- Botero esculturas (1998)
- Salmona (1998)
- El sabor de Colombia (1994)
- Wayuú. Cultura del desierto colombiano (1998)
- Semana Santa en Popayán (1999)
- Cartagena de siempre (1992)
- Palacio de las Garzas (1999)
- Juan Montoya (1998)
- Aves de Colombia. Grabados iluminados del Siglo XVIII (1993)
- Alta Colombia. El esplendor de la montaña (1996)
- Artefactos. Objetos artesanales de Colombia (1992)
- Carros. El automovil en Colombia (1995)
- Espacios Comerciales. Colombia (1994)
- Cerros de Bogotá (2000)
- El Terremoto de San Salvador. Narración de un superviviente (2001)
- Manolo Valdés. La intemporalidad del arte (1999)
- Casa de Hacienda. Arquitectura en el campo colombiano (1997)
- Fiestas. Celebraciones y Ritos de Colombia (1995)
- Costa Rica. Pura Vida (2001)
- Luis Restrepo. Arquitectura (2001)
- Ana Mercedes Hoyos. Palenque (2001)
- La Moneda en Colombia (2001)
- Jardines de Colombia (1996)
- Una jornada en Macondo (1995)
- Retratos (1993)
- Atavíos. Raíces de la moda colombiana (1996)
- La ruta de Humboldt. Colombia - Venezuela (1994)
- Trópico. Visiones de la naturaleza colombiana (1997)
- Herederos de los Incas (1996)
- Casa Moderna. Medio siglo de arquitectura doméstica colombiana (1996)
- Bogotá desde el aire (1994)
- La vida en Colombia (1994)
- Casa Republicana. La bella época en Colombia (1995)
- Selva húmeda de Colombia (1990)
- Richter (1997)
- Por nuestros niños. Programas para su Proteccion y Desarrollo en Colombia (1990)
- Mariposas de Colombia (1991)
- Colombia tierra de flores (1990)
- Los países andinos desde el satélite (1995)
- Deliciosas frutas tropicales (1990)
- Arrecifes del Caribe (1988)
- Casa campesina. Arquitectura vernácula de Colombia (1993)
- Páramos (1988)
- Manglares (1989)
- Señor Ladrillo (1988)
- La última muerte de Wozzeck (2000)
- Historia del Café de Guatemala (2001)
- Casa Guatemalteca (1999)
- Silvia Tcherassi (2002)
- Ana Mercedes Hoyos. Retrospectiva (2002)
- Francisco Mejía Guinand (2002)
- Aves del Llano (1992)
- El año que viene vuelvo (1989)
- Museos de Bogotá (1989)
- El arte de la cocina japonesa (1996)
- Botero Dibujos (1999)
- Colombia Campesina (1989)
- Conflicto amazónico. 1932-1934 (1994)
- Débora Arango. Museo de Arte Moderno de Medellín (1986)
- La Sabana de Bogotá (1988)
- Casas de Embajada en Washington D.C. (2004)
- XVI Bienal colombiana de Arquitectura 1998 (1998)
- Visiones del Siglo XX colombiano. A través de sus protagonistas ya muertos (2003)
- Río Bogotá (1985)
- Jacanamijoy (2003)
- Álvaro Barrera. Arquitectura y Restauración (2003)
- Campos de Golf en Colombia (2003)
- Cartagena de Indias. Visión panorámica desde el aire (2003)
- Guadua. Arquitectura y Diseño (2003)
- Enrique Grau. Homenaje (2003)
- Mauricio Gómez. Con la mano izquierda (2003)
- Ignacio Gómez Jaramillo (2003)
- Tesoros del Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario. 350 años (2003)
- Manos en el arte colombiano (2003)
- Historia de la Fotografía en Colombia. Museo de Arte Moderno de Bogotá (1983)
- Arenas Betancourt. Un realista más allá del tiempo (1986)
- Los Figueroa. Aproximación a su época y a su pintura (1986)
- Andrés de Santa María (1985)
- Ricardo Gómez Campuzano (1987)
- El encanto de Bogotá (1987)
- Manizales de ayer. Album de fotografías (1987)
- Ramírez Villamizar. Museo de Arte Moderno de Bogotá (1984)
- La transformación de Bogotá (1982)
- Las fronteras azules de Colombia (1985)
- Botero en el Museo Nacional de Colombia. Nueva donación 2004 (2004)
- Gonzalo Ariza. Pinturas (1978)
- Grau. El pequeño viaje del Barón Von Humboldt (1977)
- Bogotá Viva (2004)
- Albergues del Libertador en Colombia. Banco de la República (1980)
- El Rey triste (1980)
- Gregorio Vásquez (1985)
- Ciclovías. Bogotá para el ciudadano (1983)
- Negret escultor. Homenaje (2004)
- Mefisto. Alberto Iriarte (2004)
- Suramericana. 60 Años de compromiso con la cultura (2004)
- Rostros de Colombia (1985)
- Flora de Los Andes. Cien especies del Altiplano Cundi-Boyacense (1984)
- Casa de Nariño (1985)
- Periodismo gráfico. Círculo de Periodistas de Bogotá (1984)
- Cien años de arte colombiano. 1886 - 1986 (1985)
- Pedro Nel Gómez (1981)
- Colombia amazónica (1988)
- Palacio de San Carlos (1986)
- Veinte años del Sena en Colombia. 1957-1977 (1978)
- Bogotá. Estructura y principales servicios públicos (1978)
- Colombia Parques Naturales (2006)
- Érase una vez Colombia (2005)
- Colombia 360°. Ciudades y pueblos (2006)
- Bogotá 360°. La ciudad interior (2006)
- Guatemala inédita (2006)
- Casa de Recreo en Colombia (2005)
- Manzur. Homenaje (2005)
- Gerardo Aragón (2009)
- Santiago Cárdenas (2006)
- Omar Rayo. Homenaje (2006)
- Beatriz González (2005)
- Casa de Campo en Colombia (2007)
- Luis Restrepo. construcciones (2007)
- Juan Cárdenas (2007)
- Luis Caballero. Homenaje (2007)
- Fútbol en Colombia (2007)
- Cafés de Colombia (2008)
- Colombia es Color (2008)
- Armando Villegas. Homenaje (2008)
- Manuel Hernández (2008)
- Alicia Viteri. Memoria digital (2009)
- Clemencia Echeverri. Sin respuesta (2009)
- Museo de Arte Moderno de Cartagena de Indias (2009)
- Agua. Riqueza de Colombia (2009)
- Volando Colombia. Paisajes (2009)
- Colombia en flor (2009)
- Medellín 360º. Cordial, Pujante y Bella (2009)
- Arte Internacional. Colección del Banco de la República (2009)
- Hugo Zapata (2009)
- Apalaanchi. Pescadores Wayuu (2009)
- Bogotá vuelo al pasado (2010)
- Grabados Antiguos de la Pontificia Universidad Javeriana. Colección Eduardo Ospina S. J. (2010)
- Orquídeas. Especies de Colombia (2010)
- Apartamentos. Bogotá (2010)
- Luis Caballero. Erótico (2010)
- Luis Fernando Peláez (2010)
- Aves en Colombia (2011)
- Pedro Ruiz (2011)
- El mundo del arte en San Agustín (2011)
- Cundinamarca. Corazón de Colombia (2011)
- El hundimiento de los Partidos Políticos Tradicionales venezolanos: El caso Copei (2014)
- Artistas por la paz (1986)
- Reglamento de uniformes, insignias, condecoraciones y distintivos para el personal de la Policía Nacional (2009)
- Historia de Bogotá. Tomo I - Conquista y Colonia (2007)
- Historia de Bogotá. Tomo II - Siglo XIX (2007)
- Academia Colombiana de Jurisprudencia. 125 Años (2019)
- Duque, su presidencia (2022)
Los conquistadores y la fundación de Santafé
Después del descubrimiento, el poderío del Imperio español se basó en su dominio de los mares, lo que a su vez dio lugar a la construcción de grandes navíos mercantes y de guerra que cruzaban de continuo la mar océano. En lo alto del mástil del barco del grabado ondea un banderín con el símbolo de los reinos de Castilla y de León. Xilografía del siglo xv ejecutada en Basilea e incluida por Colón en su carta a los Reyes Católicos.
Vasco de Gama descubrió en 1497 la ruta de las Indias por el cabo de Buena Esperanza y conquistó para Portugal varios territorios en África y Asia.
Marco Polo fue uno de los primeros exponentes de la joven burguesía veneciana que desbrozaron el camino hacia los mercados de Oriente, en los siglos xiii y xiv.
Grabado del almirante Cristóbal Colón: cómo era en los días en que emprendió la más célebre aventura de la historia, para la que, después de golpear muchas puertas entre los monarcas de Europa, sólo encontró el apoyo de la reina Isabel de Castilla, llamada Isabel la Católica. El primer viaje de Colón costó 17 000 florines.
Grabado del almirante Cristóbal Colón
Grabado del almirante Cristóbal Colón
Grabado del almirante Cristóbal Colón
Grabado del almirante Cristóbal Colón
Grabado del almirante Cristóbal Colón
La Santa María, propiedad de Juan de la Cosa, era la nave mayor de Colón. Tenía cubierta, tres palos, velas redondas, castillo de popa y un castillo de proa. Desplazaba aproximadamente 100 toneladas. Se le conoció también con los nombres de La Capitana y La Marigalante.
La Santa María, propiedad de Juan de la Cosa, era la nave mayor de Colón. Tenía cubierta, tres palos, velas redondas, castillo de popa y un castillo de proa. Desplazaba aproximadamente 100 toneladas. Se le conoció también con los nombres de La Capitana y La Marigalante.
La Pinta, propiedad de Juan y Cristóbal Quintero, tenía velas latinas, tres palos y castillo de popa, pero su proa carecía de cubierta. Desplazaba ocho toneladas.
La Niña, perteneciente a Juan Niño, era de características similares a la anterior. Xilografías del siglo xv.
Colón desembarcó en Guanahaní, descendió a tierra acompañado por el notario real, el capellán y los oficiales, se arrodilló, dio gracias a Dios y con la debida pompa tomó posesión de la isla en nombre de los Reyes Católicos. Grupos de indígenas tainos contemplaban a los recién llegados. Colón escribió en su diario: “Son tan ingenuos y tan generosos con lo que tienen que nadie lo creería de no haberlo visto. Si alguien se antoja de algo de lo que poseen, nunca lo niegan; al contrario, invitan a compartirlo y demuestran tanto cariño como si en ello les fuera el alma”. Óleo de José Garnelo y Alda, 1892, Museo Naval de Madrid.
Alegoría de la fusión de dos mundos, el viejo y el nuevo, que se encuentran para formar una raza común. Sin embargo, la Conquista y la Colonia, más que un proceso de integración de dos mundos, tuvieron el aspecto histórico de subordinación del mundo nuevo, más débil e ingenuo (como lo había descrito Colón), al viejo, más fuerte y astuto. Mural de Luis Alberto Acuña, Centro Médico Almirante Colón, Bogotá.
En el mes de abril de 1492, estando los Reyes Católicos en la Villa de Santafé, provincia de Granada, capitularon con Cristóbal Colón para el primer viaje a las Indias. Grabado de Théodore de Bry. Edición del siglo xvii. Biblioteca Nacional, Bogotá.
Grabado de Théodore de Bry, edición del siglo xvii, que representa el desembarco de Colón en La Española (Santo Domingo), el 6 de diciembre de 1492. También allí fue recibido con cordialidad por los naturales, con quienes intercambió obsequios. Biblioteca Nacional, Bogotá.
El cartógrafo y cosmógrafo florentino Américo Vespuccio editó hacia 1503 Mundus Novus, la primera relación en el sentido de que lo descubierto por Colón era en realidad un continente nuevo.
El portugués Fernando de Magallanes inició, al servicio de España, el primer viaje alrededor del mundo, pasando por el extremo meridional de América el 21 de octubre de 1520.
Pese a que las carabelas eran naves muy livianas, su capacidad de maniobra y su rapidez resultaron vitales para una travesía como la emprendida por Colón. Estas embarcaciones representaron un gran salto adelante en las técnicas de navegación de la época. El modelo de la carabela fue diseñado en la Escuela de Navegación de Sagres, que a principios del siglo xv fundó Enrique el Navegante. Colón, con una visión admirable, entendió que un largo e incierto recorrido como el que esperaba realizar, sólo podría hacerse con naves muy ligeras y muy veloces. La carabelas tenían ambas cualidades y requerían para su manejo mayor destreza y conocimiento que las naves habituales, que en ningún caso eran aptas para los viajes transoceánicos. Anónimo, Encuentro entre dos navíos en altamar (moros y jesuítas). Museo Nacional de Colombia, Bogotá.
Francisco Pizarro, natural de Extremadura, realizó una de las hazañas épicas más impresionantes de la Conquista al apoderarse, con un puñado de hombres, del colosal Imperio inca del Tahuantinsuyo (Perú).
El letrado Gonzalo Jiménez de Quesada había partido a mediados de 1536 desde Santa Marta a explorar el interior de las nuevas tierras, en busca del Perú, por orden del gobernador Pedro Fernández de Lugo. En el azaroso viaje que duró cerca de un año, Quesada perdió más de la mitad de sus hombres. El 22 de marzo de 1537 divisó una hermosa extensión de tierra cubierta de verdor y de amplias fuentes de agua, a la que bautizó como Valle de los Alcázares.
Hernán Cortés, oriundo también de Extremadura, efectuó con antelación a su paisano Francisco Pizarro la primera hazaña portentosa de la Conquista al someter el soberbio Imperio azteca, al que bautizó con el nombre de Nueva España, sin duda la joya más apreciada de la corona española. Esta proeza le ganó los títulos de capitán general y marqués del Valle.
Vencido por Cortés, y obligado a servir de instrumento para someter a sus súbditos, Moctezuma II, último emperador de los aztecas, agobiado por la humillación y el remordimiento se dejó morir de hambre en Tenochtitlán en 1520.
Atahualpa, soberano de los incas, no fue menos infortunado que el azteca Moctezuma. Capturado por los españoles en Cajamarca (1532), Atahualpa tuvo que pagar su rescate con elevadas cantidades de oro y plata. Pizarro, convencido de que Atahualpa y sus hombres conspiraban, dio orden de estrangularlo en 1533.
Sucesor de Atahualpa, su hermanastro el inca Manco Capac II fue entronizado por Francisco Pizarro, con quien se alió para luchar contra los incas de Quito, que clamaban venganza por el asesinato de Atahualpa. Manco Capac se reconoció vasallo del emperador Carlos V. Murió en Vilcabamba en 1544. Este grabado representa a Manco Capac II, con atuendo de guerra.
Sucesor de Atahualpa, su hermanastro el inca Manco Capac II fue entronizado por Francisco Pizarro, con quien se alió para luchar contra los incas de Quito, que clamaban venganza por el asesinato de Atahualpa. Manco Capac se reconoció vasallo del emperador Carlos V. Murió en Vilcabamba en 1544. Este grabado representa a Manco atuendo de rey.
Después de haber culminado la rápida conquista del altiplano, Gonzalo Jiménez de Quesada realizó otras expediciones en busca de oro, que lo llevaron al Valle de Iraca (Duitarna) y al Valle de las Tristezas (Neiva).
Mapa descriptivo de tierra firme en el Nuevo Reino de Granada y la Gobernación de Popayán, incluido el Valle de Neiva, hecho por Willem Janszoon Blaeu y publicado en Théâtre du monde, Ámsterdam, 1638.
El río Magdalena fue la vía de penetración de la expedición de Quesada. La creencia de que el río Magdalena los conduciría directamente al Perú, motivó en un principio la empresa conquistadora de Jiménez de Quesada. Este mapa y el de la página siguiente fueron trazados por el sabio Francisco José de Caldas —botánico, astrónomo, ingeniero militar y geógrafo— entre 1802 y 1806, durante el recorrido que efectuó por esas regiones, sobre las que escribió varios ensayos en el Semanario del Nuevo Reino de Granada. Archivo Restrepo, Bogotá.
Quesada desbrozó el camino de Santafé hacia el río Magdalena. El hallazgo de panes de sal en el río Opón hizo pensar a Quesada y los suyos en la existencia de una civilización. Siguiendo la ruta del comercio de la sal, llegaron finalmente al altiplano.
Gonzalo Jiménez de Quesada, conquistador del Nuevo Reino de Granada, y fundador de la ciudad de Santafé de Bogotá, capital de ese Nuevo Reino, nació en Granada, España, en 1509, y murió en Mariquita, Tolima, el 16 de febrero de 1579. Óleo de Pedro A. Quijano (detalle). Alcaldía Mayor de Bogotá.
Retrato al óleo de Gonzalo Jiménez de Quesada, posiblemente de mediados del siglo xvii. En la leyenda se expresa que es comandante de la Orden de Santiago y Caballero de Su Majestad. Museo Nacional, Bogotá.
Jiménez de Quesada era un letrado y jurisconsulto, que empleó al tiempo la pluma y la espada para conquistar un reino y fundarlo sobre bases jurídicas. Miniatura de Víctor Moscoso, Biblioteca Luis Ángel Arango.
La habilidad diplomática de Jiménez de Quesada logró que las diferencias con Federman y Belalcázar se zanjaran por las buenas. Jiménez de Quesada no sólo es el conquistador del Nuevo Reino de Granada, y el fundador de Bogotá, sino también el autor que inaugura nuestra historia literaria. Hombre de amplios conocimientos, escribió un largo ensayo político-religioso titulado El Antijovio; otro histórico, Epítome de la Conquista; y un libro de crónicas conocido como Ratos de Suesca, cuyos manuscritos se extraviaron. Óleo de Ricardo Gómez Campuzano, Academia Colombiana de Historia.
Jiménez de Quesada. Óleo de José Páramo, Museo Nacional de Colombia, Bogotá.
El 6 de agosto de 1538 Gonzalo Jiménez de Quesada efectuó la primera fundación de Bogotá en un terreno cercano a Funza, que él había denominado Valle de los Alcázares. Óleo de Pedro A. Quijano, La fundación de Bogotá. Academia Colombiana de Historia.
Detalle de la sacra en plata, de orfebre anónimo del siglo xvii, con representación de la primera catedral de Santafé. Esta pieza constituye la más auténtica iconografía de este templo.
Cáliz y vinajera que se utilizaron en la misa fundacional de Santafé, posiblemente traídos por el propio Jiménez de Quesada, al regreso de su viaje a España, en 1549, y el cual había iniciado en 1539. Debido a los numerosos pleitos que le entablaron, el fundador tuvo que permanecer 10 años en la península. Catedral de Bogotá.
Texto de: Julián Vargas Lesmes
No es una casualidad que el Nuevo Mundo haya sido descubierto en 1492. El trascendental suceso, reputado por el cronista López de Gómara como el más notable de la historia humana después del advenimiento de Cristo, pudo haber ocurrido unos años antes o después de esa fecha, pero las fuerzas de la mecánica histórica imponían de modo ineluctable esa época. ¿Por qué? Simplemente porque había llegado el momento en que Europa ya no cabía en sí misma en virtud del formidable desarrollo que estaba alcanzando su pujante burguesía, cuya incontenible fuerza expansiva buscaba y lograba rutas ambiciosas y nuevos territorios para su infatigable y codicioso trajín comercial.
La Edad Media y el orden feudal que fue su rasgo medular se derrumbaban sin remedio ante el empuje vigoroso de las nuevas fuerzas económicas y sociales. Las Cruzadas habían sido finalmente un fracaso militar debido en esencia a que no fueron una empresa centralizada ni unificada. Por el contrario, fueron el fidelísimo trasunto del régimen feudal en el que se incubaron. Vale ello decir que fueron una caótica agregación de empresas individuales montadas separadamente por diversos reyes, nobles y terratenientes feudales, y en consecuencia, carentes de la rigurosa vertebración y la perfecta coordinación central que exigía una empresa de tales dimensiones. Cada monarca o magnate planeaba y organizaba su propia cruzada y reclutaba mesnadas de siervos cuyo deficiente o nulo entrenamiento militar era penosamente suplido por el ardor fanático que les infundían prédicas tan elocuentes y torrenciales como las del pontífice Urbano II y Pedro el Ermitaño. Las hordas que seguían a los adalides de las Cruzadas marchaban ciegamente poseídas por la convicción de que al combatir al infiel y cooperar en el magno objetivo de rescatar el Santo Sepulcro de las manos impuras de los mahometanos, asegurarían su puesto en la bienaventuranza eterna, donde serían largamente compensados de sus aflicciones y padecimientos como siervos de la gleba en esta vida terrenal. No hace falta un exceso de erudición ni de perspicacia para comprender que si las Cruzadas se hubieran emprendido bajo un mando unificado y con un solo ejército severamente adiestrado y disciplinado en las artes de la guerra, las posibilidades de abatir el poderío musulmán en el Cercano Oriente habrían sido ciertamente grandes. Pero esto no pasa de ser una especulación puesto que, como ya lo anotamos, la naturaleza insular y desarticulada de la sociedad feudal hacía impensable la realización de una empresa bélica al estilo de Alejandro, de Julio César, de Fernández de Córdoba o de Napoleón. De ahí su colapso final. Pero de manera primordial lo que interesa a nuestro tema es la otra cara de las Cruzadas: el ancho espacio que abrieron al comercio europeo en el Oriente. Cómo dieron a conocer en la oscura Europa del medioevo las excelencias de las especias de muchos otros géneros, que aguijonearon la ambición de la naciente burguesía europea, y especialmente italiana.
