- Botero esculturas (1998)
- Salmona (1998)
- El sabor de Colombia (1994)
- Wayuú. Cultura del desierto colombiano (1998)
- Semana Santa en Popayán (1999)
- Cartagena de siempre (1992)
- Palacio de las Garzas (1999)
- Juan Montoya (1998)
- Aves de Colombia. Grabados iluminados del Siglo XVIII (1993)
- Alta Colombia. El esplendor de la montaña (1996)
- Artefactos. Objetos artesanales de Colombia (1992)
- Carros. El automovil en Colombia (1995)
- Espacios Comerciales. Colombia (1994)
- Cerros de Bogotá (2000)
- El Terremoto de San Salvador. Narración de un superviviente (2001)
- Manolo Valdés. La intemporalidad del arte (1999)
- Casa de Hacienda. Arquitectura en el campo colombiano (1997)
- Fiestas. Celebraciones y Ritos de Colombia (1995)
- Costa Rica. Pura Vida (2001)
- Luis Restrepo. Arquitectura (2001)
- Ana Mercedes Hoyos. Palenque (2001)
- La Moneda en Colombia (2001)
- Jardines de Colombia (1996)
- Una jornada en Macondo (1995)
- Retratos (1993)
- Atavíos. Raíces de la moda colombiana (1996)
- La ruta de Humboldt. Colombia - Venezuela (1994)
- Trópico. Visiones de la naturaleza colombiana (1997)
- Herederos de los Incas (1996)
- Casa Moderna. Medio siglo de arquitectura doméstica colombiana (1996)
- Bogotá desde el aire (1994)
- La vida en Colombia (1994)
- Casa Republicana. La bella época en Colombia (1995)
- Selva húmeda de Colombia (1990)
- Richter (1997)
- Por nuestros niños. Programas para su Proteccion y Desarrollo en Colombia (1990)
- Mariposas de Colombia (1991)
- Colombia tierra de flores (1990)
- Los países andinos desde el satélite (1995)
- Deliciosas frutas tropicales (1990)
- Arrecifes del Caribe (1988)
- Casa campesina. Arquitectura vernácula de Colombia (1993)
- Páramos (1988)
- Manglares (1989)
- Señor Ladrillo (1988)
- La última muerte de Wozzeck (2000)
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- Silvia Tcherassi (2002)
- Ana Mercedes Hoyos. Retrospectiva (2002)
- Francisco Mejía Guinand (2002)
- Aves del Llano (1992)
- El año que viene vuelvo (1989)
- Museos de Bogotá (1989)
- El arte de la cocina japonesa (1996)
- Botero Dibujos (1999)
- Colombia Campesina (1989)
- Conflicto amazónico. 1932-1934 (1994)
- Débora Arango. Museo de Arte Moderno de Medellín (1986)
- La Sabana de Bogotá (1988)
- Casas de Embajada en Washington D.C. (2004)
- XVI Bienal colombiana de Arquitectura 1998 (1998)
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- Río Bogotá (1985)
- Jacanamijoy (2003)
- Álvaro Barrera. Arquitectura y Restauración (2003)
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- Cartagena de Indias. Visión panorámica desde el aire (2003)
- Guadua. Arquitectura y Diseño (2003)
- Enrique Grau. Homenaje (2003)
- Mauricio Gómez. Con la mano izquierda (2003)
- Ignacio Gómez Jaramillo (2003)
- Tesoros del Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario. 350 años (2003)
- Manos en el arte colombiano (2003)
- Historia de la Fotografía en Colombia. Museo de Arte Moderno de Bogotá (1983)
- Arenas Betancourt. Un realista más allá del tiempo (1986)
- Los Figueroa. Aproximación a su época y a su pintura (1986)
- Andrés de Santa María (1985)
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- El encanto de Bogotá (1987)
- Manizales de ayer. Album de fotografías (1987)
- Ramírez Villamizar. Museo de Arte Moderno de Bogotá (1984)
- La transformación de Bogotá (1982)
- Las fronteras azules de Colombia (1985)
- Botero en el Museo Nacional de Colombia. Nueva donación 2004 (2004)
- Gonzalo Ariza. Pinturas (1978)
- Grau. El pequeño viaje del Barón Von Humboldt (1977)
- Bogotá Viva (2004)
- Albergues del Libertador en Colombia. Banco de la República (1980)
- El Rey triste (1980)
- Gregorio Vásquez (1985)
- Ciclovías. Bogotá para el ciudadano (1983)
- Negret escultor. Homenaje (2004)
- Mefisto. Alberto Iriarte (2004)
- Suramericana. 60 Años de compromiso con la cultura (2004)
- Rostros de Colombia (1985)
- Flora de Los Andes. Cien especies del Altiplano Cundi-Boyacense (1984)
- Casa de Nariño (1985)
- Periodismo gráfico. Círculo de Periodistas de Bogotá (1984)
- Cien años de arte colombiano. 1886 - 1986 (1985)
- Pedro Nel Gómez (1981)
- Colombia amazónica (1988)
- Palacio de San Carlos (1986)
- Veinte años del Sena en Colombia. 1957-1977 (1978)
- Bogotá. Estructura y principales servicios públicos (1978)
- Colombia Parques Naturales (2006)
- Érase una vez Colombia (2005)
- Colombia 360°. Ciudades y pueblos (2006)
- Bogotá 360°. La ciudad interior (2006)
- Guatemala inédita (2006)
- Casa de Recreo en Colombia (2005)
- Manzur. Homenaje (2005)
- Gerardo Aragón (2009)
- Santiago Cárdenas (2006)
- Omar Rayo. Homenaje (2006)
- Beatriz González (2005)
- Casa de Campo en Colombia (2007)
- Luis Restrepo. construcciones (2007)
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- Colombia es Color (2008)
- Armando Villegas. Homenaje (2008)
- Manuel Hernández (2008)
- Alicia Viteri. Memoria digital (2009)
- Clemencia Echeverri. Sin respuesta (2009)
- Museo de Arte Moderno de Cartagena de Indias (2009)
- Agua. Riqueza de Colombia (2009)
- Volando Colombia. Paisajes (2009)
- Colombia en flor (2009)
- Medellín 360º. Cordial, Pujante y Bella (2009)
- Arte Internacional. Colección del Banco de la República (2009)
- Hugo Zapata (2009)
- Apalaanchi. Pescadores Wayuu (2009)
- Bogotá vuelo al pasado (2010)
- Grabados Antiguos de la Pontificia Universidad Javeriana. Colección Eduardo Ospina S. J. (2010)
- Orquídeas. Especies de Colombia (2010)
- Apartamentos. Bogotá (2010)
- Luis Caballero. Erótico (2010)
- Luis Fernando Peláez (2010)
- Aves en Colombia (2011)
- Pedro Ruiz (2011)
- El mundo del arte en San Agustín (2011)
- Cundinamarca. Corazón de Colombia (2011)
- El hundimiento de los Partidos Políticos Tradicionales venezolanos: El caso Copei (2014)
- Artistas por la paz (1986)
- Reglamento de uniformes, insignias, condecoraciones y distintivos para el personal de la Policía Nacional (2009)
- Historia de Bogotá. Tomo I - Conquista y Colonia (2007)
- Historia de Bogotá. Tomo II - Siglo XIX (2007)
- Academia Colombiana de Jurisprudencia. 125 Años (2019)
- Duque, su presidencia (2022)
Los muiscas
Según la leyenda, en tiempos inmemoriales la sabana de Bogotá era una inmensa laguna, con pequeñas islas habitadas. El dios Bochica prestó oídos a los moradores del lacustre sitio, que le pedían más tierra para su supervivencia, y creó una depresión por la cual se precipitaron las aguas de la sabana, dando origen al Salto de Tequendama. Acuarela de Enrique Gómez Campuzano.
Para los muiscas el agua era un elemento sagrado, objeto de culto, por lo cual las lagunas revistieron una gran importancia ceremonial y en ellas se depositaban frecuentes tributos, representados en objetos de oro, que dieron origen a la leyenda de El Dorado. Entre las lagunas más veneradas por los muiscas, tanto de Bacatá como de Hunza, estaban Iguaque, Siecha, Ubaque, Teusacá y Guatavita. Esta última en el grabado de Jean-Thomas Thibaut, hecho en París en 1810, según un dibujo de Alejandro de Humboldt.
La cosmogonía muisca, aunque no tan compleja como la de otras civilizaciones precolombinas, contenía, sin embargo, los elementos esenciales de los mitos de origen. En este mural se aprecian, entre otras deidades, Chiminigagua, Bochica, Bachúe y Chibchacum. Luis Alberto Acuña, Retablo de los dioses tutelares chibchas. 1935. Museo Nacional de Colombia, Bogotá.
Alegoría sobre la creación del primer indígena, que habría emergido de las aguas, acompañado por las primeras aves, de acuerdo con la interpretación indígena del origen de la vida. Según el profesor Paul Rivet, los primeros moradores de América provinieron de una corriente migratoria iniciada en Asia 37 000 años antes.
Versión del paraíso terrenal, ubicado en América, donde los humanos conviven en armonía con las aves y la serpiente. Mural de Luis Alberto Acuña, Hotel Intercontinental Tequendama, Bogotá.
El territorio muisca estaba poblado por unos dos millones de habitantes, divididos en cinco confederaciones independientes, enemigas unas de otras, y subdivididas en tribus. La más fuerte era la de Bacatá, que ocupaba dos quintas partes del territorio chibcha, y que comprendía las tribus de Simijaca, Guachetá, Ubaté, Chocontá, Nemocón, Zipaquirá, Guatavita, Suba, Ubaque, Tibacuy, Fusagasugá, Pasca, Subachoque, Cáqueza, Teusacá, Tosca, Guasca y Pacho. La segunda en importancia era la confederación de Hunza, encarnizada rival de Bacatá, y reunía las tribus de Tuta, Motavita, Sora, Ramiriquí, Turmequé, Tibaná, Tenza, Garyva, Somondoco y Lenguazaque. La confederación de Iraca o Sugamuxi, con las tribus de Gámeza, Firavitova, Bubanzá, Toca, Pesca, Tobazá. Una confederación de gran importancia por su alta producción de alimentos y vestuario era la de Tundama, con las tribus de Onzaga, Chicamocha, Soatá, Ocabita, Chitagoto, Ibacuco, Lupachoque, Sátiva, Tutasá, Cerinza, Susa y Susacón. La quinta era la confederación del Guanentá, conformada por las tribus de Uramata, Sancobeo, Garaota, Cotisco, Siscota, Cacher, Xuaguete, Bocote, Butaregua, Macaregua, Charalá, Poima y Prasaque.
El territorio muisca estaba poblado por unos dos millones de habitantes, divididos en cinco confederaciones independientes, enemigas unas de otras, y subdivididas en tribus. La más fuerte era la de Bacatá, que ocupaba dos quintas partes del territorio chibcha, y que comprendía las tribus de Simijaca, Guachetá, Ubaté, Chocontá, Nemocón, Zipaquirá, Guatavita, Suba, Ubaque, Tibacuy, Fusagasugá, Pasca, Subachoque, Cáqueza, Teusacá, Tosca, Guasca y Pacho. La segunda en importancia era la confederación de Hunza, encarnizada rival de Bacatá, y reunía las tribus de Tuta, Motavita, Sora, Ramiriquí, Turmequé, Tibaná, Tenza, Garyva, Somondoco y Lenguazaque. La confederación de Iraca o Sugamuxi, con las tribus de Gámeza, Firavitova, Bubanzá, Toca, Pesca, Tobazá. Una confederación de gran importancia por su alta producción de alimentos y vestuario era la de Tundama, con las tribus de Onzaga, Chicamocha, Soatá, Ocabita, Chitagoto, Ibacuco, Lupachoque, Sátiva, Tutasá, Cerinza, Susa y Susacón. La quinta era la confederación del Guanentá, conformada por las tribus de Uramata, Sancobeo, Garaota, Cotisco, Siscota, Cacher, Xuaguete, Bocote, Butaregua, Macaregua, Charalá, Poima y Prasaque.
Las ceremonias nupciales entre los muiscas revestían enorme alegría y eran celebradas con danzas y fiestas con las que se quería desear a los contrayentes la mayor felicidad. En el grabado de arriba, la novia enseña el ramo que le ha obsequiado su prometido. Un grupo de muchachas bailan en círculo y el novio expresa su agradecimiento.
En el del medio, día de mercado. Los indígenas intercambian sal por diversos comestibles y racimos de hojas de coca, que se masticaban para fortalecer la dentadura y aumentar las energías corporales.
Los muiscas tenían conflictos constantes con sus vecinos de Guatavita y con sus tradicionales adversarios, los habitantes de Hunza. Para proteger sus viviendas, las rodeaban de palizadas, con una sola puerta de acceso. El grabado inferior registra el castigo aplicado a un posible prisionero. Afuera un guardia armado con arco y flecha en actitud de prevenir un posible ataque por sorpresa. Grabados de Théodore de Bry. Edición del siglo xvii. Biblioteca Nacional, Bogotá.
La búsqueda de El Dorado constituyó la fuerza principal que movió a los españoles a emprender y culminar la empresa conquistadora. Infinidad de piezas como éstas terminaron siendo fundidas y convertidas en lingotes.
“Los chibchas obtenían el oro por transacción con las tribus vecinas. Trocaban esmeraldas, mantas y algodón por oro. Aleaban el oro argentífero nativo en proporción variable con el cobre puro y obtenían aleaciones de color bronceado, conocidas en Colombia bajo el nombre de Tumbaga. En sus trabajos de oro representaban los chibchas a sus dioses y a sus caciques, generalmente en planchas angulosas revestidas con hilos del mismo metal que les servían para estilizar los miembros de la figura humana y reproducir las facciones. En la confección de pectorales la lámina de oro era repujada con puntos sucesivos para reproducir esquemáticamente animales y aves”. Guillermo Hernández Rodríguez, De los chibchas a la Colonia y la República, 1949. Colección Museo del Oro del Banco de la República.
Pectoral, cercado bicéfalo y figura antropomorfa votiva o tunjo muiscas. Museo del Oro, Bogotá.
El entierro de caciques y otras personalidades estaba rodeado de un ritual bastante complejo. Las tumbas eran de forma rectangular u oval o de pozo circular y poco profundas.
El algodón, la materia prima de mantas y demás textiles, era adquirido por medio del trueque con tribus vecinas de las tierras bajas.
Las mantas de algodón de los muiscas eran finamente tejidas y teñidas con motivos geométricos en varios colores.
Los muiscas alcanzaron un alto grado de desarrollo técnico y artístico en sus trabajos de orfebrería, los cuales sobresalen, entre otras cosas, por la perfección de la filigrana. La famosa balsa con que se ha caracterizado la leyenda de El Dorado, encontrada “en una región tan marcadamente chibcha como es la laguna de Guatavita, donde, según los cronistas, se arrojaron grandes cantidades de oro como ofrenda a los dioses, son una prueba de que los chibchas conocieron admirablemente los sistemas de elaboración del oro. En esta pieza se ve la fundición, la laminación, la soldadura y la decoración de figuras humanas y animales, a las que se han agregado láminas colgantes, según fue de uso frecuente en el Sinú”. El Museo del Oro, Banco de la República, Bogotá, 1944.
Los muiscas alcanzaron un alto grado de desarrollo técnico y artístico en sus trabajos de orfebrería, los cuales sobresalen, entre otras cosas, por la perfección de la filigrana. Las filigranas encontradas “en una región tan marcadamente chibcha como es la laguna de Guatavita, donde, según los cronistas, se arrojaron grandes cantidades de oro como ofrenda a los dioses, son una prueba de que los chibchas conocieron admirablemente los sistemas de elaboración del oro. En esta pieza se ve la fundición, la laminación, la soldadura y la decoración de figuras humanas y animales, a las que se han agregado láminas colgantes, según fue de uso frecuente en el Sinú”. El Museo del Oro, Banco de la República, Bogotá, 1944.
Los muiscas alcanzaron un alto grado de desarrollo técnico y artístico en sus trabajos de orfebrería, los cuales sobresalen, entre otras cosas, por la perfección de la filigrana. Los pectorales, encontrados “en una región tan marcadamente chibcha como es la laguna de Guatavita, donde, según los cronistas, se arrojaron grandes cantidades de oro como ofrenda a los dioses, son una prueba de que los chibchas conocieron admirablemente los sistemas de elaboración del oro. En esta pieza se ve la fundición, la laminación, la soldadura y la decoración de figuras humanas y animales, a las que se han agregado láminas colgantes, según fue de uso frecuente en el Sinú”. El Museo del Oro, Banco de la República, Bogotá, 1944.
“La orfebrería chibcha se caracteriza por la predominancia casi total del trabajo sobre láminas. Los orífices chibchas no manejaron el volumen, las grandes formas rotundas en que tan diestramente sobresalieron los quimbayas. En macizo sólo trabajaron los chibchas pequeños tunjos para representar renacuajos, pececillos y ranas. En la orfebrería las figuras humanas y animales las representaron sobre planos, desprovistas de sus dimensiones de gran volumen. Si a la cerámica le imprimieron grandes formas rotundas en que el volumen subordina toda otra expresión artística, es extraño que en sus trabajos de orfebrería los chibchas hubieran permanecido atrasados manejando casi exclusivamente planos, con tenues hilos de relieve. Quizás se explica este retardo cultural, que no llevó las formas de la cerámica al trabajo en oro, por la escasa presencia del metal en la vida chibcha. Aquí un factor económico ata el desarrollo de la orfebrería chibcha y nos la presenta en un nivel arcaico en relación con los adelantos culturales alcanzados por tribus coetáneas en otros aspectos del progreso humano”. Guillermo Hernández Rodríguez, op. cit., Colección Museo del Oro, Banco de la República.
“La orfebrería chibcha se caracteriza por la predominancia casi total del trabajo sobre láminas. Los orífices chibchas no manejaron el volumen, las grandes formas rotundas en que tan diestramente sobresalieron los quimbayas. En macizo sólo trabajaron los chibchas pequeños tunjos para representar renacuajos, pececillos y ranas. En la orfebrería las figuras humanas y animales las representaron sobre planos, desprovistas de sus dimensiones de gran volumen. Si a la cerámica le imprimieron grandes formas rotundas en que el volumen subordina toda otra expresión artística, es extraño que en sus trabajos de orfebrería los chibchas hubieran permanecido atrasados manejando casi exclusivamente planos, con tenues hilos de relieve. Quizás se explica este retardo cultural, que no llevó las formas de la cerámica al trabajo en oro, por la escasa presencia del metal en la vida chibcha. Aquí un factor económico ata el desarrollo de la orfebrería chibcha y nos la presenta en un nivel arcaico en relación con los adelantos culturales alcanzados por tribus coetáneas en otros aspectos del progreso humano”. Guillermo Hernández Rodríguez, op. cit., Colección Museo del Oro, Banco de la República.
Los tunjos eran figurillas ornamentales que lucían indistintamente hombres y mujeres en las diferentes ceremonias y rituales que acostumbraban los muiscas. Se empleaban también como alfileres y prendedores. Por lo general medían entre tres y 12 centímetros de largo, y el objeto principal era representar a sus dioses y a sus santuarios. Al contrario de lo que supusieron algunos antropólogos, como el padre Duquesne, los muiscas no eran zoólatras. Sus figuras en oro y cerámica, a las que rinden culto, son todas humanas, como los chamanes que ilustran esta página, y que pertenecen a la colección del Museo del Oro del Banco de la República. Algunas figuras que representan animales, especialmente sapos, son sólo ornamentales y no objetos religiosos.
Esta figura en forma de caracol, con posible carácter votivo, revela dominio de la filigrana y alta concepción artística. No podría asegurarse que se trate de un elemento muisca, como tampoco el pectoral y la nariguera de las ilustraciones inferiores, cuyas formas son diferentes de las manejadas por los muiscas. Sin embargo, como señala la antropóloga Anne Legast, “el hecho de que dos sociedades indígenas [la tairona y la muisca] hayan pertenecido a un mismo grupo lingüístico [el chibcha] puede haber favorecido similitudes o direcciones paralelas en el desarrollo de sus expresiones culturales, tales como la iconografía. Este supuesto puede explicar algunas semejanzas en los motivos de la orfebrería tairona y muisca, como el ave en vuelo, la importancia de las ranas y de los caracoles marinos, entre otros. Pero algunas diferencias llaman la atención e indican tal vez que ciertas circunstancias —como pueden ser las interacciones con ambientes distintos y con grupos vecinos— llegan a moldear a través del tiempo nuevas facetas en la historia de una sociedad, en sus costumbres, sus creencias y su simbología”. La figura serpentiforme en la iconografía muisca. Boletín del Museo del Oro n.o 46.
Debido a que en la sabana no había yacimientos de oro y el precioso metal era traído de otras regiones en cantidades limitadas, los muiscas trabajaron la mayor parte de sus piezas en láminas y filigranas, técnicas en las que lograron notable destreza. Museo del Oro, Bogotá.
Debido a que en la sabana no había yacimientos de oro y el precioso metal era traído de otras regiones en cantidades limitadas, los muiscas trabajaron la mayor parte de sus piezas en láminas y filigranas, técnicas en las que lograron notable destreza. Museo del Oro, Bogotá.
Litera.
Pectoral.
Pectoral antropomorfo.
Nemequene (ca. 1490-1510), el gran legislador de la nación muisca, que estableció las normas conocidas como Código de Nemequene. Miniaturas de Manuel J. Paredes. Biblioteca Luis Ángel Arango, Bogotá.
Saguanmachica (ca. 1470-1490). Miniaturas de Manuel J. Paredes. Biblioteca Luis Ángel Arango, Bogotá.
Quemuenchatocha se aprestaba a celebrar un tratado de paz con Tisquesusa cuando se produjo la invasión de los españoles. Como su viejo rival, Quemuenchatocha murió en la resistencia contra los invasores. Miniaturas de Manuel J. Paredes. Biblioteca Luis Ángel Arango, Bogotá.
Aquiminzaque sucedió a Quemuenchatocha y mantuvo la resistencia durante un año. Fue hecho prisionero y desaparecido por Gonzalo Suárez Rendón, fundador de Tunja. Miniaturas de Manuel J. Paredes. Biblioteca Luis Ángel Arango, Bogotá.
Sugamuxi reinaba en Sogamoso a la llegada de los españoles. Les opuso enconada resistencia y los españoles, en represalia, quemaron el Templo del Sol y devastaron los dominios de Sugamuxi. Miniatura de Manuel J. Paredes, Biblioteca Luis Ángel Arango, Bogotá.
Tisquesusa, el tercero de los zipas documentados (ca. 1510-1537), murió en los primeros encuentros con los españoles de Jiménez de Quesada. Miniaturas de Manuel J. Paredes, Biblioteca Luis Ángel Arango, Bogotá.
Saquezazipa o Sagipa (1538), el último de los zipas, hecho prisionero y asesinado por Jiménez de Quesada. Miniaturas de Manuel J. Paredes, Biblioteca Luis Ángel Arango, Bogotá.
Ajuar funerario antropomorfo.
Recipiente antropomorfo.
Múcura con dibujos geométricos.
Múcura decorada.
Los alfareros muiscas usaron tinta indeleble a la sanguina para decorar sus trabajos. En general las ornamentaciones, rectilíneas o circulares, podían simbolizar feminidad, deidades como Bachué o Bochica, fecundidad, fuerza, inteligencia, o consideraciones filosóficas como la vida y la reencarnación.
Esta ornamentación proviene de una tradición de arte rupestre muisca, como anota Guillermo Hernández Rodríguez en el libro ya citado, “Suelen hallarse también las mismas formas o figuras talladas en rocas. En Facatativá las piedras de Tunja, con sus corpulentas masas geológicas, aparecen tatuadas con estas pinturas a tinta roja encendida, como testimonios callados, como garabatos prehistóricos que muestran la huella que dejó un pueblo en su peregrinación de siglos. Por su distribución irregular, por la falta de relación de unas imágenes con otras no parece que podamos calificar estos trabajos sobre piedra como jeroglíficos. Podría sugerirse que son modelos rústicos de dibujos para estampar las telas, ya que las crónicas dicen que Bochica enseñó a los chibchas a hilar el algodón y a hacer mantas, habiéndoles dejado las muestras de los dibujos pintadas en las rocas para que no las olvidaran”.
