- Botero esculturas (1998)
- Salmona (1998)
- El sabor de Colombia (1994)
- Wayuú. Cultura del desierto colombiano (1998)
- Semana Santa en Popayán (1999)
- Cartagena de siempre (1992)
- Palacio de las Garzas (1999)
- Juan Montoya (1998)
- Aves de Colombia. Grabados iluminados del Siglo XVIII (1993)
- Alta Colombia. El esplendor de la montaña (1996)
- Artefactos. Objetos artesanales de Colombia (1992)
- Carros. El automovil en Colombia (1995)
- Espacios Comerciales. Colombia (1994)
- Cerros de Bogotá (2000)
- El Terremoto de San Salvador. Narración de un superviviente (2001)
- Manolo Valdés. La intemporalidad del arte (1999)
- Casa de Hacienda. Arquitectura en el campo colombiano (1997)
- Fiestas. Celebraciones y Ritos de Colombia (1995)
- Costa Rica. Pura Vida (2001)
- Luis Restrepo. Arquitectura (2001)
- Ana Mercedes Hoyos. Palenque (2001)
- La Moneda en Colombia (2001)
- Jardines de Colombia (1996)
- Una jornada en Macondo (1995)
- Retratos (1993)
- Atavíos. Raíces de la moda colombiana (1996)
- La ruta de Humboldt. Colombia - Venezuela (1994)
- Trópico. Visiones de la naturaleza colombiana (1997)
- Herederos de los Incas (1996)
- Casa Moderna. Medio siglo de arquitectura doméstica colombiana (1996)
- Bogotá desde el aire (1994)
- La vida en Colombia (1994)
- Casa Republicana. La bella época en Colombia (1995)
- Selva húmeda de Colombia (1990)
- Richter (1997)
- Por nuestros niños. Programas para su Proteccion y Desarrollo en Colombia (1990)
- Mariposas de Colombia (1991)
- Colombia tierra de flores (1990)
- Los países andinos desde el satélite (1995)
- Deliciosas frutas tropicales (1990)
- Arrecifes del Caribe (1988)
- Casa campesina. Arquitectura vernácula de Colombia (1993)
- Páramos (1988)
- Manglares (1989)
- Señor Ladrillo (1988)
- La última muerte de Wozzeck (2000)
- Historia del Café de Guatemala (2001)
- Casa Guatemalteca (1999)
- Silvia Tcherassi (2002)
- Ana Mercedes Hoyos. Retrospectiva (2002)
- Francisco Mejía Guinand (2002)
- Aves del Llano (1992)
- El año que viene vuelvo (1989)
- Museos de Bogotá (1989)
- El arte de la cocina japonesa (1996)
- Botero Dibujos (1999)
- Colombia Campesina (1989)
- Conflicto amazónico. 1932-1934 (1994)
- Débora Arango. Museo de Arte Moderno de Medellín (1986)
- La Sabana de Bogotá (1988)
- Casas de Embajada en Washington D.C. (2004)
- XVI Bienal colombiana de Arquitectura 1998 (1998)
- Visiones del Siglo XX colombiano. A través de sus protagonistas ya muertos (2003)
- Río Bogotá (1985)
- Jacanamijoy (2003)
- Álvaro Barrera. Arquitectura y Restauración (2003)
- Campos de Golf en Colombia (2003)
- Cartagena de Indias. Visión panorámica desde el aire (2003)
- Guadua. Arquitectura y Diseño (2003)
- Enrique Grau. Homenaje (2003)
- Mauricio Gómez. Con la mano izquierda (2003)
- Ignacio Gómez Jaramillo (2003)
- Tesoros del Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario. 350 años (2003)
- Manos en el arte colombiano (2003)
- Historia de la Fotografía en Colombia. Museo de Arte Moderno de Bogotá (1983)
- Arenas Betancourt. Un realista más allá del tiempo (1986)
- Los Figueroa. Aproximación a su época y a su pintura (1986)
- Andrés de Santa María (1985)
- Ricardo Gómez Campuzano (1987)
- El encanto de Bogotá (1987)
- Manizales de ayer. Album de fotografías (1987)
- Ramírez Villamizar. Museo de Arte Moderno de Bogotá (1984)
- La transformación de Bogotá (1982)
- Las fronteras azules de Colombia (1985)
- Botero en el Museo Nacional de Colombia. Nueva donación 2004 (2004)
- Gonzalo Ariza. Pinturas (1978)
- Grau. El pequeño viaje del Barón Von Humboldt (1977)
- Bogotá Viva (2004)
- Albergues del Libertador en Colombia. Banco de la República (1980)
- El Rey triste (1980)
- Gregorio Vásquez (1985)
- Ciclovías. Bogotá para el ciudadano (1983)
- Negret escultor. Homenaje (2004)
- Mefisto. Alberto Iriarte (2004)
- Suramericana. 60 Años de compromiso con la cultura (2004)
- Rostros de Colombia (1985)
- Flora de Los Andes. Cien especies del Altiplano Cundi-Boyacense (1984)
- Casa de Nariño (1985)
- Periodismo gráfico. Círculo de Periodistas de Bogotá (1984)
- Cien años de arte colombiano. 1886 - 1986 (1985)
- Pedro Nel Gómez (1981)
- Colombia amazónica (1988)
- Palacio de San Carlos (1986)
- Veinte años del Sena en Colombia. 1957-1977 (1978)
- Bogotá. Estructura y principales servicios públicos (1978)
- Colombia Parques Naturales (2006)
- Érase una vez Colombia (2005)
- Colombia 360°. Ciudades y pueblos (2006)
- Bogotá 360°. La ciudad interior (2006)
- Guatemala inédita (2006)
- Casa de Recreo en Colombia (2005)
- Manzur. Homenaje (2005)
- Gerardo Aragón (2009)
- Santiago Cárdenas (2006)
- Omar Rayo. Homenaje (2006)
- Beatriz González (2005)
- Casa de Campo en Colombia (2007)
- Luis Restrepo. construcciones (2007)
- Juan Cárdenas (2007)
- Luis Caballero. Homenaje (2007)
- Fútbol en Colombia (2007)
- Cafés de Colombia (2008)
- Colombia es Color (2008)
- Armando Villegas. Homenaje (2008)
- Manuel Hernández (2008)
- Alicia Viteri. Memoria digital (2009)
- Clemencia Echeverri. Sin respuesta (2009)
- Museo de Arte Moderno de Cartagena de Indias (2009)
- Agua. Riqueza de Colombia (2009)
- Volando Colombia. Paisajes (2009)
- Colombia en flor (2009)
- Medellín 360º. Cordial, Pujante y Bella (2009)
- Arte Internacional. Colección del Banco de la República (2009)
- Hugo Zapata (2009)
- Apalaanchi. Pescadores Wayuu (2009)
- Bogotá vuelo al pasado (2010)
- Grabados Antiguos de la Pontificia Universidad Javeriana. Colección Eduardo Ospina S. J. (2010)
- Orquídeas. Especies de Colombia (2010)
- Apartamentos. Bogotá (2010)
- Luis Caballero. Erótico (2010)
- Luis Fernando Peláez (2010)
- Aves en Colombia (2011)
- Pedro Ruiz (2011)
- El mundo del arte en San Agustín (2011)
- Cundinamarca. Corazón de Colombia (2011)
- El hundimiento de los Partidos Políticos Tradicionales venezolanos: El caso Copei (2014)
- Artistas por la paz (1986)
- Reglamento de uniformes, insignias, condecoraciones y distintivos para el personal de la Policía Nacional (2009)
- Historia de Bogotá. Tomo I - Conquista y Colonia (2007)
- Historia de Bogotá. Tomo II - Siglo XIX (2007)
- Academia Colombiana de Jurisprudencia. 125 Años (2019)
- Duque, su presidencia (2022)
Medicina y beneficencia
Antonio Caballero y Góngora, virrey arzobispo del Nuevo Reino de Granada de 1782 a 1789. Como arzobispo, y con el sólo poder de su inteligencia, dominó la rebelión de los Comuneros (1781). Por el fallecimiento repentino del virrey Juan Pimienta, el arzobispo Caballero y Góngora asumió el virreinato de la Nueva Granada. Apoyó sin reservas la idea del sabio Mutis de crear la Expedición Botánica que, paradójicamente, fue el semillero de ideólogos que hicieron la revolución de independencia. Óleo de Pablo García del Campo. Museo de Arte Colonial, Bogotá.
Passiflora parritae.
Passiflora mollisima.
Passiflora mixta.
Evolvulus.
José Celestino Mutis no sólo revolucionó el mundo de la ciencia en el Nuevo Reino, sino el de la política. La joven inteligencia que aglutinó en su expedición, realizó la revolución de independencia. Mutis fue una figura venerada por todos en razón de sus diagnósticos y sus recetas, además de la bondad de su trato. El sabio alemán Alejandro de Humboldt declaró que hizo el viaje hasta Santafé de Bogotá (1800-1801) sólo para tener el honor de conocer a Mutis.
Passiflora mariquitensis.
Passiflora arborea.
Blakea granatensis.
Meriania speciosa.
Attalea nucifera.
Aiphanes Sp.
Bellucia axinanthera.
Zamina cf. muricata.
Fray Cristóbal de Torres fue el XV arzobispo de Santafé de (1635-1654). Fundador del Colegio Real Mayor de Nuestra Señora del Rosario (1652), quizá la más ilustre institución universitaria en la historia del país. Óleo de Gaspar de Figueroa, 1643. Colegio del Rosario.
Médico y capellán, fray Pedro Pablo de Villamor fundó el Hospital San Juan de Dios e inició la construcción de su primer edificio en 1723, pero murió en 1729 sin verlo terminado. Este hospital fue la primera gran obra social de asistencia pública sanitaria de la capital.
Nacido en Buga en 1776, el sacerdote y médico Vicente Gil de Tejada sucedió en la cátedra clínica del Hospital San Juan de Dios al doctor Miguel de Isla, en 1807, y continuó la formación de médicos hasta 1810 cuando renunció por su lealtad a la corona. Uno de sus discípulos fue el sabio y médico bogotano José Félix Merizalde.
Medida de totuma de la miel para el servicio del estanco del aguardiente del siglo xviii. Pese a la prohibición que pesaba sobre este licor, los encargados del Hospital San Juan de Dios lo recomendaban por sus propiedades desinfectantes.
Diseño de máquinas para obtener aguardiente del siglo xvii. Pese a la prohibición que pesaba sobre este licor, los encargados del Hospital San Juan de Dios lo recomendaban por sus propiedades desinfectantes.
Representación de la Oficina Médica. La doctrina hipocrática de los humores predominó en el periodo colonial.
Don Felipe II, llamado el prudente, fue rey de España de 1556 a 1598. Demostró siempre gran interés y preocupación por el desarrollo material de sus colonias de ultramar. A ello se debe que en 1589 instara el establecimiento en Santafé de un tribunal de protomédicos y examinadores (protomedicato) que verificara la idoneidad de quienes ejercían o practicaban la medicina en el Nuevo Reino de Granada, y les otorgaran las correspondientes licencias.
Ilustración de una botica, donde se expedía toda clase de medicinas de origen vegetal.
La sangría, al igual que la lavativa, eran los principales recursos médicos de la época colonial.
En Santafé la visita de un médico a domicilio revestía un carácter de solemnidad y sólo podía ser sufragada por muy pocas personas.
Doctor Miguel de Isla, ex sacerdote y médico bogotano (1745-1807), fue el fundador de los estudios de medicina en Santafé, en su cátedra del Colegio del Rosario, e instituyó y regentó la cátedra clínica en el Hospital San Juan de Dios durante 11 años, desde 1796 hasta su muerte. Formó la primera generación de médicos criollos y de profesores de medicina. Óleo que se conserva en el Colegio Mayor del Rosario, Bogotá.
Elementos didácticos empleados por los doctores José Celestino Mutis, Miguel de Isla y Vicente Gil de Tejada en sus cátedras de medicina en el Colegio del Rosario y el Hospital San Juan de Dios, entre 1765 y 1810.
La persona que introdujo en Santafé y en el Nuevo Reino la vacuna contra la viruela descubierta por Jenner en 1798, fue don Antonio Nariño, quien hizo en prisión varios experimentos, y el 2 de julio de 1802 inoculó a su sobrino de 9 años, José María Ortega Nariño, con pleno éxito. El grabado anónimo corresponde al libro Origen y descubrimiento de la vacuna. Bogotá, 1802.
Nuestra Señora de los Dolores, Anónimo. Grabado en madera. Bogotá 1806.
Colegial y benefactor del Colegio del Rosario, el doctor José Joaquín de León y Herrera fue también su rector de 1759 a 1763. Óleo de Joaquín Gutiérrez, 1760. Colegio Mayor del Rosario, Bogotá.
El doctor Enrique de Caldas Barbosa fue regente de estudios y rector del Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario en los años de 1667-1668, 1670-1672 y 1680-1682. Óleo de Gregorio Vásquez de Arce y Ceballos. Colegio Mayor del Rosario, Bogotá.
Grabado satírico de Larmessin que representa los hábitos del médico y el cirujano. La medicina era más teórica y dependía de recetas específicas, mientras que la cirugía era una disciplina práctica y por ello se le asignaba un rango inferior.
Grabado satírico de Larmessin que representa los hábitos del médico y el cirujano. La medicina era más teórica y dependía de recetas específicas, mientras que la cirugía era una disciplina práctica y por ello se le asignaba un rango inferior.
Árbol que ilustra las muchas interpretaciones que tuvo la fiebre, el principal síntoma para el diagnóstico de la medicina colonial.
Grabado del siglo xvi que muestra a una mujer a punto de alumbrar, asistida por una partera.
Durante los primeros nueve días de la vacuna, sus efectos se medían por la evolución de distintos granos que aparecían en el brazo inoculado. Al décimo día los granos desaparecían y la persona quedaba inmunizada contra la viruela. Dibujo utilizado en las cátedras de medicina del Rosario y del Hospital San Juan de Dios desde 1805.
En muchos casos la misericordia privada llenaba el vacío de asistencia social que hubo a lo largo de la Colonia.
Santa Rosa de Lima tuvo en Santafé de Bogotá numerosos devotos en los siglos xvii y xviii, uno de ellos el gran pintor de la Colonia, Gregorio Vásquez de Arce, quien pintó este óleo de la santa hacia 1670. Museo de Arte Colonial, Bogotá.
La Escuela Santafereña del siglo xvii, de la que se considera fundador a Baltasar de Figueroa, fue fundamental en el desarrollo de las artes plásticas coloniales y en la formación de las siguientes generaciones de pintores. A esa Escuela Santafereña pertenecieron figuras de la importancia de Gregorio Vásquez; pero también buena parte de los cuadros creados allí no fueron firmados por sus autores y se han quedado sin identificar. Muchos de ellos se exhiben en las distintas iglesias coloniales de Bogotá o en lugares históricos como el Colegio del Rosario y el Palacio de San Carlos, y especialmente en su oratorio. San Carlos ha sido sede de la Biblioteca Nacional, la Imprenta Real, la Presidencia de la República y la cancillería. El cuadro, de autor desconocido, representa a san Francisco de Asís en uno de sus trances místicos.
Calificado como el más grande pintor de la Colonia, el bogotano Gregorio Vásquez de Arce y Ceballos (1638-1711) pintó cerca de 450 cuadros identificados, los que se encuentran en diferentes colecciones privadas, iglesias y museos de la ciudad. Vásquez de Arce y Ceballos llevó una vida en la que la consagración al arte estuvo mezclada con algunas aventuras de corte novelesco, entre ellas el rapto de María Teresa de Orgaz, en el que Vásquez actuó como cómplice de un oidor, por lo cual fue encarcelado. A raíz de su encarcelamiento, entre 1701 y 1703, quedó reducido a la miseria, y aunque siguió pintando, la dura experiencia comenzó a producirle desvaríos mentales que en 1710 lo llevaron a la locura total. Murió un año después. El niño de la espina. Museo de Arte Colonial, Bogotá.
Doctor Juan María Pardo, colegial del Rosario. Fue en 1827 el primer director de la Escuela de Medicina de la Universidad Central, fundada por el vicepresidente, encargado del poder ejecutivo, general Francisco de Paula Santander. La Escuela de Medicina, primera que operó en Colombia con el carácter de facultad, estaba dotada de biblioteca, laboratorio químico y sala de disecciones anatómicas.
Plano de planta del Hospital Militar (1805), el cual, pese a la necesidad que de él tenía la tropa, no llegó a construirse.
Plano de fachada del Hospital Militar (1805), el cual, pese a la necesidad que de él tenía la tropa, no llegó a construirse.
El primer periodista colombiano fue, sin duda, Juan Rodríguez Freyle (1566-1638). Su famoso libro El Carnero es un formidable reportaje sobre la vida cotidiana, social, política, picaresca y de crónica roja de la Colonia. La autobiografía de Rodríguez Freyle fue compuesta con trozos entresacados de El Carnero por monseñor Mario Germán Romero, quien además recopila los distintos conceptos que se han venido emitiendo sobre El Carnero. ¿Es crónica, es historia, es una mezcla de ficción y realidad? Uno de sus editores de 1859, Ignacio Borda, hace al respecto de la obra esta interesante observación: “si bien se ocupa, aunque someramente, de la conquista y colonización del Nuevo Reino, su relación, más que historia, es una crónica de la centuria a que se refiere, donde pinta el carácter de los gobernantes, sus disensiones, abusos y crímenes, hechos todos que de otro modo hubieran quedado olvidados para siempre, como ha sucedido con la mayor parte de los ocurridos de esa época a la presente…”. Retrato de Juan Rodríguez Freyle, óleo de Miguel Díaz Vargas. Academia Colombiana de Historia, Bogotá.
Grabado del siglo xviii, ilustrativo de las farmacias de la época en Europa, que fueron el modelo de las que en forma más precaria se crearon en Santafé de Bogotá.
Los frailes reemplazaron en muchos casos a las autoridades civiles en la atención de los pobres y los enfermos que pululaban por la ciudad.
Detalle de un médico tomando la temperatura del paciente según grabado del siglo xviii.
Grabado que representa la posición del médico y paciente para sostener el brazo y volver el húmero a su posición normal. Ambos grabados pertenecen a textos utilizados en la enseñanza de medicina en la cátedra del Colegio del Rosario.
Los médicos Miguel de Isla, Vicente Gil de Tejada, Juan María Pardo y José Félix Merizalde utilizaron durante más de medio siglo, con mucha eficacia, estas ilustraciones que complementaban los textos de medicina en uso para la enseñanza.
Texto de: Julián Vargas Lesmes
En la época de la Conquista y colonización del Nuevo Mundo, el saber médico y quirúrgico de la metrópolis desconocía los avances y descubrimientos que se habían realizado por fuera de sus fronteras. El conocimiento que se impartía en las universidades (de Alcalá, Sevilla y Osuna, entre otras) estaba supeditado principalmente a la lectura de Hipócrates, Galeno y Avicena. Con el estudio teórico de estos autores durante cuatro años (a cada año correspondía un curso) y después de haber practicado en compañía de un médico aprobado, los alumnos debían examinarse ante un protomédico, antes de serles libradas las cartas de bachilleres.
Entre los cirujanos había dos categorías: la de los latinos, que era considerada como superior puesto que en ella se exigía el dominio absoluto del latín, y la de los romancistas, de formación empírica a quienes se excusaba del conocimiento del latín. En el último nivel estaban los barberos, los parteros de ambos sexos y los curanderos, que por lo general ejercían su oficio en las aldeas. Los barberos, cuya actividad principal era cortar barbas y cabellos, ejercían también otras relacionadas con la medicina. Las más frecuentes eran la práctica de sangrías y la extracción de muelas.
CONOCIMIENTOS MÉDICOS EN SANTAFÉ
Lógicamente, en la capital de este Nuevo Reino de Granada imperaban, agravadas, similares limitaciones en la práctica de la medicina; es decir, que las herramientas con que se contaba para hacer frente a dolencias, plagas, epidemias y demás enemigos de la salud humana, eran tan primitivas e ineficientes como las de muchos siglos antes. Los conceptos fundamentales de la medicina eran básicamente los mismos que prevalecían en España por esa época. Seguían en plena vigencia los conceptos fundamentales de Hipócrates y Galeno. Según la doctrina hipocrática, el organismo humano tenía cuatro agentes activos o “humores”: sangre, flema, bilis negra y bilis amarilla. De acuerdo con la tesis del maestro griego, cada uno de estos humores tenía una complexión: la sangre caliente y húmeda; la flema fría y húmeda; la bilis negra, fría y seca; y la bilis amarilla, caliente y seca. También afirmaba Hipócrates que los tres órganos más importantes del cuerpo —corazón, cerebro e hígado— eran, respectivamente, seco y caliente, húmedo y frío y caliente y húmedo. Un cuerpo normal y saludable tendría entonces abundancia de calor y humedad. Sin embargo, Hipócrates aceptaba que este equilibrio podría variar según las diferentes personas, por lo cual podía haber complexiones esencialmente calientes, húmedas, frías o secas. La salud sería, en consecuencia, el resultado de la buena armonía y adecuado equilibrio entre estas cualidades. Al producirse cualquier desequilibrio vendría el dolor y aparecerían los quebrantos de salud1. De ahí que las principales terapias encaminadas a balancear estos elementos eran las purgas, los eméticos, las sangrías y las ventosas.
A pesar de las limitaciones de la medicina colonial, estas escasas luces estuvieron ajenas en nuestro medio. Por diversas razones, antes del siglo xix no se pudo establecer en regla una cátedra de medicina y mucho menos estructurar un plan de formación académica. Por supuesto, hubo muchos intentos. Desde el siglo xvi los dominicos solicitaron autorización al virrey para que se pudieran establecer estudios académicos. Durante el siglo xvii hubo también amagos que no se concretaron. El médico Enríquez de Andrade intentó iniciar una cátedra de medicina ad honórem pero desistió por diferentes razones.
Con la fundación del Colegio del Rosario, se incluyeron dentro del plan algunos cursos de medicina encadenados a los de jurisprudencia y filosofía. En 1651 los demás cursos habían empezado a funcionar, menos el de medicina “por no haber persona idónea para desempeñarla”. Aún en el siglo xviii se encuentran intentos igualmente frustrados.
En 1733, en momentos en que en Europa ya empezaban a darse pasos decisivos en el camino hacia la medicina moderna, el médico italiano Francisco Fontes, que por extraños designios vino a parar a esta remotísima ciudad, ofreció sus servicios para ocupar la cátedra que se hallaba vacante en el Rosario. La oferta le fue aceptada, pero el italiano hubo de retirarse de ella al poco tiempo al no inscribirse ni un estudiante debido a que la sociedad santafereña consideraba que el ejercicio de la medicina era propio sólo de personas de baja condición social.
Más tarde, en 1760, la cátedra fue ocupada por un personaje llamado Román Cancino quien, aunque no tenía título de médico, sí poseía algunos conocimientos. Más tarde falleció Cancino y lo reemplazó un doctor Juan de Vargas, que regentó una cátedra de medicina elemental en forma irregular y accidentada.
Ya en plena Ilustración, el arzobispo virrey Antonio Caballero y Góngora trató de reestructurar la cátedra de medicina imprimiéndole un carácter más serio y científico. El fracaso de la iniciativa fue total. Por aquella época, ese brillante visionario de la realidad política, económica y social del Nuevo Reino que fue Pedro Fermín de Vargas escribía sobre este tema:
“Es un dolor que habiendo en Santafé tanta cátedra de teología que es muy poco necesaria en estos países, no se haya puesto cuidado en una tan útil al hombre como es la de medicina”.
Resulta pertinente anotar aquí que este concepto fue herencia directa de la España posterior a la reconquista, en la cual los oficios prácticos eran ejercidos por moriscos y judíos conversos (“marranos”) o sus descendientes. En consecuencia, la práctica de cualquiera de esas actividades hacía sospechosos a quienes las ejercían de llevar sobre sí el deprimente estigma de cristianos nuevos. Por el contrario, el cristiano viejo sin mancha de sangre sarracena o judía era guerrero, eclesiástico, letrado o señor de la tierra. En América Latina este menosprecio hacia las actividades prácticas como la medicina, perdió las connotaciones de tipo ético-religioso para adquirir otras de carácter puramente social.
En 1801, cuando ya el Nuevo Reino estaba recibiendo desde hacía varios años el benéfico influjo del sabio Mutis, fue nombrado un sacerdote de apellido Isla para montar y organizar en el Rosario una cátedra seria de medicina. El padre Isla diseñó un plan de estudios de ocho años, destinando cinco para estudios teóricos y tres para práctica. Se introdujeron clases de anatomía, fisiología y patología en un intento por emancipar los estudios de la tradicional tutela hipocrática. El padre Isla llevó a sus estudiantes del periodo práctico al Hospital San Juan de Dios y alcanzó a graduar a siete, con lo cual puede decirse que se iniciaba en firme la actividad profesional en el campo de la medicina en Bogotá.
SITUACIÓN SANITARIA Y REMEDIOS
En nuestra época colonial el conocimiento de las enfermedades atravesaba por un periodo rudimentario y elemental. El diagnóstico médico se hacía a través de la observación clínica de algunos aspectos del paciente: el pulso, la orina, el semblante y el grado de sensibilidad del vientre. Por el pulso se podía saber sobre la condición de uno de los humores: la sangre. Por el olor de la orina, podía diagnosticarse el estado de ese otro humor. Por el semblante y la temperatura se conocía sobre el predominio de la ecuación frío-calor y el tacto del vientre podría mostrar hasta qué punto existía una hinchazón interna o un apostema o una obstrucción.
Hecha la diagnosis, los remedios invariablemente tenían que ver con la dieta, las lavativas, los emplastos y la sangría.
La “dieta”, con diferentes variaciones, estaba orientada a restablecer uno de los principios en la dualidad seco/húmedo. El agua hervida se consideraba cálida y la cruda fría. Muchas veces se recomendaba no beber agua o se recetaba “dieta húmeda”.
La purga era el mecanismo más manido de la medicina. Servía para “sacar los malos humores”, apelando a la farmacopea vegetal o simplemente a la lavativa. Era pues un elemento de limpieza indispensable, de la misma manera en que se consideraba que el estornudo era una “descarga de la cabeza”. Dentro de esta lógica, las diarreas no se atacaban; por el contrario, se consideraban benéficas.
Los emplastos servían para producir externamente focos de frío o calor y para curar dolores internos o externos, por ejemplo, dolores de costado y reumas. El sudor inducido con alimentos calientes o mediante bebidas alcohólicas servía de alivio para crisis internas.
Otro recurso tan socorrido que casi tenía la calidad de una panacea era la sangría. Tan común era que existía un oficio especializado: el barbero y el flebotomiano.
Las hierbas medicinales y los compuestos de origen vegetal tenían usos muy particulares. La mentalidad altamente casuista del español la asimilaba muy bien. Pero en general, un medicamento vegetal se clasificaba según la lógica hipocrática de los contrarios. La viravira es hierba “cálida”, la borraja es “fresca”, el hinojo y el eneldo son de naturaleza “cálida”.
Ante la ausencia de compuestos químicos se usaron extensamente las secreciones naturales: la orina, la leche humana, el estiércol de caballo. A fines del periodo colonial nuestro más ilustre médico, el profesor Mutis, recetaba sudor, montar a caballo y leche de burra.
Con respecto a las enfermedades de las mujeres, según el saber de Valenzuela, éstas se reducían a pocas cosas:
“Todas las enfermedades que sobrevenían como consecuencia del alumbramiento eran denominadas ‘sobreparto’. Las afecciones internas peculiares de la mujer se llamaban ‘mal interior’ y las afecciones crónicas del abdomen cuyas causas eran desconocidas las denominaban ‘obstrucciones’2.
Es forzoso anotar que el ejercicio de la medicina, no sólo en Santafé sino en todo el vasto territorio de las Indias, recibió desde sus comienzos el ingente aporte de las yerbas medicinales que conocían y utilizaban los indígenas de todo el continente.
También en ese aspecto vale anotar que el deplorable grado de atraso no se diferenciaba mucho del nivel medio de la medicina. Sobre la automedicación decía un documento del siglo xvi:
“Se ha visto que los más vecinos y otras personas, por experiencias que han tenido, tienen conocidas sus complexiones y se saben sangrar y purgar con cosas que por experiencia se ha visto ser provechosas, por lo cual algunos enfermos no han tenido necesidad del dicho médico y ha sido Dios servido de darles salud”3.
Dado el hecho de ser la medicina costosa y poco eficiente, los santafereños siguieron por mucho tiempo empeñados en encomendar sus curaciones a la misericordia divina y a su propia intuición y experiencia. Decía otro documento de la época:
“Porque algunos hombres pobres y aún ricos que tienen alguna calenturilla, o un dolor de cabeza, vagidos, una ventosidad, un romadizo o una enfermedad del estómago, pasan sin llamar médico ni gastar botica y con sólo seguir regimiento quedan sanos”4.
Por otra parte, la situación sanitaria fue absolutamente lamentable durante el periodo colonial. Sólo en los comienzos del siglo xix, cuando llegó a Santafé la vacuna contra la viruela, puede decirse que la salubridad pública conoció algún progreso. De esa fecha hacia atrás, el panorama es sencillamente tétrico. Hacia el final de la Colonia escribía sobre este particular el sabio Mutis:
“Si a las calamidades endémicas se agregan los males propios a la humanidad; las anuales epidemias que son comunes a todo el mundo y la inmensa variedad de enfermedades originadas de los desórdenes de los alimentos, bebidas y mal-régimen; reunidas tantas calamidades que diariamente se presentan a la vista, forman la espantosa imagen de una población generalmente achacosa, que mantiene inutilizada para la sociedad y felicidad pública la mitad de sus individuos, a los unos por mucha parte del año y a otros por todo el resto de su vida”5.
La triste verdad era que contra la mayoría de las dolencias más frecuentes de entonces sencillamente no había remedio. Hay un documento muy curioso de 1790 en el que un médico de apellido Froes hizo un recuento en el que clasificó por géneros las enfermedades más frecuentes en Santafé. Desbrozado el diagnóstico, el resultado de las enfermedades fue el siguiente:
I. De género inflamatorio
dolores de costado
anginas
reumatismo.
II. De género humoral
las pútridas: con inflamaciones y sin inflamaciones
las comunísimas
las catarrales
las pituitosas.
III. De género crónico
el gálico
el escorbuto
pocas diarreas.
IV. De género endémico
hipocondrías
cachexias (caquexias)
obstrucciones.
V. Frecuentísimas
hidropesías.
VI. Epidémicas
tabardillo
sarampión
viruela.
A este listado de enfermedades corrientes Mutis agrega otras de tipo endémico. “Las escrófulas, llamadas vulgarmente cotos y las bubas llagas y demás vicios que acompañan al primitivo mal gálico”. Se añaden dos enfermedades “no menos asquerosas” , la lepra y la caratosa, esta última en concepto de Mutis “una especie de lepra judaica”.
Dentro de este cuadro verdaderamente desastroso de salud pública en Santafé y el Nuevo Reino, el sector más afectado era naturalmente el de los indígenas, especialmente afectados por las enfermedades europeas y totalmente desprotegidos. Para el indio no hubo jamás la mínima asistencia médica. Dice un documento de la época:
“Desde que el indio enferma hasta que lo llevan a enterrar no es visitado por su amo, y si entonces sabe que murió, no es porque ha tenido cuenta con él sino porque el cura no quiere enterrarlo sin que le paguen”6.