En efecto, fueron los audaces y clarividentes mercaderes venecianos los primeros en concebir y llevar a cabo grandes empresas de intercambio con el Oriente. De ahí el fabuloso grado de prosperidad que alcanzaron y que conservaron durante siglos. Sin duda sus más notables exponentes fueron los hermanos Nicolás y Mateo Polo, y particularmente su hijo y sobrino Marco, cuyo legendario viaje hasta los dominios del Gran Kublai Kan es la mejor prueba de cuán vastas y ambiciosas eran las miras de la poderosa clase comercial veneciana. Bien sabido es que el viaje de Marco Polo se debe en buena parte al conocimiento, por parte de los europeos, de asombrosos inventos chinos, mal utilizados por sus creadores, pero que luego, en manos de los occidentales, se convirtieron en grandes instrumentos de progreso y civilización.
Estas exploraciones agregadas a los efectos ya descritos de las Cruzadas, llevaron al conocimiento de los rudos europeos de entonces las maravillas de las especias, que en corto tiempo llegaron a adquirir en los mercados de Europa precios realmente exorbitantes.
Los mercaderes, especialmente los italianos, comenzaron a deslumbrar a las gentes con las sedas y brocados que empezaron a traer del Oriente. Fue así como las burdas estameñas empezaron a verse sustituidas por las finísimas telas que llegaban por los caminos que habían abierto las Cruzadas y los traficantes.
Todos estos factores fueron de notable importancia en la consolidación de la naciente burguesía que ya se aprestaba para demoler el viejo orden feudal abriendo anchos senderos para el comercio, creando y fundamentando una nueva sociedad y una nueva economía.
A todas éstas, los siervos y campesinos empezaban a cobrar conciencia de su mísera condición, a organizarse y a cometer las primeras insurrecciones contra los señores feudales a todo lo largo de Europa. Estas sublevaciones fueron particularmente cruentas y tenaces en Alemania. Por otra parte, promediando el siglo xiv se presentó en Europa un fenómeno fortuito, una de cuyas consecuencias fue la de acelerar el proceso de desintegración del feudalismo y fortalecer y abrir paso a las nuevas fuerzas socio-económicas.
Nos referimos a la mortífera peste negra que azotó en forma despiadada a la gran mayoría de la población europea, la cual, una vez extinguida, dejó dicha población reducida a una tercera parte. Fue tan atroz la mortandad causada por la peste que según cálculos —naturalmente aproximados e imperfectos— el número de las víctimas excedió el de los muertos de la primera guerra mundial. ¿Cuál pudo ser entonces el más sobresaliente efecto social y económico de este flagelo? Que habiéndose producido la peor mortandad en las capas más bajas e indigentes de la población, se presentó una alarmante escasez de brazos para el trabajo agrario, lo cual, lógicamente, valorizó y encareció a los muy reducidos que quedaron disponibles. Esta circunstancia, como es fácil adivinarlo, otorgó a los sobrevivientes de la peste lo que en lenguaje contemporáneo podríamos llamar una considerable capacidad negociadora. Paralelamente, la nueva clase comerciante y manufacturera, por obvias razones, había comenzado a agruparse en centros urbanos o burgos de donde nació la denominación con que desde entonces se distinguió a través de la historia. La burguesía manufacturaba e intercambiaba géneros y mercancías. En consecuencia, sus intereses no estaban orientados hacia el campo. Por el contrario, su ámbito natural de trabajo estaba en la ciudad, donde realizaba sus transacciones, sus negocios y operaciones mercantiles de todo orden. Fue así como los burgos empezaron a convertirse en polos de atracción para los campesinos, buena parte de cuya fuerza de trabajo fue utilizada por la burguesía.
La economía feudal, atrasada y rudimentaria como bien lo sabemos, era esencialmente autárquica. Era en otras palabras, una economía elemental y de consumo, vale decir, la contrafigura de una economía cuyos rasgos esenciales eran la manufactura y el comercio. Lógicamente la burguesía necesitaba con apremio buenos caminos que facilitaran e hicieran más expedito el intercambio comercial. Ya había comenzado a volcarse impetuosamente sobre los mares en busca de territorios propicios y nuevos mercados. Pero con igual urgencia necesitaban abrir vías terrestres para el comercio entre las diversas naciones europeas. Eran, en suma, el progreso y la comunicación enfrentados al atraso y la insalubridad. Otra de las necesidades imperiosas que generó el progresivo auge de la burguesía fue el fortalecimiento de las autoridades centralizadas, es decir, de las monarquías, frente al archipiélago de poderes anárquicos que era rasgo típico de la sociedad feudal. Fue ésta la razón por la cual los burgueses se convirtieron en los más firmes y poderosos aliados del Estado monárquico frente a la altivez y arrogancia de los señores feudales. Era claro que en la medida en que se fue atrofiando y debilitando la prepotencia de los jerarcas feudales —enemigos naturales del progreso que generaba la burguesía— ésta tendría ante sí un campo más favorable para desarrollarse.
Una de las manifestaciones más notables —si no la máxima— del apogeo de la burguesía, fue el surgimiento y la vertiginosa prosperidad de la banca. Los grandes banqueros, cuyo poder empezó a adquirir perfiles ciertamente colosales en el siglo xv, fueron por lo general sucesores y herederos de mercaderes y demás pioneros de la actividad burguesa en Europa.
Pasaron a la historia de manera más firme y memorable los poderosos banqueros italianos, cuyos más conspicuos exponentes fueron los Medici florentinos, y los opulentos banqueros alemanes de las célebres dinastías Fugger y Welser. Estos grupos alcanzaron tan insólitos niveles de prosperidad que rápidamente empezaron a entroncarse no sólo con la nobleza sino con las familias reales y a adquirir, como en el caso de los Medici, un poder político virtualmente ilimitado. No sólo fueron los naturales aliados de los reyes en sus contradicciones con los nobles feudales levantiscos e indómitos, sino que rápidamente se convirtieron en sus indispensables prestamistas. Hasta tal grado llegó su poder que no pocos de ellos experimentaron la satisfacción incomparable de cuantiosos empréstitos. Tal como ocurre hogaño, establecieron a todo lo largo y ancho del continente vastas redes de representaciones y agencias a fin de que no hubiera punto estratégico en Europa a donde no llegara y se afianzara su fuerza tentacular.
En estas condiciones históricas es perfectamente comprensible que la nueva clase, como ya lo hemos anotado, volviera ávidamente los ojos hacia los mares, y a través de ellos hacia los remotos continentes desconocidos que habrían de ser la fuerza inagotable de empresas cuyos incalculables beneficios desbordaban las especulaciones de la más delirante imaginación.
Los avezados marinos portugueses, inspirados, alentados y patrocinados por el rey Enrique el Navegante, se lanzaron a audaces expediciones que fueron avanzando y haciendo descubrimientos a través de la costa africana y que culminaron finalmente en las gloriosas empresas de Vasco de Gama, el genial navegante lusitano que luego de doblar el cabo de Buena Esperanza, llegó hasta la India, fundó asentamientos a nombre de la corona portuguesa y dejó abiertas rutas de incomparable utilidad para el comercio de la especias y otros géneros de gran valor. Desde luego, el hecho de poder llevar a feliz término empresas como ésta y muchas otras presuponía la evidencia de notables adelantos científicos en el arte de la navegación, así como en la cartografía. Éstas y otras ciencias, virtualmente postradas durante los siglos medievales, cobraban en esta luminosa alborada renacentista un vigor y una capacidad de avance y desarrollo nunca antes conocidos por la humanidad. La naciente y poderosa burguesía necesitaba dentro del tiempo más corto los más rápidos progresos de la ciencia para su propio beneficio. Brújulas, sextantes y astrolabios fueron instrumentos insuperables en manos de los navegantes para ir emancipándose gradualmente de la esclavitud del cabotaje e irse adentrando con mayor seguridad en las inmensidades oceánicas, que hasta ese momento provocaban toda clase de temores. En este punto es forzoso destacar otro hecho histórico de singular trascendencia dentro de este proceso.
En 1453 la arrolladora marea otomana sepultó para siempre al Imperio bizantino con la toma de la hasta entonces invicta Constantinopla. El auge del poderío turco alcanzó altura sin precedentes con esta victoria y trastornó gravemente los mecanismos de comercio europeo al obturar las rutas a través de las cuales había venido operando el comercio entre Europa y Oriente. Era, pues, forzosa la búsqueda de nuevas rutas como las que halló Vasco de Gama en sus viajes ya citados.
Y fue entonces cuando inició su trasiego febril por las cortes europeas ese vidente obsesivo y empecinado que se llamó Cristóforo Colombo, llevando de un país a otro su voz y su aliento de profeta, tercamente decidido a no darse tregua hasta convencer a algún poderoso monarca de la factibilidad de llegar hasta las tierras fabulosas de Catay y Cipango navegando hacia el poniente. Bien sabido es el resto de esta historia capital en el destino de la humanidad. El genovés intrépido se lanzó para hender por primera vez las aguas del Mar Tenebroso y llegar finalmente con feliz suceso a las tierras que, él creyó ciegamente, eran los dominios del Gran Kan y que sólo algo más tarde el florentino Amerigo Vespucci redescubrió como un auténtico Nuevo Mundo, dando así un paso definitivo para establecer la verdadera dimensión del globo terráqueo. Y siguieron las grandes y valerosas expediciones cuya heroica culminación fue el extraordinario viaje de Fernando de Magallanes, que descubrió con lágrimas de alegría, según narra el cronistas Pigafetta, el paso entre los dos océanos para emprender el viaje a través del Pacífico hasta morir luchando con los salvajes del archipiélago filipino. Bien sabido es también cómo su lugarteniente Sebastián Elcano llevó a su culminación la gloriosa empresa de circunvalar el planeta por primera vez en la historia humana.
Ahora pasemos a ocuparnos en forma específica del panorama español en la época del descubrimiento, puesto que si bien dicha hazaña, típicamente renacentista y burguesa, fue patrocinada por la corona española, y más concretamente castellana, al concluir el siglo xv y alborear el xvi, la situación histórica de España presentaba rasgos que la distinguían y separaban de todo lo que era común al resto de Europa.
Para empezar es preciso que nos remontemos al año 711 en que el alud islámico, que ya había plantado el estandarte de la media luna a todo lo largo del norte africano, se volcó sobre España, impulsado y orientado por el Tarik-Abenziyad. Bien recordamos cómo la invasión musulmana venció sin mayores dificultades la precaria resistencia que le opusieron las fuerzas de un reino visigodo decadente, corrupto y anarquizado, y que el empuje sarraceno sólo vino a detenerse, después de dominada casi toda la península, ante los potentes bastiones naturales de los montes asturianos y cantábricos, en cuyas cimas y valles empezó a gestarse poco después la empresa secular de la reconquista.
La victoriosa invasión islámica, como lo veremos a continuación, marcó para siempre el destino de España y estuvo a punto de hacer lo propio con el de gran parte de Europa, puesto que los designios de los caudillos mahometanos en cuanto a la expansión de sus dominios en Europa no se detenían en los Pirineos, sino que tenían como objetivo final sojuzgar a todo el continente, aniquilar el cristianismo y no dejar rincón alguno que escapara al imperio de la doctrina y las leyes del profeta. Estos planes de hegemonía universal naufragaron precisamente en los Pirineos, gracias a la acción decisiva de los francos que comandaba Carlos Martel.
Tenemos, en consecuencia, ante nuestros ojos, y a partir del aluvión moro, una España que se vio obligada a seguir caminos históricos en muchos aspectos diferentes de los que seguía a la sazón el resto de Europa. Puede decirse que desde el año 718 en que los cantabro-astures del legendario Pelayo vencieron a los infieles en Covadonga, los españoles no tuvieron, como pueblo, objetivo distinto de recobrar la totalidad de su nación y expulsar de su territorio a quienes sin duda alguna eran entonces los más poderosos y encarnizados enemigos de la fe cristiana.
Aquí resulta en extremo pertinente una precisión histórica. Si bien es cierto, como ya lo mencionamos, que Carlos Martel y sus guerreros francos detuvieron en Poitiers el empuje musulmán, debemos aclarar que ese episodio fue sólo una gran batalla, pero que la guerra contra el islam la ganó España. Puede por lo tanto afirmarse que España salvó a Europa de convertirse en una vasta provincia musulmana al precio de lo mucho que perdió y de los retrocesos y estancamientos históricos que hubo de padecer como consecuencia de su casi milenaria lucha contra un invasor, cuyo poder llegó a ser tan extraordinario que antes de terminar el primer milenio de nuestra era ya había establecido en Córdoba uno de los dos más opulentos y brillantes califatos del mundo islámico.
Mientras el resto de Europa consolidaba la vigencia del régimen feudal, la guerra continua contra el invasor determinaba que dicho sistema fuera en España inestable, débil y caótico. De ahí el atinado concepto del profesor Ramón Carande cuando destaca el desarrollo que empezó entonces a adquirir la ganadería ovina en detrimento de la agricultura, lo cual permitía que los nobles y guerreros hispánicos que batallaban contra los infieles no se vieran gravemente afectados por los constantes avances y retrocesos que implicaba la larga contienda, ya que, al producirse dichos movimientos, los guerreros no tenían que abandonar tierras cultivadas y en cambio sí podían llevar consigo la riqueza representada en sus ganados. Por otra parte, mientras que en el resto de Europa la insurgencia incontenible de la naciente burguesía iba socavando el orden feudal, la burguesía española no contaba con un escenario propicio para desarrollarse y expandirse, también como consecuencia del incesante estado de guerra en que vivió la península durante la mayor parte de la Edad Media.
El fenómeno histórico de la guerra de siglos sostenida por los españoles contra el invasor musulmán determinó una serie de fracturas en el organismo social de España, cuyas consecuencias fueron hasta tal punto profundas que no sólo se sintieron en esos tiempos, sino que han seguido repercutiendo a través de los siglos, intensamente, hasta nuestros días. El continuo ejercicio de la guerra contra el moro fue consolidando y fortaleciendo al máximo una casta de guerreros, nobles y altos jerarcas de órdenes cuyo único menester durante generaciones fue batallar contra el infiel. En consecuencia, lo que se configuró fue una casta aguerrida y valiente pero totalmente improductiva que con el tiempo fue enalteciendo y virtualmente canonizando los excelsos atributos y virtudes del guerrero, al mismo tiempo que tenía en hondo menosprecio cualquier oficio productivo, como la agricultura, el comercio, la industria o el ejercicio de una actividad profesional sin importar cuál fuese.
Aparte de la clase de los combatientes que batallaban contra el moro había, por supuesto, otro estamento tan digno y respetable como el de los nobles que guerreaban: el de los eclesiásticos en todos los niveles, a los cuales, aunque también fueron totalmente improductivos, hay que hacerles justicia reconociendo que, igual que los religiosos del resto de Europa, salvaguardaron en sus monasterios el tesoro del saber antiguo aislado allí en medio de las tinieblas medievales.
Tal como ya lo anotamos, las especiales circunstancias históricas que determinaron la invasión islámica y la consecuente guerra de reconquista fueron los factores determinantes de la debilidad del feudalismo español. A la vez es preciso destacar otra consecuencia capital de estos hechos históricos. Ella es que, mientras en la Europa allende los Pirineos comenzó en un momento dado a gestarse y a desarrollarse con fuerza irresistible la nueva clase burguesa manufacturera y mercantil, en España esa nueva fuerza social fue prácticamente inexistente. si establecemos una comparación con la forma como se desarrolló en el resto de Europa.
Pero es pertinente aclarar que ese vacío no quedó como tal, sino que fue oportunamente llenado, pero en una forma muy original, casi extraña, más en el fondo acorde con las modalidades que imprimió la guerra prolongada al desarrollo histórico en España.
La invasión y la reconquista mal podrían entenderse si se miraran taxativamente como un proceso de enfrentamiento bélico. Fueron esto pero fueron mucho más. De ellas surgió, no sólo el enfrentamiento de dos culturas, dos pueblos y dos razas, sino también en buena parte su acercamiento, su convivencia y, por lo tanto, una considerable simbiosis cultural. De ahí el surgimiento y proliferación de los mozárabes (cristianos asimilados a las formas de vida musulmanas en territorios dominados por los árabes) y de los mudéjares (islamitas residentes en territorios cristianos y asimilados en cierta forma a esa cultura).
Es un hecho que las fuerzas productivas no podían paralizarse del todo. Por consiguiente fueron los moros residentes en los reinos cristianos quienes asumieron el cultivo de la tierra, al cual jamás se hubieran dedicado los broncos guerreros cristianos por considerarlo vil e indigno. Tenemos pues que, en suma, la agricultura fue en España un quehacer de moros.
Pasemos ahora a otros aspectos de la actividad productiva que en el resto de Europa estaban cobrando un vigor sin precedentes en manos de la joven burguesía y que en España también eran reputados como indignos y despreciables para ser ejercidos por un noble o un caballero. Nos referimos al comercio, a la banca, a las actividades manufactureras, a la medicina, la alquimia y demás artes y oficios. Ese vacío también fue llenado.
Lo llenaron los judíos, cuya población en la península ibérica pudo alcanzar en la Edad Media la exorbitante cifra de medio millón de almas, en tanto que en Francia escasamente llegaban a 20 000, en Inglaterra otro tanto y en Alemania tal vez algo más. Los judíos se habían hecho fuertes en España desde la era visigótica e inclusive, irritados por las persecuciones que padecieron entonces, se convirtieron en eficaces aliados de los invasores sarracenos, a los cuales sirvieron con extraordinarios resultados hasta el punto de que, cuando el califato de Córdoba era uno de los más luminosos faros intelectuales de Europa, gran parte de sus más destacados exponentes eran judíos. Pero cabe aquí señalar que no sólo fueron los musulmanes quienes se beneficiaron de las luces, de la cultura y de la pericia mercantil de los judíos. Haciendo gala de su atávica capacidad de adaptación, también se asentaron en los reinos cristianos donde prestaron a los monarcas españoles incalculables servicios en todos los campos. El fenómeno paralelo al de la Córdoba de los califas fue el de la corte de Alfonso X el Sabio en Toledo, centro de la brillantísima Escuela de Traductores. Recordemos cómo dentro de la deslumbrante actividad intelectual que impulsó y desarrolló este monarca asombroso, que fue también gran poeta, legislador e historiador, fueron numerosos los judíos ilustres que prestaron su concurso a esta nobilísima empresa de cultura. Pero a la vez no debemos olvidar que fueron los judíos quienes, a excepción de la agricultura, se ocuparon de todas las actividades profesionales y mercantiles olímpicamente desdeñadas por la nobleza cristiana.
Todo este proceso marchó dentro de la más impecable armonía durante estos siglos en que la tónica general dentro de los reinos cristianos fueron el equilibrio y la armonía entre las tres castas y, como consecuencia de ello, la más amplia tolerancia religiosa por parte de los reyes cristianos hacia las comunidades judías y mudéjares. En suma, cristianos, musulmanes y judíos convivían en relativa paz.
El caso de Alfonso el Sabio no es el único representativo de esta importante realidad histórica. De ella hay varios ejemplos muy hermosos entre los cuales es digno de destacarse el de la losa funeraria de Fernando III el Santo en Sevilla, en la cual se lee el elogio fúnebre del rey en las tres lenguas: castellana, arábiga y hebrea. Esta noble unanimidad en el homenaje póstumo a Fernando el Santo es la prueba más fehaciente de la concordia que imperó entre las tres castas durante el tiempo de su reinado.
Pero poco a poco esta armonía se fue resquebrajando y entrando en decadencia. Las conquistas cristianas avanzaban. Se estancaban por periodos pero iban siempre hacia adelante. Muchas veces contra la voluntad de los reyes estallaron cruentos pogroms a causa de los cuales perecieron, se arruinaron o tuvieron que huir numerosos judíos. Estos motines se orientaban siempre contra los ricos mercaderes y banqueros judíos y la razón que invocaban quienes los azuzaban era que estos personajes se enriquecían desmesuradamente con la usura y a costa de la miseria popular. Naturalmente en todas estas campañas antijudías se agregaba siempre el ingrediente religioso.
El triunfo de Isabel de Trastamara y sus aliados sobre los de Juana la Beltraneja y su posterior matrimonio con Fernando, heredero de la corona de Aragón, fueron el paso decisivo hacia la unidad nacional española y hacia el advenimiento de ese país como potencia de primer orden dentro del panorama europeo. La unificación española debido a las bodas de Isabel y Fernando no fue desde el principio tan sólida como se ha hecho creer en forma superficial. Los dos grandes reinos conservaron una enorme autonomía y la real unificación sólo vino a compactarse años después, bajo el reinado de Carlos V.
Al anotar en párrafos anteriores cómo los judíos españoles se ocuparon en muy buena parte de llenar el vacío creado por la ausencia de una potente burguesía, como la que a la sazón se consolidaba en Europa, no hemos querido con ello sentar una verdad absoluta respecto a la total inexistencia de esa clase en territorio español, ya que en Aragón, y principalmente en Barcelona y Valencia, activos puertos mediterráneos, se formaron por entonces núcleos burgueses de cierto poder y relevancia. Y es aquí donde importa en grado sumo cómo en momentos en que Colón solicitaba con vehemencia el apoyo de las coronas de España para su empresa, chocaron frontalmente dos fuerzas. La nobleza terrateniente y todos sus aliados que se oponían al proyecto colombiano y, del otro lado, los mercaderes y burgueses cristianos y judíos conversos que, en perfecta concordancia con los intereses de su clase, apoyaban con entusiasmo la iniciativa de Colón por cuanto en la nueva ruta a las Indias Orientales veían una fantástica oportunidad de incrementar hasta lo infinito sus beneficios con el tráfico de las especias y otros géneros valiosos.
Y fue éste el momento crucial, el momento en que se decidió el rumbo histórico de España. Los Reyes Católicos habían emprendido y virtualmente coronado una lucha sin cuartel contra la nobleza levantisca e insurrecta cuyos fueros desmesurados eran obviamente incompatibles con los intereses del Estado nacional y unitario que ellos propugnaban y estaban resueltos a consolidar. Aplicando la máxima energía los metieron en cintura combatiéndolos con las armas, confiscándoles propiedades e inclusive llevando a los más indómitos al cadalso. Viajando por tierras españolas, y principalmente por Castilla y Extremadura, pueden verse aún las llamadas torres “mochas”, así denominadas porque los reyes dispusieron que les fueran cercenadas las almenas en castigo a la rebeldía de sus dueños. Las torres de las moradas urbanas y castillos que conservaron las almenas en su sitio mostraron por medio de este signo externo el hecho de haberse sometido oportunamente a la potestad central de la corona.