Los alfareros muiscas usaron tinta indeleble a la sanguina para decorar sus trabajos. En general las ornamentaciones, rectilíneas o circulares, podían simbolizar feminidad, deidades como Bachué o Bochica, fecundidad, fuerza, inteligencia, o consideraciones filosóficas como la vida y la reencarnación.
Esta ornamentación proviene de una tradición de arte rupestre muisca, como anota Guillermo Hernández Rodríguez en el libro ya citado, “Suelen hallarse también las mismas formas o figuras talladas en rocas. En Facatativá las piedras de Tunja, con sus corpulentas masas geológicas, aparecen tatuadas con estas pinturas a tinta roja encendida, como testimonios callados, como garabatos prehistóricos que muestran la huella que dejó un pueblo en su peregrinación de siglos. Por su distribución irregular, por la falta de relación de unas imágenes con otras no parece que podamos calificar estos trabajos sobre piedra como jeroglíficos. Podría sugerirse que son modelos rústicos de dibujos para estampar las telas, ya que las crónicas dicen que Bochica enseñó a los chibchas a hilar el algodón y a hacer mantas, habiéndoles dejado las muestras de los dibujos pintadas en las rocas para que no las olvidaran”.
Múcura con asa decorada.
Múcura con asa y figura antropomorfa.
Copa ceremonial.
Vasija con decoraciones.
Múcura con asa y motivo antropomorfo.
Vasija globular con asa múltiple.
Copa decorada para uso ritual.
Copa ritual.
Los defensores de un cercado sobre una colina son aniquilados por caballería española, provista de lanzas y armas de fuego. Los españoles se disponen a tomar posesión de la colina. Dos soldados auxilian a uno de sus compañeros que ha sido herido. Grabado de Théodore de Bry. Edición del siglo xvii. Biblioteca Nacional, Bogotá.
Masacre de indios en las afueras de Hunza, por los hombres de Gonzalo Suárez Rendón. Mientras unos indígenas emprenden la fuga, y otros observan paralizados la carnicería, hay uno que hace desesperados toques de tambor en demanda de ayuda. Grabado de Théodore de Bry. Edición del siglo xvii. Biblioteca Nacional, Bogotá.
Mediados del siglo xvi, se registra el asalto final al cercado del zipa en Bacatá, y su destrucción, seguida de la captura de Sagipa, quien fue torturado por Jiménez de Quesada para que revelara el lugar donde tenía escondido el tesoro de los muiscas. Grabado de Théodore de Bry. Edición del siglo xvii. Biblioteca Nacional, Bogotá.
Vasija muisca con relieves decorativos.
Múcura decorada.
Vasija muisca decorada.
Múcura ceremonial con figura antropomorfa.
Henricus Hondius, Atlas Novus. Visión de América en el siglo xvii. 1641, Ámsterdam.
Jodocus Hondius, Gerardi Mercaturis Atlas. América pintoresca en el siglo xvi. 1606, Ámsterdam.
Willem Janszoon Blaeu, Théâtre du monde, América y americanos en el siglo xvii. 1630, Ámsterdam.
Johann Baptist Homann, Homann Heirs, División administrativa a fines del siglo xviii. 1746, Nuremberg.
Texto de: Julián Vargas Lesmes
En el principio el verbo divino estaba en los picos de las aves
La tierra del chibcha era desde siempre el imperio de las tinieblas, del vacío y del silencio de la muerte. Aguas letales la cubrían y por sobre las aguas flotaba una niebla densa y caliginosa. Valles, mesetas y montañas yacían sin vida bajo esta yerta y vasta sepultura. Hasta que un día, el primero de este Génesis americano, el omnipotente Chiminigagua, dios de dioses y fuerza suprema, creó y sacó de sí millares de vigorosas aves negras (¿vultúridos, acaso?) y les confirió el divino poder de disipar las grandes masas nebulosas con el soplo irresistible que despedían sus picos. Y fue así como al paso alado de las aves, fueron abriéndose anchos senderos de luz entre la niebla, que ante la impetuosa arremetida de los heraldos de Chiminigagua, se fue replegando hasta su extinción definitiva. Porque lo que arrojaban de sus picos poderosos los pájaros del sumo creador eran torrentes infinitos de luz, de vida y de energía. Entonces, así como el Verbo esencial fue consagrado por Juan, el evangelista, como la simiente y el motor de todo lo creado en la escritura hebrea, en tierras del chibcha también el Verbo divino, hecho fuerza hacedora en los picos de las aves celestiales, obró el portento de la creación.
CÓMO SE HICIERON EL DÍA Y LA NOCHE
Una vez que las aves de Dios cumplieron la mágica faena de despojar con su aliento sobrenatural las tierras del chibcha de los elementos que las mantenían bajo el helado imperio de la muerte, quiso Chiminigagua darles el principio de la vida a través del calor, creando para ellas el rayo vivificante del Sol, llamado Zúhe. Pero al cabo de corto tiempo se percató el Dios de que los fulgores incesantes de su criatura estaban empezando a calcinar la tierra, malogrando así la obra de las aves prodigiosas. Entonces mandó a Zúhe que se recatase detrás de las montañas y reposase oculto en tanto que sobre la línea del horizonte asomaba la otra creación asombrosa de Chiminigagua: la Luna, llamada desde este instante Chía, suave y amable contrafigura de Zúhe, con la cual advino la noche, y con ella la tonificante tregua que ya necesitaban con apremio las tierras. A partir del nacimiento de Chía, ella y Zúhe comenzaron el día con la noche, asegurando así vida y fertilidad para las comarcas del chibcha.
CUANDO EL AGUA FUE UN INMENSO VIENTRE MATERNO
Ya, gracias al hálito fecundante de las aves maravillosas y a la aparición de Zúhe y Chía, se daban las condiciones propicias para la fiesta de la vida en las tierras del chibcha. Pero aún no había germinado criatura viviente alguna que las poblara, recorriera y cultivara. Entonces, la voluntad soberana de Chiminigagua se dirigió hacia la laguna de Iguaque, de cuyas aguas apacibles emergió una mujer cuyos pechos turgentes y desnudos simbolizaban la fecundidad. Por eso se llamó Bachúe. Con ella salió a la superficie un niño de tres años. Madre e hijo abandonaron las aguas y edificaron en tierra una casa, donde aguardaron hasta que el párvulo creció y alcanzó la edad viril. A esta sazón, Bachúe y su hijo se ayuntaron y en poco tiempo su cósmica fecundidad pobló el mundo. En cada parto Bachúe daba a luz de cuatro a seis vástagos. Finalmente, la suprema pareja genitora llegó a una venerable senectud y tomó la ruta y querencia de su origen. Convocaron a su pueblo en torno de la laguna materna, le predicaron las excelencias de una vida virtuosa y de respeto y acatamiento a los dioses, y en medio de la congoja de todos los presentes, entraron en las aguas y se sumergieron en su seno para luego mostrarse de nuevo en la superficie transformados en serpientes. Las gentes atribuyeron este milagro a Chiminigagua y desde entonces estos reptiles fueron sagrados entre los chibchas. A Bachúe la recordaron en adelante como Furachogue (la buena mujer) y las mujeres buscaron las orillas de las lagunas para parir a sus hijos.
EL ADVENIMIENTO DEL GRAN CIVILIZADOR
Bochica, llamado también Nemterequeteba (maestro de tejedores), fue identificado por las tradiciones chibchas con el mismo Zúhe (el Sol). Hizo, pues, su aparición por el Oriente, mostrando una catadura ciertamente luminosa. Andaba apoyándose en un bordón y lucía una brillante barba nívea que le llegaba hasta el cíngulo con que se sujetaba su túnica de algodón. Fue recibido con profundas muestras de respeto, el cual se fue trocando en auténtica veneración a medida que el sabio y bondadoso emisario de Chiminigagua les fue enseñando el arte de hilar, tejer, coser y estampar sus indumentos, así como las bases de la ética, la justicia, la religión y las normas esenciales de la organización social. Y una vez que el buen Nemterequeteba juzgó que su doctrina ya había irrigado todas las capas de su pueblo, en la misma forma silenciosa en que había llegado, se ausentó sin que nadie lo advirtiera, dejando en las gentes una honda congoja por su desaparición, y la huella de sus enseñanzas fundamentales.
PECADO Y EXPIACIÓN
Desgraciadamente, la persistencia de las normas que Bochica trazó para su pueblo se fueron relajando y perdieron consistencia con el tiempo. Y el golpe mortal a las pautas morales del Gran Maestro fue asestado por una mujer de perturbadora belleza, llamada Huitaca, que irrumpió misteriosamente en las comarcas muiscas y, utilizando en forma insidiosa y artera su endemoniado poder de seducción, enseñó a las gentes los encantos del pecado y las encauzó por los senderos de la beodez, la molicie y la concupiscencia.
De modo que donde hasta entonces reinaron la austeridad y las virtudes que sembró el buen Bochica, florecieron con feracidad incontenible todas las depravaciones y los vicios de que es capaz la criatura humana. Tan espantable cúmulo de perversidades suscitó la indignación de Chibchacum, dios de la sabana, quien, a semejanza del implacable Yahvé bíblico, lanzó sobre los impíos el horrendo castigo de las aguas, sólo que en este caso no hubo agrupación alguna de justos que pudiera navegar dentro del arca solitaria y en medio de la borrasca homicida. El colérico Chibchacum anegó totalmente la sabana y los supérstites buscaron refugio en las cumbres de las montañas, donde la más inclemente hambruna hizo toda suerte de estragos entre los cuitados, y acaso contritos ofensores de la ley de Bochica. Pero felizmente para ellos, el magnánimo Maestro se apiadó de sus tribulaciones y tornó a aparecer ante ellos entronizado en un arco iris muy similar a aquel con el cual, al término del diluvio, Jehová anunció la gran alianza con Noé y la estirpe que nacería de su semilla.
Y fue entonces, cuando aproximándose ya la extinción del pueblo chibcha bajo el azote inmisericorde del hambre, Bochica llegó hasta los confines occidentales de la sabana, extrajo de su manta la vara de operar prodigios y, golpeando con ella las más duras rocas, las hendió como si fuesen hechas de la más blanda materia imaginable, de modo que a través del cauce recién abierto fluyeron impetuosas las aguas de la inundación, formando el torrente del río Funza y la cascada majestuosa que desde entonces fue llamada Tequendama. Alborozados, los chibchas recuperaron sus tierras, abjuraron de los vicios pretéritos y calmaron sus hambres pertinaces con los frutos que el suelo recobrado tornó a ofrecerles tan copiosamente como antaño. Pero Bochica quiso llegar más lejos en su faena justiciera y fue así como impuso dos castigos muy severos: a la pérfida Huitaca, a quien el pueblo había identificado con Chía, la dejó convertida en una noctámbula lechuza. Y a Chibchacum, en pena por haberse excedido en el rigor con que hizo padecer a su pueblo, lo condenó a cargar para siempre el mundo sobre sus hombros. Afirmaba la tradición chibcha que cuando la tierra temblaba, sus estremecimientos sísmicos se debían a que el fatigado Chibchacum se pasaba el universo de un hombro para otro. Y siguen las semejanzas. Vencidos los titanes en su guerra sideral contra los olímpicos de Zeus, todos sufrieron ásperos castigos, siendo uno de los mejor conservados por la tradición el de Atlas, uno de los más aguerridos insurrectos contra el nuevo orden jupiterino. Bien sabemos cómo el brioso titán fue condenado a sostener sobre sus robustos hombros el peso de la bóveda celeste a fin de que así expiase su pecado de rebeldía.
OTRAS DEIDADES
Además de los ya mencionados, la mitología chibcha veneraba otros dioses, no muy numerosos, por haber sido dicha mitología, en términos generales, estrecha y reducida. Entre tales dioses podemos destacar los siguientes:
Cuchaviva, dios del aire y del arco iris. Su importancia radicaba en que era el pregonero de las calamidades futuras, por lo cual a menudo le eran tributados sacrificios humanos, así como ofrendas en oro y piedras preciosas.
Nencatacoa, llamado también Fo o Fu, era un dios amable, simpático y propicio. Era el patrono de la chicha y también por sus auspicios trabajaban los tejedores y demás artistas. Solían representarlo con caracteres zoomorfos, a veces como oso y otras como zorro. Era su costumbre mezclarse con las gentes durante las actividades de construcción y practicar con ellas copiosas libaciones de chicha. Las únicas ofrendas que recibía eran de ese licor.
También son dignos de mención Chaquén, protector de los grandes ceremoniales y Chibafruime, dios considerado como menor y consagrado a los menesteres de la guerra.
¿DE DÓNDE VINIERON?
La partida de nacimiento asiática de los aborígenes americanos, refrendada por el sabio profesor Paul Rivet, parece haber ganado incuestionables credenciales de autenticidad. El cálculo es que hace unos 37 000 años, (35 000 a. C.) una impetuosa corriente migratoria procedente del Asia central empezó a desplazarse hacia el nordeste por causas hoy muy difíciles de establecer, y halló, a la altura del que hogaño llamamos estrecho de Behring, el paso hacia la tierra prometida. Para el hombre de este siglo xx, que se pasa la vida guarecido en una especie de útero que lo resguarda de todas las asechanzas del ambiente hostil; para este hombre contemporáneo que contempla en forma distraída los gélidos contornos del estrecho de Behring desde la cabina tibia del jet mientras paladea una copa de champaña, es virtualmente imposible reconstruir en su mente de hombre civilizado las vicisitudes, penalidades y padecimientos que hubieron de afrontar estas hordas desconcertadas de hombres y mujeres que, impelidas por una fuerza misteriosa, buscaron con porfía los hielos hiperbóreos para internarse por la zona occidental del Nuevo Mundo y luego disgregarse hacia diversos rumbos, imprimiendo las primeras huellas humanas en estas tierras vírgenes y poblando los ámbitos y hendiendo los aires por la vez primera con voces articuladas, con risas, con imprecaciones, con lamentos. Estudios posteriores a los del profesor Rivet han seguido corroborando esta teoría sobre los primeros americanos.
LOS BOGOTANOS SOMOS LOS MÁS ANTIGUOS
Sobre el origen concreto de los muiscas hay diversidad de tesis. Paul Rivet plantea tres. Una es la posibilidad de la inmigración de procedencia oriental (Brasil y Venezuela). Otra es la de que, habiendo poblado primero los llanos, remontaron la cordillera y se asentaron en las tierras altas. La tercera contempla una posible inmigración procedente de la América Central. A Carlos Cuervo Márquez lo atrae más la tesis de un origen cuzqueño, vale decir, que los primitivos chibchas hayan sido núcleos desplazados de esas zonas meridionales hacia el Norte. Pero lo cierto es que en todo el continente americano no se han encontrado hasta ahora vestigios de civilización rudimentaria alguna más antiguos que los hallados en El Abra, no lejos de Zipaquirá, y en la región del Tequendama. Allí se han localizado restos humanos, fragmentos de cerámica, guijarros y utensilios toscos. A estos hallazgos se les ha calculado una antigüedad que, como queda dicho, no tiene precedentes: entre 10 y 11 000 años.
A LA BÚSQUEDA DEL BOGOTÁ PREHISPÁNICO
Es un hecho comprobado que la sede del zipa o centro del gobierno no estaba situada en el mismo lugar en que el adelantado Jiménez de Quesada fundó a Santafé. Aquí, como en todos los aspectos relacionados con la historia chibcha, los investigadores entran en un terreno forzosamente deleznable debido a un hecho fundamental que, toda vez que se da, extravía a la historia en un limbo de conjeturas, contradicciones y especulaciones: los chibchas no desarrollaron el arte de la escritura. Sin embargo, con base en los insustituibles testimonios de los cronistas y algo de la tradición oral, pacientes y rigurosas investigaciones han llegado a situar con bases muy serias al poblado de Funza como sede del zipa, y más exactamente, el lugar denominado La Ramada o Catama, en las inmediaciones del actual municipio de Funza, vale decir, a escasos tres kilómetros al sudeste del mencionado municipio. Es claro que a la sagaz comprensión de Jiménez de Quesada no escapó la evidencia de que este lugar, distante del abrigo de las montañas, desprotegido y anegadizo, no era el más adecuado para fundar el asentamiento urbano con que el Adelantado soñaba desde que divisó el Valle de los Alcázares.
¿POR QUÉ BOGOTÁ?
Pocos han de ser los bogotanos de las postrimerías del siglo xx, habitantes de esta megalópolis apabullante, que alguna vez se hayan detenido a preguntarse cuál fue el origen de la palabra con que se nombra y designa a su capital. Algunos piensan que es una deformación de Bacatá, lo cual no es exacto, puesto que, curiosamente, dicho vocablo sólo vino a entrar en circulación en el siglo xix y fue totalmente desconocido antes. Juan de Castellanos afirma que la voz original fue Bacatá, que traduce “final de los campos”. Por su parte, fray Pedro Simón sostiene que Bogotá viene de “Bogote», que era uno de los títulos dados al poderoso zipa, aunque también se llamaba así a la capital, indistintamente con “Muequetá” (campo de tierra plana).
DIMENSIONES DE LA NACIÓN CHIBCHA
Mal podríamos seguir adelantando sin presentar someramente la extensión, así como la ubicación y límites del conglomerado global de los chibchas, esto es, de las cinco confederaciones que lo conformaban: Bogotá (que es el objeto de nuestra historia), Tunja, Iraca o Sogamoso, Tundama y Guanetá. En cuanto a población, los diversos autores difieren en cifras muy abultadas, lo cual es lógico, puesto que a la llegada de los conquistadores no existía entre los nativos conato alguno de padrón o censo. Las diferentes estimaciones oscilan entre 300 000 y 2 000 000. Del territorio que ocupaban las confederaciones chibchas, todas ellas identificadas por un común denominador étnico, sí se puede hablar con bastante precisión. Por el sur, los dominios chibchas empezaban cerca de Fusagasugá, hacia los 4 grados de latitud Norte, y llegaban hasta las comarcas de los guanes, en los contornos de la actual San Gil, hacia los 6 grados de la misma latitud. La extensión total del territorio chibcha puede calcularse en los 30 000 kilómetros cuadrados. Al norte del Sumapaz, la cordillera se abre generosamente para dar lugar a una de las comarcas más bellas, gratas y feraces que se pueden conocer: la llamada sabana de Bogotá que, con sus 150 000 hectáreas de extensión, fue el asiento de la más poderosa de las organizaciones chibchas: el reino de los zipas.
ORGANIZACIÓN POLÍTICA Y SOCIAL
La sociedad muisca en los dominios del zipa estaba estratificada de la manera más rígida y en forma piramidal. En la cúspide estaba el zipa, soberano absoluto a quien sus vasallos debían un acatamiento incondicional y ciego. Dada la jerarquía vital que entre los chibchas tenía la estructura religiosa, el segundo estrato debajo del poder omnímodo del zipa era el compuesto por quienes alcanzaban la encumbrada dignidad de jeques, mohanes o, en palabras más nuestras, sacerdotes. Hasta donde llegan los conocimientos actuales, los chibchas vivieron en un estado de guerra permanente, tanto entre las diversas confederaciones, como contra los agresores extranjeros. En consecuencia, la casta de los guerreros o guechas, tuvo siempre el tercer nivel dentro de la escala con un rango muy elevado y respetable. Es digno de anotarse que tanto los guerreros como los ministros del culto eran castas improductivas, algo que nos recuerda la organización feudal europea. De ahí hacia abajo venían los productores de riqueza, los cuales, por supuesto, sí tributaban. Ellos, los pecheros del reino muisca, eran, en su orden, los artesanos, tejedores, alfareros y orfebres, los mercaderes, los trabajadores de las minas de sal y de esmeraldas y los trabajadores del campo. En la base de la pirámide estaban los esclavos, que eran enemigos vencidos y cautivados en las contiendas. Desde luego, no podemos pasar por alto que a todo lo largo y ancho del reino había caciques de mayor y menor importancia, todos los cuales tributaban al zipa.
MATRIMONIO, FAMILIA Y SUCESIÓN
Entre los muiscas estaba institucionalizada la poligamia sin límites precisos. Sólo había uno, automático y muy sabio: el hombre podía tomar para sí tantas mujeres cuantas le permitiera la magnitud de su peculio. De ahí que el mejor abastecido de tan preciado tesoro fuera el zipa, al que fray Pedro Simón llegó a calcularle unas 300 compañeras. El adulterio estaba penado con la muerte, pero antes de inmolar a la infiel estaba prescrita una ordalía muy pintoresca, cuyo resultado final era reputado como infalible para determinar la inocencia o culpabilidad de la acusada. Se celebraba una ceremonia especial en la cual la sospechosa era obligada a devorar cantidades ciertamente mortíferas de ají crudo. La desventurada empezaba a masticar estas crueles bocadas de fuego mientras emitía gemidos lastimeros los cuales, por supuesto, no conmovían a los jueces. La presunta a adúltera seguía abrasándose fauces y entrañas en tanto que el tribunal aguardaba, impasible, el desenlace. En caso de que la víctima, ya doblegada por el suplicio, confesara su real o supuesto delito, le calmaban los ardores con copiosas libaciones de agua y en seguida la ejecutaban. Si, por el contrario, llegaba hasta el término señalado para el tormento soportándolo con heroica entereza, se presumía su inocencia, se le impartía la absolución plenaria y se le brindaba un espléndido desagravio. Pero, no obstante el temible aparato punitivo que gravitaba sobre las mujeres que faltaban a la fidelidad conyugal, los caciques no tenían plena confianza en que los hijos que les daban sus esposas fueran realmente engendrados por ellos. En consecuencia, entre los chibchas prevaleció la línea matrilineal para la sucesión de los jerarcas, pese a que, dentro de la poligamia chibcha, la primera mujer gozaba de cierta preeminencia sobre las demás y, por lo tanto, era más confiable su fidelidad.
En términos más concretos, el heredero del cacique tenía que ser hijo de una hermana suya, en cuyo caso, no podía haber duda alguna respecto al parentesco con el dicho cacique. En caso de que faltara el sobrino nacido de la hermana, el procedimiento para elegir al sucesor era en apariencia extraño, aunque no exento de una fina sabiduría. Directamente Castellanos y Fernández de Piedrahíta y algo indirectamente el padre Simón, avalan la historicidad de este uso, que consistía en colocar a dos de los más bizarros y fornidos guechas frente a una doncella, escogida también entre las más garridas y hermosas de la comunidad. Tanto los dos guerreros como la bella debían comparecer a la trascendental ceremonia completamente desnudos. Los encargados de emitir el fallo debían estar atentos a las reacciones de los mancebos frente a la perturbadora catadura de la doncella. Si uno de ellos, o ambos, mostraban en sus partes nobles una mínima excitación ante los encantos de la dama, eran eliminados en el acto por considerarse que una vulnerabilidad tan inmediata a las fuerzas seductoras de la mujer los incapacitaba para un ejercicio recto de los altos menesteres del gobierno. Sólo el que pasando por la sobrehumana prueba lograra mostrar una total impasibilidad en las zonas más sensibles de su cuerpo, se juzgaba como apto para suceder al cacique. No hay duda de que uno de los momentos felices que se topan en las interminables cataratas rimadas de don Juan de Castellanos, es aquel en que describe esta ceremonia:
“Buscaban dos de buenas apariencias, hombres de buena casta conocidos y de aquella provincia naturales. Estos mandaban desnudar, quedando todas sus partes muy al descubierto en plaza pública, y en medio de ellos una graciosa ninfa sin más ropa que le vistió naturaleza; y estando casi juntos y fronteros, del vaso codicioso de la dueña, a cualquier dellos cuya viril planta alteración mostró libidinosa, desechábanlo luego como hombre de quien se conoció poca vergüenza y de ningún sostén para el gobierno; y si los dos mostraban accidentes, entrambos iban fuera de la suerte, y otros se disponían para la prueba, hasta topar con uno que tuviese quietos y enfrenados genitales”.
No menos divertido es el testimonio del obispo Piedrahíta cuando escribe que el zipa “… bien convencido debía de tener que los ruegos y la belleza de las mujeres eran la artillería sorda que deshace la fortaleza de las leyes y las murallas del valor”. Resulta aquí interesante anotar cómo a una distancia inconmensurable en leguas y en siglos, los cronistas del bíblico libro de los Jueces nos legaron la ejemplar historia del gigante Sansón, matador de fieras montaraces e invicto debelador de filisteos que, finalmente, abatido por los hechizos de la insidiosa Dalila, revela a la daifa el secreto de su indomable fuerza, siendo así traicionado y entregado, impotente, en manos de sus enemigos. Los chibchas, más avisados, se precavieron, mediante la ya descrita ceremonia, contra la perfidia de todas las Dalilas imaginables y posibles.