BOTICARIOS Y BOTICAS
La botica, parte esencial del sistema médico español, fue trasplantada con todos sus rasgos característicos a las Indias. En estos establecimientos existía la tendencia a expender de manera casi exclusiva las llamadas “medicinas de Castilla”. Sus precios eran excesivamente altos por lo cual el Hospital de San Juan de Dios estableció una especie de subsidio para dotar de medicinas a los pobres. También estos altos precios contribuyeron a que se extendiera dentro de la población el uso de yerbas y mixturas medicinales de origen indígena. El oficio del boticario fue reglamentado por la Real Audiencia y se estableció como norma que ninguna receta podría ser despachada sin la autorización de un médico. Sin embargo, en la práctica los boticarios hacían prescripciones como ésta:
“Un boticario mandó para cólico histérico agua de hinojo, clavos piperinos y cataplasmas de ruda y cebollas fritas aplicadas en el vientre”7.
Las boticas estaban por lo general respaldadas por algún convento o por el hospital. Sin embargo, en el siglo xviii empezaron a funcionar las boticas privadas hasta el punto de que en la segunda mitad del siglo hubo protestas por lo que se consideró como una “excesiva” proliferación de estos establecimientos en relación con una ciudad cuya población apenas llegaba a los 16 000 habitantes8.
Podemos suponer que quienes se ejercitaban como médicos en sus casas, componían medicinas para sus pacientes o para el público en general, ya que no existía un severo control. Alfaro, médico curandero, preparaba hacia 1790 sus propias medicinas9.
En 1784 fue incrementado el control sobre las boticas privadas, y empezando el siglo xix, los reglamentos llegaron hasta exigir a los boticarios “asistir a su botica todo el día y noche durmiendo en la pieza inmediata para acudir al despacho de las recetas y poniendo una campana que debe ser atada a la reja misma de la botica para que se sirva de ella el público”10.
Pese a estar prohibido el aguardiente en todo el territorio de las Indias, los médicos y el prior del Hospital de San Juan de Dios solicitaron licencia para vender aguardiente en la botica de la institución con fines estrictamente medicinales. Las gentes creían en el aguardiente, no sólo por las propiedades desinfectantes de este licor por su contenido alcohólico, sino también porque le atribuían numerosas propiedades terapéuticas. El prior, los médicos José de La Cruz y Juan F. Castro y el cirujano Diego de Aguilar coincidían en atribuir al aguardiente notables virtudes contra la erisipela, la esquinancia, las perlesías, los dolores reumáticos, el cáncer y las llagas fistulosas, las gangrenas, los apostemas, los edemas y los estioremas. Además creían en el aguardiente como terapia infalible contra los catarros contumaces y la hidropesía.
A pesar de las seguridades que dieron los frailes de que el aguardiente sería aplicado con fines exclusivamente medicinales, la Real Audiencia se empeñó en mantener vigente la prohibición11.
Contrario a lo afirmado por Ibáñez y Soriano Lleras, la primera botica que encontramos no data de 1631 como ellos afirman. En una lista de compras diarias del administrador de una Casa aparece la “Botica de Gutiérrez” en 1614. Es posible que esta botica sea la misma que encontramos 12 años después. La botica de Pedro Gutiérrez aparece como objeto de una prohibición para que reciba recetas que no sean rubricadas por médicos graduados12.
También se cuenta con datos acerca de la existencia de una botica en la Plaza Mayor (1631), atendida por su propietario, Pedro López, de la que abrieron los jesuitas por esa época y la que necesariamente debía poseer el hospital.
En 1651 aparece identificado el boticario Antonio de Urribarri como un testigo en el juicio sobre el Protobarberato13. En 1763 el Protomedicato Cortés le expide licencia a Juan José Mangue para ejercer como boticario; abrió botica en la parte baja del Colegio del Rosario. En 1763 también funciona la citada botica del Borraes, problamente en la Plaza, al cual lo reemplazó el boticario Salgado a partir de 1771.
En 1767 se trasladó la botica de la Compañía de Jesús al Hospital San Juan de Dios. Para esa época era la “mejor surtida y atendida de la capital” con la obligación de atender a los pobres tanto del hospital como del asilo del Hospicio. Para entonces existían dos boticarios atendiéndola, uno mayor o primero, fray Salvador Delgado, y un boticario segundo, fray Narciso Rico.
Las boticas aumentan a principios del xix. Con la demanda creciente, debió ser objeto de la atención del espíritu empresarial santafereño. En 1807, Jaime Sierra tenía botica en la plaza y al lado una chichería, también de su propiedad. Los dos disímiles establecimientos se comunicaban por una ventanilla abierta en la pared medianera. El Cabildo amenazó con retirarle la licencia14.
EL PROTOMEDICATO
Finalizando el siglo xv, los Reyes Católicos establecieron en España el protomedicato, alto tribunal médico cuya atribución fundamental era la vigilancia sobre el ejercicio de la medicina, y su desvío por caminos poco ortodoxos. En consecuencia, uno de los objetivos fundamentales del tribunal protomédico era la erradicación de toda clase de curanderos, ensalmos, conjuros y brujerías que, naturalmente, iban en grave detrimento de la salud de la población.
El tribunal se componía de protomédicos y los llamados alcaldes examinadores que tenían facultad para examinar y aprobar o rechazar licencias para “físicos, cirujanos, ensalmadores, boticarios, especieros y herbolarios”. Igualmente se les confirió autoridad para intervenir y fallar en pleitos civiles y penales en los que estuvieran implicadas todas las personas que desempeñaran actividades relacionadas con la medicina.
A partir de 1523 estos oficios relacionados con la salud fueron restringidos y el tribunal protomédico se limitó a examinar y autorizar o rechazar a físicos, cirujanos, boticarios y barberos. También empezó el tribunal entonces a ejercer vigilancia sobre universidades como Salamanca y Valladolid que, según se sabía, estaban expidiendo licencias con demasiada largueza.
EL PROTOMEDICATO EN LAS INDIAS
En cuanto empezaron a establecerse autoridades regulares en los territorios de las Indias, la corona española se preocupó por ir estableciendo en los nuevos reinos tribunales protomédicos que cumplieran funciones similares a las de los españoles. Decía una pragmática de Felipe II en 1579:
“Deseamos que nuestros vasallos gocen de larga vida y se conserven en perfecta salud. Tenemos a nuestro cuidado proveerlos de médicos y maestros que los enseñen y curen en sus enfermedades, y a este fin se han fundado cátedras de medicina y filosofía en las universidades más principales de las Indias”.
Cuando se estableció el protomedicato en Santafé hacia 1589, este tribunal vino a llenar un vacío importante por cuanto hasta entonces la atención a la salud de los habitantes de este reino se regía por el más primitivo empirismo. En forma perentoria se legisló en el sentido de que sólo podrían ejercer su oficio los médicos, cirujanos, barberos y boticarios que hubiesen sido aprobados por el tribunal protomédico.
El protomedicato, como toda función pública en la Colonia, contaba con su oficina (o juzgado). El protomédico era asistido por un “escribano” y un “promotor fiscal”. Ésta fue la planta básica en la mayor parte de su historia. Al final del periodo colonial (1806), el “Real Protomedicato”, que residía en Cartagena de Indias, contaba con un protomédico, dos examinadores, un examinador de farmacia y visitador de medicina y boticas, un asesor, un fiscal, un escribano y un portero15.
El escribano era nombrado por el protomédico y debía ser persona “hábil, suficiente y en quien concurrían las partes y calidades que requerían”. En algunos casos era el mismo escribano público y de cabildo. En 1589 fue Juan de Castañeda y en 1566 García de Toraya. Antes de posesionarse, debía hacer el juramento acostumbrado ante el protomédico, teniendo el cuidado de ser “diligente y no cargoso en los negocios”.
El “fiscal” era también nombrado por el protomedicato y “debía averiguar en la ciudad y demás partes de este distrito” por personas que incurrieran en delitos contra la salud. Promovía querellas y denuncias ante el tribunal. Por ejemplo, Diego Serrano inició en 1622 “denunciación y causa contra” Pedro Fernández de Valenzuela, porque supo que curaba de medicina sin ser graduado. Generalmente, una vez se iniciaba la causa el protomédico expedía auto para que dentro de un término presentara los títulos y licencias y en el entretanto quedaba en suspenso para poder ejercer.
El mismo promotor fiscal inició otra causa contra las “muchas personas así hombres como mujeres que contra las leyes reales curan de todas las enfermedades…”. Su celo llegó a solicitar que se visitaran “los curanderos y las curanderas” de las diversas villas y ciudades. Éste era un caso en el cual la iniciativa personal de un funcionario iba en contra del modus vivendi que tuvieron que aceptar las autoridades con los curanderos.
En algunos casos el protomédico comisionaba temporalmente a otras personas, quienes hacían las veces de “tenientes de protomédico”. Esta circunstancia se presentaba cuando se realizaban visitas por fuera de la ciudad, con la facultad para iniciar causas y tornar con los títulos dudosos para que el mismo protomédico dictaminara.
Los primeros protomédicos de Santafé datan de los años iniciales de la Colonia. Entre 1589 y 1773, la ciudad tuvo tan sólo 11 protomédicos, la mayoría de los cuales actuaron en Santafé. La mayor parte mostró certificados de estudios en universidades francesas y españolas. El cargo exigía títulos universitarios, por lo que la mayor parte del tiempo el cargo estuvo vacante. En general, ante las precarias condiciones, las exigencias tuvieron que adaptarse a las circunstancias locales, lo cual disminuía el nivel de exigencias cuando había candidatos. Los nombramientos para optar el cargo de protomédico de la “ciudad y corte de Santafé” eran concedidos principalmente a personas con las suficientes letras, virtud y ciencia en la facultad médica. Eran graduados que mínimamente habían optado el grado de bachilleres (era indispensable para ingresar a la facultad el haber cursado filosofía), y con varios años de práctica. Sin embargo, los protomédicos fueron casi siempre (con excepción de fines del xviii) los únicos médicos graduados existentes en Santafé.
En algunas épocas no hubo en Santafé personas que reunieran los requisitos. En estas épocas extremas se apelaba a personas con “letras” en otros saberes. Se tenían en cuenta sus estudios autodidactas en “tratados de medicina” y su “mucha experiencia” en el arte de curar y en el conocimiento de las enfermedades locales. Así ocurrió con los nombramientos del licenciado Antonio de Cepeda Santacruz en 1646 y el maestro Vicente Román Cancino en 1758, quien había cursado filosofía y optado grados en la Universidad de Santo Tomás.
MÉDICOS Y EJERCICIO DE LA MEDICINA
En cuanto a atención y servicios médicos para sus habitantes, la capital del Nuevo Reino de Granada mostró siempre un dramático atraso frente a las dos grandes capitales del Imperio español en las Indias, vale decir, México y Lima. Estas ciudades contaron con médicos suficientes, mejores hospitales, cátedras de medicina tan avanzadas como era posible en la época y tribunales de protomedicato que nada tenían que envidiar a los españoles. Entre tanto, las carencias de la aislada Santafé en este sentido fueron en extremo agudas y también una constante a lo largo de todo el periodo colonial. Este contraste es explicable si se tiene en cuenta que los pocos médicos que se aventuraban a remontarse hasta Santafé generalmente terminaban lamentándolo y trasladándose a reinos más ricos y prósperos o a su propia patria. El principal factor determinante de este fenómeno fue el tamaño de la población blanca y un nivel muy bajo de ingresos para satisfacer los estipendios de los médicos. Generalmente los que más solían permanecer eran los que venían en las comitivas de personajes encumbrados como fue el caso de don José Celestino Mutis, que vino a Santafé como médico personal del virrey Pedro Messía ?de la Zerda.
La insuficiencia de médicos graduados o “profesores médicos”, como se les llamaba, posibilitó que los habitantes de todos los sectores sociales de Santafé y alrededores, en sus enfermedades y tiempos de calamidad, estuvieran bajo el cuidado de médicos prácticos y curanderos. Se trataba de un grupo compuesto por empíricos, autodidactas y letrados, cuando no eran gentes de oficio semejante (cirujanos, barberos y boticarios), que después de acreditarse en su especialidad, se improvisaron como médicos, recetando a muchos de sus pacientes y amigos. Este conjunto de personas anónimas y muchas veces vergonzantes, llenarían la mayor parte de la historia médica de Santafé.
ESTATUS SOCIAL DE LA MEDICINA
Un conjunto de razones conspiraron contra el bajo desarrollo de la medicina tanto en España como en las Indias, pues esta ciencia no pudo desligarse de una consideración sospechosa en términos sociales. Estuvo en un lugar ambiguo entre una artesanía de alto rango y una carrera universitaria con todo su oropel.
En España, desde temprana época, existían programas de instrucción sobre medicina dentro de los colegios mayores. No constituía una “carrera” en el sentido moderno, pero sí se regentaba una cátedra que servía de requisito para el ejercicio de la medicina al más alto nivel. En tal sentido, los créditos académicos otorgaban un “grado” o un título que avalaba ciertos conocimientos y una práctica médica tutelada. Oficialmente estaba incorporada dentro de los flamantes Colegios Mayores de Castilla. De las cuatro facultades consideradas principalmente (artes, derecho, teología y medicina) en los siglos xvi y xvii, la medicina era la menos valorada. R. Kagan, quien ha hecho la más completa exploración del sistema universitario de esos tiempos, coloca la medicina en la opción académica menos atrayente. En primer lugar estaba, lógicamente, la posibilidad de ser un “letrado” con perspectivas en el clero o en el Estado.
“Los rangos superiores del clero e importantes puestos en la administración real, ambos asociados con riqueza y prestigio social, constituían sin duda la elección preferida del estudiante. Una carrera profesional privada como abogado, a ser posible vinculada a un consejo real, tribunal provincial, catedral, corporación municipal o incluso a los dominios de un noble acaudalado, figuraba posiblemente en segundo lugar, en tanto que el ejercicio d e la medicina o maestro de escuela ocupaban un pobre tercer puesto”16.
Como ya lo anotamos, la aberrante discriminación de que era objeto la medicina en España en cuanto a su rango social y profesional, se trasladó sin variaciones a estos reinos. Precisamente, a propósito de esta disparatada situación, el prolijo cronista Ibáñez censura las “falsas ideas que reinaban sobre distinción de clases sociales y que hacían mirar la práctica de la medicina como vulgar y baja, a tal extremo que los jefes de familia impedían a sus hijos, con limitadas excepciones, que se dedicaran a esta noble profesión”17.
EL PRIMER MÉDICO PÚBLICO
A mediados del siglo xvi era tal la penuria económica de esta capital y su necesidad apremiante de un servicio médico regular, que los vecinos decidieron aprovechar el acontecimiento insólito de haber llegado por cuenta propia a Santafé el licenciado en medicina Francisco Díaz para hacer entre los más acomodados una colecta que les permitiera remunerar al médico por sus servicios a aquellos que hoy llamaríamos los “abonados”. El Cabildo coordinó las contribuciones y en primera instancia se hizo al médico una oferta de 500 pesos por sus servicios. Díaz rechazó la oferta por parecerle muy baja y como consecuencia de ello los vecinos pudientes la elevaron a 800 pesos. Esta alza determinó que el contrato se formalizara finalmente en enero de 1562 por el término de un año. En virtud de dicho contrato, el médico se obligaba a “servir a los vecinos y moradores de esta ciudad y a sus indios y servicio”18. Lo insólito de este caso consistió en que al terminar el contrato y proceder el Cabildo al cobro de las contribuciones a que cada uno se había obligado, los vecinos, no obstante haber recibido los beneficios de la atención médica, trataron de negarse de manera empecinada al pago de las cuotas, alegando toda clase de argumentos peregrinos para “poner conejo al médico”. Sin embargo, el Cabildo, cuyos miembros se encolerizaron ante la tacaña actitud de los santafereños, ordenó al alguacil de la ciudad, Alonso Serrano, el cobro de las contribuciones en un documento en que le decía que “de acuerdo con el repartimiento requiráis a las personas contenidas y a cada una de ellas que luego den y paguen los pesos de oro contenidos y señalados y que si luego no obedecieren ni pagaren les sacad prendas y se den al licenciado Francisco Díaz, médico por razón de un año que ha servido a esta ciudad”19.
Con grandes dificultades tropezó el Cabildo para hacer efectivo el recaudo de las cuotas. Finalmente lo consiguió completo pero, como era de esperarse, el engorroso litigio terminó por arruinar el primer intento de establecer un servicio médico regular en Santafé gracias a la avaricia y a la ceguedad de sus habitantes.
PANORAMA CUANTITATIVO DEL EJERCICIO MÉDICO
Sobre el censo médico que registra la más completa muestra elaborada para Santafé, presentamos un primer perfil del ejercicio médico. El número total de médicos censados suma 58, lo cual incluye toda la información en fuentes secundarias disponible más una porción substancial de datos rastreada en el Archivo Nacional. En el cuadro sobre la distribución de la muestra por siglos puede verse el número creciente de médicos que ejercían en Santafé.
En igual forma se destaca que la mayor proporción de los médicos que ejercieron en Santafé tuvieron como única formación la práctica. Esta afirmación es válida para el 59 por ciento de los casos. El resto pudo mostrar alguna acreditación sobre estudios realizados. Este primer balance no revela el verdadero nivel académico de los médicos.
Confirmando una apreciación cualitativa, puede verse en las cifras de formación que el siglo xvii fue el más laxo en el ejercicio de la medicina. La proporción de médicos empíricos actuantes está sobre el 65 por ciento. El siglo xviii, a pesar de aumentar en términos absolutos el número de médicos graduados, en términos relativos no disminuye apreciablemente la proporción de la práctica empírica. Los más famosos curanderos de Santafé pertenecen a este periodo.
Otro rasgo dominante de la muestra se refiere al origen de los médicos. Santafé estuvo, por razones institucionales y de competencia profesional, privada de un sistema propio de formación médica. La poca estima en que tuvieron los patricios santafereños a la profesión médica inhibió el que sus jóvenes hicieran estudios en España u otras ciudades de las Indias (Lima, México). Como resultado, una bajísima proporción de los médicos registrados era de origen criollo. Para todas las épocas, tan sólo siete de los 49 médicos de los cuales se tiene información sobre su procedencia nacieron en Santafé (14 por ciento).
Durante los siglos xvi y xvii la casi totalidad de los galenos provienen de España (un 85 por ciento de los casos). De ellos, una casi despreciable proporción es santafereña. El panorama cambió un poco para el siglo xviii. La diferencia es la diversificación de su origen sin que aumente mucho la porción de médicos locales. En esta época las universidades de España se vieron sobrepasadas por otros países de Europa y otras gobernaciones de las Indias en la oferta de médicos. Esto se refleja en Santafé: tan sólo cuatro médicos provienen de España. En cambio, aparecen médicos de Francia, Portugal y hasta Dinamarca. Entre los países indianos el Ecuador tiene la mayor representación. Panamá y Perú también aparecen como aportantes de médicos. Sin embargo, en esta época Santafé aumenta su participación al 20 por ciento.
Muy a finales del periodo colonial Santafé tiene una rudimentaria cátedra de medicina que le permite preparar sus primeros galenos. Además autorizan el ejercicio médico de manera arbitraria.
LA PRÁCTICA MéDICA
La medicina privada fue la forma principal de práctica médica. El Hospital San Juan de Dios, como foco receptor y aglutinador de los principales recursos humanos o como dispensador de recursos médicos, sólo empezó a ser importante hacia mediados del siglo xviii. Antes de esta fecha la práctica médica sólo se ejerció en forma de contacto cercano con el paciente, tanto por parte de médicos graduados como de curanderos y otros empíricos.
Los médicos graduados, así como los que no lo eran, se iban ganando la confianza de sus pacientes, fortaleciendo relaciones personales por distintas vías y, por supuesto, cultivando su prestigio mediante curaciones evidentes y reconocidas. La competencia era dura debido a que el espacio con que los médicos contaban para ejercer la profesión era reducido por el escaso número de familias que había en Santafé con la solvencia suficiente para pagar adecuadamente. Esta situación dio lugar a numerosos pleitos y querellas entre los médicos que ejercían en la capital. Un ejemplo es el del cirujano de formación empírica, Juan de Tordecillas, que llegó a Santafé a comienzos del siglo xvii y fue víctima de varias acusaciones por ejercicio chapucero de la profesión. En una oportunidad fue denunciado por haber causado la muerte de una distinguida vecina de la ciudad a quien, según sus acusadores, había aplicado un parche con cierto ungüento que le causó hinchazón y trabazón de la lengua y la llevó a la tumba20.
LA VISITA MÉDICA
La atención médica a los pacientes se ejercía a través de dos prácticas que eran las que marcaban la diferencia entre los rangos sociales y económicos de los pacientes. Los enfermos que contaban con buenos recursos económicos solicitaban la visita del médico a sus casas y la recibían con prontitud. Al revés, los pobres acudían al domicilio del médico en procura de alivio para sus males. Existía también la consulta por correspondencia, que consistía, como su nombre lo indica, en que los pacientes dirigían una misiva al médico exponiéndole las características de sus achaques y recibían a vuelta de correo la respuesta con las indicaciones pertinentes.
La visita del médico a la casa del paciente era todo un rito y se manejaba con los rasgos y características de tal. Así la describe el historiador Antonio Martínez Zulaica:
“La visita médica era casi una ceremonia litúrgica con ribetes mágicos. La familia del enfermo entraba en intensa actividad antes de la llegada del galeno. Limpieza, cambio de cortinas, sábanas, servilletas y manteles, quitada del polvo de butacones. Por todos los rincones se esparcían esencias que alejaran hedores propios de la enfermedad. Sobre una mesa se colocaban frutos para que saciara su sed el médico. Y sobre otra, recado de escribir, para las prescripciones que iban a salvar al doliente. Llegaba el doctor; solemne hierático: calzón de paño negro a media pierna, zapatos de pana con hebillas piedra, casaca y chaleco de terciopelo; pendiente desta última, una gruesa cadena de plata con hermosísimos sellos y guantes finos de gamuza. Guantes que no se quitaban ni para examinar al enfermo: Le ordenaba sacar la lengua, y al mirarla hacía un gesto extraño, cabalístico, que ponía a la familia en trance; le tomaba el pulso, de nuevo un gesto enigmático; pedía los orines y los olía, los acercaba a una ventana y los veía a través de la luz, agitaba el frasco, volvía a oler… tocaba la frente del enfermo… al final se dirigía a la mesa con papel y pluma, escribía sus ‘récipes’, miraba al techo de la casa… y por último recibía de la familia agradecida un ágape, un refrigerio, unas frutas, una copa de vino español cuando lo había o de mistela casera… extendía la mano y cobraba… pero también dictaminaba, era el momento culminante ‘es flojo de los humores bajos’, ‘es la sangre espesa’, ‘son las emanaciones del hígado’, ‘es la espesura de la orina’”.
No hacía nada que beneficiara al enfermo, pero la familia quedaba dulce y patéticamente agradecida.
ESTIPENDIOS
Durante la época colonial no hubo regulación de tarifas por servicios médicos, aunque finalmente fueron establecidas en la práctica según la capacidad económica de los pacientes. Las autoridades coloniales trataron dentro de lo posible de que el cobro de los emolumentos se adecuara a dicha capacidad, llegando inclusive a la prestación de servicios gratuitos para los pobres de solemnidad.
No se ha encontrado un arancel del Cabildo para épocas de normalidad. Sin embargo se cobraba en una cierta escala que se consideraba la usanza y el precio preciso se arreglaba según el caso y la disponibilidad monetaria del paciente. Las curas privadas eran caras. Don Manuel Alfaro, en 1791, cobró 140 pesos “por el importe del trabajo personal en 185 visitas diarias y dobles en el discurso de cinco meses que le ha asistido para la curación de las enfermedades que padece”, más la cura adicional de un sobrino21.
En 1795, Honorato Vila, en una declaración al Cabildo sobre los estipendios que cobraba, afirmó seguir las directrices del protomedicato de Barcelona. Cuatro reales por visita a los pudientes, a los pobres la mitad y nada a los pobres de solemnidad. El valor de la consulta era de cuatro pesos, y el doble de esta tarifa para los trabajos nocturnos. Habría que tener en cuenta que un artesano corriente ganaba al año entre 30 y 45 pesos. Según Soriano Vila, fue el primer médico que visitó a sus enfermos a caballo y fijó el precio por visita. Hizo buena fortuna en Santafé y regresó satisfecho a España22.
Al final del tratamiento el médico pasaba una cuenta del siguiente tenor: (siglo xviii)
Señor Juan Ramírez
M. (uy) S. (r.) Mío
A su recomendada enferma la asistí veintidós días a cuatro días a cuatro reales visita, cuyo importe es de once pesos. La medicina que para la dicha se llevaron tiene un costo de cinco pesos y medio, ésto es, haciendo equidad.
D. (ios) G. (uarde a) V. (uesa) M. (erced) Desta su casa, Santafé y Nov. 11 de 1791
José Antonio Rojas
SALARIOS
No eran muchos los cargos remunerados con salario fijo accesibles para un médico. En el siglo xvi los sueldos llegaron hasta 800 pesos anuales; en el xvii oscilaron entre 350 y 1 000 pesos, siendo los más altos los asignados a los protomédicos. En el siglo xviii, como un caso excepcional, don José Celestino Mutis devengó 1 200 pesos, que fue el salario más elevado que percibió médico alguno en Santafé durante el periodo colonial.
En casos de tratamiento los estipendios médicos se cobraban al final. Por estas razones, muchos de sus enfermos morían debiendo grandes sumas a los galenos; en otros casos, se declaraban insolventes, causa del gran número de litigios que se presentaban. Los médicos demandaban las testamentarias o transaban una cifra intermedia con sus dolientes. Manuel Alfaro demandó ante el alcalde ordinario la testamentaria de Andrés Mendoza. El juicio por 140 pesos se inició en 1791 y terminó cuatro años después. En el entretanto también se murió el hijo y el médico terminó en la cárcel. Esto muestra los largos y tortuosos caminos que seguían las reclamaciones de un médico en sus tratamientos, que en la mayoría de los casos terminaba en la muerte del paciente23.
Las condiciones que hacían necesaria la medicina práctica no cambiaron durante el siglo xviii. En 1792 la Real Audiencia falló defendiendo los derechos de “curanderos y curanderos rústicos”, que desde luego “no están recibidos”. Según el veredicto dado se reconoce la legitimidad de cobrar aún sin cumplir los requisitos teóricos para el ejercicio de la curandería.
Muchas veces el lugar ganado dentro de la clientela santafereña era impugnado por médicos con mayores credenciales e influencia. Los curanderos esgrimían repetidamente un argumento valedero: por su práctica conocían, como no lo podía garantizar ningún título de universidad, las condiciones específicas del lugar y las enfermedades corrientes. Es decir, un conocimiento adecuado a América, al Nuevo Reino. En un litigio un cirujano práctico aducía en 1626:
“Y por supuesto la exercen hombres no graduados pero más fácilmente podrán exercitar la medicina de manera que para hacer por las razones dichas no ay tanta necesidad de grados, ni la disposición de la tierra ha dado hasta agora lugar a ello…”24.
Más adelante se refería a la suficiencia de la práctica en materia de conocimientos de medicina:
“… de suerte que teniendo un hombre razonable ingenio o y conocimiento de las enfermedades por pulso y orina y relación de los enfermos, y otras señales que cada enfermedad tiene, y conociendo la calidad de los simples y compuestos y la dosis, y cantidad, es cosa facilísima curar de medicina y mucho más de cirugía que es una de las dos partes sin dar pociones y citar por lo qual la cirugía es muy noble más antigua, más dificil, más cierta y más menesterosa”25.
Un elemento primordial de la práctica médica y especialmente de la aceptación era la dedicación al paciente en términos de su asiduidad e intensidad en las visitas. Un médico sin grado argumentaba que más valía la frecuencia de las visitas que los grados. La visita llegaba más a la parte sicológica del paciente, y eran en estos actos con los que se ganaban el corazón y el alivio de la bolsa en aquellos tiempos.
LA MEDICINA COMO SERVICIO PúBLICO
El gobierno municipal debía enfrentar como uno de sus deberes el proveer a sus moradores con los servicios básicos de medicina. Desde la misma fundación de Santafé se observará al Cabildo haciendo esfuerzos por recolectar los arbitrios suficientes para costear un médico de planta en la ciudad.
Durante el siglo xvi se realizó tal procedimiento bajo el interés generalizado de la población. Como vimos, contribuyeron los vecinos más prominentes. A partir del siglo xvii, cuando Santafé pudo sostener al menos un médico para las capas altas, el problema adquirió un tinte social. Dado que la forma de práctica era privada y restringida, el Cabildo hizo el esfuerzo por sostener un médico público, que igualmente atendiera a los pobres e indígenas.
Francisco Díaz, licenciado en medicina, haciendo los descargos sobre su situación de médico de la ciudad, afirmó:
“… por las leyes y pragmáticas de vuestros reinos está dispuesto y establecido por lo que toca a la buena gobernación y decoro de vuestras ciudades que en ellas y en cada una de ellas haya médicos y boticarios los cuales faltando han de ser traídos con salarios moderados conforme a la calidad de sus grados y letras… pero los otros pueblos y aldeas de menor suerte y calidad los suelen siempre y acostumbran tener repartimiento por cabezas”26.
La medida estaba noblemente enfocada a ampliar la posible cobertura de los servicios médicos, que incluyera a personas no solventes y que no estuvieran en condiciones de costear las consultas privadas.
Esta primera forma de medicina social tuvo muchos tropiezos y poca efectividad. La lamentable situación financiera del Cabildo hizo muy difícil que se sustentara un médico con las rentas de propios. El recurso más socorrido fue apelar a contribuciones públicas (suscripciones) solicitadas a los vecinos pudientes de la ciudad y, desde luego, a las corporaciones religiosas.
Estaba sobrentendido por los códigos éticos de la medicina que sus practicantes deberían curar a los pobres y asistir a los enfermos sin pecunio. En algunos casos, médicos diligentes cumplían tales normas o hacían gala de cumplirlas. Antonio Cepeda Santacruz, sacó a relucir en 1652 los méritos en este sentido para hacer una solicitud al presidente:
“… y porque yo a más de 30 años que asisto en esta ciudad sin salario curando a los vecinos de ella, y sin salir aunque soy llamado para otras con salarios por no faltar en los tiempos de mayor necesidad, asi de pestes que de veinte años [hace referencia a la epidemia de viruelas de 1633] a esta parte han sobrevenido como es notorio, ocupándome a visitar a los indios de la Real Corona en estos dichos tiempos, sin llevar salario aunque se me ha señalado como lo certificaron en caso necesario los jueces oficiales reales y hecho demás de estos memorias y despacho de medicinas a las partes más lexos de esta jurisdicción…”27.
Debe anotarse también que la escasez de médicos con un auténtico nivel profesional en Santafé dio lugar a que las autoridades competentes tales como la Real Audiencia y los tribunales del protomedicato mostraran una evidente laxitud frente a toda forma de curandería empírica. Expidieron licencias de ejercicio a numerosos empíricos tales como cirujanos, barberos, curanderos y otros, debido a que sólo con ellos fue posible muchas veces llenar el vacío que dejaba la ausencia de médicos genuinos.