Puede entonces afirmarse que en momentos en que el futuro almirante acosaba a los Reyes Católicos con sus requerimientos pertinaces, en territorio español coexistían una clase burguesa de conversos y cristianos mucho menos sólida que sus homólogas transpirenaicas, pero de todas maneras en franco proceso de alza y expansión, con una nobleza representante del atrasado feudalismo español, que podía considerarse en abierta decadencia puesto que sus más poderosos y encumbrados jerarcas habían pasado de señores soberbios y casi independientes a cortesanos de la corona. Decimos, pues, que fue éste el momento que decidió el rumbo histórico de España ya que, si en efecto Cristobál Colón hubiera hallado una ruta más práctica hacia las auténticas Indias, la aún balbuciente burguesía española habría recibido una vigorosa transfusión que le habría asegurado, gracias a los nuevos caminos de comercio, un lugar de privilegio en el concierto europeo. Pero no fue así. La cintura de la tierra resultó mucho más ancha de lo que pensaba Colón, y en su camino hacia las Indias y el fabuloso reino del Gran Kan se interpuso América, este nuevo continente que no ofreció a España perspectiva de intercambio comercial, pero sí, en cambio, el acervo inimaginable y fabuloso de sus metales. La consecuencia consistió en que en vez del millonario tráfico de especias que aguardaban con impaciencia los burgueses, empezó a fluir de manera torrencial la corriente argentífera y aurífera que arruinó la agricultura y las formas todas de producción, revitalizó a la nobleza parasitaria, estranguló a la naciente burguesía y siguió fluyendo hacia Europa, a las arcas de los voraces banqueros alemanes e italianos y de los mercaderes de diversos lugares del Viejo Mundo que desde entonces empezaron a colocar sus manufacturas en los mercados españoles a precios exorbitantes que se cubrían con la incesante corriente del oro y la plata americanos.
Desde luego, para completar este cuadro nos hace falta la mención de un hecho histórico fundamental. La caída del último baluarte moro en Granada coincidió con el descubrimiento de América. Ya no quedaban en España vestigios de poder musulmán, pero sí una considerable población morisca. Los Reyes Católicos, asesorados por el implacable cardenal Cisneros, decidieron completar a toda costa la obra de la unificación religiosa en la península. Fue ese el rompimiento final de la antigua armonía entre las tres castas.
La casta cristiana vencedora puso a los sarracenos vencidos contra la pared: aceptar el bautismo o tomar el camino del exilio. Esta medida, como bien es sabido, significó un rudo golpe para la economía española, cuyo sector agrícola siempre estuvo en manos de los moros.
Unos emigraron, otros permanecieron adoptando sin ninguna convicción la fe triunfadora y, en general, el problema subsistió durante más de un siglo con cruentas contiendas e insurrecciones hasta el golpe final que asestó Felipe III a la población morisca en 1603. Por otra parte, los Reyes Católicos aplicaron un tratamiento igualmente áspero y tajante a la población judía, cuyos menesteres principales hicieron de ella un sucedáneo y en parte un complemento de la incipiente burguesía española. Ya desde antes, los hebreos estaban siendo forzados a abandonar en apariencia el culto mosaico y a fingir que abrazaban el cristianismo bajo la presión de una serie de fuerzas sociales sintetizadas en el temible tribunal de la Inquisición o Santo Oficio, establecido en España por los Reyes Católicos en 1482 con el propósito medular de mantener una severa vigilancia sobre el proceso de conversión de los hebreos e impedir, por los medios que cimentaron su fama de terrorífico, que los conversos o “marranos”, como se llamaban entonces, se dedicaran a clandestinas prácticas judaizantes.
Tenemos, pues, ante nosotros la curiosa confluencia en el mismo tiempo de dos factores históricos decisivos: la monolítica unidad religiosa del nuevo Estado español, impuesta y lograda al precio del estrangulamiento de las dos fuerzas productivas más vigorosas de la sociedad española. Y, simultáneamente, la irrupción súbita y tumultuosa de los metales preciosos de América, que completaron la tarea de postración total de la economía española y, paradójicamente, iniciaron en forma temprana su proceso de decadencia.
En gran síntesis, en la época del descubrimiento los elementos integrantes del escenario histórico español eran una nobleza feudal revitalizada, arrogante y todopoderosa, a la vez que parasitaria; un sector agrícola duramente golpeado y en manos de los moros que quedaron y de un número reducido de paupérrimos labriegos cristianos, y el área mercantil y bancaria virtualmente postrada por la expulsión de los judíos y paulatinamente sustituida por la presencia voraz de los banqueros foráneos.
En 1504 murió Isabel la Católica. La prueba de que la unidad inicial conseguida con el matrimonio de Isabel y Fernando no fue en principio tan sólida, como se nos ha hecho creer, radica en que al desaparecer Isabel, Fernando se replegó a sus dominios aragoneses y la regencia de Castilla fue asumida por el cardenal Francisco Jiménez de Cisneros hasta el advenimiento del príncipe Carlos como heredero de la corona en vista de la incapacidad mental de su madre, la princesa Juana, heredera directa del trono.
La llegada del príncipe Carlos a España produjo gravísimos trastornos. Las razones principales fueron la arrogante y abusiva corte de nobles flamencos que trajo consigo, cuya entronización en los más altos cargos del Estado suscitó la indignación general. La intromisión en España de los dignatarios flamencos —que eran mirados poco menos que como invasores— incrementó el resentimiento de la ya arrinconada burguesía española. Este conflicto alcanzó su estallido sangriento en 1520 con la insurrección de las Comunidades de Castilla. Los comuneros castellanos, genuinos representantes de una burguesía en retirada, pero que aún no se resignaban a perecer, no se sublevaron contra la monarquía. Por el contrario, eran estrictamente legitimistas y en consecuencia suplicaron con porfía a la reina Juana, recluida en Tordesillas, que asumiera la plenitud efectiva de sus derechos como heredera de la corona, a fin de apoyarse en ella para socavar el poder de una nobleza que, respaldada a su vez por el aluvión de los metales americanos, ya empezaba a labrar la ruina de España. El conflicto, tristemente, tuvo un final desastroso para los comuneros, lo cual constituyó otro de los grandes virajes en el destino histórico de España. En la célebre batalla de Villalar, librada en 1521, los comuneros fueron aplastados y las cabezas de Bravo, de Padilla y demás dirigentes de la insurrección rodaron en los patíbulos erigidos por Carlos y sus nobles a manera de inolvidable escarmiento.
Nótese la muy aproximada coincidencia entre la catástrofe comunera y la caída del Imperio azteca y la consiguiente apoteosis de Hernán Cortés en Méjico. En la medida en que en España caían abatidos los últimos reductos burgueses, la conquista indiana se hacía fuerte en las comarcas ultramarinas que por siglos habrían de ser los opulentos manantiales de ese oro y esa plata que pasarían fugazmente por una España empobrecida para cumplir su destino final de enriquecer a los manufactureros, mercaderes y banqueros de la Europa burguesa.
Es paradójico observar cómo en la misma cúspide de su poderío militar y de su arrogante hegemonía europea, España incubaba ya la simiente inexorable de su decadencia. No bien extinguido el fragor de Villalar, el joven rey Carlos I de España ya estaba asfixiado por las acreencias que lo ligaban a los banqueros alemanes que habían financiado a un costo elevadísimo su elección como cabeza del Sacro Imperio Romano Germánico. De ahí que poco más tarde tuviera que hipotecar el actual territorio de Venezuela a los poderosos Welser; y de ahí que Jacobo Fugger, acaso el más rico banquero de su tiempo, se permitiera escribir y dirigir al emperador una carta insultante en la que le cobraba perentoriamente deudas atrasadas. Es evidente que ningún banquero mediano de la actualidad se permitiría dirigir un mensaje tan humillante al más modesto de sus deudores morosos como el que hizo llegar Jacobo Fugger al más temible de los monarcas del mundo conocido.
El descubrimiento del Nuevo Mundo abrió un horizonte atractivo y tentador en grado sumo para la vasta legión de hidalgos, segundones, artesanos y campesinos sumidos en la indigencia por todos los factores anteriormente anotados. Ese fue semillero de los conquistadores americanos. Como desde los primeros años de la nueva era se prohibió rotundamente el tránsito a las Indias de judíos, conversos y moriscos, la corriente migratoria estuvo compuesta desde el principio en forma exclusiva por los llamados cristianos viejos, es decir, por los herederos directos de los cruzados que durante los ocho siglos anteriores guerrearon sin tregua contra el invasor musulmán, creando y consolidando una casta de bravos combatientes para quienes emplear sus manos en el manejo de instrumentos distintos de la espada era rebajarse a la condición abyecta de villanos y aun de infieles o de judíos. Este rasgo definitivo lo conservaron intacto los conquistadores y sus descendientes, y mal podría intentarse cualquier conato de interpretación de la realidad histórica hispanoamericana sin tenerlo presente muy en primer plano.
PERFIL DEL CONQUISTADOR ESPAÑOL
Es preciso puntualizar ante todo que aquellos temerarios que cruzaron el Mar Tenebroso cuando apenas alboreaba el siglo xvi, en procura de suerte, gloria y fortuna, fueron el producto típico de la España de entonces que, aunque divergente y disidente de la Europa transpirenaica, donde surgía con vigor incontrastable la nueva clase burguesa culta y opulenta (ver capítulo anterior), no había dejado de recibir y asimilar en lo esencial los nuevos vientos renacentistas. Fueron, ante todo, conspicuos exponentes de la recia casta guerrera que se forjó a lo largo de ocho siglos de reconquista. Pero, a la vez, trajeron consigo el valioso acervo intelectual de las ideas renacentistas, aunque muchos de ellos fueran iletrados y palurdos.
En el momento mismo de abocar el tema, por cierto apasionante, de trazar un perfil, por somero que sea, del conquistador español en América, el primer mandamiento que imponen la objetividad y la honradez intelectual es huir de las posiciones maniqueas que, con tan obstinada frecuencia, y a través de los siglos, han deformado la verdad frente a unos personajes y a una época ciertamente capitales en la historia universal. No pocos historiógrafos españoles han insistido obcecadamente en canonizar a los conquistadores, purgando sus figuras históricas hasta de la más mínima traza de todo lo que no sean virtudes excelsas. Y pasando a nuestra América, estas actitudes maniqueas son especialmente patentes en dos naciones hispanoamericanas: Perú y México, sedes de los dos grandes virreinatos del Imperio español en las Indias.
El viajero que llega a la imponente Plaza de Armas de Lima sin saber qué va a encontrar allí, bien podría pensar que su primer hallazgo va a ser un magnífico bronce del general José de San Martín, primer libertador del Perú, o de Bolívar, segundo y definitivo, o al menos del mariscal Antonio José de Sucre, cuyo genio estratégico asestó el golpe decisivo al imperio en Ayacucho. Nada de eso va a encontrar. Todas las presencias libertadoras brillan por su ausencia en el gran ágora limeña. En cambio, en su lugar se yergue el soberbio monumento ecuestre del conquistador y fundador Francisco Pizarro, obra de los escultores norteamericanos Rumsey y Harriman, cuya réplica se encuentra en la Plaza Mayor de Trujillo (Extremadura), ciudad nativa de Pizarro. A pocos pasos de la estatua, en el interior de la catedral, se hallan expuestos a la veneración pública los restos del vencedor de los incas. Estos signos externos no dejan duda y revelan una incuestionable realidad: el héroe nacional del Perú es el conquistador. Por encima de los libertadores, a quienes también se rinde culto, pero en un grado menor.
Cuando nuestro viajero da el salto a México, se topa por doquier con un enfoque antagónico de la historia. Allí sólo escuchará y leerá denuestos feroces contra Hernán Cortés y sus conmilitones, así como las loas más hiperbólicas y desmedidas a las culturas precortesianas y a sus grandes exponentes. México es el país hipanoamericano en que, junto con Perú y Ecuador, se hallan las muestras más deslumbrantes de la herencia cultural española. Esto no importa ni vale. De lo único que el viajero tendrá noticia será de las crueldades, tropelías y rapiñas de los españoles, aunque, por supuesto, estas narraciones delirantes no se las hagan en lengua nahuatl sino en perfecto castellano.
Pero serán los muralistas mexicanos, con Diego Rivera a la cabeza, quienes se encargarán de dar a nuestros visitantes la imagen más siniestra del conquistador español. Allí, en los frescos monumentales, verá a Hernán Cortés, rodeado de una caterva de verdugos que esclavizan y exterminan a los naturales, mostrando una catadura bestial, más próxima a la del cerdo o el jabalí que a la semejanza humana. Y será después de haber conocido de cerca los dos polos que proclaman respectivamente el anatema y la canonización, cuando el viajero inteligente repudiará las posturas maniqueas y postulará un juicio justo sobre esta estirpe única en la historia que fueron los conquistadores españoles. Estas son las conclusiones esenciales a las que llegará:
- Con algunas excepciones, como la de Francisco Pizarro, que era un porquerizo analfabeto, en términos generales el conquistador español del siglo xvi se sitúa dentro del nivel de aquellos hidalgos tan indigentes como orgullosos, cuyo perfil trazó con mano maestra el anónimo autor del Lazarillo de Tormes, que, como queda dicho, eran herederos de una casta secular de guerreros, que despreciaban olímpicamente el trabajo manual y, por lo tanto, vieron en la aventura ultramarina la oportunidad incomparable de ganar a golpes de audacia y de imaginación oro a torrentes, blasones y poder.
- No hay duda respecto a que, con muy contadas salvedades, los conquistadores fueron crueles, codiciosos y rapaces, y que ningún impedimento ético o religioso los detuvo en su carrera desaforada por el oro. Cortés asando vivo a Guatimozín para arrebatarle los secretos de un tesoro fabuloso; Quesada atormentando a Sagipa hasta la muerte por igual motivo; los conquistadores de Chile empalando al indómito Caupolicán, son algunos de los ejemplos más conocidos entre los miles de ellos que podrían citarse.
- Por otra parte, es menester remontarse a las grandes epopeyas de la Antigüedad para hallarle pares a aquella empresa de colosos que fue la conquista de América por los españoles. Que unos cuantos miles de hombres, en una combinación asombrosa de arrojo suicida y talento político y militar, se tomaran todo un continente derrocando imperios y naciones, es una proeza que ciertamente no tiene parangón en la historia. Escribió sobre el particular el historiador inglés Frederick Alex Kirkpatrick: “Se siente uno tentado a escribir la historia de la conquista española con superlativos, pero los superlativos son insuficientes para narrarla”.
- Una de las tesis de los maniqueos del bando anti-hispano que más hondamente han calado es aquella según la cual la conquista fue una empresa “fácil” debido a la superioridad aplastante que los caballos y las armas de fuego daban a los españoles sobre los americanos. Mal podríamos restar toda validez a este aserto. Bombardas, arcabuces y falconetes dieron a los conquistadores un poder abrumador en sus contiendas con los indios, así como los caballos, divisiones acorazadas de la época, ante cuya piafante presencia muchas veces mesnadas enteras de nativos se dispersaron en estampidas de pánico. Más aún: compartimos la creencia de que sin la pólvora y los corceles no habría sido posible la conquista de América. Pero lo que nosotros refutamos es la tendencia a otorgar a esos factores dentro del conjunto de la conquista, un peso específico desmesuradamente superior al que en verdad poseen, en detrimento de otros de no menor relevancia. En este punto es preciso tomar en cuenta la ingente desproporción numérica entre españoles y aborígenes, así como el hecho de que estos últimos, si bien carecían de armas de fuego, poseían armas arrojadizas nada despreciables como tales. Por otra parte, los españoles no sólo eran numéricamente inferiores sino que no contaban con caballos y armas de fuego en cantidades óptimas. Hay un caso que no ha sido destacado todo lo que merece. Perdidas todas las armas de fuego en la calamitosa retirada de la “Noche triste”, los hombres de Cortés libraron y ganaron la batalla de Otumba —decisiva para la ruina del Imperio azteca— a pura fuerza de talento estratégico y armas blancas.
- No se puede perder de vista que la corona española, comprometida en arduas empresas bélicas de vida o muerte en Europa, mal hubiera podido desplazar sus invencibles tercios a las Indias para someter las naciones indígenas a su dominio. La insurgencia luterana y los embates del Imperio otomano era una doble y temible amenaza ante la cual no se podía bajar la guardia. En consecuencia, España se vio obligada a confiar la descomunal cruzada indiana a una hueste anárquica de hidalgüelos venidos a menos y pobretes sin ventura ni horizonte que quisieran comprometerse en la iniciativa demencial de hacerse a la mar rumbo a las Indias en el entendimiento de que no habría términos medios entre la alternativa de escalar cumbres indecibles de poder y de opulencia, o la de dejar tristemente la vida en las maniguas americanas asaeteados por los indígenas o devorados por fieras y alimañas. Y fue ese contigente de locos el que consumó la más grande hazaña de la historia.
- En vez de hacer un énfasis tan reiterativo y unilateral sobre las armas de fuego y los caballos, los críticos parcializados deberían otorgar la importancia que holgadamente merece a la contundente superioridad cultural que traían consigo los conquistadores españoles frente a los naturales de las Indias, aun los más adelantados. Dicha superioridad no estribaba solamente en corceles y pólvora. Los conquistadores, además, eran portadores del lenguaje impreso, de la navegación, de la rueda, de la domesticación de bestias para el servicio del hombre, de los metales, de una religión monoteísta mucho más avanzada, de una incomparable riqueza filosófica y literaria de estirpe greco-judeo-romana, de los conceptos de estrategia militar que hicieron a la civilización occidental virtualmente invulnerable desde que los griegos aniquilaron a las hordas persas en Maratón, Salamina y Platea…
- Los conquistadores, especialmente los más grandes, fueron maestros en la utilización práctica de esa superioridad cultural. En el terreno bélico, unos pocos se enfrentaron con éxito arrollador a huestes descomunales que hacían una tosca guerra de montoneras la cual, lógicamente, estaba condenada a sucumbir, no sólo ante los caballos y los arcabuces, sino ante ingeniosos planteamientos estratégicos. Y en el terreno político no fueron menos impresionantes los prodigios logrados por los conquistadores. No habría podido pedir el florentino Maquiavelo más aventajados discípulos. El caso de Cortés es paradigmático. Con ojo certero y sagaz, el extremeño, no bien desembarcado en tierras mexicanas, adivinó la forma implacable en que el despótico Moctezuma oprimía y expoliaba a las naciones vecinas. Primero se granjeó la lealtad de los totonacas, que padecían el yugo azteca, y los convirtió en sus aliados. Luego hizo lo propio con los cempoaltecas. Más ardua fue la empresa de atraer a su lado a los aguerridos tlaxclatecas, con quienes hubo de sostener una prolongada contienda bélica antes de ganarse su adhesión. Cortés, en suma, dividió y reinó, de suerte que cuando divisó “la región más transparente del aire”, en México,Tenochtitlán, ya contaba con una hueste incondicional de aliados nativos.
- Con no menor pericia se benefició Francisco Pizarro de la feroz guerra civil que acababa de librarse entre Huáscar, heredero legítimo de Huayna-Capac, y su hermanastro Atahualpa, vencedor final en la contienda. Haciendo gala de una consumada destreza política, Pizarro coronó a Manco, hermano de Huáscar, como “emperador” (léase reyezuelo títere), con sede en Cuzco y con juramento de sujeción al papa y al rey de España. Más tarde, Manco se rebeló contra Pizarro y fue aniquilado. Pero ya le había prestado al conquistador servicios decisivos para sus designios de subyugar el imperio de Atahualpa.
- Los golpes de audacia de los conquistadores, tanto frente a sus propios conmilitones, como frente a los nativos, son asombrosos. Cortés quemando sus naves para cortar así toda posibilidad de retorno y deserción, y Pizarro trazando en Gorgona la raya legendaria que sólo pasaron 13 valientes, son ejemplos sobrecogedores. Por otra parte, ante el adversario, también pusieron en práctica éstos y muchos otros conquistadores, desplantes de audacia que les valieron triunfos definitivos. Acaso no se hubiese logrado la victoria de Otumba si Cortés, al galope de su caballo, no hubiera avanzado hasta el sitial donde se hallaba el gran cacique que dirigía a los guerreros luciendo coraza de oro y escaupil de vistosas plumas y portando el pendón imperial, para derribar el dicho pendón con un golpe de su espada y dar muerte al cacique. Derrocado el hombre-fetiche, los indios fueron poseídos por el pánico. En ese momento ya la batalla estaba perdida para ellos.
Pero en materia de audacia, no hay duda de que la obra maestra fue la legendaria emboscada de Cajamarca, en la que Pizarro asestó el golpe de gracia al Imperio de los incas. Reiteradamente ha sido calificada esta acción como una celada artera, puesto que el jefe español invitó a Atahualpa a una “cena” amistosa, cuando su real intención era capturarlo y destronarlo. Sin embargo, no es menos lógico dudar de que un enfrentamiento de 106 hombres contra 30 000 pueda calificarse con propiedad de asechanza de los primeros contra los segundos. El golpe de Cajamarca fue una estratagema insidiosa pero genial. Ese día estelar de la conquista de América triunfaron de manera arrolladora, como en tantas otras ocasiones, mucho más que el fuego de arcabuces y espingardas y el galope de los corceles, el genio político y estratégico del español frente al atraso, la ingenuidad y la actitud mágica de los nativos indianos frente a todos los órdenes y circunstancias de la vida. Reconstruir brevemente los pormenores esenciales de la celada de Cajamarca equivale a trazar un epítome de los rasgos básicos que conforman el perfil del conquistador español.
