacional en 1895, ya utilizado como sede del Congreso, pero aún sin concluir.
Foto tomada 45 años atrás, muestra el lote vacío donde el presidente Tomás Cipriano de Mosquera había colocado la primera piedra del Capitolio el 20 de julio de 1848, y cuya construcción no se iniciaría hasta una década después.
La iglesia de Santa Inés, uno de los edificios de arquitectura más espléndida construidos en la Colonia, tenía cuatro pisos. Sus muros, como los de San Francisco y Santa Clara, estaban hechos de piedra labrada. La nave central, las bóvedas y el altar eran de un lujo exquisito. El progreso de la ciudad barrió con esta joya de la arquitectura colonial. La iglesia de Santa Inés fue demolida en 1947 para abrirle paso a la ampliación de la carrera 10.ª, proyectada desde 1945 como parte de las obras destinadas a adecuar la ciudad para la Conferencia Panamericana de 1948.
Situada en la calle 12 entre carreras 10.ª y 9.ª, la iglesia de San Juan de Dios fue erigida el 21 de agosto de 1635. A finales del siglo xix se encontraba en tal estado de ruina, que fue cerrada para el culto de los fieles por orden del Cabildo Eclesiástico. Sin embargo, el canónigo Francisco J. Zaldúa emprendió su rescate. Fue restaurada e inaugurada en 1893. Fotos de Manuel A. Rodríguez.
La iglesia de San Ignacio, la más elevada expresión del arte arquitectónico y religioso de Santafé, fue iniciada en 1610 por los padres de la Compañía de Jesús, bajo la dirección del sacerdote e ingeniero Juan B. Colluccini, y quedó concluida en 1691, aunque había sido inaugurada en 1635. Su cúpula fue destruida por el terremoto de 1763 y reconstruida en los sucesivos gobiernos virreinales. Al estallar el movimiento de Independencia, la cúpula ya tenía su aspecto actual, y desde entonces ha sido uno de los símbolos de la ciudad. En el libro Bogotá 360º, la ciudad interior, Enrique Santos Molano escribe que la arquitectura interna de San Ignacio “es de un exquisito barroco y con elegantes muestras de tendencia manierista. La nave central de techo en forma de bóveda, dos naves laterales y crucero componen su interior. En el altar mayor sobresalen el retablo y la imaginería, que se atribuyen a Diego de Loessing, jesuita alemán”.
La iglesia y el convento de Santo Domingo ocupan un lugar de gran importancia en la historia de la ciudad. La iglesia fue erigida por los padres dominicos en 1550. La cúpula, que conocemos por testimonios fotográficos como el que aquí aparece, se construyó entre 1888 y 1890. A partir de la desamortización de bienes de manos muertas en 1861, el convento de Santo Domingo, que ocupaba la manzana completa entre las calles 12 y 13 y las carreras 7.ª y 8.ª donde hoy se levanta el edificio Murillo Toro, sede del Ministerio de Comunicaciones, fue destinado a oficinas públicas por la segunda administración del general Tomás Cipriano de Mosquera. El convento era un edificio de arquitectura elegante, de tres pisos, con puertas que le daban entrada por dos calles diferentes. En el patio principal se cultivaba un hermoso y variado jardín, y había una pila de piedra tallada. La construcción era de gran solidez, con arquería de calicanto. Al modificarse su uso, se le cambió también la denominación, y en lugar de convento de Santo Domingo, se llamó palacio de Santo Domingo. La iglesia y el convento de Santo Domingo fueron demolidos en 1938. Foto de Manuel A. Rodríguez.
El 10 de agosto de 1606 se abrieron al culto las puertas de la iglesia de Nuestra Señora del Carmen, levantada por la orden carmelitana, en la carrera 5.ª entre calles 7.ª y 8.ª. Como parte de la iglesia y del convento se construyó en 1655, entre las calles 8.ª y 9.ª con carrera 5.ª el denominado Camarín de la iglesia del Carmen, que le dio a la calle 9.ª el nombre de Calle del Camarín del Carmen. En términos eclesiásticos camarín es una capilla pequeña en la que se venera alguna imagen, en este caso las de Nuestra Señora del Carmen y la Virgen de Chiquinquirá. En el siglo xix, a partir de la Constitución de Rionegro (1863), la capilla del Camarín, así como otras propiedades desamortizadas, tuvo un uso social, bien como aula, bien como salón de reuniones y sala de teatro. Actualmente es sede de la Compañía de Teatro del Camarín del Carmen, creada en 1989 por Pavel Nowicki. Foto de Manuel A. Rodríguez.
La iglesia de San Diego fue la primera edificación por fuera del perímetro urbano de Santafé, en el año de 1606, sobre el camino de Tunja y próxima a las colinas que fueron conocidas como colinas de San Diego, entre las calles 26 y 28 y las carreras 5.ª y 7.ª. Foto de Manuel A. Rodríguez.
Con el nombre de avenida Boyacá se bautizó la calle que, en la nomenclatura de 1886, correspondía a la actual calle 26, y que iba de oriente a occidente desde la carrera 7.ª hasta la carrera 13 o avenida de La Alameda. En las primeras décadas del siglo xx la avenida Boyacá, que llegaba hasta la carrera 17, se convirtió en una de las más elegantes de la capital, con lujosas residencias a lado y lado, pavimentada en su totalidad, con línea del tranvía , andenes impecables y una bella arborización. A finales de los cincuenta la avenida Boyacá desapareció para dar paso a la actual avenida 26. Foto de Henry Duperly, 1895.
En las postrimerías del siglo xviii comenzó a levantarse en el extremo sur de la ciudad el barrio de Las Cruces, con una amplia plazoleta. En el curso del siglo xix Las Cruces fue pasando de barrio de pobres y humildes a zona de gentes acomodadas. Se construyeron cómodas y bellas residencias y una lujosa iglesia. En 1886 la plazoleta, que se encontraba muy deteriorada por el descuido de los vecinos y de las autoridades, fue entregada al ejército para que la arreglara y terraplenara, y se denominó plaza de Armas. Aunque el propósito era que el ejército la utilizara para ejercicios y entrenamiento, nunca se cumplió. En cambio se estableció, los días jueves, un activo mercado de artículos traídos de los pueblos del oriente —Choachí, Ubaque, Chipaque y La Calera— y cada año celebraban en Las Cruces concurridas ferias comerciales que llevaron gran prosperidad y abundancia a sus habitantes. Foto de Henry Duperly, 1880.
Vista panorámica de Bogotá en 1895. Barrios de Egipto y Belén. La fotografía parece haber sido tomada desde la iglesia de Egipto y puede verse la actitud expectante y curiosa de los vecinos, que miran hacia arriba como pendientes de la cámara. Estos barrios orientales de la ciudad no tenían problema para el abastecimiento de agua, de la que se proveían en las numerosas quebradas que bajan de la montaña, y que, muy disminuidas en número, son hoy zona de reserva del acueducto de Bogotá. Foto de Henry Duperly.
Uno de los trabajos emprendidos por el presidente Rafael Núñez desde 1881 fue la remodelación de la Plaza de Bolívar y su entorno. Para 1894 era, sin discusión, la más bella de la ciudad. El historiador Lisímaco Palau la describe así: “En el centro de ella se levanta la famosa estatua del Libertador Simón Bolívar, fundida en bronce, obra del genio del famoso escultor italiano Pietro Tenerani, donada a Bogotá por el señor José París. El pedestal fue reconstruido en el año de 1879 por el señor Mario Lombardi, de orden del Secretario [ministro] de Obras Públicas, doctor Emigdio Palau, en la administración del general Julián Trujillo. Este pedestal es de piedra y de mármol, con relieves de bronce que representan varios pasajes alusivos a la vida del Libertador; está adornado, además, con los cinco escudos de armas de Colombia, Venezuela, Ecuador, Perú y Bolivia. El parque tiene bellísimos árboles, dos pilas de bronce, varios asientos de madera y está rodeado de una hermosa verja de hierro con su respectiva portada. En ella se da retreta los jueves”. En la foto de Henry Duperly (1894) se ve el costado norte de la plaza, con el Hotel Sucre. En la esquina suroriental de la calle 11, un detalle del edificio de las Galerías, donde estaba desde 1888 la torre de la Compañía de Teléfonos de Bogotá, que ardería, con todo el edificio, seis años después.
En un principio se denominó plaza de Las Yerbas, después plazuela de San Francisco, durante tres siglos, y finalmente, a partir de 1877, Parque de Santander, en memoria del Hombre de las Leyes. Los sucesivos gobiernos, desde el segundo de Murillo Toro en 1872-1874, se preocuparon por el mejoramiento urbano en las distintas capitales. En Bogotá fueron los gobiernos de la Regeneración, y en particular la alcaldía de Higinio Cualla (1884-1896), los que emprendieron una profunda tarea de embellecimiento de la ciudad. Uno de los beneficiados con esa gestión fue el Parque de Santander que, desde 1885, se convirtió en un hermoso jardín, dividido en dos avenidas con árboles y flores, con asientos de madera y dos pilas de bronce, rodeados de verjas de hierro con dos portadas al oriente (sobre la carrera 6.ª) y al occidente (sobre la carrera 7.ª), como se aprecia en la fotografía de Julio Racines de 1894.
Como avenida de la República se bautizó desde 1895 el tramo de la carrera 7.ª que iba desde el puente de San Francisco hasta la calle 24. Las calles al sur, desde el mismo puente de San Francisco hasta la calle 10 tenían el nombre genérico de Calle Real del Comercio y se dividían en tres: Primera Calle Real del Comercio entre la calle 10 y la calle 11; Segunda Calle Real del Comercio entre la calle 11 y la calle 12; y Tercera Calle Real del Comercio entre la calle 12 y la calle 14. El tranvía de mulas hacía el recorrido por la carrera 7.ª al norte desde la Plaza de Bolívar hasta Chapinero, en la calle 67, donde retornaba. Esta fotografía, de 1891, muestra las primeras cuadras de la avenida de la República, desde la calle 16 hasta la calle 18, de donde fue tomada. Al fondo se ven las torres de San Francisco y La Tercera.
La iglesia o ermita de Nuestra Señora de Las Nieves fue construida entre 1575 y 1581, año de su consagración, el 25 de febrero. Organizada como parroquia desde 1785, a su alrededor, al oriente y al occidente, creció uno de los sectores más populosos de Santafé y el de mayor desarrollo en el siglo xix. La plazuela de Las Nieves tenía una fuente de ocho chorros para suministro de agua en el sector, que después fue convertida en pileta ornamental. En 1893 el párroco de Las Nieves, doctor Alejandro Vargas, reconstruyó la fachada de la iglesia, como hoy la conocemos, y colocó un gran reloj sobre la torre izquierda. En un nicho sobre la puerta principal se veneraba la imagen de Nuestra Señora de Las Nieves, a la que los vecinos de la parroquia iluminaban todas las noches, costumbre conservada hasta nuestros días. Foto de 1885.
La Calle Real del Comercio comenzaba desde la calle 10 y se prolongaba hasta San Francisco. El tranvía de mulas partía del costado norte de la Plaza de Bolívar y seguía por la Calle Real. A la derecha se aprecia el balcón de esquina de la Casa del Florero. Foto de Henry Duperly, 1898.
Texto de: Eugenio Gutiérrez Cely
Sin duda alguna, uno de los testimonios más valiosos con que hoy contamos acerca de la vida bogotana del siglo pasado está constituido por los numerosos escritos que dejaron los viajeros europeos y norteamericanos que visitaron nuestro país y su capital a lo largo del siglo xix , a diferencia de lo que ocurrió en tiempos coloniales en los que el número de visitantes foráneos fue mínimo. Una de las impresiones predominantes de todos estos viajeros y uno de los aspectos que más los sorprendieron fue el extremo aislamiento de Bogotá en relación con los puertos marítimos e inclusive con el resto del país. Igualmente los asombró su altura sobre el nivel del mar, comparable a algunas alturas predominantes de cordilleras europeas. También se refieren los viajeros al aspecto triste y desolador de la ciudad, así como a la lamentable ausencia de árboles debido a la tala inmisericorde de que fueron objeto sistemáticamente por la continua demanda de leña para fines domésticos.
La Bogotá de comienzos de siglo tenía una extensión considerable para su número de habitantes a causa de que las casas eran bajas y extensas, con varios patios y solares, y a que la multitud de iglesias y conventos ocupaban una superficie en extremo considerable. El área poblada de la ciudad comprendía el terreno que se extiende entre las actuales calles 3.a y 24, de sur a norte, y de la carrera 2.ª a la 13, de oriente a occidente. A lo largo de todo el siglo xix, esta área urbana casi no creció a pesar dé que la población se quintuplicó entre comienzos y finales del siglo, como resultado de una utilización más intensiva del espacio urbano gracias a un paulatino achicamiento de las nuevas casas construidas y, sobre todo, a la subdivisión de muchas de las ya existentes. A manera de muestra podemos consignar el crecimiento demográfico de la ciudad entre 1800 y 1905, periodo en que la población pasó de 21 464 a 100 000 habitantes.
En cuanto a la división de la ciudad por barrios o zonas administrativas, éstas coincidían con la división eclesiástica. Consecuentemente, tales sectores eran el barrio de La Catedral, que se subdividía en La Catedral, El Palacio, El Príncipe y San Jorge; Las Nieves, que a su vez se subdividía en los barrios Oriental y Occidental; Santa Bárbara y San Victorino.