LITIGIOS Y FUNCIONAMIENTO DE LA MEDICINA
El ejercicio de la medicina en Santafé dio lugar a prolongados y enojosos litigios, muchos de los cuales transitaron largos años por diversos despachos burocráticos sin llegar finalmente a ninguna solución. Se dio a menudo el caso de conflictos entre médicos recién llegados a la ciudad y aquellos que, por poseer una mayor antigüedad, tenían cierto monopolio sobre la clientela. Un indicio de esta situación se da en 1605, cuando el doctor Lope San Juan de los Ríos inició un proceso contra el protomédico de la ciudad, licenciado Álvaro F. Auñón, por haber concedido indistintamente títulos a muchas personas sin los requisitos dispuestos por las leyes y sin tener facultad para ello. Al parecer del doctor Ríos, sólo fueron concedidos por interés y por los recaudos que por ello se percibían “de lo cual ha resultado notable daño en esta República y reino…” ya que “… hay muchas personas que con poco temor de Dios y de sus conciencias curan así indiferentemente de medicina como de cirugía sin ser graduadas…”28. Por lo que suplica se mande “a todas las personas que curan en esta ciudad muestren los títulos y recaudos para ello dicen tener y los que no fueren suficientes declararlos por tales se les ponga y lleve la mayor pena…”. Esta solicitud fue acogida por el real acuerdo, ordenando por auto que el licenciado Álvaro de Auñón y personas que tuvieren títulos librados por él los exhibiesen “dentro de tercero día”.
Cuatro días después de iniciada la causa y sin haber sido notificados de la petición anterior, de la que ya tenían indirecto conocimiento, después de algunas averiguaciones, el cirujano Juan de Tordecillas y el boticario Diego de Ordóñez denunciaron al doctor de los Ríos, porque “… sin estar graduado de bachiller de medicina con examen requerido por la ley real y sin haber presentado ni examinado por el protomédico y examinadores, ni haber practicado los dos años, ni cumplido con los demás requisitos que las leyes piden, ni haber presentado sus títulos al Cabildo de esta ciudad… se ha tenido y tratado en ella como médico, haciendo curas con grave peligro de los pacientes…”29. Igualmente piden, como recurso que está en su derecho, se declare por no médico y se aplique con rigor la ley para que no pueda curar y “… por las hasta agora hechas le concede en las más graves penas… en seis mil maravedises por cada cura y a ocho años de suspensión en el oficio…”.
A partir de allí y por más de 20 días se dan nuevos cargos y descargos, solicitudes y acusaciones de las que minuciosamente se toma registro y en las que ambas partes tratan de invalidarse mutuamente. Para el doctor de los Ríos los cargos en su contra sólo iban dirigidos a “perjudicar su autoridad y a fin de que no siga la demanda, en razón de que no exhiba títulos…”, caracterizando a sus opositores como gente que no “sabía nada de grados”. Éstos, por su parte, reafirman su posición manifestando que “no es suficiente recaudo el haber presentado la carta de doctor por la Universidad de Sevilla para poder curar… y como no lo ha exhibido se infiere que no lo tiene…” Las acusaciones suben de tono. El primero solicita que un alguacil compela a sus contrincantes a que exhiban sus títulos; los segundos a que se suspenda en el oficio y que se nombre procurador con señalamiento de estrados.
El cirujano y el boticario instan al tribunal para que se condene al doctor por haber confesado no poseer “los recaudos de haber practicado con médicos expertos, ni aprobación alguna de Protomédico”. Después de un minucioso estudio de la causa la Real Audiencia determina salomónicamente que el “licenciado Álvaro de Auñón use el título de protomédico en cuanto a examinar y dar títulos de curar y en los demás pedidos por ambas partes, no a lugar por aora”30.
CIRUJANOS, BARBEROS, PARTERAS Y CURANDEROS
Como ya lo vimos, el vacío producido por la escasez de médicos de formación científica dio lugar a la proliferación de diversas clases de empíricos que, a través de observación cuidadosa de las tradiciones, de su propia experiencia y del conocimiento de la medicina popular, llegaron a adquirir una relativa capacidad para hacer frente, con medios muy precarios pero de alguna efectividad, a las enfermedades que padecían sus contemporáneos. Los curanderos llenaron a su manera ese vacío durante casi toda la Colonia, hasta mediados del siglo xviii cuando se inició su decadencia y la pérdida gradual de su prestigio debido al auge de la medicina científica, impulsada por la Ilustración y de la cual fue uno de sus abanderados el sabio José Celestino Mutis, quien lanzó una verdadera ofensiva contra las prácticas de los curanderos en documentos como éste:
“… Así se advierte que en las estaciones de algunas sobresalientes epidemias, especialmente las de disenterías, sarampión y viruelas, fatigados y rendidos los médicos sin tiempo ni fuerzas para consolar y asistir debidamente a la muchedumbre popular, se entrega ésta por necesidad y sin arbitrio de poderlos contener el gobierno, a los Orenes, Alfaros, Avilas y Muñoces, [curanderos todos], que cometen con desenfreno sus absurdos a la sombra de otras curaciones prodigiosas que les atribuye la ignorancia”31.
Los curanderos eran por lo general personajes sin ninguna formación intelectual seria y de un nivel social entre medio y bajo. Sin embargo, hubo algunas excepciones a este perfil general.
Pedro Fernández de Valenzuela (aprox. 1622), uno de los más conocidos, es un caso atípico. Miembro de una familia de la élite, su hermano Fernando fue presbítero y literato y muy cercano a la alta jerarquía eclesiástica. Siendo cirujano pretendió curar y curó “de médico” en Santafé y escribió algunos de los escasos “tratados” sobre medicina. Su semblanza física aparece en uno de los tantos juicios en que se vio involucrado:
“… Pedro Fernández de Valenzuela, cirujano natural de Ciudad Rodrigo en los Reinos de España que es un hombre mediano de cuerpo, barbirrojo, algo tartamudo, con una señal de heridas en la palma izquierda…”32.
Domingo La Rota (aprox. 1790) es un ejemplo de curandero genial dedicado a diferentes oficios y encantador personaje de Santafé. Originalmente estudió teología en el Colegio Mayor del Rosario. Se anunciaba como “literato, relojero, platero, barbero, dentista, médico sangrador y partero”. Su inquietud intelectual se manifestó en escritos sobre sus diferentes “profesiones”. Escribió un Devocionario para la Corona de la Divina Pastora y un Trisagio en 10 espinelas.
Después de automedicarse y experimentar consigo mismo y de ilustrarse en lecturas propias de Pomme, Solano de Luque, empezó a tener conceptos propios en cuanto a medicamentos. De su práctica médica quedó una relación, minuciosa como pocas, de los casos que trató. Los llamó “los casos felices y auténticos de medicina que enseña a curar males graves con simples medicamentos”33.
Los curanderos fueron siempre hombres, con la única excepción de una mujer que ejerció este oficio y que fue conocida como “la comadre Melchora”. Habitaba en el barrio de Las Nieves, llegó a hacerse a una numerosa clientela y su repertorio de terapias era muy simple: se limitaba a ciertos cortes de cabello, baños de agua fría y mixturas frías a base de pollo.
Como el arte de la curandería estuvo siempre a la defensiva debido a la guerra incesante que tuvo que librar contra los representantes de la medicina ortodoxa, sus únicas armas eran los éxitos obtenidos en la curación de enfermedades, especialmente cuando los pacientes eran desahuciados por los médicos y apelaban en su desesperación a los curanderos.
A pesar de la arremetida de la Ilustración, no desaparecieron del todo como consta en el siguiente aparte de la relación de mando del virrey Ezpeleta:
“No obstante, sobran en él muchos infelices ?curanderos que yo he procurado desterrar, pero no ?ha sido fácil, porque prescindiendo de las precauciones del vulgo, al fin estos médicos supuestos aplican sus remedios, y siempre tienen a su favor la confianza de muchas gentes que imploran sus auxilios y sus escasos conocimientos”34.
En cuanto a los cirujanos, éstos conformaban una categoría intermedia. La medicina propiamente dicha era en la época el arte de conocer y diagnosticar las enfermedades y prescribir al paciente los medios terapéuticos indicados para su caso. Por su parte, los cirujanos ejercían la que podríamos llamar parte mecánica de la medicina y, acaso por tratarse de un trabajo manual menospreciado como todos en España, ocupaban un rango inferior al de los médicos. En Santafé lo ejercieron personas de inferior condición social hasta el extremo de que incluso en la época de la Ilustración, en la que este oficio ganó categoría, ocurrió el caso insólito de que un vecino llamado Isidro Pujol y Fajardo que fue rechazado al solicitar su ingreso al Colegio Mayor del Rosario por el simple hecho de ser hijo de un cirujano. El rector del claustro argumentó que la cirugía era un oficio “vil y bajo y ejercido por gente poco distinguida”. Este absurdo rechazo trascendió hasta el punto de que el propio Mutis intervino para defender al aspirante y para exaltar la categoría de la profesión de cirujano. Como la intervención del sabio no surtió ningún efecto, el caso llegó hasta el propio virrey, quien también intercedió en favor de Pujol35.
En términos concretos, el cirujano atendía las heridas de espadas, sangraba a los pacientes, cuidaba las quebraduras de huesos, practicaba autopsias, extraía tumores, unía ligamentos, hacía amputaciones, etc. Como lo define un documento de la época, en Santafé la cirugía trataba “inflamaciones, apostemas, abscesos, tumores, llagas, quebrantamientos y cáncer”.
Los cirujanos específicamente duchos en la composición de los huesos quebrados se llamaban cirujanos “algebristas”. Dentro de la concepción empírica de entonces, la composición de cada hueso tenía su procedimiento. He aquí un ejemplo para componer el hueso del brazo:
“Echando al enfermo en el suelo y tirando los ministros [ayudantes] con contrarías vendas, el artífice le pone el talón del pié en la cabeza del hueso, poniéndose al contrario que el enfermo, y al tiempo que empuja con el pié, tira del brazo, sino bastase se pondrá al enfermo sobre un banquillo, y de se le atará el brazo a una escalera; y en estando amarrado se quitará el banquillo, para que con el peso del cuerpo se restituya el hueso a su lugar, lo cual se conocerá por el sonido, y buena figura. Después se hará la curación general, poniendo en el sobaco un ovillo de hilo o de trapo, para que no se vuelva a salir”36.
En el hospital, con mayores recursos, los cirujanos practicaban amputaciones, trepanaciones y tallas. De igual manera, hacían disección de cadáveres y podían hollar la anatomía humana, un derecho bastante restringido entre las actividades médicas.
Algunas tareas poco atrayentes caían dentro del amplio rango de la cirugía. En el caso del degollamiento del oidor Mesa se encuentra un cirujano prestando asesoría para “dirigirla cuchilla del verdugo”.
Era, pues, un oficio en su mayor parte práctico. Poco a poco, con el avance en el conocimiento de la anatomía, fue adquiriendo un mayor estatuto teórico. Hasta 1671, para ejercer el oficio de la cirugía no había necesidad de cursar estudios académicos o teóricos en la universidad. Se aceptaba el nivel de conocimientos aportado por una práctica dirigida, la cual se llevaba a cabo en un hospital donde hubiese tutoría médica.
El avance de los conocimientos de anatomía humana fue otorgando mayor jerarquía a los cirujanos, al punto de que a partir de 1617 ya empezaron a exigirse en ?España tres años de estudios teóricos más dos de práctica a fin de recibir autorización para ejercer la cirugía.
En los exámenes que solían presentar los cirujanos para recibir su grado predominaban las preguntas sobre anatomía, así como las demostraciones prácticas de destreza en el manejo de la navaja barbera para sangrías, extirpación de bubas, llagas, tolondrones, etc.
No obstante, pese a la nítida diferencia teórica que existía entre médicos y cirujanos, el precario nivel profesional de la mayoría de los médicos que ejercían en Santafé determinó que éstos fueran a menudo desplazados por la pericia práctica y la experiencia de los cirujanos.
Sus ingresos eran en general más bajos que los de los médicos, aunque hubo algunos que por su destreza llegaron a percibir sumas iguales y aun más elevadas que las que cobraban los médicos. Tal fue el caso del cirujano sangrador Manuel Mojica en la segunda mitad del siglo xviii.
Del total de 24 cirujanos que ejercieron en Santafé entre el siglo xvi y la primera década del xix, 12 lo hicieron en el siglo xviii y 15 de ellos fueron extranjeros, entre españoles y portugueses.
Como es fácil suponerlo, la mayoría de los cirujanos que trabajaron en Santafé eran totalmente empíricos. Sólo a fines del siglo xviii, por los impulsos de la Ilustración, llegaron a esta capital dos de los llamados “cirujanos latinos”, egresados con todas las de la ley de la Universidad de Cádiz: Francisco de Paula Pallares y Jaime Navarro.
BARBERÍA
Los barberos, no obstante el nombre que los distinguía, no se limitaban a ejercer su oficio como tales, sino que actuaban como una especie de cirujanos menores. Por disposición de los médicos sangraban a los pacientes, les “sajaban ventosas”, les “picaban las venas”, les sacaban dientes y muelas y les “echaban” las sanguijuelas, que era otra forma de sangría.
A diferencia de los médicos, cuyo ejercicio profesional se hacía a domicilio, los barberos aguardaban a los pacientes en sus locales de barbería, de tal manera que en la misma silla en que rapaban las barbas de sus clientes, los aderezaban, les tonsuraban el cabello y les arreglaban las pelucas, los barberos practicaban sus salvajes exodoncias, sus ventosas y sangrías.
Hasta hace muy poco tiempo se conservaba en Bogotá, como todavía ocurre en numerosos pueblos, la costumbre de identificar las barberías con una señal (casi siempre un cilindro giratorio) en el que alternan los colores rojo y azul sobre fondo blanco. Esta alegoría simboliza la sangre venosa (color azul) y la arterial (rojo).
Un caso típico es el de Gaspar de Ibarra, quien en 1761 solicitó licencia para ejercer como flebotomiano, vale decir, como sangrador y, al mismo tiempo, para abrir “tienda pública de barbería”. Presentó los exámenes reglamentarios y le fue aprobado el permiso con la advertencia de que no debería invadir terrenos propios de los médicos y cirujanos y también que debía abstenerse de practicar sangrías sin autorización de médicos o cirujanos licenciados37. Sin embargo, las carencias a que ya hicimos referencia determinaron que los barberos desempeñasen a menudo las funciones propias de los cirujanos.
A fin de ejercer un control más estricto sobre la actividad de los barberos, el gobierno colonial instituyó en 1635 el llamado protobarberato, tribunal paralelo al del protomedicato, encargado de regular y vigilar el trabajo de los barberos y expedir las correspondientes licencias.
Los barberos son más difíciles de ubicar en la documentación, precisamente por la poca visibilidad de su oficio. Generalmente quedan registrados los que logran la estabilidad de una “tienda de barbería”, pero puede suponerse que muchos practicantes sin “infraestructura” pulularon en la ciudad.
De la lista de personal médico que hemos elaborado encontramos 13 barberos a los cuales se les pudo seguir la pista: 11 durante el siglo xvii y dos durante el siglo xviii. Ninguno tuvo formación académica y todos (de los que se tienen datos) provenían de España o Europa. Siendo un oficio empírico es extraño no encontrar barberos santafereños. La razón puede ser que quienes lograron una cierta notoriedad y por lo tanto quedaron registrados en juicios, peticiones o como testigos en litigios, fueron aquellos de origen europeo.
PARTERAS
La inmensa mayoría de los alumbramientos que tuvieron lugar en Santafé durante la Colonia se desarrollaron bajo el cuidado de parteras empíricas, y sólo en contados casos intervino un cirujano y casi nunca un médico. No es difícil adivinar que en aquellos tiempos la mortalidad infantil debida a los procedimientos rudimentarios y antihigiénicos utilizados en el parto era elevadísima. Este fenómeno determinó que las autoridades eclesiásticas otorgaran a las parteras permiso para bautizar sumariamente a las criaturas agonizantes a fin de evitarles piadosamente las penas del limbo. Los niños solían morir de infecciones tetánicas debidas a la absoluta falta de asepsia en el proceso de cortar y ligar el cordón umbilical. Salir vivo de ese trance era para un infante de nuestra Colonia nada menos que un feliz azar. Con los progresos que trajo consigo la segunda mitad del siglo xviii, bajo el gobierno del virrey José de Ezpeleta, se trató de introducir y aplicar un manual de parteras que ya circulaba en España y que contenía normas importantes de higiene. Tan excelente intención no se hizo realidad y los partos santafereños siguieron siendo atendidos con la misma incuria de siempre.
Es curiosa la información de que disponemos, según la cual las parteras llegaron a gozar de autoridad en el campo judicial cuando se trataba de casos de estupros, violaciones y otros atentados contra el honor sexual. En un caso de estupro cometido en la persona de una india de nombre Micaela (aprox. 1613), la partera llamada para dictaminar declaró que aquella tenía “inflamación en el vientre” y que, además, tenía “corrompida la natura”38.
EPIDEMIAS EN SANTAFÉ
Es un hecho bien sabido que los dos agentes decisivos de la hecatombe demográfica que padeció la población nativa del Nuevo Mundo fueron, por una parte, la despiadada explotación de los aborígenes por los españoles, especialmente en los primeros años de la Conquista, y por otra, las enfermedades hasta entonces desconocidas en América que los conquistadores trajeron y propagaron intensamente en la indefensa masa humana que poblaba este continente.
Los males que trajeron los españoles se tornaron epidémicos en tierra americana. Ellos fueron la viruela, el sarampión, el tifo, la gripe, la lepra y la sífilis, entre otras.
En nuestra sabana las epidemias empezaron a presentarse casi al tiempo con la Conquista y la fundación de Santafé. Finalizando el siglo xvi se abatió sobre la nueva ciudad y sus contornos una epidemia de viruela que diezmó, según Rodríguez Freyle, “una tercera parte de los naturales de Santafé y muchos españoles”.
A lo largo de todo el siglo xvii se sucedieron pestes implacables con intervalos casi exactos de 10 años. Entre 1618 y 1621 se presentaron las dos peores epidemias. Entre 1630 y 1633 la ciudad sufrió una de tifo (llamado tabardillo en esa época) que causó una espantable mortandad. Según el historiador Groot, la epidemia acabó con las cuatro quintas partes de la población indígena de la sabana. Aunque esta cifra ha sido reputada posteriormente como excesiva, de todas maneras la mortalidad causada por esta epidemia fue atroz. En la segunda mitad del siglo xvii la zona sabanera padeció dos nuevos flagelos de viruela y uno de sarampión.
Hubo también epidemias de enfermedades que los contemporáneos no supieron identificar con precisión. Una que se presentó en la primera mitad del siglo xvi fue denominada “peste de los delirios” (¿ingestión de borrachero?) y en 1688 y 1739 otras dos que tampoco fueron clasificadas. Luego, entre 1759 y 1760, la ciudad padeció una afección que recibió simultáneamente los nombres de “Fiebre del Levante”, “Tifo del Oriente” y “Peste del Japón”. Como puede verse, las tres denominaciones coinciden en atribuir el azote a causas procedentes de comarcas orientales.
En cuanto a la temida y legendaria lepra, llamada entonces “Mal de San Lázaro”, ya por esa época se tomaban severas medidas para aislar a sus víctimas.
Parece que el origen de la palabra “tabardillo”, aplicada a esa modalidad de tifo, se refiere al hecho de que los enfermos mostraban numerosas manchas rojizas y pequeñas en la piel, “como picaduras de pulga”, similares a las que se colocaban en unos casacones anchos que entonces se usaban y que se llamaban tabardos. En 1633 azotó a Santafé una devastadora epidemia de tabardillo que fue conocida para la posteridad como la “Peste de Santos Gil”, debido al nombre del escribano (notario) que actuaba en la capital y que logró con una endemoniada habilidad que innumerables enfermos, ya en periodo agónico, le legaran en sus testamentos la totalidad o parte de sus bienes.
REPERCUSIONES SOCIALES DE LAS EPIDEMIAS
Las epidemias alteraban por completo y en forma ciertamente dramática el ambiente de la ciudad, hasta el punto de que, ya pasado el flagelo, los sobrevivientes seguían recordándolo con espanto ante el sinnúmero de viudas y huérfanos desamparados y no pocos supérstites lisiados, ciegos, sordos, tullidos y contrahechos que dejaban las pestes. En algunas casas, se segregaba piadosamente a los infectados; en otras, se les arrojaba a las calles sin misericordia. Allí deambulaban, agonizaban y morían a la intemperie, en medio de los pebeteros y sahumerios que las gentes encendían desesperadamente tratando por este medio de purificar el aire. Estas llamas macilentas daban a las calles un tétrico aspecto fantasmal. No había madrugada en que los portales de los templos y monasterios no amanecieran saturados de cadáveres que los familiares depositaban allí ya cubiertos por la mortaja y aun desnudos. Otros no se molestaban ni con este piadoso acarreo y dejaban los difuntos en las puertas de las casas hasta bien avanzado el proceso de putrefacción. Un cronista describía así los síntomas de una de las variadas pestes que azotaron la ciudad:
“Horribles vómitos y ansias, el cuerpo estropeado, la cabeza condolida, sin poderse ni aún volver en la cama, descaecidos del corazón, molidos los huesos, la garganta llagada, los dientes y muelas danzando y todo el hombre ardiendo con la fiebre y loqueando con notables frenesíes…”.
Y en medio de este escenario aterrador, circulaban como seres de ultratumba los clérigos y misericordiosos administrando los últimos sacramentos a los agonizantes y llevando consigo el Santísimo expuesto. Su única compañía era un criado con una linterna precaria.
La epidemia de turno no era la única calamidad que padecían los desventurados santafereños. Como consecuencia de cada una de estas tragedias colectivas, sobrevenían las peores hambrunas que pudieran imaginarse. Las autoridades hacían los mayores esfuerzos para afrontar con buen suceso estas situaciones pero los recursos eran escasos. Los llamados “fondos de virulentos” no daban abasto para satisfacer las graves necesidades que se presentaban junto con las pestes. Además, la cuarentena obligaba a interrumpir la movilización y el comercio. Como la ciudad dependía casi exclusivamente de la sabana para el suministro de sus víveres, éste se reducía y encarecía, ya que los indios que trabajaban la tierra en esa zona eran víctimas predilectas de las pestes. En tales casos fueron de gran utilidad los solares y huertos de las casas para garantizar a sus moradores un mínimo abastecimiento de vituallas.
MEDIDAS DE SALUD PÚBLICA
Pese a las grandes distancias que separaban los centros urbanos, las epidemias se iban propagando de manera escalonada e inexorable. Dentro de la impotencia científica de la época, las autoridades tomaban algunas medidas en un esfuerzo vano por atajar el proceso de avance de las pestes. Como para Santafé y sus contornos la puerta forzosa de todas las importaciones era Honda, hacia allí se dirigía la atención del gobierno para tratar de erigir barreras contra las epidemias. Por ejemplo, a mediados del siglo xvii se supo de una epidemia que había estallado en Mompox. De inmediato se dispuso que todos los géneros que llegaran a Honda fueran desenfardelados y expuestos al sol y al aire creyendo así purgarlos de la peste que portaban. Por otra parte, se improvisaban “lazaretos” en las afueras de las ciudades para aislar en cuarentena a los viajeros que podían ser sospechosos como posibles transmisores de las más temidas enfermedades. Había ocasiones en que las epidemias se declaraban en pueblos vecinos a las ciudades, como fue el caso de una que comenzó en Tunjuelo. La respuesta de las autoridades fue aislar de inmediato la aldea afectada.
Cuando ya la epidemia invadía el corazón de la ciudad, la situación revestía caracteres de extrema gravedad. Ya hemos visto hasta qué punto era precario el conocimiento de la medicina que se practicaba en Santafé. Y eran esos los medios con los que las gentes de esta capital afrontaban estos asaltos apocalípticos. Tampoco estuvo jamás la ciudad debidamente apercibida para tomar en forma adecuada las medidas inherentes a estas emergencias, tales como alimentación y cuidado de enfermos, abastecimiento de sus habitantes, medidas de policía, etc.
Por estos tiempos, la creencia más común era que el contagio se efectuaba por la cercanía a los infectados. También se creía que los vientos llevaban consigo los misteriosos gérmenes de las pestes y en cierta forma los depositaban en ciudades y poblados. Se incriminaba más a la calidad y origen del aire que a los cambios climáticos. En un documento se dice que “por el cambio de estación la atmósfera puede activar el mal” o que el “aire de verano la incrementa y crecerá el número de enfermos”39. O se afirmaba que el contagio “pegaba de sólo llegar al enfermo, tocarle, de respirar el aire de la sala y aun de la cuadra en que estaba”.
Había también otra teoría según la cual los muebles y ropas eran temibles transmisores, por lo cual se generalizó la costumbre de quemar los que habían pertenecido a las víctimas de las epidemias. Inclusive numerosos bohíos indígenas fueron devorados por las llamas que atizaban los agentes de esta modalidad de asepsia preventiva.
Ya a comienzos del siglo xix se crearon algunos hospitales para indigentes, así como cementerios provisionales para sepultar allí las víctimas de las pestes. Ello vino a reforzar la saludable cruzada que emprendió el virrey Ezpeleta para impedir que continuase la malsana e inveterada costumbre de enterrar a los difuntos en los templos. También se instalaban estratégicamente sahumerios en las esquinas a fin de desinfectar los aires.
Finalmente, en 1782, el benemérito Mutis trajo a Santafé la primera arma genuinamente científica contra la viruela: la inoculación o vacuna. Primeramente se utilizaba el sistema de pasar un hilo por las erupciones del enfermo; en seguida se practicaba un corte en un brazo y una pierna del sano y allí se colocaba el hilo. Posteriormente se utilizó la llamada “piqueta” para realizar la misma práctica. Sobra decir que, el sistema de inoculación, aun después de que se “suavizó” con el sistema de la piqueta (que se mantuvo por siglo y medio más), tropezó con una obstinada resistencia, producto de la ignorancia y el atraso, especialmente por parte de la población indígena. Sabemos que en la misma España, el rey Carlos IV tuvo que apelar al arbitrio de inocularse públicamente para demostrar en forma contundente las bondades del novísimo invento. Desde luego, en la medida en que el sistema fue haciéndose efectivo, las absurdas incredulidades y los temores mágicos de las gentes fueron cediendo en beneficio de su propia salud.
APELACIONES A LOS PODERES DIVINOS
Más allá de estos esfuerzos “positivos”, la verdadera fuerza en la cual confiar era la Divina Providencia. En buena parte esta actitud se sustentaba teológicamente. La persona era una unión indivisible de alma y cuerpo. Cuando sobrevenía una epidemia, los santafereños miraban en primer lugar al cielo. Era un “acto de Dios”. Puesto que no tenían más que vagas ideas de cómo combatir las enfermedades, los organismos eclesiásticos organizaban rogativas cuyo sentido primordial era suplicar al cielo indulgencia para los pecados que hubieran podido dar lugar al castigo de la epidemia. Las altas jerarquías de la Iglesia santafereña aprovecharon la coyuntura de la epidemia de 1782-1783 para predicar sin reposo que se trataba de un castigo celestial por la impía sublevación de los Comuneros que había tenido lugar en esa época.
Ya hemos visto cómo el Cabildo santafereño se reunía en sesiones especiales para diputar diversos santos y advocaciones de la Santísima Virgen como defensores de la ciudad y sus zonas vecinas contra pestes y toda suerte de calamidades telúricas. La Virgen de Chiquinquirá fue utilizada varias veces como abogada contra diversas pestes.
Y volviendo a lo científico, 1803 fue el gran año. En septiembre el rey Carlos IV organizó una gran expedición que se llamó “filantrópica” para traer y difundir intensamente la vacuna antivariólica en las Indias. La expedición zarpó de La Coruña al mando del médico de cámara de Su Majestad, Francisco Xavier de Balmes. Parte del grupo se dirigió a Venezuela y parte a Santafé, a donde llegó en diciembre de 1804. El virrey Amar publicó un bando cuyo fin era insistir en las excelencias de la vacuna. El canónigo Rosillo predicó en favor del nuevo sistema de inmunización y finalmente se creó y estableció en la capital la Junta Principal de la Vacuna. A continuación comenzaron a establecerse juntas provinciales en el Reino y de manera articular en Santafé donde movilizaron los principales notables de la ciudad. El espectro de la viruela empezaba a languidecer en el Nuevo Reino de Granada.
BENEFICENCIA EN SANTAFé
Fuera de la institución hospitalaria hubo desde un principio preocupación en las autoridades coloniales por la creación de hospicios que se ocuparan del amparo y protección de personas abandonadas y marginadas que entonces eran clasificadas en la siguiente forma:
- mendigos y desamparados de cualquier edad, clase y condición
- mujeres e hijos
- “los indios e indias pobres que vienen a esta capital sin otro destino que mendigar”
- pobres; mujeres públicas
- niños expósitos; locos.
A pesar de la omnipresencia de la familia, la sociedad colonial presentaba fuertes desajustes en este aspecto. Hacia este cuadro de marginados estaba orientada la misericordia organizada. Dentro de las instituciones creadas en la sociedad santafereña existieron tres tipos que algunas veces se superponían en su servicio:
- hospitales
- la casa de expósitos y divorciados
- los hospicios.
EL HOSPITAL SAN JUAN DE DIOS
Desde los primeros años posteriores a la fundación de la ciudad empezaron sus moradores a percibir de manera apremiante la necesidad de crear un hospital. Las carencias médicas durante esos años eran tan dramáticas que, según los cronistas, con los conquistadores no vinieron médicos ni cirujanos, sino a lo sumo algunos barberos y veterinarios. La urgencia de establecer un hospital se sentía de una manera tan aguda que ya en 1539 el Adelantado Jiménez de Quesada y sus principales capitanes (Fernando de Ayuso, Juan de Arévalo, Juan de San Martín, Antonio de Irazabal, Lázaro Fonte, Juan de Céspedes, Hernán de Vegas, Pedro Colmenares y Hernando de Rojas) enviaron al rey una súplica para que hiciera a su costa un hospital en Santafé y le señalara una renta para su sostenimiento.
La construcción de un hospital fue uno de los imperativos de la política de población en las Indias; sin embargo, su instauración se demoró hasta 1564. Hubo varios intentos conocidos, especialmente durante la década del cincuenta. Al comienzo la preocupación se dirigió hacia los indios, que empezaban a padecer los rigores de la Conquista. En 1553 los oidores de la Real Audiencia recibieron del rey su anuencia para su edificación, pues “es muy necesario que en la ciudad de Santafé se haga un hospital donde sean curados los indios pobres que a él ocurren, porque dizque acaece venir de fuera muchos de ellos y del trabajo del camino adolecer y que cuando enferman no hay donde sean curados”40. En la misma comunicación les ordenó informasen sobre el costo del proyecto (“qué tanto costaría hacerse y de dónde y cómo se podría proveer y dotar de manera que se sustentase, vos mando que con toda brevedad me enviéis larga y particular relación de todo ello”). La acuciosidad real poco fructificó. La Audiencia requirió al Cabildo para que realizara el proyecto y posteriormente se confiara en la iniciativa privada. A su vez, el procurador insistió otra vez ante el rey sobre la necesidad de hacer el hospital.