Una vez que el centenar de ibéricos se halló frente a Atahualpa y su hueste innumerable, Pizarro ordenó al capellán Valverde que procediese a la lectura del requerimiento ritual por el que se conminaba a los paganos a abjurar de sus prácticas y creencias idolátricas y someterse a la autoridad del pontífice de Roma y el rey de España. Aunque traducido en forma chapucera por un indio bautizado que ya conocía los rudimentos del castellano, alcanzó a ser inteligible para Atahualpa, quien se encolerizó e hizo saber que jamás tributaría a monarca alguno, siendo él el mayor y más poderoso del universo. También advirtió que mucho menos rendiría obediencia al tal papa romano que abusivamente repartía lo que no era suyo (bula de Alejandro VI), y terminó declarando que le parecía ridículo profesar la religión de un dios que se había dejado sacrificar mansamente mientras el suyo, que era el Sol, demostraba a diario su espléndida inmortalidad. Y a manera de remate, tomó en sus manos un breviario con los Evangelios que le había entregado el capellán, lo miró con desprecio y lo arrojó al suelo. Fue ese el momento culminante del drama. “¡Blasfemia!”, gritaron al unísono los españoles, quienes, en seguida, invocando a su patrono Santiago, hicieron sonar trompetas y atabales, dispararon bombardas y arcabuces y espolearon sus caballos, ganosos de vengar el sacrilegio cometido por el infiel contra los sagrados textos evangélicos. En pocos instantes, Santiago, hijo de Zebedeo, abdicó transitoriamente de su condición tradicional de Matamoros, para asumir la de Mataindios. Los nativos huyeron en caótica estampida abandonando a su soberano a merced de sus captores, mientras los infantes y jinetes españoles hacían una inclemente carnicería entre los fugitivos que trataban por todos los medios de ponerse a salvo de esta furiosa borrasca de dioses. El inaudito golpe de audacia que hasta la víspera habría parecido una quimera de orates, había obrado el milagro de una maciza realidad. El imperio de seis siglos que fundara Manco Capac en el décimo de nuestra era, se derrumbaba aparatosamente en una hora ante el empuje sobrehumano de 100 alucinados. Esos fueron los conquistadores españoles del siglo xvi.
- Otro rasgo común y sobresaliente que advertimos sin excepción en los conquistadores españoles es su resistencia inverosímil ante una naturaleza inmisericorde y antropófaga. Afrontándola y superándola en hazañas asombrosas, poblaron un continente salpicándolo de asentamientos urbanos donde echó raíces para siempre la civilización occidental. En este punto importa recordar la notoria inferioridad que mostraron los recios alemanes que llegaron a Venezuela, y hasta la Nueva Granada, frente a los españoles. Los Federman, Spira, Alfinger y otros tantos agentes de los Welser, cuya misión básica era tutelar los intereses de los ávidos banqueros tudescos que ya tenían del cogote al monarca más poderoso de la Tierra, terminaron vencidos por las junglas, los ríos, las alimañas y las fieras que los acechaban sin tregua en los territorios que Carlos V había dado en prenda a sus opulentos acreedores. Por eso los alemanes, a diferencia de los españoles, no fueron fundadores, no fueron civilizadores. No señalaron su paso con la huella imperecedera de las ciudades. Por eso su presencia en América fue efímera. Por eso Venezuela, y acaso parte de la actual Colombia, no se convirtieron en un protectorado alemán, en una cuarta Guayana.
Entre tanto, los españoles no dejaban rincón alguno de esta América bravía sin la impronta de su paso y su presencia permanente. Simultáneamente, España acometía la empresa enloquecida de circunvalar el globo. Fueron cinco los raquíticos bajeles que partieron de Sanlúcar de Barrameda el 20 de septiembre de 1519 con 265 valientes a bordo y bajo el mando del capitán Magallanes. Fue sólo uno de los cinco, con 31 espectros y al mando de Sebastián Elcano, el que los atónitos habitantes del mismo puerto vieron regresar 1088 días después, trayendo consigo la gloria de haber dado la primera vuelta al planeta, demostrando de manera incuestionable su esfericidad. Y como si todo esto fuera poco, muchos de estos titanes murieron viejos y en sus lechos. Jiménez de Quesada a los 80 años, Cabeza de Vaca a los 60, Belalcázar a los 71, Cortés a los 62, Orellana a los 80, Bastidas a los 66.
- Y una síntesis final. Con todas sus sombras y sus rasgos negativos, los conquistadores españoles fueron la vanguardia de un vigoroso movimiento que, orientado por la corona española, y atemperado y organizado por misioneros y legisladores, incorporó un vasto continente al orbe de la civilización occidental. Por eso expresamos nuestra conformidad con el ilustre profesor español que decía: “Cuando los americanos reivindican y exaltan a Cuauhtémoc frente a Cortés, caen en el mismo error que cometemos los españoles cuando hacemos lo mismo con Viriato frente al Imperio romano”.
Y ahora pasemos a una de las más notables proezas de la conquista española en América, que tuvo lugar en el actual territorio de Colombia y que concluyó con la fundación de Santafé.
LA EXPEDICIÓN DE QUESADA
La dinastía de los Fernández de Lugo nació en las Islas Canarias promediando el siglo xv. El fundador de la misma, Alonso Fernández de Lugo, celebró capitulaciones con los Reyes Católicos para conquistar la isla de Palma, arrebatársela a los paganos que la poblaban e implantar allí el imperio de la fe cristiana. Por supuesto, de lo que se trataba en el fondo era de un jugoso negocio de esclavos que eran capturados en el archipiélago, bautizados a juro y vendidos en la península a precios altamente rentables.
Pero los horizontes que se abrían frente a la familia Fernández de Lugo no tardaron en ampliarse, multiplicándose hasta el infinito con el descubrimiento del Nuevo Mundo. En estas circunstancias, el ámbito de las Canarias resultó limitado hasta lo intolerable para la familia, cuyos ojos ávidos se volvieron hacia las lejanas Indias. Don Pedro, hijo de don Alonso, envió a su hijo Alonso Luis a la corte del emperador Carlos V. Ya padre e hijo habían oído maravillas acerca de la provincia de Santa Marta y las riquezas que podía ofrecer. Por lo tanto, la idea era lograr unas capitulaciones favorables para colonizar y gobernar esas tierras donde ya Rodrigo de Bastidas había fundado un asentamiento urbano. Es innegable que Alonso Luis manejó el negocio con tino admirable, que redundó en amplias ventajas para su familia. La jurisdicción que les otorgó la corona iba desde el Cabo de la Vela hasta Cartagena. Todo un país.
Una vez capitulada la nueva gobernación, y antes de seguir a Canarias para unirse a su padre, Alonso Luis se dio a la faena de reclutar con criterio cuidadoso las gentes principales que llevaría consigo en la expedición. Entre los elegidos figuró el licenciado Gonzalo Jiménez de Quesada, granadino, que había estudiado leyes en Salamanca. El futuro fundador de Bogotá aceptó sin vacilar y viajó como uno de los tenientes principales y en calidad de justicia mayor. La expedición sobresalió entre otras que partieron por entonces hacia las Indias. Los Fernández de Lugo se habían enriquecido en las Canarias y por lo tanto no escatimaron gastos. El primer contingente partió con Alonso Luis de Sanlúcar y se reunió con don Pedro en Tenerife, desde donde vientos propicios los llevaron hasta su destino final. Llevaban 1 500 infantes, 200 jinetes, suficientes arcabuceros y ballesteros, pólvora y armas de repuesto en abundancia, yeguas y caballos para provisión futura y matalotaje de sobra.
Al llegar a Santa Marta, los Fernández de Lugo emprendieron incursiones contra las tribus circunvecinas y en ellas obtuvieron buenos botines de oro. Pero estas empresas no saciaron su ambición. Era menester ir más lejos, conquistar tierras lejanas, apropiarse de fuentes más generosas del codiciado metal, acaso llegar al fantástico Perú, que entonces se creía mucho más cercano. Y el camino estaba cerca. Era el Río Grande de la Magdalena, cuyas fauces descomunales arrojaban al mar un caudal de agua dulce jamás conocido por ellos en el Viejo Mundo, y que, además, no estaba lejos de Santa Marta.
El mando de la expedición que remontaría el Río Grande recayó sobre el abogado Jiménez de Quesada, quien, a partir de ese momento empezó a demostrar que, además de letrado, poseía dotes de adalid y extraordinario talento militar. La expedición se dividió en dos grupos. Uno terrestre, al mando del propio Quesada, que avanzaría por tierra hasta encontrar el río, y otro, dirigido por Diego de Urbino, quien, a bordo de unos cuantos bergantines medianamente acondicionados y calafateados en Santa Marta, navegaría hasta las bocas del torrente colosal y empezaría a remontarlo con el objetivo inmediato de encontrar la tropa de Quesada más arriba. Este último partió de Santa Marta el 6 de abril de 1536 con 500 hombres y un estado mayor selectísimo de oficiales curtidos en Flandes, Italia y otras guerras. Entre ellos figuraba el futuro fundador de Tunja, Gonzalo Suárez Rendón, que había luchado contra los franceses en Pavía.
No tardaron en empezar las penalidades que hicieron de ésta una de las expediciones más memorables y heroicas de la conquista española en América. Hicieron su terrorífica aparición las lluvias inclementes, los mosquitos de zumbido amenazante y aguijón certero, las serpientes insidiosas y demás alimañas incontables, los tigres… Y como si todo esto no fuera suficiente los indios flecheros que los hostigaban sin tregua.
La suerte que acompañó a Urbina fue acaso peor. Ásperas tormentas azotaron sus bergantines al acercarse a la desembocadura del gran río. Varios zozobraron. Unos españoles perecieron a manos de los indios. Otros sobrevivieron malamente. Pese a todo, dos bergantines lograron llegar a Cartagena y otros dos dar comienzo a la subida del río.
Finalmente, son cuatro las naves que trepan por el espinazo líquido del Magdalena. Remontan la corriente con seguridad y firmeza, pero en ningún momento están a salvo. Los indios parecen resueltos a malograr el paso de esos extraños cetáceos repletos de seres barbudos que, sin duda posible, son sus enemigos. Les caen, entonces, los aguaceros letales de las flechas y hay que apresurarse a repeler estos ataques que se sienten en las cuadernas de los navíos y en las carnes de los cristianos, pero cuyos autores se mimetizan en la manigua, puesto que tienen con ella una relación simbiótica y fraterna. Vienen entonces las encarnizadas guazábaras. Zumban las flechas, retumban los arcabuces y al final de la refriega, cada embarcación, asaeteada por babor y estribor, es un pesado erizo anfibio que navega contra la corriente gigantesca.
Y viene el encuentro alborozado. El licenciado Gallegos (también hombre de leyes como Quesada) y el capitán Sanmartín, de las avanzadas terrestres, se topan y saludan con regocijo en las riberas. Descansan una semana. Y llega don Gonzalo e impone su autoridad. Ni un paso atrás. Como Cortés en el camino hacia la región más transparente del aire. Como Pizarro cuando trazó la raya que sólo saltaron los 13 de la fama. Imparte sus órdenes. Los bergantines seguirán subiendo con su tripulación y los enfermos. Él continuará avanzando por la selva con sus soldados y, por supuesto, con los frailes que portan la palabra divina.
Con hachas y machetes, los bravos infantes de Quesada van abriendo trochas precarias a lo largo de esta selva homicida. La atmósfera es húmeda hasta ensoparlos. Los insectos no cejan en su asedio. No se puede bajar la guardia porque en cualquier momento rasgarán la noche las pupilas ígneas de los tigres. Y lo peor, lo que más atenta contra el ya deleznable y quebradizo equilibrio mental de los expedicionarios: no se sabe cuándo es el día y cuándo la noche. Los míseros jirones de claridad que a veces dejan ver las tupidas techumbres de los árboles bien pueden ser prenuncios del alba, despedidas crepusculares del día o fulgores nocturnos de luna llena. Pero no desfallecen estos bravos. Se comen los lagartos, se engullen los micos, se devoran las raíces más duras y repulsivas, pierden el asco ante la más apestosa alimaña, lanzan sus dientes cariados a la batalla contra arneses y correas hervidos en los calderos. Otra cosa es cuando muere un caballo de muerte natural o flechado por un chimila oculto. Entonces ya es un banquete. Pero este suceso no es frecuente porque don Gonzalo ha sido claro: se ahorcará al que mate un caballo con intenciones gastronómicas. Hay soldados que, impelidos por el hambre, dudan de que el capitán supremo dé cumplimiento a esta norma atroz y matan un corcel para darse una panzada. Don Gonzalo no ha hablado en cachondeo. Apenas alcanzan los frailes a ponerlos en paz con Dios y el nudo corredizo que pende de algún árbol próximo se encarga de demostrarles la ingenuidad de su creencia. Y no es porque Jiménez de Quesada sea cruel. En esta lucha primitiva contra la naturaleza, la vida de un equino puede llegar a valer más que la de un hombre. Aterrador pero cierto. Un cristiano escasamente puede salvar su propia vida. Un caballo puede salvar muchas. Ese caballo, cuya vida defiende bárbaramente Quesada, es lo que hoy sería una estrafalaria simbiosis de camión, coche, ambulancia, ómnibus y tanque de guerra. En consecuencia, hay que defenderlo a muerte. Y eso es lo que hace Quesada.
Pero todo aquello no es lo peor. El indomable don Gonzalo tiene también que defenderse contra los que quieren morirse. Los que, ya exasperados, se tumban contra un madero podrido a la espera de que se inicie la competencia de la inanición, de las hormigas, de las sabandijas, de los ofidios y los tigres por ver quién arrebata primero al desdichado de esta vida. A esos tales no se les puede castigar. Con ellos es preciso razonar.
En cambio, hay una situación que se torna habitual y es tolerada porque a nadie causa estrago y sí remedia muchos males. Es que cuando un compañero se aproxima a la muerte, los frailes le rezan todo el repertorio de responsos y lo envían en paz al juicio de Dios. Pero no se le da cristiana sepultura. O mejor, sí se le da, pero en los estómagos de los sobrevivientes quienes, con lo que resta de sus magras carnes, se dan un festín, no tan suculento como el que deparan los caballos, pero de todas maneras mejor y más saludable que la dieta cotidiana de murciélagos, batracios y parientes cercanos de la especie antropoide.
El más importante de los encuentros entre la expedición fluvial y la terrestre tiene lugar en el sitio de Tora de las Barrancas Bermejas, que es oportunamente divisado por Gallegos y del cual este capitán español da rápido aviso a Quesada quien, acaso guiado por una certera intuición, desvía su ruta sin vacilar hacia allá.
Allí se reúnen todos. Y la intuición del capitán Quesada sigue funcionando a toda máquina. Ve labranzas. Ve trochas con huellas inocultables de trasiego. Se entera de ríos que caen a la gran arteria acuática. En consecuencia, ordena exploraciones que por el momento no hallan cosa alguna. Decaen todos los ánimos, salvo el suyo que les devuelve la fe descaecida.
Y llega por fin el aviso prodigioso. Dos tenientes, Albarracín y Cardoso, que han avanzado por una trocha con el fin de explorarla, traen consigo los dos indicios mágicos, las dos pistas infalibles: mantas de algodón y panes de sal. Mantas de un algodón terso, bien hilado y mejor tejido; panes de una sal nívea y pura. No hay duda: se trata de dos testimonios de una civilización 1 000 veces superior a todo lo que han conocido hasta ahora, que no es nada diferente de las bárbaras tribus caribes, no inocentes de antropofagia, y de los chimilas y otros pueblos ribereños. Luego regresa el capitán Sanmartín ya ataviado con una vistosa manta de algodón y enarbolando un pan de sal a manera de enseña victoriosa. Quesada deja a un lado todas las dudas. Da orden de avanzar.
Siguen por un tiempo las penalidades, debidas sobre todo a un incremento arrasador de las lluvias. La tropa vuelve a la deglución de las más inmundas alimañas. Se comen un perro fiel que venía siguiéndolos desde Tora de las Barrancas Bermejas. Pero pronto mejora la situación. Menguan las lluvias y los españoles van llegando a parajes más hospitalarios. Encuentran bohíos donde hay sal, abundancia de maíz, turmas, yuca y frisoles. Jubilosos, Quesada y sus soldados sienten que están dejando atrás los territorios de la barbarie. Vuelven a la Tora, y allí don Gonzalo decide la expedición definitiva a través de la serranía del Opón. Advierte a su lugarteniente Gallegos que si en seis meses no regresa, puede dar por desaparecido todo el contingente y volver a Santa Marta. Parte con 200 hombres, que más merecen ser llamados espectros que seres vivientes. A medida que avanzan, hay un elemento que los vivifica. El aire abrasador y pegajoso del río va quedando atrás y se va tibiando suavemente. Cuando llegan al Valle de la Grita sólo quedan 170 de los 200 que partieron de las Barrancas Bermejas. Atisban el panorama. Ven profusión de bohíos y ven columnas de humo. Una gratificante sensación de paz y de sosiego invade el ánimo de estos héroes macilentos. Y siguen adelante hasta que tienen ante sus ojos el que, por su intensa profusión de bohíos mereció ser llamado el Valle de los Alcázares. El valle, cuya evocación consagró a ese infatigable versificador que fue el beneficiado Juan de Castellanos como un hondo y auténtico poeta que interpretó el gozo infinito de los españoles ante el hallazgo de esta comarca privilegiada, no tanto en los archisabidos versos que tanto hemos repetido (“Tierra buena, tierra buena”, etc.), como en aquel maravilloso que es la más afortunada síntesis de esta gran explosión de alegría:
“¡Tierra donde se ve gente vestida!”
Ya en la delgada atmósfera del altiplano bienhechor se perfilaban las 12 chozas de la futura Santafé de Bogotá.
LA FUNDACIÓN DE SANTAFÉ
Dentro del proceso de conquista y población, el acto de fundar ciudades era capital y era, a la vez, militar, jurídico y político, cargado también de un profundo significado religioso. Puede afirmarse que los tres instrumentos claves del fenomenal proyecto conquistador fueron: la cruz, la espada y la urbs 1. Mediante la fundación de centros urbanos, el Imperio español refrendaba y reafirmaba su poder y su presencia en estos nuevos dominios. Ningún otro imperio en la historia de la humanidad, fundó tantas ciudades como el español. De ahí que, como lo anotábamos en párrafos anteriores, fue ese el elemento que marcó la diferencia esencial entre la actuación de los españoles y los alemanes en la conquista de América. La decisión de los primeros de crear una estructura de siglos se caracterizó por la fundación de ciudades. Los segundos no crearon un solo núcleo urbano y fue esa la causa fundamental de la brevedad de su tránsito por este continente.
Decía proféticamente el cronista López de Gómara a comienzos del siglo xvi: “Quien no poblare no hará buena conquista, y no conquistando la tierra, no se convertirá la gente, así que la máxima del conquistador debe ser poblar”.
Habíamos dejado a Quesada en la antesala de su ingreso a estas sorprendentes comarcas de clima suave y bienhechor. El valeroso capitán español llegó por el Norte, vale decir, por “los pueblos de la sal”: Nemocón, Tausa y Zipaquirá. El 22 de marzo de 1537, Quesada y sus hombres tuvieron ante sí el espectáculo de la sabana. Los conquistadores llegaron a Chía y el 5 de abril a Suba. Desde las lomas de ese sector atisbaron buena parte de la altiplanicie, y la vista de los numerosos y apretados bohíos les inspiró la denominación que le dieron, y que desde entonces se hizo célebre: el “Valle de los Alcázares”. Casualmente, ese 5 de abril se cumplió un año de la partida de estos intrépidos desde Santa Marta rumbo a lo desconocido. Habían emprendido el viaje 750 hombres. Un año más tarde, sólo 166 soldados harapientos y famélicos acompañaban a don Gonzalo Jiménez de Quesada en su arribo a estas tierras cuyos aires tonificantes ya empezaban a devolverles el vigor, 584 habían sucumbido mientras remontaban el Río Grande de la Magdalena, asaltados sin tregua por víboras y alimañas mortíferas, devorados por fieras o asediados por indios feroces.
Desde los cerros de Suba, Quesada divisó una población empalizada que se llamaba Muequetá o Bogotá y que desde 1819 se llamó Funza, cuyo asiento era una hondonada cenagosa. Era esta ranchería la capital del zipazgo. Decía un cronista: “Era la tierra del más principal señor que hay en ella, que se dice Bogotá”. La pronunciación original parece haber sido “Bacatá” o “Facatá” 2. El lugar no era propiamente un conjunto urbano en el estricto sentido del vocablo. El máximo grado que los muiscas habían alcanzado en materia de desarrollo urbano era el de cierta aglomeración de viviendas en torno a la de un cacique. El zipa era el jefe supremo de una federación de cacicazgos que a su vez constituían una forma incipiente de Estado o nación.
El itinerario posterior que siguieron los españoles, como en muchos otros casos de la Conquista, bien podría denominarse “el itinerario de la codicia”. A sus oídos llegaban noticias sobre tesoros fabulosos y eran dichos rumores la brújula que los guiaba por estas tierras. Desde Bogotá, Quesada dirigió su ejército hacia el Norte recogiendo entre los indios oro y esmeraldas. Bien pronto supo de un “criadero de esmeraldas” situado en la región de Somondoco. Sin vacilar envió allí al capitán Pedro Hernández de Valenzuela, quien retornó con un óptimo botín y con la noticia de la existencia de una brecha en la cordillera que, según supo, conducía a unas llanuras infinitas ubicadas hacia el Oriente. Aguijoneado por la posibilidad de que en aquellas vastas comarcas pudiera estar El Dorado, Quesada encomendó al capitán Juan Tafur la misión de practicar un reconocimiento.