La Catedral era sin duda el barrio más importante y exclusivo de la urbe, puesto que en él se concentraban las sedes de las autoridades políticas y eclesiásticas, la mayoría de los templos de la ciudad y las viviendas de las gentes principales. Era también el sector mejor abastecido de agua y el que contaba con casi la totalidad de los establecimientos comerciales y de las casas de dos pisos existentes en la ciudad. El área de este barrio estaba comprendida entre la actual avenida Jiménez y la calle 7.a, por un lado, y las actuales carreras 2.a y 13, por el otro. El barrio de La Catedral era también el primero de la ciudad en población. Aproximándose la mitad del siglo este sector llegó a contar con casi la mitad de la población bogotana.
El segundo barrio en importancia y categoría era el de Las Nieves, localizado entre la actual avenida Jiménez y la calle 24 y las carreras 3.a y 11. Era un sector poblado en gran parte por artesanos y, hacia mediados del siglo, concentraba casi una cuarta parte de los habitantes de la urbe.
El tercero era Santa Bárbara comprendido aproximadamente entre las actuales calles 3.ª y 7.ª y las carreras 3.a y 11. En ese sector llegó a habitar aproximadamente un 16 por ciento del total de la población.
Finalmente estaba San Victorino, ubicado aproximadamente entre las actuales calles 10 y 16 y carreras 11 y 5.ª. Llegó a concentrar algo más del 14 por ciento de los habitantes. Bogotá mantuvo estos mismos cuatro barrios casi sin modificación hasta la penúltima década del siglo.
arquitectura en la primera
mitad del siglo
La arquitectura bogotana de la época era esencialmente modesta ya que dentro de su conjunto, como queda dicho, predominaban las casas de un solo piso y con paredes muy gruesas por temor a los frecuentes temblores. Las primeras innovaciones arquitectónicas de importancia se debieron al empuje y al espíritu emprendedor del antioqueño Juan Manuel Arrubla, a quien puede considerarse como un auténtico urbanizador de esta ciudad. Iniciativas suyas fueron la primera plaza de mercado cubierta que hubo en Bogotá, los cimientos del Capitolio y las galerías de la Plaza Mayor. También emprendió el señor Arrubla obras tan ambiciosas para la época como la remodelación del Palacio de San Carlos que era, cuando lo adquirió Arrubla, la Biblioteca Pública (futura Biblioteca Nacional). El dinámico empresario le compró el inmueble al gobierno, lo restauró en forma adecuada y se lo volvió a vender. Hasta ese momento el gobierno funcionaba en un edificio de la Plaza Mayor que resultó seriamente averiado por los terremotos de 1826 y 1827. Una vez remodelado San Carlos y readquirido por el Estado, el Libertador Simón Bolívar instaló allí la sede del gobierno, así como la residencia presidencial.
Anotaron también los viajeros como hecho curioso la ausencia casi total de chimeneas en Bogotá, no obstante ser una ciudad fría. Sólo las había en los palacios Arzobispal y de Gobierno. Durante mucho tiempo persistió una divertidísima creencia vulgar que atribuía a las chimeneas poderes casi maléficos a causa de que, según se lee en el diario del cronista José María Caballero, el arzobispo Juan Bautista Sacristán falleció como consecuencia de su mal hábito de prender la chimenea y calentarse junto a ella, para luego salir al aire frío bogotano.
A Juan Manuel Arrubla se atribuye también haber empezado a suprimir las incómodas ventanas salientes, peligrosas para los transeúntes, y contribuido a generalizar el uso de cielo y raso, pues en la mayor parte de las casas de Bogotá las vigas del techo quedaban a la vista. Raras eran las ventanas con vidrios y la generalidad tenían postigos de madera y rejas, las que, junto con los balcones, servían de punto de encuentro entre la vida doméstica y la de la calle. En las casas de dos pisos, y particularmente en las de la Calle Real, el piso superior servía de vivienda y el inferior se adaptaba para almacenes, tiendas y talleres. En muy pocas casas se empleaban alfombras y en la mayoría lo común para los pisos era la estera de esparto.
La extrema modestia de nuestra arquitectura civil, lo mismo que de las sedes de gobierno en aquellos comienzos del siglo xix, se hace patente en el hecho de que, por haberse incendiado en 1786 la casa virreinal que estaba situada en la esquina oriental del actual Capitolio, se tomó en alquiler para morada de los virreyes un inmueble común y corriente ubicado en el costado occidental de la Plaza Mayor. En ese mismo sitio operó el poder ejecutivo hasta 1828 cuando, como ya lo anotamos, se trasladó al Palacio de San Carlos. El viajero Mollien, que llegó a Bogotá en 1823 consignó en sus apuntes de viaje el estupor que le produjo oír llamar palacio a una casa común, incómoda y vulgar. Mollien se ocupó en describirla pormenorizadamente expresando su perplejidad por la carencia de estancias y aposentos adecuados, la pobreza del mobiliario y la falta general de dignidad que imperaba en todos los ámbitos de la morada presidencial. Por su parte, el Congreso también carecía en absoluto de un local apropiado para sesionar, por lo cual funcionó durante mucho tiempo en el amplio y espacioso convento de los dominicos situado en la manzana comprendida entre las actuales carreras 7.ª y 8.ª y calles 12 y 13. A propósito, los viajeros Le Moyne y Stewart escribieron que en verdad los únicos edificios sobresalientes y notables en la Bogotá de entonces eran los conventos, la catedral y la iglesia de San Francisco. La catedral era la cuarta que la ciudad tenía en su historia y fue construida entre 1807 y 1823.
Respecto a las plazas, la más importante del genuino corazón de la ciudad era la Plaza Mayor (luego Plaza de Bolívar), en torno a la cual se concentraban la catedral, sedes de autoridades civiles y eclesiásticas, algunas residencias de familias distinguidas y, para completar este conjunto heterogéneo, no pocas chicherías. La plaza era centro de tertulias, especialmente en el llamado altozano de la catedral; en ella desembocaba la Calle Real o Del Comercio y en su espacioso ámbito se celebraba el tradicional mercado de los viernes. Se terminó de empedrar recién hasta 1816 por los prisioneros patriotas a órdenes de Morillo, y el altozano se extendió en 1843 hasta la esquina sur del costado oriental.
La carencia total de parques y jardines públicos estaba holgadamente suplida por los amplios patios, huertos y solares de las casas donde había abundancia de árboles, arbustos y cultivos caseros de hortalizas y otros alimentos. El célebre cronista Caballero cuenta a propósito que en la casa de su madre, situada en el barrio de Santa Bárbara, había un solar con 21 surcos de cebolla, 40 de papa y maíz, dos de arracacha y otros más. Precisamente fue sobre estos huertos y solares, y gracias a la subdivisión de viejas casonas, como se pudieron construir la mayoría de las nuevas viviendas que durante el siglo xix dieron albergue a una población que se quintuplicó, mientras el radio de la ciudad apenas crecía.
Con el incremento de la construcción de casas de dos pisos vino la proliferación de tiendas en los locales del piso bajo que los propietarios alquilaban. El contraste entre los dos niveles no podía ser más agudo. Mientras en el piso alto habitaban con holgura y comodidad los propietarios, en los locales de abajo trabajaban y se albergaban en un hacinamiento nauseabundo los pequeños comerciantes, obradores y artesanos, cuya indigencia los obligaba a trabajar y vivir en el mismo reducido espacio, privados de los mínimos elementos de higiene. Esto, naturalmente, era uno de los factores que más contribuía al desaseo y a la insalubridad de las calles capitalinas.
Buena parte de los propietarios de tales inmuebles eran, desde luego, rentistas parasitarios y holgazanes cuyo único trabajo era el cobro de sus arriendos. Inclusive en la primera mitad del siglo algunos de ellos adicionaron al ya descrito el muy lucrativo negocio de alquilar casas enteras a los viajeros que llegaban a la ciudad, los cuales se veían obligados a incurrir en este gasto desmesurado por carecer entonces Bogotá de hoteles u hospederías. Tal vez la única excepción fue una posada que se anunciaba en el Correo de la Ciudad de Bogotá del 5 de septiembre de 1822. Sin embargo, el oficial sueco Von Gosselman dejó consignada en sus notas de viaje la sensación deprimente que le produjo el referido hospedaje por su oscuridad, carencia de servicios y desaseo.
También era total la ausencia de restaurantes en Bogotá. Sólo había fondas que no eran exactamente un modelo de limpieza e higiene. Así que, quien no comía en su propia casa, se veía obligado a hacerlo en fondas o chicherías. Sobre estas últimas constató el francés Mollien en 1823 que eran numerosísimas.
Un avance digno de destacarse fue la inauguración, en octubre de 1843, del primer club social con que contó la ciudad. Fue el Club del Comercio, constituido por los comerciantes pudientes de la capital y descrito por la prensa de la época1 como un lugar espacioso y confortable dotado de magnífica cocina, finas vajillas y excelentes mobiliarios. En cierta forma la fundación de este club obedeció a la necesidad de los comerciantes nacionales y extranjeros de complementar el rudimentario altozano de la catedral con una sede abrigada y hospitalaria no sólo para su recreación, sino para tratar dentro de un ambiente propicio sus transacciones y negocios.
Todos estos comerciantes tenían situados sus almacenes en la Calle Real del Comercio, hoy carrera 7.ª entre calles 11 y 14, aledaña a la Plaza Mayor, en donde se ubicaban los almacenes mejor surtidos del país en mercancías nacionales y extranjeras. Esta zona de la parroquia de La Catedral era la parte comercial de la ciudad, donde se concentraban todavía a mediados de siglo, además de los almacenes de la Calle Real, los mercaderes y tratantes en pequeña y mediana escala junto con los campesinos en el mercado público, que tenía lugar todos los viernes en la Plaza Mayor, y varias calles dedicadas a actividades económicas específicas, como la calle de la sal, la de los sombrereros, la de los plateros, la de los talabarteros y otras.
El año de 1846 fue de significación histórica para la Plaza Mayor de Bogotá debido a tres innovaciones trascendentales.
- Por iniciativa del presidente Tomás Cipriano de Mosquera se ordenó en ese año la construcción del Capitolio Nacional en el costado sur de la plaza. Al año siguiente se colocó la primera piedra y la obra fue encomendada al arquitecto Thomas Reed. El contratista de los cimientos fue el señor Juan Manuel Arrubla.
- El 20 de julio de 1846 se erigió en el centro de la plaza la magnífica estatua en bronce del Libertador que donó a la ciudad don José Ignacio París y cuyo autor fue el gran escultor italiano Pietro Tenerani. Era el primer monumento público que se levantaba en la ciudad.
- En ese mismo año, don Juan Manuel Arrubla terminó de construir el edificio que ocupó todo el costado occidental de la plaza. La nueva obra, conocida como las Galerías de Arrubla, tenía 103 metros de frente y tres plantas y fue la mejor construcción de arquitectura civil en su tiempo en la ciudad. Hubo allí cafés y almacenes de gran lujo a los que concurría la alta sociedad capitalina. Estas obras alentaron los esfuerzos de autoridades y ciudadanos para erradicar el nauseabundo mercado público pero, como veremos, la saludable iniciativa sólo vino a cristalizar en 1864.
En 1847, el gobernador Pastor Ospina dirigió al Cabildo una comunicación en la que propuso que se orientara el crecimiento de la capital hacia los ejidos de San Victorino, para lo cual el Cabildo debía proceder a demarcar estos terrenos y venderlos por manzanas y solares2. Empero, la corporación no quiso aceptar las inteligentes recomendaciones del gobernador Ospina.
Otro problema que hubieron de afrontar entonces las autoridades fue el de la abusiva apropiación de terrenos públicos por particulares codiciosos que querían usufructuar en su exclusivo beneficio el incipiente crecimiento de la ciudad3. Las medidas que se tomaron para impedirlo casi siempre fueron infructuosas.
LAS “TIENDAS”
Comparando el plano que en 1823 levantó Richard Bache con los que de la capital levantaron Agustín Codazzi en 1852 e Isaac Holton en 1854, la ciudad parecía no haber crecido en esos 30 años, pese a que casi había doblado su población en el mismo lapso de tiempo. La verdad era que sí había crecido. Lo que poco o nada se había extendido era el conjunto de viviendas. Pero las viejas casonas santafereñas se estaban subdividiendo y a mediados del siglo daban cabida a innumerables habitantes que, como ocurre hogaño, habían llegado a la ciudad ilusionados con el espejismo de una vida mejor a la cual, por supuesto, pocos tenían acceso. En numerosas oportunidades, las gentes de la clase media y alta dividían la zona baja de las casas en piezas o “tiendas” con puerta a la calle pero sin comunicación con el interior, como ya lo vimos. De esta suerte, la población crecía pero el número de viviendas prácticamente permanecía estático. Se daba, pues, el caso de convivir en el mismo inmueble gentes aristocráticas y acaudaladas en el segundo piso con moradores misérrimos en el primero. Las diversas clases sociales compartían el mismo espacio urbano, las mismas casas y los mismos barrios. El caso llegó al extremo de que, según el censo de vivienda realizado en 1863, mientras en Bogotá había 2 633 casas, a la vez había 3 015 tiendas, todas las cuales adolecían de las más deplorables condiciones de salubridad4.
Esta situación, aunque dejaba indiferentes a muchos, suscitaba angustia en el ánimo de quienes se preocupaban por los problemas sociales de la capital. El 10 de mayo de 1865, La Opinión publicó un extenso artículo que daba cuenta del estado infrahumano en que sobrevivían los pobres en aquellas infectas madrigueras, contraindicadas aun para albergue de animales, y solicitaba a los beneficiarios de la desamortización de bienes de manos muertas que dedicaran parte de los recién adquiridos terrenos a construir barrios de pobres en los suburbios de la ciudad.