ASPECTOS NOTABLES DE LA JUSTICIA MUISCA
Como hemos podido apreciarlo a través de algunos ejemplos someros, la organización de la sociedad muisca mostraba signos inequívocos de madurez, y bien puede decirse que es éste el aspecto en que nuestros aborígenes aparecían más avanzados a la llegada de los españoles. Vamos a entrar ahora en algunas de las más significativas y notables de las leyes que tradicionalmente se conocen como el Código de Nemequene, por haberle atribuido la tradición oral y los cronistas a este zipa la promulgación y recopilación de tales leyes. Ya tuvimos oportunidad de conocer el papel justiciero que desempeñaba el ají, así como los más acres y abrasadores pimientos en las ordalías o juicios de Dios en que se verificaba la culpabilidad o inocencia de las mujeres acusadas de adulterio. A continuación veremos algunas normas del célebre Código de Nemequene cuyo conocimiento, además de interesante e ilustrativo, resulta entretenido y grato en extremo.
LA MUERTE O LA INFAMIA, SEGÚN EL CASO
Es extraño pero cierto. El código establecía dos penas muy distintas para el mismo delito: la violación de la mujer. Si el violador era soltero, no había apelación. Se le daba muerte en forma sumaria. Pero si era casado, la pena variaba sustantivamente. Su integridad física no padecía estrago alguno. La moral era la que quedaba deteriorada sin remedio. El violador era condenado a sufrir, sin la mínima protesta, la infamia de que dos esforzados varones solteros pasaran en noches diferentes por el lecho de su esposa, la cual, a su vez, tenía que recibir de buen grado a sus insólitos visitantes. Al parecer, los chibchas no conocían la figura, tan común en las culturas occidentales, de los cuernos que escarnecen las frentes de los maridos burlados. Pero cabe suponer que, si la hubieran conocido, no habrían vacilado en complementar este castigo ornamentando las cabezas de los condenados con las astas de los venados silvestres que tanto abundaban en la sabana. Lo que sí es evidente es que, habiendo aplicado para el mismo delito dos penas en apariencia tan distintas en gravedad, ello nos indica que el honor era algo tan preciado para estos primeros bogotanos, que para ellos la infamia era atroz como la muerte.
¡MUCHO CUIDADO CON LAS PARIENTAS CERCANAS!
Debemos suponer que el incesto debió de ser casi inexistente entre los chibchas, dada la severidad feroz con que lo castigaban. Si una pareja compuesta por madre e hijo, padre e hija, dos hermanos o incluso tío y sobrina, era sorprendida en flagrante contubernio o se acumulaban suficientes pruebas, los dos escandalosos amantes eran sepultados en sendos hoyos con agua hasta la mitad y, nadando en ella, gran variedad de culebras y sabandijas. A continuación, se colocaban pesadas losas sobre los huecos, y los dos pecadores eran abandonados a su suerte, de la cual se encargaban las alimañas con una lentitud espantable. El espesor de las losas era bastante para impedir que los alaridos de los incestuosos incomodaran a los vecinos.
La sodomía era, según afirman los cronistas en tono encomiástico, casi inexistente en estas comarcas. Pero de todas maneras, el previsivo Código de Nemequene fijaba para quienes osaban pecar contra natura un castigo que, sencillamente, no podía ser peor. El reo era empalado en una estaca de cierta planta erizada de agudas espinas hasta que el extremo de la horrible lanza le asomaba al desventurado por uno de los ojos, o bien, como lo afirmaban los cronistas, por el propio cráneo.
En diferentes culturas, correspondientes a muy diversas épocas y regiones, se ha conocido la práctica de cercenar públicamente una o ambas manos a los ladrones, sin exceptuar a ciertas sociedades contemporáneas en las que aún se practica este rito sin contemplaciones. Pero el draconiano Código de Nemequene iba mucho más lejos. Disponía que a los ladrones les fuesen amputadas las dos manos, las dos orejas y la nariz. Suponemos que después de padecer esta múltiple ablación, pocas debían de ser las ganas que les quedaban a los reos de volver a entrar a saco en la propiedad ajena.
LA VIRGINIDAD, MELANCÓLICO PRIVILEGIO DE LAS FEAS
Dentro del marco de nuestras culturas de raigambre romano-judeo-cristiana, durante siglos se rindió fervoroso culto a la virginidad femenina en diversos planos y por variados conceptos. En una bien guardada y defendida doncellez radicó siempre la honra de la mujer virtuosa, por lo que resultaba, no sólo impensable sino también punible hasta los extremos más cruentos, que una joven de probada casta y familia intachable llegase al tálamo nupcial habiendo perdido antes tan preciado tesoro. En consecuencia, para los recién llegados españoles debió de ser motivo de asombro toparse con la costumbre hecha ley según la cual entre los chibchas la doncellez, no sólo carecía de todo valor y respetabilidad, sino que, por el contrario, rebajaba a la mujer que la poseía por considerarse que haberla conservado por largo tiempo era signo inequívoco de escasa o ninguna aceptación entre los varones. Por consiguiente las vírgenes pertinaces eran tenidas, según afirma un cronista, como “desgraciadas”, vale decir, marginadas, en términos de hoy, con el triste agravante de que las viejas doncellas muiscas no tenían el consuelo de la vida monástica.
EL ESTADO COMO HEREDERO UNIVERSAL
El Código de Nemequene fue justo y avanzado en su legislación respecto de la transmisión de bienes por medio de la herencia. Los sucesores naturales del causante eran los primeros beneficiarios de la herencia. Pero a falta de ellos, era el fisco quien entraba en posesión de la herencia, más o menos en la misma forma en que ocurre hoy entre nosotros.
CASTIGO IMPLACABLE DE LA COBARDíA
Habiendo sido, de la manera y por las razones que veremos en detalle más adelante, los chibchas un pueblo que vivió en casi incesante pie de guerra, era esencial que sus combatientes se mostraran animosos y arrojados en la batalla, por lo cual las penas impuestas a los cobardes y pusilánimes eran en extremo severas. A quien mostrara en la refriega los mínimos signos de hallarse medroso o indeciso, se le vestía con atuendo femenino y se le condenaba a ejercer en casa los mismos quehaceres propios de la mujer. La duración de este castigo afrentoso quedaba a discreción del cacique a quien había correspondido imponerlo. Pero si el cobarde no sólo exteriorizaba los signos de su miedo, sino que, no pudiendo dominarlo, salía huyendo, lo buscaban acuciosamente, y si lo hallaban lo conducían ante el cacique, el cual, conforme con su soberano albedrío, le daba la muerte vil que a bien tuviese.
¡MUCHO RESPETO CON SUS SUPERIORES!
El código establecía normas protocolarias muy rigurosas en cuanto a la manera de mostrar los vasallos el respeto y veneración debida al zipa o a cualquiera de los caciques principales. Era estrictamente vedado mirarlos al rostro, de modo que en su presencia, los súbditos debían fijar la vista en el suelo en señal notoria de sumisión, o permanecer ante sus señores vueltos de espaldas a ellos, evitando así mancillarlos con el toque de sus miradas plebeyas.
¿HUBO ALGUNA VEZ MUJERES QUE AZOTARAN A SUS HOMBRES?
Claro que sí las hubo, y no por obra de sus impulsos coléricos, sino por procuración y ministerio de la ley. Ellas fueron las mujeres chibchas pero, es bueno aclararlo, no todas ellas, sino únicamente las que contaban con la suerte de pertenecer al serrallo de un encumbrado cacique. La explicación era bien sencilla. Si el cacique delinquía, su mismo rango lo ponía a salvo de cualquier acción punitiva. Pero el Código de Nemequene, en su previsión y sabiduría, no quiso cubrir con su manto de total impunidad los actos de estos altos jerarcas, y para tal efecto consagró un inusitado privilegio matriarcal, consistente en otorgar a sus mujeres la prerrogativa de castigar sus pecados y delitos con la flagelación. Y aquí viene la gran paradoja. Como ya lo vimos atrás, el zipa y los caciques podían allegar tantas mujeres cuantas sus recursos les permitieran sustentar. Ello, en principio, era reputado como el más envidiable signo de fortuna de los más acaudalados. Lo malo era que, en el momento de merecer un castigo, dicha suerte se convertía en una cruel maldición, puesto que en ese caso, los azotes crecían proporcionalmente al número de mujeres, ya que todas ellas querían siempre participar activamente en la zurra, vapuleando por lo menos un par de veces al infeliz.
Narra el cronista Fernández de Piedrahíta una historia en extremo pintoresca a propósito de esta costumbre. Estando ya consumada la Conquista y establecido el Adelantado Jiménez de Quesada en el poblado de Suesca, un día quiso don Gonzalo visitar a un cacique amigo y vecino suyo. Y grandes fueron su sorpresa y estupor cuando, en vez de hallar a su amigo rodeado de amorosas y solícitas mujeres, lo encontró atado a una estaca en tanto que la totalidad de ellas, que eran nueve, lo flagelaban con vesanía. Conmovido, el Adelantado rogó a estas terribles Euménides sabaneras que pusieran fin al bárbaro castigo, con lo cual nada logró, pues al parecer las enardecidas matronas estaban dispuestas a no suspender la tollina hasta despellejar a su común esposo. Una vez que paró la azotaina y las fieras tomaron algún resuello, don Gonzalo pidió una explicación de esta horrenda ceremonia y la obtuvo. La víspera habían pasado unos españoles rumbo a Santafé por los dominios del cacique. Allí se detuvieron, y como traían consigo buena provisión de vino castellano, lo escanciaron generosamente y bebieron en compañía del cacique, quien, por no estar acostumbrado a esa clase de licor, se embriagó de la manera más aparatosa y grotesca, no sin hacer toda guisa de estropicios en su casa antes de tenderse a dormir la borrachera. A la mañana siguiente vino la venganza del serrallo, que nos cuenta el cronista. Estamos seguros de que ni el menos afortunado de los maridos contemporáneos podría narrar una experiencia semejante a ésta después de la más truculenta y pecaminosa de sus juergas.
TEMIBLES CONSECUENCIAS DE LA VIUDEZ MASCULINA
El Código de Nemequene era de una severidad inmisericorde con los maridos que, sin culpa alguna, sobrevivían a sus mujeres. En primer término, si éstas alcanzaban a dictar las últimas disposiciones de su voluntad antes de fallecer, una que no fallaba nunca era ordenar a su esposo la observancia de la más rigurosa castidad durante un periodo que la moribunda establecía, con la única condición de que no excediera de cinco años. Dentro de los límites de este plazo, el pobre viudo tenía que someterse forzosamente al tiempo de abstinencia sexual que la finada hubiera querido imponerle a su real arbitrio. Por supuesto, este privilegio estaba taxativamente reservado a la mujer principal. Sin embargo, si el marido era astuto podía, mediante un diestro juego de argucias y zalemas, obtener que su esposa, próxima a morir, le rebajase el periodo de la luctuosa castidad. Por otra parte, si la causa de su viudez era el parto, la suerte aciaga del desventurado se agravaba, pues además del consabido término de pureza forzada, el viudo había de entregar la mitad de su hacienda, o si era indigente lo que pudiera, a la familia de su esposa, arriesgándose, si rehusaba hacerlo, a ser perseguido hasta la muerte.
SACERDOTES, PRÁCTICAS RELIGIOSAS Y LITURGIA
Ya vimos atrás los aspectos esenciales de la cosmogonía chibcha y sus deidades mayores. Pasemos ahora a dar un vistazo sobre los ritos básicos y las formas en que los chibchas practicaron su religión.
Debe destacarse ante todo que nuestros antepasados aborígenes fueron un pueblo profundamente religioso y de un celo intenso y severo en el ejercicio de las prácticas litúrgicas. Tenían claro el concepto de la vida ultraterrena, así como el de las recompensas y castigos a que el ser humano se hacía acreedor después de la muerte por sus acciones buenas o malas en la vida. Los justos, entre quienes se contaban siempre los caídos en guerra y las mujeres que morían en el parto, iniciaban para toda la eternidad una vida de placeres, molicie, holganza y ausencia total de sobresaltos y aflicciones. Por su parte, los impíos eran acosados, perseguidos y vapuleados sin tregua ni misericordia.
La creencia en la vida inmortal del espíritu estaba tan arraigada que se hacía evidente desde el ritual mismo del sepelio. A los muertos se le extraían las asaduras, a fin de poder utilizar el espacio que dejaban las tripas para rellenarlo con oro y esmeraldas. Eran igualmente previsivos en cuanto a las necesidades del difunto en su viaje hacia ultratumba, por lo cual lo avituallaban generosamente, colocando en la sepultura óptimas provisiones de viandas y bebidas. Si el finado tenía rango de cacique, era ley que aquellos servidores y mujeres que hubieran gozado de su predilección lo acompañasen en el viaje póstumo. En consecuencia, se les enterraba con él. Pero con objeto de evitarles los rigores de una muerte lenta y atroz, eran sumidos en un sopor profundísimo mediante la ingestión de diversos zumos narcóticos y embriagantes que les aseguraban el tránsito de la inconsciencia a la otra vida sin las horrendas agonías del enterrado vivo.
La religión muisca establecía la práctica de sacrificios humanos. Las víctimas eran mancebos muy jóvenes de quienes se exigía, para aspirar al privilegio de ser inmolados a los dioses, no haber tenido contacto carnal alguno. Si se averiguaba que el mozo había conocido mujer, era desechado en seguida por considerarse que el ayuntamiento sexual lo hacía indigno de ser sacrificado. Los jóvenes eran mantenidos en los santuarios y cuidadosamente preservados para su destino último, que llegaba cuando alcanzaban la edad en que se juzgaba que habían adquirido ya la potencia necesaria para la cópula carnal. Se les denominaba “mojos” y eran capturados entre los enemigos vencidos en guerra o comprados a precios muy elevados en tribus vecinas. Una vez consumado el sacrificio, los cadáveres eran expuestos al sol, debido a la creencia de que en esa forma la suprema divinidad los devoraba, con lo cual la cruenta ceremonia cumplía a cabalidad su misión propiciatoria.
Poseían y veneraban una gran cantidad de ídolos domésticos que los cronistas hallaron muy semejantes a los lares romanos. Profesaban, además, veneración por sus lagunas, a las que creían residencia de dioses y en cuyas orillas celebraban sacrificios y ofrendas. Estas últimas consistían a menudo en oro y esmeraldas. Además, las aguas de las lagunas eran utilizadas para las abluciones rituales de los párvulos recién nacidos, de las doncellas que llegaban a la pubertad y de los varones que iban a ser consagrados como sacerdotes. Las ceremonias antedichas siempre eran precedidas por severos ayunos de varios días durante los cuales los penitentes se abstenían de lavarse, así como de practicar relaciones sexuales. Una vez que terminaba la práctica del rito, procedían a bañarse en las lagunas, utilizando a manera de jabón unas frutillas denominadas “guabas”. Puede decirse, en suma, que buena parte de la vida religiosa de los chibchas giraba en torno a las lagunas, hasta el punto, digno de destacarse, de que, en determinadas ocasiones, ciertos personajes principales recibían sepultura en el fondo de sus aguas. El culto de los chibchas a las lagunas se ha atribuido a la tradición, que ya vimos, según la cual, sus aguas fueron el origen de la vida humana, cuando de ellas emergieron Bachúe y su hijo para dar origen a la especie.
CACIQUES, CAPITANES, TRIBUTOS
La autoridad de los caciques era reconocida oficialmente por el pago que recibían, de parte de sus vasallos, de tributos en especie y en prestación de servicios tales como trabajo en la construcción de habitaciones y cercados y en las labranzas del cacique. Las especies del tributo eran por lo general mantas, o en su defecto, algodón en bruto, oro y esmeraldas, y alimentos tales como maíz, fríjoles, turmas, batatas y carnes de aves diversas y venados. Había cacicazgos que se dividían en fracciones que se llamaron “capitanías”, cuyos capitanes eran tributarios de los caciques. Estos, a su vez, lo eran de uno de los grandes monarcas de la región: el zaque de Tunja o el zipa de Bogotá.
EL DIOS MERCURIO ENTRE LOS MUISCAS
Chibchacum, a quien ya hemos conocido como una de las deidades mayores de su pueblo, fue además un acucioso y diligente Mercurio sabanero, y siempre se le invocó, por lo visto con excelentes resultados, como protector del comercio. En efecto, uno de los aspectos más sorprendentes y admirables de la civilización muisca fue la intensidad, así como el grado de avance y perfección que alcanzó su actividad comercial, pese al lastre de carencias tan graves como la de la rueda, las bestias de carga y la moneda. No obstante todo ello, el comercio chibcha alcanzó un radio de acción ciertamente pasmoso si se tiene en cuenta que penetró hasta los propios límites de lo que es hoy el territorio de Colombia. Una de las pruebas más concluyentes del desarrollo a que llegó dicho comercio es que en el litoral caribe se hallaron mantas y esmeraldas de clara procedencia muisca, que eran trocadas por caracoles marinos y oro.
Otra prueba de la intensidad y de la profusión y variedad de mercados que logró la organización comercial muisca es que, no contando en sus dominios con yacimientos de oro, siempre tuvieron los muiscas abundancia de este metal, lo cual maravilló a los españoles al llegar a estas tierras y comprobar el mencionado fenómeno. Por otra parte, habían establecido ferias periódicas y centros de intercambio, y delimitado una importante división del trabajo que, por supuesto, contribuyó eficazmente al incremento cualitativo y cuantitativo de la producción. Había tribus especializadas en el oficio textil (guanes), en la explotación de la sal (zipaquiraes), en la orfebrería (guatavitas), en la alfarería (ráquiras y sogamosos). Es también notable el hecho de que los cronistas destacan, que los muiscas poseían y desplegaban, frente a las demás tribus, una aguda destreza en los tratos comerciales.
Los géneros fundamentales y de primerísimo orden en el comercio chibcha fueron las mantas de algodón, las esmeraldas (que extraían principalmente de Somondoco debido a su cruenta enemistad con los muzos) y la sal, que fue su más valioso producto de exportación y que obtenían en los ricos yacimientos de Zipaquirá, Nemocón y Tausa. Hasta los confines de los cuatro puntos cardinales llegaron los apetecidos panes de sal que los muiscas elaboraban con refinada pericia técnica y que se trocaban por otros bienes igualmente necesarios. Otra de las pruebas —para citar un ejemplo más— de la admirable longitud que alcanzaron las proyecciones del comercio muisca, es que los naturales de lo que hoy son Ecuador y el norte del Perú (confines septentrionales del Imperio incaico), hablaban de unos extranjeros que iban hasta allá a comerciar y que provenían de un remoto país, muy rico y feraz, al que llamaban “Cundirumarca” (con algunas variaciones sutiles como “Cundelumarca”y “Condelumarca”). Huelga decir que de este vocablo nació el igualmente eufónico y sonoro con el que hoy distinguimos a la actual Cundinamarca, sobre cuya etimología hay diferentes interpretaciones, ya que algunos autores afirman que en idioma aimara es “región grande”, mientras otros creen que su significado es “morada o lugar de origen del dios Con”.
También es digno de notarse —para destacar el alto desarrollo que había alcanzado entre los muiscas el tráfico de la sal— cómo tenían al servicio de la actividad comercial mercaderes altamente especializados en estos oficios. Igualmente, merece tenerse en cuenta cómo habían abierto caminos destinados al comercio del valioso producto, a lo largo de los cuales se encontraban mesones rudimentarios para avituallamiento y reposo de los traficantes.
HONOR Y GLORIA AL MAÍZ
El cultivo del maíz en nuestro continente es antiquísimo, hasta el punto de que se cree que puede remontarse a 3 000 años a. C. Los avances y la progresiva tecnificación en dicho cultivo fueron para los primitivos americanos una saludable revolución económica y social y un impetuoso salto hacia adelante en sus formas de producción. El paso de la horticultura de raíces, como la típica yuca, a la agricultura del maíz, implicó ese cambio revolucionario por varias razones.
Las raíces tienen una vida efímera. Se descomponen si son almacenadas por largo tiempo, al contrario del maíz, que sí puede almacenarse por largo tiempo sin sufrir deterioro. Por consiguiente, las raíces exigen un consumo rápido, en tanto que el cultivador del maíz puede acumular excedentes para efectos comerciales.
El esfuerzo físico que requiere el maíz para brindar rendimientos de asombrosa abundancia es ciertamente mínimo. Nuestros aborígenes llegaron a obtener el maíz necesario para un año con sólo 100 días de trabajo. Por ello se considera que esta combinación de factores (esfuerzo limitado y alta productividad) es el elemento fundamental de la civilización del maíz. De ahí que las civilizaciones más desarrolladas que encontraron los españoles en el Nuevo Mundo, entre ellas la muisca, mostraran el común denominador de contar con el maíz como una de las bases esenciales de su organización económica y social y de haber alcanzado logros notables en la técnica de su cultivo y utilización.
EL CONSUMO DE CARNE ENTRE LOS MUISCAS
La alimentación de estos naturales en materia de carnes era abundante y variada. Lagunas y ríos, entonces felizmente exentos de las mortíferas basuras e inmundicias de hogaño, proveían auténticas cornucopias de peces, a cuyos cardúmenes acudían los chibchas para abastecerse de ellos y comerlos. Los cronistas encomiaron con largueza la calidad y sabor de dichos peces. Igualmente son numerosas las referencias que se hallan en las crónicas acerca de la infinita cantidad de venados que poblaron nuestra sabana, muchos de los cuales erraban silvestres por estas tierras. La carne de estos esbeltos cérvidos fue también parte de la alimentación muisca, aunque Rodríguez Freile afirma que era manjar exclusivo de caciques y que, por ende, estaba vedada al pueblo llano. También comían algunas variedades de roedores, llamados “fucos” o “curíes”, los cuales abundaban y eran atrapados con relativa facilidad debido a la proverbial rapidez con que siempre se han reproducido. En cuanto a aves comestibles, cuenta Pedro Simón que las cazaban con grandes redes. En todo caso, importa destacar el hecho de que para proveerse de carne, los chibchas debían recurrir a la caza, ya que no habían llegado a la domesticación de animales. La única y bien curiosa excepción es la que anota Jiménez de Quesada, quien refiere que en algunas casas halló perros domésticos, pero con la extraña condición de que “no sabían ladrar”.
TEJEDORES Y ORFEBRES
La industria de hilados y tejidos alcanzó alto rango entre los chibchas, así como un gran desarrollo. Recordemos cómo, según sus tradiciones, fue el propio Bochica quien, mientras permaneció entre ellos, puso singular empeño en hacerlos expertos hilanderos y tejedores, convencido, en su insondable sabiduría, de que en esa forma su pueblo daba un paso trascendental en la escala de la civilización. La magnitud que alcanzó la producción de mantas entre los chibchas está claramente representada en el dato, según el cual, por el solo concepto de tributos, a los almacenes estatales llegaban alrededor de 100 000 mantas anuales, fuera de las que se consumían en todos los usos personales y comerciales. Mal podríamos terminar esta referencia a los hilados y tejidos entre los chibchas sin recordar cómo, según la tradición muisca recogida por los cronistas, Bochica, luego de enseñarles estas artes, quiso asegurarse de que no las olvidarían, grabándoles o pintándoles sobre la superficie de piedras bruñidas la figura de los telares con todos sus pormenores y detalles.
EL VELLOCINO DE ORO
Muchas veces, en las visitas que periódicamente hacemos al deslumbrante Museo del Oro de Bogotá, a pesar de que admiramos la técnica, el acabado y la figura artística de las obras que nos legaron los artífices muiscas (recuérdese la soberbia Balsa de Guatavita), encontramos mayor riqueza de formas y volúmenes en las muestras de orfebrería quimbaya y sinú, así como una factura mucho más perfecta y una fantasía creadora superior en los trabajos áureos de los taironas. Y es precisamente aquí cuando y donde el espectador no muy bien informado puede incurrir en una ligereza de valoración y juicio al apreciar el conjunto de la orfebrería muisca con un criterio peyorativo frente a las que produjeron las culturas mencionadas atrás. Es así como, antes de entrar a juzgar el oro muisca, es imperioso tener en cuenta una premisa esencial: los habitantes de estas regiones carecían de oro. No contaban con yacimientos de dónde extraerlo. En consecuencia, se veían forzados a importarlo de otros pueblos, entregando en trueque sus incomparables panes de sal, sus bien elaboradas mantas, etc. No había, pues, abundancia de oro entre los chibchas, como, por ejemplo, sí la había de sal.