Poco después, Quesada recibió otra noticia acerca de otro cacique opulento, el zaque, conocido como Quemuenchatocha. Sin tardanza se dirigió a Hunza o Tunja, sede del zaque, a quien redujo a cautividad, y donde tomó un espléndido botín 3. De allí pasó a Sugamuxi o Sogamoso, gran centro litúrgico de culto al sol, y capturó otro cuantioso botín. A continuación, volvió al “Valle de los Alcázares” y allí depositó el oro en la llamada “Caja del Común”. A fines de 1537 le llegaron más noticias estimulantes. Según le informaron, había hacia el Sur un valle llamado “de las Minas” (Neiva), donde abundaban las riquezas. La información resultó falsa; el viaje fue penoso y estéril en resultados y Quesada rebautizó la región con el deprimente nombre de “Valle de las Tristezas”.
Al regreso a Bacatá se le volvió a despertar la codicia con renovado furor. Muerto el zipa Tisquesusa, fue elegido como heredero un caudillo altivo y aguerrido a quien llamaban Sagipa y Saxajipa. Sagipa hurtó el cuerpo a sus perseguidores, quienes enloquecían por dar con el paradero del tesoro de Tisquesusa. Pero finalmente fue capturado por los españoles, a los que, aún cautivo, siguió burlando. Sus indios empezaron a traer apetitosas cargas de oro para llenar con ellas un aposento similar al que, una vez lleno del precioso metal, iba a salvar la vida de Atahualpa. Sin embargo, de pronto la estancia quedó vacía. Los taimados indígenas se habían ingeniado trazas para volver a llevarse poco a poco el oro. Enfurecido, Quesada dio tormento a Sagipa hasta matarlo. No logró obtener ni el más mínimo indicio del tesoro, cuyo paradero es un misterio todavía hoy, después de cuatro siglos y medio.
A pesar de este insuceso, Quesada y sus hombres ya habían conseguido amontonar una cantidad muy apreciable de oro y esmeraldas. Hasta ahora el fruto de la empresa se había considerado propiedad común; con toda la gravedad del caso se procedió a repartirlo. Concluido este primer periplo de saqueo y rapiña, los conquistadores trazaron otros planes. Ya era hora de buscar el lugar más apropiado para fundar allí un núcleo urbano que sirviera de asiento permanente a los españoles. En un principio, Quesada despachó dos comisiones a fin de que exploraran diversas zonas. Una se dirigió hacia el occidente de Bacatá y la otra hacia el oriente. Esta última encontró un caserío llamado Teusaquillo 4, situado al pie del cerro y bien provisto de agua, leña y tierras propicias para huertas 5. El villorrio estaba ubicado alrededor de una residencia de recreo del zipa a lado y lado de la quebrada de San Bruno, afluente del río San Francisco, a la altura de la actual carrera 2.a con calle 13. El informe de la comisión que descubrió este lugar fue ampliamente favorable y, en efecto, allí se situó el primer asentamiento español, que posteriormente se llamó “Pueblo Viejo”, y que pronto se convirtió en una zona de vivienda indígena 6.
Aunque las instrucciones más detalladas para la fundación de ciudades sólo fueron recopiladas y promulgadas en 1570, ya desde 1516 había algunas básicas que se referían con especial énfasis a la necesidad de buscar lugares bien abastecidos de agua, leña, materiales de construcción y “gente natural”. Otro factor que siempre se tuvo presente consisitió en que el sitio elegido ofreciera facilidades para guarecer la futura urbe contra posibles ataques de indígenas. Desde luego, esta consideración se tuvo en cuenta para la fundación de Santafé en las estribaciones de los cerros. No obstante, todo hace suponer que en la elección de dicho paraje pesaron más otras razones, tales como la ya mencionada del agua y otros materiales, como la piedra y la leña, así como la protección contra los vientos. Además, los españoles ya habían observado los graves problemas que presentaba la sabana abierta, a la sazón anegadiza y cenagosa en extremo. Por lo tanto, se imponía la elección de un sector seco y que no ofreciera estos graves riesgos. Por otra parte, la abundancia de ríos que bajaban de la cordillera, y su bien pronunciado declive, permitieron su aprovechamiento para la obtención de energía hidráulica, que permitió la proliferación de molinos y, por ende, el abastecimiento regular de pan.
No existe acta de la fundación de Bogotá. Numerosos historiadores y cronistas han recogido la tradición según la cual dicha fundación tuvo lugar el 6 de agosto de 1538, día de la Transfiguración. Según esa tradición, ese día se ofició la primera misa por el sacerdote fray Domingo de las Casas, y se bautizó el reino de los muiscas con el nombre de Nuevo Reino de Granada y el rancherío con el de Santafé. Dice Castellanos:
“Fundaron luego doce ranchos pajizos que bastaban por entonces para recoger la gente toda”.
Y narra así fray Pedro Simón la pomposa ceremonia en que Jiménez de Quesada tomó posesión de estas tierras en nombre de la corona:
“Fue el General con los más de sus capitanes y soldados al puesto y estando todos juntos el Gonzalo Jiménez se apeó del caballo y arrancando algunas yerbas y paseándose por él, dijo que tomaba posesión de aquel sitio y tierra en nombre del invictísimo emperador Carlos Quinto, su señor, para fundar allí una ciudad en su mismo nombre, y subiendo luego en su caballo, desnudó la espada diciendo que saliese si había quién contradijese aquella fundación porque él la fundaría con sus armas y caballos”.
Vino luego la primera y solemne misa que, según la tradición, se ofició en una choza pajiza que, en tal caso, habría sido la primera catedral, unos pasos al sur de donde está la actual, que sería la cuarta. Según las nuevas versiones, dicha ceremonia tuvo lugar en la capilla del Humilladero, situada en la Plaza de las Yerbas (hoy Parque de Santander).
Sin embargo, en los últimos años se ha suscitado una interesante polémica en torno al lugar y fecha de la fundación. Los archivos del Cabildo desaparecieron. Pedro Simón no habla de las doce chozas y Castellanos es en extremo parco al respecto.
Juan Friede, uno de los más concienzudos investigadores de nuestra historia colonial, fue el primero que puso en duda el 6 de agosto de 1538 como fecha oficial de la fundación. En ese punto lo ha acompañado el sabio urbanista e investigador Carlos Martínez.
La conclusión esencial a que se ha llegado es que ésta, que podríamos llamar primera fundación, fue a todas luces incompleta, por cuanto en ella no se cumplieron las formalidades jurídicas de rigor. No se constituyó un cabildo, no se nombraron alcaldes y regidores, no se hizo el trazado inicial de la ciudad. Tampoco se cumplió el tradicional requisito de hincar en la mitad de la futura plaza el rollo y sitio para aplicar los castigos legales. En otras palabras, la fundación era tenida como el paso de la conquista a la colonización; de la autoridad militar (Castrum) a la civil (Civitas). Y ninguna de estas condiciones se cumplió en esta primera fundación. Por eso dice Castellanos:
“El General Jiménez de Quesada no hizo de Cabildo nombramiento, ni puso más justicia que a su hermano”.
Y por su parte, fray Pedro Simón anota:
“Aunque tuvo sus principios esta ciudad, como y cuando hemos dicho, y se le puso el nombre referido al reino y a ella, no nombró entonces el general Quesada justicia ni regidores, ni puso rollo, ni las demás cosas importantes al gobierno de una ciudad”.
El concepto español básico en cuanto a fundación de ciudades era que éstas fueran efectivos centros de poblamiento. Ese concepto lo tuvo especialmente claro Belalcázar quien, no por casualidad, fue el poblador por excelencia al fundar las ciudades de Cali, Popayán y Quito. En cambio, todo conduce a pensar que esta primera fundación de Santafé fue simplemente un asentamiento militar. También, como queda dicho, hay dudas sobre el lugar en que ocurrió, aunque existen fuertes indicios de que los españoles bajaron de Teusaquillo, en las estribaciones de los cerros, a la explanada más próxima (Plaza de las Yerbas), que era el centro de mercado de los indios, para oír allí la primera misa.
Se ha afirmado que, aunque letrado, Quesada poco sabía de asuntos de fundaciones, y que fue Belalcázar, cuando se reunieron en la sabana, quien lo asesoró para la segunda y definitiva fundación. Por otro lado, es muy probable que en las imperfecciones de la primera fundación haya influido el hecho de ser Quesada subalterno de Fernández de Lugo quien, al partir la expedición de Santa Marta, había delegado en Quesada atribuciones militares, mas no civiles. Las capitulaciones las había celebrado la corona con Fernández de Lugo y no con Quesada, por lo cual este último no estaba autorizado para fundar ciudades 7. Sólo a la muerte del primero, acaecida a principios de 1539, Quesada se sintió investido de las atribuciones civiles que le permitían dar bases jurídicas a la fundación de la ciudad.
“La definitiva, es decir, la fundación jurídica de Santafé, fue hecha en abril de 1539” 8, afirma Juan Friede. El capitán Honorato Vicente Bernal, lugarteniente de Federman, quien estuvo presente, dio fe de que el acontecimiento tuvo lugar el 27 de abril y que ese mismo día se nombraron alcaldes y regidores. Tanto Flórez de Ocariz, como Simón, Castellanos y Fernández de Piedrahíta coinciden en que esta ceremonia se cumplió con la debida solemnidad. Se perfeccionó el acto de posesión, se trazaron calles y señalaron solares y se delimitó la Plaza Mayor, exactamente en el área que hoy ocupa la de Bolívar. Los solares fueron adjudicados a los vecinos, según su importancia, cerca o lejos de la plaza.
La dualidad que representaron estas dos fundaciones trajo inicialmente como consecuencia un inconveniente fenómeno de bipolaridad, ya que, mientras el centro real de la ciudad era la Plaza de las Yerbas (sitio del mercado), el centro oficial era la Plaza Mayor. Esta situación se mantuvo hasta que en la década de los cincuenta, el obispo Juan de los Barrios impulsó el traslado del centro de gravedad de la urbe hacia la Plaza Mayor, mediante la erección de la iglesia catedral y el desplazamiento del mercado hacia allí.
Sin embargo, pese a la segunda fundación, los problemas de Quesada siguieron. Aún estaba inseguro sobre su jurisdicción y atribuciones. Una vez partidos Belalcázar y Federman, Quesada también salió para España y dejó su territorio en manos de su hermano Hernán Pérez de Quesada, que era mucho más un conquistador que un colonizador y poblador y que, en consecuencia, repartió encomiendas y tierras con un criterio arbitrario y anárquico, opuesto a cualquier sano concepto de población.
Después de la partida de Quesada quedaron en Santafé unos 100 españoles (vecinos), entre quienes se repartieron unas 25 manzanas de cuatro solares por cada una. Los solares que circundaban la Plaza Mayor estaban divididos en ocho secciones cada uno, pero, en cambio, daban mayor categoría social a sus moradores.
Durante mucho tiempo hubo dentro de la ciudad vastos lotes sin edificar. Esta disponibilidad de tierra, que se incrementaba con los solares traseros de las casas, tuvo varias ventajas:
Permitió el autoabastecimiento de algunos productos agrícolas como frutas y hortalizas en los huertos domésticos.
Permitió también la cría de animales para consumo familiar, como gallinas, cerdos y carneros.
De estas crías y cultivos se derivaron importantes ingresos para los moradores de las casas.
Aunque los vecinos de mayor jerarquía fueron beneficiados con los lotes más próximos a la plaza, al principio se presentó en esto una cierta dualidad, puesto que en los primeros años se reputó como más importante la de las Yerbas. Prueba de ello es que en su marco estuvieron ubicadas las residencias de Jiménez de Quesada y del capitán Juan Muñoz de Collantes. Desde luego, aunque esta plaza conservó siempre un rango muy alto dentro del esquema urbano, la Mayor, por las razones anotadas, conquistó el primerísimo.
Frente a otras plazas mayores hispanoamericanas, la de Santafé presentó desde el comienzo el rasgo sui géneris de estar trazada sobre un terreno inclinado de Oriente a Occidente. Asimismo, vale recordar que su ubicación equidista exactamente de los ríos Vicachá (San Francisco) y Manzanares (San Agustín). Sin embargo, en lo esencial presenta similitudes que la hacen virtualmente idéntica a las demás, como puede observarlo cualquier visitante corriente. Como en el Zócalo mexicano, como en la Plaza de Armas de Lima, la Plaza Mayor de Santafé agrupó en los cuatro costados de su espacio las sedes de los grandes poderes. Allí se irguió la catedral, y allí también los edificios.
Tanto los ríos que enmarcaban la Plaza Mayor como otros que también bajaban de las montañas, seguían su curso en declive y por lo tanto con una apreciable velocidad, lo que determinó que los cauces fueran particularmente profundos. Por consiguiente, los ríos se convirtieron en barreras naturales. Desde los albores mismos de la ciudad fue preciso construir puentes que la integraran e impidieran la formación de una ciudad de islas incomunicadas.
Siendo los ríos, barreras naturales de la ciudad, por largo tiempo las únicas vías de acceso y salida fueron los puentes de San Francisco, San Agustín y San Victorino. Este factor resultó ampliamente ventajoso en cuanto a que permitió un control eficaz sobre el recaudo de contribuciones derivadas del ingreso de bestias y otras mercaderías.
En cuanto a las calles, como aún hoy puede observarse, fueron trazadas de acuerdo con un esquema rectangular de manzanas cuadradas. Desde el principio se implantó la medida de aproximadamente 100 metros “por cada lienzo de cuadra”. Las calles de travesía (oriente-occidente) tuvieron siete metros de ancho y las actuales carreras 10 metros.
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Notas
- 1. Dice Marckman: “La institución introducida en América con que el conquistador remató la faena pasmosa de la espada y el misionero su tarea divina de la cruz fue la ciudad, la Urbs”. Marckman, Sidney D., El paisaje urbano dominicano de los pueblos de indios en el Chiapas colonial, en Hardoy & Schaedel, Las ciudades de América Latina y sus áreas de influencia a través de la historia, Ediciones SIAP, 1975, Buenos Aires.
- 2. Triana, Miguel, quien hace la precisión sobre el término: “Descomponiendo la palabra en sus componentes idiomáticos, resulta Fac-a-ta o sea lo que está fuera de la labranza. En otros documentos primitivos se encuentra, como siempre, imprecisión en la denominación del sitio: Gogota o Bocotoya.
- 3. El tesoro del zaque, según las crónicas, ascendió a 136 500 pesos de oro fino; 14 000 de oro bajo y 280 esmeraldas. Friede, Juan, “La conquista del territorio y del poblamiento”, en Manual de historia, tomo 1, Colcultura, 1978, págs. 144 y ss.
- 4. Según los distintos cronistas, presentan una variación en el nombre, como sucede con muchos toponímicos de origen indígena. Aguado menciona un “lugarejo de indios llamado Teusacá”, Fernández de Piedrahíta habla de “thybzaquillo, pueblo pequeño”.
- 5. Martínez, Carlos, Reseña urbanística sobre la fundación de Santafé en el Nuevo Reino de Granada, 1973, Litografía Arco, pág. 36.
- 6. Ibíd., págs. 40-41.
- 7. En la instrucción para la jornada expedida el 4 de abril de 1536 se puede leer: “Por la presente nombro por mi teniente general al licenciado Jiménez de la gente, así de pie como de caballo. Con la expresa advertencia de no extralimitarse en sus poderes no vaya; ni pase en cosa alguna ni en parte de ello los capítulos sobredichos, so pena de la vida y perdimiento de todos sus bienes”. Discurso leído por Carlos Martínez en la Sesión Ordinaria de la Academia Colombiana de Historia, 18 de marzo de 1975.
- 8. Friede, Juan, Los chibchas bajo la dominación española, La Carreta Editores, 1974, pág. 119.
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Los conquistadores y la fundación de Santafé
Después del descubrimiento, el poderío del Imperio español se basó en su dominio de los mares, lo que a su vez dio lugar a la construcción de grandes navíos mercantes y de guerra que cruzaban de continuo la mar océano. En lo alto del mástil del barco del grabado ondea un banderín con el símbolo de los reinos de Castilla y de León. Xilografía del siglo xv ejecutada en Basilea e incluida por Colón en su carta a los Reyes Católicos.
Vasco de Gama descubrió en 1497 la ruta de las Indias por el cabo de Buena Esperanza y conquistó para Portugal varios territorios en África y Asia.
Marco Polo fue uno de los primeros exponentes de la joven burguesía veneciana que desbrozaron el camino hacia los mercados de Oriente, en los siglos xiii y xiv.
Grabado del almirante Cristóbal Colón: cómo era en los días en que emprendió la más célebre aventura de la historia, para la que, después de golpear muchas puertas entre los monarcas de Europa, sólo encontró el apoyo de la reina Isabel de Castilla, llamada Isabel la Católica. El primer viaje de Colón costó 17 000 florines.
Grabado del almirante Cristóbal Colón
Grabado del almirante Cristóbal Colón
Grabado del almirante Cristóbal Colón
Grabado del almirante Cristóbal Colón
Grabado del almirante Cristóbal Colón
La Santa María, propiedad de Juan de la Cosa, era la nave mayor de Colón. Tenía cubierta, tres palos, velas redondas, castillo de popa y un castillo de proa. Desplazaba aproximadamente 100 toneladas. Se le conoció también con los nombres de La Capitana y La Marigalante.
La Santa María, propiedad de Juan de la Cosa, era la nave mayor de Colón. Tenía cubierta, tres palos, velas redondas, castillo de popa y un castillo de proa. Desplazaba aproximadamente 100 toneladas. Se le conoció también con los nombres de La Capitana y La Marigalante.
La Pinta, propiedad de Juan y Cristóbal Quintero, tenía velas latinas, tres palos y castillo de popa, pero su proa carecía de cubierta. Desplazaba ocho toneladas.
La Niña, perteneciente a Juan Niño, era de características similares a la anterior. Xilografías del siglo xv.
Colón desembarcó en Guanahaní, descendió a tierra acompañado por el notario real, el capellán y los oficiales, se arrodilló, dio gracias a Dios y con la debida pompa tomó posesión de la isla en nombre de los Reyes Católicos. Grupos de indígenas tainos contemplaban a los recién llegados. Colón escribió en su diario: “Son tan ingenuos y tan generosos con lo que tienen que nadie lo creería de no haberlo visto. Si alguien se antoja de algo de lo que poseen, nunca lo niegan; al contrario, invitan a compartirlo y demuestran tanto cariño como si en ello les fuera el alma”. Óleo de José Garnelo y Alda, 1892, Museo Naval de Madrid.
Alegoría de la fusión de dos mundos, el viejo y el nuevo, que se encuentran para formar una raza común. Sin embargo, la Conquista y la Colonia, más que un proceso de integración de dos mundos, tuvieron el aspecto histórico de subordinación del mundo nuevo, más débil e ingenuo (como lo había descrito Colón), al viejo, más fuerte y astuto. Mural de Luis Alberto Acuña, Centro Médico Almirante Colón, Bogotá.
En el mes de abril de 1492, estando los Reyes Católicos en la Villa de Santafé, provincia de Granada, capitularon con Cristóbal Colón para el primer viaje a las Indias. Grabado de Théodore de Bry. Edición del siglo xvii. Biblioteca Nacional, Bogotá.
Grabado de Théodore de Bry, edición del siglo xvii, que representa el desembarco de Colón en La Española (Santo Domingo), el 6 de diciembre de 1492. También allí fue recibido con cordialidad por los naturales, con quienes intercambió obsequios. Biblioteca Nacional, Bogotá.
El cartógrafo y cosmógrafo florentino Américo Vespuccio editó hacia 1503 Mundus Novus, la primera relación en el sentido de que lo descubierto por Colón era en realidad un continente nuevo.
El portugués Fernando de Magallanes inició, al servicio de España, el primer viaje alrededor del mundo, pasando por el extremo meridional de América el 21 de octubre de 1520.
Pese a que las carabelas eran naves muy livianas, su capacidad de maniobra y su rapidez resultaron vitales para una travesía como la emprendida por Colón. Estas embarcaciones representaron un gran salto adelante en las técnicas de navegación de la época. El modelo de la carabela fue diseñado en la Escuela de Navegación de Sagres, que a principios del siglo xv fundó Enrique el Navegante. Colón, con una visión admirable, entendió que un largo e incierto recorrido como el que esperaba realizar, sólo podría hacerse con naves muy ligeras y muy veloces. La carabelas tenían ambas cualidades y requerían para su manejo mayor destreza y conocimiento que las naves habituales, que en ningún caso eran aptas para los viajes transoceánicos. Anónimo, Encuentro entre dos navíos en altamar (moros y jesuítas). Museo Nacional de Colombia, Bogotá.
Francisco Pizarro, natural de Extremadura, realizó una de las hazañas épicas más impresionantes de la Conquista al apoderarse, con un puñado de hombres, del colosal Imperio inca del Tahuantinsuyo (Perú).
El letrado Gonzalo Jiménez de Quesada había partido a mediados de 1536 desde Santa Marta a explorar el interior de las nuevas tierras, en busca del Perú, por orden del gobernador Pedro Fernández de Lugo. En el azaroso viaje que duró cerca de un año, Quesada perdió más de la mitad de sus hombres. El 22 de marzo de 1537 divisó una hermosa extensión de tierra cubierta de verdor y de amplias fuentes de agua, a la que bautizó como Valle de los Alcázares.
Hernán Cortés, oriundo también de Extremadura, efectuó con antelación a su paisano Francisco Pizarro la primera hazaña portentosa de la Conquista al someter el soberbio Imperio azteca, al que bautizó con el nombre de Nueva España, sin duda la joya más apreciada de la corona española. Esta proeza le ganó los títulos de capitán general y marqués del Valle.