Las aspiraciones no eran muy grandes: tan sólo se solicitaba un hospital “en dos cuartos divididos y apartados, uno para españoles y otro para los dichos naturales, donde se metiese la cantidad de pobres y dolientes que nos fuésemos servidos”. En suma, un techo y asistencia precaria para españoles e indígenas. En especial estos últimos, pues su desarraigo los privaba de la seguridad social de la tribu, ya que según los españoles carecían de “projimidad”.
En principio la corona autorizó la creación del hospital otorgando licencia igualmente para que fuera dotado “con los diezmos que nos pertenecían en el obispado del dicho Nuevo Reino o, cuando esto no bastase, de nuestra Real Hacienda, señalando para ello la cantidad de renta que a Nos pareciese o como fuese mi merced”41.
En 1557 el capitán Juan de Céspedes pidió y obtuvo licencia para construir el hospital, autorizándosele en cambio el patronazgo hereditario sobre dicha institución. Esta iniciativa, como otras tantas, tampoco llegó a convertirse en realidad.
Siguieron los intercambios de cartas y solicitudes y documentos de toda índole hasta que finalmente el hospital se fundó en 1564. Vale destacar que para esa época Tunja, la ciudad rival de Santafé, ya contaba con un hospital, pobre y precario, pero que de todas maneras cumplía aunque fuera parcialmente su misión.
El hospital se estableció en unas casas donadas por el obispo Juan de los Barrios, situadas en el área que habría de ocupar la sacristía de la catedral (actualmente carrera 6.a con calle 11).
Al hospital se le habían asignado como rentas una porción de los diezmos recaudados. Ascendía a 1,5 novenos, que constituían un 8,3 por ciento de los diezmos. Sin embargo, durante esta primera época hubo una irregularidad en la entrega de estas sumas. En 1574 el Real Consejo de Indias comisionó al oidor Francisco de Anuncibay “para que hiciera una revisión de las cuentas de los diezmos de donde resultó que al hospital de Santafé debería haber correspondido hasta entonces 2 907 pesos, un tomín por concepto del noveno y medio de la mitad de los diezmos de Santafé, más 769 pesos 5 tomines 10 granos por concepto del diezmo del noveno y medio que las demás ciudades debían enviar a la capital. De esta cantidad no había recibido el hospital sino 623 pesos 3 tomines, de modo que se le adeudaban 3 053 pesos 3 tomines, 10 granos; cantidad que se cobró e invirtió por orden de la Real Audiencia en la compra de unas tiendas en la Plaza Mayor, para renta del Hospital de San Pedro”42.
Desde el comienzo la Real Audiencia entró a supervisar la administración financiera del hospital y logró un importante refuerzo en sus ingresos. Aun así éstos no eran suficientes para atender satisfactoriamente y en su totalidad las necesidades de la institución. Por suerte, el hospital empezó a recibir legados y donaciones de origen testamentario que le ayudaron a sobreaguar en esos momentos difíciles.
El personal, a comienzos del siglo xviii, se componía de médico, cirujano, barbero, capellán, mayordomo, enfermera y dos negros encargados de la cocina y el aseo. El médico tenía el compromiso de visitar diariamente el hospital pero solamente lo hacía cada tres o cuatro días.
Pese a todo, las condiciones en que funcionaba el hospital seguían siendo muy precarias. “Había escasez de agua y muchas veces había que ir a buscarla a la calle. La alimentación de los enfermos consistía en pan, que también escaseaba a veces, y carne para cuya provisión se mataban semanalmente tres o cuatro carneros. Las limosnas eran muy escasas y los bienhechores del hospital disminuían cada día. Fuera del mayordomo ningún eclesiástico visitaba a los enfermos, pues el provisor y vicario general de la arquidiócesis, que acostumbraba hacerlo, hacía seis meses que no aparecía por allí”. En vista de esta situación, la Real Audiencia empezó a supervisar el funcionamiento del hospital, “entremetiéndose”, según decir de la contraparte eclesiástica, y elevó denuncia ante el rey. Con el respaldo de la corona, la Real Audiencia despidió al administrador, sacó a los “intrusos” eclesiásticos de las habitaciones que ocupaban y colocó a otro administrador. Se encontraron evidencias del desvío de los fondos de diezmos que pertenecían al hospital, dineros que se utilizaron en recepciones de arzobispos o comisiones de visitas.
Además dispuso la Audiencia que los oidores, encargados de visitar la cárcel todos los sábados, pasaran también al hospital y que el arzobispo nombrara dos nuevos administradores entre gentes pudientes de la ciudad y administrara fielmente los dineros.
La administración del hospital en manos del clero secular dejaba mucho que desear. Empezó a rondar la idea de darle un respaldo organizacional, que tan sólo podía brindar una orden.
En 1603 llegó a Santafé fray Juan de Buenafuente, de la orden de los hospitalarios, provisto de una licencia real para hacerse cargo de la administración del hospital. Esta iniciativa era particularmente saludable para la institución por cuanto la orden que representaba fray Juan tenía una larga y universal experiencia en el manejo de instituciones hospitalarias, ya que esa era la razón esencial de su fundación y de su existencia. Lamentablemente el religioso se encontró con la fuerte oposición del arzobispo Bartolomé Lobo Guerrero, quien actuaba como patrono de la entidad. Esta resistencia se prolongó con éxito hasta 1635 cuando, por disposición directa y perentoria del rey Felipe III, los frailes de San Juan de Dios se encargaron del hospital. Sin embargo, este traspaso se hizo con algunas limitaciones, pues los clérigos seglares conservaron la propiedad sobre el inmueble, de tal manera que los frailes hospitalarios se encargaron en forma taxativa de la administración.
En el momento en que la comunidad de San Juan de Dios recibió el hospital, éste contaba sólo con 17 camas y carecía de sala para mujeres. En 1640 su capacidad ya era de 30 camas, 20 para hombres y 10 para mujeres43.
La estrechez del local que ocupaba la institución determinó la construcción de otro, que se inició en 1723 bajo la dirección de fray Pedro Villamor, quien había estudiado y practicado la medicina en Panamá y Cartagena. En la cédula de 1723 en la cual se autorizaba el traslado, se dejaba constancia de los inconvenientes a que daba lugar la proximidad del hospital a la catedral. En dicho documento se hacía especial énfasis en las desagradables interferencias que sufrían los oficios religiosos de la catedral con las voces destempladas de los locos y de algunos enfermos incurables.
El nuevo hospital se edificó hacia el occidente con base en los planos del hospital de Granada, España. Su construcción se concluyó en 1739 y se llamó Hospital de Jesús, María y José, aunque poco después adoptó el nombre que lo distinguiría a través de los siglos: San Juan de Dios. Recibió importantes donaciones, entre ellas una de 30 000 pesos del virrey José Solís. Gracias a ellas pudo adquirir más inmuebles que le permitieron incrementar sus rentas. Las ampliaciones que se hicieron permitieron crear una sala para clérigos, otra para personas de excepción (especie de pensionados), una que se llamó de unciones (para moribundos), una para locos, una para inválidos y otra para incurables. Además se establecieron una ropería y un local para el funcionamiento de la botica.
Con el advenimiento de la orden de San Juan de Dios, el hospital dio un paso sustancial hacia adelante. Estos frailes eran unos veteranos en ese campo, y cuando llegaron a Santafé ya tenían hospitales en Tunja, Villa de Leyva, Vélez, Pamplona, Portobelo, Mariquita, Mompox, Soatá, Santa Marta y Cali44. Además, en el hospital de Santafé se instituyó una especie de escuela médica para los propios frailes con la consecuencia de que allí mismo los hermanos se hicieron médicos, cirujanos, flebotomianos, enfermeros y boticarios. Para 1761, el hospital tenía 40 funcionarios, entre médicos, personal paramédico, administradores y empleados de servicios generales.
Personal médico: 1 médico, 2 enfermeros, 2 boticarios, 2 flebotomianos, 1 cirujano, 1 loquero, 1 proveedor de vendajes y asistente de sangrías, 1 alacenero de enfermerías (también botica), 1 comadre (comadrona), 3 enfermeras, 1 ayudante de botica (donado).
Personal administrativo: 1 prior, 1 maestro de novicios, 2 presbíteros, 1 procurador de la casa, 2 conciliarios (secretarios), 1 limosnero (recolector de fondos), 1 procurador de corte (encargado de asuntos legales y negocios), 1 dispensero e intendente.
Servicios generales: 1 portero, 1 sacristán, 1 refitolero, 4 cocineros, 2 ayudantes de ropería (donados), 1 sepulturero (a concierto), 3 sirvientas, 1 sin datos.
Los médicos debían comenzar su ronda a las siete de la mañana a la cabeza de un grupo formado por el boticario, el enfermero y dos asistentes. En los exámenes que practicaba, el médico iba prescribiendo las drogas y las dietas correspondientes. Los cirujanos intervenían cuando se hacía preciso sangrar al paciente o practicarle una flebotomía, y además estaban facultados para hacer autopsias. Al finalizar las llamadas “curaciones de cirugía”, las sábanas y trapos eran llevados a la lavandera con la recomendación de que se les aplicara “mucha lejía” a fin de dejarlos “limpios de grasa y materias”.
A las cinco de la tarde, la atmósfera ya se hallaba cargada de toda suerte de miasmas fétidos, por lo cual a esa hora llegaban a las salas de enfermos los encargados de sacar las bacinillas, que ya se encontraban llenas, a fin de vaciarlas y lavarlas. A continuación se encendían sahumerios de alhucema “o cualquier otra aromática” para disolver las emanaciones pútridas. No olvidemos que a este procedimiento se le atribuían entonces notables virtudes, hasta el punto de que, como ya lo vimos, en tiempos de epidemia, proliferaban en las esquinas toda laya de sahumerios con los cuales los desesperados santafereños confiaban en ahuyentar y conjurar los duendes letales de las pestes. Otro uso reglamentario era el de colocar un candil a la cabecera de los moribundos para dar luz a los sacerdotes que acudían a administrarles el sagrado viático y los últimos sacramentos.
Las cifras recolectadas sobre el movimiento hospitalario muestran el perfil de su crecimiento e importancia. Entre 1739 y 1751 el hospital atendió a un número promedio de 448,3 pacientes anualmente. De los enfermos que ingresaban, un 28 por ciento morían en el hospital.
Entre 1739 y 1751 la atención hospitalaria se mantuvo relativamente constante. A partir de 1752 el perfil se modifica radicalmente: la curva de ingreso empieza a ascender rápidamente. La tasa de crecimiento promedio de ingresos entre los años 1752 y 1767 (periodo para el cual tenemos datos) aumenta en un promedio del 10 por ciento anual, una velocidad no vista y casi inverosímil teniendo en cuenta los parámetros coloniales. Para el periodo 1766-1767, el hospital atendía 1 900 pacientes al año, una cifra 5,2 veces superior al nivel de 1739.
En 1764 se atendió un promedio diario de 130 pacientes de todos los estados, condiciones y enfermedades. Los informes muestran la gran presión que existía sobre la institución. Las necesidades sobrepasaban su capacidad y la atención se hacía más sumaria, rebajando su calidad. “Los muchos de cirujía se curan en pie diariamente, cuyo numero es crecido por la mucha pobreza que hay en esta ciudad”45. Sin embargo, los problemas no cesaron. La capacidad del hospital aumentó pero más aumentó la demanda de servicios, por lo cual no tardó en verse aquél en apuros. De los enfermos que ingresaban a sus salas moría un 28 por ciento.
Bien pronto el hospital se vio obligado a atender no sólo a pobladores de la propia Santafé sino a habitantes de zonas y aldeas circunvecinas. Debido a ello, sus directivas hubieron de redoblar esfuerzos por incrementar la capacidad de las salas. Veamos estas cifras sobre el número de camas en diferentes épocas:
Año | Camas |
1635 | 17 |
1643 | 30 |
1761 | 150 |
1807 | 300 |
Para la última década del siglo xviii el hospital se había convertido en una entidad sólida como ninguna en la ciudad. Su presupuesto triplicaba con creces el del Cabildo Municipal, recibía aportes reales y contaba con magníficas rentas propias procedentes de 35 casas y 70 “tiendas”. Además, recibía diezmos y rendimientos que le producían un 5 por ciento anual.
A pesar de que ya las autoridades virreinales habían pensado en la necesidad de crear un hospital separado para militares, esta iniciativa no prosperó por falta de recursos. En consecuencia, San Juan de Dios tuvo que albergar en sus ya atiborradas salas a los enfermos castrenses. Por lo tanto, sus 300 camas resultaron insuficientes. Los enfermos se hacinaban de la manera más insalubre y anti-higiénica, no obstante los clamores de uno de los frailes por separar a los enfermos por la naturaleza de sus dolencias. El sacerdote insistía en que el hospital tenía una “atmósfera emponzoñada que lleva el sepulcro aun a los más robustos”46. Decía un patético informe de la época:
“En esta cama se corta actualmente un brazo a un hombre, en la otra se aplica una sangría, en aquella se pone el santo óleo a un moribundo, de esa otra se saca un cadáver para darle sepultura…”47.
Otro informe, no menos dramático, del alcalde ordinario Gabriel José Manzano rezaba así:
“Entré a la sala de enfermas y quedé confundido y horrorizado. Diré que el ambiente que allí se encerraba se podía palpar y cortar, pues era tan espeso, fétido y repugnante, que casi embargaba los sentidos y envenenaba la respiración. En medio de mi asombro, conocí por la humareda existente que los caritativos religiosos acababan de quemar algún perfume que mitigase la terrible hediondez, que ésta vencía la bondad de aquel, causando su unión mucha más náusea y repugnancia”48.
Ante esta situación desesperada, la Audiencia decidió omitir los trámites reglamentarios para la obtención de permisos reales y reforzó las finanzas de la institución con un mayor aporte en diezmos. En esa forma fue posible emprender rápidamente una sustancial ampliación49. Abarcaba un complejo de edificios que cubría tres cuartas partes de la manzana encerrada entre las calles de San Juan de Dios y la de la enfermería (calles 11 y 12 y las carreras 9.a y 10.a). El ángulo sureste se elevaba a tres pisos, mientras que el resto del edificio tenía solamente dos. Todo él estaba edificado en piedra y cal. El patio principal, que sirvió de convento hasta 1835, estaba rodeado por la consabida arquería de los claustros. Otras edificaciones de menor cuantía completaban el conjunto. Para la época y dentro del contexto santafereño, las obras del hospital constituyeron una obra extraordinaria. El arquitecto Pérez de Petrez diseñó el plano y sus primeros directores fueron el famoso médico Miguel de Isla y Gil de Tejada.
Ante la imposibilidad de construir un hospital específico para militares, el gobierno virreinal acordó con el de San Juan de Dios el pago de una cuota de dos reales por día-soldado más gastos de botica, a trueque de contar con los servicios del hospital para los militares. Empero, el advenimiento de los soldados sólo trastornos causó en la vida cotidiana de la institución. Desplazaron sin miramientos a los enfermos pobres, pese al escándalo y las protestas de los frailes, y quebraron de la manera más arrogante la disciplina del lugar, “dando mal ejemplo con palabras obscenas y acciones libertinas a los jóvenes novicios”50.
Además, los frailes clamaban por la instauración de “su hospital separado al nuestro “y planteaban una oposición casi de principio. La excesiva ocupación por parte de los militares los desviaba de los objetivos de la congregación: “No podemos atender a los soldados, sin abandonar todo nuestro instituto y el fin que nuestro Santo Fundador se propuso, en establecimiento de esta orden, que fue el alivio de nuestros enfermos pobres…”. Y como los soldados no podían ser clasificados como pobres y pagaban por el servicio, los frailes hospitalarios alegaban que estaban ejerciendo una caridad mercenaria y que “más parece que hacemos oficio de peones asalariados que sirven por interés que de ministros de enfermos pobres, que sirven de caridad y obligación”51.
A fin de aplacar a los traviesos militares hubo necesidad de establecer reglamentos más severos, en los cuales, por ejemplo, se prohibieron los juegos de azar dentro del hospital. Nada valió. En 1798 se conoció un informe en el que se denunciaba cómo los militares seguían jugando a las cartas y a los dados dentro del hospital, embriagándose en las salas y aun introduciendo mujerzuelas en sus camas (“se hallaban con mugeres en sus camas”).
Finalmente, en adición a San Juan de Dios, se crearon, a comienzos del siglo xix, varios pequeños hospitales en los suburbios, destinados de manera exclusiva a albergar y aislar allí a las víctimas de las epidemias.
LOCOS EN SANTAFÉ
Durante el siglo xviii San Juan de Dios operó también como asilo de locos. Hay un dato de 1791, según el cual en ese año había allí 13 dementes de los cuales siete eran varones y seis mujeres. El tratamiento que se les daba no era exactamente el más piadoso. Eran encerrados en jaulas, como si fueran fieras montaraces. Se clasificaban en dos categorías: los “locos habituales”, que solían ser mansos, y los “furiosos”, cuyos arrebatos periódicos los conducían a las jaulas y eventualmente al cepo. Entre las locas furiosas había una variante que recibía el nombre de “furor uterino”. Desde luego, fuera del hospital había locos inofensivos, que inclusive divertían a los santafereños con sus extravagancias. En tiempos de la Patria Boba hubo algunos célebres como “Longaniza”, “Morola” y “Porquesí”.
Mal podríamos concluir esta breve reseña sin traer a cuento una deliciosa anécdota de tiempos del virrey Solís. Se dice que en cierta ocasión el célebre virrey-fraile visitó el asilo y, aproximándose a uno de los locos que le llamó la atención por su talante amable y sonriente, le preguntó si él y sus compañeros habían comido bien ese día. El loco respondió sin vacilar:
“Señor Virrey aseguro a Vuestra Excelencia que los frailes comieron como locos y nosotros comimos como frailes”.
CASA DE EXPÓSITOS Y RECOGIDAS
En 1565 la Real Audiencia recibió un oficio del rey en el cual la corona insistía en la urgencia de crear un refugio para mujeres desamparadas, con el fin primordial de educarlas y defenderlas contra la asechanza de vicios, tentaciones y “costumbres ruines”. No obstante, el real requerimiento tuvo un eco bastante tardío, ya que sólo en 1639 se expidió la cédula por la cual fue otorgada la licencia para abrir una casa de expósitos y recogidas. La institución se fundó en 1642 y se abrió al lado de la catedral; posteriormente fue trasladada a las inmediaciones de la Plaza de San Victorino (actual carrera 12 entre calles 13 y 14). Esta calle se llamaría después Calle del Hospicio o del Divorcio Viejo y durante el siglo xviii Calle de los Curas.
Esta casa vino a enfrentar un problema social de dimensiones alarmantes. El abandono de recién nacidos en las calles de Santafé, en las puertas de las casas y en los atrios de las iglesias comenzó a aumentar en tal forma que se hizo motivo de seria preocupación para los habitantes de la ciudad, ya que, según testimonios de la época, muchos morían de hambre y frío y no pocos, especialmente los que eran abandonados en los arrabales y bajo los puentes, eran “despedazados por los perros”. Esta lacra tenía como causa principal el hecho de que, pese a ser Santafé una ciudad formalmente regida por pautas inflexibles de moral, se daban en abundancia los estupros y violaciones, así como los concubinatos y las uniones libres ocasionales. Si a esto se agrega la condición de parias sociales que padecían las madres solteras, hallaremos una explicación de por qué muchas mujeres colocadas en este trance dramático optaban por el crudelísimo recurso de abandonar a sus hijos espurios, recién nacidos, al azar.
La apertura de la casa de expósitos alivió medianamente esta inhumana situación. Al inmueble se le abrió un torno o ventana giratoria a fin de que las madres que quisieran deshacerse de sus hijos los depositaran allí. En el torno se colocaba una cuerda de la cual debía halar la madre en el momento de dejar al niño. En el otro extremo de la cuerda estaba una campanilla que sonaba en el aposento de la madre beata de la casa, quien, al escuchar la campanilla, sabía de inmediato que en el torno se hallaba un niño expósito, por lo cual acudía de inmediato a recogerlo y a prodigarle sus cuidados más urgentes. A las madres se les requería para que dejasen, junto con el infante, una “cédula” en la que se informaba si la criatura había sido o no bautizada. Igualmente, se instaló un buzón para recibir allí las limosnas que los vecinos piadosos tuvieran a bien dar para el hospicio.
En cuanto salían de la puericia, los niños eran repartidos según determinados reglamentos. Los varones blancos y mestizos se enviaban a casas acomodadas de la ciudad o a maestros de oficios para que les enseñaran a ganarse la vida honradamente y les inculcaran la doctrina cristiana. Los niños indígenas volvían a sus comunidades de origen y, finalmente, los negros, salvo que fueran hijos de libertos comprobados (“horros libres”), volvían a su condición de esclavos, con la única ventaja de que el hospicio hacía todo lo posible para que fueran vendidos a personas caritativas y que los trataran bien.
También, como queda dicho, preocupaba a las autoridades coloniales el caso de las mujeres que vivían en “pecado público” y aquellas que, por cualquier causa, abandonaban a sus maridos. Es sabido que en la Colonia las mujeres blancas solteras no tenían en la vida opciones distintas del matrimonio o el convento. Entonces, aquellas que por diversas razones no pudieran optar por una de las alternativas no tenían un sitio social fuera de la familia, ya que las comunidades de monjas se mostraban renuentes a aceptarlas en sus claustros.
Las mujeres indígenas, por su parte, estaban en una notoria posición de inferioridad. Por lo general no se casaban y sus ayuntamientos ilegales con blancos y mestizos eran muy frecuentes, lo que originaba una caudalosa natalidad bastarda. El resultado de esta situación era que Santafé requería con urgencia una institución que recibiera a todas estas mujeres marginadas, les propiciara una vida decente y productiva y les evitara caer por fuerza de las circunstancias en el vicio y la prostitución. Sería un lugar de reclusión a donde estas mujeres serían enviadas por los jueces eclesiásticos o civiles e incluso en ciertos casos por sus mismos maridos. Igualmente se pensaba que dicha institución podría prestar servicios especiales de albergue para damas de alcurnia y “de calidad” que, por estar en estado de viudez o celibato tardío, quisieran ingresar a un sitio seguro y amable de recogimiento.
La llamada Casa de Divorcio se creó y funcionó desde sus comienzos con una rigidez conventual. Las mujeres que ingresaban allí en estado de reclusión o clausura se confesaban y oían misa a través de rejas y celosías y no podían recibir visitas, salvo de sus padres o del abogado de su causa. Tampoco podían abandonar su lugar de reclusión sin la licencia de “los señores Presidente o Arzobispo o persona que la depositó”. Servía también como correccional. En 1668 la mujer Ana de Lemos, por haber sido sorprendida en adulterio, fue condenada a servir en la casa durante cuatro meses52.
Las rentas de la casa, provenientes principalmente de diezmos, eran precarias y por lo tanto debían complementarse apelando a la caridad pública. También recibía las pensiones que pagaban los maridos cuyas esposas ingresaban allí por causa de divorcio, o las que donaban las señoras que habían instaurado por propia iniciativa dicha causa. También percibía la institución las sumas que le entregaban las damas que, como ya lo anotamos, deseaban ingresar allí voluntariamente.
La suprema autoridad de la casa estaba a cargo de uno de los oidores y la administración interna estaba dirigida por una madre beata. El mayordomo, que llevaba cuentas y pedía limosnas para la casa, era siempre un hombre recto y virtuoso. La institución contaba, asimismo, con los servicios de un clérigo que decía misa y confesaba a las mujeres, y con los de una mandadera.
AMAS DE CRÍA
Para la crianza y alimentación de los niños expósitos el asilo apelaba a los servicios de las llamadas “amas de cría”, o “amas de leche”, mujeres de “buena complexión”, por lo general madres solteras que habían perdido tempranamente a sus hijos y que, por lo tanto, aún gozaban de una capacidad de lactancia. La mayoría de ellas eran indias cuya progenie natural era, como quedó dicho, numerosa. Los corregidores de los pueblos vecinos tenían el compromiso de enviar al asilo de expósitos dos amas indígenas de cría cada dos años y medio, dentro de un procedimiento que bien podría considerarse como una especie de “mita lechera”. A estas amas aborígenes se sumaron luego blancas y mestizas pobres. El asilo pagaba a las indígenas, para el sostenimiento y cuidados del infante, 12 pesos al año. Las amas blancas recibían algo más. Si la mujer daba de mamar a dos niños a la vez, se le aumentaba el estipendio en seis pesos adicionales. Si el pequeño moría —lo que era frecuente— podía ser reemplazado por otro en el acto. Algunas nodrizas les tomaban afecto a sus lactantes y terminaban pidiéndolos en adopción.
HOSPICIOS
En la segunda mitad del siglo xviii la ciudad de Santafé, por razones de crecimiento y excesiva migración procedente del campo, empezó a afrontar serios problemas de proliferación de vagos, maleantes, mendigos, prostitutas y toda guisa de desechos sociales. Para 1792 se calculaba que en Santafé había unos 500 pordioseros que entonces representaban entre un 2,5 y un 3 por ciento de la población total de la urbe. Estos marginados recibían una vez por semana las limosnas que les daban en los conventos y aun las que les suministraban familias opulentas y misericordiosas, por lo cual no era extraño ver largas filas de hombres y mujeres harapientos y famélicos esperando sus dádivas en las puertas de las residencias principales de la ciudad. También los comerciantes contribuían con sus limosnas a aliviar la suerte de estos desventurados53.
El primer intento serio para afrontar este problema lo realizó el virrey Pedro Messía de la Zerda en 1761 con la creación de la que se llamó Casa de Pobres. Poco tiempo después, el crecimiento del número de asilados determinó la necesidad inaplazable de dividir la institución en dos secciones por sexos, para lo cual se contó con algunos de los inmuebles expropiados (el noviciado) a los jesuitas54.
En 1774 se expidió la autorización para crear el Real Hospicio. Para su fundación, la Real Hacienda donó 4 000 pesos y se utilizó la Casa de San Miguel, que había sido de los agustinos. Este inmueble (que luego fue cuartel y Escuela Militar) albergó el hospital de hombres. El de mujeres funcionó en el antiguo noviciado de los jesuitas. En 1777, el virrey Flórez reunió de nuevo a hombres y mujeres en un mismo edificio.
LA CARIDAD ILUSTRADA
Con el advenimiento de las ideas generadas por la Ilustración, cuyo mayor auge en España vino con el progresista reinado de Carlos III, el concepto del tratamiento a la pobreza dio un vuelco. Empezaron a abrirse paso nuevos conceptos que implicaban una crítica acerba a la caridad indiscriminada y vigorosos planteamientos respecto a la urgencia de sustituir esos criterios paternalistas por otros conducentes a la rehabilitación de vagos, marginados y parásitos a través del trabajo productivo. El Papel Periódico de Santafé se hizo vocero de estas nuevas ideas y fustigó sin tregua los conceptos arcaicos de caridad indiscriminada, insistiendo en que esa forma de manejo de la pobreza no hacía más que fomentar la holgazanería y convertir la mendicidad en una forma habitual de vida. Dicho periódico calificaba la mendicidad callejera como “un monstruo civil; una hidra de mil cabezas que se alimenta de la sustancia de los pueblos para devorarlos”55. En consecuencia, en poco tiempo tomó forma y fuerza la idea de convertir el hospicio de morada de “monstruos civiles” en fábrica de sujetos útiles a la sociedad, mediante la enseñanza de oficios diversos. Según el citado Papel Periódico, los mendigos recluidos en el hospicio “harían florecer las artes, la industria y todos los bienes relativos a la tranquilidad civil y gloria de la sociedad”56.
Ezpeleta, quien había hecho otra obra similar en La Habana, se convirtió en el promotor principal del proyecto. Por su iniciativa, el Hospicio Real ganó un ala occidental adicional y un segundo claustro, reorganizó la institución y la dotó con rentas propias. Para su construcción se hizo una verdadera campaña cívica en Santafé. Durante todo el año de 1790 los prohombres de la ciudad se dedicaron a recoger limosnas por las casas para conseguir la cifra de 5 716 pesos57. Durante dos años 88 voluntarios se dedicaron a recoger, turnados por semanas, el faltante para la obra. Con esta colecta se completaron los 28 930 pesos que costaba la readecuación del edificio.
Para administrar este hospicio Ezpeleta nombró una junta de beneficencia presidida por el fiscal Manuel Variano de Blaya y compuesta por el dean, dos regidores y dos vecinos de distinción. Fueron administradores de la casa don Antonio Cajigas y el capellán fray Lorenzo Lozano. Para 1796 ya estaba en ejercicio la política de recolección de mendigos. En el hospicio se albergaba a 200 pobres sobre un potencial de 50058. La acción del hospicio se empezó a sentir, según sus apólogos, “desapareciendo de las calles y plazas de esta capital aquel tropel de mendigos, verdaderos o fingidos, que incomodan al paso, que compadecen y quitándose de la vista del público el lastimoso objeto…”59.
El propósito reformador del hospicio se realizaba a través del trabajo. Para tal efecto se instalaron 20 telares de hilar, tres tornos de hilar y dos de desmotar algodón60. Se establecieron relaciones con maestros de oficios para que dieran periódicamente instrucción a los inclusos. La idea, tomada del hospicio de Madrid, era asegurar que los productos elaborados tuvieran realización mediante acuerdos con el comercio de la ciudad.
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Notas
- 1. Gutiérrez de Pineda, Virginia, Medicina tradicional de Colombia. El triple legado, Universidad Nacional de Colombia, Editorial Presencia, Bogotá, 1985, págs. 85-86.
- 2. Pardo Umaña, El Espectador, marzo 25 de 1950, págs. 7-8.
- 3. AHNC, Fondo Juicios Civiles de Cundinamarca, tomo 46, fols. 517.
- 4. AHCN, Fondo Miscelánea, tomo II, fols. 854.
- 5. Hernández de Alba, Guillermo, Escritos científicos de don José Celestino Mutis, Instituto Colombiano de Cultura Hispánica, Editorial Kelly, tomo I, pág. 35.
- 6. AHNC, Fondo Juicios civiles de Cundinamarca, tomo 46, fols. 525v.
- 7. Soriano Lleras, Andrés, La medicina en el Nuevo Reino de Granada, Imprenta Nacional, Bogotá, pág. 152.
- 8. “… en una ciudad corta y al mismo tiempo pobre como lo experimentamos… pues la falta que el público tiene no es de farmacia, sino de conque costearla…”. AHNC, Fondo Médicos y Abogados, tomo?2, fols.?897v.
- 9. AHNC, Fondo Médicos y Abogados, tomo 2, fol. 87v.
- 10. Gutiérrez de Pineda, Virginia, op. cit., Universidad Nacional de Colombia, Editorial Presencia, Bogotá, pág. 145.
- 11. AHNC, Fondo Hospitales y Cementerios, tomo 2, fols. 854.
- 12. AHNC, Fondo Miscelánea, tomo II, fols. 829v.
- 13. AHNC, Fondo Miscelánea, tomo 6, fols. 729.
- 14. AHNC, Fondo Médicos y Abogados, tomo 2, fols. 556-591.
- 15. “Kalendario manual para uso de forasteros”, en Boletín de Historia y Antigüedades, vol. 11, pág. 446.
- 16. Kagan, Richard L., “La universidad en Castilla, 1500-1700”, en Elliott, John H., (Ed.), Poder y sociedad en la España de los Austrias, Editorial Crítica, Grijalbo, Barcelona, 1982, pág. 66.
- 17. Ibáñez, Pedro María, Crónicas de Bogotá, Biblioteca Popular de Cultura Colombiana, Editorial ABC, Bogotá, 1951, tomo 11, pág. 125.