Con la única excepción de Egipto y Las Cruces, donde sus moradores vivían en ranchos pajizos, todos los proletarios capitalinos habitaban en “tiendas” en los cuatro barrios de Bogotá. En 1874, el concejal Justo Briceño presentó al Cabildo un proyecto de erradicación de estos sucios cubiles, en el cual planteaba la construcción, en los alrededores de la ciudad, de pequeñas casas que ofrecieran a sus moradores mínimas condiciones de salubridad. “Acaso debiera —propuso— concederse a los que emprendieran esta clase de obras la exención del pago de contribuciones durante cierto número de años, por el valor de esas fincas, y otras ventajas que se podrán pensar con más detenimiento. Entonces la parte desvalida de la sociedad abandonaría las tiendas (o cuevas) en que hoy está sumergida, y poco a poco se desterraría la costumbre de vivir en tiendas, que es la habitación más molesta, no sólo para el que tiene necesidad de estar en ellas, sino para los propietarios de las casas [donde se encuentran] y para el público en general”5. Por supuesto, era lo último lo que fundamentalmente motivaba la propuesta de don Justo Briceño, pues bien molesto que era para la aristocracia tener que compartir los mismos barrios con la guacherna bogotana.
DESAMORTIZACIÓN Y URBANISMO
Anotaba en 1853 el norteamericano Holton acerca de la opulencia de los conventos bogotanos, que el de La Concepción ocupaba dos manzanas enteras en el centro de la ciudad, y que el consulado de los Estados Unidos se encontraba en la esquina de una manzana que pertenecía también por completo al convento de Santo Domingo, el más rico de la Nueva Granada, donde todas las tiendas y almacenes de los cuatro costados de la manzana eran de su propiedad, así como las casas de dos pisos ubicadas en la calle de San Juan de Dios (actual calle 12 entre carreras 7.ª y 10.ª).
Y en efecto, a causa de los numerosos legados testamentarios que la Iglesia recibía con la condición de que no podría enajenarlos, los llamados “bienes de manos muertas”, la institución eclesiástica se había convertido en el mayor propietario de finca raíz de la capital y, por ello mismo, en un obstáculo de significación para el desarrollo urbano de Bogotá. Esta absurda situación empezó a ser controlada desde la época de las reformas liberales del medio siglo, con la medida de redención de censos y con la ley del 2 de julio de 1853 que anuló la validez de cualquier disposición testamentaria que intentara prohibir o restringir la libre circulación de la propiedad raíz. No obstante, el golpe de gracia a los bienes inmovilizados de la Iglesia lo propinó el general Mosquera con su histórico decreto de 9 de septiembre de 1861, que trasladó todos los bienes de la Iglesia al dominio del Estado para su inmediato remate y puesta en circulación, gracias a lo cual pasaron a poder de los particulares. En Bogotá y la sabana los bienes raíces desamortizados ascendieron a la suma de 3 352 463 pesos, lo que equivalía al 57 por ciento del valor de los desamortizados en todo el país. Y los censos y deudas que gravaban las propiedades, y que fueron también redimidos gracias al mismo decreto, ascendieron a 1 208 253 pesos, el 20 por ciento de los redimidos en toda la república.
Por otra parte, en 1861 todos los conventos y monasterios de Bogotá pasaron también a manos del Estado, con lo cual éste se hizo a las propiedades mejor construidas y más amplias y espaciosas que había en la ciudad. Fueron 10 los conventos y monasterios de los que se apropió el Estado: Santo Domingo, San Francisco, San Agustín, La Concepción, El Carmen, Recoletos de San Diego, Santa Clara, Santa Inés, La Candelaria y La Enseñanza. Ya desde 1819 el gobierno había pasado a ser propietario del convento de los Capuchinos, debido a que estos sacerdotes —realistas furibundos— habían huido precipitadamente en agosto de ese año a raíz del triunfo de los patriotas en Boyacá. Otros dos conventos que en 1861 también se hallaban ya en manos del Estado eran el de Las Aguas, por disolución en 1821 de la comunidad que residía allí, y el de San Juan de Dios, por haberse extinguido asimismo en 1844 la orden de los Hermanos Hospitalarios de ese nombre. La apropiación de dichos inmuebles le brindó al gobierno la magnífica oportunidad de instalar en ellos oficinas públicas, hospitales, cuarteles, cárceles, escuelas y diversas facultades de la universidad. Fue así como numerosas edificaciones que no prestaban servicio alguno a la comunidad capitalina pasaron de un momento a otro a ser utilizadas para fines administrativos, sociales y culturales, pero, al mismo tiempo, al eximir al Estado de tener que construir los edificios que requería para sus funciones, convirtió a Bogotá en una ciudad prácticamente sin arquitectura pública de significación hasta bien entrado el siglo xx.
De acuerdo con la tesis de economía de la Universidad de Los Andes titulada “La desamortización en Bogotá: 1861-1870”, de Sergio Uribe Arboleda, la eficiencia en la capital de los remates de bienes desamortizados fue admirable, pues cerca del 80 por ciento de éstos se efectuaron entre julio de 1862 y febrero de 1865. Según esta misma tesis sólo en el casco urbano de Bogotá los bienes desamortizados pertenecientes a la Iglesia ascendieron a 418 casas, 633 tiendas, 27 almacenes, 13 edificios y 36 solares, en total 1 128 predios de un total de 5 648 existentes en la ciudad, de los cuales 925 se remataron por 1 921 910 pesos.
Como en el catastro levantado en 1863 Bogotá tenía 2 633 casas y 3 015 tiendas, tenemos que para el momento de la desamortización el 15,9 por ciento de las casas y el 21,9 por ciento de las tiendas pertenecían a la Iglesia. Si en este cálculo se incluyen los demás inmuebles, amén de casas y tiendas, la proporción total llega a cerca del 20 por ciento, cifra que aumenta si adicionamos los templos y otras edificaciones que no lograron ser desamortizadas. También según los datos que aporta Uribe Arboleda, los 10 conventos y monasterios poseían 670 predios, el 59 por ciento del total de los predios de la Iglesia en Bogotá.
Los 925 predios que hasta 1870 se habían enajenado en la ciudad fueron adquiridos por 343 rematadores, de 208 de los cuales fue posible establecer su ocupación, resultando que 89 eran comerciantes o negociantes, los que adquirieron 423 predios, o sea, el 61 por ciento de los que adquirieron estos rematadores. De lo anterior se infiere que la mayoría de los predios rematados quedaron en manos de un sector de la población que fundamentalmente los adquirió para ponerlos en circulación, haciendo negocio con ellos. En esta forma la desamortización estaba cumpliendo su objetivo principal, aunque no el de democratizar la propiedad raíz, pues hubo casos como el del abogado y negociante Medardo Rivas que adquirió 26 predios en la ciudad, y otros como Jesús María Gutiérrez y Melitón Escovar que adquirieron 20 predios cada uno, y José R. Borda y Fernando Párraga que adquirieron 14 predios cada uno, entre otros. Sin embargo, para resumir la importancia de la desamortización en Bogotá, baste decir que gracias a ella entró en circulación el 20 por ciento de las fincas raíces de la ciudad, que pertenecían a la Iglesia, cambiando de manos su propiedad y renta, a las que sumadas las propiedades de colegios mayores, escuelas, hospitales y ejidos municipales que también fueron desamortizadas y rematadas, encontraremos que la desamortización de bienes de manos muertas produjo la primera reforma urbana que conoció el país, por lo menos en cuanto a Bogotá se refiere.
Las consecuencias de la desamortización sobre el desarrollo urbanístico de la capital fueron ostensibles desde el primer momento. Inclusive El Bogotano, periódico conservador, reconocía en su edición del 25 de agosto de 1863 que las casas que antes eran de “manos muertas” y que ya habían sido rematadas por particulares, habían mejorado de manera notable en su aspecto y en sus comodidades interiores debido a que los nuevos propietarios, al revés de los antiguos, sí se preocupaban por mantenerlas en las mejores condiciones posibles. El periódico radical La Opinión, del 4 de enero de 1865, exponía argumentos similares y daba testimonio del extraordinario impulso que había recibido la actividad constructora como consecuencia de la desamortización.
Sin embargo, no dejaron de presentarse situaciones pintorescas. Una de las medidas defensivas de la Iglesia a raíz de la ofensiva del general Mosquera contra sus intereses, consistió en aplicar severas sanciones de orden religioso a quienes compraran o tomaran en arriendo inmuebles que hubieran sido de propiedad eclesiástica. Lógicamente no pocos ciudadanos, la mayoría de ellos conservadores, se asustaron ante estas amenazas y se abstuvieron de hacer cualquier negociación con casas que hubieran sido desamortizadas. Por lo tanto, empezaron a leerse avisos como éstos, que aparecieron en el Boletín Industrial, en 1868:
“Se vende una hermosa quinta. No ha sido jamás de manos muertas”.
“Se vende una casa. Sólo en parte fué de manos muertas”.
“Se vende una casa baja. Jamás ha sido de manos muertas”.
No obstante, pese a todo ello, la desamortización llevaba desde el comienzo implícita una tal fuerza renovadora y progresista, que terminó imponiéndose a pesar de todos los prejuicios y temores de orden religioso. Fue realmente apreciable la cantidad de bienes raíces, antaño paralizados, que salieron rápidamente a la circulación. Pero es importante anotar que para dar este gran salto de progreso la desamortización no fue el único factor determinante. Ya desde antes la ciudad venía recibiendo el influjo de los grandes cambios económicos que generó el triunfo del librecambismo, cuya primera consecuencia fue haberse convertido la capital en el primer centro comercial del país. Otros cambios ciertamente revolucionarios como el desestanco del tabaco también contribuyeron, con el correspondiente auge del comercio, a enrumbar esta ciudad por nuevos senderos de progreso. Ya desde 1858 —antes de la desamortización— el cronista Emiro Kastos, al regresar a Bogotá después de una larga ausencia, apuntaba en un artículo cuánto lo había sorprendido encontrar una ciudad que ya comenzaba a despojarse de ciertos resabios pueblerinos heredados de la Colonia y a asumir ciertas actitudes de urbe moderna, tales como la de cambiar las escuetas fachadas coloniales por otras más lujosas y acordes con la riqueza de sus moradores6.
Otro avance urbanístico, anterior también a la desamortización, fue la construcción, terminada en 1859, del primer centro comercial que conoció Bogotá. Se llamó el Bazar Veracruz situado en la Segunda Calle del Comercio (hoy carrera 7.a, entre calles 12 y 13). El historiador Gustavo Arboleda informa que en el piso bajo este centro comercial tenía 18 tiendas con estantes de pino y un almacén en el fondo, equivalente a 3 de esas tiendas; en el piso alto poseía 15 piezas u oficinas menores, un almacén igual a 3 piezas, y un gran salón. “Éste fue el primer edificio que en la capital se destinó a oficinas, muestrarios y expendio de mercancías”.
BOGOTÁ: ¿MENGUANTE o CRECIENTE?
A pesar del auge de las nuevas construcciones, algunos observadores expresaron su preocupación por estar convencidos de que la ciudad no estaba creciendo satisfactoriamente. Resulta interesante en alto grado la polémica de prensa que tuvo lugar en 1865 entre dos cronistas que sustentaban puntos de vista antagónicos sobre este asunto. El primero de ellos, que firmó su artículo con el seudónimo de “Silvio”, se mostraba pesimista y sostenía que la capital tenía entonces los mismos límites de 18077. Por su parte, otro cronista, que usó el seudónimo de “P. C.”, refutó en el mismo periódico a los pocos días a “Silvio” en una nota minuciosa y bien documentada en la cual demostró que la ciudad sí había experimentado algún crecimiento desde la primera década del siglo hasta entonces:
“Una gran parte del barrio de San Victorino que se extiende largo trecho en todas direcciones es enteramente nuevo; a fines del siglo último [este barrio] no pasaba de la iglesia de los Capuchinos… Por el norte llegaba la población hasta el Convento de San Diego, y no existían hace treinta años la multitud de casas que hoy se extienden hasta la Quinta de Tequenusa, y diseminadas por las colinas de San Diego. Por el oriente todas las faldas de los cerros están llenas de casitas que no existían ni en tiempo de la verdadera Colombia, y el camino que conduce de la ciudad a La Peña está, de 10 años a esta parte, literalmente cubierto de casas, humildes, pero que no por eso dejan de ser casas. Por el sur la ciudad llegaba el año de 25 hasta la iglesia de Las Cruces. Hoy se ven esparcidas alrededor de ella en todas direcciones multitud de casas pajizas que forman un verdadero barrio nuevo. Tanto que se ha solicitado ya hace algún tiempo que esa parte se erija en nueva parroquia, como igualmente ha sucedido con la parte que se llama de Las Aguas, por no poder ya atender los señores curas de La Catedral a desempeñar con desahogo su ministerio… Agreguemos aún que una gran parte de las manzanas de la ciudad, aún centrales, eran hace 20 años solares inútiles y baldíos que hoy están convertidos en habitaciones más o menos elegantes y cómodas. Pudiéramos citar por sus nombres más de 20. ¡Cuántas casas no se han hecho de dos pisos! Y si pudiéramos penetrar en las interioridades de las familias, veríamos la mayor parte de las casas no sólo refaccionadas, sino ensanchadas, con nuevas habitaciones, con tramos agregados que no existían, como desvanes y vericuetos abandonados que hoy sirven de cómodas estancias”.