Por lo tanto, el hecho de que el oro muisca fuera necesariamente importado, implicaba que había que tasarlo y, lo que es más importante, someterlo a diversas aleaciones para obtener de él un mayor rendimiento. Huelga decir que estas aleaciones a veces rebajaban la calidad del producto final. Ellas eran, por lo general, de plata y cobre. Por otra parte, la relativa escasez del oro fue un factor limitante en la variedad y profusión de formas que, como anotamos antes, se observan en otras culturas. Por esa causa, los orfebres muiscas se limitaron virtualmente a trabajar el oro y las aleaciones en láminas y filigranas, elaborando objetos macizos muy pequeños (tunjos y figurillas zoomorfas) debido a la imposibilidad de derrochar el precioso metal en la forja de grandes volúmenes. Por otra parte, es bien interesante el caso de los tejuelos en forma de disco que los chibchas forjaron en cantidades apreciables. En un principio se creyó, y de ello da fe Pedro Simón, que eran la moneda de los muiscas. Sin embargo, otros autores como Fernández de Oviedo, niegan que nuestros aborígenes hubieran llegado al uso de valor alguno de cambio. Además, hay otro indicio de que los citados tejos no fueron utilizados como signos monetarios: su infinita variedad de pesos, diámetros y tamaños. Lo que sí es posible, según Zamora, es que los españoles, una vez establecido su predominio, hayan utilizado estos tejuelos como especie monetaria.
UN CALENDARIO RESPETABLE
Resulta, sin duda, algo digno de admiración el calendario que nuestros chibchas elaboraron básicamente con fines agrícolas, y que conocemos en detalle a través de Pedro Simón. Lo que más nos sorprende al conocer la estructura del calendario es su asombrosa semejanza con el europeo, o sea, con el nuestro actual. El tiempo estaba dividido en días, meses y años. Los días se contaban por soles y los meses por lunas, de tal manera que los cómputos resultaron de una considerable precisión para realizar siembras y cosechas.
BEBIDAS Y ALUCINÓGENOS
Cuando el recordado y admirado médico y profesor Jorge Vejarano, en su condición de ministro de Salud, emprendió su fulminante campaña contra la fermentación y consumo de la chicha, hasta lograr su virtual extinción hace más de tres décadas, estaba asestando el golpe de muerte a uno de los hábitos más insalubres y funestos que han flagelado a nuestro pueblo a lo largo de innúmeras generaciones. Pero lo que los acuciosos agentes del profesor Vejarano acaso no tenían en mientes cuando clausuraban sin contemplaciones las mefíticas chicherías y sancionaban a los productores clandestinos, era que la chicha no había sido siempre tan dañina y vitanda como en tiempos modernos. En efecto, en la época prehispánica, este brebaje, hoy proscrito, era una noble bebida ceremonial con cuyas abundantes libaciones los muiscas sí se embriagaban, pero sólo en ocasiones tan especiales como bodas, sepelios, carreras y celebraciones de victorias, y jamás de manera rutinaria y habitual como luego lo harían sus descendientes hasta la contundente acción salutífera del doctor Vejarano.
En cuanto a los narcóticos, eran permanentes consumidores de coca y del llamado “borrachero”. A la primera le atribuían incomparables propiedades medicinales. Parece incuestionable, aun a la luz de las más recientes investigaciones, que la coca confiere al organismo excepcionales condiciones cardiotónicas y, por ende, una poderosa resistencia, no sólo a las fatigas, sino al asedio del hambre. Recordemos que los muiscas carecían de animales domésticos y bestias de carga, por lo cual los bultos del comercio y otros menesteres se transportaban a lomo de indio. Es indudable que, para el buen suceso de estas faenas esenciales en la vida del pueblo muisca, la masticación de la coca fue un factor decisivo. Igualmente, los cronistas dan fe de que nuestros chibchas morían ancianos y con la dentadura generalmente intacta. Este prodigio, anterior en tantos siglos a nuestras milagrosas prótesis, fue atribuido al hábito de mascar continuamente la hoja de coca. Costumbre muy arraigada, también, dentro de las demás sociedades aborígenes del país.
LA ARQUITECTURA MUISCA
Dentro de un concepto de correcta y objetiva justipreciación del cosmos cultural muisca, hemos de reconocer que entre sus formas menos avanzadas se cuenta la arquitectura. Las construcciones muiscas fueron precarias y perecederas. No usaron la piedra y, por ende, sus obras arquitectónicas no alcanzaron en lo mínimo la grandiosidad ni las dimensiones de las incaicas, mayas o mexicanas, ante cuyos vestigios, muchos de ellos en sorprendentes condiciones de conservación, no podemos ocultar nuestra admiración de hombres del siglo xx. En este aspecto fueron, inclusive, a la zaga de pueblos de la actual Colombia como los taironas. La caducidad de los materiales empleados por los muiscas en sus construcciones civiles, religiosas y militares fue factor determinante de que, desde poco después de la Conquista, no quedara ni rastro de ellas. Además, los muiscas no llegaron al concepto de agrupación urbana. No hubo entre ellos poblados, en el sentido estricto del vocablo, y mucho menos ciudades como la majestuosa Tenochtitlán, que pasmó a Cortés y sus guerreros. Las viviendas estaban dispersas por todas partes, y generalmente erigidas al lado de las labranzas, formando un conjunto pintoresco pero desordenado, y que de ninguna manera obedecía a plan o concierto alguno. Como la densidad de población de nuestra sabana era muy alta, las construcciones estaban relativamente cerca unas de otras, y como, además, su forma y concepción eran, al parecer, agradables a la vista y estaban todas ellas rodeadas de cercados, el Adelantado Jiménez de Quesada, inspirado por la primera impresión que recibió al divisarlas, dio a estas tierras el nombre de Valle de los Alcázares, que ha perdurado hasta nuestros días.
Las viviendas, llamadas también bohíos, eran de bahareque, con techos de paja y forma elíptica. Su diámetro máximo oscilaba entre siete y ocho metros y el mínimo pasaba de los cinco. Los muros se aseguraban con horcones clavados en la tierra. Las puertas y ventanas eran pequeñas y de las primeras colgaban laminillas de oro que brillaban con el sol y producían un sonido grato en extremo cuando les daba el viento y al abrir y cerrar las puertas. En el interior había aposentos y retretes, y los muros, así como el piso, eran cubiertos con tejidos y esteras de paja y esparto. Afuera del bohío estaba el cercado de maderos gruesos. Las viviendas, en ocasiones, eran construidas en forma cuadrangular.
Lógicamente, el tamaño y la suntuosidad de estas construcciones era proporcional a la calidad de los habitantes, hasta llegar a las moradas de los supremos jerarcas (caciques y el propio zipa). El cercado del zipa tenía un carácter sagrado y los corpulentos maderos que lo formaban eran el símbolo del universo. Las ceremonias de consagración de las casas que habrían de ocupar los grandes señores revestían una particular solemnidad. Los mozos más resistentes y forzudos emprendían largas carreras en las que los campeones eran premiados con mantas. Estas carreras o competencias tenían para los comprometidos en ellas un significado tan profundo y vital que ninguno de los atletas desistía vencido por el cansancio, hasta el punto de que hubo muchos que prefirieron reventar de fatiga antes que afrontar la ignominia de la deserción. Parte esencial de la ceremonia era clavar en hoyos muy profundos los leños principales que habrían de formar el cercado. La liturgia prescribía que en el fondo de cada hoyo fuera colocada una doncella muy joven, cuya sagrada misión era recibir sobre su frágil humanidad el peso descomunal del horcón que, obviamente, la trituraba en el acto. Según la liturgia muisca, el acto solemne de macizar estos huecos con los cuerpos aplastados de las doncellas era signo infalible de reciedumbre, invulnerabilidad y toda guisa de buenos augurios para el cercado y la casa. Es digno de destacarse el hecho de que las niñas elegidas para ser inmoladas bajo el peso de los maderos sagrados eran siempre hijas de los miembros más encumbrados de la comunidad, los cuales tenían como gran el que sus niñas recibieran el privilegio de otorgar sus carnes tiernas como cimiento de los horcones venerables.
En estos festejos rituales, se bailaba y cantaba sin cesar y hombres y mujeres ingerían infinitas múcuras de chicha hasta la total ebriedad. Cuando ya estaban borrachos, se ayuntaban unos con otros sin distinciones ni cortapisas, de suerte que aun a las mujeres de caciques y nobles les estaba permitida la licencia de copular con todos los hombres que deseasen, sin que tales excesos fueran en absoluto punibles. Desde luego, estas promiscuidades estaban taxativamente limitadas a las fiestas a que nos acabamos de referir. Concluidas las celebraciones, la conducta de la comunidad retornaba a sus cauces normales.
Mucho escribieron los cronistas sobre el legendario Templo del Sol en Sogamoso y muchos especularon sobre sus dimensiones colosales. Fray Pedro Simón afirma que, al ser incendiado, duró ardiendo un año y no faltaron quienes dijeran que las llamas habían tardado cinco años en consumirlo. No hay noticia de otros grandes templos y, por el contrario, se sabe que lo que proliferaba entre los muiscas no eran vastas edificaciones donde se congregaran muchedumbres de fieles, sino pequeños santuarios a donde no podía entrar mucha gente, y que sólo eran frecuentados por los sacerdotes, que solían guardar allí los objetos del culto.
En cuanto a la arquitectura militar, se tiene noticia de la célebre Casa de Armas de Cajicá, sólida construcción que servía al zipa como arsenal para guardar allí armas, municiones de toda índole y demás pertrechos para la guerra.
Finalmente, la recreación del zipa hubo de merecer el trabajo y el esfuerzo de los constructores muiscas. El soberano había mandado construir en la comarca de Tenaguasa (hoy Tena), aprovechando su clima templado, un albergue que los españoles denominaron Casa del Monte, donde el zipa disponía de baños en abundancia y a donde se trasladaba con su nutrido séquito de mujeres para entregarse al ocio y al descanso. Igualmente, en Tabio tenía el zipa unos baños termales guarecidos de cercados y un espeso bosque de palmas.
¿CHIBCHAS? ¿MUISCAS?
Antes de entrar en la corta historia que conocemos de los muiscas con anterioridad a la invasión hispánica, no está demás plantearnos este interrogante. La denominación “chibchas” es prácticamente desconocida entre los cronistas que son, a su vez, la fuente del conocimiento que tenemos de estos aborígenes. Únicamente fray Pedro Simón utiliza este vocablo para referirse a la lengua que reputa como “la más universal de estas tierras”. También hace alusión al mismo al hablar del dios Chibchacum, cuyo nombre traduce, según el cronista, “báculo de la provincia chibcha”.
En cuanto a la denominación “muisca”, tiene un origen bien curioso. Esta voz es originalmente chibcha y es una deformación de “muexca”, que es “hombre” en su lengua. La anécdota que narran Simón y Rodríguez Freile es que, al toparse Quesada y sus soldados con los primeros nativos, trataron de preguntarles a través de los rudimentarios intérpretes que llevaban consigo si había mucha gente en la región. Según la tradición recogida por los cronistas, los interrogados respondieron “Muexca bien agen” (de acuerdo con la versión de Pedro Simón) o “muisca puemunga” (conforme con la de Rodríguez Freile). En todo caso, los dos cronistas coinciden en el significado de ambas frases: “hay muchos hombres”. Rápidamente, los españoles, en forma totalmente arbitraria castellanizaron “muexco o muisca” y lo transformaron en “mosca” entendiendo que lo que los naturales querían decirles era que “abundaban o eran tan numerosos como moscas”. Posteriormente se regresó a “muiscas” y es esa la denominación con que más a menudo se ha identificado a estos primitivos pobladores de nuestros altiplanos.
LOS GUERREROS Y SUS ARMAS
También es pertinente que antes de entrar en la relación histórica de los chibchas durante el breve periodo que nos fue dado a conocer, y teniendo en cuenta que se trata esencialmente de una historia bélica, echemos una ojeada sobre las características de los “guechas” (guerreros) y sobre las armas de que solían disponer en sus combates.
Como ya lo vimos atrás, los guechas eran una casta privilegiada. No podía ser de otra manera en una sociedad que vivía en constante pie de guerra. Eran elegidos entre los varones más saludables, recios, valientes y esforzados. Sus hazañas bélicas eran recompensadas con largueza y los premios llegaban hasta el otorgamiento de cacicazgos vacantes. Los que caían en acción de guerra recibían imponentes honores póstumos que consistían en que sus cadáveres eran aderezados con determinadas unturas y conducidos en hombros de otros combatientes, a fin de que su yerta presencia animara e infundiera bríos a los soldados en la contienda. Como el invicto Cid, Ruy Díaz de Vivar, los guechas muiscas eran rescatados de la muerte para que salieran a ganar batallas contra sus enemigos. La casta de los guechas no era hereditaria. No era dignidad que se alcanzara por el nacimiento. A ella sólo llegaban los hombres por su arrojo y la fuerza de su brazo. Puede decirse, en otras palabras, que los guerreros formaban la única casta “democrática” entre los chibchas.
Hay, como resulta apenas lógico, enormes discrepancias entre los cronistas sobre el número de soldados que podían poner en pie de guerra, tanto el zipa como su poderoso rival el zaque de Tunja. Las estimaciones oscilan entre 50 y 100 000.
El arte militar no había adquirido mediano desarrollo entre los muiscas. Al parecer, las batallas eran feroces embestidas recíprocas en las cuales desempeñaba un papel esencial un recurso que los cronistas llamaban “la grita”, que consistía en que antes de entrar en la lid, los guerreros se daban a lanzar alaridos tan agudos como desconcertados con el ánimo de atemorizar y ahuyentar al enemigo. A menudo esta algazara era forzada con la cacofonía de innumerables caracoles marinos, flautas, fotutos, pífanos, trompetas, bocinas y tambores. En cuanto a las armas, éstas eran básicamente lanzas de palma con puntas muy agudas y dardos de carrizo que eran disparados por unos artefactos que los cronistas llamaron “tiraderas”.
BREVE HISTORIA Y FINAL APOCALÍPTICO
La más grave de todas las carencias culturales de los muiscas fue, sin duda posible, el desconocimiento de la escritura en cualquiera de sus formas. Y bien sabemos que pueblo que no escribe es pueblo sin memoria. En consecuencia, y en términos concretos, la historia que hoy conocemos de los chibchas apenas abarca setenta años entre las primeras noticias de que se dispone a través de la tradición oral que recogieron los cronistas y el advenimiento de los conquistadores.
En el momento en que alborea nuestra historia —en torno a 1470— los chibchas habitaban en una gigantesca fortaleza natural circundada por legiones de enemigos desaforados, y hasta entonces impotentes para dar con buen suceso el asalto final a ese formidable reducto de tierras altas y feraces, almenadas de montañas inexpugnables, cuya atmósfera vecina de las nubes, y cuyos vientos gélidos ponían espanto en el ánimo de los feroces sitiadores, y eran como custodios insomnes de este descomunal alcázar verde, donde se guarecía, amenazada, pero a la vez segura, la vetusta estirpe de Chiminigagua y de Bachúe.
El reino de los bogotaes luchó sin cesar en tres fuentes: contra sus inveterados adversarios sutagaos, panches y fusagasugaes; contra su gran émulo, el reino del zaque de Tunja; contra los caciques levantiscos de Ubaté, Zipaquirá, Ubaque y Guatavita. Y como si todo esto fuera poco, habla de mantenerse alerta contra la innumerable hueste de los caribes que asechaban al gigante sin tregua ni reposo y que ya parecían roerle sus pies de roca. Estos últimos habían tendido un cerco que abarcaba los cuatro puntos cardinales. Por el Este, avizoraban impacientes los farallones colosales de la cordillera; habían avanzado por el Sur; hacia el poniente se alineaban en las riberas del Magdalena; por el Norte, venían desde Venezuela y ya se hallaban a la altura del Carare. Tales son los hechos en que se funda el historiador Restrepo Tirado para afirmar, con sólidas razones, que si la conquista hispánica se hubiera retardado unos años más, la invasión de los bárbaros se habría tornado inevitable, así como el consecuente asolamiento de los reinos muiscas.
Hacia 1470, que es más o menos el año uno de nuestra historia chibcha, reinaba el zipa Saguanmachica. Fue éste un invicto y glorioso guerrero que libró campañas decisivas para la salvaguarda de su nación amenazada. Batió a los panches, combatientes encarnizados y temibles, y luego hizo frente a la poderosa coalición de los sutagaos y los fusagasugaes ayudados por los sobrevivientes del recién diezmado ejército panche.
El éxito de Saguanmachica fue rotundo. Acosó a los vencidos hasta su capital, Fusagasugá, y en combates sucesivos, venció a los caciques Uzatama y Tibacuy. El primero de ellos mereció la benevolencia del triunfador. No así Tibacuy, a quien Saguanmachica persiguió sin reposo hasta las tierras del cacique de Guatavita, antaño ciudad sagrada de los muiscas. Éste, envidioso de la carrera fulminante de Saguanmachica, armó sus mesnadas y se lanzó a la guerra contra el zipa de los bogotaes. Más le hubiese valido no hacerlo. Su tropa quedó totalmente aniquilada, por lo cual hubo de huir en estampida hacia Tunja buscando asilo con el zaque Michúa, el cual se lo otorgó, y además hizo llegar a su rival de Bogotá toda una serie de ásperas admoniciones.
El espectro de la guerra se cernió de nuevo sobre estos altiplanos, pero esta vez pudo ser temporalmente conjurado con unos precarios acuerdos de paz entre los diferentes grupos en conflicto.
En este punto, ya es pertinente aludir a dos poderosas causas económicas de los conflictos crónicos entre el zaque de Tunja y el zipa de Bacatá. Vimos anteriormente la importancia vital que para el comercio de los pueblos chibchas tuvieron la sal de Zipaquirá y Nemocón y las esmeraldas de Muzo y Somondoco. Pues bien, la sal estaba, aunque en territorio del cacique de Zipaquirá, bajo el área de influencia y control del monarca de Bogotá. Por su parte, las zonas esmeraldíferas caían dentro de la jurisdicción del zaque. Resultaba así lógico que cada uno de los poderosos soberanos codiciara con vehemencia las vitales riquezas mineras de su rival.
No es para sorprenderse, por consiguiente, que los convenios de paz y concordia fueran sistemáticamente violados por ambas partes, aunque al parecer quien de modo más flagrante quebrantó los pactos fue Saguanmachica, cuando invadió los territorios del cacique de Ubaque, los cuales, conforme con los acuerdos, le estaban vedados.
La guerra, ya inevitable, no tardó en estallar. Fue larga y en extremo cruenta. Duró 16 años y el bravo Saguanmachica tuvo que librarla en dos frentes, ya que, además de enfrentarse por el Norte a Michúa, hubo de enviar nuevamente a sus huestes hacia el Occidente para batir otra vez a los fusagasugaes, panches y sutagaos en Zipacón y Tena.
La gran batalla, el encuentro ciertamente épico de esta contienda se libró en Chocontá, coincidencialmente hoy zona limítrofe entre Cundinamarca y Boyacá. Se ha hablado de 60 000 guerreros del zaque contra 50 000 del zipa. Estos guarismos parecen excesivos, pero lo cierto es que la refriega fue larga y encarnizada y que, como en las grandes epopeyas, los adalides supremos entregaron sus vidas con las armas en la mano. Ambos rivales cayeron. Sucumbió Michúa vencido con honor. Pereció Saguanmachica, gloriosamente triunfador.
Y vino la sucesión. Quemuenchatocha, valiente y arriscado mozo de apenas 18 años, subió al trono de Michúa. Al heroico Saguanmachica lo reemplazó su sobrino Nemequene, estadista, legislador y guerrero, que en todo momento contó en el campo bélico con la valiosa cooperación de Tisquesusa, a la vez sobrino suyo y notable estratega.
El apoyo de Tisquesusa fue esencial para Nemequene, dado la pluralidad de frentes a que tuvo que acudir simultáneamente con sus ejércitos. En una nueva oportunidad volvió a derrotar a los panches y sutagaos, en tanto que Nemequene aplastaba a varios caciques sublevados, tales como los de Ubaté, Zipaquirá, Ubaque y Guatavita. De todos ellos, el que reincidió en la insurrección fue el de Zipaquirá, por la invaluable posesión de las salinas. Tisquesusa le salió al paso y exterminó a sus huestes.
De la victoria de Nemequene sobre el de Ubaque merece destacarse un hecho notable. Al verse vencido sin remedio, el cacique arrojó sus ingentes riquezas de oro y esmeraldas al fondo de la laguna. Y fue este momento en que el gran Nemequene hizo gran alarde de su magnanimidad: perdonó la vida al vencido y le restituyó la propiedad de sus tierras.
Una vez más volvieron a chocar las fuerzas de los monarcas de Tunja y Bacatá y de nuevo la cruenta batalla tuvo lugar en tierras de Chocontá. Ambos soberanos animaban a sus guerreros y les daban ejemplo de coraje y de impavidez ante la muerte que cruzaba rauda por los aires y silbaba en las temibles puntas de lanzas y venablos. Caían bravos combatientes de lado y lado y la suerte de la contienda no se decidía. Finalmente, la esquiva victoria empezó a inclinarse ligeramente hacia el zipa.
El valeroso Nemequene no había abandonado un solo instante los puestos de mayor peligro en el combate, hasta que quiso la suerte aciaga que un dardo volara certero a clavarse en la mitad de ese corazón infalible al que sólo la muerte pudo dar reposo. Desconcertados los guerreros del zipa por la súbita muerte de su caudillo, emprendieron la retirada, mas no perseguidos por los hombres del zaque, los cuales, ya prácticamente derrotados, optaron por replegarse hacia sus tierras. La última gran batalla entre los muiscas había terminado.
El luto y la aflicción se enseñorearon de los dominios de Nemequene. El más aguerrido y noble de los adalides yacía ahora inerte y, en medio de tristes llantos funerales, se aprestaba para bajar a la real sepultura, embalsamado por sus jeques y todo cubierto de áureas láminas y esmeraldas relucientes. Profundamente sumidas en el sopor imperturbable del borrachero, las favoritas de su regio serrallo descendieron con él a la lóbrega sima de la tumba. Igualmente, los servidores tuvieron buen cuidado de proveerlo de copiosas viandas y múcuras de chicha, buena provisión de coca y sus mejores armas para el viaje sin retorno. Una vez que los jeques se aseguraron de que el cadáver de su señor quedara dando la faz al sol naciente, vale decir, al punto por donde había hecho su aparición el inmortal Bochica, se clausuró el sepulcro y llegaron a su término 24 años del glorioso reinado.
No bien hubo heredado Tisquesusa el trono de su finado tío, cuando comenzó a reunir a sus caciques tributarios, a sus más avezados guechas y a sus mejores tropas para emprender contra Quemuenchatocha una arrolladora ofensiva que vengara satisfactoriamente la muerte de Nemequene. En Cajicá terminaron los aprestos bélicos y Tisquesusa avanzó contra su enemigo tradicional. Pero acaso porque los dos pueblos estaban extenuados por la incesante sangría, se llegó esta vez a un pacto de paz en el cual, sin embargo, llevó ventajas el zipa, quien, como resultado del acuerdo, recibió una apreciable cantidad de joyas, oro y tierras. Sellada la paz con el zaque, el belicoso arriscado Tisquesusa no se dio tregua. Aún había caciques facciosos que escarmentar. Eran los de Ubaté y Susa. Hacia ellos se dirigió el poderoso zipa y no tardó en subyugarlos. Fueron sus últimas victorias.
Y ahora levantemos el vuelo de regreso hacia la leyenda, hacia el mito, hacia la poesía, por donde iniciamos el hilo de esta narración cuando evocamos a las aves portentosas de Chiminigagua, en cuyos picos nacía el aliento mágico que disipaba las tinieblas y presagiaba el advenimiento de la vida. Retornemos a esos mundos que, parafraseando a Coleridge, “son una suspensión temporal de nuestra incredulidad”. Y sigamos encontrando concomitancias extrañas y asombrosas.