- 18. AHNC, Fondo Juicios Civiles Cundinamarca, tomo 46, fols. 517.
- 19. Ibíd., fols. 514.
- 20. AHNC, Fondo Miscelánea, tomo II, fols. 862.
- 21. AHNC, Fondo Médicos y Abogados, tomo 15, fols. 284.
- 22. Soriano Lleras, Andrés, La medicina en el Nuevo Reino de Granada, Imprenta Nacional, Bogotá, 1966, pág. 139.
- 23. AHNC, Fondo Médicos y Abogados, tomo 2, fols. 9-90.
- 24. AHNC, Fondo Miscelánea, tomo II, pág. 830.
- 25. AHNC, Fondo Miscelánea, tomo II, pág. 830.
- 26. AHNC, Fondo Juicios Civiles, tomo 46, fols. 525.
- 27. AHNC, Fondo Miscelánea, tomo 134, fols. 379.
- 28. AHNC, Fondo Miscelánea, tomo 2, fols. 787.
- 29. Ibíd., fols. 788.
- 30. Ibíd., fols. 813v.
- 31. Transcrito en Hernández de Alba, Guillermo, (comp.), op. cit., Instituto Colombiano de Cultura Hispánica, Editorial Kelly, 1983, págs. 38-39.
- 32. AHNC, Fondo Miscelánea, tomo II, fols. 837.
- 33. Pardo Umaña, op. cit., pág. 9.
- 34. Hernández de Alba, Guillermo, Documentos para la historia de la educación, 1981, Editorial Kelly, tomo III, pág. 397.
- 35. AHNC, Fondo Colegios, tomo 2, fols. 408.
- 36. Hernández de Alba, Guillermo, Crónicas del Colegio Mayor del Rosario, Bogotá, 1938, Editorial ABC, tomo 1, pág. 2.
- 37. AHNC, Fondo Médicos y Abogados, tomo 4, fols. 70.
- 38. AHNC, Fondo Caciques e Indios, tomo 43, fols. 984-1002.
- 39. AHNC, Fondo Miscelánea, tomo 2, fols. 851.
- 40. Friede, Juan, Documentos inéditos para la historia de Colombia, n.o 119, Banco Popular, 1955, pág. 55.
- 41. Ibíd., n.o 285, pág. 327.
- 42. Lleras, Soriano, op. cit., pág.?49.
- 43. Lleras, Soriano, op. cit., pág.?71.
- 44. AHNC, Fondo Milicias y Marina, tomo 77, fols. 468-480.
- 45. AHNC, Fondo Milicias y Marina, tomo 77, fols. 470v.
- 46. AHNC, Fondo Beneficencia, tomo 1, fols. 512.
- 47. Ibíd., fols. 514v.
- 48. AHNC, Fondo Hospitales y Cementerios, tomo 1, fols. 919.
- 49. AHNC, Fondo Beneficencia, tomo 1, fols. 537.
- 50. AHNC, Fondo Hospitales y Cementerios, tomo 1, fols. 625.
- 51. Ibíd., fols. 621.
- 52. AHNC, Fondo Policía, tomo II, fols.?179.
- 53. Papel Periódico de la ciudad de Santafé de Bogotá, versión facsimilar, Banco de la República, Bogotá, 1978, tomo 1, pág. 106.
- 54. AHNC, Fondo Milicias y Marina, tomo 133, pág.?429.
- 55. Papel Periódico de la ciudad de Santafé de Bogotá, Banco de la República, Bogotá, 1978, tomo 1, pág. 107.
- 56. Papel Periódico de la ciudad de Santafé de Bogotá, op. cit., tomo II, pág. 329.
- 57. Ibíd., n.o 50, 1978, págs. 333-335.
- 58. Ibíd., tomo VI, pág. 1286.
- 59. Ibíd., tomo VI, pág. 1287.
- 60. Ibíd., tomo VI, pág. 1285.
#AmorPorColombia
Medicina y beneficencia
Antonio Caballero y Góngora, virrey arzobispo del Nuevo Reino de Granada de 1782 a 1789. Como arzobispo, y con el sólo poder de su inteligencia, dominó la rebelión de los Comuneros (1781). Por el fallecimiento repentino del virrey Juan Pimienta, el arzobispo Caballero y Góngora asumió el virreinato de la Nueva Granada. Apoyó sin reservas la idea del sabio Mutis de crear la Expedición Botánica que, paradójicamente, fue el semillero de ideólogos que hicieron la revolución de independencia. Óleo de Pablo García del Campo. Museo de Arte Colonial, Bogotá.
Passiflora parritae.
Passiflora mollisima.
Passiflora mixta.
Evolvulus.
José Celestino Mutis no sólo revolucionó el mundo de la ciencia en el Nuevo Reino, sino el de la política. La joven inteligencia que aglutinó en su expedición, realizó la revolución de independencia. Mutis fue una figura venerada por todos en razón de sus diagnósticos y sus recetas, además de la bondad de su trato. El sabio alemán Alejandro de Humboldt declaró que hizo el viaje hasta Santafé de Bogotá (1800-1801) sólo para tener el honor de conocer a Mutis.
Passiflora mariquitensis.
Passiflora arborea.
Blakea granatensis.
Meriania speciosa.
Attalea nucifera.
Aiphanes Sp.
Bellucia axinanthera.
Zamina cf. muricata.
Fray Cristóbal de Torres fue el XV arzobispo de Santafé de (1635-1654). Fundador del Colegio Real Mayor de Nuestra Señora del Rosario (1652), quizá la más ilustre institución universitaria en la historia del país. Óleo de Gaspar de Figueroa, 1643. Colegio del Rosario.
Médico y capellán, fray Pedro Pablo de Villamor fundó el Hospital San Juan de Dios e inició la construcción de su primer edificio en 1723, pero murió en 1729 sin verlo terminado. Este hospital fue la primera gran obra social de asistencia pública sanitaria de la capital.
Nacido en Buga en 1776, el sacerdote y médico Vicente Gil de Tejada sucedió en la cátedra clínica del Hospital San Juan de Dios al doctor Miguel de Isla, en 1807, y continuó la formación de médicos hasta 1810 cuando renunció por su lealtad a la corona. Uno de sus discípulos fue el sabio y médico bogotano José Félix Merizalde.
Medida de totuma de la miel para el servicio del estanco del aguardiente del siglo xviii. Pese a la prohibición que pesaba sobre este licor, los encargados del Hospital San Juan de Dios lo recomendaban por sus propiedades desinfectantes.
Diseño de máquinas para obtener aguardiente del siglo xvii. Pese a la prohibición que pesaba sobre este licor, los encargados del Hospital San Juan de Dios lo recomendaban por sus propiedades desinfectantes.
Representación de la Oficina Médica. La doctrina hipocrática de los humores predominó en el periodo colonial.
Don Felipe II, llamado el prudente, fue rey de España de 1556 a 1598. Demostró siempre gran interés y preocupación por el desarrollo material de sus colonias de ultramar. A ello se debe que en 1589 instara el establecimiento en Santafé de un tribunal de protomédicos y examinadores (protomedicato) que verificara la idoneidad de quienes ejercían o practicaban la medicina en el Nuevo Reino de Granada, y les otorgaran las correspondientes licencias.
Ilustración de una botica, donde se expedía toda clase de medicinas de origen vegetal.
La sangría, al igual que la lavativa, eran los principales recursos médicos de la época colonial.
En Santafé la visita de un médico a domicilio revestía un carácter de solemnidad y sólo podía ser sufragada por muy pocas personas.
Doctor Miguel de Isla, ex sacerdote y médico bogotano (1745-1807), fue el fundador de los estudios de medicina en Santafé, en su cátedra del Colegio del Rosario, e instituyó y regentó la cátedra clínica en el Hospital San Juan de Dios durante 11 años, desde 1796 hasta su muerte. Formó la primera generación de médicos criollos y de profesores de medicina. Óleo que se conserva en el Colegio Mayor del Rosario, Bogotá.
Elementos didácticos empleados por los doctores José Celestino Mutis, Miguel de Isla y Vicente Gil de Tejada en sus cátedras de medicina en el Colegio del Rosario y el Hospital San Juan de Dios, entre 1765 y 1810.
La persona que introdujo en Santafé y en el Nuevo Reino la vacuna contra la viruela descubierta por Jenner en 1798, fue don Antonio Nariño, quien hizo en prisión varios experimentos, y el 2 de julio de 1802 inoculó a su sobrino de 9 años, José María Ortega Nariño, con pleno éxito. El grabado anónimo corresponde al libro Origen y descubrimiento de la vacuna. Bogotá, 1802.
Nuestra Señora de los Dolores, Anónimo. Grabado en madera. Bogotá 1806.
Colegial y benefactor del Colegio del Rosario, el doctor José Joaquín de León y Herrera fue también su rector de 1759 a 1763. Óleo de Joaquín Gutiérrez, 1760. Colegio Mayor del Rosario, Bogotá.
El doctor Enrique de Caldas Barbosa fue regente de estudios y rector del Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario en los años de 1667-1668, 1670-1672 y 1680-1682. Óleo de Gregorio Vásquez de Arce y Ceballos. Colegio Mayor del Rosario, Bogotá.
Grabado satírico de Larmessin que representa los hábitos del médico y el cirujano. La medicina era más teórica y dependía de recetas específicas, mientras que la cirugía era una disciplina práctica y por ello se le asignaba un rango inferior.
Grabado satírico de Larmessin que representa los hábitos del médico y el cirujano. La medicina era más teórica y dependía de recetas específicas, mientras que la cirugía era una disciplina práctica y por ello se le asignaba un rango inferior.
Árbol que ilustra las muchas interpretaciones que tuvo la fiebre, el principal síntoma para el diagnóstico de la medicina colonial.
Grabado del siglo xvi que muestra a una mujer a punto de alumbrar, asistida por una partera.
Durante los primeros nueve días de la vacuna, sus efectos se medían por la evolución de distintos granos que aparecían en el brazo inoculado. Al décimo día los granos desaparecían y la persona quedaba inmunizada contra la viruela. Dibujo utilizado en las cátedras de medicina del Rosario y del Hospital San Juan de Dios desde 1805.
En muchos casos la misericordia privada llenaba el vacío de asistencia social que hubo a lo largo de la Colonia.
Santa Rosa de Lima tuvo en Santafé de Bogotá numerosos devotos en los siglos xvii y xviii, uno de ellos el gran pintor de la Colonia, Gregorio Vásquez de Arce, quien pintó este óleo de la santa hacia 1670. Museo de Arte Colonial, Bogotá.
La Escuela Santafereña del siglo xvii, de la que se considera fundador a Baltasar de Figueroa, fue fundamental en el desarrollo de las artes plásticas coloniales y en la formación de las siguientes generaciones de pintores. A esa Escuela Santafereña pertenecieron figuras de la importancia de Gregorio Vásquez; pero también buena parte de los cuadros creados allí no fueron firmados por sus autores y se han quedado sin identificar. Muchos de ellos se exhiben en las distintas iglesias coloniales de Bogotá o en lugares históricos como el Colegio del Rosario y el Palacio de San Carlos, y especialmente en su oratorio. San Carlos ha sido sede de la Biblioteca Nacional, la Imprenta Real, la Presidencia de la República y la cancillería. El cuadro, de autor desconocido, representa a san Francisco de Asís en uno de sus trances místicos.
Calificado como el más grande pintor de la Colonia, el bogotano Gregorio Vásquez de Arce y Ceballos (1638-1711) pintó cerca de 450 cuadros identificados, los que se encuentran en diferentes colecciones privadas, iglesias y museos de la ciudad. Vásquez de Arce y Ceballos llevó una vida en la que la consagración al arte estuvo mezclada con algunas aventuras de corte novelesco, entre ellas el rapto de María Teresa de Orgaz, en el que Vásquez actuó como cómplice de un oidor, por lo cual fue encarcelado. A raíz de su encarcelamiento, entre 1701 y 1703, quedó reducido a la miseria, y aunque siguió pintando, la dura experiencia comenzó a producirle desvaríos mentales que en 1710 lo llevaron a la locura total. Murió un año después. El niño de la espina. Museo de Arte Colonial, Bogotá.
Doctor Juan María Pardo, colegial del Rosario. Fue en 1827 el primer director de la Escuela de Medicina de la Universidad Central, fundada por el vicepresidente, encargado del poder ejecutivo, general Francisco de Paula Santander. La Escuela de Medicina, primera que operó en Colombia con el carácter de facultad, estaba dotada de biblioteca, laboratorio químico y sala de disecciones anatómicas.
Plano de planta del Hospital Militar (1805), el cual, pese a la necesidad que de él tenía la tropa, no llegó a construirse.
Plano de fachada del Hospital Militar (1805), el cual, pese a la necesidad que de él tenía la tropa, no llegó a construirse.
El primer periodista colombiano fue, sin duda, Juan Rodríguez Freyle (1566-1638). Su famoso libro El Carnero es un formidable reportaje sobre la vida cotidiana, social, política, picaresca y de crónica roja de la Colonia. La autobiografía de Rodríguez Freyle fue compuesta con trozos entresacados de El Carnero por monseñor Mario Germán Romero, quien además recopila los distintos conceptos que se han venido emitiendo sobre El Carnero. ¿Es crónica, es historia, es una mezcla de ficción y realidad? Uno de sus editores de 1859, Ignacio Borda, hace al respecto de la obra esta interesante observación: “si bien se ocupa, aunque someramente, de la conquista y colonización del Nuevo Reino, su relación, más que historia, es una crónica de la centuria a que se refiere, donde pinta el carácter de los gobernantes, sus disensiones, abusos y crímenes, hechos todos que de otro modo hubieran quedado olvidados para siempre, como ha sucedido con la mayor parte de los ocurridos de esa época a la presente…”. Retrato de Juan Rodríguez Freyle, óleo de Miguel Díaz Vargas. Academia Colombiana de Historia, Bogotá.
Grabado del siglo xviii, ilustrativo de las farmacias de la época en Europa, que fueron el modelo de las que en forma más precaria se crearon en Santafé de Bogotá.
Los frailes reemplazaron en muchos casos a las autoridades civiles en la atención de los pobres y los enfermos que pululaban por la ciudad.
Detalle de un médico tomando la temperatura del paciente según grabado del siglo xviii.
Grabado que representa la posición del médico y paciente para sostener el brazo y volver el húmero a su posición normal. Ambos grabados pertenecen a textos utilizados en la enseñanza de medicina en la cátedra del Colegio del Rosario.
Los médicos Miguel de Isla, Vicente Gil de Tejada, Juan María Pardo y José Félix Merizalde utilizaron durante más de medio siglo, con mucha eficacia, estas ilustraciones que complementaban los textos de medicina en uso para la enseñanza.
Texto de: Julián Vargas Lesmes
En la época de la Conquista y colonización del Nuevo Mundo, el saber médico y quirúrgico de la metrópolis desconocía los avances y descubrimientos que se habían realizado por fuera de sus fronteras. El conocimiento que se impartía en las universidades (de Alcalá, Sevilla y Osuna, entre otras) estaba supeditado principalmente a la lectura de Hipócrates, Galeno y Avicena. Con el estudio teórico de estos autores durante cuatro años (a cada año correspondía un curso) y después de haber practicado en compañía de un médico aprobado, los alumnos debían examinarse ante un protomédico, antes de serles libradas las cartas de bachilleres.
Entre los cirujanos había dos categorías: la de los latinos, que era considerada como superior puesto que en ella se exigía el dominio absoluto del latín, y la de los romancistas, de formación empírica a quienes se excusaba del conocimiento del latín. En el último nivel estaban los barberos, los parteros de ambos sexos y los curanderos, que por lo general ejercían su oficio en las aldeas. Los barberos, cuya actividad principal era cortar barbas y cabellos, ejercían también otras relacionadas con la medicina. Las más frecuentes eran la práctica de sangrías y la extracción de muelas.
CONOCIMIENTOS MÉDICOS EN SANTAFÉ
Lógicamente, en la capital de este Nuevo Reino de Granada imperaban, agravadas, similares limitaciones en la práctica de la medicina; es decir, que las herramientas con que se contaba para hacer frente a dolencias, plagas, epidemias y demás enemigos de la salud humana, eran tan primitivas e ineficientes como las de muchos siglos antes. Los conceptos fundamentales de la medicina eran básicamente los mismos que prevalecían en España por esa época. Seguían en plena vigencia los conceptos fundamentales de Hipócrates y Galeno. Según la doctrina hipocrática, el organismo humano tenía cuatro agentes activos o “humores”: sangre, flema, bilis negra y bilis amarilla. De acuerdo con la tesis del maestro griego, cada uno de estos humores tenía una complexión: la sangre caliente y húmeda; la flema fría y húmeda; la bilis negra, fría y seca; y la bilis amarilla, caliente y seca. También afirmaba Hipócrates que los tres órganos más importantes del cuerpo —corazón, cerebro e hígado— eran, respectivamente, seco y caliente, húmedo y frío y caliente y húmedo. Un cuerpo normal y saludable tendría entonces abundancia de calor y humedad. Sin embargo, Hipócrates aceptaba que este equilibrio podría variar según las diferentes personas, por lo cual podía haber complexiones esencialmente calientes, húmedas, frías o secas. La salud sería, en consecuencia, el resultado de la buena armonía y adecuado equilibrio entre estas cualidades. Al producirse cualquier desequilibrio vendría el dolor y aparecerían los quebrantos de salud1. De ahí que las principales terapias encaminadas a balancear estos elementos eran las purgas, los eméticos, las sangrías y las ventosas.
A pesar de las limitaciones de la medicina colonial, estas escasas luces estuvieron ajenas en nuestro medio. Por diversas razones, antes del siglo xix no se pudo establecer en regla una cátedra de medicina y mucho menos estructurar un plan de formación académica. Por supuesto, hubo muchos intentos. Desde el siglo xvi los dominicos solicitaron autorización al virrey para que se pudieran establecer estudios académicos. Durante el siglo xvii hubo también amagos que no se concretaron. El médico Enríquez de Andrade intentó iniciar una cátedra de medicina ad honórem pero desistió por diferentes razones.
Con la fundación del Colegio del Rosario, se incluyeron dentro del plan algunos cursos de medicina encadenados a los de jurisprudencia y filosofía. En 1651 los demás cursos habían empezado a funcionar, menos el de medicina “por no haber persona idónea para desempeñarla”. Aún en el siglo xviii se encuentran intentos igualmente frustrados.
En 1733, en momentos en que en Europa ya empezaban a darse pasos decisivos en el camino hacia la medicina moderna, el médico italiano Francisco Fontes, que por extraños designios vino a parar a esta remotísima ciudad, ofreció sus servicios para ocupar la cátedra que se hallaba vacante en el Rosario. La oferta le fue aceptada, pero el italiano hubo de retirarse de ella al poco tiempo al no inscribirse ni un estudiante debido a que la sociedad santafereña consideraba que el ejercicio de la medicina era propio sólo de personas de baja condición social.
Más tarde, en 1760, la cátedra fue ocupada por un personaje llamado Román Cancino quien, aunque no tenía título de médico, sí poseía algunos conocimientos. Más tarde falleció Cancino y lo reemplazó un doctor Juan de Vargas, que regentó una cátedra de medicina elemental en forma irregular y accidentada.
Ya en plena Ilustración, el arzobispo virrey Antonio Caballero y Góngora trató de reestructurar la cátedra de medicina imprimiéndole un carácter más serio y científico. El fracaso de la iniciativa fue total. Por aquella época, ese brillante visionario de la realidad política, económica y social del Nuevo Reino que fue Pedro Fermín de Vargas escribía sobre este tema:
“Es un dolor que habiendo en Santafé tanta cátedra de teología que es muy poco necesaria en estos países, no se haya puesto cuidado en una tan útil al hombre como es la de medicina”.
Resulta pertinente anotar aquí que este concepto fue herencia directa de la España posterior a la reconquista, en la cual los oficios prácticos eran ejercidos por moriscos y judíos conversos (“marranos”) o sus descendientes. En consecuencia, la práctica de cualquiera de esas actividades hacía sospechosos a quienes las ejercían de llevar sobre sí el deprimente estigma de cristianos nuevos. Por el contrario, el cristiano viejo sin mancha de sangre sarracena o judía era guerrero, eclesiástico, letrado o señor de la tierra. En América Latina este menosprecio hacia las actividades prácticas como la medicina, perdió las connotaciones de tipo ético-religioso para adquirir otras de carácter puramente social.
En 1801, cuando ya el Nuevo Reino estaba recibiendo desde hacía varios años el benéfico influjo del sabio Mutis, fue nombrado un sacerdote de apellido Isla para montar y organizar en el Rosario una cátedra seria de medicina. El padre Isla diseñó un plan de estudios de ocho años, destinando cinco para estudios teóricos y tres para práctica. Se introdujeron clases de anatomía, fisiología y patología en un intento por emancipar los estudios de la tradicional tutela hipocrática. El padre Isla llevó a sus estudiantes del periodo práctico al Hospital San Juan de Dios y alcanzó a graduar a siete, con lo cual puede decirse que se iniciaba en firme la actividad profesional en el campo de la medicina en Bogotá.
SITUACIÓN SANITARIA Y REMEDIOS
En nuestra época colonial el conocimiento de las enfermedades atravesaba por un periodo rudimentario y elemental. El diagnóstico médico se hacía a través de la observación clínica de algunos aspectos del paciente: el pulso, la orina, el semblante y el grado de sensibilidad del vientre. Por el pulso se podía saber sobre la condición de uno de los humores: la sangre. Por el olor de la orina, podía diagnosticarse el estado de ese otro humor. Por el semblante y la temperatura se conocía sobre el predominio de la ecuación frío-calor y el tacto del vientre podría mostrar hasta qué punto existía una hinchazón interna o un apostema o una obstrucción.
Hecha la diagnosis, los remedios invariablemente tenían que ver con la dieta, las lavativas, los emplastos y la sangría.
La “dieta”, con diferentes variaciones, estaba orientada a restablecer uno de los principios en la dualidad seco/húmedo. El agua hervida se consideraba cálida y la cruda fría. Muchas veces se recomendaba no beber agua o se recetaba “dieta húmeda”.
La purga era el mecanismo más manido de la medicina. Servía para “sacar los malos humores”, apelando a la farmacopea vegetal o simplemente a la lavativa. Era pues un elemento de limpieza indispensable, de la misma manera en que se consideraba que el estornudo era una “descarga de la cabeza”. Dentro de esta lógica, las diarreas no se atacaban; por el contrario, se consideraban benéficas.
Los emplastos servían para producir externamente focos de frío o calor y para curar dolores internos o externos, por ejemplo, dolores de costado y reumas. El sudor inducido con alimentos calientes o mediante bebidas alcohólicas servía de alivio para crisis internas.
Otro recurso tan socorrido que casi tenía la calidad de una panacea era la sangría. Tan común era que existía un oficio especializado: el barbero y el flebotomiano.
Las hierbas medicinales y los compuestos de origen vegetal tenían usos muy particulares. La mentalidad altamente casuista del español la asimilaba muy bien. Pero en general, un medicamento vegetal se clasificaba según la lógica hipocrática de los contrarios. La viravira es hierba “cálida”, la borraja es “fresca”, el hinojo y el eneldo son de naturaleza “cálida”.
Ante la ausencia de compuestos químicos se usaron extensamente las secreciones naturales: la orina, la leche humana, el estiércol de caballo. A fines del periodo colonial nuestro más ilustre médico, el profesor Mutis, recetaba sudor, montar a caballo y leche de burra.
Con respecto a las enfermedades de las mujeres, según el saber de Valenzuela, éstas se reducían a pocas cosas:
“Todas las enfermedades que sobrevenían como consecuencia del alumbramiento eran denominadas ‘sobreparto’. Las afecciones internas peculiares de la mujer se llamaban ‘mal interior’ y las afecciones crónicas del abdomen cuyas causas eran desconocidas las denominaban ‘obstrucciones’2.
Es forzoso anotar que el ejercicio de la medicina, no sólo en Santafé sino en todo el vasto territorio de las Indias, recibió desde sus comienzos el ingente aporte de las yerbas medicinales que conocían y utilizaban los indígenas de todo el continente.
También en ese aspecto vale anotar que el deplorable grado de atraso no se diferenciaba mucho del nivel medio de la medicina. Sobre la automedicación decía un documento del siglo xvi:
“Se ha visto que los más vecinos y otras personas, por experiencias que han tenido, tienen conocidas sus complexiones y se saben sangrar y purgar con cosas que por experiencia se ha visto ser provechosas, por lo cual algunos enfermos no han tenido necesidad del dicho médico y ha sido Dios servido de darles salud”3.
Dado el hecho de ser la medicina costosa y poco eficiente, los santafereños siguieron por mucho tiempo empeñados en encomendar sus curaciones a la misericordia divina y a su propia intuición y experiencia. Decía otro documento de la época:
“Porque algunos hombres pobres y aún ricos que tienen alguna calenturilla, o un dolor de cabeza, vagidos, una ventosidad, un romadizo o una enfermedad del estómago, pasan sin llamar médico ni gastar botica y con sólo seguir regimiento quedan sanos”4.
Por otra parte, la situación sanitaria fue absolutamente lamentable durante el periodo colonial. Sólo en los comienzos del siglo xix, cuando llegó a Santafé la vacuna contra la viruela, puede decirse que la salubridad pública conoció algún progreso. De esa fecha hacia atrás, el panorama es sencillamente tétrico. Hacia el final de la Colonia escribía sobre este particular el sabio Mutis:
“Si a las calamidades endémicas se agregan los males propios a la humanidad; las anuales epidemias que son comunes a todo el mundo y la inmensa variedad de enfermedades originadas de los desórdenes de los alimentos, bebidas y mal-régimen; reunidas tantas calamidades que diariamente se presentan a la vista, forman la espantosa imagen de una población generalmente achacosa, que mantiene inutilizada para la sociedad y felicidad pública la mitad de sus individuos, a los unos por mucha parte del año y a otros por todo el resto de su vida”5.
La triste verdad era que contra la mayoría de las dolencias más frecuentes de entonces sencillamente no había remedio. Hay un documento muy curioso de 1790 en el que un médico de apellido Froes hizo un recuento en el que clasificó por géneros las enfermedades más frecuentes en Santafé. Desbrozado el diagnóstico, el resultado de las enfermedades fue el siguiente:
I. De género inflamatorio
dolores de costado
anginas
reumatismo.
II. De género humoral
las pútridas: con inflamaciones y sin inflamaciones
las comunísimas
las catarrales
las pituitosas.
III. De género crónico
el gálico
el escorbuto
pocas diarreas.
IV. De género endémico
hipocondrías
cachexias (caquexias)
obstrucciones.
V. Frecuentísimas
hidropesías.
VI. Epidémicas
tabardillo
sarampión
viruela.
A este listado de enfermedades corrientes Mutis agrega otras de tipo endémico. “Las escrófulas, llamadas vulgarmente cotos y las bubas llagas y demás vicios que acompañan al primitivo mal gálico”. Se añaden dos enfermedades “no menos asquerosas” , la lepra y la caratosa, esta última en concepto de Mutis “una especie de lepra judaica”.
Dentro de este cuadro verdaderamente desastroso de salud pública en Santafé y el Nuevo Reino, el sector más afectado era naturalmente el de los indígenas, especialmente afectados por las enfermedades europeas y totalmente desprotegidos. Para el indio no hubo jamás la mínima asistencia médica. Dice un documento de la época:
“Desde que el indio enferma hasta que lo llevan a enterrar no es visitado por su amo, y si entonces sabe que murió, no es porque ha tenido cuenta con él sino porque el cura no quiere enterrarlo sin que le paguen”6.
BOTICARIOS Y BOTICAS
La botica, parte esencial del sistema médico español, fue trasplantada con todos sus rasgos característicos a las Indias. En estos establecimientos existía la tendencia a expender de manera casi exclusiva las llamadas “medicinas de Castilla”. Sus precios eran excesivamente altos por lo cual el Hospital de San Juan de Dios estableció una especie de subsidio para dotar de medicinas a los pobres. También estos altos precios contribuyeron a que se extendiera dentro de la población el uso de yerbas y mixturas medicinales de origen indígena. El oficio del boticario fue reglamentado por la Real Audiencia y se estableció como norma que ninguna receta podría ser despachada sin la autorización de un médico. Sin embargo, en la práctica los boticarios hacían prescripciones como ésta:
“Un boticario mandó para cólico histérico agua de hinojo, clavos piperinos y cataplasmas de ruda y cebollas fritas aplicadas en el vientre”7.
Las boticas estaban por lo general respaldadas por algún convento o por el hospital. Sin embargo, en el siglo xviii empezaron a funcionar las boticas privadas hasta el punto de que en la segunda mitad del siglo hubo protestas por lo que se consideró como una “excesiva” proliferación de estos establecimientos en relación con una ciudad cuya población apenas llegaba a los 16 000 habitantes8.
Podemos suponer que quienes se ejercitaban como médicos en sus casas, componían medicinas para sus pacientes o para el público en general, ya que no existía un severo control. Alfaro, médico curandero, preparaba hacia 1790 sus propias medicinas9.
En 1784 fue incrementado el control sobre las boticas privadas, y empezando el siglo xix, los reglamentos llegaron hasta exigir a los boticarios “asistir a su botica todo el día y noche durmiendo en la pieza inmediata para acudir al despacho de las recetas y poniendo una campana que debe ser atada a la reja misma de la botica para que se sirva de ella el público”10.
Pese a estar prohibido el aguardiente en todo el territorio de las Indias, los médicos y el prior del Hospital de San Juan de Dios solicitaron licencia para vender aguardiente en la botica de la institución con fines estrictamente medicinales. Las gentes creían en el aguardiente, no sólo por las propiedades desinfectantes de este licor por su contenido alcohólico, sino también porque le atribuían numerosas propiedades terapéuticas. El prior, los médicos José de La Cruz y Juan F. Castro y el cirujano Diego de Aguilar coincidían en atribuir al aguardiente notables virtudes contra la erisipela, la esquinancia, las perlesías, los dolores reumáticos, el cáncer y las llagas fistulosas, las gangrenas, los apostemas, los edemas y los estioremas. Además creían en el aguardiente como terapia infalible contra los catarros contumaces y la hidropesía.
A pesar de las seguridades que dieron los frailes de que el aguardiente sería aplicado con fines exclusivamente medicinales, la Real Audiencia se empeñó en mantener vigente la prohibición11.
Contrario a lo afirmado por Ibáñez y Soriano Lleras, la primera botica que encontramos no data de 1631 como ellos afirman. En una lista de compras diarias del administrador de una Casa aparece la “Botica de Gutiérrez” en 1614. Es posible que esta botica sea la misma que encontramos 12 años después. La botica de Pedro Gutiérrez aparece como objeto de una prohibición para que reciba recetas que no sean rubricadas por médicos graduados12.
También se cuenta con datos acerca de la existencia de una botica en la Plaza Mayor (1631), atendida por su propietario, Pedro López, de la que abrieron los jesuitas por esa época y la que necesariamente debía poseer el hospital.
En 1651 aparece identificado el boticario Antonio de Urribarri como un testigo en el juicio sobre el Protobarberato13. En 1763 el Protomedicato Cortés le expide licencia a Juan José Mangue para ejercer como boticario; abrió botica en la parte baja del Colegio del Rosario. En 1763 también funciona la citada botica del Borraes, problamente en la Plaza, al cual lo reemplazó el boticario Salgado a partir de 1771.