De todas maneras, el hecho es que desde mediados de siglo la ciudad entró en un proceso muy apreciable de remodelaciones, construcciones y apertura de nuevas vías urbanas8. En 1865 fue demolido el célebre Arco de La Tercera que unía la iglesia de ese nombre con el convento de San Francisco. El Arco estaba situado en la actual calle 16 entre carreras 7.ª y 8.ª. Por su parte, el Gobierno de la Unión, presidido entonces por el doctor Manuel Murillo Toro, ordenó vender en remate público parte de los conventos de San Francisco y San Agustín y el área donde se construía el Capitolio Nacional, obra que estaba suspendida desde 18519. Finalmente estos remates no se realizaron. En 1866 el Concejo Municipal ordenó enajenar los bienes raíces pertenecientes al Distrito que habían logrado excluirse de la desamortización, y éstos pasaron en su mayor parte a manos privadas.
Lógicamente a estas alturas se hacía apremiante un código urbanístico, a fin de enmarcar dentro de pautas racionales y técnicas el desarrollo de la ciudad, tan conmovida por las recientes medidas de desamortización. Dicho código quedó implícito en un acuerdo del Cabildo expedido el 15 de septiembre de 1875. Puede decirse que fue éste el primer conjunto normativo con que contó la ciudad para efectos de su crecimiento y expansión. Como antecedente más inmediato tendríamos que citar, además del proyecto que ya vimos de Pastor Ospina en 1847, un plan de ampliación urbanística de la ciudad, también hacia San Victorino, que proyectó el general Mosquera en 1861, y del cual informó así El Colombiano del 23 de noviembre de ese año: “[Está acordada la construcción de dos puentes] que unirán la ciudad con un magnífico plano que por orden del ciudadano Presidente de la Unión se está formando al occidente de Bogotá. Es un pensamiento feliz. Con hermosas plazas, con calles de 16 varas de ancho, inclusas 3 de cada lado para aceras levantadas. Esa nueva ciudad será la obra de pocos años porque todo concurre a favorecer su formación. Quedará dividida de la actual por toda la anchura de la Alameda [actual carrera 13]’’, que será una grande y hermosa avenida”. ¡El general Mosquera también hizo sus pinitos, aunque fallidos, como planeador urbanístico de Bogotá!
En 1875 se produjo el intento de formar la primera empresa urbanizadora privada en la ciudad. Sus promotores empezaron a dar impulso al proyecto en un documento que publicaron en el Diario de Cundinamarca del 24 de agosto de 1874, que es una visión aguda y sagaz de las necesidades y problemas de la capital en esa época:
“[En Bogotá la inmigración constante] ha determinado en el transcurso de 6 años una gran demanda de alojamientos no satisfecha suficientemente. Este hecho ha venido estableciendo un alza creciente en el precio de los alquileres, hasta venir a ser abrumadora… La partida de arrendamiento de habitación, que antes figuraba por 10 en el apremiante presupuesto doméstico, es hoy como 20 y ha causado un grave desequilibrio en la normalidad de la vida. Pero no es esto lo más grave… La cuestión es de… estancamiento de esa benéfica inmigración a Bogotá; de paralización en el crecimiento y progreso de la capital.
”Es quizá Bogotá en las repúblicas de Suramérica la metrópoli de población más reducida, aun comparada con naciones que tienen la mitad de la población de Colombia… Sabido es que la condensación de la población en grandes grupos, en ciudades populosas, es la mejor base para la creación y planteamiento de los usos y comodidades de la civilización moderna, como el alumbrado por gas, los buenos acueductos, el tráfico de carruajes, la policía eficaz, las fábricas, teatros, parques y otros lugares de recreo, etc., por lo que fomentar esa condensación es acercarnos más al goce de estas ventajas tan deseadas, y los habitantes de Bogotá están decididamente interesados en ello…
”En efecto, hay en el centro del área de población hermosos solares y hasta manzanas enteras destinadas por sus dueños a mantener sus caballos, a sembrar el pasto para éstos, hortalizas y frutales y a satisfacer otras comodidades personales casi superfluas, [lo que] causa un grave, gravísimo daño a la ciudad, deteniéndola en su crecimiento y progreso, por estar sustraída esa gran parte del área de la concurrencia para las construcciones de edificios. Es por esta consideración que la ley… ha dispuesto en beneficio de la comunidad… que en casos semejantes se avalúen los solares, se vendan y adjudiquen a las personas que se comprometan a edificar. Esos solares, pues, deben ser enajenados, o mejor dicho, desamortizados, quitándolos del dominio de sus opulentos o indolentes dueños para que, entrando en la libre circulación, vengan a fecundar el progreso de la capital”.
Es este documento un brillante exponente de los intereses de los más activos y emprendedores empresarios de Bogotá, típica burguesía capitalista que tenía una concepción de lo que debía ser la ciudad moderna y que al mismo tiempo deseaba beneficiarse económicamente con el ensanche de la misma. Razón por la cual chocaba con el sector de la élite que monopolizaba la tierra urbana con un sentido de especulación parasitaria e improductiva, desinteresada por convertir ella misma esa tierra, de manera directa, en factor de progreso y de lucro creador de riqueza. Por ello los modernos empresarios solicitaban, ni más ni menos, una nueva reforma urbana que cambiara el concepto de tenencia de la tierra, movilizando ésta en beneficio de los capitales que estaban dispuestos a fecundarla. Fue el primer caso de solicitud de reforma urbana laica que se produjo en el país.
El mismo Diario de Cundinamarca informó el 19 de enero de 1875 acerca de la fundación de la Empresa Popular Compañía Constructora. La nómina de sus accionistas difícilmente podía ser más brillante. En ella figuraban el doctor Santiago Pérez, presidente de la república; el doctor Eustorgio Salgar, gobernador del estado soberano de Cundinamarca; el señor Pedro Navas Azuero, fundador de la Compañía Colombiana de Seguros; Camacho Roldán Hermanos, y los dinámicos empresarios Tomás Abello y Luis María Silvestre. Fue la iniciativa de esta empresa la que motivó al Cabildo de Bogotá para expedir el código urbanístico a que ya hicimos referencia. Sus planes eran ambiciosos y realistas a la vez y sin duda alguna presagiaban un estupendo futuro de progreso para la capital. Desgraciadamente, como en tantas otras ocasiones, la maldición de las guerras civiles cayó sobre este proyecto para malograrlo. En esta oportunidad se trató del conflicto civil de 1876-1877, el cual convirtió la formidable iniciativa de desarrollo en una efímera ilusión.
Para finalizar el aspecto urbanístico de Bogotá en el periodo 1845-1880 mencionemos que en el Almanaque de Bogotá y guía de forasteros para 1867, que editaron J. M. Vergara y J. B. Gaitán, aparece que para fines de 1866 existían en Bogotá 2 720 casas, 3 127 almacenes y tiendas, 32 quintas y 25 edificios públicos diversos. En relación con el censo de vivienda realizado tres años atrás por José Camacho Roldán aparecen ahora 87 casas y 112 tiendas y almacenes más, lo que constituye una tasa de crecimiento anual de 1,10 por ciento y 1,23 por ciento, respectivamente, en la construcción de casas y tiendas en Bogotá, tasa que era inferior a la del aumento de la población para la misma época. Esto da la razón del crecimiento continuo de los arrendamientos y precios de la propiedad raíz en la ciudad de la que informaron los miembros de la Empresa Popular Compañía Constructora.
Por otra parte, según el catastro del estado de Cundinamarca de 1869, que publicó el Diario de Cundinamarca del 20 de noviembre de ese mismo año, en Bogotá existían 266 predios urbanos de valor hasta 100 pesos, 1 631 de 100 pesos a 500 pesos, 686 de 500 pesos a ?1 000 pesos, 2 544 de 1 000 pesos a 10 000 pesos y 63 de 10 000 pesos a 50 000 pesos. Entre estos últimos se encontraban las quintas y edificios públicos que menciona el Almanaque de Vergara y Gaitán, así como las mejores edificaciones del barrio de La Catedral y de la Calle Real, incluido el Bazar Veracruz. En febrero de 1871 se reinició, con nuevas y sucesivas intermitencias, la construcción del Capitolio Nacional, obra que estaba abandonada desde 1851.
Finalizando el siglo xix, la capital no había variado sustancialmente en sus límites urbanos en relación con las postrimerías de la Colonia. Por el sur, el oriente y el occidente eran casi los mismos. Hacia el norte, sin embargo, se advertía ya un cambio que tenía lugar más allá de la Recoleta de San Diego, que era en verdad el límite septentrional de nuestro espacio urbano. Ocurría que lentamente se estaba poblando el caserío de Chapinero, especialmente con casas y quintas de recreo a donde los bogotanos solían acudir a “respirar aire puro”. La línea del tranvía, inaugurada en diciembre de 1884, y la presencia del hipódromo dieron también nuevo impulso al sector. Había en Chapinero un lugar donde a partir de 1892 empezaron a darse cita numerosos devotos. Se trataba del templo de la Virgen de Lourdes, el cual fue inaugurado en ese año. Precisamente en enero de 1892 publicaba el Correo Nacional el siguiente comentario sobre los progresos de Chapinero:
“Chapinero no es ya solamente un lugar de veraneo sino grata y permanente mansión de muchas familias bogotanas que encuentran allí, además de aire puro y agua excelente, elegantes y espaciosas quintas con bellos jardines; casas sólidas construidas con buen gusto; escuelas y colegios de uno y otro sexo, con internado que no dejan nada que desear; restaurantes bien servidos; tiendas de comercio; talleres de artesanos; médicos; boticas; oficina telegráfica; teléfonos; tranvía, bastante mejorado ya; coches; hipódromo, y dentro de pocas semanas habrá también alumbrado público, y no muy tarde, Dios mediante, parque y acueducto”.
Llegó inclusive a pensarse, en el extremo del optimismo y de la euforia, que Chapinero llevaba trazas de convertirse en una gran ciudad independiente que llegaría a rivalizar con Bogotá10. La distinción que desde entonces hacían los capitalinos entre los dos sectores era tan radical que todavía hoy quedan aún bogotanos de cepa que, cuando se desplazan del norte hacia el centro de la ciudad, hablan de “ir a Bogotá”.
Pocas obras en la historia del país han avanzado con tantos tropiezos y a un paso más lento que el Capitolio Nacional. Sólo hasta 1926 quedó totalmente concluido, luego de casi 80 años de iniciado. En 1871 se descubrió que sus cimientos eran insuficientes y que por lo tanto había que reforzarlos para que pudieran soportar el peso de la inmensa mole. Esta grave dificultad fue objeto no sólo de críticas sino de burlas como ésta que apareció en un periódico bogotano:
“En Bogotá, la moderna Atenas, tienen tal afición por las antigüedades, que se han gastado un millón de pesos en la construcción de las ruinas de un Capitolio de arquitectura especialísima”11.
Durante la Regeneración (1880-1900) se llevaron a cabo en la ciudad algunas obras de mucha importancia. En 1882 se emprendió una amplia remodelación de la Plaza de Bolívar y en 1890 se inauguró el Teatro Municipal, estúpidamente demolido en 1951. Fue reconstruido el viejo Teatro Maldonado, el cual quedó convertido en el lujoso Teatro Colón, estrenado para conmemorar el cuarto centenario del descubrimiento de América en 1892. También en 1890 se inauguró una nueva plaza de toros. Lo que sí resulta incomprensible dentro del conjunto de obras de progreso urbano que culminaron en esa época es el cúmulo de críticas que se formularon contra el bellísimo Parque del Centenario, en el sector de San Diego, inaugurado en 1883 para conmemorar el primer centenario del nacimiento del Libertador. Muchos bogotanos recuerdan aún este pequeño y hermoso bosque que desapareció para dar paso a los actuales puentes de la calle 26.
La prensa por su parte no dejó de protestar contra algunos descuidos imperdonables de la administración municipal:
“¡Qué gobernantes tan ineptos! ¡Qué suprema nulidad la de tantos hombres que en esta desdichada tierra pretenden los destinos públicos! Bogotá tiene una población de 100 000 habitantes, y no ha habido un régimen municipal que sea capaz de proveerla de un farol de aceite, o de grasa, o de gas, en cada una de las esquinas de las calles”12.—
Notas
- 1. El Constitucional de Cundinamarca, 29 de octubre de 1843.
- 2. Ibíd., 11 de julio de 1847.
- 3. Ibíd., 24 de septiembre de 1849; y El Repertorio, 23 de abril de 1853.
- 4. La Opinión, 8 de diciembre de 1863.
- 5. Registro Municipal, 22 de octubre de 1874.
- 6. El Tiempo, 18 de mayo de 1858.
- 7.El Símbolo, 17 de mayo de 1865.
- 8. Para el solo año de 1865, véase La Opinión del 11 de enero y del 17 de noviembre.
- 9. La Opinión, 21 y 28 de junio de 1865.
- 10. El Telegrama, 19 de enero de 1894.
- 11. Diario de Cundinamarca, 23 de agosto de 1882.
- 12. Ibíd., 8 de julio de 1882.
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El panorama urbano
La Calle de Florián, situada entre las actuales calles 11 y 12 con carrera 8.ª, barrio San Jorge, era una de las más antiguas de Bogotá y donde había un comercio más activo. Entre 1849 y 1876 se le cambió el nombre por el de Carrera de Venezuela o calle 1.ª, y de 1876 a 1886 se denominó carrera 1.ª al occidente. A partir de 1886 se estableció la nomenclatura de calles y carreras, y quedó como carrera 8.ª. Foto de Julio Racines, 1894.