Milenios antes de nuestra historia y lejos, muy lejos de su escenario, el indomable Moisés, airado ante la inconmovible obstinación del faraón en mantener a su pueblo en la cautividad, invocó a Yahvé y, dotado por su dios de poderes sobrenaturales, envió a su hermano Aarón a que, con el solo roce de su cayado, convirtiese el caudaloso Nilo en un espantable torrente de sangre, por cuyo cauce empezaron a descender, ante la mirada medrosa de millares de egipcios, inmensos cardúmenes de peces muertos. ¡La sangre! ¡Siempre la sangre como signo de calamidad y pesadumbre, como vaticinio funesto y como castigo a los pecados de los hombres! ¡La sangre indeleble y tozuda en las manos de Lady Macbeth! La sangre que presintió también el inca y que recreó Chocano con maestría cuando cantó: “cataratas de sangre colmarán los barrancos/ y entrarán otros dioses en el templo del sol”.
Y las leyendas de nuestros muiscas, acaso en la última de ellas, también está presente el símbolo de la sangre con toda su carga fatídica. Una noche dormía apaciblemente Tisquesusa en su refugio de Tena, concediendo así un breve reposo a sus habituales fatigas de guerrero contumaz. Fue así como, trasegando por los laberintos alucinantes de la irrealidad onírica, se vio de un momento a otro gratamente sumergido en una de las tibias albercas que los vasallos habían aparejado allí para recreo de los soberanos. Y he ahí que en el momento en que las aguas mejor tonificaban el cuerpo del zipa, vio éste con espanto cómo el líquido benefactor se convertía en un espeso y viscoso charco de sangre. Despertó con sobresalto y en el acto convocó a los más lúcidos y sabios de todos sus jeques para pedirles que le revelasen sin demora el significado de la horrenda visión. Los sacerdotes interrogaron largamente al zipa e inquirieron con porfía acerca de todos los detalles del sueño. La sentencia fue unánime y restituyó el sosiego en el ánimo de Tisquesusa: no había en tal sueño augurio nefando alguno. Por el contrario, lo que la visión quería decir era que, merced a su genio militar y a la invencibilidad de sus guechas y soldados, muy pronto gozaría el supremo placer de darse una gratificante ablución con la sangre de su encarnizado Quemuenchatocha.
Cuán extraviados estaban los arúspices de Tisquesusa, se vio poco después. Ciertamente fue grande el júbilo del zipa por tan grata y estimulante predicción. Pero aún no estaba totalmente tranquilo. Todavía le faltaba escuchar la palabra del más anciano y sapiente de todos sus jeques: el venerable Popón, a quien por desgracia, no fue posible hallar por parte alguna. En efecto, el viejo sacerdote había huido, temeroso de revelar a Tisquesusa la terrible verdad que encerraba su sueño premonitorio. Los otros arúspices se habían equivocado o, sabedores de la verdad, no habían osado descubrirla y habían preferido endulzar los regios oídos con la interpretación halagüeña que ya vimos. Más tarde, Popón reveló a un grupo de nobles la única, la cruda verdad: la sangre en que se bañaría Tisquesusa no sería de su rival Quemuenchatocha sino la suya propia, vertida por unos implacables invasores extranjeros que se avecinaban. Popón no mentía. Por los confines septentrionales del reino chibcha, ya a esta sazón avanzaban los terroríficos centauros de rostros peludos que en una mano enarbolaban dos maderos en cruz y en la otra unos artefactos diabólicos de cuyas bocas fragorosas salían, en infernal estampida, el fuego y la muerte y que, en muy breve tiempo, sepultarían una era y serían los parteros de otra que aún no ha concluido.
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Los muiscas
Según la leyenda, en tiempos inmemoriales la sabana de Bogotá era una inmensa laguna, con pequeñas islas habitadas. El dios Bochica prestó oídos a los moradores del lacustre sitio, que le pedían más tierra para su supervivencia, y creó una depresión por la cual se precipitaron las aguas de la sabana, dando origen al Salto de Tequendama. Acuarela de Enrique Gómez Campuzano.
Para los muiscas el agua era un elemento sagrado, objeto de culto, por lo cual las lagunas revistieron una gran importancia ceremonial y en ellas se depositaban frecuentes tributos, representados en objetos de oro, que dieron origen a la leyenda de El Dorado. Entre las lagunas más veneradas por los muiscas, tanto de Bacatá como de Hunza, estaban Iguaque, Siecha, Ubaque, Teusacá y Guatavita. Esta última en el grabado de Jean-Thomas Thibaut, hecho en París en 1810, según un dibujo de Alejandro de Humboldt.
La cosmogonía muisca, aunque no tan compleja como la de otras civilizaciones precolombinas, contenía, sin embargo, los elementos esenciales de los mitos de origen. En este mural se aprecian, entre otras deidades, Chiminigagua, Bochica, Bachúe y Chibchacum. Luis Alberto Acuña, Retablo de los dioses tutelares chibchas. 1935. Museo Nacional de Colombia, Bogotá.
Alegoría sobre la creación del primer indígena, que habría emergido de las aguas, acompañado por las primeras aves, de acuerdo con la interpretación indígena del origen de la vida. Según el profesor Paul Rivet, los primeros moradores de América provinieron de una corriente migratoria iniciada en Asia 37 000 años antes.
Versión del paraíso terrenal, ubicado en América, donde los humanos conviven en armonía con las aves y la serpiente. Mural de Luis Alberto Acuña, Hotel Intercontinental Tequendama, Bogotá.
El territorio muisca estaba poblado por unos dos millones de habitantes, divididos en cinco confederaciones independientes, enemigas unas de otras, y subdivididas en tribus. La más fuerte era la de Bacatá, que ocupaba dos quintas partes del territorio chibcha, y que comprendía las tribus de Simijaca, Guachetá, Ubaté, Chocontá, Nemocón, Zipaquirá, Guatavita, Suba, Ubaque, Tibacuy, Fusagasugá, Pasca, Subachoque, Cáqueza, Teusacá, Tosca, Guasca y Pacho. La segunda en importancia era la confederación de Hunza, encarnizada rival de Bacatá, y reunía las tribus de Tuta, Motavita, Sora, Ramiriquí, Turmequé, Tibaná, Tenza, Garyva, Somondoco y Lenguazaque. La confederación de Iraca o Sugamuxi, con las tribus de Gámeza, Firavitova, Bubanzá, Toca, Pesca, Tobazá. Una confederación de gran importancia por su alta producción de alimentos y vestuario era la de Tundama, con las tribus de Onzaga, Chicamocha, Soatá, Ocabita, Chitagoto, Ibacuco, Lupachoque, Sátiva, Tutasá, Cerinza, Susa y Susacón. La quinta era la confederación del Guanentá, conformada por las tribus de Uramata, Sancobeo, Garaota, Cotisco, Siscota, Cacher, Xuaguete, Bocote, Butaregua, Macaregua, Charalá, Poima y Prasaque.
El territorio muisca estaba poblado por unos dos millones de habitantes, divididos en cinco confederaciones independientes, enemigas unas de otras, y subdivididas en tribus. La más fuerte era la de Bacatá, que ocupaba dos quintas partes del territorio chibcha, y que comprendía las tribus de Simijaca, Guachetá, Ubaté, Chocontá, Nemocón, Zipaquirá, Guatavita, Suba, Ubaque, Tibacuy, Fusagasugá, Pasca, Subachoque, Cáqueza, Teusacá, Tosca, Guasca y Pacho. La segunda en importancia era la confederación de Hunza, encarnizada rival de Bacatá, y reunía las tribus de Tuta, Motavita, Sora, Ramiriquí, Turmequé, Tibaná, Tenza, Garyva, Somondoco y Lenguazaque. La confederación de Iraca o Sugamuxi, con las tribus de Gámeza, Firavitova, Bubanzá, Toca, Pesca, Tobazá. Una confederación de gran importancia por su alta producción de alimentos y vestuario era la de Tundama, con las tribus de Onzaga, Chicamocha, Soatá, Ocabita, Chitagoto, Ibacuco, Lupachoque, Sátiva, Tutasá, Cerinza, Susa y Susacón. La quinta era la confederación del Guanentá, conformada por las tribus de Uramata, Sancobeo, Garaota, Cotisco, Siscota, Cacher, Xuaguete, Bocote, Butaregua, Macaregua, Charalá, Poima y Prasaque.
Las ceremonias nupciales entre los muiscas revestían enorme alegría y eran celebradas con danzas y fiestas con las que se quería desear a los contrayentes la mayor felicidad. En el grabado de arriba, la novia enseña el ramo que le ha obsequiado su prometido. Un grupo de muchachas bailan en círculo y el novio expresa su agradecimiento.
En el del medio, día de mercado. Los indígenas intercambian sal por diversos comestibles y racimos de hojas de coca, que se masticaban para fortalecer la dentadura y aumentar las energías corporales.
Los muiscas tenían conflictos constantes con sus vecinos de Guatavita y con sus tradicionales adversarios, los habitantes de Hunza. Para proteger sus viviendas, las rodeaban de palizadas, con una sola puerta de acceso. El grabado inferior registra el castigo aplicado a un posible prisionero. Afuera un guardia armado con arco y flecha en actitud de prevenir un posible ataque por sorpresa. Grabados de Théodore de Bry. Edición del siglo xvii. Biblioteca Nacional, Bogotá.
La búsqueda de El Dorado constituyó la fuerza principal que movió a los españoles a emprender y culminar la empresa conquistadora. Infinidad de piezas como éstas terminaron siendo fundidas y convertidas en lingotes.
“Los chibchas obtenían el oro por transacción con las tribus vecinas. Trocaban esmeraldas, mantas y algodón por oro. Aleaban el oro argentífero nativo en proporción variable con el cobre puro y obtenían aleaciones de color bronceado, conocidas en Colombia bajo el nombre de Tumbaga. En sus trabajos de oro representaban los chibchas a sus dioses y a sus caciques, generalmente en planchas angulosas revestidas con hilos del mismo metal que les servían para estilizar los miembros de la figura humana y reproducir las facciones. En la confección de pectorales la lámina de oro era repujada con puntos sucesivos para reproducir esquemáticamente animales y aves”. Guillermo Hernández Rodríguez, De los chibchas a la Colonia y la República, 1949. Colección Museo del Oro del Banco de la República.
Pectoral, cercado bicéfalo y figura antropomorfa votiva o tunjo muiscas. Museo del Oro, Bogotá.
El entierro de caciques y otras personalidades estaba rodeado de un ritual bastante complejo. Las tumbas eran de forma rectangular u oval o de pozo circular y poco profundas.
El algodón, la materia prima de mantas y demás textiles, era adquirido por medio del trueque con tribus vecinas de las tierras bajas.
Las mantas de algodón de los muiscas eran finamente tejidas y teñidas con motivos geométricos en varios colores.
Los muiscas alcanzaron un alto grado de desarrollo técnico y artístico en sus trabajos de orfebrería, los cuales sobresalen, entre otras cosas, por la perfección de la filigrana. La famosa balsa con que se ha caracterizado la leyenda de El Dorado, encontrada “en una región tan marcadamente chibcha como es la laguna de Guatavita, donde, según los cronistas, se arrojaron grandes cantidades de oro como ofrenda a los dioses, son una prueba de que los chibchas conocieron admirablemente los sistemas de elaboración del oro. En esta pieza se ve la fundición, la laminación, la soldadura y la decoración de figuras humanas y animales, a las que se han agregado láminas colgantes, según fue de uso frecuente en el Sinú”. El Museo del Oro, Banco de la República, Bogotá, 1944.
Los muiscas alcanzaron un alto grado de desarrollo técnico y artístico en sus trabajos de orfebrería, los cuales sobresalen, entre otras cosas, por la perfección de la filigrana. Las filigranas encontradas “en una región tan marcadamente chibcha como es la laguna de Guatavita, donde, según los cronistas, se arrojaron grandes cantidades de oro como ofrenda a los dioses, son una prueba de que los chibchas conocieron admirablemente los sistemas de elaboración del oro. En esta pieza se ve la fundición, la laminación, la soldadura y la decoración de figuras humanas y animales, a las que se han agregado láminas colgantes, según fue de uso frecuente en el Sinú”. El Museo del Oro, Banco de la República, Bogotá, 1944.
Los muiscas alcanzaron un alto grado de desarrollo técnico y artístico en sus trabajos de orfebrería, los cuales sobresalen, entre otras cosas, por la perfección de la filigrana. Los pectorales, encontrados “en una región tan marcadamente chibcha como es la laguna de Guatavita, donde, según los cronistas, se arrojaron grandes cantidades de oro como ofrenda a los dioses, son una prueba de que los chibchas conocieron admirablemente los sistemas de elaboración del oro. En esta pieza se ve la fundición, la laminación, la soldadura y la decoración de figuras humanas y animales, a las que se han agregado láminas colgantes, según fue de uso frecuente en el Sinú”. El Museo del Oro, Banco de la República, Bogotá, 1944.
“La orfebrería chibcha se caracteriza por la predominancia casi total del trabajo sobre láminas. Los orífices chibchas no manejaron el volumen, las grandes formas rotundas en que tan diestramente sobresalieron los quimbayas. En macizo sólo trabajaron los chibchas pequeños tunjos para representar renacuajos, pececillos y ranas. En la orfebrería las figuras humanas y animales las representaron sobre planos, desprovistas de sus dimensiones de gran volumen. Si a la cerámica le imprimieron grandes formas rotundas en que el volumen subordina toda otra expresión artística, es extraño que en sus trabajos de orfebrería los chibchas hubieran permanecido atrasados manejando casi exclusivamente planos, con tenues hilos de relieve. Quizás se explica este retardo cultural, que no llevó las formas de la cerámica al trabajo en oro, por la escasa presencia del metal en la vida chibcha. Aquí un factor económico ata el desarrollo de la orfebrería chibcha y nos la presenta en un nivel arcaico en relación con los adelantos culturales alcanzados por tribus coetáneas en otros aspectos del progreso humano”. Guillermo Hernández Rodríguez, op. cit., Colección Museo del Oro, Banco de la República.
“La orfebrería chibcha se caracteriza por la predominancia casi total del trabajo sobre láminas. Los orífices chibchas no manejaron el volumen, las grandes formas rotundas en que tan diestramente sobresalieron los quimbayas. En macizo sólo trabajaron los chibchas pequeños tunjos para representar renacuajos, pececillos y ranas. En la orfebrería las figuras humanas y animales las representaron sobre planos, desprovistas de sus dimensiones de gran volumen. Si a la cerámica le imprimieron grandes formas rotundas en que el volumen subordina toda otra expresión artística, es extraño que en sus trabajos de orfebrería los chibchas hubieran permanecido atrasados manejando casi exclusivamente planos, con tenues hilos de relieve. Quizás se explica este retardo cultural, que no llevó las formas de la cerámica al trabajo en oro, por la escasa presencia del metal en la vida chibcha. Aquí un factor económico ata el desarrollo de la orfebrería chibcha y nos la presenta en un nivel arcaico en relación con los adelantos culturales alcanzados por tribus coetáneas en otros aspectos del progreso humano”. Guillermo Hernández Rodríguez, op. cit., Colección Museo del Oro, Banco de la República.
Los tunjos eran figurillas ornamentales que lucían indistintamente hombres y mujeres en las diferentes ceremonias y rituales que acostumbraban los muiscas. Se empleaban también como alfileres y prendedores. Por lo general medían entre tres y 12 centímetros de largo, y el objeto principal era representar a sus dioses y a sus santuarios. Al contrario de lo que supusieron algunos antropólogos, como el padre Duquesne, los muiscas no eran zoólatras. Sus figuras en oro y cerámica, a las que rinden culto, son todas humanas, como los chamanes que ilustran esta página, y que pertenecen a la colección del Museo del Oro del Banco de la República. Algunas figuras que representan animales, especialmente sapos, son sólo ornamentales y no objetos religiosos.
Esta figura en forma de caracol, con posible carácter votivo, revela dominio de la filigrana y alta concepción artística. No podría asegurarse que se trate de un elemento muisca, como tampoco el pectoral y la nariguera de las ilustraciones inferiores, cuyas formas son diferentes de las manejadas por los muiscas. Sin embargo, como señala la antropóloga Anne Legast, “el hecho de que dos sociedades indígenas [la tairona y la muisca] hayan pertenecido a un mismo grupo lingüístico [el chibcha] puede haber favorecido similitudes o direcciones paralelas en el desarrollo de sus expresiones culturales, tales como la iconografía. Este supuesto puede explicar algunas semejanzas en los motivos de la orfebrería tairona y muisca, como el ave en vuelo, la importancia de las ranas y de los caracoles marinos, entre otros. Pero algunas diferencias llaman la atención e indican tal vez que ciertas circunstancias —como pueden ser las interacciones con ambientes distintos y con grupos vecinos— llegan a moldear a través del tiempo nuevas facetas en la historia de una sociedad, en sus costumbres, sus creencias y su simbología”. La figura serpentiforme en la iconografía muisca. Boletín del Museo del Oro n.o 46.
Debido a que en la sabana no había yacimientos de oro y el precioso metal era traído de otras regiones en cantidades limitadas, los muiscas trabajaron la mayor parte de sus piezas en láminas y filigranas, técnicas en las que lograron notable destreza. Museo del Oro, Bogotá.
Debido a que en la sabana no había yacimientos de oro y el precioso metal era traído de otras regiones en cantidades limitadas, los muiscas trabajaron la mayor parte de sus piezas en láminas y filigranas, técnicas en las que lograron notable destreza. Museo del Oro, Bogotá.
Litera.
Pectoral.
Pectoral antropomorfo.
Nemequene (ca. 1490-1510), el gran legislador de la nación muisca, que estableció las normas conocidas como Código de Nemequene. Miniaturas de Manuel J. Paredes. Biblioteca Luis Ángel Arango, Bogotá.
Saguanmachica (ca. 1470-1490). Miniaturas de Manuel J. Paredes. Biblioteca Luis Ángel Arango, Bogotá.
Quemuenchatocha se aprestaba a celebrar un tratado de paz con Tisquesusa cuando se produjo la invasión de los españoles. Como su viejo rival, Quemuenchatocha murió en la resistencia contra los invasores. Miniaturas de Manuel J. Paredes. Biblioteca Luis Ángel Arango, Bogotá.
Aquiminzaque sucedió a Quemuenchatocha y mantuvo la resistencia durante un año. Fue hecho prisionero y desaparecido por Gonzalo Suárez Rendón, fundador de Tunja. Miniaturas de Manuel J. Paredes. Biblioteca Luis Ángel Arango, Bogotá.
Sugamuxi reinaba en Sogamoso a la llegada de los españoles. Les opuso enconada resistencia y los españoles, en represalia, quemaron el Templo del Sol y devastaron los dominios de Sugamuxi. Miniatura de Manuel J. Paredes, Biblioteca Luis Ángel Arango, Bogotá.
Tisquesusa, el tercero de los zipas documentados (ca. 1510-1537), murió en los primeros encuentros con los españoles de Jiménez de Quesada. Miniaturas de Manuel J. Paredes, Biblioteca Luis Ángel Arango, Bogotá.
Saquezazipa o Sagipa (1538), el último de los zipas, hecho prisionero y asesinado por Jiménez de Quesada. Miniaturas de Manuel J. Paredes, Biblioteca Luis Ángel Arango, Bogotá.
Ajuar funerario antropomorfo.
Recipiente antropomorfo.
Múcura con dibujos geométricos.
Múcura decorada.
Los alfareros muiscas usaron tinta indeleble a la sanguina para decorar sus trabajos. En general las ornamentaciones, rectilíneas o circulares, podían simbolizar feminidad, deidades como Bachué o Bochica, fecundidad, fuerza, inteligencia, o consideraciones filosóficas como la vida y la reencarnación.
Esta ornamentación proviene de una tradición de arte rupestre muisca, como anota Guillermo Hernández Rodríguez en el libro ya citado, “Suelen hallarse también las mismas formas o figuras talladas en rocas. En Facatativá las piedras de Tunja, con sus corpulentas masas geológicas, aparecen tatuadas con estas pinturas a tinta roja encendida, como testimonios callados, como garabatos prehistóricos que muestran la huella que dejó un pueblo en su peregrinación de siglos. Por su distribución irregular, por la falta de relación de unas imágenes con otras no parece que podamos calificar estos trabajos sobre piedra como jeroglíficos. Podría sugerirse que son modelos rústicos de dibujos para estampar las telas, ya que las crónicas dicen que Bochica enseñó a los chibchas a hilar el algodón y a hacer mantas, habiéndoles dejado las muestras de los dibujos pintadas en las rocas para que no las olvidaran”.
Los alfareros muiscas usaron tinta indeleble a la sanguina para decorar sus trabajos. En general las ornamentaciones, rectilíneas o circulares, podían simbolizar feminidad, deidades como Bachué o Bochica, fecundidad, fuerza, inteligencia, o consideraciones filosóficas como la vida y la reencarnación.
Esta ornamentación proviene de una tradición de arte rupestre muisca, como anota Guillermo Hernández Rodríguez en el libro ya citado, “Suelen hallarse también las mismas formas o figuras talladas en rocas. En Facatativá las piedras de Tunja, con sus corpulentas masas geológicas, aparecen tatuadas con estas pinturas a tinta roja encendida, como testimonios callados, como garabatos prehistóricos que muestran la huella que dejó un pueblo en su peregrinación de siglos. Por su distribución irregular, por la falta de relación de unas imágenes con otras no parece que podamos calificar estos trabajos sobre piedra como jeroglíficos. Podría sugerirse que son modelos rústicos de dibujos para estampar las telas, ya que las crónicas dicen que Bochica enseñó a los chibchas a hilar el algodón y a hacer mantas, habiéndoles dejado las muestras de los dibujos pintadas en las rocas para que no las olvidaran”.
Múcura con asa decorada.
Múcura con asa y figura antropomorfa.
Copa ceremonial.
Vasija con decoraciones.
Múcura con asa y motivo antropomorfo.
Vasija globular con asa múltiple.
Copa decorada para uso ritual.
Copa ritual.
Los defensores de un cercado sobre una colina son aniquilados por caballería española, provista de lanzas y armas de fuego. Los españoles se disponen a tomar posesión de la colina. Dos soldados auxilian a uno de sus compañeros que ha sido herido. Grabado de Théodore de Bry. Edición del siglo xvii. Biblioteca Nacional, Bogotá.
Masacre de indios en las afueras de Hunza, por los hombres de Gonzalo Suárez Rendón. Mientras unos indígenas emprenden la fuga, y otros observan paralizados la carnicería, hay uno que hace desesperados toques de tambor en demanda de ayuda. Grabado de Théodore de Bry. Edición del siglo xvii. Biblioteca Nacional, Bogotá.
Mediados del siglo xvi, se registra el asalto final al cercado del zipa en Bacatá, y su destrucción, seguida de la captura de Sagipa, quien fue torturado por Jiménez de Quesada para que revelara el lugar donde tenía escondido el tesoro de los muiscas. Grabado de Théodore de Bry. Edición del siglo xvii. Biblioteca Nacional, Bogotá.
Vasija muisca con relieves decorativos.
Múcura decorada.
Vasija muisca decorada.
Múcura ceremonial con figura antropomorfa.
Henricus Hondius, Atlas Novus. Visión de América en el siglo xvii. 1641, Ámsterdam.
Jodocus Hondius, Gerardi Mercaturis Atlas. América pintoresca en el siglo xvi. 1606, Ámsterdam.
Willem Janszoon Blaeu, Théâtre du monde, América y americanos en el siglo xvii. 1630, Ámsterdam.
Johann Baptist Homann, Homann Heirs, División administrativa a fines del siglo xviii. 1746, Nuremberg.