En 1767 se trasladó la botica de la Compañía de Jesús al Hospital San Juan de Dios. Para esa época era la “mejor surtida y atendida de la capital” con la obligación de atender a los pobres tanto del hospital como del asilo del Hospicio. Para entonces existían dos boticarios atendiéndola, uno mayor o primero, fray Salvador Delgado, y un boticario segundo, fray Narciso Rico.
Las boticas aumentan a principios del xix. Con la demanda creciente, debió ser objeto de la atención del espíritu empresarial santafereño. En 1807, Jaime Sierra tenía botica en la plaza y al lado una chichería, también de su propiedad. Los dos disímiles establecimientos se comunicaban por una ventanilla abierta en la pared medianera. El Cabildo amenazó con retirarle la licencia14.
EL PROTOMEDICATO
Finalizando el siglo xv, los Reyes Católicos establecieron en España el protomedicato, alto tribunal médico cuya atribución fundamental era la vigilancia sobre el ejercicio de la medicina, y su desvío por caminos poco ortodoxos. En consecuencia, uno de los objetivos fundamentales del tribunal protomédico era la erradicación de toda clase de curanderos, ensalmos, conjuros y brujerías que, naturalmente, iban en grave detrimento de la salud de la población.
El tribunal se componía de protomédicos y los llamados alcaldes examinadores que tenían facultad para examinar y aprobar o rechazar licencias para “físicos, cirujanos, ensalmadores, boticarios, especieros y herbolarios”. Igualmente se les confirió autoridad para intervenir y fallar en pleitos civiles y penales en los que estuvieran implicadas todas las personas que desempeñaran actividades relacionadas con la medicina.
A partir de 1523 estos oficios relacionados con la salud fueron restringidos y el tribunal protomédico se limitó a examinar y autorizar o rechazar a físicos, cirujanos, boticarios y barberos. También empezó el tribunal entonces a ejercer vigilancia sobre universidades como Salamanca y Valladolid que, según se sabía, estaban expidiendo licencias con demasiada largueza.
EL PROTOMEDICATO EN LAS INDIAS
En cuanto empezaron a establecerse autoridades regulares en los territorios de las Indias, la corona española se preocupó por ir estableciendo en los nuevos reinos tribunales protomédicos que cumplieran funciones similares a las de los españoles. Decía una pragmática de Felipe II en 1579:
“Deseamos que nuestros vasallos gocen de larga vida y se conserven en perfecta salud. Tenemos a nuestro cuidado proveerlos de médicos y maestros que los enseñen y curen en sus enfermedades, y a este fin se han fundado cátedras de medicina y filosofía en las universidades más principales de las Indias”.
Cuando se estableció el protomedicato en Santafé hacia 1589, este tribunal vino a llenar un vacío importante por cuanto hasta entonces la atención a la salud de los habitantes de este reino se regía por el más primitivo empirismo. En forma perentoria se legisló en el sentido de que sólo podrían ejercer su oficio los médicos, cirujanos, barberos y boticarios que hubiesen sido aprobados por el tribunal protomédico.
El protomedicato, como toda función pública en la Colonia, contaba con su oficina (o juzgado). El protomédico era asistido por un “escribano” y un “promotor fiscal”. Ésta fue la planta básica en la mayor parte de su historia. Al final del periodo colonial (1806), el “Real Protomedicato”, que residía en Cartagena de Indias, contaba con un protomédico, dos examinadores, un examinador de farmacia y visitador de medicina y boticas, un asesor, un fiscal, un escribano y un portero15.
El escribano era nombrado por el protomédico y debía ser persona “hábil, suficiente y en quien concurrían las partes y calidades que requerían”. En algunos casos era el mismo escribano público y de cabildo. En 1589 fue Juan de Castañeda y en 1566 García de Toraya. Antes de posesionarse, debía hacer el juramento acostumbrado ante el protomédico, teniendo el cuidado de ser “diligente y no cargoso en los negocios”.
El “fiscal” era también nombrado por el protomedicato y “debía averiguar en la ciudad y demás partes de este distrito” por personas que incurrieran en delitos contra la salud. Promovía querellas y denuncias ante el tribunal. Por ejemplo, Diego Serrano inició en 1622 “denunciación y causa contra” Pedro Fernández de Valenzuela, porque supo que curaba de medicina sin ser graduado. Generalmente, una vez se iniciaba la causa el protomédico expedía auto para que dentro de un término presentara los títulos y licencias y en el entretanto quedaba en suspenso para poder ejercer.
El mismo promotor fiscal inició otra causa contra las “muchas personas así hombres como mujeres que contra las leyes reales curan de todas las enfermedades…”. Su celo llegó a solicitar que se visitaran “los curanderos y las curanderas” de las diversas villas y ciudades. Éste era un caso en el cual la iniciativa personal de un funcionario iba en contra del modus vivendi que tuvieron que aceptar las autoridades con los curanderos.
En algunos casos el protomédico comisionaba temporalmente a otras personas, quienes hacían las veces de “tenientes de protomédico”. Esta circunstancia se presentaba cuando se realizaban visitas por fuera de la ciudad, con la facultad para iniciar causas y tornar con los títulos dudosos para que el mismo protomédico dictaminara.
Los primeros protomédicos de Santafé datan de los años iniciales de la Colonia. Entre 1589 y 1773, la ciudad tuvo tan sólo 11 protomédicos, la mayoría de los cuales actuaron en Santafé. La mayor parte mostró certificados de estudios en universidades francesas y españolas. El cargo exigía títulos universitarios, por lo que la mayor parte del tiempo el cargo estuvo vacante. En general, ante las precarias condiciones, las exigencias tuvieron que adaptarse a las circunstancias locales, lo cual disminuía el nivel de exigencias cuando había candidatos. Los nombramientos para optar el cargo de protomédico de la “ciudad y corte de Santafé” eran concedidos principalmente a personas con las suficientes letras, virtud y ciencia en la facultad médica. Eran graduados que mínimamente habían optado el grado de bachilleres (era indispensable para ingresar a la facultad el haber cursado filosofía), y con varios años de práctica. Sin embargo, los protomédicos fueron casi siempre (con excepción de fines del xviii) los únicos médicos graduados existentes en Santafé.
En algunas épocas no hubo en Santafé personas que reunieran los requisitos. En estas épocas extremas se apelaba a personas con “letras” en otros saberes. Se tenían en cuenta sus estudios autodidactas en “tratados de medicina” y su “mucha experiencia” en el arte de curar y en el conocimiento de las enfermedades locales. Así ocurrió con los nombramientos del licenciado Antonio de Cepeda Santacruz en 1646 y el maestro Vicente Román Cancino en 1758, quien había cursado filosofía y optado grados en la Universidad de Santo Tomás.
MÉDICOS Y EJERCICIO DE LA MEDICINA
En cuanto a atención y servicios médicos para sus habitantes, la capital del Nuevo Reino de Granada mostró siempre un dramático atraso frente a las dos grandes capitales del Imperio español en las Indias, vale decir, México y Lima. Estas ciudades contaron con médicos suficientes, mejores hospitales, cátedras de medicina tan avanzadas como era posible en la época y tribunales de protomedicato que nada tenían que envidiar a los españoles. Entre tanto, las carencias de la aislada Santafé en este sentido fueron en extremo agudas y también una constante a lo largo de todo el periodo colonial. Este contraste es explicable si se tiene en cuenta que los pocos médicos que se aventuraban a remontarse hasta Santafé generalmente terminaban lamentándolo y trasladándose a reinos más ricos y prósperos o a su propia patria. El principal factor determinante de este fenómeno fue el tamaño de la población blanca y un nivel muy bajo de ingresos para satisfacer los estipendios de los médicos. Generalmente los que más solían permanecer eran los que venían en las comitivas de personajes encumbrados como fue el caso de don José Celestino Mutis, que vino a Santafé como médico personal del virrey Pedro Messía ?de la Zerda.
La insuficiencia de médicos graduados o “profesores médicos”, como se les llamaba, posibilitó que los habitantes de todos los sectores sociales de Santafé y alrededores, en sus enfermedades y tiempos de calamidad, estuvieran bajo el cuidado de médicos prácticos y curanderos. Se trataba de un grupo compuesto por empíricos, autodidactas y letrados, cuando no eran gentes de oficio semejante (cirujanos, barberos y boticarios), que después de acreditarse en su especialidad, se improvisaron como médicos, recetando a muchos de sus pacientes y amigos. Este conjunto de personas anónimas y muchas veces vergonzantes, llenarían la mayor parte de la historia médica de Santafé.
ESTATUS SOCIAL DE LA MEDICINA
Un conjunto de razones conspiraron contra el bajo desarrollo de la medicina tanto en España como en las Indias, pues esta ciencia no pudo desligarse de una consideración sospechosa en términos sociales. Estuvo en un lugar ambiguo entre una artesanía de alto rango y una carrera universitaria con todo su oropel.
En España, desde temprana época, existían programas de instrucción sobre medicina dentro de los colegios mayores. No constituía una “carrera” en el sentido moderno, pero sí se regentaba una cátedra que servía de requisito para el ejercicio de la medicina al más alto nivel. En tal sentido, los créditos académicos otorgaban un “grado” o un título que avalaba ciertos conocimientos y una práctica médica tutelada. Oficialmente estaba incorporada dentro de los flamantes Colegios Mayores de Castilla. De las cuatro facultades consideradas principalmente (artes, derecho, teología y medicina) en los siglos xvi y xvii, la medicina era la menos valorada. R. Kagan, quien ha hecho la más completa exploración del sistema universitario de esos tiempos, coloca la medicina en la opción académica menos atrayente. En primer lugar estaba, lógicamente, la posibilidad de ser un “letrado” con perspectivas en el clero o en el Estado.
“Los rangos superiores del clero e importantes puestos en la administración real, ambos asociados con riqueza y prestigio social, constituían sin duda la elección preferida del estudiante. Una carrera profesional privada como abogado, a ser posible vinculada a un consejo real, tribunal provincial, catedral, corporación municipal o incluso a los dominios de un noble acaudalado, figuraba posiblemente en segundo lugar, en tanto que el ejercicio d e la medicina o maestro de escuela ocupaban un pobre tercer puesto”16.
Como ya lo anotamos, la aberrante discriminación de que era objeto la medicina en España en cuanto a su rango social y profesional, se trasladó sin variaciones a estos reinos. Precisamente, a propósito de esta disparatada situación, el prolijo cronista Ibáñez censura las “falsas ideas que reinaban sobre distinción de clases sociales y que hacían mirar la práctica de la medicina como vulgar y baja, a tal extremo que los jefes de familia impedían a sus hijos, con limitadas excepciones, que se dedicaran a esta noble profesión”17.
EL PRIMER MÉDICO PÚBLICO
A mediados del siglo xvi era tal la penuria económica de esta capital y su necesidad apremiante de un servicio médico regular, que los vecinos decidieron aprovechar el acontecimiento insólito de haber llegado por cuenta propia a Santafé el licenciado en medicina Francisco Díaz para hacer entre los más acomodados una colecta que les permitiera remunerar al médico por sus servicios a aquellos que hoy llamaríamos los “abonados”. El Cabildo coordinó las contribuciones y en primera instancia se hizo al médico una oferta de 500 pesos por sus servicios. Díaz rechazó la oferta por parecerle muy baja y como consecuencia de ello los vecinos pudientes la elevaron a 800 pesos. Esta alza determinó que el contrato se formalizara finalmente en enero de 1562 por el término de un año. En virtud de dicho contrato, el médico se obligaba a “servir a los vecinos y moradores de esta ciudad y a sus indios y servicio”18. Lo insólito de este caso consistió en que al terminar el contrato y proceder el Cabildo al cobro de las contribuciones a que cada uno se había obligado, los vecinos, no obstante haber recibido los beneficios de la atención médica, trataron de negarse de manera empecinada al pago de las cuotas, alegando toda clase de argumentos peregrinos para “poner conejo al médico”. Sin embargo, el Cabildo, cuyos miembros se encolerizaron ante la tacaña actitud de los santafereños, ordenó al alguacil de la ciudad, Alonso Serrano, el cobro de las contribuciones en un documento en que le decía que “de acuerdo con el repartimiento requiráis a las personas contenidas y a cada una de ellas que luego den y paguen los pesos de oro contenidos y señalados y que si luego no obedecieren ni pagaren les sacad prendas y se den al licenciado Francisco Díaz, médico por razón de un año que ha servido a esta ciudad”19.
Con grandes dificultades tropezó el Cabildo para hacer efectivo el recaudo de las cuotas. Finalmente lo consiguió completo pero, como era de esperarse, el engorroso litigio terminó por arruinar el primer intento de establecer un servicio médico regular en Santafé gracias a la avaricia y a la ceguedad de sus habitantes.
PANORAMA CUANTITATIVO DEL EJERCICIO MÉDICO
Sobre el censo médico que registra la más completa muestra elaborada para Santafé, presentamos un primer perfil del ejercicio médico. El número total de médicos censados suma 58, lo cual incluye toda la información en fuentes secundarias disponible más una porción substancial de datos rastreada en el Archivo Nacional. En el cuadro sobre la distribución de la muestra por siglos puede verse el número creciente de médicos que ejercían en Santafé.
En igual forma se destaca que la mayor proporción de los médicos que ejercieron en Santafé tuvieron como única formación la práctica. Esta afirmación es válida para el 59 por ciento de los casos. El resto pudo mostrar alguna acreditación sobre estudios realizados. Este primer balance no revela el verdadero nivel académico de los médicos.
Confirmando una apreciación cualitativa, puede verse en las cifras de formación que el siglo xvii fue el más laxo en el ejercicio de la medicina. La proporción de médicos empíricos actuantes está sobre el 65 por ciento. El siglo xviii, a pesar de aumentar en términos absolutos el número de médicos graduados, en términos relativos no disminuye apreciablemente la proporción de la práctica empírica. Los más famosos curanderos de Santafé pertenecen a este periodo.
Otro rasgo dominante de la muestra se refiere al origen de los médicos. Santafé estuvo, por razones institucionales y de competencia profesional, privada de un sistema propio de formación médica. La poca estima en que tuvieron los patricios santafereños a la profesión médica inhibió el que sus jóvenes hicieran estudios en España u otras ciudades de las Indias (Lima, México). Como resultado, una bajísima proporción de los médicos registrados era de origen criollo. Para todas las épocas, tan sólo siete de los 49 médicos de los cuales se tiene información sobre su procedencia nacieron en Santafé (14 por ciento).
Durante los siglos xvi y xvii la casi totalidad de los galenos provienen de España (un 85 por ciento de los casos). De ellos, una casi despreciable proporción es santafereña. El panorama cambió un poco para el siglo xviii. La diferencia es la diversificación de su origen sin que aumente mucho la porción de médicos locales. En esta época las universidades de España se vieron sobrepasadas por otros países de Europa y otras gobernaciones de las Indias en la oferta de médicos. Esto se refleja en Santafé: tan sólo cuatro médicos provienen de España. En cambio, aparecen médicos de Francia, Portugal y hasta Dinamarca. Entre los países indianos el Ecuador tiene la mayor representación. Panamá y Perú también aparecen como aportantes de médicos. Sin embargo, en esta época Santafé aumenta su participación al 20 por ciento.
Muy a finales del periodo colonial Santafé tiene una rudimentaria cátedra de medicina que le permite preparar sus primeros galenos. Además autorizan el ejercicio médico de manera arbitraria.
LA PRÁCTICA MéDICA
La medicina privada fue la forma principal de práctica médica. El Hospital San Juan de Dios, como foco receptor y aglutinador de los principales recursos humanos o como dispensador de recursos médicos, sólo empezó a ser importante hacia mediados del siglo xviii. Antes de esta fecha la práctica médica sólo se ejerció en forma de contacto cercano con el paciente, tanto por parte de médicos graduados como de curanderos y otros empíricos.
Los médicos graduados, así como los que no lo eran, se iban ganando la confianza de sus pacientes, fortaleciendo relaciones personales por distintas vías y, por supuesto, cultivando su prestigio mediante curaciones evidentes y reconocidas. La competencia era dura debido a que el espacio con que los médicos contaban para ejercer la profesión era reducido por el escaso número de familias que había en Santafé con la solvencia suficiente para pagar adecuadamente. Esta situación dio lugar a numerosos pleitos y querellas entre los médicos que ejercían en la capital. Un ejemplo es el del cirujano de formación empírica, Juan de Tordecillas, que llegó a Santafé a comienzos del siglo xvii y fue víctima de varias acusaciones por ejercicio chapucero de la profesión. En una oportunidad fue denunciado por haber causado la muerte de una distinguida vecina de la ciudad a quien, según sus acusadores, había aplicado un parche con cierto ungüento que le causó hinchazón y trabazón de la lengua y la llevó a la tumba20.
LA VISITA MÉDICA
La atención médica a los pacientes se ejercía a través de dos prácticas que eran las que marcaban la diferencia entre los rangos sociales y económicos de los pacientes. Los enfermos que contaban con buenos recursos económicos solicitaban la visita del médico a sus casas y la recibían con prontitud. Al revés, los pobres acudían al domicilio del médico en procura de alivio para sus males. Existía también la consulta por correspondencia, que consistía, como su nombre lo indica, en que los pacientes dirigían una misiva al médico exponiéndole las características de sus achaques y recibían a vuelta de correo la respuesta con las indicaciones pertinentes.
La visita del médico a la casa del paciente era todo un rito y se manejaba con los rasgos y características de tal. Así la describe el historiador Antonio Martínez Zulaica:
“La visita médica era casi una ceremonia litúrgica con ribetes mágicos. La familia del enfermo entraba en intensa actividad antes de la llegada del galeno. Limpieza, cambio de cortinas, sábanas, servilletas y manteles, quitada del polvo de butacones. Por todos los rincones se esparcían esencias que alejaran hedores propios de la enfermedad. Sobre una mesa se colocaban frutos para que saciara su sed el médico. Y sobre otra, recado de escribir, para las prescripciones que iban a salvar al doliente. Llegaba el doctor; solemne hierático: calzón de paño negro a media pierna, zapatos de pana con hebillas piedra, casaca y chaleco de terciopelo; pendiente desta última, una gruesa cadena de plata con hermosísimos sellos y guantes finos de gamuza. Guantes que no se quitaban ni para examinar al enfermo: Le ordenaba sacar la lengua, y al mirarla hacía un gesto extraño, cabalístico, que ponía a la familia en trance; le tomaba el pulso, de nuevo un gesto enigmático; pedía los orines y los olía, los acercaba a una ventana y los veía a través de la luz, agitaba el frasco, volvía a oler… tocaba la frente del enfermo… al final se dirigía a la mesa con papel y pluma, escribía sus ‘récipes’, miraba al techo de la casa… y por último recibía de la familia agradecida un ágape, un refrigerio, unas frutas, una copa de vino español cuando lo había o de mistela casera… extendía la mano y cobraba… pero también dictaminaba, era el momento culminante ‘es flojo de los humores bajos’, ‘es la sangre espesa’, ‘son las emanaciones del hígado’, ‘es la espesura de la orina’”.
No hacía nada que beneficiara al enfermo, pero la familia quedaba dulce y patéticamente agradecida.
ESTIPENDIOS
Durante la época colonial no hubo regulación de tarifas por servicios médicos, aunque finalmente fueron establecidas en la práctica según la capacidad económica de los pacientes. Las autoridades coloniales trataron dentro de lo posible de que el cobro de los emolumentos se adecuara a dicha capacidad, llegando inclusive a la prestación de servicios gratuitos para los pobres de solemnidad.
No se ha encontrado un arancel del Cabildo para épocas de normalidad. Sin embargo se cobraba en una cierta escala que se consideraba la usanza y el precio preciso se arreglaba según el caso y la disponibilidad monetaria del paciente. Las curas privadas eran caras. Don Manuel Alfaro, en 1791, cobró 140 pesos “por el importe del trabajo personal en 185 visitas diarias y dobles en el discurso de cinco meses que le ha asistido para la curación de las enfermedades que padece”, más la cura adicional de un sobrino21.
En 1795, Honorato Vila, en una declaración al Cabildo sobre los estipendios que cobraba, afirmó seguir las directrices del protomedicato de Barcelona. Cuatro reales por visita a los pudientes, a los pobres la mitad y nada a los pobres de solemnidad. El valor de la consulta era de cuatro pesos, y el doble de esta tarifa para los trabajos nocturnos. Habría que tener en cuenta que un artesano corriente ganaba al año entre 30 y 45 pesos. Según Soriano Vila, fue el primer médico que visitó a sus enfermos a caballo y fijó el precio por visita. Hizo buena fortuna en Santafé y regresó satisfecho a España22.
Al final del tratamiento el médico pasaba una cuenta del siguiente tenor: (siglo xviii)
Señor Juan Ramírez
M. (uy) S. (r.) Mío
A su recomendada enferma la asistí veintidós días a cuatro días a cuatro reales visita, cuyo importe es de once pesos. La medicina que para la dicha se llevaron tiene un costo de cinco pesos y medio, ésto es, haciendo equidad.
D. (ios) G. (uarde a) V. (uesa) M. (erced) Desta su casa, Santafé y Nov. 11 de 1791
José Antonio Rojas
SALARIOS
No eran muchos los cargos remunerados con salario fijo accesibles para un médico. En el siglo xvi los sueldos llegaron hasta 800 pesos anuales; en el xvii oscilaron entre 350 y 1 000 pesos, siendo los más altos los asignados a los protomédicos. En el siglo xviii, como un caso excepcional, don José Celestino Mutis devengó 1 200 pesos, que fue el salario más elevado que percibió médico alguno en Santafé durante el periodo colonial.
En casos de tratamiento los estipendios médicos se cobraban al final. Por estas razones, muchos de sus enfermos morían debiendo grandes sumas a los galenos; en otros casos, se declaraban insolventes, causa del gran número de litigios que se presentaban. Los médicos demandaban las testamentarias o transaban una cifra intermedia con sus dolientes. Manuel Alfaro demandó ante el alcalde ordinario la testamentaria de Andrés Mendoza. El juicio por 140 pesos se inició en 1791 y terminó cuatro años después. En el entretanto también se murió el hijo y el médico terminó en la cárcel. Esto muestra los largos y tortuosos caminos que seguían las reclamaciones de un médico en sus tratamientos, que en la mayoría de los casos terminaba en la muerte del paciente23.
Las condiciones que hacían necesaria la medicina práctica no cambiaron durante el siglo xviii. En 1792 la Real Audiencia falló defendiendo los derechos de “curanderos y curanderos rústicos”, que desde luego “no están recibidos”. Según el veredicto dado se reconoce la legitimidad de cobrar aún sin cumplir los requisitos teóricos para el ejercicio de la curandería.
Muchas veces el lugar ganado dentro de la clientela santafereña era impugnado por médicos con mayores credenciales e influencia. Los curanderos esgrimían repetidamente un argumento valedero: por su práctica conocían, como no lo podía garantizar ningún título de universidad, las condiciones específicas del lugar y las enfermedades corrientes. Es decir, un conocimiento adecuado a América, al Nuevo Reino. En un litigio un cirujano práctico aducía en 1626:
“Y por supuesto la exercen hombres no graduados pero más fácilmente podrán exercitar la medicina de manera que para hacer por las razones dichas no ay tanta necesidad de grados, ni la disposición de la tierra ha dado hasta agora lugar a ello…”24.
Más adelante se refería a la suficiencia de la práctica en materia de conocimientos de medicina:
“… de suerte que teniendo un hombre razonable ingenio o y conocimiento de las enfermedades por pulso y orina y relación de los enfermos, y otras señales que cada enfermedad tiene, y conociendo la calidad de los simples y compuestos y la dosis, y cantidad, es cosa facilísima curar de medicina y mucho más de cirugía que es una de las dos partes sin dar pociones y citar por lo qual la cirugía es muy noble más antigua, más dificil, más cierta y más menesterosa”25.
Un elemento primordial de la práctica médica y especialmente de la aceptación era la dedicación al paciente en términos de su asiduidad e intensidad en las visitas. Un médico sin grado argumentaba que más valía la frecuencia de las visitas que los grados. La visita llegaba más a la parte sicológica del paciente, y eran en estos actos con los que se ganaban el corazón y el alivio de la bolsa en aquellos tiempos.
LA MEDICINA COMO SERVICIO PúBLICO
El gobierno municipal debía enfrentar como uno de sus deberes el proveer a sus moradores con los servicios básicos de medicina. Desde la misma fundación de Santafé se observará al Cabildo haciendo esfuerzos por recolectar los arbitrios suficientes para costear un médico de planta en la ciudad.
Durante el siglo xvi se realizó tal procedimiento bajo el interés generalizado de la población. Como vimos, contribuyeron los vecinos más prominentes. A partir del siglo xvii, cuando Santafé pudo sostener al menos un médico para las capas altas, el problema adquirió un tinte social. Dado que la forma de práctica era privada y restringida, el Cabildo hizo el esfuerzo por sostener un médico público, que igualmente atendiera a los pobres e indígenas.
Francisco Díaz, licenciado en medicina, haciendo los descargos sobre su situación de médico de la ciudad, afirmó:
“… por las leyes y pragmáticas de vuestros reinos está dispuesto y establecido por lo que toca a la buena gobernación y decoro de vuestras ciudades que en ellas y en cada una de ellas haya médicos y boticarios los cuales faltando han de ser traídos con salarios moderados conforme a la calidad de sus grados y letras… pero los otros pueblos y aldeas de menor suerte y calidad los suelen siempre y acostumbran tener repartimiento por cabezas”26.
La medida estaba noblemente enfocada a ampliar la posible cobertura de los servicios médicos, que incluyera a personas no solventes y que no estuvieran en condiciones de costear las consultas privadas.
Esta primera forma de medicina social tuvo muchos tropiezos y poca efectividad. La lamentable situación financiera del Cabildo hizo muy difícil que se sustentara un médico con las rentas de propios. El recurso más socorrido fue apelar a contribuciones públicas (suscripciones) solicitadas a los vecinos pudientes de la ciudad y, desde luego, a las corporaciones religiosas.
Estaba sobrentendido por los códigos éticos de la medicina que sus practicantes deberían curar a los pobres y asistir a los enfermos sin pecunio. En algunos casos, médicos diligentes cumplían tales normas o hacían gala de cumplirlas. Antonio Cepeda Santacruz, sacó a relucir en 1652 los méritos en este sentido para hacer una solicitud al presidente:
“… y porque yo a más de 30 años que asisto en esta ciudad sin salario curando a los vecinos de ella, y sin salir aunque soy llamado para otras con salarios por no faltar en los tiempos de mayor necesidad, asi de pestes que de veinte años [hace referencia a la epidemia de viruelas de 1633] a esta parte han sobrevenido como es notorio, ocupándome a visitar a los indios de la Real Corona en estos dichos tiempos, sin llevar salario aunque se me ha señalado como lo certificaron en caso necesario los jueces oficiales reales y hecho demás de estos memorias y despacho de medicinas a las partes más lexos de esta jurisdicción…”27.
Debe anotarse también que la escasez de médicos con un auténtico nivel profesional en Santafé dio lugar a que las autoridades competentes tales como la Real Audiencia y los tribunales del protomedicato mostraran una evidente laxitud frente a toda forma de curandería empírica. Expidieron licencias de ejercicio a numerosos empíricos tales como cirujanos, barberos, curanderos y otros, debido a que sólo con ellos fue posible muchas veces llenar el vacío que dejaba la ausencia de médicos genuinos.
LITIGIOS Y FUNCIONAMIENTO DE LA MEDICINA
El ejercicio de la medicina en Santafé dio lugar a prolongados y enojosos litigios, muchos de los cuales transitaron largos años por diversos despachos burocráticos sin llegar finalmente a ninguna solución. Se dio a menudo el caso de conflictos entre médicos recién llegados a la ciudad y aquellos que, por poseer una mayor antigüedad, tenían cierto monopolio sobre la clientela. Un indicio de esta situación se da en 1605, cuando el doctor Lope San Juan de los Ríos inició un proceso contra el protomédico de la ciudad, licenciado Álvaro F. Auñón, por haber concedido indistintamente títulos a muchas personas sin los requisitos dispuestos por las leyes y sin tener facultad para ello. Al parecer del doctor Ríos, sólo fueron concedidos por interés y por los recaudos que por ello se percibían “de lo cual ha resultado notable daño en esta República y reino…” ya que “… hay muchas personas que con poco temor de Dios y de sus conciencias curan así indiferentemente de medicina como de cirugía sin ser graduadas…”28. Por lo que suplica se mande “a todas las personas que curan en esta ciudad muestren los títulos y recaudos para ello dicen tener y los que no fueren suficientes declararlos por tales se les ponga y lleve la mayor pena…”. Esta solicitud fue acogida por el real acuerdo, ordenando por auto que el licenciado Álvaro de Auñón y personas que tuvieren títulos librados por él los exhibiesen “dentro de tercero día”.
Cuatro días después de iniciada la causa y sin haber sido notificados de la petición anterior, de la que ya tenían indirecto conocimiento, después de algunas averiguaciones, el cirujano Juan de Tordecillas y el boticario Diego de Ordóñez denunciaron al doctor de los Ríos, porque “… sin estar graduado de bachiller de medicina con examen requerido por la ley real y sin haber presentado ni examinado por el protomédico y examinadores, ni haber practicado los dos años, ni cumplido con los demás requisitos que las leyes piden, ni haber presentado sus títulos al Cabildo de esta ciudad… se ha tenido y tratado en ella como médico, haciendo curas con grave peligro de los pacientes…”29. Igualmente piden, como recurso que está en su derecho, se declare por no médico y se aplique con rigor la ley para que no pueda curar y “… por las hasta agora hechas le concede en las más graves penas… en seis mil maravedises por cada cura y a ocho años de suspensión en el oficio…”.
A partir de allí y por más de 20 días se dan nuevos cargos y descargos, solicitudes y acusaciones de las que minuciosamente se toma registro y en las que ambas partes tratan de invalidarse mutuamente. Para el doctor de los Ríos los cargos en su contra sólo iban dirigidos a “perjudicar su autoridad y a fin de que no siga la demanda, en razón de que no exhiba títulos…”, caracterizando a sus opositores como gente que no “sabía nada de grados”. Éstos, por su parte, reafirman su posición manifestando que “no es suficiente recaudo el haber presentado la carta de doctor por la Universidad de Sevilla para poder curar… y como no lo ha exhibido se infiere que no lo tiene…” Las acusaciones suben de tono. El primero solicita que un alguacil compela a sus contrincantes a que exhiban sus títulos; los segundos a que se suspenda en el oficio y que se nombre procurador con señalamiento de estrados.
El cirujano y el boticario instan al tribunal para que se condene al doctor por haber confesado no poseer “los recaudos de haber practicado con médicos expertos, ni aprobación alguna de Protomédico”. Después de un minucioso estudio de la causa la Real Audiencia determina salomónicamente que el “licenciado Álvaro de Auñón use el título de protomédico en cuanto a examinar y dar títulos de curar y en los demás pedidos por ambas partes, no a lugar por aora”30.