Vencido por Cortés, y obligado a servir de instrumento para someter a sus súbditos, Moctezuma II, último emperador de los aztecas, agobiado por la humillación y el remordimiento se dejó morir de hambre en Tenochtitlán en 1520.
Atahualpa, soberano de los incas, no fue menos infortunado que el azteca Moctezuma. Capturado por los españoles en Cajamarca (1532), Atahualpa tuvo que pagar su rescate con elevadas cantidades de oro y plata. Pizarro, convencido de que Atahualpa y sus hombres conspiraban, dio orden de estrangularlo en 1533.
Sucesor de Atahualpa, su hermanastro el inca Manco Capac II fue entronizado por Francisco Pizarro, con quien se alió para luchar contra los incas de Quito, que clamaban venganza por el asesinato de Atahualpa. Manco Capac se reconoció vasallo del emperador Carlos V. Murió en Vilcabamba en 1544. Este grabado representa a Manco Capac II, con atuendo de guerra.
Sucesor de Atahualpa, su hermanastro el inca Manco Capac II fue entronizado por Francisco Pizarro, con quien se alió para luchar contra los incas de Quito, que clamaban venganza por el asesinato de Atahualpa. Manco Capac se reconoció vasallo del emperador Carlos V. Murió en Vilcabamba en 1544. Este grabado representa a Manco atuendo de rey.
Después de haber culminado la rápida conquista del altiplano, Gonzalo Jiménez de Quesada realizó otras expediciones en busca de oro, que lo llevaron al Valle de Iraca (Duitarna) y al Valle de las Tristezas (Neiva).
Mapa descriptivo de tierra firme en el Nuevo Reino de Granada y la Gobernación de Popayán, incluido el Valle de Neiva, hecho por Willem Janszoon Blaeu y publicado en Théâtre du monde, Ámsterdam, 1638.
El río Magdalena fue la vía de penetración de la expedición de Quesada. La creencia de que el río Magdalena los conduciría directamente al Perú, motivó en un principio la empresa conquistadora de Jiménez de Quesada. Este mapa y el de la página siguiente fueron trazados por el sabio Francisco José de Caldas —botánico, astrónomo, ingeniero militar y geógrafo— entre 1802 y 1806, durante el recorrido que efectuó por esas regiones, sobre las que escribió varios ensayos en el Semanario del Nuevo Reino de Granada. Archivo Restrepo, Bogotá.
Quesada desbrozó el camino de Santafé hacia el río Magdalena. El hallazgo de panes de sal en el río Opón hizo pensar a Quesada y los suyos en la existencia de una civilización. Siguiendo la ruta del comercio de la sal, llegaron finalmente al altiplano.
Gonzalo Jiménez de Quesada, conquistador del Nuevo Reino de Granada, y fundador de la ciudad de Santafé de Bogotá, capital de ese Nuevo Reino, nació en Granada, España, en 1509, y murió en Mariquita, Tolima, el 16 de febrero de 1579. Óleo de Pedro A. Quijano (detalle). Alcaldía Mayor de Bogotá.
Retrato al óleo de Gonzalo Jiménez de Quesada, posiblemente de mediados del siglo xvii. En la leyenda se expresa que es comandante de la Orden de Santiago y Caballero de Su Majestad. Museo Nacional, Bogotá.
Jiménez de Quesada era un letrado y jurisconsulto, que empleó al tiempo la pluma y la espada para conquistar un reino y fundarlo sobre bases jurídicas. Miniatura de Víctor Moscoso, Biblioteca Luis Ángel Arango.
La habilidad diplomática de Jiménez de Quesada logró que las diferencias con Federman y Belalcázar se zanjaran por las buenas. Jiménez de Quesada no sólo es el conquistador del Nuevo Reino de Granada, y el fundador de Bogotá, sino también el autor que inaugura nuestra historia literaria. Hombre de amplios conocimientos, escribió un largo ensayo político-religioso titulado El Antijovio; otro histórico, Epítome de la Conquista; y un libro de crónicas conocido como Ratos de Suesca, cuyos manuscritos se extraviaron. Óleo de Ricardo Gómez Campuzano, Academia Colombiana de Historia.
Jiménez de Quesada. Óleo de José Páramo, Museo Nacional de Colombia, Bogotá.
El 6 de agosto de 1538 Gonzalo Jiménez de Quesada efectuó la primera fundación de Bogotá en un terreno cercano a Funza, que él había denominado Valle de los Alcázares. Óleo de Pedro A. Quijano, La fundación de Bogotá. Academia Colombiana de Historia.
Detalle de la sacra en plata, de orfebre anónimo del siglo xvii, con representación de la primera catedral de Santafé. Esta pieza constituye la más auténtica iconografía de este templo.
Cáliz y vinajera que se utilizaron en la misa fundacional de Santafé, posiblemente traídos por el propio Jiménez de Quesada, al regreso de su viaje a España, en 1549, y el cual había iniciado en 1539. Debido a los numerosos pleitos que le entablaron, el fundador tuvo que permanecer 10 años en la península. Catedral de Bogotá.
Texto de: Julián Vargas Lesmes
No es una casualidad que el Nuevo Mundo haya sido descubierto en 1492. El trascendental suceso, reputado por el cronista López de Gómara como el más notable de la historia humana después del advenimiento de Cristo, pudo haber ocurrido unos años antes o después de esa fecha, pero las fuerzas de la mecánica histórica imponían de modo ineluctable esa época. ¿Por qué? Simplemente porque había llegado el momento en que Europa ya no cabía en sí misma en virtud del formidable desarrollo que estaba alcanzando su pujante burguesía, cuya incontenible fuerza expansiva buscaba y lograba rutas ambiciosas y nuevos territorios para su infatigable y codicioso trajín comercial.
La Edad Media y el orden feudal que fue su rasgo medular se derrumbaban sin remedio ante el empuje vigoroso de las nuevas fuerzas económicas y sociales. Las Cruzadas habían sido finalmente un fracaso militar debido en esencia a que no fueron una empresa centralizada ni unificada. Por el contrario, fueron el fidelísimo trasunto del régimen feudal en el que se incubaron. Vale ello decir que fueron una caótica agregación de empresas individuales montadas separadamente por diversos reyes, nobles y terratenientes feudales, y en consecuencia, carentes de la rigurosa vertebración y la perfecta coordinación central que exigía una empresa de tales dimensiones. Cada monarca o magnate planeaba y organizaba su propia cruzada y reclutaba mesnadas de siervos cuyo deficiente o nulo entrenamiento militar era penosamente suplido por el ardor fanático que les infundían prédicas tan elocuentes y torrenciales como las del pontífice Urbano II y Pedro el Ermitaño. Las hordas que seguían a los adalides de las Cruzadas marchaban ciegamente poseídas por la convicción de que al combatir al infiel y cooperar en el magno objetivo de rescatar el Santo Sepulcro de las manos impuras de los mahometanos, asegurarían su puesto en la bienaventuranza eterna, donde serían largamente compensados de sus aflicciones y padecimientos como siervos de la gleba en esta vida terrenal. No hace falta un exceso de erudición ni de perspicacia para comprender que si las Cruzadas se hubieran emprendido bajo un mando unificado y con un solo ejército severamente adiestrado y disciplinado en las artes de la guerra, las posibilidades de abatir el poderío musulmán en el Cercano Oriente habrían sido ciertamente grandes. Pero esto no pasa de ser una especulación puesto que, como ya lo anotamos, la naturaleza insular y desarticulada de la sociedad feudal hacía impensable la realización de una empresa bélica al estilo de Alejandro, de Julio César, de Fernández de Córdoba o de Napoleón. De ahí su colapso final. Pero de manera primordial lo que interesa a nuestro tema es la otra cara de las Cruzadas: el ancho espacio que abrieron al comercio europeo en el Oriente. Cómo dieron a conocer en la oscura Europa del medioevo las excelencias de las especias de muchos otros géneros, que aguijonearon la ambición de la naciente burguesía europea, y especialmente italiana.
En efecto, fueron los audaces y clarividentes mercaderes venecianos los primeros en concebir y llevar a cabo grandes empresas de intercambio con el Oriente. De ahí el fabuloso grado de prosperidad que alcanzaron y que conservaron durante siglos. Sin duda sus más notables exponentes fueron los hermanos Nicolás y Mateo Polo, y particularmente su hijo y sobrino Marco, cuyo legendario viaje hasta los dominios del Gran Kublai Kan es la mejor prueba de cuán vastas y ambiciosas eran las miras de la poderosa clase comercial veneciana. Bien sabido es que el viaje de Marco Polo se debe en buena parte al conocimiento, por parte de los europeos, de asombrosos inventos chinos, mal utilizados por sus creadores, pero que luego, en manos de los occidentales, se convirtieron en grandes instrumentos de progreso y civilización.
Estas exploraciones agregadas a los efectos ya descritos de las Cruzadas, llevaron al conocimiento de los rudos europeos de entonces las maravillas de las especias, que en corto tiempo llegaron a adquirir en los mercados de Europa precios realmente exorbitantes.
Los mercaderes, especialmente los italianos, comenzaron a deslumbrar a las gentes con las sedas y brocados que empezaron a traer del Oriente. Fue así como las burdas estameñas empezaron a verse sustituidas por las finísimas telas que llegaban por los caminos que habían abierto las Cruzadas y los traficantes.
Todos estos factores fueron de notable importancia en la consolidación de la naciente burguesía que ya se aprestaba para demoler el viejo orden feudal abriendo anchos senderos para el comercio, creando y fundamentando una nueva sociedad y una nueva economía.
A todas éstas, los siervos y campesinos empezaban a cobrar conciencia de su mísera condición, a organizarse y a cometer las primeras insurrecciones contra los señores feudales a todo lo largo de Europa. Estas sublevaciones fueron particularmente cruentas y tenaces en Alemania. Por otra parte, promediando el siglo xiv se presentó en Europa un fenómeno fortuito, una de cuyas consecuencias fue la de acelerar el proceso de desintegración del feudalismo y fortalecer y abrir paso a las nuevas fuerzas socio-económicas.
Nos referimos a la mortífera peste negra que azotó en forma despiadada a la gran mayoría de la población europea, la cual, una vez extinguida, dejó dicha población reducida a una tercera parte. Fue tan atroz la mortandad causada por la peste que según cálculos —naturalmente aproximados e imperfectos— el número de las víctimas excedió el de los muertos de la primera guerra mundial. ¿Cuál pudo ser entonces el más sobresaliente efecto social y económico de este flagelo? Que habiéndose producido la peor mortandad en las capas más bajas e indigentes de la población, se presentó una alarmante escasez de brazos para el trabajo agrario, lo cual, lógicamente, valorizó y encareció a los muy reducidos que quedaron disponibles. Esta circunstancia, como es fácil adivinarlo, otorgó a los sobrevivientes de la peste lo que en lenguaje contemporáneo podríamos llamar una considerable capacidad negociadora. Paralelamente, la nueva clase comerciante y manufacturera, por obvias razones, había comenzado a agruparse en centros urbanos o burgos de donde nació la denominación con que desde entonces se distinguió a través de la historia. La burguesía manufacturaba e intercambiaba géneros y mercancías. En consecuencia, sus intereses no estaban orientados hacia el campo. Por el contrario, su ámbito natural de trabajo estaba en la ciudad, donde realizaba sus transacciones, sus negocios y operaciones mercantiles de todo orden. Fue así como los burgos empezaron a convertirse en polos de atracción para los campesinos, buena parte de cuya fuerza de trabajo fue utilizada por la burguesía.
La economía feudal, atrasada y rudimentaria como bien lo sabemos, era esencialmente autárquica. Era en otras palabras, una economía elemental y de consumo, vale decir, la contrafigura de una economía cuyos rasgos esenciales eran la manufactura y el comercio. Lógicamente la burguesía necesitaba con apremio buenos caminos que facilitaran e hicieran más expedito el intercambio comercial. Ya había comenzado a volcarse impetuosamente sobre los mares en busca de territorios propicios y nuevos mercados. Pero con igual urgencia necesitaban abrir vías terrestres para el comercio entre las diversas naciones europeas. Eran, en suma, el progreso y la comunicación enfrentados al atraso y la insalubridad. Otra de las necesidades imperiosas que generó el progresivo auge de la burguesía fue el fortalecimiento de las autoridades centralizadas, es decir, de las monarquías, frente al archipiélago de poderes anárquicos que era rasgo típico de la sociedad feudal. Fue ésta la razón por la cual los burgueses se convirtieron en los más firmes y poderosos aliados del Estado monárquico frente a la altivez y arrogancia de los señores feudales. Era claro que en la medida en que se fue atrofiando y debilitando la prepotencia de los jerarcas feudales —enemigos naturales del progreso que generaba la burguesía— ésta tendría ante sí un campo más favorable para desarrollarse.
Una de las manifestaciones más notables —si no la máxima— del apogeo de la burguesía, fue el surgimiento y la vertiginosa prosperidad de la banca. Los grandes banqueros, cuyo poder empezó a adquirir perfiles ciertamente colosales en el siglo xv, fueron por lo general sucesores y herederos de mercaderes y demás pioneros de la actividad burguesa en Europa.
Pasaron a la historia de manera más firme y memorable los poderosos banqueros italianos, cuyos más conspicuos exponentes fueron los Medici florentinos, y los opulentos banqueros alemanes de las célebres dinastías Fugger y Welser. Estos grupos alcanzaron tan insólitos niveles de prosperidad que rápidamente empezaron a entroncarse no sólo con la nobleza sino con las familias reales y a adquirir, como en el caso de los Medici, un poder político virtualmente ilimitado. No sólo fueron los naturales aliados de los reyes en sus contradicciones con los nobles feudales levantiscos e indómitos, sino que rápidamente se convirtieron en sus indispensables prestamistas. Hasta tal grado llegó su poder que no pocos de ellos experimentaron la satisfacción incomparable de cuantiosos empréstitos. Tal como ocurre hogaño, establecieron a todo lo largo y ancho del continente vastas redes de representaciones y agencias a fin de que no hubiera punto estratégico en Europa a donde no llegara y se afianzara su fuerza tentacular.
En estas condiciones históricas es perfectamente comprensible que la nueva clase, como ya lo hemos anotado, volviera ávidamente los ojos hacia los mares, y a través de ellos hacia los remotos continentes desconocidos que habrían de ser la fuerza inagotable de empresas cuyos incalculables beneficios desbordaban las especulaciones de la más delirante imaginación.
Los avezados marinos portugueses, inspirados, alentados y patrocinados por el rey Enrique el Navegante, se lanzaron a audaces expediciones que fueron avanzando y haciendo descubrimientos a través de la costa africana y que culminaron finalmente en las gloriosas empresas de Vasco de Gama, el genial navegante lusitano que luego de doblar el cabo de Buena Esperanza, llegó hasta la India, fundó asentamientos a nombre de la corona portuguesa y dejó abiertas rutas de incomparable utilidad para el comercio de la especias y otros géneros de gran valor. Desde luego, el hecho de poder llevar a feliz término empresas como ésta y muchas otras presuponía la evidencia de notables adelantos científicos en el arte de la navegación, así como en la cartografía. Éstas y otras ciencias, virtualmente postradas durante los siglos medievales, cobraban en esta luminosa alborada renacentista un vigor y una capacidad de avance y desarrollo nunca antes conocidos por la humanidad. La naciente y poderosa burguesía necesitaba dentro del tiempo más corto los más rápidos progresos de la ciencia para su propio beneficio. Brújulas, sextantes y astrolabios fueron instrumentos insuperables en manos de los navegantes para ir emancipándose gradualmente de la esclavitud del cabotaje e irse adentrando con mayor seguridad en las inmensidades oceánicas, que hasta ese momento provocaban toda clase de temores. En este punto es forzoso destacar otro hecho histórico de singular trascendencia dentro de este proceso.
En 1453 la arrolladora marea otomana sepultó para siempre al Imperio bizantino con la toma de la hasta entonces invicta Constantinopla. El auge del poderío turco alcanzó altura sin precedentes con esta victoria y trastornó gravemente los mecanismos de comercio europeo al obturar las rutas a través de las cuales había venido operando el comercio entre Europa y Oriente. Era, pues, forzosa la búsqueda de nuevas rutas como las que halló Vasco de Gama en sus viajes ya citados.
Y fue entonces cuando inició su trasiego febril por las cortes europeas ese vidente obsesivo y empecinado que se llamó Cristóforo Colombo, llevando de un país a otro su voz y su aliento de profeta, tercamente decidido a no darse tregua hasta convencer a algún poderoso monarca de la factibilidad de llegar hasta las tierras fabulosas de Catay y Cipango navegando hacia el poniente. Bien sabido es el resto de esta historia capital en el destino de la humanidad. El genovés intrépido se lanzó para hender por primera vez las aguas del Mar Tenebroso y llegar finalmente con feliz suceso a las tierras que, él creyó ciegamente, eran los dominios del Gran Kan y que sólo algo más tarde el florentino Amerigo Vespucci redescubrió como un auténtico Nuevo Mundo, dando así un paso definitivo para establecer la verdadera dimensión del globo terráqueo. Y siguieron las grandes y valerosas expediciones cuya heroica culminación fue el extraordinario viaje de Fernando de Magallanes, que descubrió con lágrimas de alegría, según narra el cronistas Pigafetta, el paso entre los dos océanos para emprender el viaje a través del Pacífico hasta morir luchando con los salvajes del archipiélago filipino. Bien sabido es también cómo su lugarteniente Sebastián Elcano llevó a su culminación la gloriosa empresa de circunvalar el planeta por primera vez en la historia humana.
Ahora pasemos a ocuparnos en forma específica del panorama español en la época del descubrimiento, puesto que si bien dicha hazaña, típicamente renacentista y burguesa, fue patrocinada por la corona española, y más concretamente castellana, al concluir el siglo xv y alborear el xvi, la situación histórica de España presentaba rasgos que la distinguían y separaban de todo lo que era común al resto de Europa.
Para empezar es preciso que nos remontemos al año 711 en que el alud islámico, que ya había plantado el estandarte de la media luna a todo lo largo del norte africano, se volcó sobre España, impulsado y orientado por el Tarik-Abenziyad. Bien recordamos cómo la invasión musulmana venció sin mayores dificultades la precaria resistencia que le opusieron las fuerzas de un reino visigodo decadente, corrupto y anarquizado, y que el empuje sarraceno sólo vino a detenerse, después de dominada casi toda la península, ante los potentes bastiones naturales de los montes asturianos y cantábricos, en cuyas cimas y valles empezó a gestarse poco después la empresa secular de la reconquista.
La victoriosa invasión islámica, como lo veremos a continuación, marcó para siempre el destino de España y estuvo a punto de hacer lo propio con el de gran parte de Europa, puesto que los designios de los caudillos mahometanos en cuanto a la expansión de sus dominios en Europa no se detenían en los Pirineos, sino que tenían como objetivo final sojuzgar a todo el continente, aniquilar el cristianismo y no dejar rincón alguno que escapara al imperio de la doctrina y las leyes del profeta. Estos planes de hegemonía universal naufragaron precisamente en los Pirineos, gracias a la acción decisiva de los francos que comandaba Carlos Martel.
Tenemos, en consecuencia, ante nuestros ojos, y a partir del aluvión moro, una España que se vio obligada a seguir caminos históricos en muchos aspectos diferentes de los que seguía a la sazón el resto de Europa. Puede decirse que desde el año 718 en que los cantabro-astures del legendario Pelayo vencieron a los infieles en Covadonga, los españoles no tuvieron, como pueblo, objetivo distinto de recobrar la totalidad de su nación y expulsar de su territorio a quienes sin duda alguna eran entonces los más poderosos y encarnizados enemigos de la fe cristiana.
Aquí resulta en extremo pertinente una precisión histórica. Si bien es cierto, como ya lo mencionamos, que Carlos Martel y sus guerreros francos detuvieron en Poitiers el empuje musulmán, debemos aclarar que ese episodio fue sólo una gran batalla, pero que la guerra contra el islam la ganó España. Puede por lo tanto afirmarse que España salvó a Europa de convertirse en una vasta provincia musulmana al precio de lo mucho que perdió y de los retrocesos y estancamientos históricos que hubo de padecer como consecuencia de su casi milenaria lucha contra un invasor, cuyo poder llegó a ser tan extraordinario que antes de terminar el primer milenio de nuestra era ya había establecido en Córdoba uno de los dos más opulentos y brillantes califatos del mundo islámico.
Mientras el resto de Europa consolidaba la vigencia del régimen feudal, la guerra continua contra el invasor determinaba que dicho sistema fuera en España inestable, débil y caótico. De ahí el atinado concepto del profesor Ramón Carande cuando destaca el desarrollo que empezó entonces a adquirir la ganadería ovina en detrimento de la agricultura, lo cual permitía que los nobles y guerreros hispánicos que batallaban contra los infieles no se vieran gravemente afectados por los constantes avances y retrocesos que implicaba la larga contienda, ya que, al producirse dichos movimientos, los guerreros no tenían que abandonar tierras cultivadas y en cambio sí podían llevar consigo la riqueza representada en sus ganados. Por otra parte, mientras que en el resto de Europa la insurgencia incontenible de la naciente burguesía iba socavando el orden feudal, la burguesía española no contaba con un escenario propicio para desarrollarse y expandirse, también como consecuencia del incesante estado de guerra en que vivió la península durante la mayor parte de la Edad Media.
El fenómeno histórico de la guerra de siglos sostenida por los españoles contra el invasor musulmán determinó una serie de fracturas en el organismo social de España, cuyas consecuencias fueron hasta tal punto profundas que no sólo se sintieron en esos tiempos, sino que han seguido repercutiendo a través de los siglos, intensamente, hasta nuestros días. El continuo ejercicio de la guerra contra el moro fue consolidando y fortaleciendo al máximo una casta de guerreros, nobles y altos jerarcas de órdenes cuyo único menester durante generaciones fue batallar contra el infiel. En consecuencia, lo que se configuró fue una casta aguerrida y valiente pero totalmente improductiva que con el tiempo fue enalteciendo y virtualmente canonizando los excelsos atributos y virtudes del guerrero, al mismo tiempo que tenía en hondo menosprecio cualquier oficio productivo, como la agricultura, el comercio, la industria o el ejercicio de una actividad profesional sin importar cuál fuese.