Texto de: Julián Vargas Lesmes
En el principio el verbo divino estaba en los picos de las aves
La tierra del chibcha era desde siempre el imperio de las tinieblas, del vacío y del silencio de la muerte. Aguas letales la cubrían y por sobre las aguas flotaba una niebla densa y caliginosa. Valles, mesetas y montañas yacían sin vida bajo esta yerta y vasta sepultura. Hasta que un día, el primero de este Génesis americano, el omnipotente Chiminigagua, dios de dioses y fuerza suprema, creó y sacó de sí millares de vigorosas aves negras (¿vultúridos, acaso?) y les confirió el divino poder de disipar las grandes masas nebulosas con el soplo irresistible que despedían sus picos. Y fue así como al paso alado de las aves, fueron abriéndose anchos senderos de luz entre la niebla, que ante la impetuosa arremetida de los heraldos de Chiminigagua, se fue replegando hasta su extinción definitiva. Porque lo que arrojaban de sus picos poderosos los pájaros del sumo creador eran torrentes infinitos de luz, de vida y de energía. Entonces, así como el Verbo esencial fue consagrado por Juan, el evangelista, como la simiente y el motor de todo lo creado en la escritura hebrea, en tierras del chibcha también el Verbo divino, hecho fuerza hacedora en los picos de las aves celestiales, obró el portento de la creación.
CÓMO SE HICIERON EL DÍA Y LA NOCHE
Una vez que las aves de Dios cumplieron la mágica faena de despojar con su aliento sobrenatural las tierras del chibcha de los elementos que las mantenían bajo el helado imperio de la muerte, quiso Chiminigagua darles el principio de la vida a través del calor, creando para ellas el rayo vivificante del Sol, llamado Zúhe. Pero al cabo de corto tiempo se percató el Dios de que los fulgores incesantes de su criatura estaban empezando a calcinar la tierra, malogrando así la obra de las aves prodigiosas. Entonces mandó a Zúhe que se recatase detrás de las montañas y reposase oculto en tanto que sobre la línea del horizonte asomaba la otra creación asombrosa de Chiminigagua: la Luna, llamada desde este instante Chía, suave y amable contrafigura de Zúhe, con la cual advino la noche, y con ella la tonificante tregua que ya necesitaban con apremio las tierras. A partir del nacimiento de Chía, ella y Zúhe comenzaron el día con la noche, asegurando así vida y fertilidad para las comarcas del chibcha.
CUANDO EL AGUA FUE UN INMENSO VIENTRE MATERNO
Ya, gracias al hálito fecundante de las aves maravillosas y a la aparición de Zúhe y Chía, se daban las condiciones propicias para la fiesta de la vida en las tierras del chibcha. Pero aún no había germinado criatura viviente alguna que las poblara, recorriera y cultivara. Entonces, la voluntad soberana de Chiminigagua se dirigió hacia la laguna de Iguaque, de cuyas aguas apacibles emergió una mujer cuyos pechos turgentes y desnudos simbolizaban la fecundidad. Por eso se llamó Bachúe. Con ella salió a la superficie un niño de tres años. Madre e hijo abandonaron las aguas y edificaron en tierra una casa, donde aguardaron hasta que el párvulo creció y alcanzó la edad viril. A esta sazón, Bachúe y su hijo se ayuntaron y en poco tiempo su cósmica fecundidad pobló el mundo. En cada parto Bachúe daba a luz de cuatro a seis vástagos. Finalmente, la suprema pareja genitora llegó a una venerable senectud y tomó la ruta y querencia de su origen. Convocaron a su pueblo en torno de la laguna materna, le predicaron las excelencias de una vida virtuosa y de respeto y acatamiento a los dioses, y en medio de la congoja de todos los presentes, entraron en las aguas y se sumergieron en su seno para luego mostrarse de nuevo en la superficie transformados en serpientes. Las gentes atribuyeron este milagro a Chiminigagua y desde entonces estos reptiles fueron sagrados entre los chibchas. A Bachúe la recordaron en adelante como Furachogue (la buena mujer) y las mujeres buscaron las orillas de las lagunas para parir a sus hijos.
EL ADVENIMIENTO DEL GRAN CIVILIZADOR
Bochica, llamado también Nemterequeteba (maestro de tejedores), fue identificado por las tradiciones chibchas con el mismo Zúhe (el Sol). Hizo, pues, su aparición por el Oriente, mostrando una catadura ciertamente luminosa. Andaba apoyándose en un bordón y lucía una brillante barba nívea que le llegaba hasta el cíngulo con que se sujetaba su túnica de algodón. Fue recibido con profundas muestras de respeto, el cual se fue trocando en auténtica veneración a medida que el sabio y bondadoso emisario de Chiminigagua les fue enseñando el arte de hilar, tejer, coser y estampar sus indumentos, así como las bases de la ética, la justicia, la religión y las normas esenciales de la organización social. Y una vez que el buen Nemterequeteba juzgó que su doctrina ya había irrigado todas las capas de su pueblo, en la misma forma silenciosa en que había llegado, se ausentó sin que nadie lo advirtiera, dejando en las gentes una honda congoja por su desaparición, y la huella de sus enseñanzas fundamentales.
PECADO Y EXPIACIÓN
Desgraciadamente, la persistencia de las normas que Bochica trazó para su pueblo se fueron relajando y perdieron consistencia con el tiempo. Y el golpe mortal a las pautas morales del Gran Maestro fue asestado por una mujer de perturbadora belleza, llamada Huitaca, que irrumpió misteriosamente en las comarcas muiscas y, utilizando en forma insidiosa y artera su endemoniado poder de seducción, enseñó a las gentes los encantos del pecado y las encauzó por los senderos de la beodez, la molicie y la concupiscencia.
De modo que donde hasta entonces reinaron la austeridad y las virtudes que sembró el buen Bochica, florecieron con feracidad incontenible todas las depravaciones y los vicios de que es capaz la criatura humana. Tan espantable cúmulo de perversidades suscitó la indignación de Chibchacum, dios de la sabana, quien, a semejanza del implacable Yahvé bíblico, lanzó sobre los impíos el horrendo castigo de las aguas, sólo que en este caso no hubo agrupación alguna de justos que pudiera navegar dentro del arca solitaria y en medio de la borrasca homicida. El colérico Chibchacum anegó totalmente la sabana y los supérstites buscaron refugio en las cumbres de las montañas, donde la más inclemente hambruna hizo toda suerte de estragos entre los cuitados, y acaso contritos ofensores de la ley de Bochica. Pero felizmente para ellos, el magnánimo Maestro se apiadó de sus tribulaciones y tornó a aparecer ante ellos entronizado en un arco iris muy similar a aquel con el cual, al término del diluvio, Jehová anunció la gran alianza con Noé y la estirpe que nacería de su semilla.
Y fue entonces, cuando aproximándose ya la extinción del pueblo chibcha bajo el azote inmisericorde del hambre, Bochica llegó hasta los confines occidentales de la sabana, extrajo de su manta la vara de operar prodigios y, golpeando con ella las más duras rocas, las hendió como si fuesen hechas de la más blanda materia imaginable, de modo que a través del cauce recién abierto fluyeron impetuosas las aguas de la inundación, formando el torrente del río Funza y la cascada majestuosa que desde entonces fue llamada Tequendama. Alborozados, los chibchas recuperaron sus tierras, abjuraron de los vicios pretéritos y calmaron sus hambres pertinaces con los frutos que el suelo recobrado tornó a ofrecerles tan copiosamente como antaño. Pero Bochica quiso llegar más lejos en su faena justiciera y fue así como impuso dos castigos muy severos: a la pérfida Huitaca, a quien el pueblo había identificado con Chía, la dejó convertida en una noctámbula lechuza. Y a Chibchacum, en pena por haberse excedido en el rigor con que hizo padecer a su pueblo, lo condenó a cargar para siempre el mundo sobre sus hombros. Afirmaba la tradición chibcha que cuando la tierra temblaba, sus estremecimientos sísmicos se debían a que el fatigado Chibchacum se pasaba el universo de un hombro para otro. Y siguen las semejanzas. Vencidos los titanes en su guerra sideral contra los olímpicos de Zeus, todos sufrieron ásperos castigos, siendo uno de los mejor conservados por la tradición el de Atlas, uno de los más aguerridos insurrectos contra el nuevo orden jupiterino. Bien sabemos cómo el brioso titán fue condenado a sostener sobre sus robustos hombros el peso de la bóveda celeste a fin de que así expiase su pecado de rebeldía.
OTRAS DEIDADES
Además de los ya mencionados, la mitología chibcha veneraba otros dioses, no muy numerosos, por haber sido dicha mitología, en términos generales, estrecha y reducida. Entre tales dioses podemos destacar los siguientes:
Cuchaviva, dios del aire y del arco iris. Su importancia radicaba en que era el pregonero de las calamidades futuras, por lo cual a menudo le eran tributados sacrificios humanos, así como ofrendas en oro y piedras preciosas.
Nencatacoa, llamado también Fo o Fu, era un dios amable, simpático y propicio. Era el patrono de la chicha y también por sus auspicios trabajaban los tejedores y demás artistas. Solían representarlo con caracteres zoomorfos, a veces como oso y otras como zorro. Era su costumbre mezclarse con las gentes durante las actividades de construcción y practicar con ellas copiosas libaciones de chicha. Las únicas ofrendas que recibía eran de ese licor.
También son dignos de mención Chaquén, protector de los grandes ceremoniales y Chibafruime, dios considerado como menor y consagrado a los menesteres de la guerra.
¿DE DÓNDE VINIERON?
La partida de nacimiento asiática de los aborígenes americanos, refrendada por el sabio profesor Paul Rivet, parece haber ganado incuestionables credenciales de autenticidad. El cálculo es que hace unos 37 000 años, (35 000 a. C.) una impetuosa corriente migratoria procedente del Asia central empezó a desplazarse hacia el nordeste por causas hoy muy difíciles de establecer, y halló, a la altura del que hogaño llamamos estrecho de Behring, el paso hacia la tierra prometida. Para el hombre de este siglo xx, que se pasa la vida guarecido en una especie de útero que lo resguarda de todas las asechanzas del ambiente hostil; para este hombre contemporáneo que contempla en forma distraída los gélidos contornos del estrecho de Behring desde la cabina tibia del jet mientras paladea una copa de champaña, es virtualmente imposible reconstruir en su mente de hombre civilizado las vicisitudes, penalidades y padecimientos que hubieron de afrontar estas hordas desconcertadas de hombres y mujeres que, impelidas por una fuerza misteriosa, buscaron con porfía los hielos hiperbóreos para internarse por la zona occidental del Nuevo Mundo y luego disgregarse hacia diversos rumbos, imprimiendo las primeras huellas humanas en estas tierras vírgenes y poblando los ámbitos y hendiendo los aires por la vez primera con voces articuladas, con risas, con imprecaciones, con lamentos. Estudios posteriores a los del profesor Rivet han seguido corroborando esta teoría sobre los primeros americanos.
LOS BOGOTANOS SOMOS LOS MÁS ANTIGUOS
Sobre el origen concreto de los muiscas hay diversidad de tesis. Paul Rivet plantea tres. Una es la posibilidad de la inmigración de procedencia oriental (Brasil y Venezuela). Otra es la de que, habiendo poblado primero los llanos, remontaron la cordillera y se asentaron en las tierras altas. La tercera contempla una posible inmigración procedente de la América Central. A Carlos Cuervo Márquez lo atrae más la tesis de un origen cuzqueño, vale decir, que los primitivos chibchas hayan sido núcleos desplazados de esas zonas meridionales hacia el Norte. Pero lo cierto es que en todo el continente americano no se han encontrado hasta ahora vestigios de civilización rudimentaria alguna más antiguos que los hallados en El Abra, no lejos de Zipaquirá, y en la región del Tequendama. Allí se han localizado restos humanos, fragmentos de cerámica, guijarros y utensilios toscos. A estos hallazgos se les ha calculado una antigüedad que, como queda dicho, no tiene precedentes: entre 10 y 11 000 años.
A LA BÚSQUEDA DEL BOGOTÁ PREHISPÁNICO
Es un hecho comprobado que la sede del zipa o centro del gobierno no estaba situada en el mismo lugar en que el adelantado Jiménez de Quesada fundó a Santafé. Aquí, como en todos los aspectos relacionados con la historia chibcha, los investigadores entran en un terreno forzosamente deleznable debido a un hecho fundamental que, toda vez que se da, extravía a la historia en un limbo de conjeturas, contradicciones y especulaciones: los chibchas no desarrollaron el arte de la escritura. Sin embargo, con base en los insustituibles testimonios de los cronistas y algo de la tradición oral, pacientes y rigurosas investigaciones han llegado a situar con bases muy serias al poblado de Funza como sede del zipa, y más exactamente, el lugar denominado La Ramada o Catama, en las inmediaciones del actual municipio de Funza, vale decir, a escasos tres kilómetros al sudeste del mencionado municipio. Es claro que a la sagaz comprensión de Jiménez de Quesada no escapó la evidencia de que este lugar, distante del abrigo de las montañas, desprotegido y anegadizo, no era el más adecuado para fundar el asentamiento urbano con que el Adelantado soñaba desde que divisó el Valle de los Alcázares.
¿POR QUÉ BOGOTÁ?
Pocos han de ser los bogotanos de las postrimerías del siglo xx, habitantes de esta megalópolis apabullante, que alguna vez se hayan detenido a preguntarse cuál fue el origen de la palabra con que se nombra y designa a su capital. Algunos piensan que es una deformación de Bacatá, lo cual no es exacto, puesto que, curiosamente, dicho vocablo sólo vino a entrar en circulación en el siglo xix y fue totalmente desconocido antes. Juan de Castellanos afirma que la voz original fue Bacatá, que traduce “final de los campos”. Por su parte, fray Pedro Simón sostiene que Bogotá viene de “Bogote», que era uno de los títulos dados al poderoso zipa, aunque también se llamaba así a la capital, indistintamente con “Muequetá” (campo de tierra plana).
DIMENSIONES DE LA NACIÓN CHIBCHA
Mal podríamos seguir adelantando sin presentar someramente la extensión, así como la ubicación y límites del conglomerado global de los chibchas, esto es, de las cinco confederaciones que lo conformaban: Bogotá (que es el objeto de nuestra historia), Tunja, Iraca o Sogamoso, Tundama y Guanetá. En cuanto a población, los diversos autores difieren en cifras muy abultadas, lo cual es lógico, puesto que a la llegada de los conquistadores no existía entre los nativos conato alguno de padrón o censo. Las diferentes estimaciones oscilan entre 300 000 y 2 000 000. Del territorio que ocupaban las confederaciones chibchas, todas ellas identificadas por un común denominador étnico, sí se puede hablar con bastante precisión. Por el sur, los dominios chibchas empezaban cerca de Fusagasugá, hacia los 4 grados de latitud Norte, y llegaban hasta las comarcas de los guanes, en los contornos de la actual San Gil, hacia los 6 grados de la misma latitud. La extensión total del territorio chibcha puede calcularse en los 30 000 kilómetros cuadrados. Al norte del Sumapaz, la cordillera se abre generosamente para dar lugar a una de las comarcas más bellas, gratas y feraces que se pueden conocer: la llamada sabana de Bogotá que, con sus 150 000 hectáreas de extensión, fue el asiento de la más poderosa de las organizaciones chibchas: el reino de los zipas.
ORGANIZACIÓN POLÍTICA Y SOCIAL
La sociedad muisca en los dominios del zipa estaba estratificada de la manera más rígida y en forma piramidal. En la cúspide estaba el zipa, soberano absoluto a quien sus vasallos debían un acatamiento incondicional y ciego. Dada la jerarquía vital que entre los chibchas tenía la estructura religiosa, el segundo estrato debajo del poder omnímodo del zipa era el compuesto por quienes alcanzaban la encumbrada dignidad de jeques, mohanes o, en palabras más nuestras, sacerdotes. Hasta donde llegan los conocimientos actuales, los chibchas vivieron en un estado de guerra permanente, tanto entre las diversas confederaciones, como contra los agresores extranjeros. En consecuencia, la casta de los guerreros o guechas, tuvo siempre el tercer nivel dentro de la escala con un rango muy elevado y respetable. Es digno de anotarse que tanto los guerreros como los ministros del culto eran castas improductivas, algo que nos recuerda la organización feudal europea. De ahí hacia abajo venían los productores de riqueza, los cuales, por supuesto, sí tributaban. Ellos, los pecheros del reino muisca, eran, en su orden, los artesanos, tejedores, alfareros y orfebres, los mercaderes, los trabajadores de las minas de sal y de esmeraldas y los trabajadores del campo. En la base de la pirámide estaban los esclavos, que eran enemigos vencidos y cautivados en las contiendas. Desde luego, no podemos pasar por alto que a todo lo largo y ancho del reino había caciques de mayor y menor importancia, todos los cuales tributaban al zipa.
MATRIMONIO, FAMILIA Y SUCESIÓN
Entre los muiscas estaba institucionalizada la poligamia sin límites precisos. Sólo había uno, automático y muy sabio: el hombre podía tomar para sí tantas mujeres cuantas le permitiera la magnitud de su peculio. De ahí que el mejor abastecido de tan preciado tesoro fuera el zipa, al que fray Pedro Simón llegó a calcularle unas 300 compañeras. El adulterio estaba penado con la muerte, pero antes de inmolar a la infiel estaba prescrita una ordalía muy pintoresca, cuyo resultado final era reputado como infalible para determinar la inocencia o culpabilidad de la acusada. Se celebraba una ceremonia especial en la cual la sospechosa era obligada a devorar cantidades ciertamente mortíferas de ají crudo. La desventurada empezaba a masticar estas crueles bocadas de fuego mientras emitía gemidos lastimeros los cuales, por supuesto, no conmovían a los jueces. La presunta a adúltera seguía abrasándose fauces y entrañas en tanto que el tribunal aguardaba, impasible, el desenlace. En caso de que la víctima, ya doblegada por el suplicio, confesara su real o supuesto delito, le calmaban los ardores con copiosas libaciones de agua y en seguida la ejecutaban. Si, por el contrario, llegaba hasta el término señalado para el tormento soportándolo con heroica entereza, se presumía su inocencia, se le impartía la absolución plenaria y se le brindaba un espléndido desagravio. Pero, no obstante el temible aparato punitivo que gravitaba sobre las mujeres que faltaban a la fidelidad conyugal, los caciques no tenían plena confianza en que los hijos que les daban sus esposas fueran realmente engendrados por ellos. En consecuencia, entre los chibchas prevaleció la línea matrilineal para la sucesión de los jerarcas, pese a que, dentro de la poligamia chibcha, la primera mujer gozaba de cierta preeminencia sobre las demás y, por lo tanto, era más confiable su fidelidad.
En términos más concretos, el heredero del cacique tenía que ser hijo de una hermana suya, en cuyo caso, no podía haber duda alguna respecto al parentesco con el dicho cacique. En caso de que faltara el sobrino nacido de la hermana, el procedimiento para elegir al sucesor era en apariencia extraño, aunque no exento de una fina sabiduría. Directamente Castellanos y Fernández de Piedrahíta y algo indirectamente el padre Simón, avalan la historicidad de este uso, que consistía en colocar a dos de los más bizarros y fornidos guechas frente a una doncella, escogida también entre las más garridas y hermosas de la comunidad. Tanto los dos guerreros como la bella debían comparecer a la trascendental ceremonia completamente desnudos. Los encargados de emitir el fallo debían estar atentos a las reacciones de los mancebos frente a la perturbadora catadura de la doncella. Si uno de ellos, o ambos, mostraban en sus partes nobles una mínima excitación ante los encantos de la dama, eran eliminados en el acto por considerarse que una vulnerabilidad tan inmediata a las fuerzas seductoras de la mujer los incapacitaba para un ejercicio recto de los altos menesteres del gobierno. Sólo el que pasando por la sobrehumana prueba lograra mostrar una total impasibilidad en las zonas más sensibles de su cuerpo, se juzgaba como apto para suceder al cacique. No hay duda de que uno de los momentos felices que se topan en las interminables cataratas rimadas de don Juan de Castellanos, es aquel en que describe esta ceremonia:
“Buscaban dos de buenas apariencias, hombres de buena casta conocidos y de aquella provincia naturales. Estos mandaban desnudar, quedando todas sus partes muy al descubierto en plaza pública, y en medio de ellos una graciosa ninfa sin más ropa que le vistió naturaleza; y estando casi juntos y fronteros, del vaso codicioso de la dueña, a cualquier dellos cuya viril planta alteración mostró libidinosa, desechábanlo luego como hombre de quien se conoció poca vergüenza y de ningún sostén para el gobierno; y si los dos mostraban accidentes, entrambos iban fuera de la suerte, y otros se disponían para la prueba, hasta topar con uno que tuviese quietos y enfrenados genitales”.
No menos divertido es el testimonio del obispo Piedrahíta cuando escribe que el zipa “… bien convencido debía de tener que los ruegos y la belleza de las mujeres eran la artillería sorda que deshace la fortaleza de las leyes y las murallas del valor”. Resulta aquí interesante anotar cómo a una distancia inconmensurable en leguas y en siglos, los cronistas del bíblico libro de los Jueces nos legaron la ejemplar historia del gigante Sansón, matador de fieras montaraces e invicto debelador de filisteos que, finalmente, abatido por los hechizos de la insidiosa Dalila, revela a la daifa el secreto de su indomable fuerza, siendo así traicionado y entregado, impotente, en manos de sus enemigos. Los chibchas, más avisados, se precavieron, mediante la ya descrita ceremonia, contra la perfidia de todas las Dalilas imaginables y posibles.
ASPECTOS NOTABLES DE LA JUSTICIA MUISCA
Como hemos podido apreciarlo a través de algunos ejemplos someros, la organización de la sociedad muisca mostraba signos inequívocos de madurez, y bien puede decirse que es éste el aspecto en que nuestros aborígenes aparecían más avanzados a la llegada de los españoles. Vamos a entrar ahora en algunas de las más significativas y notables de las leyes que tradicionalmente se conocen como el Código de Nemequene, por haberle atribuido la tradición oral y los cronistas a este zipa la promulgación y recopilación de tales leyes. Ya tuvimos oportunidad de conocer el papel justiciero que desempeñaba el ají, así como los más acres y abrasadores pimientos en las ordalías o juicios de Dios en que se verificaba la culpabilidad o inocencia de las mujeres acusadas de adulterio. A continuación veremos algunas normas del célebre Código de Nemequene cuyo conocimiento, además de interesante e ilustrativo, resulta entretenido y grato en extremo.
LA MUERTE O LA INFAMIA, SEGÚN EL CASO
Es extraño pero cierto. El código establecía dos penas muy distintas para el mismo delito: la violación de la mujer. Si el violador era soltero, no había apelación. Se le daba muerte en forma sumaria. Pero si era casado, la pena variaba sustantivamente. Su integridad física no padecía estrago alguno. La moral era la que quedaba deteriorada sin remedio. El violador era condenado a sufrir, sin la mínima protesta, la infamia de que dos esforzados varones solteros pasaran en noches diferentes por el lecho de su esposa, la cual, a su vez, tenía que recibir de buen grado a sus insólitos visitantes. Al parecer, los chibchas no conocían la figura, tan común en las culturas occidentales, de los cuernos que escarnecen las frentes de los maridos burlados. Pero cabe suponer que, si la hubieran conocido, no habrían vacilado en complementar este castigo ornamentando las cabezas de los condenados con las astas de los venados silvestres que tanto abundaban en la sabana. Lo que sí es evidente es que, habiendo aplicado para el mismo delito dos penas en apariencia tan distintas en gravedad, ello nos indica que el honor era algo tan preciado para estos primeros bogotanos, que para ellos la infamia era atroz como la muerte.
¡MUCHO CUIDADO CON LAS PARIENTAS CERCANAS!
Debemos suponer que el incesto debió de ser casi inexistente entre los chibchas, dada la severidad feroz con que lo castigaban. Si una pareja compuesta por madre e hijo, padre e hija, dos hermanos o incluso tío y sobrina, era sorprendida en flagrante contubernio o se acumulaban suficientes pruebas, los dos escandalosos amantes eran sepultados en sendos hoyos con agua hasta la mitad y, nadando en ella, gran variedad de culebras y sabandijas. A continuación, se colocaban pesadas losas sobre los huecos, y los dos pecadores eran abandonados a su suerte, de la cual se encargaban las alimañas con una lentitud espantable. El espesor de las losas era bastante para impedir que los alaridos de los incestuosos incomodaran a los vecinos.
La sodomía era, según afirman los cronistas en tono encomiástico, casi inexistente en estas comarcas. Pero de todas maneras, el previsivo Código de Nemequene fijaba para quienes osaban pecar contra natura un castigo que, sencillamente, no podía ser peor. El reo era empalado en una estaca de cierta planta erizada de agudas espinas hasta que el extremo de la horrible lanza le asomaba al desventurado por uno de los ojos, o bien, como lo afirmaban los cronistas, por el propio cráneo.