CIRUJANOS, BARBEROS, PARTERAS Y CURANDEROS
Como ya lo vimos, el vacío producido por la escasez de médicos de formación científica dio lugar a la proliferación de diversas clases de empíricos que, a través de observación cuidadosa de las tradiciones, de su propia experiencia y del conocimiento de la medicina popular, llegaron a adquirir una relativa capacidad para hacer frente, con medios muy precarios pero de alguna efectividad, a las enfermedades que padecían sus contemporáneos. Los curanderos llenaron a su manera ese vacío durante casi toda la Colonia, hasta mediados del siglo xviii cuando se inició su decadencia y la pérdida gradual de su prestigio debido al auge de la medicina científica, impulsada por la Ilustración y de la cual fue uno de sus abanderados el sabio José Celestino Mutis, quien lanzó una verdadera ofensiva contra las prácticas de los curanderos en documentos como éste:
“… Así se advierte que en las estaciones de algunas sobresalientes epidemias, especialmente las de disenterías, sarampión y viruelas, fatigados y rendidos los médicos sin tiempo ni fuerzas para consolar y asistir debidamente a la muchedumbre popular, se entrega ésta por necesidad y sin arbitrio de poderlos contener el gobierno, a los Orenes, Alfaros, Avilas y Muñoces, [curanderos todos], que cometen con desenfreno sus absurdos a la sombra de otras curaciones prodigiosas que les atribuye la ignorancia”31.
Los curanderos eran por lo general personajes sin ninguna formación intelectual seria y de un nivel social entre medio y bajo. Sin embargo, hubo algunas excepciones a este perfil general.
Pedro Fernández de Valenzuela (aprox. 1622), uno de los más conocidos, es un caso atípico. Miembro de una familia de la élite, su hermano Fernando fue presbítero y literato y muy cercano a la alta jerarquía eclesiástica. Siendo cirujano pretendió curar y curó “de médico” en Santafé y escribió algunos de los escasos “tratados” sobre medicina. Su semblanza física aparece en uno de los tantos juicios en que se vio involucrado:
“… Pedro Fernández de Valenzuela, cirujano natural de Ciudad Rodrigo en los Reinos de España que es un hombre mediano de cuerpo, barbirrojo, algo tartamudo, con una señal de heridas en la palma izquierda…”32.
Domingo La Rota (aprox. 1790) es un ejemplo de curandero genial dedicado a diferentes oficios y encantador personaje de Santafé. Originalmente estudió teología en el Colegio Mayor del Rosario. Se anunciaba como “literato, relojero, platero, barbero, dentista, médico sangrador y partero”. Su inquietud intelectual se manifestó en escritos sobre sus diferentes “profesiones”. Escribió un Devocionario para la Corona de la Divina Pastora y un Trisagio en 10 espinelas.
Después de automedicarse y experimentar consigo mismo y de ilustrarse en lecturas propias de Pomme, Solano de Luque, empezó a tener conceptos propios en cuanto a medicamentos. De su práctica médica quedó una relación, minuciosa como pocas, de los casos que trató. Los llamó “los casos felices y auténticos de medicina que enseña a curar males graves con simples medicamentos”33.
Los curanderos fueron siempre hombres, con la única excepción de una mujer que ejerció este oficio y que fue conocida como “la comadre Melchora”. Habitaba en el barrio de Las Nieves, llegó a hacerse a una numerosa clientela y su repertorio de terapias era muy simple: se limitaba a ciertos cortes de cabello, baños de agua fría y mixturas frías a base de pollo.
Como el arte de la curandería estuvo siempre a la defensiva debido a la guerra incesante que tuvo que librar contra los representantes de la medicina ortodoxa, sus únicas armas eran los éxitos obtenidos en la curación de enfermedades, especialmente cuando los pacientes eran desahuciados por los médicos y apelaban en su desesperación a los curanderos.
A pesar de la arremetida de la Ilustración, no desaparecieron del todo como consta en el siguiente aparte de la relación de mando del virrey Ezpeleta:
“No obstante, sobran en él muchos infelices ?curanderos que yo he procurado desterrar, pero no ?ha sido fácil, porque prescindiendo de las precauciones del vulgo, al fin estos médicos supuestos aplican sus remedios, y siempre tienen a su favor la confianza de muchas gentes que imploran sus auxilios y sus escasos conocimientos”34.
En cuanto a los cirujanos, éstos conformaban una categoría intermedia. La medicina propiamente dicha era en la época el arte de conocer y diagnosticar las enfermedades y prescribir al paciente los medios terapéuticos indicados para su caso. Por su parte, los cirujanos ejercían la que podríamos llamar parte mecánica de la medicina y, acaso por tratarse de un trabajo manual menospreciado como todos en España, ocupaban un rango inferior al de los médicos. En Santafé lo ejercieron personas de inferior condición social hasta el extremo de que incluso en la época de la Ilustración, en la que este oficio ganó categoría, ocurrió el caso insólito de que un vecino llamado Isidro Pujol y Fajardo que fue rechazado al solicitar su ingreso al Colegio Mayor del Rosario por el simple hecho de ser hijo de un cirujano. El rector del claustro argumentó que la cirugía era un oficio “vil y bajo y ejercido por gente poco distinguida”. Este absurdo rechazo trascendió hasta el punto de que el propio Mutis intervino para defender al aspirante y para exaltar la categoría de la profesión de cirujano. Como la intervención del sabio no surtió ningún efecto, el caso llegó hasta el propio virrey, quien también intercedió en favor de Pujol35.
En términos concretos, el cirujano atendía las heridas de espadas, sangraba a los pacientes, cuidaba las quebraduras de huesos, practicaba autopsias, extraía tumores, unía ligamentos, hacía amputaciones, etc. Como lo define un documento de la época, en Santafé la cirugía trataba “inflamaciones, apostemas, abscesos, tumores, llagas, quebrantamientos y cáncer”.
Los cirujanos específicamente duchos en la composición de los huesos quebrados se llamaban cirujanos “algebristas”. Dentro de la concepción empírica de entonces, la composición de cada hueso tenía su procedimiento. He aquí un ejemplo para componer el hueso del brazo:
“Echando al enfermo en el suelo y tirando los ministros [ayudantes] con contrarías vendas, el artífice le pone el talón del pié en la cabeza del hueso, poniéndose al contrario que el enfermo, y al tiempo que empuja con el pié, tira del brazo, sino bastase se pondrá al enfermo sobre un banquillo, y de se le atará el brazo a una escalera; y en estando amarrado se quitará el banquillo, para que con el peso del cuerpo se restituya el hueso a su lugar, lo cual se conocerá por el sonido, y buena figura. Después se hará la curación general, poniendo en el sobaco un ovillo de hilo o de trapo, para que no se vuelva a salir”36.
En el hospital, con mayores recursos, los cirujanos practicaban amputaciones, trepanaciones y tallas. De igual manera, hacían disección de cadáveres y podían hollar la anatomía humana, un derecho bastante restringido entre las actividades médicas.
Algunas tareas poco atrayentes caían dentro del amplio rango de la cirugía. En el caso del degollamiento del oidor Mesa se encuentra un cirujano prestando asesoría para “dirigirla cuchilla del verdugo”.
Era, pues, un oficio en su mayor parte práctico. Poco a poco, con el avance en el conocimiento de la anatomía, fue adquiriendo un mayor estatuto teórico. Hasta 1671, para ejercer el oficio de la cirugía no había necesidad de cursar estudios académicos o teóricos en la universidad. Se aceptaba el nivel de conocimientos aportado por una práctica dirigida, la cual se llevaba a cabo en un hospital donde hubiese tutoría médica.
El avance de los conocimientos de anatomía humana fue otorgando mayor jerarquía a los cirujanos, al punto de que a partir de 1617 ya empezaron a exigirse en ?España tres años de estudios teóricos más dos de práctica a fin de recibir autorización para ejercer la cirugía.
En los exámenes que solían presentar los cirujanos para recibir su grado predominaban las preguntas sobre anatomía, así como las demostraciones prácticas de destreza en el manejo de la navaja barbera para sangrías, extirpación de bubas, llagas, tolondrones, etc.
No obstante, pese a la nítida diferencia teórica que existía entre médicos y cirujanos, el precario nivel profesional de la mayoría de los médicos que ejercían en Santafé determinó que éstos fueran a menudo desplazados por la pericia práctica y la experiencia de los cirujanos.
Sus ingresos eran en general más bajos que los de los médicos, aunque hubo algunos que por su destreza llegaron a percibir sumas iguales y aun más elevadas que las que cobraban los médicos. Tal fue el caso del cirujano sangrador Manuel Mojica en la segunda mitad del siglo xviii.
Del total de 24 cirujanos que ejercieron en Santafé entre el siglo xvi y la primera década del xix, 12 lo hicieron en el siglo xviii y 15 de ellos fueron extranjeros, entre españoles y portugueses.
Como es fácil suponerlo, la mayoría de los cirujanos que trabajaron en Santafé eran totalmente empíricos. Sólo a fines del siglo xviii, por los impulsos de la Ilustración, llegaron a esta capital dos de los llamados “cirujanos latinos”, egresados con todas las de la ley de la Universidad de Cádiz: Francisco de Paula Pallares y Jaime Navarro.
BARBERÍA
Los barberos, no obstante el nombre que los distinguía, no se limitaban a ejercer su oficio como tales, sino que actuaban como una especie de cirujanos menores. Por disposición de los médicos sangraban a los pacientes, les “sajaban ventosas”, les “picaban las venas”, les sacaban dientes y muelas y les “echaban” las sanguijuelas, que era otra forma de sangría.
A diferencia de los médicos, cuyo ejercicio profesional se hacía a domicilio, los barberos aguardaban a los pacientes en sus locales de barbería, de tal manera que en la misma silla en que rapaban las barbas de sus clientes, los aderezaban, les tonsuraban el cabello y les arreglaban las pelucas, los barberos practicaban sus salvajes exodoncias, sus ventosas y sangrías.
Hasta hace muy poco tiempo se conservaba en Bogotá, como todavía ocurre en numerosos pueblos, la costumbre de identificar las barberías con una señal (casi siempre un cilindro giratorio) en el que alternan los colores rojo y azul sobre fondo blanco. Esta alegoría simboliza la sangre venosa (color azul) y la arterial (rojo).
Un caso típico es el de Gaspar de Ibarra, quien en 1761 solicitó licencia para ejercer como flebotomiano, vale decir, como sangrador y, al mismo tiempo, para abrir “tienda pública de barbería”. Presentó los exámenes reglamentarios y le fue aprobado el permiso con la advertencia de que no debería invadir terrenos propios de los médicos y cirujanos y también que debía abstenerse de practicar sangrías sin autorización de médicos o cirujanos licenciados37. Sin embargo, las carencias a que ya hicimos referencia determinaron que los barberos desempeñasen a menudo las funciones propias de los cirujanos.
A fin de ejercer un control más estricto sobre la actividad de los barberos, el gobierno colonial instituyó en 1635 el llamado protobarberato, tribunal paralelo al del protomedicato, encargado de regular y vigilar el trabajo de los barberos y expedir las correspondientes licencias.
Los barberos son más difíciles de ubicar en la documentación, precisamente por la poca visibilidad de su oficio. Generalmente quedan registrados los que logran la estabilidad de una “tienda de barbería”, pero puede suponerse que muchos practicantes sin “infraestructura” pulularon en la ciudad.
De la lista de personal médico que hemos elaborado encontramos 13 barberos a los cuales se les pudo seguir la pista: 11 durante el siglo xvii y dos durante el siglo xviii. Ninguno tuvo formación académica y todos (de los que se tienen datos) provenían de España o Europa. Siendo un oficio empírico es extraño no encontrar barberos santafereños. La razón puede ser que quienes lograron una cierta notoriedad y por lo tanto quedaron registrados en juicios, peticiones o como testigos en litigios, fueron aquellos de origen europeo.
PARTERAS
La inmensa mayoría de los alumbramientos que tuvieron lugar en Santafé durante la Colonia se desarrollaron bajo el cuidado de parteras empíricas, y sólo en contados casos intervino un cirujano y casi nunca un médico. No es difícil adivinar que en aquellos tiempos la mortalidad infantil debida a los procedimientos rudimentarios y antihigiénicos utilizados en el parto era elevadísima. Este fenómeno determinó que las autoridades eclesiásticas otorgaran a las parteras permiso para bautizar sumariamente a las criaturas agonizantes a fin de evitarles piadosamente las penas del limbo. Los niños solían morir de infecciones tetánicas debidas a la absoluta falta de asepsia en el proceso de cortar y ligar el cordón umbilical. Salir vivo de ese trance era para un infante de nuestra Colonia nada menos que un feliz azar. Con los progresos que trajo consigo la segunda mitad del siglo xviii, bajo el gobierno del virrey José de Ezpeleta, se trató de introducir y aplicar un manual de parteras que ya circulaba en España y que contenía normas importantes de higiene. Tan excelente intención no se hizo realidad y los partos santafereños siguieron siendo atendidos con la misma incuria de siempre.
Es curiosa la información de que disponemos, según la cual las parteras llegaron a gozar de autoridad en el campo judicial cuando se trataba de casos de estupros, violaciones y otros atentados contra el honor sexual. En un caso de estupro cometido en la persona de una india de nombre Micaela (aprox. 1613), la partera llamada para dictaminar declaró que aquella tenía “inflamación en el vientre” y que, además, tenía “corrompida la natura”38.
EPIDEMIAS EN SANTAFÉ
Es un hecho bien sabido que los dos agentes decisivos de la hecatombe demográfica que padeció la población nativa del Nuevo Mundo fueron, por una parte, la despiadada explotación de los aborígenes por los españoles, especialmente en los primeros años de la Conquista, y por otra, las enfermedades hasta entonces desconocidas en América que los conquistadores trajeron y propagaron intensamente en la indefensa masa humana que poblaba este continente.
Los males que trajeron los españoles se tornaron epidémicos en tierra americana. Ellos fueron la viruela, el sarampión, el tifo, la gripe, la lepra y la sífilis, entre otras.
En nuestra sabana las epidemias empezaron a presentarse casi al tiempo con la Conquista y la fundación de Santafé. Finalizando el siglo xvi se abatió sobre la nueva ciudad y sus contornos una epidemia de viruela que diezmó, según Rodríguez Freyle, “una tercera parte de los naturales de Santafé y muchos españoles”.
A lo largo de todo el siglo xvii se sucedieron pestes implacables con intervalos casi exactos de 10 años. Entre 1618 y 1621 se presentaron las dos peores epidemias. Entre 1630 y 1633 la ciudad sufrió una de tifo (llamado tabardillo en esa época) que causó una espantable mortandad. Según el historiador Groot, la epidemia acabó con las cuatro quintas partes de la población indígena de la sabana. Aunque esta cifra ha sido reputada posteriormente como excesiva, de todas maneras la mortalidad causada por esta epidemia fue atroz. En la segunda mitad del siglo xvii la zona sabanera padeció dos nuevos flagelos de viruela y uno de sarampión.
Hubo también epidemias de enfermedades que los contemporáneos no supieron identificar con precisión. Una que se presentó en la primera mitad del siglo xvi fue denominada “peste de los delirios” (¿ingestión de borrachero?) y en 1688 y 1739 otras dos que tampoco fueron clasificadas. Luego, entre 1759 y 1760, la ciudad padeció una afección que recibió simultáneamente los nombres de “Fiebre del Levante”, “Tifo del Oriente” y “Peste del Japón”. Como puede verse, las tres denominaciones coinciden en atribuir el azote a causas procedentes de comarcas orientales.
En cuanto a la temida y legendaria lepra, llamada entonces “Mal de San Lázaro”, ya por esa época se tomaban severas medidas para aislar a sus víctimas.
Parece que el origen de la palabra “tabardillo”, aplicada a esa modalidad de tifo, se refiere al hecho de que los enfermos mostraban numerosas manchas rojizas y pequeñas en la piel, “como picaduras de pulga”, similares a las que se colocaban en unos casacones anchos que entonces se usaban y que se llamaban tabardos. En 1633 azotó a Santafé una devastadora epidemia de tabardillo que fue conocida para la posteridad como la “Peste de Santos Gil”, debido al nombre del escribano (notario) que actuaba en la capital y que logró con una endemoniada habilidad que innumerables enfermos, ya en periodo agónico, le legaran en sus testamentos la totalidad o parte de sus bienes.
REPERCUSIONES SOCIALES DE LAS EPIDEMIAS
Las epidemias alteraban por completo y en forma ciertamente dramática el ambiente de la ciudad, hasta el punto de que, ya pasado el flagelo, los sobrevivientes seguían recordándolo con espanto ante el sinnúmero de viudas y huérfanos desamparados y no pocos supérstites lisiados, ciegos, sordos, tullidos y contrahechos que dejaban las pestes. En algunas casas, se segregaba piadosamente a los infectados; en otras, se les arrojaba a las calles sin misericordia. Allí deambulaban, agonizaban y morían a la intemperie, en medio de los pebeteros y sahumerios que las gentes encendían desesperadamente tratando por este medio de purificar el aire. Estas llamas macilentas daban a las calles un tétrico aspecto fantasmal. No había madrugada en que los portales de los templos y monasterios no amanecieran saturados de cadáveres que los familiares depositaban allí ya cubiertos por la mortaja y aun desnudos. Otros no se molestaban ni con este piadoso acarreo y dejaban los difuntos en las puertas de las casas hasta bien avanzado el proceso de putrefacción. Un cronista describía así los síntomas de una de las variadas pestes que azotaron la ciudad:
“Horribles vómitos y ansias, el cuerpo estropeado, la cabeza condolida, sin poderse ni aún volver en la cama, descaecidos del corazón, molidos los huesos, la garganta llagada, los dientes y muelas danzando y todo el hombre ardiendo con la fiebre y loqueando con notables frenesíes…”.
Y en medio de este escenario aterrador, circulaban como seres de ultratumba los clérigos y misericordiosos administrando los últimos sacramentos a los agonizantes y llevando consigo el Santísimo expuesto. Su única compañía era un criado con una linterna precaria.
La epidemia de turno no era la única calamidad que padecían los desventurados santafereños. Como consecuencia de cada una de estas tragedias colectivas, sobrevenían las peores hambrunas que pudieran imaginarse. Las autoridades hacían los mayores esfuerzos para afrontar con buen suceso estas situaciones pero los recursos eran escasos. Los llamados “fondos de virulentos” no daban abasto para satisfacer las graves necesidades que se presentaban junto con las pestes. Además, la cuarentena obligaba a interrumpir la movilización y el comercio. Como la ciudad dependía casi exclusivamente de la sabana para el suministro de sus víveres, éste se reducía y encarecía, ya que los indios que trabajaban la tierra en esa zona eran víctimas predilectas de las pestes. En tales casos fueron de gran utilidad los solares y huertos de las casas para garantizar a sus moradores un mínimo abastecimiento de vituallas.
MEDIDAS DE SALUD PÚBLICA
Pese a las grandes distancias que separaban los centros urbanos, las epidemias se iban propagando de manera escalonada e inexorable. Dentro de la impotencia científica de la época, las autoridades tomaban algunas medidas en un esfuerzo vano por atajar el proceso de avance de las pestes. Como para Santafé y sus contornos la puerta forzosa de todas las importaciones era Honda, hacia allí se dirigía la atención del gobierno para tratar de erigir barreras contra las epidemias. Por ejemplo, a mediados del siglo xvii se supo de una epidemia que había estallado en Mompox. De inmediato se dispuso que todos los géneros que llegaran a Honda fueran desenfardelados y expuestos al sol y al aire creyendo así purgarlos de la peste que portaban. Por otra parte, se improvisaban “lazaretos” en las afueras de las ciudades para aislar en cuarentena a los viajeros que podían ser sospechosos como posibles transmisores de las más temidas enfermedades. Había ocasiones en que las epidemias se declaraban en pueblos vecinos a las ciudades, como fue el caso de una que comenzó en Tunjuelo. La respuesta de las autoridades fue aislar de inmediato la aldea afectada.
Cuando ya la epidemia invadía el corazón de la ciudad, la situación revestía caracteres de extrema gravedad. Ya hemos visto hasta qué punto era precario el conocimiento de la medicina que se practicaba en Santafé. Y eran esos los medios con los que las gentes de esta capital afrontaban estos asaltos apocalípticos. Tampoco estuvo jamás la ciudad debidamente apercibida para tomar en forma adecuada las medidas inherentes a estas emergencias, tales como alimentación y cuidado de enfermos, abastecimiento de sus habitantes, medidas de policía, etc.
Por estos tiempos, la creencia más común era que el contagio se efectuaba por la cercanía a los infectados. También se creía que los vientos llevaban consigo los misteriosos gérmenes de las pestes y en cierta forma los depositaban en ciudades y poblados. Se incriminaba más a la calidad y origen del aire que a los cambios climáticos. En un documento se dice que “por el cambio de estación la atmósfera puede activar el mal” o que el “aire de verano la incrementa y crecerá el número de enfermos”39. O se afirmaba que el contagio “pegaba de sólo llegar al enfermo, tocarle, de respirar el aire de la sala y aun de la cuadra en que estaba”.
Había también otra teoría según la cual los muebles y ropas eran temibles transmisores, por lo cual se generalizó la costumbre de quemar los que habían pertenecido a las víctimas de las epidemias. Inclusive numerosos bohíos indígenas fueron devorados por las llamas que atizaban los agentes de esta modalidad de asepsia preventiva.
Ya a comienzos del siglo xix se crearon algunos hospitales para indigentes, así como cementerios provisionales para sepultar allí las víctimas de las pestes. Ello vino a reforzar la saludable cruzada que emprendió el virrey Ezpeleta para impedir que continuase la malsana e inveterada costumbre de enterrar a los difuntos en los templos. También se instalaban estratégicamente sahumerios en las esquinas a fin de desinfectar los aires.
Finalmente, en 1782, el benemérito Mutis trajo a Santafé la primera arma genuinamente científica contra la viruela: la inoculación o vacuna. Primeramente se utilizaba el sistema de pasar un hilo por las erupciones del enfermo; en seguida se practicaba un corte en un brazo y una pierna del sano y allí se colocaba el hilo. Posteriormente se utilizó la llamada “piqueta” para realizar la misma práctica. Sobra decir que, el sistema de inoculación, aun después de que se “suavizó” con el sistema de la piqueta (que se mantuvo por siglo y medio más), tropezó con una obstinada resistencia, producto de la ignorancia y el atraso, especialmente por parte de la población indígena. Sabemos que en la misma España, el rey Carlos IV tuvo que apelar al arbitrio de inocularse públicamente para demostrar en forma contundente las bondades del novísimo invento. Desde luego, en la medida en que el sistema fue haciéndose efectivo, las absurdas incredulidades y los temores mágicos de las gentes fueron cediendo en beneficio de su propia salud.
APELACIONES A LOS PODERES DIVINOS
Más allá de estos esfuerzos “positivos”, la verdadera fuerza en la cual confiar era la Divina Providencia. En buena parte esta actitud se sustentaba teológicamente. La persona era una unión indivisible de alma y cuerpo. Cuando sobrevenía una epidemia, los santafereños miraban en primer lugar al cielo. Era un “acto de Dios”. Puesto que no tenían más que vagas ideas de cómo combatir las enfermedades, los organismos eclesiásticos organizaban rogativas cuyo sentido primordial era suplicar al cielo indulgencia para los pecados que hubieran podido dar lugar al castigo de la epidemia. Las altas jerarquías de la Iglesia santafereña aprovecharon la coyuntura de la epidemia de 1782-1783 para predicar sin reposo que se trataba de un castigo celestial por la impía sublevación de los Comuneros que había tenido lugar en esa época.
Ya hemos visto cómo el Cabildo santafereño se reunía en sesiones especiales para diputar diversos santos y advocaciones de la Santísima Virgen como defensores de la ciudad y sus zonas vecinas contra pestes y toda suerte de calamidades telúricas. La Virgen de Chiquinquirá fue utilizada varias veces como abogada contra diversas pestes.
Y volviendo a lo científico, 1803 fue el gran año. En septiembre el rey Carlos IV organizó una gran expedición que se llamó “filantrópica” para traer y difundir intensamente la vacuna antivariólica en las Indias. La expedición zarpó de La Coruña al mando del médico de cámara de Su Majestad, Francisco Xavier de Balmes. Parte del grupo se dirigió a Venezuela y parte a Santafé, a donde llegó en diciembre de 1804. El virrey Amar publicó un bando cuyo fin era insistir en las excelencias de la vacuna. El canónigo Rosillo predicó en favor del nuevo sistema de inmunización y finalmente se creó y estableció en la capital la Junta Principal de la Vacuna. A continuación comenzaron a establecerse juntas provinciales en el Reino y de manera articular en Santafé donde movilizaron los principales notables de la ciudad. El espectro de la viruela empezaba a languidecer en el Nuevo Reino de Granada.
BENEFICENCIA EN SANTAFé
Fuera de la institución hospitalaria hubo desde un principio preocupación en las autoridades coloniales por la creación de hospicios que se ocuparan del amparo y protección de personas abandonadas y marginadas que entonces eran clasificadas en la siguiente forma:
- mendigos y desamparados de cualquier edad, clase y condición
- mujeres e hijos
- “los indios e indias pobres que vienen a esta capital sin otro destino que mendigar”
- pobres; mujeres públicas
- niños expósitos; locos.
A pesar de la omnipresencia de la familia, la sociedad colonial presentaba fuertes desajustes en este aspecto. Hacia este cuadro de marginados estaba orientada la misericordia organizada. Dentro de las instituciones creadas en la sociedad santafereña existieron tres tipos que algunas veces se superponían en su servicio:
- hospitales
- la casa de expósitos y divorciados
- los hospicios.
EL HOSPITAL SAN JUAN DE DIOS
Desde los primeros años posteriores a la fundación de la ciudad empezaron sus moradores a percibir de manera apremiante la necesidad de crear un hospital. Las carencias médicas durante esos años eran tan dramáticas que, según los cronistas, con los conquistadores no vinieron médicos ni cirujanos, sino a lo sumo algunos barberos y veterinarios. La urgencia de establecer un hospital se sentía de una manera tan aguda que ya en 1539 el Adelantado Jiménez de Quesada y sus principales capitanes (Fernando de Ayuso, Juan de Arévalo, Juan de San Martín, Antonio de Irazabal, Lázaro Fonte, Juan de Céspedes, Hernán de Vegas, Pedro Colmenares y Hernando de Rojas) enviaron al rey una súplica para que hiciera a su costa un hospital en Santafé y le señalara una renta para su sostenimiento.
La construcción de un hospital fue uno de los imperativos de la política de población en las Indias; sin embargo, su instauración se demoró hasta 1564. Hubo varios intentos conocidos, especialmente durante la década del cincuenta. Al comienzo la preocupación se dirigió hacia los indios, que empezaban a padecer los rigores de la Conquista. En 1553 los oidores de la Real Audiencia recibieron del rey su anuencia para su edificación, pues “es muy necesario que en la ciudad de Santafé se haga un hospital donde sean curados los indios pobres que a él ocurren, porque dizque acaece venir de fuera muchos de ellos y del trabajo del camino adolecer y que cuando enferman no hay donde sean curados”40. En la misma comunicación les ordenó informasen sobre el costo del proyecto (“qué tanto costaría hacerse y de dónde y cómo se podría proveer y dotar de manera que se sustentase, vos mando que con toda brevedad me enviéis larga y particular relación de todo ello”). La acuciosidad real poco fructificó. La Audiencia requirió al Cabildo para que realizara el proyecto y posteriormente se confiara en la iniciativa privada. A su vez, el procurador insistió otra vez ante el rey sobre la necesidad de hacer el hospital.
Las aspiraciones no eran muy grandes: tan sólo se solicitaba un hospital “en dos cuartos divididos y apartados, uno para españoles y otro para los dichos naturales, donde se metiese la cantidad de pobres y dolientes que nos fuésemos servidos”. En suma, un techo y asistencia precaria para españoles e indígenas. En especial estos últimos, pues su desarraigo los privaba de la seguridad social de la tribu, ya que según los españoles carecían de “projimidad”.
En principio la corona autorizó la creación del hospital otorgando licencia igualmente para que fuera dotado “con los diezmos que nos pertenecían en el obispado del dicho Nuevo Reino o, cuando esto no bastase, de nuestra Real Hacienda, señalando para ello la cantidad de renta que a Nos pareciese o como fuese mi merced”41.
En 1557 el capitán Juan de Céspedes pidió y obtuvo licencia para construir el hospital, autorizándosele en cambio el patronazgo hereditario sobre dicha institución. Esta iniciativa, como otras tantas, tampoco llegó a convertirse en realidad.
Siguieron los intercambios de cartas y solicitudes y documentos de toda índole hasta que finalmente el hospital se fundó en 1564. Vale destacar que para esa época Tunja, la ciudad rival de Santafé, ya contaba con un hospital, pobre y precario, pero que de todas maneras cumplía aunque fuera parcialmente su misión.
El hospital se estableció en unas casas donadas por el obispo Juan de los Barrios, situadas en el área que habría de ocupar la sacristía de la catedral (actualmente carrera 6.a con calle 11).
Al hospital se le habían asignado como rentas una porción de los diezmos recaudados. Ascendía a 1,5 novenos, que constituían un 8,3 por ciento de los diezmos. Sin embargo, durante esta primera época hubo una irregularidad en la entrega de estas sumas. En 1574 el Real Consejo de Indias comisionó al oidor Francisco de Anuncibay “para que hiciera una revisión de las cuentas de los diezmos de donde resultó que al hospital de Santafé debería haber correspondido hasta entonces 2 907 pesos, un tomín por concepto del noveno y medio de la mitad de los diezmos de Santafé, más 769 pesos 5 tomines 10 granos por concepto del diezmo del noveno y medio que las demás ciudades debían enviar a la capital. De esta cantidad no había recibido el hospital sino 623 pesos 3 tomines, de modo que se le adeudaban 3 053 pesos 3 tomines, 10 granos; cantidad que se cobró e invirtió por orden de la Real Audiencia en la compra de unas tiendas en la Plaza Mayor, para renta del Hospital de San Pedro”42.
Desde el comienzo la Real Audiencia entró a supervisar la administración financiera del hospital y logró un importante refuerzo en sus ingresos. Aun así éstos no eran suficientes para atender satisfactoriamente y en su totalidad las necesidades de la institución. Por suerte, el hospital empezó a recibir legados y donaciones de origen testamentario que le ayudaron a sobreaguar en esos momentos difíciles.
El personal, a comienzos del siglo xviii, se componía de médico, cirujano, barbero, capellán, mayordomo, enfermera y dos negros encargados de la cocina y el aseo. El médico tenía el compromiso de visitar diariamente el hospital pero solamente lo hacía cada tres o cuatro días.
Pese a todo, las condiciones en que funcionaba el hospital seguían siendo muy precarias. “Había escasez de agua y muchas veces había que ir a buscarla a la calle. La alimentación de los enfermos consistía en pan, que también escaseaba a veces, y carne para cuya provisión se mataban semanalmente tres o cuatro carneros. Las limosnas eran muy escasas y los bienhechores del hospital disminuían cada día. Fuera del mayordomo ningún eclesiástico visitaba a los enfermos, pues el provisor y vicario general de la arquidiócesis, que acostumbraba hacerlo, hacía seis meses que no aparecía por allí”. En vista de esta situación, la Real Audiencia empezó a supervisar el funcionamiento del hospital, “entremetiéndose”, según decir de la contraparte eclesiástica, y elevó denuncia ante el rey. Con el respaldo de la corona, la Real Audiencia despidió al administrador, sacó a los “intrusos” eclesiásticos de las habitaciones que ocupaban y colocó a otro administrador. Se encontraron evidencias del desvío de los fondos de diezmos que pertenecían al hospital, dineros que se utilizaron en recepciones de arzobispos o comisiones de visitas.