La Calle del Hospicio, transformada hacia finales de siglo en camellón, quedaba en la actual carrera 12 entre calles 13 y 14. Desde el siglo xviii se conoció como Calle de los Curas y después fue bautizada Calle del Divorcio Viejo. Su nombre de Calle del Hospicio Viejo se debe a que allí funcionó, desde 1791, la primera sede del Hospicio de Bogotá, construido por el virrey José de Ezpeleta. Fotografía de Racines y Villaveces, 1898.
El Capitolio Nacional en 1895, ya utilizado como sede del Congreso, pero aún sin concluir.
Foto tomada 45 años atrás, muestra el lote vacío donde el presidente Tomás Cipriano de Mosquera había colocado la primera piedra del Capitolio el 20 de julio de 1848, y cuya construcción no se iniciaría hasta una década después.
La iglesia de Santa Inés, uno de los edificios de arquitectura más espléndida construidos en la Colonia, tenía cuatro pisos. Sus muros, como los de San Francisco y Santa Clara, estaban hechos de piedra labrada. La nave central, las bóvedas y el altar eran de un lujo exquisito. El progreso de la ciudad barrió con esta joya de la arquitectura colonial. La iglesia de Santa Inés fue demolida en 1947 para abrirle paso a la ampliación de la carrera 10.ª, proyectada desde 1945 como parte de las obras destinadas a adecuar la ciudad para la Conferencia Panamericana de 1948.
Situada en la calle 12 entre carreras 10.ª y 9.ª, la iglesia de San Juan de Dios fue erigida el 21 de agosto de 1635. A finales del siglo xix se encontraba en tal estado de ruina, que fue cerrada para el culto de los fieles por orden del Cabildo Eclesiástico. Sin embargo, el canónigo Francisco J. Zaldúa emprendió su rescate. Fue restaurada e inaugurada en 1893. Fotos de Manuel A. Rodríguez.
La iglesia de San Ignacio, la más elevada expresión del arte arquitectónico y religioso de Santafé, fue iniciada en 1610 por los padres de la Compañía de Jesús, bajo la dirección del sacerdote e ingeniero Juan B. Colluccini, y quedó concluida en 1691, aunque había sido inaugurada en 1635. Su cúpula fue destruida por el terremoto de 1763 y reconstruida en los sucesivos gobiernos virreinales. Al estallar el movimiento de Independencia, la cúpula ya tenía su aspecto actual, y desde entonces ha sido uno de los símbolos de la ciudad. En el libro Bogotá 360º, la ciudad interior, Enrique Santos Molano escribe que la arquitectura interna de San Ignacio “es de un exquisito barroco y con elegantes muestras de tendencia manierista. La nave central de techo en forma de bóveda, dos naves laterales y crucero componen su interior. En el altar mayor sobresalen el retablo y la imaginería, que se atribuyen a Diego de Loessing, jesuita alemán”.
La iglesia y el convento de Santo Domingo ocupan un lugar de gran importancia en la historia de la ciudad. La iglesia fue erigida por los padres dominicos en 1550. La cúpula, que conocemos por testimonios fotográficos como el que aquí aparece, se construyó entre 1888 y 1890. A partir de la desamortización de bienes de manos muertas en 1861, el convento de Santo Domingo, que ocupaba la manzana completa entre las calles 12 y 13 y las carreras 7.ª y 8.ª donde hoy se levanta el edificio Murillo Toro, sede del Ministerio de Comunicaciones, fue destinado a oficinas públicas por la segunda administración del general Tomás Cipriano de Mosquera. El convento era un edificio de arquitectura elegante, de tres pisos, con puertas que le daban entrada por dos calles diferentes. En el patio principal se cultivaba un hermoso y variado jardín, y había una pila de piedra tallada. La construcción era de gran solidez, con arquería de calicanto. Al modificarse su uso, se le cambió también la denominación, y en lugar de convento de Santo Domingo, se llamó palacio de Santo Domingo. La iglesia y el convento de Santo Domingo fueron demolidos en 1938. Foto de Manuel A. Rodríguez.
El 10 de agosto de 1606 se abrieron al culto las puertas de la iglesia de Nuestra Señora del Carmen, levantada por la orden carmelitana, en la carrera 5.ª entre calles 7.ª y 8.ª. Como parte de la iglesia y del convento se construyó en 1655, entre las calles 8.ª y 9.ª con carrera 5.ª el denominado Camarín de la iglesia del Carmen, que le dio a la calle 9.ª el nombre de Calle del Camarín del Carmen. En términos eclesiásticos camarín es una capilla pequeña en la que se venera alguna imagen, en este caso las de Nuestra Señora del Carmen y la Virgen de Chiquinquirá. En el siglo xix, a partir de la Constitución de Rionegro (1863), la capilla del Camarín, así como otras propiedades desamortizadas, tuvo un uso social, bien como aula, bien como salón de reuniones y sala de teatro. Actualmente es sede de la Compañía de Teatro del Camarín del Carmen, creada en 1989 por Pavel Nowicki. Foto de Manuel A. Rodríguez.
La iglesia de San Diego fue la primera edificación por fuera del perímetro urbano de Santafé, en el año de 1606, sobre el camino de Tunja y próxima a las colinas que fueron conocidas como colinas de San Diego, entre las calles 26 y 28 y las carreras 5.ª y 7.ª. Foto de Manuel A. Rodríguez.
Con el nombre de avenida Boyacá se bautizó la calle que, en la nomenclatura de 1886, correspondía a la actual calle 26, y que iba de oriente a occidente desde la carrera 7.ª hasta la carrera 13 o avenida de La Alameda. En las primeras décadas del siglo xx la avenida Boyacá, que llegaba hasta la carrera 17, se convirtió en una de las más elegantes de la capital, con lujosas residencias a lado y lado, pavimentada en su totalidad, con línea del tranvía , andenes impecables y una bella arborización. A finales de los cincuenta la avenida Boyacá desapareció para dar paso a la actual avenida 26. Foto de Henry Duperly, 1895.
En las postrimerías del siglo xviii comenzó a levantarse en el extremo sur de la ciudad el barrio de Las Cruces, con una amplia plazoleta. En el curso del siglo xix Las Cruces fue pasando de barrio de pobres y humildes a zona de gentes acomodadas. Se construyeron cómodas y bellas residencias y una lujosa iglesia. En 1886 la plazoleta, que se encontraba muy deteriorada por el descuido de los vecinos y de las autoridades, fue entregada al ejército para que la arreglara y terraplenara, y se denominó plaza de Armas. Aunque el propósito era que el ejército la utilizara para ejercicios y entrenamiento, nunca se cumplió. En cambio se estableció, los días jueves, un activo mercado de artículos traídos de los pueblos del oriente —Choachí, Ubaque, Chipaque y La Calera— y cada año celebraban en Las Cruces concurridas ferias comerciales que llevaron gran prosperidad y abundancia a sus habitantes. Foto de Henry Duperly, 1880.
Vista panorámica de Bogotá en 1895. Barrios de Egipto y Belén. La fotografía parece haber sido tomada desde la iglesia de Egipto y puede verse la actitud expectante y curiosa de los vecinos, que miran hacia arriba como pendientes de la cámara. Estos barrios orientales de la ciudad no tenían problema para el abastecimiento de agua, de la que se proveían en las numerosas quebradas que bajan de la montaña, y que, muy disminuidas en número, son hoy zona de reserva del acueducto de Bogotá. Foto de Henry Duperly.
Uno de los trabajos emprendidos por el presidente Rafael Núñez desde 1881 fue la remodelación de la Plaza de Bolívar y su entorno. Para 1894 era, sin discusión, la más bella de la ciudad. El historiador Lisímaco Palau la describe así: “En el centro de ella se levanta la famosa estatua del Libertador Simón Bolívar, fundida en bronce, obra del genio del famoso escultor italiano Pietro Tenerani, donada a Bogotá por el señor José París. El pedestal fue reconstruido en el año de 1879 por el señor Mario Lombardi, de orden del Secretario [ministro] de Obras Públicas, doctor Emigdio Palau, en la administración del general Julián Trujillo. Este pedestal es de piedra y de mármol, con relieves de bronce que representan varios pasajes alusivos a la vida del Libertador; está adornado, además, con los cinco escudos de armas de Colombia, Venezuela, Ecuador, Perú y Bolivia. El parque tiene bellísimos árboles, dos pilas de bronce, varios asientos de madera y está rodeado de una hermosa verja de hierro con su respectiva portada. En ella se da retreta los jueves”. En la foto de Henry Duperly (1894) se ve el costado norte de la plaza, con el Hotel Sucre. En la esquina suroriental de la calle 11, un detalle del edificio de las Galerías, donde estaba desde 1888 la torre de la Compañía de Teléfonos de Bogotá, que ardería, con todo el edificio, seis años después.
En un principio se denominó plaza de Las Yerbas, después plazuela de San Francisco, durante tres siglos, y finalmente, a partir de 1877, Parque de Santander, en memoria del Hombre de las Leyes. Los sucesivos gobiernos, desde el segundo de Murillo Toro en 1872-1874, se preocuparon por el mejoramiento urbano en las distintas capitales. En Bogotá fueron los gobiernos de la Regeneración, y en particular la alcaldía de Higinio Cualla (1884-1896), los que emprendieron una profunda tarea de embellecimiento de la ciudad. Uno de los beneficiados con esa gestión fue el Parque de Santander que, desde 1885, se convirtió en un hermoso jardín, dividido en dos avenidas con árboles y flores, con asientos de madera y dos pilas de bronce, rodeados de verjas de hierro con dos portadas al oriente (sobre la carrera 6.ª) y al occidente (sobre la carrera 7.ª), como se aprecia en la fotografía de Julio Racines de 1894.
Como avenida de la República se bautizó desde 1895 el tramo de la carrera 7.ª que iba desde el puente de San Francisco hasta la calle 24. Las calles al sur, desde el mismo puente de San Francisco hasta la calle 10 tenían el nombre genérico de Calle Real del Comercio y se dividían en tres: Primera Calle Real del Comercio entre la calle 10 y la calle 11; Segunda Calle Real del Comercio entre la calle 11 y la calle 12; y Tercera Calle Real del Comercio entre la calle 12 y la calle 14. El tranvía de mulas hacía el recorrido por la carrera 7.ª al norte desde la Plaza de Bolívar hasta Chapinero, en la calle 67, donde retornaba. Esta fotografía, de 1891, muestra las primeras cuadras de la avenida de la República, desde la calle 16 hasta la calle 18, de donde fue tomada. Al fondo se ven las torres de San Francisco y La Tercera.
La iglesia o ermita de Nuestra Señora de Las Nieves fue construida entre 1575 y 1581, año de su consagración, el 25 de febrero. Organizada como parroquia desde 1785, a su alrededor, al oriente y al occidente, creció uno de los sectores más populosos de Santafé y el de mayor desarrollo en el siglo xix. La plazuela de Las Nieves tenía una fuente de ocho chorros para suministro de agua en el sector, que después fue convertida en pileta ornamental. En 1893 el párroco de Las Nieves, doctor Alejandro Vargas, reconstruyó la fachada de la iglesia, como hoy la conocemos, y colocó un gran reloj sobre la torre izquierda. En un nicho sobre la puerta principal se veneraba la imagen de Nuestra Señora de Las Nieves, a la que los vecinos de la parroquia iluminaban todas las noches, costumbre conservada hasta nuestros días. Foto de 1885.
La Calle Real del Comercio comenzaba desde la calle 10 y se prolongaba hasta San Francisco. El tranvía de mulas partía del costado norte de la Plaza de Bolívar y seguía por la Calle Real. A la derecha se aprecia el balcón de esquina de la Casa del Florero. Foto de Henry Duperly, 1898.
Texto de: Eugenio Gutiérrez Cely
Sin duda alguna, uno de los testimonios más valiosos con que hoy contamos acerca de la vida bogotana del siglo pasado está constituido por los numerosos escritos que dejaron los viajeros europeos y norteamericanos que visitaron nuestro país y su capital a lo largo del siglo xix , a diferencia de lo que ocurrió en tiempos coloniales en los que el número de visitantes foráneos fue mínimo. Una de las impresiones predominantes de todos estos viajeros y uno de los aspectos que más los sorprendieron fue el extremo aislamiento de Bogotá en relación con los puertos marítimos e inclusive con el resto del país. Igualmente los asombró su altura sobre el nivel del mar, comparable a algunas alturas predominantes de cordilleras europeas. También se refieren los viajeros al aspecto triste y desolador de la ciudad, así como a la lamentable ausencia de árboles debido a la tala inmisericorde de que fueron objeto sistemáticamente por la continua demanda de leña para fines domésticos.
La Bogotá de comienzos de siglo tenía una extensión considerable para su número de habitantes a causa de que las casas eran bajas y extensas, con varios patios y solares, y a que la multitud de iglesias y conventos ocupaban una superficie en extremo considerable. El área poblada de la ciudad comprendía el terreno que se extiende entre las actuales calles 3.a y 24, de sur a norte, y de la carrera 2.ª a la 13, de oriente a occidente. A lo largo de todo el siglo xix, esta área urbana casi no creció a pesar dé que la población se quintuplicó entre comienzos y finales del siglo, como resultado de una utilización más intensiva del espacio urbano gracias a un paulatino achicamiento de las nuevas casas construidas y, sobre todo, a la subdivisión de muchas de las ya existentes. A manera de muestra podemos consignar el crecimiento demográfico de la ciudad entre 1800 y 1905, periodo en que la población pasó de 21 464 a 100 000 habitantes.