En diferentes culturas, correspondientes a muy diversas épocas y regiones, se ha conocido la práctica de cercenar públicamente una o ambas manos a los ladrones, sin exceptuar a ciertas sociedades contemporáneas en las que aún se practica este rito sin contemplaciones. Pero el draconiano Código de Nemequene iba mucho más lejos. Disponía que a los ladrones les fuesen amputadas las dos manos, las dos orejas y la nariz. Suponemos que después de padecer esta múltiple ablación, pocas debían de ser las ganas que les quedaban a los reos de volver a entrar a saco en la propiedad ajena.
LA VIRGINIDAD, MELANCÓLICO PRIVILEGIO DE LAS FEAS
Dentro del marco de nuestras culturas de raigambre romano-judeo-cristiana, durante siglos se rindió fervoroso culto a la virginidad femenina en diversos planos y por variados conceptos. En una bien guardada y defendida doncellez radicó siempre la honra de la mujer virtuosa, por lo que resultaba, no sólo impensable sino también punible hasta los extremos más cruentos, que una joven de probada casta y familia intachable llegase al tálamo nupcial habiendo perdido antes tan preciado tesoro. En consecuencia, para los recién llegados españoles debió de ser motivo de asombro toparse con la costumbre hecha ley según la cual entre los chibchas la doncellez, no sólo carecía de todo valor y respetabilidad, sino que, por el contrario, rebajaba a la mujer que la poseía por considerarse que haberla conservado por largo tiempo era signo inequívoco de escasa o ninguna aceptación entre los varones. Por consiguiente las vírgenes pertinaces eran tenidas, según afirma un cronista, como “desgraciadas”, vale decir, marginadas, en términos de hoy, con el triste agravante de que las viejas doncellas muiscas no tenían el consuelo de la vida monástica.
EL ESTADO COMO HEREDERO UNIVERSAL
El Código de Nemequene fue justo y avanzado en su legislación respecto de la transmisión de bienes por medio de la herencia. Los sucesores naturales del causante eran los primeros beneficiarios de la herencia. Pero a falta de ellos, era el fisco quien entraba en posesión de la herencia, más o menos en la misma forma en que ocurre hoy entre nosotros.
CASTIGO IMPLACABLE DE LA COBARDíA
Habiendo sido, de la manera y por las razones que veremos en detalle más adelante, los chibchas un pueblo que vivió en casi incesante pie de guerra, era esencial que sus combatientes se mostraran animosos y arrojados en la batalla, por lo cual las penas impuestas a los cobardes y pusilánimes eran en extremo severas. A quien mostrara en la refriega los mínimos signos de hallarse medroso o indeciso, se le vestía con atuendo femenino y se le condenaba a ejercer en casa los mismos quehaceres propios de la mujer. La duración de este castigo afrentoso quedaba a discreción del cacique a quien había correspondido imponerlo. Pero si el cobarde no sólo exteriorizaba los signos de su miedo, sino que, no pudiendo dominarlo, salía huyendo, lo buscaban acuciosamente, y si lo hallaban lo conducían ante el cacique, el cual, conforme con su soberano albedrío, le daba la muerte vil que a bien tuviese.
¡MUCHO RESPETO CON SUS SUPERIORES!
El código establecía normas protocolarias muy rigurosas en cuanto a la manera de mostrar los vasallos el respeto y veneración debida al zipa o a cualquiera de los caciques principales. Era estrictamente vedado mirarlos al rostro, de modo que en su presencia, los súbditos debían fijar la vista en el suelo en señal notoria de sumisión, o permanecer ante sus señores vueltos de espaldas a ellos, evitando así mancillarlos con el toque de sus miradas plebeyas.
¿HUBO ALGUNA VEZ MUJERES QUE AZOTARAN A SUS HOMBRES?
Claro que sí las hubo, y no por obra de sus impulsos coléricos, sino por procuración y ministerio de la ley. Ellas fueron las mujeres chibchas pero, es bueno aclararlo, no todas ellas, sino únicamente las que contaban con la suerte de pertenecer al serrallo de un encumbrado cacique. La explicación era bien sencilla. Si el cacique delinquía, su mismo rango lo ponía a salvo de cualquier acción punitiva. Pero el Código de Nemequene, en su previsión y sabiduría, no quiso cubrir con su manto de total impunidad los actos de estos altos jerarcas, y para tal efecto consagró un inusitado privilegio matriarcal, consistente en otorgar a sus mujeres la prerrogativa de castigar sus pecados y delitos con la flagelación. Y aquí viene la gran paradoja. Como ya lo vimos atrás, el zipa y los caciques podían allegar tantas mujeres cuantas sus recursos les permitieran sustentar. Ello, en principio, era reputado como el más envidiable signo de fortuna de los más acaudalados. Lo malo era que, en el momento de merecer un castigo, dicha suerte se convertía en una cruel maldición, puesto que en ese caso, los azotes crecían proporcionalmente al número de mujeres, ya que todas ellas querían siempre participar activamente en la zurra, vapuleando por lo menos un par de veces al infeliz.
Narra el cronista Fernández de Piedrahíta una historia en extremo pintoresca a propósito de esta costumbre. Estando ya consumada la Conquista y establecido el Adelantado Jiménez de Quesada en el poblado de Suesca, un día quiso don Gonzalo visitar a un cacique amigo y vecino suyo. Y grandes fueron su sorpresa y estupor cuando, en vez de hallar a su amigo rodeado de amorosas y solícitas mujeres, lo encontró atado a una estaca en tanto que la totalidad de ellas, que eran nueve, lo flagelaban con vesanía. Conmovido, el Adelantado rogó a estas terribles Euménides sabaneras que pusieran fin al bárbaro castigo, con lo cual nada logró, pues al parecer las enardecidas matronas estaban dispuestas a no suspender la tollina hasta despellejar a su común esposo. Una vez que paró la azotaina y las fieras tomaron algún resuello, don Gonzalo pidió una explicación de esta horrenda ceremonia y la obtuvo. La víspera habían pasado unos españoles rumbo a Santafé por los dominios del cacique. Allí se detuvieron, y como traían consigo buena provisión de vino castellano, lo escanciaron generosamente y bebieron en compañía del cacique, quien, por no estar acostumbrado a esa clase de licor, se embriagó de la manera más aparatosa y grotesca, no sin hacer toda guisa de estropicios en su casa antes de tenderse a dormir la borrachera. A la mañana siguiente vino la venganza del serrallo, que nos cuenta el cronista. Estamos seguros de que ni el menos afortunado de los maridos contemporáneos podría narrar una experiencia semejante a ésta después de la más truculenta y pecaminosa de sus juergas.
TEMIBLES CONSECUENCIAS DE LA VIUDEZ MASCULINA
El Código de Nemequene era de una severidad inmisericorde con los maridos que, sin culpa alguna, sobrevivían a sus mujeres. En primer término, si éstas alcanzaban a dictar las últimas disposiciones de su voluntad antes de fallecer, una que no fallaba nunca era ordenar a su esposo la observancia de la más rigurosa castidad durante un periodo que la moribunda establecía, con la única condición de que no excediera de cinco años. Dentro de los límites de este plazo, el pobre viudo tenía que someterse forzosamente al tiempo de abstinencia sexual que la finada hubiera querido imponerle a su real arbitrio. Por supuesto, este privilegio estaba taxativamente reservado a la mujer principal. Sin embargo, si el marido era astuto podía, mediante un diestro juego de argucias y zalemas, obtener que su esposa, próxima a morir, le rebajase el periodo de la luctuosa castidad. Por otra parte, si la causa de su viudez era el parto, la suerte aciaga del desventurado se agravaba, pues además del consabido término de pureza forzada, el viudo había de entregar la mitad de su hacienda, o si era indigente lo que pudiera, a la familia de su esposa, arriesgándose, si rehusaba hacerlo, a ser perseguido hasta la muerte.
SACERDOTES, PRÁCTICAS RELIGIOSAS Y LITURGIA
Ya vimos atrás los aspectos esenciales de la cosmogonía chibcha y sus deidades mayores. Pasemos ahora a dar un vistazo sobre los ritos básicos y las formas en que los chibchas practicaron su religión.
Debe destacarse ante todo que nuestros antepasados aborígenes fueron un pueblo profundamente religioso y de un celo intenso y severo en el ejercicio de las prácticas litúrgicas. Tenían claro el concepto de la vida ultraterrena, así como el de las recompensas y castigos a que el ser humano se hacía acreedor después de la muerte por sus acciones buenas o malas en la vida. Los justos, entre quienes se contaban siempre los caídos en guerra y las mujeres que morían en el parto, iniciaban para toda la eternidad una vida de placeres, molicie, holganza y ausencia total de sobresaltos y aflicciones. Por su parte, los impíos eran acosados, perseguidos y vapuleados sin tregua ni misericordia.
La creencia en la vida inmortal del espíritu estaba tan arraigada que se hacía evidente desde el ritual mismo del sepelio. A los muertos se le extraían las asaduras, a fin de poder utilizar el espacio que dejaban las tripas para rellenarlo con oro y esmeraldas. Eran igualmente previsivos en cuanto a las necesidades del difunto en su viaje hacia ultratumba, por lo cual lo avituallaban generosamente, colocando en la sepultura óptimas provisiones de viandas y bebidas. Si el finado tenía rango de cacique, era ley que aquellos servidores y mujeres que hubieran gozado de su predilección lo acompañasen en el viaje póstumo. En consecuencia, se les enterraba con él. Pero con objeto de evitarles los rigores de una muerte lenta y atroz, eran sumidos en un sopor profundísimo mediante la ingestión de diversos zumos narcóticos y embriagantes que les aseguraban el tránsito de la inconsciencia a la otra vida sin las horrendas agonías del enterrado vivo.
La religión muisca establecía la práctica de sacrificios humanos. Las víctimas eran mancebos muy jóvenes de quienes se exigía, para aspirar al privilegio de ser inmolados a los dioses, no haber tenido contacto carnal alguno. Si se averiguaba que el mozo había conocido mujer, era desechado en seguida por considerarse que el ayuntamiento sexual lo hacía indigno de ser sacrificado. Los jóvenes eran mantenidos en los santuarios y cuidadosamente preservados para su destino último, que llegaba cuando alcanzaban la edad en que se juzgaba que habían adquirido ya la potencia necesaria para la cópula carnal. Se les denominaba “mojos” y eran capturados entre los enemigos vencidos en guerra o comprados a precios muy elevados en tribus vecinas. Una vez consumado el sacrificio, los cadáveres eran expuestos al sol, debido a la creencia de que en esa forma la suprema divinidad los devoraba, con lo cual la cruenta ceremonia cumplía a cabalidad su misión propiciatoria.
Poseían y veneraban una gran cantidad de ídolos domésticos que los cronistas hallaron muy semejantes a los lares romanos. Profesaban, además, veneración por sus lagunas, a las que creían residencia de dioses y en cuyas orillas celebraban sacrificios y ofrendas. Estas últimas consistían a menudo en oro y esmeraldas. Además, las aguas de las lagunas eran utilizadas para las abluciones rituales de los párvulos recién nacidos, de las doncellas que llegaban a la pubertad y de los varones que iban a ser consagrados como sacerdotes. Las ceremonias antedichas siempre eran precedidas por severos ayunos de varios días durante los cuales los penitentes se abstenían de lavarse, así como de practicar relaciones sexuales. Una vez que terminaba la práctica del rito, procedían a bañarse en las lagunas, utilizando a manera de jabón unas frutillas denominadas “guabas”. Puede decirse, en suma, que buena parte de la vida religiosa de los chibchas giraba en torno a las lagunas, hasta el punto, digno de destacarse, de que, en determinadas ocasiones, ciertos personajes principales recibían sepultura en el fondo de sus aguas. El culto de los chibchas a las lagunas se ha atribuido a la tradición, que ya vimos, según la cual, sus aguas fueron el origen de la vida humana, cuando de ellas emergieron Bachúe y su hijo para dar origen a la especie.
CACIQUES, CAPITANES, TRIBUTOS
La autoridad de los caciques era reconocida oficialmente por el pago que recibían, de parte de sus vasallos, de tributos en especie y en prestación de servicios tales como trabajo en la construcción de habitaciones y cercados y en las labranzas del cacique. Las especies del tributo eran por lo general mantas, o en su defecto, algodón en bruto, oro y esmeraldas, y alimentos tales como maíz, fríjoles, turmas, batatas y carnes de aves diversas y venados. Había cacicazgos que se dividían en fracciones que se llamaron “capitanías”, cuyos capitanes eran tributarios de los caciques. Estos, a su vez, lo eran de uno de los grandes monarcas de la región: el zaque de Tunja o el zipa de Bogotá.
EL DIOS MERCURIO ENTRE LOS MUISCAS
Chibchacum, a quien ya hemos conocido como una de las deidades mayores de su pueblo, fue además un acucioso y diligente Mercurio sabanero, y siempre se le invocó, por lo visto con excelentes resultados, como protector del comercio. En efecto, uno de los aspectos más sorprendentes y admirables de la civilización muisca fue la intensidad, así como el grado de avance y perfección que alcanzó su actividad comercial, pese al lastre de carencias tan graves como la de la rueda, las bestias de carga y la moneda. No obstante todo ello, el comercio chibcha alcanzó un radio de acción ciertamente pasmoso si se tiene en cuenta que penetró hasta los propios límites de lo que es hoy el territorio de Colombia. Una de las pruebas más concluyentes del desarrollo a que llegó dicho comercio es que en el litoral caribe se hallaron mantas y esmeraldas de clara procedencia muisca, que eran trocadas por caracoles marinos y oro.
Otra prueba de la intensidad y de la profusión y variedad de mercados que logró la organización comercial muisca es que, no contando en sus dominios con yacimientos de oro, siempre tuvieron los muiscas abundancia de este metal, lo cual maravilló a los españoles al llegar a estas tierras y comprobar el mencionado fenómeno. Por otra parte, habían establecido ferias periódicas y centros de intercambio, y delimitado una importante división del trabajo que, por supuesto, contribuyó eficazmente al incremento cualitativo y cuantitativo de la producción. Había tribus especializadas en el oficio textil (guanes), en la explotación de la sal (zipaquiraes), en la orfebrería (guatavitas), en la alfarería (ráquiras y sogamosos). Es también notable el hecho de que los cronistas destacan, que los muiscas poseían y desplegaban, frente a las demás tribus, una aguda destreza en los tratos comerciales.
Los géneros fundamentales y de primerísimo orden en el comercio chibcha fueron las mantas de algodón, las esmeraldas (que extraían principalmente de Somondoco debido a su cruenta enemistad con los muzos) y la sal, que fue su más valioso producto de exportación y que obtenían en los ricos yacimientos de Zipaquirá, Nemocón y Tausa. Hasta los confines de los cuatro puntos cardinales llegaron los apetecidos panes de sal que los muiscas elaboraban con refinada pericia técnica y que se trocaban por otros bienes igualmente necesarios. Otra de las pruebas —para citar un ejemplo más— de la admirable longitud que alcanzaron las proyecciones del comercio muisca, es que los naturales de lo que hoy son Ecuador y el norte del Perú (confines septentrionales del Imperio incaico), hablaban de unos extranjeros que iban hasta allá a comerciar y que provenían de un remoto país, muy rico y feraz, al que llamaban “Cundirumarca” (con algunas variaciones sutiles como “Cundelumarca”y “Condelumarca”). Huelga decir que de este vocablo nació el igualmente eufónico y sonoro con el que hoy distinguimos a la actual Cundinamarca, sobre cuya etimología hay diferentes interpretaciones, ya que algunos autores afirman que en idioma aimara es “región grande”, mientras otros creen que su significado es “morada o lugar de origen del dios Con”.
También es digno de notarse —para destacar el alto desarrollo que había alcanzado entre los muiscas el tráfico de la sal— cómo tenían al servicio de la actividad comercial mercaderes altamente especializados en estos oficios. Igualmente, merece tenerse en cuenta cómo habían abierto caminos destinados al comercio del valioso producto, a lo largo de los cuales se encontraban mesones rudimentarios para avituallamiento y reposo de los traficantes.
HONOR Y GLORIA AL MAÍZ
El cultivo del maíz en nuestro continente es antiquísimo, hasta el punto de que se cree que puede remontarse a 3 000 años a. C. Los avances y la progresiva tecnificación en dicho cultivo fueron para los primitivos americanos una saludable revolución económica y social y un impetuoso salto hacia adelante en sus formas de producción. El paso de la horticultura de raíces, como la típica yuca, a la agricultura del maíz, implicó ese cambio revolucionario por varias razones.
Las raíces tienen una vida efímera. Se descomponen si son almacenadas por largo tiempo, al contrario del maíz, que sí puede almacenarse por largo tiempo sin sufrir deterioro. Por consiguiente, las raíces exigen un consumo rápido, en tanto que el cultivador del maíz puede acumular excedentes para efectos comerciales.
El esfuerzo físico que requiere el maíz para brindar rendimientos de asombrosa abundancia es ciertamente mínimo. Nuestros aborígenes llegaron a obtener el maíz necesario para un año con sólo 100 días de trabajo. Por ello se considera que esta combinación de factores (esfuerzo limitado y alta productividad) es el elemento fundamental de la civilización del maíz. De ahí que las civilizaciones más desarrolladas que encontraron los españoles en el Nuevo Mundo, entre ellas la muisca, mostraran el común denominador de contar con el maíz como una de las bases esenciales de su organización económica y social y de haber alcanzado logros notables en la técnica de su cultivo y utilización.
EL CONSUMO DE CARNE ENTRE LOS MUISCAS
La alimentación de estos naturales en materia de carnes era abundante y variada. Lagunas y ríos, entonces felizmente exentos de las mortíferas basuras e inmundicias de hogaño, proveían auténticas cornucopias de peces, a cuyos cardúmenes acudían los chibchas para abastecerse de ellos y comerlos. Los cronistas encomiaron con largueza la calidad y sabor de dichos peces. Igualmente son numerosas las referencias que se hallan en las crónicas acerca de la infinita cantidad de venados que poblaron nuestra sabana, muchos de los cuales erraban silvestres por estas tierras. La carne de estos esbeltos cérvidos fue también parte de la alimentación muisca, aunque Rodríguez Freile afirma que era manjar exclusivo de caciques y que, por ende, estaba vedada al pueblo llano. También comían algunas variedades de roedores, llamados “fucos” o “curíes”, los cuales abundaban y eran atrapados con relativa facilidad debido a la proverbial rapidez con que siempre se han reproducido. En cuanto a aves comestibles, cuenta Pedro Simón que las cazaban con grandes redes. En todo caso, importa destacar el hecho de que para proveerse de carne, los chibchas debían recurrir a la caza, ya que no habían llegado a la domesticación de animales. La única y bien curiosa excepción es la que anota Jiménez de Quesada, quien refiere que en algunas casas halló perros domésticos, pero con la extraña condición de que “no sabían ladrar”.
TEJEDORES Y ORFEBRES
La industria de hilados y tejidos alcanzó alto rango entre los chibchas, así como un gran desarrollo. Recordemos cómo, según sus tradiciones, fue el propio Bochica quien, mientras permaneció entre ellos, puso singular empeño en hacerlos expertos hilanderos y tejedores, convencido, en su insondable sabiduría, de que en esa forma su pueblo daba un paso trascendental en la escala de la civilización. La magnitud que alcanzó la producción de mantas entre los chibchas está claramente representada en el dato, según el cual, por el solo concepto de tributos, a los almacenes estatales llegaban alrededor de 100 000 mantas anuales, fuera de las que se consumían en todos los usos personales y comerciales. Mal podríamos terminar esta referencia a los hilados y tejidos entre los chibchas sin recordar cómo, según la tradición muisca recogida por los cronistas, Bochica, luego de enseñarles estas artes, quiso asegurarse de que no las olvidarían, grabándoles o pintándoles sobre la superficie de piedras bruñidas la figura de los telares con todos sus pormenores y detalles.
EL VELLOCINO DE ORO
Muchas veces, en las visitas que periódicamente hacemos al deslumbrante Museo del Oro de Bogotá, a pesar de que admiramos la técnica, el acabado y la figura artística de las obras que nos legaron los artífices muiscas (recuérdese la soberbia Balsa de Guatavita), encontramos mayor riqueza de formas y volúmenes en las muestras de orfebrería quimbaya y sinú, así como una factura mucho más perfecta y una fantasía creadora superior en los trabajos áureos de los taironas. Y es precisamente aquí cuando y donde el espectador no muy bien informado puede incurrir en una ligereza de valoración y juicio al apreciar el conjunto de la orfebrería muisca con un criterio peyorativo frente a las que produjeron las culturas mencionadas atrás. Es así como, antes de entrar a juzgar el oro muisca, es imperioso tener en cuenta una premisa esencial: los habitantes de estas regiones carecían de oro. No contaban con yacimientos de dónde extraerlo. En consecuencia, se veían forzados a importarlo de otros pueblos, entregando en trueque sus incomparables panes de sal, sus bien elaboradas mantas, etc. No había, pues, abundancia de oro entre los chibchas, como, por ejemplo, sí la había de sal.
Por lo tanto, el hecho de que el oro muisca fuera necesariamente importado, implicaba que había que tasarlo y, lo que es más importante, someterlo a diversas aleaciones para obtener de él un mayor rendimiento. Huelga decir que estas aleaciones a veces rebajaban la calidad del producto final. Ellas eran, por lo general, de plata y cobre. Por otra parte, la relativa escasez del oro fue un factor limitante en la variedad y profusión de formas que, como anotamos antes, se observan en otras culturas. Por esa causa, los orfebres muiscas se limitaron virtualmente a trabajar el oro y las aleaciones en láminas y filigranas, elaborando objetos macizos muy pequeños (tunjos y figurillas zoomorfas) debido a la imposibilidad de derrochar el precioso metal en la forja de grandes volúmenes. Por otra parte, es bien interesante el caso de los tejuelos en forma de disco que los chibchas forjaron en cantidades apreciables. En un principio se creyó, y de ello da fe Pedro Simón, que eran la moneda de los muiscas. Sin embargo, otros autores como Fernández de Oviedo, niegan que nuestros aborígenes hubieran llegado al uso de valor alguno de cambio. Además, hay otro indicio de que los citados tejos no fueron utilizados como signos monetarios: su infinita variedad de pesos, diámetros y tamaños. Lo que sí es posible, según Zamora, es que los españoles, una vez establecido su predominio, hayan utilizado estos tejuelos como especie monetaria.
UN CALENDARIO RESPETABLE
Resulta, sin duda, algo digno de admiración el calendario que nuestros chibchas elaboraron básicamente con fines agrícolas, y que conocemos en detalle a través de Pedro Simón. Lo que más nos sorprende al conocer la estructura del calendario es su asombrosa semejanza con el europeo, o sea, con el nuestro actual. El tiempo estaba dividido en días, meses y años. Los días se contaban por soles y los meses por lunas, de tal manera que los cómputos resultaron de una considerable precisión para realizar siembras y cosechas.
BEBIDAS Y ALUCINÓGENOS
Cuando el recordado y admirado médico y profesor Jorge Vejarano, en su condición de ministro de Salud, emprendió su fulminante campaña contra la fermentación y consumo de la chicha, hasta lograr su virtual extinción hace más de tres décadas, estaba asestando el golpe de muerte a uno de los hábitos más insalubres y funestos que han flagelado a nuestro pueblo a lo largo de innúmeras generaciones. Pero lo que los acuciosos agentes del profesor Vejarano acaso no tenían en mientes cuando clausuraban sin contemplaciones las mefíticas chicherías y sancionaban a los productores clandestinos, era que la chicha no había sido siempre tan dañina y vitanda como en tiempos modernos. En efecto, en la época prehispánica, este brebaje, hoy proscrito, era una noble bebida ceremonial con cuyas abundantes libaciones los muiscas sí se embriagaban, pero sólo en ocasiones tan especiales como bodas, sepelios, carreras y celebraciones de victorias, y jamás de manera rutinaria y habitual como luego lo harían sus descendientes hasta la contundente acción salutífera del doctor Vejarano.