Aparte de la clase de los combatientes que batallaban contra el moro había, por supuesto, otro estamento tan digno y respetable como el de los nobles que guerreaban: el de los eclesiásticos en todos los niveles, a los cuales, aunque también fueron totalmente improductivos, hay que hacerles justicia reconociendo que, igual que los religiosos del resto de Europa, salvaguardaron en sus monasterios el tesoro del saber antiguo aislado allí en medio de las tinieblas medievales.
Tal como ya lo anotamos, las especiales circunstancias históricas que determinaron la invasión islámica y la consecuente guerra de reconquista fueron los factores determinantes de la debilidad del feudalismo español. A la vez es preciso destacar otra consecuencia capital de estos hechos históricos. Ella es que, mientras en la Europa allende los Pirineos comenzó en un momento dado a gestarse y a desarrollarse con fuerza irresistible la nueva clase burguesa manufacturera y mercantil, en España esa nueva fuerza social fue prácticamente inexistente. si establecemos una comparación con la forma como se desarrolló en el resto de Europa.
Pero es pertinente aclarar que ese vacío no quedó como tal, sino que fue oportunamente llenado, pero en una forma muy original, casi extraña, más en el fondo acorde con las modalidades que imprimió la guerra prolongada al desarrollo histórico en España.
La invasión y la reconquista mal podrían entenderse si se miraran taxativamente como un proceso de enfrentamiento bélico. Fueron esto pero fueron mucho más. De ellas surgió, no sólo el enfrentamiento de dos culturas, dos pueblos y dos razas, sino también en buena parte su acercamiento, su convivencia y, por lo tanto, una considerable simbiosis cultural. De ahí el surgimiento y proliferación de los mozárabes (cristianos asimilados a las formas de vida musulmanas en territorios dominados por los árabes) y de los mudéjares (islamitas residentes en territorios cristianos y asimilados en cierta forma a esa cultura).
Es un hecho que las fuerzas productivas no podían paralizarse del todo. Por consiguiente fueron los moros residentes en los reinos cristianos quienes asumieron el cultivo de la tierra, al cual jamás se hubieran dedicado los broncos guerreros cristianos por considerarlo vil e indigno. Tenemos pues que, en suma, la agricultura fue en España un quehacer de moros.
Pasemos ahora a otros aspectos de la actividad productiva que en el resto de Europa estaban cobrando un vigor sin precedentes en manos de la joven burguesía y que en España también eran reputados como indignos y despreciables para ser ejercidos por un noble o un caballero. Nos referimos al comercio, a la banca, a las actividades manufactureras, a la medicina, la alquimia y demás artes y oficios. Ese vacío también fue llenado.
Lo llenaron los judíos, cuya población en la península ibérica pudo alcanzar en la Edad Media la exorbitante cifra de medio millón de almas, en tanto que en Francia escasamente llegaban a 20 000, en Inglaterra otro tanto y en Alemania tal vez algo más. Los judíos se habían hecho fuertes en España desde la era visigótica e inclusive, irritados por las persecuciones que padecieron entonces, se convirtieron en eficaces aliados de los invasores sarracenos, a los cuales sirvieron con extraordinarios resultados hasta el punto de que, cuando el califato de Córdoba era uno de los más luminosos faros intelectuales de Europa, gran parte de sus más destacados exponentes eran judíos. Pero cabe aquí señalar que no sólo fueron los musulmanes quienes se beneficiaron de las luces, de la cultura y de la pericia mercantil de los judíos. Haciendo gala de su atávica capacidad de adaptación, también se asentaron en los reinos cristianos donde prestaron a los monarcas españoles incalculables servicios en todos los campos. El fenómeno paralelo al de la Córdoba de los califas fue el de la corte de Alfonso X el Sabio en Toledo, centro de la brillantísima Escuela de Traductores. Recordemos cómo dentro de la deslumbrante actividad intelectual que impulsó y desarrolló este monarca asombroso, que fue también gran poeta, legislador e historiador, fueron numerosos los judíos ilustres que prestaron su concurso a esta nobilísima empresa de cultura. Pero a la vez no debemos olvidar que fueron los judíos quienes, a excepción de la agricultura, se ocuparon de todas las actividades profesionales y mercantiles olímpicamente desdeñadas por la nobleza cristiana.
Todo este proceso marchó dentro de la más impecable armonía durante estos siglos en que la tónica general dentro de los reinos cristianos fueron el equilibrio y la armonía entre las tres castas y, como consecuencia de ello, la más amplia tolerancia religiosa por parte de los reyes cristianos hacia las comunidades judías y mudéjares. En suma, cristianos, musulmanes y judíos convivían en relativa paz.
El caso de Alfonso el Sabio no es el único representativo de esta importante realidad histórica. De ella hay varios ejemplos muy hermosos entre los cuales es digno de destacarse el de la losa funeraria de Fernando III el Santo en Sevilla, en la cual se lee el elogio fúnebre del rey en las tres lenguas: castellana, arábiga y hebrea. Esta noble unanimidad en el homenaje póstumo a Fernando el Santo es la prueba más fehaciente de la concordia que imperó entre las tres castas durante el tiempo de su reinado.
Pero poco a poco esta armonía se fue resquebrajando y entrando en decadencia. Las conquistas cristianas avanzaban. Se estancaban por periodos pero iban siempre hacia adelante. Muchas veces contra la voluntad de los reyes estallaron cruentos pogroms a causa de los cuales perecieron, se arruinaron o tuvieron que huir numerosos judíos. Estos motines se orientaban siempre contra los ricos mercaderes y banqueros judíos y la razón que invocaban quienes los azuzaban era que estos personajes se enriquecían desmesuradamente con la usura y a costa de la miseria popular. Naturalmente en todas estas campañas antijudías se agregaba siempre el ingrediente religioso.
El triunfo de Isabel de Trastamara y sus aliados sobre los de Juana la Beltraneja y su posterior matrimonio con Fernando, heredero de la corona de Aragón, fueron el paso decisivo hacia la unidad nacional española y hacia el advenimiento de ese país como potencia de primer orden dentro del panorama europeo. La unificación española debido a las bodas de Isabel y Fernando no fue desde el principio tan sólida como se ha hecho creer en forma superficial. Los dos grandes reinos conservaron una enorme autonomía y la real unificación sólo vino a compactarse años después, bajo el reinado de Carlos V.
Al anotar en párrafos anteriores cómo los judíos españoles se ocuparon en muy buena parte de llenar el vacío creado por la ausencia de una potente burguesía, como la que a la sazón se consolidaba en Europa, no hemos querido con ello sentar una verdad absoluta respecto a la total inexistencia de esa clase en territorio español, ya que en Aragón, y principalmente en Barcelona y Valencia, activos puertos mediterráneos, se formaron por entonces núcleos burgueses de cierto poder y relevancia. Y es aquí donde importa en grado sumo cómo en momentos en que Colón solicitaba con vehemencia el apoyo de las coronas de España para su empresa, chocaron frontalmente dos fuerzas. La nobleza terrateniente y todos sus aliados que se oponían al proyecto colombiano y, del otro lado, los mercaderes y burgueses cristianos y judíos conversos que, en perfecta concordancia con los intereses de su clase, apoyaban con entusiasmo la iniciativa de Colón por cuanto en la nueva ruta a las Indias Orientales veían una fantástica oportunidad de incrementar hasta lo infinito sus beneficios con el tráfico de las especias y otros géneros valiosos.
Y fue éste el momento crucial, el momento en que se decidió el rumbo histórico de España. Los Reyes Católicos habían emprendido y virtualmente coronado una lucha sin cuartel contra la nobleza levantisca e insurrecta cuyos fueros desmesurados eran obviamente incompatibles con los intereses del Estado nacional y unitario que ellos propugnaban y estaban resueltos a consolidar. Aplicando la máxima energía los metieron en cintura combatiéndolos con las armas, confiscándoles propiedades e inclusive llevando a los más indómitos al cadalso. Viajando por tierras españolas, y principalmente por Castilla y Extremadura, pueden verse aún las llamadas torres “mochas”, así denominadas porque los reyes dispusieron que les fueran cercenadas las almenas en castigo a la rebeldía de sus dueños. Las torres de las moradas urbanas y castillos que conservaron las almenas en su sitio mostraron por medio de este signo externo el hecho de haberse sometido oportunamente a la potestad central de la corona.
Puede entonces afirmarse que en momentos en que el futuro almirante acosaba a los Reyes Católicos con sus requerimientos pertinaces, en territorio español coexistían una clase burguesa de conversos y cristianos mucho menos sólida que sus homólogas transpirenaicas, pero de todas maneras en franco proceso de alza y expansión, con una nobleza representante del atrasado feudalismo español, que podía considerarse en abierta decadencia puesto que sus más poderosos y encumbrados jerarcas habían pasado de señores soberbios y casi independientes a cortesanos de la corona. Decimos, pues, que fue éste el momento que decidió el rumbo histórico de España ya que, si en efecto Cristobál Colón hubiera hallado una ruta más práctica hacia las auténticas Indias, la aún balbuciente burguesía española habría recibido una vigorosa transfusión que le habría asegurado, gracias a los nuevos caminos de comercio, un lugar de privilegio en el concierto europeo. Pero no fue así. La cintura de la tierra resultó mucho más ancha de lo que pensaba Colón, y en su camino hacia las Indias y el fabuloso reino del Gran Kan se interpuso América, este nuevo continente que no ofreció a España perspectiva de intercambio comercial, pero sí, en cambio, el acervo inimaginable y fabuloso de sus metales. La consecuencia consistió en que en vez del millonario tráfico de especias que aguardaban con impaciencia los burgueses, empezó a fluir de manera torrencial la corriente argentífera y aurífera que arruinó la agricultura y las formas todas de producción, revitalizó a la nobleza parasitaria, estranguló a la naciente burguesía y siguió fluyendo hacia Europa, a las arcas de los voraces banqueros alemanes e italianos y de los mercaderes de diversos lugares del Viejo Mundo que desde entonces empezaron a colocar sus manufacturas en los mercados españoles a precios exorbitantes que se cubrían con la incesante corriente del oro y la plata americanos.
Desde luego, para completar este cuadro nos hace falta la mención de un hecho histórico fundamental. La caída del último baluarte moro en Granada coincidió con el descubrimiento de América. Ya no quedaban en España vestigios de poder musulmán, pero sí una considerable población morisca. Los Reyes Católicos, asesorados por el implacable cardenal Cisneros, decidieron completar a toda costa la obra de la unificación religiosa en la península. Fue ese el rompimiento final de la antigua armonía entre las tres castas.
La casta cristiana vencedora puso a los sarracenos vencidos contra la pared: aceptar el bautismo o tomar el camino del exilio. Esta medida, como bien es sabido, significó un rudo golpe para la economía española, cuyo sector agrícola siempre estuvo en manos de los moros.
Unos emigraron, otros permanecieron adoptando sin ninguna convicción la fe triunfadora y, en general, el problema subsistió durante más de un siglo con cruentas contiendas e insurrecciones hasta el golpe final que asestó Felipe III a la población morisca en 1603. Por otra parte, los Reyes Católicos aplicaron un tratamiento igualmente áspero y tajante a la población judía, cuyos menesteres principales hicieron de ella un sucedáneo y en parte un complemento de la incipiente burguesía española. Ya desde antes, los hebreos estaban siendo forzados a abandonar en apariencia el culto mosaico y a fingir que abrazaban el cristianismo bajo la presión de una serie de fuerzas sociales sintetizadas en el temible tribunal de la Inquisición o Santo Oficio, establecido en España por los Reyes Católicos en 1482 con el propósito medular de mantener una severa vigilancia sobre el proceso de conversión de los hebreos e impedir, por los medios que cimentaron su fama de terrorífico, que los conversos o “marranos”, como se llamaban entonces, se dedicaran a clandestinas prácticas judaizantes.
Tenemos, pues, ante nosotros la curiosa confluencia en el mismo tiempo de dos factores históricos decisivos: la monolítica unidad religiosa del nuevo Estado español, impuesta y lograda al precio del estrangulamiento de las dos fuerzas productivas más vigorosas de la sociedad española. Y, simultáneamente, la irrupción súbita y tumultuosa de los metales preciosos de América, que completaron la tarea de postración total de la economía española y, paradójicamente, iniciaron en forma temprana su proceso de decadencia.
En gran síntesis, en la época del descubrimiento los elementos integrantes del escenario histórico español eran una nobleza feudal revitalizada, arrogante y todopoderosa, a la vez que parasitaria; un sector agrícola duramente golpeado y en manos de los moros que quedaron y de un número reducido de paupérrimos labriegos cristianos, y el área mercantil y bancaria virtualmente postrada por la expulsión de los judíos y paulatinamente sustituida por la presencia voraz de los banqueros foráneos.
En 1504 murió Isabel la Católica. La prueba de que la unidad inicial conseguida con el matrimonio de Isabel y Fernando no fue en principio tan sólida, como se nos ha hecho creer, radica en que al desaparecer Isabel, Fernando se replegó a sus dominios aragoneses y la regencia de Castilla fue asumida por el cardenal Francisco Jiménez de Cisneros hasta el advenimiento del príncipe Carlos como heredero de la corona en vista de la incapacidad mental de su madre, la princesa Juana, heredera directa del trono.
La llegada del príncipe Carlos a España produjo gravísimos trastornos. Las razones principales fueron la arrogante y abusiva corte de nobles flamencos que trajo consigo, cuya entronización en los más altos cargos del Estado suscitó la indignación general. La intromisión en España de los dignatarios flamencos —que eran mirados poco menos que como invasores— incrementó el resentimiento de la ya arrinconada burguesía española. Este conflicto alcanzó su estallido sangriento en 1520 con la insurrección de las Comunidades de Castilla. Los comuneros castellanos, genuinos representantes de una burguesía en retirada, pero que aún no se resignaban a perecer, no se sublevaron contra la monarquía. Por el contrario, eran estrictamente legitimistas y en consecuencia suplicaron con porfía a la reina Juana, recluida en Tordesillas, que asumiera la plenitud efectiva de sus derechos como heredera de la corona, a fin de apoyarse en ella para socavar el poder de una nobleza que, respaldada a su vez por el aluvión de los metales americanos, ya empezaba a labrar la ruina de España. El conflicto, tristemente, tuvo un final desastroso para los comuneros, lo cual constituyó otro de los grandes virajes en el destino histórico de España. En la célebre batalla de Villalar, librada en 1521, los comuneros fueron aplastados y las cabezas de Bravo, de Padilla y demás dirigentes de la insurrección rodaron en los patíbulos erigidos por Carlos y sus nobles a manera de inolvidable escarmiento.
Nótese la muy aproximada coincidencia entre la catástrofe comunera y la caída del Imperio azteca y la consiguiente apoteosis de Hernán Cortés en Méjico. En la medida en que en España caían abatidos los últimos reductos burgueses, la conquista indiana se hacía fuerte en las comarcas ultramarinas que por siglos habrían de ser los opulentos manantiales de ese oro y esa plata que pasarían fugazmente por una España empobrecida para cumplir su destino final de enriquecer a los manufactureros, mercaderes y banqueros de la Europa burguesa.
Es paradójico observar cómo en la misma cúspide de su poderío militar y de su arrogante hegemonía europea, España incubaba ya la simiente inexorable de su decadencia. No bien extinguido el fragor de Villalar, el joven rey Carlos I de España ya estaba asfixiado por las acreencias que lo ligaban a los banqueros alemanes que habían financiado a un costo elevadísimo su elección como cabeza del Sacro Imperio Romano Germánico. De ahí que poco más tarde tuviera que hipotecar el actual territorio de Venezuela a los poderosos Welser; y de ahí que Jacobo Fugger, acaso el más rico banquero de su tiempo, se permitiera escribir y dirigir al emperador una carta insultante en la que le cobraba perentoriamente deudas atrasadas. Es evidente que ningún banquero mediano de la actualidad se permitiría dirigir un mensaje tan humillante al más modesto de sus deudores morosos como el que hizo llegar Jacobo Fugger al más temible de los monarcas del mundo conocido.
El descubrimiento del Nuevo Mundo abrió un horizonte atractivo y tentador en grado sumo para la vasta legión de hidalgos, segundones, artesanos y campesinos sumidos en la indigencia por todos los factores anteriormente anotados. Ese fue semillero de los conquistadores americanos. Como desde los primeros años de la nueva era se prohibió rotundamente el tránsito a las Indias de judíos, conversos y moriscos, la corriente migratoria estuvo compuesta desde el principio en forma exclusiva por los llamados cristianos viejos, es decir, por los herederos directos de los cruzados que durante los ocho siglos anteriores guerrearon sin tregua contra el invasor musulmán, creando y consolidando una casta de bravos combatientes para quienes emplear sus manos en el manejo de instrumentos distintos de la espada era rebajarse a la condición abyecta de villanos y aun de infieles o de judíos. Este rasgo definitivo lo conservaron intacto los conquistadores y sus descendientes, y mal podría intentarse cualquier conato de interpretación de la realidad histórica hispanoamericana sin tenerlo presente muy en primer plano.
PERFIL DEL CONQUISTADOR ESPAÑOL
Es preciso puntualizar ante todo que aquellos temerarios que cruzaron el Mar Tenebroso cuando apenas alboreaba el siglo xvi, en procura de suerte, gloria y fortuna, fueron el producto típico de la España de entonces que, aunque divergente y disidente de la Europa transpirenaica, donde surgía con vigor incontrastable la nueva clase burguesa culta y opulenta (ver capítulo anterior), no había dejado de recibir y asimilar en lo esencial los nuevos vientos renacentistas. Fueron, ante todo, conspicuos exponentes de la recia casta guerrera que se forjó a lo largo de ocho siglos de reconquista. Pero, a la vez, trajeron consigo el valioso acervo intelectual de las ideas renacentistas, aunque muchos de ellos fueran iletrados y palurdos.
En el momento mismo de abocar el tema, por cierto apasionante, de trazar un perfil, por somero que sea, del conquistador español en América, el primer mandamiento que imponen la objetividad y la honradez intelectual es huir de las posiciones maniqueas que, con tan obstinada frecuencia, y a través de los siglos, han deformado la verdad frente a unos personajes y a una época ciertamente capitales en la historia universal. No pocos historiógrafos españoles han insistido obcecadamente en canonizar a los conquistadores, purgando sus figuras históricas hasta de la más mínima traza de todo lo que no sean virtudes excelsas. Y pasando a nuestra América, estas actitudes maniqueas son especialmente patentes en dos naciones hispanoamericanas: Perú y México, sedes de los dos grandes virreinatos del Imperio español en las Indias.
El viajero que llega a la imponente Plaza de Armas de Lima sin saber qué va a encontrar allí, bien podría pensar que su primer hallazgo va a ser un magnífico bronce del general José de San Martín, primer libertador del Perú, o de Bolívar, segundo y definitivo, o al menos del mariscal Antonio José de Sucre, cuyo genio estratégico asestó el golpe decisivo al imperio en Ayacucho. Nada de eso va a encontrar. Todas las presencias libertadoras brillan por su ausencia en el gran ágora limeña. En cambio, en su lugar se yergue el soberbio monumento ecuestre del conquistador y fundador Francisco Pizarro, obra de los escultores norteamericanos Rumsey y Harriman, cuya réplica se encuentra en la Plaza Mayor de Trujillo (Extremadura), ciudad nativa de Pizarro. A pocos pasos de la estatua, en el interior de la catedral, se hallan expuestos a la veneración pública los restos del vencedor de los incas. Estos signos externos no dejan duda y revelan una incuestionable realidad: el héroe nacional del Perú es el conquistador. Por encima de los libertadores, a quienes también se rinde culto, pero en un grado menor.
Cuando nuestro viajero da el salto a México, se topa por doquier con un enfoque antagónico de la historia. Allí sólo escuchará y leerá denuestos feroces contra Hernán Cortés y sus conmilitones, así como las loas más hiperbólicas y desmedidas a las culturas precortesianas y a sus grandes exponentes. México es el país hipanoamericano en que, junto con Perú y Ecuador, se hallan las muestras más deslumbrantes de la herencia cultural española. Esto no importa ni vale. De lo único que el viajero tendrá noticia será de las crueldades, tropelías y rapiñas de los españoles, aunque, por supuesto, estas narraciones delirantes no se las hagan en lengua nahuatl sino en perfecto castellano.
Pero serán los muralistas mexicanos, con Diego Rivera a la cabeza, quienes se encargarán de dar a nuestros visitantes la imagen más siniestra del conquistador español. Allí, en los frescos monumentales, verá a Hernán Cortés, rodeado de una caterva de verdugos que esclavizan y exterminan a los naturales, mostrando una catadura bestial, más próxima a la del cerdo o el jabalí que a la semejanza humana. Y será después de haber conocido de cerca los dos polos que proclaman respectivamente el anatema y la canonización, cuando el viajero inteligente repudiará las posturas maniqueas y postulará un juicio justo sobre esta estirpe única en la historia que fueron los conquistadores españoles. Estas son las conclusiones esenciales a las que llegará:
- Con algunas excepciones, como la de Francisco Pizarro, que era un porquerizo analfabeto, en términos generales el conquistador español del siglo xvi se sitúa dentro del nivel de aquellos hidalgos tan indigentes como orgullosos, cuyo perfil trazó con mano maestra el anónimo autor del Lazarillo de Tormes, que, como queda dicho, eran herederos de una casta secular de guerreros, que despreciaban olímpicamente el trabajo manual y, por lo tanto, vieron en la aventura ultramarina la oportunidad incomparable de ganar a golpes de audacia y de imaginación oro a torrentes, blasones y poder.