En cuanto a la división de la ciudad por barrios o zonas administrativas, éstas coincidían con la división eclesiástica. Consecuentemente, tales sectores eran el barrio de La Catedral, que se subdividía en La Catedral, El Palacio, El Príncipe y San Jorge; Las Nieves, que a su vez se subdividía en los barrios Oriental y Occidental; Santa Bárbara y San Victorino.
La Catedral era sin duda el barrio más importante y exclusivo de la urbe, puesto que en él se concentraban las sedes de las autoridades políticas y eclesiásticas, la mayoría de los templos de la ciudad y las viviendas de las gentes principales. Era también el sector mejor abastecido de agua y el que contaba con casi la totalidad de los establecimientos comerciales y de las casas de dos pisos existentes en la ciudad. El área de este barrio estaba comprendida entre la actual avenida Jiménez y la calle 7.a, por un lado, y las actuales carreras 2.a y 13, por el otro. El barrio de La Catedral era también el primero de la ciudad en población. Aproximándose la mitad del siglo este sector llegó a contar con casi la mitad de la población bogotana.
El segundo barrio en importancia y categoría era el de Las Nieves, localizado entre la actual avenida Jiménez y la calle 24 y las carreras 3.a y 11. Era un sector poblado en gran parte por artesanos y, hacia mediados del siglo, concentraba casi una cuarta parte de los habitantes de la urbe.
El tercero era Santa Bárbara comprendido aproximadamente entre las actuales calles 3.ª y 7.ª y las carreras 3.a y 11. En ese sector llegó a habitar aproximadamente un 16 por ciento del total de la población.
Finalmente estaba San Victorino, ubicado aproximadamente entre las actuales calles 10 y 16 y carreras 11 y 5.ª. Llegó a concentrar algo más del 14 por ciento de los habitantes. Bogotá mantuvo estos mismos cuatro barrios casi sin modificación hasta la penúltima década del siglo.
arquitectura en la primera
mitad del siglo
La arquitectura bogotana de la época era esencialmente modesta ya que dentro de su conjunto, como queda dicho, predominaban las casas de un solo piso y con paredes muy gruesas por temor a los frecuentes temblores. Las primeras innovaciones arquitectónicas de importancia se debieron al empuje y al espíritu emprendedor del antioqueño Juan Manuel Arrubla, a quien puede considerarse como un auténtico urbanizador de esta ciudad. Iniciativas suyas fueron la primera plaza de mercado cubierta que hubo en Bogotá, los cimientos del Capitolio y las galerías de la Plaza Mayor. También emprendió el señor Arrubla obras tan ambiciosas para la época como la remodelación del Palacio de San Carlos que era, cuando lo adquirió Arrubla, la Biblioteca Pública (futura Biblioteca Nacional). El dinámico empresario le compró el inmueble al gobierno, lo restauró en forma adecuada y se lo volvió a vender. Hasta ese momento el gobierno funcionaba en un edificio de la Plaza Mayor que resultó seriamente averiado por los terremotos de 1826 y 1827. Una vez remodelado San Carlos y readquirido por el Estado, el Libertador Simón Bolívar instaló allí la sede del gobierno, así como la residencia presidencial.
Anotaron también los viajeros como hecho curioso la ausencia casi total de chimeneas en Bogotá, no obstante ser una ciudad fría. Sólo las había en los palacios Arzobispal y de Gobierno. Durante mucho tiempo persistió una divertidísima creencia vulgar que atribuía a las chimeneas poderes casi maléficos a causa de que, según se lee en el diario del cronista José María Caballero, el arzobispo Juan Bautista Sacristán falleció como consecuencia de su mal hábito de prender la chimenea y calentarse junto a ella, para luego salir al aire frío bogotano.
A Juan Manuel Arrubla se atribuye también haber empezado a suprimir las incómodas ventanas salientes, peligrosas para los transeúntes, y contribuido a generalizar el uso de cielo y raso, pues en la mayor parte de las casas de Bogotá las vigas del techo quedaban a la vista. Raras eran las ventanas con vidrios y la generalidad tenían postigos de madera y rejas, las que, junto con los balcones, servían de punto de encuentro entre la vida doméstica y la de la calle. En las casas de dos pisos, y particularmente en las de la Calle Real, el piso superior servía de vivienda y el inferior se adaptaba para almacenes, tiendas y talleres. En muy pocas casas se empleaban alfombras y en la mayoría lo común para los pisos era la estera de esparto.
La extrema modestia de nuestra arquitectura civil, lo mismo que de las sedes de gobierno en aquellos comienzos del siglo xix, se hace patente en el hecho de que, por haberse incendiado en 1786 la casa virreinal que estaba situada en la esquina oriental del actual Capitolio, se tomó en alquiler para morada de los virreyes un inmueble común y corriente ubicado en el costado occidental de la Plaza Mayor. En ese mismo sitio operó el poder ejecutivo hasta 1828 cuando, como ya lo anotamos, se trasladó al Palacio de San Carlos. El viajero Mollien, que llegó a Bogotá en 1823 consignó en sus apuntes de viaje el estupor que le produjo oír llamar palacio a una casa común, incómoda y vulgar. Mollien se ocupó en describirla pormenorizadamente expresando su perplejidad por la carencia de estancias y aposentos adecuados, la pobreza del mobiliario y la falta general de dignidad que imperaba en todos los ámbitos de la morada presidencial. Por su parte, el Congreso también carecía en absoluto de un local apropiado para sesionar, por lo cual funcionó durante mucho tiempo en el amplio y espacioso convento de los dominicos situado en la manzana comprendida entre las actuales carreras 7.ª y 8.ª y calles 12 y 13. A propósito, los viajeros Le Moyne y Stewart escribieron que en verdad los únicos edificios sobresalientes y notables en la Bogotá de entonces eran los conventos, la catedral y la iglesia de San Francisco. La catedral era la cuarta que la ciudad tenía en su historia y fue construida entre 1807 y 1823.
Respecto a las plazas, la más importante del genuino corazón de la ciudad era la Plaza Mayor (luego Plaza de Bolívar), en torno a la cual se concentraban la catedral, sedes de autoridades civiles y eclesiásticas, algunas residencias de familias distinguidas y, para completar este conjunto heterogéneo, no pocas chicherías. La plaza era centro de tertulias, especialmente en el llamado altozano de la catedral; en ella desembocaba la Calle Real o Del Comercio y en su espacioso ámbito se celebraba el tradicional mercado de los viernes. Se terminó de empedrar recién hasta 1816 por los prisioneros patriotas a órdenes de Morillo, y el altozano se extendió en 1843 hasta la esquina sur del costado oriental.
La carencia total de parques y jardines públicos estaba holgadamente suplida por los amplios patios, huertos y solares de las casas donde había abundancia de árboles, arbustos y cultivos caseros de hortalizas y otros alimentos. El célebre cronista Caballero cuenta a propósito que en la casa de su madre, situada en el barrio de Santa Bárbara, había un solar con 21 surcos de cebolla, 40 de papa y maíz, dos de arracacha y otros más. Precisamente fue sobre estos huertos y solares, y gracias a la subdivisión de viejas casonas, como se pudieron construir la mayoría de las nuevas viviendas que durante el siglo xix dieron albergue a una población que se quintuplicó, mientras el radio de la ciudad apenas crecía.
Con el incremento de la construcción de casas de dos pisos vino la proliferación de tiendas en los locales del piso bajo que los propietarios alquilaban. El contraste entre los dos niveles no podía ser más agudo. Mientras en el piso alto habitaban con holgura y comodidad los propietarios, en los locales de abajo trabajaban y se albergaban en un hacinamiento nauseabundo los pequeños comerciantes, obradores y artesanos, cuya indigencia los obligaba a trabajar y vivir en el mismo reducido espacio, privados de los mínimos elementos de higiene. Esto, naturalmente, era uno de los factores que más contribuía al desaseo y a la insalubridad de las calles capitalinas.
Buena parte de los propietarios de tales inmuebles eran, desde luego, rentistas parasitarios y holgazanes cuyo único trabajo era el cobro de sus arriendos. Inclusive en la primera mitad del siglo algunos de ellos adicionaron al ya descrito el muy lucrativo negocio de alquilar casas enteras a los viajeros que llegaban a la ciudad, los cuales se veían obligados a incurrir en este gasto desmesurado por carecer entonces Bogotá de hoteles u hospederías. Tal vez la única excepción fue una posada que se anunciaba en el Correo de la Ciudad de Bogotá del 5 de septiembre de 1822. Sin embargo, el oficial sueco Von Gosselman dejó consignada en sus notas de viaje la sensación deprimente que le produjo el referido hospedaje por su oscuridad, carencia de servicios y desaseo.
También era total la ausencia de restaurantes en Bogotá. Sólo había fondas que no eran exactamente un modelo de limpieza e higiene. Así que, quien no comía en su propia casa, se veía obligado a hacerlo en fondas o chicherías. Sobre estas últimas constató el francés Mollien en 1823 que eran numerosísimas.
Un avance digno de destacarse fue la inauguración, en octubre de 1843, del primer club social con que contó la ciudad. Fue el Club del Comercio, constituido por los comerciantes pudientes de la capital y descrito por la prensa de la época1 como un lugar espacioso y confortable dotado de magnífica cocina, finas vajillas y excelentes mobiliarios. En cierta forma la fundación de este club obedeció a la necesidad de los comerciantes nacionales y extranjeros de complementar el rudimentario altozano de la catedral con una sede abrigada y hospitalaria no sólo para su recreación, sino para tratar dentro de un ambiente propicio sus transacciones y negocios.
Todos estos comerciantes tenían situados sus almacenes en la Calle Real del Comercio, hoy carrera 7.ª entre calles 11 y 14, aledaña a la Plaza Mayor, en donde se ubicaban los almacenes mejor surtidos del país en mercancías nacionales y extranjeras. Esta zona de la parroquia de La Catedral era la parte comercial de la ciudad, donde se concentraban todavía a mediados de siglo, además de los almacenes de la Calle Real, los mercaderes y tratantes en pequeña y mediana escala junto con los campesinos en el mercado público, que tenía lugar todos los viernes en la Plaza Mayor, y varias calles dedicadas a actividades económicas específicas, como la calle de la sal, la de los sombrereros, la de los plateros, la de los talabarteros y otras.
El año de 1846 fue de significación histórica para la Plaza Mayor de Bogotá debido a tres innovaciones trascendentales.
- Por iniciativa del presidente Tomás Cipriano de Mosquera se ordenó en ese año la construcción del Capitolio Nacional en el costado sur de la plaza. Al año siguiente se colocó la primera piedra y la obra fue encomendada al arquitecto Thomas Reed. El contratista de los cimientos fue el señor Juan Manuel Arrubla.
- El 20 de julio de 1846 se erigió en el centro de la plaza la magnífica estatua en bronce del Libertador que donó a la ciudad don José Ignacio París y cuyo autor fue el gran escultor italiano Pietro Tenerani. Era el primer monumento público que se levantaba en la ciudad.
- En ese mismo año, don Juan Manuel Arrubla terminó de construir el edificio que ocupó todo el costado occidental de la plaza. La nueva obra, conocida como las Galerías de Arrubla, tenía 103 metros de frente y tres plantas y fue la mejor construcción de arquitectura civil en su tiempo en la ciudad. Hubo allí cafés y almacenes de gran lujo a los que concurría la alta sociedad capitalina. Estas obras alentaron los esfuerzos de autoridades y ciudadanos para erradicar el nauseabundo mercado público pero, como veremos, la saludable iniciativa sólo vino a cristalizar en 1864.
En 1847, el gobernador Pastor Ospina dirigió al Cabildo una comunicación en la que propuso que se orientara el crecimiento de la capital hacia los ejidos de San Victorino, para lo cual el Cabildo debía proceder a demarcar estos terrenos y venderlos por manzanas y solares2. Empero, la corporación no quiso aceptar las inteligentes recomendaciones del gobernador Ospina.
Otro problema que hubieron de afrontar entonces las autoridades fue el de la abusiva apropiación de terrenos públicos por particulares codiciosos que querían usufructuar en su exclusivo beneficio el incipiente crecimiento de la ciudad3. Las medidas que se tomaron para impedirlo casi siempre fueron infructuosas.
LAS “TIENDAS”
Comparando el plano que en 1823 levantó Richard Bache con los que de la capital levantaron Agustín Codazzi en 1852 e Isaac Holton en 1854, la ciudad parecía no haber crecido en esos 30 años, pese a que casi había doblado su población en el mismo lapso de tiempo. La verdad era que sí había crecido. Lo que poco o nada se había extendido era el conjunto de viviendas. Pero las viejas casonas santafereñas se estaban subdividiendo y a mediados del siglo daban cabida a innumerables habitantes que, como ocurre hogaño, habían llegado a la ciudad ilusionados con el espejismo de una vida mejor a la cual, por supuesto, pocos tenían acceso. En numerosas oportunidades, las gentes de la clase media y alta dividían la zona baja de las casas en piezas o “tiendas” con puerta a la calle pero sin comunicación con el interior, como ya lo vimos. De esta suerte, la población crecía pero el número de viviendas prácticamente permanecía estático. Se daba, pues, el caso de convivir en el mismo inmueble gentes aristocráticas y acaudaladas en el segundo piso con moradores misérrimos en el primero. Las diversas clases sociales compartían el mismo espacio urbano, las mismas casas y los mismos barrios. El caso llegó al extremo de que, según el censo de vivienda realizado en 1863, mientras en Bogotá había 2 633 casas, a la vez había 3 015 tiendas, todas las cuales adolecían de las más deplorables condiciones de salubridad4.