En cuanto a los narcóticos, eran permanentes consumidores de coca y del llamado “borrachero”. A la primera le atribuían incomparables propiedades medicinales. Parece incuestionable, aun a la luz de las más recientes investigaciones, que la coca confiere al organismo excepcionales condiciones cardiotónicas y, por ende, una poderosa resistencia, no sólo a las fatigas, sino al asedio del hambre. Recordemos que los muiscas carecían de animales domésticos y bestias de carga, por lo cual los bultos del comercio y otros menesteres se transportaban a lomo de indio. Es indudable que, para el buen suceso de estas faenas esenciales en la vida del pueblo muisca, la masticación de la coca fue un factor decisivo. Igualmente, los cronistas dan fe de que nuestros chibchas morían ancianos y con la dentadura generalmente intacta. Este prodigio, anterior en tantos siglos a nuestras milagrosas prótesis, fue atribuido al hábito de mascar continuamente la hoja de coca. Costumbre muy arraigada, también, dentro de las demás sociedades aborígenes del país.
LA ARQUITECTURA MUISCA
Dentro de un concepto de correcta y objetiva justipreciación del cosmos cultural muisca, hemos de reconocer que entre sus formas menos avanzadas se cuenta la arquitectura. Las construcciones muiscas fueron precarias y perecederas. No usaron la piedra y, por ende, sus obras arquitectónicas no alcanzaron en lo mínimo la grandiosidad ni las dimensiones de las incaicas, mayas o mexicanas, ante cuyos vestigios, muchos de ellos en sorprendentes condiciones de conservación, no podemos ocultar nuestra admiración de hombres del siglo xx. En este aspecto fueron, inclusive, a la zaga de pueblos de la actual Colombia como los taironas. La caducidad de los materiales empleados por los muiscas en sus construcciones civiles, religiosas y militares fue factor determinante de que, desde poco después de la Conquista, no quedara ni rastro de ellas. Además, los muiscas no llegaron al concepto de agrupación urbana. No hubo entre ellos poblados, en el sentido estricto del vocablo, y mucho menos ciudades como la majestuosa Tenochtitlán, que pasmó a Cortés y sus guerreros. Las viviendas estaban dispersas por todas partes, y generalmente erigidas al lado de las labranzas, formando un conjunto pintoresco pero desordenado, y que de ninguna manera obedecía a plan o concierto alguno. Como la densidad de población de nuestra sabana era muy alta, las construcciones estaban relativamente cerca unas de otras, y como, además, su forma y concepción eran, al parecer, agradables a la vista y estaban todas ellas rodeadas de cercados, el Adelantado Jiménez de Quesada, inspirado por la primera impresión que recibió al divisarlas, dio a estas tierras el nombre de Valle de los Alcázares, que ha perdurado hasta nuestros días.
Las viviendas, llamadas también bohíos, eran de bahareque, con techos de paja y forma elíptica. Su diámetro máximo oscilaba entre siete y ocho metros y el mínimo pasaba de los cinco. Los muros se aseguraban con horcones clavados en la tierra. Las puertas y ventanas eran pequeñas y de las primeras colgaban laminillas de oro que brillaban con el sol y producían un sonido grato en extremo cuando les daba el viento y al abrir y cerrar las puertas. En el interior había aposentos y retretes, y los muros, así como el piso, eran cubiertos con tejidos y esteras de paja y esparto. Afuera del bohío estaba el cercado de maderos gruesos. Las viviendas, en ocasiones, eran construidas en forma cuadrangular.
Lógicamente, el tamaño y la suntuosidad de estas construcciones era proporcional a la calidad de los habitantes, hasta llegar a las moradas de los supremos jerarcas (caciques y el propio zipa). El cercado del zipa tenía un carácter sagrado y los corpulentos maderos que lo formaban eran el símbolo del universo. Las ceremonias de consagración de las casas que habrían de ocupar los grandes señores revestían una particular solemnidad. Los mozos más resistentes y forzudos emprendían largas carreras en las que los campeones eran premiados con mantas. Estas carreras o competencias tenían para los comprometidos en ellas un significado tan profundo y vital que ninguno de los atletas desistía vencido por el cansancio, hasta el punto de que hubo muchos que prefirieron reventar de fatiga antes que afrontar la ignominia de la deserción. Parte esencial de la ceremonia era clavar en hoyos muy profundos los leños principales que habrían de formar el cercado. La liturgia prescribía que en el fondo de cada hoyo fuera colocada una doncella muy joven, cuya sagrada misión era recibir sobre su frágil humanidad el peso descomunal del horcón que, obviamente, la trituraba en el acto. Según la liturgia muisca, el acto solemne de macizar estos huecos con los cuerpos aplastados de las doncellas era signo infalible de reciedumbre, invulnerabilidad y toda guisa de buenos augurios para el cercado y la casa. Es digno de destacarse el hecho de que las niñas elegidas para ser inmoladas bajo el peso de los maderos sagrados eran siempre hijas de los miembros más encumbrados de la comunidad, los cuales tenían como gran el que sus niñas recibieran el privilegio de otorgar sus carnes tiernas como cimiento de los horcones venerables.
En estos festejos rituales, se bailaba y cantaba sin cesar y hombres y mujeres ingerían infinitas múcuras de chicha hasta la total ebriedad. Cuando ya estaban borrachos, se ayuntaban unos con otros sin distinciones ni cortapisas, de suerte que aun a las mujeres de caciques y nobles les estaba permitida la licencia de copular con todos los hombres que deseasen, sin que tales excesos fueran en absoluto punibles. Desde luego, estas promiscuidades estaban taxativamente limitadas a las fiestas a que nos acabamos de referir. Concluidas las celebraciones, la conducta de la comunidad retornaba a sus cauces normales.
Mucho escribieron los cronistas sobre el legendario Templo del Sol en Sogamoso y muchos especularon sobre sus dimensiones colosales. Fray Pedro Simón afirma que, al ser incendiado, duró ardiendo un año y no faltaron quienes dijeran que las llamas habían tardado cinco años en consumirlo. No hay noticia de otros grandes templos y, por el contrario, se sabe que lo que proliferaba entre los muiscas no eran vastas edificaciones donde se congregaran muchedumbres de fieles, sino pequeños santuarios a donde no podía entrar mucha gente, y que sólo eran frecuentados por los sacerdotes, que solían guardar allí los objetos del culto.
En cuanto a la arquitectura militar, se tiene noticia de la célebre Casa de Armas de Cajicá, sólida construcción que servía al zipa como arsenal para guardar allí armas, municiones de toda índole y demás pertrechos para la guerra.
Finalmente, la recreación del zipa hubo de merecer el trabajo y el esfuerzo de los constructores muiscas. El soberano había mandado construir en la comarca de Tenaguasa (hoy Tena), aprovechando su clima templado, un albergue que los españoles denominaron Casa del Monte, donde el zipa disponía de baños en abundancia y a donde se trasladaba con su nutrido séquito de mujeres para entregarse al ocio y al descanso. Igualmente, en Tabio tenía el zipa unos baños termales guarecidos de cercados y un espeso bosque de palmas.
¿CHIBCHAS? ¿MUISCAS?
Antes de entrar en la corta historia que conocemos de los muiscas con anterioridad a la invasión hispánica, no está demás plantearnos este interrogante. La denominación “chibchas” es prácticamente desconocida entre los cronistas que son, a su vez, la fuente del conocimiento que tenemos de estos aborígenes. Únicamente fray Pedro Simón utiliza este vocablo para referirse a la lengua que reputa como “la más universal de estas tierras”. También hace alusión al mismo al hablar del dios Chibchacum, cuyo nombre traduce, según el cronista, “báculo de la provincia chibcha”.
En cuanto a la denominación “muisca”, tiene un origen bien curioso. Esta voz es originalmente chibcha y es una deformación de “muexca”, que es “hombre” en su lengua. La anécdota que narran Simón y Rodríguez Freile es que, al toparse Quesada y sus soldados con los primeros nativos, trataron de preguntarles a través de los rudimentarios intérpretes que llevaban consigo si había mucha gente en la región. Según la tradición recogida por los cronistas, los interrogados respondieron “Muexca bien agen” (de acuerdo con la versión de Pedro Simón) o “muisca puemunga” (conforme con la de Rodríguez Freile). En todo caso, los dos cronistas coinciden en el significado de ambas frases: “hay muchos hombres”. Rápidamente, los españoles, en forma totalmente arbitraria castellanizaron “muexco o muisca” y lo transformaron en “mosca” entendiendo que lo que los naturales querían decirles era que “abundaban o eran tan numerosos como moscas”. Posteriormente se regresó a “muiscas” y es esa la denominación con que más a menudo se ha identificado a estos primitivos pobladores de nuestros altiplanos.
LOS GUERREROS Y SUS ARMAS
También es pertinente que antes de entrar en la relación histórica de los chibchas durante el breve periodo que nos fue dado a conocer, y teniendo en cuenta que se trata esencialmente de una historia bélica, echemos una ojeada sobre las características de los “guechas” (guerreros) y sobre las armas de que solían disponer en sus combates.
Como ya lo vimos atrás, los guechas eran una casta privilegiada. No podía ser de otra manera en una sociedad que vivía en constante pie de guerra. Eran elegidos entre los varones más saludables, recios, valientes y esforzados. Sus hazañas bélicas eran recompensadas con largueza y los premios llegaban hasta el otorgamiento de cacicazgos vacantes. Los que caían en acción de guerra recibían imponentes honores póstumos que consistían en que sus cadáveres eran aderezados con determinadas unturas y conducidos en hombros de otros combatientes, a fin de que su yerta presencia animara e infundiera bríos a los soldados en la contienda. Como el invicto Cid, Ruy Díaz de Vivar, los guechas muiscas eran rescatados de la muerte para que salieran a ganar batallas contra sus enemigos. La casta de los guechas no era hereditaria. No era dignidad que se alcanzara por el nacimiento. A ella sólo llegaban los hombres por su arrojo y la fuerza de su brazo. Puede decirse, en otras palabras, que los guerreros formaban la única casta “democrática” entre los chibchas.
Hay, como resulta apenas lógico, enormes discrepancias entre los cronistas sobre el número de soldados que podían poner en pie de guerra, tanto el zipa como su poderoso rival el zaque de Tunja. Las estimaciones oscilan entre 50 y 100 000.
El arte militar no había adquirido mediano desarrollo entre los muiscas. Al parecer, las batallas eran feroces embestidas recíprocas en las cuales desempeñaba un papel esencial un recurso que los cronistas llamaban “la grita”, que consistía en que antes de entrar en la lid, los guerreros se daban a lanzar alaridos tan agudos como desconcertados con el ánimo de atemorizar y ahuyentar al enemigo. A menudo esta algazara era forzada con la cacofonía de innumerables caracoles marinos, flautas, fotutos, pífanos, trompetas, bocinas y tambores. En cuanto a las armas, éstas eran básicamente lanzas de palma con puntas muy agudas y dardos de carrizo que eran disparados por unos artefactos que los cronistas llamaron “tiraderas”.
BREVE HISTORIA Y FINAL APOCALÍPTICO
La más grave de todas las carencias culturales de los muiscas fue, sin duda posible, el desconocimiento de la escritura en cualquiera de sus formas. Y bien sabemos que pueblo que no escribe es pueblo sin memoria. En consecuencia, y en términos concretos, la historia que hoy conocemos de los chibchas apenas abarca setenta años entre las primeras noticias de que se dispone a través de la tradición oral que recogieron los cronistas y el advenimiento de los conquistadores.
En el momento en que alborea nuestra historia —en torno a 1470— los chibchas habitaban en una gigantesca fortaleza natural circundada por legiones de enemigos desaforados, y hasta entonces impotentes para dar con buen suceso el asalto final a ese formidable reducto de tierras altas y feraces, almenadas de montañas inexpugnables, cuya atmósfera vecina de las nubes, y cuyos vientos gélidos ponían espanto en el ánimo de los feroces sitiadores, y eran como custodios insomnes de este descomunal alcázar verde, donde se guarecía, amenazada, pero a la vez segura, la vetusta estirpe de Chiminigagua y de Bachúe.
El reino de los bogotaes luchó sin cesar en tres fuentes: contra sus inveterados adversarios sutagaos, panches y fusagasugaes; contra su gran émulo, el reino del zaque de Tunja; contra los caciques levantiscos de Ubaté, Zipaquirá, Ubaque y Guatavita. Y como si todo esto fuera poco, habla de mantenerse alerta contra la innumerable hueste de los caribes que asechaban al gigante sin tregua ni reposo y que ya parecían roerle sus pies de roca. Estos últimos habían tendido un cerco que abarcaba los cuatro puntos cardinales. Por el Este, avizoraban impacientes los farallones colosales de la cordillera; habían avanzado por el Sur; hacia el poniente se alineaban en las riberas del Magdalena; por el Norte, venían desde Venezuela y ya se hallaban a la altura del Carare. Tales son los hechos en que se funda el historiador Restrepo Tirado para afirmar, con sólidas razones, que si la conquista hispánica se hubiera retardado unos años más, la invasión de los bárbaros se habría tornado inevitable, así como el consecuente asolamiento de los reinos muiscas.
Hacia 1470, que es más o menos el año uno de nuestra historia chibcha, reinaba el zipa Saguanmachica. Fue éste un invicto y glorioso guerrero que libró campañas decisivas para la salvaguarda de su nación amenazada. Batió a los panches, combatientes encarnizados y temibles, y luego hizo frente a la poderosa coalición de los sutagaos y los fusagasugaes ayudados por los sobrevivientes del recién diezmado ejército panche.
El éxito de Saguanmachica fue rotundo. Acosó a los vencidos hasta su capital, Fusagasugá, y en combates sucesivos, venció a los caciques Uzatama y Tibacuy. El primero de ellos mereció la benevolencia del triunfador. No así Tibacuy, a quien Saguanmachica persiguió sin reposo hasta las tierras del cacique de Guatavita, antaño ciudad sagrada de los muiscas. Éste, envidioso de la carrera fulminante de Saguanmachica, armó sus mesnadas y se lanzó a la guerra contra el zipa de los bogotaes. Más le hubiese valido no hacerlo. Su tropa quedó totalmente aniquilada, por lo cual hubo de huir en estampida hacia Tunja buscando asilo con el zaque Michúa, el cual se lo otorgó, y además hizo llegar a su rival de Bogotá toda una serie de ásperas admoniciones.
El espectro de la guerra se cernió de nuevo sobre estos altiplanos, pero esta vez pudo ser temporalmente conjurado con unos precarios acuerdos de paz entre los diferentes grupos en conflicto.
En este punto, ya es pertinente aludir a dos poderosas causas económicas de los conflictos crónicos entre el zaque de Tunja y el zipa de Bacatá. Vimos anteriormente la importancia vital que para el comercio de los pueblos chibchas tuvieron la sal de Zipaquirá y Nemocón y las esmeraldas de Muzo y Somondoco. Pues bien, la sal estaba, aunque en territorio del cacique de Zipaquirá, bajo el área de influencia y control del monarca de Bogotá. Por su parte, las zonas esmeraldíferas caían dentro de la jurisdicción del zaque. Resultaba así lógico que cada uno de los poderosos soberanos codiciara con vehemencia las vitales riquezas mineras de su rival.
No es para sorprenderse, por consiguiente, que los convenios de paz y concordia fueran sistemáticamente violados por ambas partes, aunque al parecer quien de modo más flagrante quebrantó los pactos fue Saguanmachica, cuando invadió los territorios del cacique de Ubaque, los cuales, conforme con los acuerdos, le estaban vedados.
La guerra, ya inevitable, no tardó en estallar. Fue larga y en extremo cruenta. Duró 16 años y el bravo Saguanmachica tuvo que librarla en dos frentes, ya que, además de enfrentarse por el Norte a Michúa, hubo de enviar nuevamente a sus huestes hacia el Occidente para batir otra vez a los fusagasugaes, panches y sutagaos en Zipacón y Tena.
La gran batalla, el encuentro ciertamente épico de esta contienda se libró en Chocontá, coincidencialmente hoy zona limítrofe entre Cundinamarca y Boyacá. Se ha hablado de 60 000 guerreros del zaque contra 50 000 del zipa. Estos guarismos parecen excesivos, pero lo cierto es que la refriega fue larga y encarnizada y que, como en las grandes epopeyas, los adalides supremos entregaron sus vidas con las armas en la mano. Ambos rivales cayeron. Sucumbió Michúa vencido con honor. Pereció Saguanmachica, gloriosamente triunfador.
Y vino la sucesión. Quemuenchatocha, valiente y arriscado mozo de apenas 18 años, subió al trono de Michúa. Al heroico Saguanmachica lo reemplazó su sobrino Nemequene, estadista, legislador y guerrero, que en todo momento contó en el campo bélico con la valiosa cooperación de Tisquesusa, a la vez sobrino suyo y notable estratega.
El apoyo de Tisquesusa fue esencial para Nemequene, dado la pluralidad de frentes a que tuvo que acudir simultáneamente con sus ejércitos. En una nueva oportunidad volvió a derrotar a los panches y sutagaos, en tanto que Nemequene aplastaba a varios caciques sublevados, tales como los de Ubaté, Zipaquirá, Ubaque y Guatavita. De todos ellos, el que reincidió en la insurrección fue el de Zipaquirá, por la invaluable posesión de las salinas. Tisquesusa le salió al paso y exterminó a sus huestes.
De la victoria de Nemequene sobre el de Ubaque merece destacarse un hecho notable. Al verse vencido sin remedio, el cacique arrojó sus ingentes riquezas de oro y esmeraldas al fondo de la laguna. Y fue este momento en que el gran Nemequene hizo gran alarde de su magnanimidad: perdonó la vida al vencido y le restituyó la propiedad de sus tierras.
Una vez más volvieron a chocar las fuerzas de los monarcas de Tunja y Bacatá y de nuevo la cruenta batalla tuvo lugar en tierras de Chocontá. Ambos soberanos animaban a sus guerreros y les daban ejemplo de coraje y de impavidez ante la muerte que cruzaba rauda por los aires y silbaba en las temibles puntas de lanzas y venablos. Caían bravos combatientes de lado y lado y la suerte de la contienda no se decidía. Finalmente, la esquiva victoria empezó a inclinarse ligeramente hacia el zipa.
El valeroso Nemequene no había abandonado un solo instante los puestos de mayor peligro en el combate, hasta que quiso la suerte aciaga que un dardo volara certero a clavarse en la mitad de ese corazón infalible al que sólo la muerte pudo dar reposo. Desconcertados los guerreros del zipa por la súbita muerte de su caudillo, emprendieron la retirada, mas no perseguidos por los hombres del zaque, los cuales, ya prácticamente derrotados, optaron por replegarse hacia sus tierras. La última gran batalla entre los muiscas había terminado.
El luto y la aflicción se enseñorearon de los dominios de Nemequene. El más aguerrido y noble de los adalides yacía ahora inerte y, en medio de tristes llantos funerales, se aprestaba para bajar a la real sepultura, embalsamado por sus jeques y todo cubierto de áureas láminas y esmeraldas relucientes. Profundamente sumidas en el sopor imperturbable del borrachero, las favoritas de su regio serrallo descendieron con él a la lóbrega sima de la tumba. Igualmente, los servidores tuvieron buen cuidado de proveerlo de copiosas viandas y múcuras de chicha, buena provisión de coca y sus mejores armas para el viaje sin retorno. Una vez que los jeques se aseguraron de que el cadáver de su señor quedara dando la faz al sol naciente, vale decir, al punto por donde había hecho su aparición el inmortal Bochica, se clausuró el sepulcro y llegaron a su término 24 años del glorioso reinado.
No bien hubo heredado Tisquesusa el trono de su finado tío, cuando comenzó a reunir a sus caciques tributarios, a sus más avezados guechas y a sus mejores tropas para emprender contra Quemuenchatocha una arrolladora ofensiva que vengara satisfactoriamente la muerte de Nemequene. En Cajicá terminaron los aprestos bélicos y Tisquesusa avanzó contra su enemigo tradicional. Pero acaso porque los dos pueblos estaban extenuados por la incesante sangría, se llegó esta vez a un pacto de paz en el cual, sin embargo, llevó ventajas el zipa, quien, como resultado del acuerdo, recibió una apreciable cantidad de joyas, oro y tierras. Sellada la paz con el zaque, el belicoso arriscado Tisquesusa no se dio tregua. Aún había caciques facciosos que escarmentar. Eran los de Ubaté y Susa. Hacia ellos se dirigió el poderoso zipa y no tardó en subyugarlos. Fueron sus últimas victorias.
Y ahora levantemos el vuelo de regreso hacia la leyenda, hacia el mito, hacia la poesía, por donde iniciamos el hilo de esta narración cuando evocamos a las aves portentosas de Chiminigagua, en cuyos picos nacía el aliento mágico que disipaba las tinieblas y presagiaba el advenimiento de la vida. Retornemos a esos mundos que, parafraseando a Coleridge, “son una suspensión temporal de nuestra incredulidad”. Y sigamos encontrando concomitancias extrañas y asombrosas.
Milenios antes de nuestra historia y lejos, muy lejos de su escenario, el indomable Moisés, airado ante la inconmovible obstinación del faraón en mantener a su pueblo en la cautividad, invocó a Yahvé y, dotado por su dios de poderes sobrenaturales, envió a su hermano Aarón a que, con el solo roce de su cayado, convirtiese el caudaloso Nilo en un espantable torrente de sangre, por cuyo cauce empezaron a descender, ante la mirada medrosa de millares de egipcios, inmensos cardúmenes de peces muertos. ¡La sangre! ¡Siempre la sangre como signo de calamidad y pesadumbre, como vaticinio funesto y como castigo a los pecados de los hombres! ¡La sangre indeleble y tozuda en las manos de Lady Macbeth! La sangre que presintió también el inca y que recreó Chocano con maestría cuando cantó: “cataratas de sangre colmarán los barrancos/ y entrarán otros dioses en el templo del sol”.
Y las leyendas de nuestros muiscas, acaso en la última de ellas, también está presente el símbolo de la sangre con toda su carga fatídica. Una noche dormía apaciblemente Tisquesusa en su refugio de Tena, concediendo así un breve reposo a sus habituales fatigas de guerrero contumaz. Fue así como, trasegando por los laberintos alucinantes de la irrealidad onírica, se vio de un momento a otro gratamente sumergido en una de las tibias albercas que los vasallos habían aparejado allí para recreo de los soberanos. Y he ahí que en el momento en que las aguas mejor tonificaban el cuerpo del zipa, vio éste con espanto cómo el líquido benefactor se convertía en un espeso y viscoso charco de sangre. Despertó con sobresalto y en el acto convocó a los más lúcidos y sabios de todos sus jeques para pedirles que le revelasen sin demora el significado de la horrenda visión. Los sacerdotes interrogaron largamente al zipa e inquirieron con porfía acerca de todos los detalles del sueño. La sentencia fue unánime y restituyó el sosiego en el ánimo de Tisquesusa: no había en tal sueño augurio nefando alguno. Por el contrario, lo que la visión quería decir era que, merced a su genio militar y a la invencibilidad de sus guechas y soldados, muy pronto gozaría el supremo placer de darse una gratificante ablución con la sangre de su encarnizado Quemuenchatocha.
Cuán extraviados estaban los arúspices de Tisquesusa, se vio poco después. Ciertamente fue grande el júbilo del zipa por tan grata y estimulante predicción. Pero aún no estaba totalmente tranquilo. Todavía le faltaba escuchar la palabra del más anciano y sapiente de todos sus jeques: el venerable Popón, a quien por desgracia, no fue posible hallar por parte alguna. En efecto, el viejo sacerdote había huido, temeroso de revelar a Tisquesusa la terrible verdad que encerraba su sueño premonitorio. Los otros arúspices se habían equivocado o, sabedores de la verdad, no habían osado descubrirla y habían preferido endulzar los regios oídos con la interpretación halagüeña que ya vimos. Más tarde, Popón reveló a un grupo de nobles la única, la cruda verdad: la sangre en que se bañaría Tisquesusa no sería de su rival Quemuenchatocha sino la suya propia, vertida por unos implacables invasores extranjeros que se avecinaban. Popón no mentía. Por los confines septentrionales del reino chibcha, ya a esta sazón avanzaban los terroríficos centauros de rostros peludos que en una mano enarbolaban dos maderos en cruz y en la otra unos artefactos diabólicos de cuyas bocas fragorosas salían, en infernal estampida, el fuego y la muerte y que, en muy breve tiempo, sepultarían una era y serían los parteros de otra que aún no ha concluido.