Además dispuso la Audiencia que los oidores, encargados de visitar la cárcel todos los sábados, pasaran también al hospital y que el arzobispo nombrara dos nuevos administradores entre gentes pudientes de la ciudad y administrara fielmente los dineros.
La administración del hospital en manos del clero secular dejaba mucho que desear. Empezó a rondar la idea de darle un respaldo organizacional, que tan sólo podía brindar una orden.
En 1603 llegó a Santafé fray Juan de Buenafuente, de la orden de los hospitalarios, provisto de una licencia real para hacerse cargo de la administración del hospital. Esta iniciativa era particularmente saludable para la institución por cuanto la orden que representaba fray Juan tenía una larga y universal experiencia en el manejo de instituciones hospitalarias, ya que esa era la razón esencial de su fundación y de su existencia. Lamentablemente el religioso se encontró con la fuerte oposición del arzobispo Bartolomé Lobo Guerrero, quien actuaba como patrono de la entidad. Esta resistencia se prolongó con éxito hasta 1635 cuando, por disposición directa y perentoria del rey Felipe III, los frailes de San Juan de Dios se encargaron del hospital. Sin embargo, este traspaso se hizo con algunas limitaciones, pues los clérigos seglares conservaron la propiedad sobre el inmueble, de tal manera que los frailes hospitalarios se encargaron en forma taxativa de la administración.
En el momento en que la comunidad de San Juan de Dios recibió el hospital, éste contaba sólo con 17 camas y carecía de sala para mujeres. En 1640 su capacidad ya era de 30 camas, 20 para hombres y 10 para mujeres43.
La estrechez del local que ocupaba la institución determinó la construcción de otro, que se inició en 1723 bajo la dirección de fray Pedro Villamor, quien había estudiado y practicado la medicina en Panamá y Cartagena. En la cédula de 1723 en la cual se autorizaba el traslado, se dejaba constancia de los inconvenientes a que daba lugar la proximidad del hospital a la catedral. En dicho documento se hacía especial énfasis en las desagradables interferencias que sufrían los oficios religiosos de la catedral con las voces destempladas de los locos y de algunos enfermos incurables.
El nuevo hospital se edificó hacia el occidente con base en los planos del hospital de Granada, España. Su construcción se concluyó en 1739 y se llamó Hospital de Jesús, María y José, aunque poco después adoptó el nombre que lo distinguiría a través de los siglos: San Juan de Dios. Recibió importantes donaciones, entre ellas una de 30 000 pesos del virrey José Solís. Gracias a ellas pudo adquirir más inmuebles que le permitieron incrementar sus rentas. Las ampliaciones que se hicieron permitieron crear una sala para clérigos, otra para personas de excepción (especie de pensionados), una que se llamó de unciones (para moribundos), una para locos, una para inválidos y otra para incurables. Además se establecieron una ropería y un local para el funcionamiento de la botica.
Con el advenimiento de la orden de San Juan de Dios, el hospital dio un paso sustancial hacia adelante. Estos frailes eran unos veteranos en ese campo, y cuando llegaron a Santafé ya tenían hospitales en Tunja, Villa de Leyva, Vélez, Pamplona, Portobelo, Mariquita, Mompox, Soatá, Santa Marta y Cali44. Además, en el hospital de Santafé se instituyó una especie de escuela médica para los propios frailes con la consecuencia de que allí mismo los hermanos se hicieron médicos, cirujanos, flebotomianos, enfermeros y boticarios. Para 1761, el hospital tenía 40 funcionarios, entre médicos, personal paramédico, administradores y empleados de servicios generales.
Personal médico: 1 médico, 2 enfermeros, 2 boticarios, 2 flebotomianos, 1 cirujano, 1 loquero, 1 proveedor de vendajes y asistente de sangrías, 1 alacenero de enfermerías (también botica), 1 comadre (comadrona), 3 enfermeras, 1 ayudante de botica (donado).
Personal administrativo: 1 prior, 1 maestro de novicios, 2 presbíteros, 1 procurador de la casa, 2 conciliarios (secretarios), 1 limosnero (recolector de fondos), 1 procurador de corte (encargado de asuntos legales y negocios), 1 dispensero e intendente.
Servicios generales: 1 portero, 1 sacristán, 1 refitolero, 4 cocineros, 2 ayudantes de ropería (donados), 1 sepulturero (a concierto), 3 sirvientas, 1 sin datos.
Los médicos debían comenzar su ronda a las siete de la mañana a la cabeza de un grupo formado por el boticario, el enfermero y dos asistentes. En los exámenes que practicaba, el médico iba prescribiendo las drogas y las dietas correspondientes. Los cirujanos intervenían cuando se hacía preciso sangrar al paciente o practicarle una flebotomía, y además estaban facultados para hacer autopsias. Al finalizar las llamadas “curaciones de cirugía”, las sábanas y trapos eran llevados a la lavandera con la recomendación de que se les aplicara “mucha lejía” a fin de dejarlos “limpios de grasa y materias”.
A las cinco de la tarde, la atmósfera ya se hallaba cargada de toda suerte de miasmas fétidos, por lo cual a esa hora llegaban a las salas de enfermos los encargados de sacar las bacinillas, que ya se encontraban llenas, a fin de vaciarlas y lavarlas. A continuación se encendían sahumerios de alhucema “o cualquier otra aromática” para disolver las emanaciones pútridas. No olvidemos que a este procedimiento se le atribuían entonces notables virtudes, hasta el punto de que, como ya lo vimos, en tiempos de epidemia, proliferaban en las esquinas toda laya de sahumerios con los cuales los desesperados santafereños confiaban en ahuyentar y conjurar los duendes letales de las pestes. Otro uso reglamentario era el de colocar un candil a la cabecera de los moribundos para dar luz a los sacerdotes que acudían a administrarles el sagrado viático y los últimos sacramentos.
Las cifras recolectadas sobre el movimiento hospitalario muestran el perfil de su crecimiento e importancia. Entre 1739 y 1751 el hospital atendió a un número promedio de 448,3 pacientes anualmente. De los enfermos que ingresaban, un 28 por ciento morían en el hospital.
Entre 1739 y 1751 la atención hospitalaria se mantuvo relativamente constante. A partir de 1752 el perfil se modifica radicalmente: la curva de ingreso empieza a ascender rápidamente. La tasa de crecimiento promedio de ingresos entre los años 1752 y 1767 (periodo para el cual tenemos datos) aumenta en un promedio del 10 por ciento anual, una velocidad no vista y casi inverosímil teniendo en cuenta los parámetros coloniales. Para el periodo 1766-1767, el hospital atendía 1 900 pacientes al año, una cifra 5,2 veces superior al nivel de 1739.
En 1764 se atendió un promedio diario de 130 pacientes de todos los estados, condiciones y enfermedades. Los informes muestran la gran presión que existía sobre la institución. Las necesidades sobrepasaban su capacidad y la atención se hacía más sumaria, rebajando su calidad. “Los muchos de cirujía se curan en pie diariamente, cuyo numero es crecido por la mucha pobreza que hay en esta ciudad”45. Sin embargo, los problemas no cesaron. La capacidad del hospital aumentó pero más aumentó la demanda de servicios, por lo cual no tardó en verse aquél en apuros. De los enfermos que ingresaban a sus salas moría un 28 por ciento.
Bien pronto el hospital se vio obligado a atender no sólo a pobladores de la propia Santafé sino a habitantes de zonas y aldeas circunvecinas. Debido a ello, sus directivas hubieron de redoblar esfuerzos por incrementar la capacidad de las salas. Veamos estas cifras sobre el número de camas en diferentes épocas:
Año | Camas |
1635 | 17 |
1643 | 30 |
1761 | 150 |
1807 | 300 |
Para la última década del siglo xviii el hospital se había convertido en una entidad sólida como ninguna en la ciudad. Su presupuesto triplicaba con creces el del Cabildo Municipal, recibía aportes reales y contaba con magníficas rentas propias procedentes de 35 casas y 70 “tiendas”. Además, recibía diezmos y rendimientos que le producían un 5 por ciento anual.
A pesar de que ya las autoridades virreinales habían pensado en la necesidad de crear un hospital separado para militares, esta iniciativa no prosperó por falta de recursos. En consecuencia, San Juan de Dios tuvo que albergar en sus ya atiborradas salas a los enfermos castrenses. Por lo tanto, sus 300 camas resultaron insuficientes. Los enfermos se hacinaban de la manera más insalubre y anti-higiénica, no obstante los clamores de uno de los frailes por separar a los enfermos por la naturaleza de sus dolencias. El sacerdote insistía en que el hospital tenía una “atmósfera emponzoñada que lleva el sepulcro aun a los más robustos”46. Decía un patético informe de la época:
“En esta cama se corta actualmente un brazo a un hombre, en la otra se aplica una sangría, en aquella se pone el santo óleo a un moribundo, de esa otra se saca un cadáver para darle sepultura…”47.
Otro informe, no menos dramático, del alcalde ordinario Gabriel José Manzano rezaba así:
“Entré a la sala de enfermas y quedé confundido y horrorizado. Diré que el ambiente que allí se encerraba se podía palpar y cortar, pues era tan espeso, fétido y repugnante, que casi embargaba los sentidos y envenenaba la respiración. En medio de mi asombro, conocí por la humareda existente que los caritativos religiosos acababan de quemar algún perfume que mitigase la terrible hediondez, que ésta vencía la bondad de aquel, causando su unión mucha más náusea y repugnancia”48.
Ante esta situación desesperada, la Audiencia decidió omitir los trámites reglamentarios para la obtención de permisos reales y reforzó las finanzas de la institución con un mayor aporte en diezmos. En esa forma fue posible emprender rápidamente una sustancial ampliación49. Abarcaba un complejo de edificios que cubría tres cuartas partes de la manzana encerrada entre las calles de San Juan de Dios y la de la enfermería (calles 11 y 12 y las carreras 9.a y 10.a). El ángulo sureste se elevaba a tres pisos, mientras que el resto del edificio tenía solamente dos. Todo él estaba edificado en piedra y cal. El patio principal, que sirvió de convento hasta 1835, estaba rodeado por la consabida arquería de los claustros. Otras edificaciones de menor cuantía completaban el conjunto. Para la época y dentro del contexto santafereño, las obras del hospital constituyeron una obra extraordinaria. El arquitecto Pérez de Petrez diseñó el plano y sus primeros directores fueron el famoso médico Miguel de Isla y Gil de Tejada.
Ante la imposibilidad de construir un hospital específico para militares, el gobierno virreinal acordó con el de San Juan de Dios el pago de una cuota de dos reales por día-soldado más gastos de botica, a trueque de contar con los servicios del hospital para los militares. Empero, el advenimiento de los soldados sólo trastornos causó en la vida cotidiana de la institución. Desplazaron sin miramientos a los enfermos pobres, pese al escándalo y las protestas de los frailes, y quebraron de la manera más arrogante la disciplina del lugar, “dando mal ejemplo con palabras obscenas y acciones libertinas a los jóvenes novicios”50.
Además, los frailes clamaban por la instauración de “su hospital separado al nuestro “y planteaban una oposición casi de principio. La excesiva ocupación por parte de los militares los desviaba de los objetivos de la congregación: “No podemos atender a los soldados, sin abandonar todo nuestro instituto y el fin que nuestro Santo Fundador se propuso, en establecimiento de esta orden, que fue el alivio de nuestros enfermos pobres…”. Y como los soldados no podían ser clasificados como pobres y pagaban por el servicio, los frailes hospitalarios alegaban que estaban ejerciendo una caridad mercenaria y que “más parece que hacemos oficio de peones asalariados que sirven por interés que de ministros de enfermos pobres, que sirven de caridad y obligación”51.
A fin de aplacar a los traviesos militares hubo necesidad de establecer reglamentos más severos, en los cuales, por ejemplo, se prohibieron los juegos de azar dentro del hospital. Nada valió. En 1798 se conoció un informe en el que se denunciaba cómo los militares seguían jugando a las cartas y a los dados dentro del hospital, embriagándose en las salas y aun introduciendo mujerzuelas en sus camas (“se hallaban con mugeres en sus camas”).
Finalmente, en adición a San Juan de Dios, se crearon, a comienzos del siglo xix, varios pequeños hospitales en los suburbios, destinados de manera exclusiva a albergar y aislar allí a las víctimas de las epidemias.
LOCOS EN SANTAFÉ
Durante el siglo xviii San Juan de Dios operó también como asilo de locos. Hay un dato de 1791, según el cual en ese año había allí 13 dementes de los cuales siete eran varones y seis mujeres. El tratamiento que se les daba no era exactamente el más piadoso. Eran encerrados en jaulas, como si fueran fieras montaraces. Se clasificaban en dos categorías: los “locos habituales”, que solían ser mansos, y los “furiosos”, cuyos arrebatos periódicos los conducían a las jaulas y eventualmente al cepo. Entre las locas furiosas había una variante que recibía el nombre de “furor uterino”. Desde luego, fuera del hospital había locos inofensivos, que inclusive divertían a los santafereños con sus extravagancias. En tiempos de la Patria Boba hubo algunos célebres como “Longaniza”, “Morola” y “Porquesí”.
Mal podríamos concluir esta breve reseña sin traer a cuento una deliciosa anécdota de tiempos del virrey Solís. Se dice que en cierta ocasión el célebre virrey-fraile visitó el asilo y, aproximándose a uno de los locos que le llamó la atención por su talante amable y sonriente, le preguntó si él y sus compañeros habían comido bien ese día. El loco respondió sin vacilar:
“Señor Virrey aseguro a Vuestra Excelencia que los frailes comieron como locos y nosotros comimos como frailes”.
CASA DE EXPÓSITOS Y RECOGIDAS
En 1565 la Real Audiencia recibió un oficio del rey en el cual la corona insistía en la urgencia de crear un refugio para mujeres desamparadas, con el fin primordial de educarlas y defenderlas contra la asechanza de vicios, tentaciones y “costumbres ruines”. No obstante, el real requerimiento tuvo un eco bastante tardío, ya que sólo en 1639 se expidió la cédula por la cual fue otorgada la licencia para abrir una casa de expósitos y recogidas. La institución se fundó en 1642 y se abrió al lado de la catedral; posteriormente fue trasladada a las inmediaciones de la Plaza de San Victorino (actual carrera 12 entre calles 13 y 14). Esta calle se llamaría después Calle del Hospicio o del Divorcio Viejo y durante el siglo xviii Calle de los Curas.
Esta casa vino a enfrentar un problema social de dimensiones alarmantes. El abandono de recién nacidos en las calles de Santafé, en las puertas de las casas y en los atrios de las iglesias comenzó a aumentar en tal forma que se hizo motivo de seria preocupación para los habitantes de la ciudad, ya que, según testimonios de la época, muchos morían de hambre y frío y no pocos, especialmente los que eran abandonados en los arrabales y bajo los puentes, eran “despedazados por los perros”. Esta lacra tenía como causa principal el hecho de que, pese a ser Santafé una ciudad formalmente regida por pautas inflexibles de moral, se daban en abundancia los estupros y violaciones, así como los concubinatos y las uniones libres ocasionales. Si a esto se agrega la condición de parias sociales que padecían las madres solteras, hallaremos una explicación de por qué muchas mujeres colocadas en este trance dramático optaban por el crudelísimo recurso de abandonar a sus hijos espurios, recién nacidos, al azar.
La apertura de la casa de expósitos alivió medianamente esta inhumana situación. Al inmueble se le abrió un torno o ventana giratoria a fin de que las madres que quisieran deshacerse de sus hijos los depositaran allí. En el torno se colocaba una cuerda de la cual debía halar la madre en el momento de dejar al niño. En el otro extremo de la cuerda estaba una campanilla que sonaba en el aposento de la madre beata de la casa, quien, al escuchar la campanilla, sabía de inmediato que en el torno se hallaba un niño expósito, por lo cual acudía de inmediato a recogerlo y a prodigarle sus cuidados más urgentes. A las madres se les requería para que dejasen, junto con el infante, una “cédula” en la que se informaba si la criatura había sido o no bautizada. Igualmente, se instaló un buzón para recibir allí las limosnas que los vecinos piadosos tuvieran a bien dar para el hospicio.
En cuanto salían de la puericia, los niños eran repartidos según determinados reglamentos. Los varones blancos y mestizos se enviaban a casas acomodadas de la ciudad o a maestros de oficios para que les enseñaran a ganarse la vida honradamente y les inculcaran la doctrina cristiana. Los niños indígenas volvían a sus comunidades de origen y, finalmente, los negros, salvo que fueran hijos de libertos comprobados (“horros libres”), volvían a su condición de esclavos, con la única ventaja de que el hospicio hacía todo lo posible para que fueran vendidos a personas caritativas y que los trataran bien.
También, como queda dicho, preocupaba a las autoridades coloniales el caso de las mujeres que vivían en “pecado público” y aquellas que, por cualquier causa, abandonaban a sus maridos. Es sabido que en la Colonia las mujeres blancas solteras no tenían en la vida opciones distintas del matrimonio o el convento. Entonces, aquellas que por diversas razones no pudieran optar por una de las alternativas no tenían un sitio social fuera de la familia, ya que las comunidades de monjas se mostraban renuentes a aceptarlas en sus claustros.
Las mujeres indígenas, por su parte, estaban en una notoria posición de inferioridad. Por lo general no se casaban y sus ayuntamientos ilegales con blancos y mestizos eran muy frecuentes, lo que originaba una caudalosa natalidad bastarda. El resultado de esta situación era que Santafé requería con urgencia una institución que recibiera a todas estas mujeres marginadas, les propiciara una vida decente y productiva y les evitara caer por fuerza de las circunstancias en el vicio y la prostitución. Sería un lugar de reclusión a donde estas mujeres serían enviadas por los jueces eclesiásticos o civiles e incluso en ciertos casos por sus mismos maridos. Igualmente se pensaba que dicha institución podría prestar servicios especiales de albergue para damas de alcurnia y “de calidad” que, por estar en estado de viudez o celibato tardío, quisieran ingresar a un sitio seguro y amable de recogimiento.
La llamada Casa de Divorcio se creó y funcionó desde sus comienzos con una rigidez conventual. Las mujeres que ingresaban allí en estado de reclusión o clausura se confesaban y oían misa a través de rejas y celosías y no podían recibir visitas, salvo de sus padres o del abogado de su causa. Tampoco podían abandonar su lugar de reclusión sin la licencia de “los señores Presidente o Arzobispo o persona que la depositó”. Servía también como correccional. En 1668 la mujer Ana de Lemos, por haber sido sorprendida en adulterio, fue condenada a servir en la casa durante cuatro meses52.
Las rentas de la casa, provenientes principalmente de diezmos, eran precarias y por lo tanto debían complementarse apelando a la caridad pública. También recibía las pensiones que pagaban los maridos cuyas esposas ingresaban allí por causa de divorcio, o las que donaban las señoras que habían instaurado por propia iniciativa dicha causa. También percibía la institución las sumas que le entregaban las damas que, como ya lo anotamos, deseaban ingresar allí voluntariamente.
La suprema autoridad de la casa estaba a cargo de uno de los oidores y la administración interna estaba dirigida por una madre beata. El mayordomo, que llevaba cuentas y pedía limosnas para la casa, era siempre un hombre recto y virtuoso. La institución contaba, asimismo, con los servicios de un clérigo que decía misa y confesaba a las mujeres, y con los de una mandadera.
AMAS DE CRÍA
Para la crianza y alimentación de los niños expósitos el asilo apelaba a los servicios de las llamadas “amas de cría”, o “amas de leche”, mujeres de “buena complexión”, por lo general madres solteras que habían perdido tempranamente a sus hijos y que, por lo tanto, aún gozaban de una capacidad de lactancia. La mayoría de ellas eran indias cuya progenie natural era, como quedó dicho, numerosa. Los corregidores de los pueblos vecinos tenían el compromiso de enviar al asilo de expósitos dos amas indígenas de cría cada dos años y medio, dentro de un procedimiento que bien podría considerarse como una especie de “mita lechera”. A estas amas aborígenes se sumaron luego blancas y mestizas pobres. El asilo pagaba a las indígenas, para el sostenimiento y cuidados del infante, 12 pesos al año. Las amas blancas recibían algo más. Si la mujer daba de mamar a dos niños a la vez, se le aumentaba el estipendio en seis pesos adicionales. Si el pequeño moría —lo que era frecuente— podía ser reemplazado por otro en el acto. Algunas nodrizas les tomaban afecto a sus lactantes y terminaban pidiéndolos en adopción.
HOSPICIOS
En la segunda mitad del siglo xviii la ciudad de Santafé, por razones de crecimiento y excesiva migración procedente del campo, empezó a afrontar serios problemas de proliferación de vagos, maleantes, mendigos, prostitutas y toda guisa de desechos sociales. Para 1792 se calculaba que en Santafé había unos 500 pordioseros que entonces representaban entre un 2,5 y un 3 por ciento de la población total de la urbe. Estos marginados recibían una vez por semana las limosnas que les daban en los conventos y aun las que les suministraban familias opulentas y misericordiosas, por lo cual no era extraño ver largas filas de hombres y mujeres harapientos y famélicos esperando sus dádivas en las puertas de las residencias principales de la ciudad. También los comerciantes contribuían con sus limosnas a aliviar la suerte de estos desventurados53.
El primer intento serio para afrontar este problema lo realizó el virrey Pedro Messía de la Zerda en 1761 con la creación de la que se llamó Casa de Pobres. Poco tiempo después, el crecimiento del número de asilados determinó la necesidad inaplazable de dividir la institución en dos secciones por sexos, para lo cual se contó con algunos de los inmuebles expropiados (el noviciado) a los jesuitas54.
En 1774 se expidió la autorización para crear el Real Hospicio. Para su fundación, la Real Hacienda donó 4 000 pesos y se utilizó la Casa de San Miguel, que había sido de los agustinos. Este inmueble (que luego fue cuartel y Escuela Militar) albergó el hospital de hombres. El de mujeres funcionó en el antiguo noviciado de los jesuitas. En 1777, el virrey Flórez reunió de nuevo a hombres y mujeres en un mismo edificio.
LA CARIDAD ILUSTRADA
Con el advenimiento de las ideas generadas por la Ilustración, cuyo mayor auge en España vino con el progresista reinado de Carlos III, el concepto del tratamiento a la pobreza dio un vuelco. Empezaron a abrirse paso nuevos conceptos que implicaban una crítica acerba a la caridad indiscriminada y vigorosos planteamientos respecto a la urgencia de sustituir esos criterios paternalistas por otros conducentes a la rehabilitación de vagos, marginados y parásitos a través del trabajo productivo. El Papel Periódico de Santafé se hizo vocero de estas nuevas ideas y fustigó sin tregua los conceptos arcaicos de caridad indiscriminada, insistiendo en que esa forma de manejo de la pobreza no hacía más que fomentar la holgazanería y convertir la mendicidad en una forma habitual de vida. Dicho periódico calificaba la mendicidad callejera como “un monstruo civil; una hidra de mil cabezas que se alimenta de la sustancia de los pueblos para devorarlos”55. En consecuencia, en poco tiempo tomó forma y fuerza la idea de convertir el hospicio de morada de “monstruos civiles” en fábrica de sujetos útiles a la sociedad, mediante la enseñanza de oficios diversos. Según el citado Papel Periódico, los mendigos recluidos en el hospicio “harían florecer las artes, la industria y todos los bienes relativos a la tranquilidad civil y gloria de la sociedad”56.
Ezpeleta, quien había hecho otra obra similar en La Habana, se convirtió en el promotor principal del proyecto. Por su iniciativa, el Hospicio Real ganó un ala occidental adicional y un segundo claustro, reorganizó la institución y la dotó con rentas propias. Para su construcción se hizo una verdadera campaña cívica en Santafé. Durante todo el año de 1790 los prohombres de la ciudad se dedicaron a recoger limosnas por las casas para conseguir la cifra de 5 716 pesos57. Durante dos años 88 voluntarios se dedicaron a recoger, turnados por semanas, el faltante para la obra. Con esta colecta se completaron los 28 930 pesos que costaba la readecuación del edificio.
Para administrar este hospicio Ezpeleta nombró una junta de beneficencia presidida por el fiscal Manuel Variano de Blaya y compuesta por el dean, dos regidores y dos vecinos de distinción. Fueron administradores de la casa don Antonio Cajigas y el capellán fray Lorenzo Lozano. Para 1796 ya estaba en ejercicio la política de recolección de mendigos. En el hospicio se albergaba a 200 pobres sobre un potencial de 50058. La acción del hospicio se empezó a sentir, según sus apólogos, “desapareciendo de las calles y plazas de esta capital aquel tropel de mendigos, verdaderos o fingidos, que incomodan al paso, que compadecen y quitándose de la vista del público el lastimoso objeto…”59.
El propósito reformador del hospicio se realizaba a través del trabajo. Para tal efecto se instalaron 20 telares de hilar, tres tornos de hilar y dos de desmotar algodón60. Se establecieron relaciones con maestros de oficios para que dieran periódicamente instrucción a los inclusos. La idea, tomada del hospicio de Madrid, era asegurar que los productos elaborados tuvieran realización mediante acuerdos con el comercio de la ciudad.
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Notas
- 1. Gutiérrez de Pineda, Virginia, Medicina tradicional de Colombia. El triple legado, Universidad Nacional de Colombia, Editorial Presencia, Bogotá, 1985, págs. 85-86.
- 2. Pardo Umaña, El Espectador, marzo 25 de 1950, págs. 7-8.
- 3. AHNC, Fondo Juicios Civiles de Cundinamarca, tomo 46, fols. 517.
- 4. AHCN, Fondo Miscelánea, tomo II, fols. 854.
- 5. Hernández de Alba, Guillermo, Escritos científicos de don José Celestino Mutis, Instituto Colombiano de Cultura Hispánica, Editorial Kelly, tomo I, pág. 35.
- 6. AHNC, Fondo Juicios civiles de Cundinamarca, tomo 46, fols. 525v.
- 7. Soriano Lleras, Andrés, La medicina en el Nuevo Reino de Granada, Imprenta Nacional, Bogotá, pág. 152.
- 8. “… en una ciudad corta y al mismo tiempo pobre como lo experimentamos… pues la falta que el público tiene no es de farmacia, sino de conque costearla…”. AHNC, Fondo Médicos y Abogados, tomo?2, fols.?897v.
- 9. AHNC, Fondo Médicos y Abogados, tomo 2, fol. 87v.
- 10. Gutiérrez de Pineda, Virginia, op. cit., Universidad Nacional de Colombia, Editorial Presencia, Bogotá, pág. 145.
- 11. AHNC, Fondo Hospitales y Cementerios, tomo 2, fols. 854.
- 12. AHNC, Fondo Miscelánea, tomo II, fols. 829v.
- 13. AHNC, Fondo Miscelánea, tomo 6, fols. 729.
- 14. AHNC, Fondo Médicos y Abogados, tomo 2, fols. 556-591.
- 15. “Kalendario manual para uso de forasteros”, en Boletín de Historia y Antigüedades, vol. 11, pág. 446.
- 16. Kagan, Richard L., “La universidad en Castilla, 1500-1700”, en Elliott, John H., (Ed.), Poder y sociedad en la España de los Austrias, Editorial Crítica, Grijalbo, Barcelona, 1982, pág. 66.
- 17. Ibáñez, Pedro María, Crónicas de Bogotá, Biblioteca Popular de Cultura Colombiana, Editorial ABC, Bogotá, 1951, tomo 11, pág. 125.
- 18. AHNC, Fondo Juicios Civiles Cundinamarca, tomo 46, fols. 517.
- 19. Ibíd., fols. 514.
- 20. AHNC, Fondo Miscelánea, tomo II, fols. 862.
- 21. AHNC, Fondo Médicos y Abogados, tomo 15, fols. 284.
- 22. Soriano Lleras, Andrés, La medicina en el Nuevo Reino de Granada, Imprenta Nacional, Bogotá, 1966, pág. 139.
- 23. AHNC, Fondo Médicos y Abogados, tomo 2, fols. 9-90.
- 24. AHNC, Fondo Miscelánea, tomo II, pág. 830.
- 25. AHNC, Fondo Miscelánea, tomo II, pág. 830.
- 26. AHNC, Fondo Juicios Civiles, tomo 46, fols. 525.
- 27. AHNC, Fondo Miscelánea, tomo 134, fols. 379.
- 28. AHNC, Fondo Miscelánea, tomo 2, fols. 787.
- 29. Ibíd., fols. 788.
- 30. Ibíd., fols. 813v.
- 31. Transcrito en Hernández de Alba, Guillermo, (comp.), op. cit., Instituto Colombiano de Cultura Hispánica, Editorial Kelly, 1983, págs. 38-39.
- 32. AHNC, Fondo Miscelánea, tomo II, fols. 837.
- 33. Pardo Umaña, op. cit., pág. 9.
- 34. Hernández de Alba, Guillermo, Documentos para la historia de la educación, 1981, Editorial Kelly, tomo III, pág. 397.
- 35. AHNC, Fondo Colegios, tomo 2, fols. 408.
- 36. Hernández de Alba, Guillermo, Crónicas del Colegio Mayor del Rosario, Bogotá, 1938, Editorial ABC, tomo 1, pág. 2.
- 37. AHNC, Fondo Médicos y Abogados, tomo 4, fols. 70.
- 38. AHNC, Fondo Caciques e Indios, tomo 43, fols. 984-1002.
- 39. AHNC, Fondo Miscelánea, tomo 2, fols. 851.
- 40. Friede, Juan, Documentos inéditos para la historia de Colombia, n.o 119, Banco Popular, 1955, pág. 55.
- 41. Ibíd., n.o 285, pág. 327.
- 42. Lleras, Soriano, op. cit., pág.?49.
- 43. Lleras, Soriano, op. cit., pág.?71.
- 44. AHNC, Fondo Milicias y Marina, tomo 77, fols. 468-480.
- 45. AHNC, Fondo Milicias y Marina, tomo 77, fols. 470v.
- 46. AHNC, Fondo Beneficencia, tomo 1, fols. 512.
- 47. Ibíd., fols. 514v.
- 48. AHNC, Fondo Hospitales y Cementerios, tomo 1, fols. 919.
- 49. AHNC, Fondo Beneficencia, tomo 1, fols. 537.
- 50. AHNC, Fondo Hospitales y Cementerios, tomo 1, fols. 625.
- 51. Ibíd., fols. 621.
- 52. AHNC, Fondo Policía, tomo II, fols.?179.
- 53. Papel Periódico de la ciudad de Santafé de Bogotá, versión facsimilar, Banco de la República, Bogotá, 1978, tomo 1, pág. 106.
- 54. AHNC, Fondo Milicias y Marina, tomo 133, pág.?429.
- 55. Papel Periódico de la ciudad de Santafé de Bogotá, Banco de la República, Bogotá, 1978, tomo 1, pág. 107.
- 56. Papel Periódico de la ciudad de Santafé de Bogotá, op. cit., tomo II, pág. 329.
- 57. Ibíd., n.o 50, 1978, págs. 333-335.
- 58. Ibíd., tomo VI, pág. 1286.
- 59. Ibíd., tomo VI, pág. 1287.
- 60. Ibíd., tomo VI, pág. 1285.