Esta situación, aunque dejaba indiferentes a muchos, suscitaba angustia en el ánimo de quienes se preocupaban por los problemas sociales de la capital. El 10 de mayo de 1865, La Opinión publicó un extenso artículo que daba cuenta del estado infrahumano en que sobrevivían los pobres en aquellas infectas madrigueras, contraindicadas aun para albergue de animales, y solicitaba a los beneficiarios de la desamortización de bienes de manos muertas que dedicaran parte de los recién adquiridos terrenos a construir barrios de pobres en los suburbios de la ciudad.
Con la única excepción de Egipto y Las Cruces, donde sus moradores vivían en ranchos pajizos, todos los proletarios capitalinos habitaban en “tiendas” en los cuatro barrios de Bogotá. En 1874, el concejal Justo Briceño presentó al Cabildo un proyecto de erradicación de estos sucios cubiles, en el cual planteaba la construcción, en los alrededores de la ciudad, de pequeñas casas que ofrecieran a sus moradores mínimas condiciones de salubridad. “Acaso debiera —propuso— concederse a los que emprendieran esta clase de obras la exención del pago de contribuciones durante cierto número de años, por el valor de esas fincas, y otras ventajas que se podrán pensar con más detenimiento. Entonces la parte desvalida de la sociedad abandonaría las tiendas (o cuevas) en que hoy está sumergida, y poco a poco se desterraría la costumbre de vivir en tiendas, que es la habitación más molesta, no sólo para el que tiene necesidad de estar en ellas, sino para los propietarios de las casas [donde se encuentran] y para el público en general”5. Por supuesto, era lo último lo que fundamentalmente motivaba la propuesta de don Justo Briceño, pues bien molesto que era para la aristocracia tener que compartir los mismos barrios con la guacherna bogotana.
DESAMORTIZACIÓN Y URBANISMO
Anotaba en 1853 el norteamericano Holton acerca de la opulencia de los conventos bogotanos, que el de La Concepción ocupaba dos manzanas enteras en el centro de la ciudad, y que el consulado de los Estados Unidos se encontraba en la esquina de una manzana que pertenecía también por completo al convento de Santo Domingo, el más rico de la Nueva Granada, donde todas las tiendas y almacenes de los cuatro costados de la manzana eran de su propiedad, así como las casas de dos pisos ubicadas en la calle de San Juan de Dios (actual calle 12 entre carreras 7.ª y 10.ª).
Y en efecto, a causa de los numerosos legados testamentarios que la Iglesia recibía con la condición de que no podría enajenarlos, los llamados “bienes de manos muertas”, la institución eclesiástica se había convertido en el mayor propietario de finca raíz de la capital y, por ello mismo, en un obstáculo de significación para el desarrollo urbano de Bogotá. Esta absurda situación empezó a ser controlada desde la época de las reformas liberales del medio siglo, con la medida de redención de censos y con la ley del 2 de julio de 1853 que anuló la validez de cualquier disposición testamentaria que intentara prohibir o restringir la libre circulación de la propiedad raíz. No obstante, el golpe de gracia a los bienes inmovilizados de la Iglesia lo propinó el general Mosquera con su histórico decreto de 9 de septiembre de 1861, que trasladó todos los bienes de la Iglesia al dominio del Estado para su inmediato remate y puesta en circulación, gracias a lo cual pasaron a poder de los particulares. En Bogotá y la sabana los bienes raíces desamortizados ascendieron a la suma de 3 352 463 pesos, lo que equivalía al 57 por ciento del valor de los desamortizados en todo el país. Y los censos y deudas que gravaban las propiedades, y que fueron también redimidos gracias al mismo decreto, ascendieron a 1 208 253 pesos, el 20 por ciento de los redimidos en toda la república.
Por otra parte, en 1861 todos los conventos y monasterios de Bogotá pasaron también a manos del Estado, con lo cual éste se hizo a las propiedades mejor construidas y más amplias y espaciosas que había en la ciudad. Fueron 10 los conventos y monasterios de los que se apropió el Estado: Santo Domingo, San Francisco, San Agustín, La Concepción, El Carmen, Recoletos de San Diego, Santa Clara, Santa Inés, La Candelaria y La Enseñanza. Ya desde 1819 el gobierno había pasado a ser propietario del convento de los Capuchinos, debido a que estos sacerdotes —realistas furibundos— habían huido precipitadamente en agosto de ese año a raíz del triunfo de los patriotas en Boyacá. Otros dos conventos que en 1861 también se hallaban ya en manos del Estado eran el de Las Aguas, por disolución en 1821 de la comunidad que residía allí, y el de San Juan de Dios, por haberse extinguido asimismo en 1844 la orden de los Hermanos Hospitalarios de ese nombre. La apropiación de dichos inmuebles le brindó al gobierno la magnífica oportunidad de instalar en ellos oficinas públicas, hospitales, cuarteles, cárceles, escuelas y diversas facultades de la universidad. Fue así como numerosas edificaciones que no prestaban servicio alguno a la comunidad capitalina pasaron de un momento a otro a ser utilizadas para fines administrativos, sociales y culturales, pero, al mismo tiempo, al eximir al Estado de tener que construir los edificios que requería para sus funciones, convirtió a Bogotá en una ciudad prácticamente sin arquitectura pública de significación hasta bien entrado el siglo xx.
De acuerdo con la tesis de economía de la Universidad de Los Andes titulada “La desamortización en Bogotá: 1861-1870”, de Sergio Uribe Arboleda, la eficiencia en la capital de los remates de bienes desamortizados fue admirable, pues cerca del 80 por ciento de éstos se efectuaron entre julio de 1862 y febrero de 1865. Según esta misma tesis sólo en el casco urbano de Bogotá los bienes desamortizados pertenecientes a la Iglesia ascendieron a 418 casas, 633 tiendas, 27 almacenes, 13 edificios y 36 solares, en total 1 128 predios de un total de 5 648 existentes en la ciudad, de los cuales 925 se remataron por 1 921 910 pesos.
Como en el catastro levantado en 1863 Bogotá tenía 2 633 casas y 3 015 tiendas, tenemos que para el momento de la desamortización el 15,9 por ciento de las casas y el 21,9 por ciento de las tiendas pertenecían a la Iglesia. Si en este cálculo se incluyen los demás inmuebles, amén de casas y tiendas, la proporción total llega a cerca del 20 por ciento, cifra que aumenta si adicionamos los templos y otras edificaciones que no lograron ser desamortizadas. También según los datos que aporta Uribe Arboleda, los 10 conventos y monasterios poseían 670 predios, el 59 por ciento del total de los predios de la Iglesia en Bogotá.
Los 925 predios que hasta 1870 se habían enajenado en la ciudad fueron adquiridos por 343 rematadores, de 208 de los cuales fue posible establecer su ocupación, resultando que 89 eran comerciantes o negociantes, los que adquirieron 423 predios, o sea, el 61 por ciento de los que adquirieron estos rematadores. De lo anterior se infiere que la mayoría de los predios rematados quedaron en manos de un sector de la población que fundamentalmente los adquirió para ponerlos en circulación, haciendo negocio con ellos. En esta forma la desamortización estaba cumpliendo su objetivo principal, aunque no el de democratizar la propiedad raíz, pues hubo casos como el del abogado y negociante Medardo Rivas que adquirió 26 predios en la ciudad, y otros como Jesús María Gutiérrez y Melitón Escovar que adquirieron 20 predios cada uno, y José R. Borda y Fernando Párraga que adquirieron 14 predios cada uno, entre otros. Sin embargo, para resumir la importancia de la desamortización en Bogotá, baste decir que gracias a ella entró en circulación el 20 por ciento de las fincas raíces de la ciudad, que pertenecían a la Iglesia, cambiando de manos su propiedad y renta, a las que sumadas las propiedades de colegios mayores, escuelas, hospitales y ejidos municipales que también fueron desamortizadas y rematadas, encontraremos que la desamortización de bienes de manos muertas produjo la primera reforma urbana que conoció el país, por lo menos en cuanto a Bogotá se refiere.
Las consecuencias de la desamortización sobre el desarrollo urbanístico de la capital fueron ostensibles desde el primer momento. Inclusive El Bogotano, periódico conservador, reconocía en su edición del 25 de agosto de 1863 que las casas que antes eran de “manos muertas” y que ya habían sido rematadas por particulares, habían mejorado de manera notable en su aspecto y en sus comodidades interiores debido a que los nuevos propietarios, al revés de los antiguos, sí se preocupaban por mantenerlas en las mejores condiciones posibles. El periódico radical La Opinión, del 4 de enero de 1865, exponía argumentos similares y daba testimonio del extraordinario impulso que había recibido la actividad constructora como consecuencia de la desamortización.
Sin embargo, no dejaron de presentarse situaciones pintorescas. Una de las medidas defensivas de la Iglesia a raíz de la ofensiva del general Mosquera contra sus intereses, consistió en aplicar severas sanciones de orden religioso a quienes compraran o tomaran en arriendo inmuebles que hubieran sido de propiedad eclesiástica. Lógicamente no pocos ciudadanos, la mayoría de ellos conservadores, se asustaron ante estas amenazas y se abstuvieron de hacer cualquier negociación con casas que hubieran sido desamortizadas. Por lo tanto, empezaron a leerse avisos como éstos, que aparecieron en el Boletín Industrial, en 1868:
“Se vende una hermosa quinta. No ha sido jamás de manos muertas”.
“Se vende una casa. Sólo en parte fué de manos muertas”.
“Se vende una casa baja. Jamás ha sido de manos muertas”.
No obstante, pese a todo ello, la desamortización llevaba desde el comienzo implícita una tal fuerza renovadora y progresista, que terminó imponiéndose a pesar de todos los prejuicios y temores de orden religioso. Fue realmente apreciable la cantidad de bienes raíces, antaño paralizados, que salieron rápidamente a la circulación. Pero es importante anotar que para dar este gran salto de progreso la desamortización no fue el único factor determinante. Ya desde antes la ciudad venía recibiendo el influjo de los grandes cambios económicos que generó el triunfo del librecambismo, cuya primera consecuencia fue haberse convertido la capital en el primer centro comercial del país. Otros cambios ciertamente revolucionarios como el desestanco del tabaco también contribuyeron, con el correspondiente auge del comercio, a enrumbar esta ciudad por nuevos senderos de progreso. Ya desde 1858 —antes de la desamortización— el cronista Emiro Kastos, al regresar a Bogotá después de una larga ausencia, apuntaba en un artículo cuánto lo había sorprendido encontrar una ciudad que ya comenzaba a despojarse de ciertos resabios pueblerinos heredados de la Colonia y a asumir ciertas actitudes de urbe moderna, tales como la de cambiar las escuetas fachadas coloniales por otras más lujosas y acordes con la riqueza de sus moradores6.
Otro avance urbanístico, anterior también a la desamortización, fue la construcción, terminada en 1859, del primer centro comercial que conoció Bogotá. Se llamó el Bazar Veracruz situado en la Segunda Calle del Comercio (hoy carrera 7.a, entre calles 12 y 13). El historiador Gustavo Arboleda informa que en el piso bajo este centro comercial tenía 18 tiendas con estantes de pino y un almacén en el fondo, equivalente a 3 de esas tiendas; en el piso alto poseía 15 piezas u oficinas menores, un almacén igual a 3 piezas, y un gran salón. “Éste fue el primer edificio que en la capital se destinó a oficinas, muestrarios y expendio de mercancías”.
BOGOTÁ: ¿MENGUANTE o CRECIENTE?
A pesar del auge de las nuevas construcciones, algunos observadores expresaron su preocupación por estar convencidos de que la ciudad no estaba creciendo satisfactoriamente. Resulta interesante en alto grado la polémica de prensa que tuvo lugar en 1865 entre dos cronistas que sustentaban puntos de vista antagónicos sobre este asunto. El primero de ellos, que firmó su artículo con el seudónimo de “Silvio”, se mostraba pesimista y sostenía que la capital tenía entonces los mismos límites de 18077. Por su parte, otro cronista, que usó el seudónimo de “P. C.”, refutó en el mismo periódico a los pocos días a “Silvio” en una nota minuciosa y bien documentada en la cual demostró que la ciudad sí había experimentado algún crecimiento desde la primera década del siglo hasta entonces:
“Una gran parte del barrio de San Victorino que se extiende largo trecho en todas direcciones es enteramente nuevo; a fines del siglo último [este barrio] no pasaba de la iglesia de los Capuchinos… Por el norte llegaba la población hasta el Convento de San Diego, y no existían hace treinta años la multitud de casas que hoy se extienden hasta la Quinta de Tequenusa, y diseminadas por las colinas de San Diego. Por el oriente todas las faldas de los cerros están llenas de casitas que no existían ni en tiempo de la verdadera Colombia, y el camino que conduce de la ciudad a La Peña está, de 10 años a esta parte, literalmente cubierto de casas, humildes, pero que no por eso dejan de ser casas. Por el sur la ciudad llegaba el año de 25 hasta la iglesia de Las Cruces. Hoy se ven esparcidas alrededor de ella en todas direcciones multitud de casas pajizas que forman un verdadero barrio nuevo. Tanto que se ha solicitado ya hace algún tiempo que esa parte se erija en nueva parroquia, como igualmente ha sucedido con la parte que se llama de Las Aguas, por no poder ya atender los señores curas de La Catedral a desempeñar con desahogo su ministerio… Agreguemos aún que una gran parte de las manzanas de la ciudad, aún centrales, eran hace 20 años solares inútiles y baldíos que hoy están convertidos en habitaciones más o menos elegantes y cómodas. Pudiéramos citar por sus nombres más de 20. ¡Cuántas casas no se han hecho de dos pisos! Y si pudiéramos penetrar en las interioridades de las familias, veríamos la mayor parte de las casas no sólo refaccionadas, sino ensanchadas, con nuevas habitaciones, con tramos agregados que no existían, como desvanes y vericuetos abandonados que hoy sirven de cómodas estancias”.
De todas maneras, el hecho es que desde mediados de siglo la ciudad entró en un proceso muy apreciable de remodelaciones, construcciones y apertura de nuevas vías urbanas8. En 1865 fue demolido el célebre Arco de La Tercera que unía la iglesia de ese nombre con el convento de San Francisco. El Arco estaba situado en la actual calle 16 entre carreras 7.ª y 8.ª. Por su parte, el Gobierno de la Unión, presidido entonces por el doctor Manuel Murillo Toro, ordenó vender en remate público parte de los conventos de San Francisco y San Agustín y el área donde se construía el Capitolio Nacional, obra que estaba suspendida desde 18519. Finalmente estos remates no se realizaron. En 1866 el Concejo Municipal ordenó enajenar los bienes raíces pertenecientes al Distrito que habían logrado excluirse de la desamortización, y éstos pasaron en su mayor parte a manos privadas.
Lógicamente a estas alturas se hacía apremiante un código urbanístico, a fin de enmarcar dentro de pautas racionales y técnicas el desarrollo de la ciudad, tan conmovida por las recientes medidas de desamortización. Dicho código quedó implícito en un acuerdo del Cabildo expedido el 15 de septiembre de 1875. Puede decirse que fue éste el primer conjunto normativo con que contó la ciudad para efectos de su crecimiento y expansión. Como antecedente más inmediato tendríamos que citar, además del proyecto que ya vimos de Pastor Ospina en 1847, un plan de ampliación urbanística de la ciudad, también hacia San Victorino, que proyectó el general Mosquera en 1861, y del cual informó así El Colombiano del 23 de noviembre de ese año: “[Está acordada la construcción de dos puentes] que unirán la ciudad con un magnífico plano que por orden del ciudadano Presidente de la Unión se está formando al occidente de Bogotá. Es un pensamiento feliz. Con hermosas plazas, con calles de 16 varas de ancho, inclusas 3 de cada lado para aceras levantadas. Esa nueva ciudad será la obra de pocos años porque todo concurre a favorecer su formación. Quedará dividida de la actual por toda la anchura de la Alameda [actual carrera 13]’’, que será una grande y hermosa avenida”. ¡El general Mosquera también hizo sus pinitos, aunque fallidos, como planeador urbanístico de Bogotá!
En 1875 se produjo el intento de formar la primera empresa urbanizadora privada en la ciudad. Sus promotores empezaron a dar impulso al proyecto en un documento que publicaron en el Diario de Cundinamarca del 24 de agosto de 1874, que es una visión aguda y sagaz de las necesidades y problemas de la capital en esa época:
“[En Bogotá la inmigración constante] ha determinado en el transcurso de 6 años una gran demanda de alojamientos no satisfecha suficientemente. Este hecho ha venido estableciendo un alza creciente en el precio de los alquileres, hasta venir a ser abrumadora… La partida de arrendamiento de habitación, que antes figuraba por 10 en el apremiante presupuesto doméstico, es hoy como 20 y ha causado un grave desequilibrio en la normalidad de la vida. Pero no es esto lo más grave… La cuestión es de… estancamiento de esa benéfica inmigración a Bogotá; de paralización en el crecimiento y progreso de la capital.
”Es quizá Bogotá en las repúblicas de Suramérica la metrópoli de población más reducida, aun comparada con naciones que tienen la mitad de la población de Colombia… Sabido es que la condensación de la población en grandes grupos, en ciudades populosas, es la mejor base para la creación y planteamiento de los usos y comodidades de la civilización moderna, como el alumbrado por gas, los buenos acueductos, el tráfico de carruajes, la policía eficaz, las fábricas, teatros, parques y otros lugares de recreo, etc., por lo que fomentar esa condensación es acercarnos más al goce de estas ventajas tan deseadas, y los habitantes de Bogotá están decididamente interesados en ello…
”En efecto, hay en el centro del área de población hermosos solares y hasta manzanas enteras destinadas por sus dueños a mantener sus caballos, a sembrar el pasto para éstos, hortalizas y frutales y a satisfacer otras comodidades personales casi superfluas, [lo que] causa un grave, gravísimo daño a la ciudad, deteniéndola en su crecimiento y progreso, por estar sustraída esa gran parte del área de la concurrencia para las construcciones de edificios. Es por esta consideración que la ley… ha dispuesto en beneficio de la comunidad… que en casos semejantes se avalúen los solares, se vendan y adjudiquen a las personas que se comprometan a edificar. Esos solares, pues, deben ser enajenados, o mejor dicho, desamortizados, quitándolos del dominio de sus opulentos o indolentes dueños para que, entrando en la libre circulación, vengan a fecundar el progreso de la capital”.
Es este documento un brillante exponente de los intereses de los más activos y emprendedores empresarios de Bogotá, típica burguesía capitalista que tenía una concepción de lo que debía ser la ciudad moderna y que al mismo tiempo deseaba beneficiarse económicamente con el ensanche de la misma. Razón por la cual chocaba con el sector de la élite que monopolizaba la tierra urbana con un sentido de especulación parasitaria e improductiva, desinteresada por convertir ella misma esa tierra, de manera directa, en factor de progreso y de lucro creador de riqueza. Por ello los modernos empresarios solicitaban, ni más ni menos, una nueva reforma urbana que cambiara el concepto de tenencia de la tierra, movilizando ésta en beneficio de los capitales que estaban dispuestos a fecundarla. Fue el primer caso de solicitud de reforma urbana laica que se produjo en el país.
El mismo Diario de Cundinamarca informó el 19 de enero de 1875 acerca de la fundación de la Empresa Popular Compañía Constructora. La nómina de sus accionistas difícilmente podía ser más brillante. En ella figuraban el doctor Santiago Pérez, presidente de la república; el doctor Eustorgio Salgar, gobernador del estado soberano de Cundinamarca; el señor Pedro Navas Azuero, fundador de la Compañía Colombiana de Seguros; Camacho Roldán Hermanos, y los dinámicos empresarios Tomás Abello y Luis María Silvestre. Fue la iniciativa de esta empresa la que motivó al Cabildo de Bogotá para expedir el código urbanístico a que ya hicimos referencia. Sus planes eran ambiciosos y realistas a la vez y sin duda alguna presagiaban un estupendo futuro de progreso para la capital. Desgraciadamente, como en tantas otras ocasiones, la maldición de las guerras civiles cayó sobre este proyecto para malograrlo. En esta oportunidad se trató del conflicto civil de 1876-1877, el cual convirtió la formidable iniciativa de desarrollo en una efímera ilusión.
Para finalizar el aspecto urbanístico de Bogotá en el periodo 1845-1880 mencionemos que en el Almanaque de Bogotá y guía de forasteros para 1867, que editaron J. M. Vergara y J. B. Gaitán, aparece que para fines de 1866 existían en Bogotá 2 720 casas, 3 127 almacenes y tiendas, 32 quintas y 25 edificios públicos diversos. En relación con el censo de vivienda realizado tres años atrás por José Camacho Roldán aparecen ahora 87 casas y 112 tiendas y almacenes más, lo que constituye una tasa de crecimiento anual de 1,10 por ciento y 1,23 por ciento, respectivamente, en la construcción de casas y tiendas en Bogotá, tasa que era inferior a la del aumento de la población para la misma época. Esto da la razón del crecimiento continuo de los arrendamientos y precios de la propiedad raíz en la ciudad de la que informaron los miembros de la Empresa Popular Compañía Constructora.
Por otra parte, según el catastro del estado de Cundinamarca de 1869, que publicó el Diario de Cundinamarca del 20 de noviembre de ese mismo año, en Bogotá existían 266 predios urbanos de valor hasta 100 pesos, 1 631 de 100 pesos a 500 pesos, 686 de 500 pesos a ?1 000 pesos, 2 544 de 1 000 pesos a 10 000 pesos y 63 de 10 000 pesos a 50 000 pesos. Entre estos últimos se encontraban las quintas y edificios públicos que menciona el Almanaque de Vergara y Gaitán, así como las mejores edificaciones del barrio de La Catedral y de la Calle Real, incluido el Bazar Veracruz. En febrero de 1871 se reinició, con nuevas y sucesivas intermitencias, la construcción del Capitolio Nacional, obra que estaba abandonada desde 1851.
Finalizando el siglo xix, la capital no había variado sustancialmente en sus límites urbanos en relación con las postrimerías de la Colonia. Por el sur, el oriente y el occidente eran casi los mismos. Hacia el norte, sin embargo, se advertía ya un cambio que tenía lugar más allá de la Recoleta de San Diego, que era en verdad el límite septentrional de nuestro espacio urbano. Ocurría que lentamente se estaba poblando el caserío de Chapinero, especialmente con casas y quintas de recreo a donde los bogotanos solían acudir a “respirar aire puro”. La línea del tranvía, inaugurada en diciembre de 1884, y la presencia del hipódromo dieron también nuevo impulso al sector. Había en Chapinero un lugar donde a partir de 1892 empezaron a darse cita numerosos devotos. Se trataba del templo de la Virgen de Lourdes, el cual fue inaugurado en ese año. Precisamente en enero de 1892 publicaba el Correo Nacional el siguiente comentario sobre los progresos de Chapinero:
“Chapinero no es ya solamente un lugar de veraneo sino grata y permanente mansión de muchas familias bogotanas que encuentran allí, además de aire puro y agua excelente, elegantes y espaciosas quintas con bellos jardines; casas sólidas construidas con buen gusto; escuelas y colegios de uno y otro sexo, con internado que no dejan nada que desear; restaurantes bien servidos; tiendas de comercio; talleres de artesanos; médicos; boticas; oficina telegráfica; teléfonos; tranvía, bastante mejorado ya; coches; hipódromo, y dentro de pocas semanas habrá también alumbrado público, y no muy tarde, Dios mediante, parque y acueducto”.
Llegó inclusive a pensarse, en el extremo del optimismo y de la euforia, que Chapinero llevaba trazas de convertirse en una gran ciudad independiente que llegaría a rivalizar con Bogotá10. La distinción que desde entonces hacían los capitalinos entre los dos sectores era tan radical que todavía hoy quedan aún bogotanos de cepa que, cuando se desplazan del norte hacia el centro de la ciudad, hablan de “ir a Bogotá”.
Pocas obras en la historia del país han avanzado con tantos tropiezos y a un paso más lento que el Capitolio Nacional. Sólo hasta 1926 quedó totalmente concluido, luego de casi 80 años de iniciado. En 1871 se descubrió que sus cimientos eran insuficientes y que por lo tanto había que reforzarlos para que pudieran soportar el peso de la inmensa mole. Esta grave dificultad fue objeto no sólo de críticas sino de burlas como ésta que apareció en un periódico bogotano:
“En Bogotá, la moderna Atenas, tienen tal afición por las antigüedades, que se han gastado un millón de pesos en la construcción de las ruinas de un Capitolio de arquitectura especialísima”11.
Durante la Regeneración (1880-1900) se llevaron a cabo en la ciudad algunas obras de mucha importancia. En 1882 se emprendió una amplia remodelación de la Plaza de Bolívar y en 1890 se inauguró el Teatro Municipal, estúpidamente demolido en 1951. Fue reconstruido el viejo Teatro Maldonado, el cual quedó convertido en el lujoso Teatro Colón, estrenado para conmemorar el cuarto centenario del descubrimiento de América en 1892. También en 1890 se inauguró una nueva plaza de toros. Lo que sí resulta incomprensible dentro del conjunto de obras de progreso urbano que culminaron en esa época es el cúmulo de críticas que se formularon contra el bellísimo Parque del Centenario, en el sector de San Diego, inaugurado en 1883 para conmemorar el primer centenario del nacimiento del Libertador. Muchos bogotanos recuerdan aún este pequeño y hermoso bosque que desapareció para dar paso a los actuales puentes de la calle 26.
La prensa por su parte no dejó de protestar contra algunos descuidos imperdonables de la administración municipal:
“¡Qué gobernantes tan ineptos! ¡Qué suprema nulidad la de tantos hombres que en esta desdichada tierra pretenden los destinos públicos! Bogotá tiene una población de 100 000 habitantes, y no ha habido un régimen municipal que sea capaz de proveerla de un farol de aceite, o de grasa, o de gas, en cada una de las esquinas de las calles”12.—
Notas
- 1. El Constitucional de Cundinamarca, 29 de octubre de 1843.
- 2. Ibíd., 11 de julio de 1847.
- 3. Ibíd., 24 de septiembre de 1849; y El Repertorio, 23 de abril de 1853.
- 4. La Opinión, 8 de diciembre de 1863.
- 5. Registro Municipal, 22 de octubre de 1874.
- 6. El Tiempo, 18 de mayo de 1858.
- 7.El Símbolo, 17 de mayo de 1865.
- 8. Para el solo año de 1865, véase La Opinión del 11 de enero y del 17 de noviembre.
- 9. La Opinión, 21 y 28 de junio de 1865.
- 10. El Telegrama, 19 de enero de 1894.
- 11. Diario de Cundinamarca, 23 de agosto de 1882.
- 12. Ibíd., 8 de julio de 1882.