- No hay duda respecto a que, con muy contadas salvedades, los conquistadores fueron crueles, codiciosos y rapaces, y que ningún impedimento ético o religioso los detuvo en su carrera desaforada por el oro. Cortés asando vivo a Guatimozín para arrebatarle los secretos de un tesoro fabuloso; Quesada atormentando a Sagipa hasta la muerte por igual motivo; los conquistadores de Chile empalando al indómito Caupolicán, son algunos de los ejemplos más conocidos entre los miles de ellos que podrían citarse.
- Por otra parte, es menester remontarse a las grandes epopeyas de la Antigüedad para hallarle pares a aquella empresa de colosos que fue la conquista de América por los españoles. Que unos cuantos miles de hombres, en una combinación asombrosa de arrojo suicida y talento político y militar, se tomaran todo un continente derrocando imperios y naciones, es una proeza que ciertamente no tiene parangón en la historia. Escribió sobre el particular el historiador inglés Frederick Alex Kirkpatrick: “Se siente uno tentado a escribir la historia de la conquista española con superlativos, pero los superlativos son insuficientes para narrarla”.
- Una de las tesis de los maniqueos del bando anti-hispano que más hondamente han calado es aquella según la cual la conquista fue una empresa “fácil” debido a la superioridad aplastante que los caballos y las armas de fuego daban a los españoles sobre los americanos. Mal podríamos restar toda validez a este aserto. Bombardas, arcabuces y falconetes dieron a los conquistadores un poder abrumador en sus contiendas con los indios, así como los caballos, divisiones acorazadas de la época, ante cuya piafante presencia muchas veces mesnadas enteras de nativos se dispersaron en estampidas de pánico. Más aún: compartimos la creencia de que sin la pólvora y los corceles no habría sido posible la conquista de América. Pero lo que nosotros refutamos es la tendencia a otorgar a esos factores dentro del conjunto de la conquista, un peso específico desmesuradamente superior al que en verdad poseen, en detrimento de otros de no menor relevancia. En este punto es preciso tomar en cuenta la ingente desproporción numérica entre españoles y aborígenes, así como el hecho de que estos últimos, si bien carecían de armas de fuego, poseían armas arrojadizas nada despreciables como tales. Por otra parte, los españoles no sólo eran numéricamente inferiores sino que no contaban con caballos y armas de fuego en cantidades óptimas. Hay un caso que no ha sido destacado todo lo que merece. Perdidas todas las armas de fuego en la calamitosa retirada de la “Noche triste”, los hombres de Cortés libraron y ganaron la batalla de Otumba —decisiva para la ruina del Imperio azteca— a pura fuerza de talento estratégico y armas blancas.
- No se puede perder de vista que la corona española, comprometida en arduas empresas bélicas de vida o muerte en Europa, mal hubiera podido desplazar sus invencibles tercios a las Indias para someter las naciones indígenas a su dominio. La insurgencia luterana y los embates del Imperio otomano era una doble y temible amenaza ante la cual no se podía bajar la guardia. En consecuencia, España se vio obligada a confiar la descomunal cruzada indiana a una hueste anárquica de hidalgüelos venidos a menos y pobretes sin ventura ni horizonte que quisieran comprometerse en la iniciativa demencial de hacerse a la mar rumbo a las Indias en el entendimiento de que no habría términos medios entre la alternativa de escalar cumbres indecibles de poder y de opulencia, o la de dejar tristemente la vida en las maniguas americanas asaeteados por los indígenas o devorados por fieras y alimañas. Y fue ese contigente de locos el que consumó la más grande hazaña de la historia.
- En vez de hacer un énfasis tan reiterativo y unilateral sobre las armas de fuego y los caballos, los críticos parcializados deberían otorgar la importancia que holgadamente merece a la contundente superioridad cultural que traían consigo los conquistadores españoles frente a los naturales de las Indias, aun los más adelantados. Dicha superioridad no estribaba solamente en corceles y pólvora. Los conquistadores, además, eran portadores del lenguaje impreso, de la navegación, de la rueda, de la domesticación de bestias para el servicio del hombre, de los metales, de una religión monoteísta mucho más avanzada, de una incomparable riqueza filosófica y literaria de estirpe greco-judeo-romana, de los conceptos de estrategia militar que hicieron a la civilización occidental virtualmente invulnerable desde que los griegos aniquilaron a las hordas persas en Maratón, Salamina y Platea…
- Los conquistadores, especialmente los más grandes, fueron maestros en la utilización práctica de esa superioridad cultural. En el terreno bélico, unos pocos se enfrentaron con éxito arrollador a huestes descomunales que hacían una tosca guerra de montoneras la cual, lógicamente, estaba condenada a sucumbir, no sólo ante los caballos y los arcabuces, sino ante ingeniosos planteamientos estratégicos. Y en el terreno político no fueron menos impresionantes los prodigios logrados por los conquistadores. No habría podido pedir el florentino Maquiavelo más aventajados discípulos. El caso de Cortés es paradigmático. Con ojo certero y sagaz, el extremeño, no bien desembarcado en tierras mexicanas, adivinó la forma implacable en que el despótico Moctezuma oprimía y expoliaba a las naciones vecinas. Primero se granjeó la lealtad de los totonacas, que padecían el yugo azteca, y los convirtió en sus aliados. Luego hizo lo propio con los cempoaltecas. Más ardua fue la empresa de atraer a su lado a los aguerridos tlaxclatecas, con quienes hubo de sostener una prolongada contienda bélica antes de ganarse su adhesión. Cortés, en suma, dividió y reinó, de suerte que cuando divisó “la región más transparente del aire”, en México,Tenochtitlán, ya contaba con una hueste incondicional de aliados nativos.
- Con no menor pericia se benefició Francisco Pizarro de la feroz guerra civil que acababa de librarse entre Huáscar, heredero legítimo de Huayna-Capac, y su hermanastro Atahualpa, vencedor final en la contienda. Haciendo gala de una consumada destreza política, Pizarro coronó a Manco, hermano de Huáscar, como “emperador” (léase reyezuelo títere), con sede en Cuzco y con juramento de sujeción al papa y al rey de España. Más tarde, Manco se rebeló contra Pizarro y fue aniquilado. Pero ya le había prestado al conquistador servicios decisivos para sus designios de subyugar el imperio de Atahualpa.
- Los golpes de audacia de los conquistadores, tanto frente a sus propios conmilitones, como frente a los nativos, son asombrosos. Cortés quemando sus naves para cortar así toda posibilidad de retorno y deserción, y Pizarro trazando en Gorgona la raya legendaria que sólo pasaron 13 valientes, son ejemplos sobrecogedores. Por otra parte, ante el adversario, también pusieron en práctica éstos y muchos otros conquistadores, desplantes de audacia que les valieron triunfos definitivos. Acaso no se hubiese logrado la victoria de Otumba si Cortés, al galope de su caballo, no hubiera avanzado hasta el sitial donde se hallaba el gran cacique que dirigía a los guerreros luciendo coraza de oro y escaupil de vistosas plumas y portando el pendón imperial, para derribar el dicho pendón con un golpe de su espada y dar muerte al cacique. Derrocado el hombre-fetiche, los indios fueron poseídos por el pánico. En ese momento ya la batalla estaba perdida para ellos.
Pero en materia de audacia, no hay duda de que la obra maestra fue la legendaria emboscada de Cajamarca, en la que Pizarro asestó el golpe de gracia al Imperio de los incas. Reiteradamente ha sido calificada esta acción como una celada artera, puesto que el jefe español invitó a Atahualpa a una “cena” amistosa, cuando su real intención era capturarlo y destronarlo. Sin embargo, no es menos lógico dudar de que un enfrentamiento de 106 hombres contra 30 000 pueda calificarse con propiedad de asechanza de los primeros contra los segundos. El golpe de Cajamarca fue una estratagema insidiosa pero genial. Ese día estelar de la conquista de América triunfaron de manera arrolladora, como en tantas otras ocasiones, mucho más que el fuego de arcabuces y espingardas y el galope de los corceles, el genio político y estratégico del español frente al atraso, la ingenuidad y la actitud mágica de los nativos indianos frente a todos los órdenes y circunstancias de la vida. Reconstruir brevemente los pormenores esenciales de la celada de Cajamarca equivale a trazar un epítome de los rasgos básicos que conforman el perfil del conquistador español.
Una vez que el centenar de ibéricos se halló frente a Atahualpa y su hueste innumerable, Pizarro ordenó al capellán Valverde que procediese a la lectura del requerimiento ritual por el que se conminaba a los paganos a abjurar de sus prácticas y creencias idolátricas y someterse a la autoridad del pontífice de Roma y el rey de España. Aunque traducido en forma chapucera por un indio bautizado que ya conocía los rudimentos del castellano, alcanzó a ser inteligible para Atahualpa, quien se encolerizó e hizo saber que jamás tributaría a monarca alguno, siendo él el mayor y más poderoso del universo. También advirtió que mucho menos rendiría obediencia al tal papa romano que abusivamente repartía lo que no era suyo (bula de Alejandro VI), y terminó declarando que le parecía ridículo profesar la religión de un dios que se había dejado sacrificar mansamente mientras el suyo, que era el Sol, demostraba a diario su espléndida inmortalidad. Y a manera de remate, tomó en sus manos un breviario con los Evangelios que le había entregado el capellán, lo miró con desprecio y lo arrojó al suelo. Fue ese el momento culminante del drama. “¡Blasfemia!”, gritaron al unísono los españoles, quienes, en seguida, invocando a su patrono Santiago, hicieron sonar trompetas y atabales, dispararon bombardas y arcabuces y espolearon sus caballos, ganosos de vengar el sacrilegio cometido por el infiel contra los sagrados textos evangélicos. En pocos instantes, Santiago, hijo de Zebedeo, abdicó transitoriamente de su condición tradicional de Matamoros, para asumir la de Mataindios. Los nativos huyeron en caótica estampida abandonando a su soberano a merced de sus captores, mientras los infantes y jinetes españoles hacían una inclemente carnicería entre los fugitivos que trataban por todos los medios de ponerse a salvo de esta furiosa borrasca de dioses. El inaudito golpe de audacia que hasta la víspera habría parecido una quimera de orates, había obrado el milagro de una maciza realidad. El imperio de seis siglos que fundara Manco Capac en el décimo de nuestra era, se derrumbaba aparatosamente en una hora ante el empuje sobrehumano de 100 alucinados. Esos fueron los conquistadores españoles del siglo xvi.
- Otro rasgo común y sobresaliente que advertimos sin excepción en los conquistadores españoles es su resistencia inverosímil ante una naturaleza inmisericorde y antropófaga. Afrontándola y superándola en hazañas asombrosas, poblaron un continente salpicándolo de asentamientos urbanos donde echó raíces para siempre la civilización occidental. En este punto importa recordar la notoria inferioridad que mostraron los recios alemanes que llegaron a Venezuela, y hasta la Nueva Granada, frente a los españoles. Los Federman, Spira, Alfinger y otros tantos agentes de los Welser, cuya misión básica era tutelar los intereses de los ávidos banqueros tudescos que ya tenían del cogote al monarca más poderoso de la Tierra, terminaron vencidos por las junglas, los ríos, las alimañas y las fieras que los acechaban sin tregua en los territorios que Carlos V había dado en prenda a sus opulentos acreedores. Por eso los alemanes, a diferencia de los españoles, no fueron fundadores, no fueron civilizadores. No señalaron su paso con la huella imperecedera de las ciudades. Por eso su presencia en América fue efímera. Por eso Venezuela, y acaso parte de la actual Colombia, no se convirtieron en un protectorado alemán, en una cuarta Guayana.
Entre tanto, los españoles no dejaban rincón alguno de esta América bravía sin la impronta de su paso y su presencia permanente. Simultáneamente, España acometía la empresa enloquecida de circunvalar el globo. Fueron cinco los raquíticos bajeles que partieron de Sanlúcar de Barrameda el 20 de septiembre de 1519 con 265 valientes a bordo y bajo el mando del capitán Magallanes. Fue sólo uno de los cinco, con 31 espectros y al mando de Sebastián Elcano, el que los atónitos habitantes del mismo puerto vieron regresar 1088 días después, trayendo consigo la gloria de haber dado la primera vuelta al planeta, demostrando de manera incuestionable su esfericidad. Y como si todo esto fuera poco, muchos de estos titanes murieron viejos y en sus lechos. Jiménez de Quesada a los 80 años, Cabeza de Vaca a los 60, Belalcázar a los 71, Cortés a los 62, Orellana a los 80, Bastidas a los 66.
- Y una síntesis final. Con todas sus sombras y sus rasgos negativos, los conquistadores españoles fueron la vanguardia de un vigoroso movimiento que, orientado por la corona española, y atemperado y organizado por misioneros y legisladores, incorporó un vasto continente al orbe de la civilización occidental. Por eso expresamos nuestra conformidad con el ilustre profesor español que decía: “Cuando los americanos reivindican y exaltan a Cuauhtémoc frente a Cortés, caen en el mismo error que cometemos los españoles cuando hacemos lo mismo con Viriato frente al Imperio romano”.
Y ahora pasemos a una de las más notables proezas de la conquista española en América, que tuvo lugar en el actual territorio de Colombia y que concluyó con la fundación de Santafé.
LA EXPEDICIÓN DE QUESADA
La dinastía de los Fernández de Lugo nació en las Islas Canarias promediando el siglo xv. El fundador de la misma, Alonso Fernández de Lugo, celebró capitulaciones con los Reyes Católicos para conquistar la isla de Palma, arrebatársela a los paganos que la poblaban e implantar allí el imperio de la fe cristiana. Por supuesto, de lo que se trataba en el fondo era de un jugoso negocio de esclavos que eran capturados en el archipiélago, bautizados a juro y vendidos en la península a precios altamente rentables.
Pero los horizontes que se abrían frente a la familia Fernández de Lugo no tardaron en ampliarse, multiplicándose hasta el infinito con el descubrimiento del Nuevo Mundo. En estas circunstancias, el ámbito de las Canarias resultó limitado hasta lo intolerable para la familia, cuyos ojos ávidos se volvieron hacia las lejanas Indias. Don Pedro, hijo de don Alonso, envió a su hijo Alonso Luis a la corte del emperador Carlos V. Ya padre e hijo habían oído maravillas acerca de la provincia de Santa Marta y las riquezas que podía ofrecer. Por lo tanto, la idea era lograr unas capitulaciones favorables para colonizar y gobernar esas tierras donde ya Rodrigo de Bastidas había fundado un asentamiento urbano. Es innegable que Alonso Luis manejó el negocio con tino admirable, que redundó en amplias ventajas para su familia. La jurisdicción que les otorgó la corona iba desde el Cabo de la Vela hasta Cartagena. Todo un país.
Una vez capitulada la nueva gobernación, y antes de seguir a Canarias para unirse a su padre, Alonso Luis se dio a la faena de reclutar con criterio cuidadoso las gentes principales que llevaría consigo en la expedición. Entre los elegidos figuró el licenciado Gonzalo Jiménez de Quesada, granadino, que había estudiado leyes en Salamanca. El futuro fundador de Bogotá aceptó sin vacilar y viajó como uno de los tenientes principales y en calidad de justicia mayor. La expedición sobresalió entre otras que partieron por entonces hacia las Indias. Los Fernández de Lugo se habían enriquecido en las Canarias y por lo tanto no escatimaron gastos. El primer contingente partió con Alonso Luis de Sanlúcar y se reunió con don Pedro en Tenerife, desde donde vientos propicios los llevaron hasta su destino final. Llevaban 1 500 infantes, 200 jinetes, suficientes arcabuceros y ballesteros, pólvora y armas de repuesto en abundancia, yeguas y caballos para provisión futura y matalotaje de sobra.
Al llegar a Santa Marta, los Fernández de Lugo emprendieron incursiones contra las tribus circunvecinas y en ellas obtuvieron buenos botines de oro. Pero estas empresas no saciaron su ambición. Era menester ir más lejos, conquistar tierras lejanas, apropiarse de fuentes más generosas del codiciado metal, acaso llegar al fantástico Perú, que entonces se creía mucho más cercano. Y el camino estaba cerca. Era el Río Grande de la Magdalena, cuyas fauces descomunales arrojaban al mar un caudal de agua dulce jamás conocido por ellos en el Viejo Mundo, y que, además, no estaba lejos de Santa Marta.
El mando de la expedición que remontaría el Río Grande recayó sobre el abogado Jiménez de Quesada, quien, a partir de ese momento empezó a demostrar que, además de letrado, poseía dotes de adalid y extraordinario talento militar. La expedición se dividió en dos grupos. Uno terrestre, al mando del propio Quesada, que avanzaría por tierra hasta encontrar el río, y otro, dirigido por Diego de Urbino, quien, a bordo de unos cuantos bergantines medianamente acondicionados y calafateados en Santa Marta, navegaría hasta las bocas del torrente colosal y empezaría a remontarlo con el objetivo inmediato de encontrar la tropa de Quesada más arriba. Este último partió de Santa Marta el 6 de abril de 1536 con 500 hombres y un estado mayor selectísimo de oficiales curtidos en Flandes, Italia y otras guerras. Entre ellos figuraba el futuro fundador de Tunja, Gonzalo Suárez Rendón, que había luchado contra los franceses en Pavía.
No tardaron en empezar las penalidades que hicieron de ésta una de las expediciones más memorables y heroicas de la conquista española en América. Hicieron su terrorífica aparición las lluvias inclementes, los mosquitos de zumbido amenazante y aguijón certero, las serpientes insidiosas y demás alimañas incontables, los tigres… Y como si todo esto no fuera suficiente los indios flecheros que los hostigaban sin tregua.
La suerte que acompañó a Urbina fue acaso peor. Ásperas tormentas azotaron sus bergantines al acercarse a la desembocadura del gran río. Varios zozobraron. Unos españoles perecieron a manos de los indios. Otros sobrevivieron malamente. Pese a todo, dos bergantines lograron llegar a Cartagena y otros dos dar comienzo a la subida del río.
Finalmente, son cuatro las naves que trepan por el espinazo líquido del Magdalena. Remontan la corriente con seguridad y firmeza, pero en ningún momento están a salvo. Los indios parecen resueltos a malograr el paso de esos extraños cetáceos repletos de seres barbudos que, sin duda posible, son sus enemigos. Les caen, entonces, los aguaceros letales de las flechas y hay que apresurarse a repeler estos ataques que se sienten en las cuadernas de los navíos y en las carnes de los cristianos, pero cuyos autores se mimetizan en la manigua, puesto que tienen con ella una relación simbiótica y fraterna. Vienen entonces las encarnizadas guazábaras. Zumban las flechas, retumban los arcabuces y al final de la refriega, cada embarcación, asaeteada por babor y estribor, es un pesado erizo anfibio que navega contra la corriente gigantesca.
Y viene el encuentro alborozado. El licenciado Gallegos (también hombre de leyes como Quesada) y el capitán Sanmartín, de las avanzadas terrestres, se topan y saludan con regocijo en las riberas. Descansan una semana. Y llega don Gonzalo e impone su autoridad. Ni un paso atrás. Como Cortés en el camino hacia la región más transparente del aire. Como Pizarro cuando trazó la raya que sólo saltaron los 13 de la fama. Imparte sus órdenes. Los bergantines seguirán subiendo con su tripulación y los enfermos. Él continuará avanzando por la selva con sus soldados y, por supuesto, con los frailes que portan la palabra divina.
Con hachas y machetes, los bravos infantes de Quesada van abriendo trochas precarias a lo largo de esta selva homicida. La atmósfera es húmeda hasta ensoparlos. Los insectos no cejan en su asedio. No se puede bajar la guardia porque en cualquier momento rasgarán la noche las pupilas ígneas de los tigres. Y lo peor, lo que más atenta contra el ya deleznable y quebradizo equilibrio mental de los expedicionarios: no se sabe cuándo es el día y cuándo la noche. Los míseros jirones de claridad que a veces dejan ver las tupidas techumbres de los árboles bien pueden ser prenuncios del alba, despedidas crepusculares del día o fulgores nocturnos de luna llena. Pero no desfallecen estos bravos. Se comen los lagartos, se engullen los micos, se devoran las raíces más duras y repulsivas, pierden el asco ante la más apestosa alimaña, lanzan sus dientes cariados a la batalla contra arneses y correas hervidos en los calderos. Otra cosa es cuando muere un caballo de muerte natural o flechado por un chimila oculto. Entonces ya es un banquete. Pero este suceso no es frecuente porque don Gonzalo ha sido claro: se ahorcará al que mate un caballo con intenciones gastronómicas. Hay soldados que, impelidos por el hambre, dudan de que el capitán supremo dé cumplimiento a esta norma atroz y matan un corcel para darse una panzada. Don Gonzalo no ha hablado en cachondeo. Apenas alcanzan los frailes a ponerlos en paz con Dios y el nudo corredizo que pende de algún árbol próximo se encarga de demostrarles la ingenuidad de su creencia. Y no es porque Jiménez de Quesada sea cruel. En esta lucha primitiva contra la naturaleza, la vida de un equino puede llegar a valer más que la de un hombre. Aterrador pero cierto. Un cristiano escasamente puede salvar su propia vida. Un caballo puede salvar muchas. Ese caballo, cuya vida defiende bárbaramente Quesada, es lo que hoy sería una estrafalaria simbiosis de camión, coche, ambulancia, ómnibus y tanque de guerra. En consecuencia, hay que defenderlo a muerte. Y eso es lo que hace Quesada.
Pero todo aquello no es lo peor. El indomable don Gonzalo tiene también que defenderse contra los que quieren morirse. Los que, ya exasperados, se tumban contra un madero podrido a la espera de que se inicie la competencia de la inanición, de las hormigas, de las sabandijas, de los ofidios y los tigres por ver quién arrebata primero al desdichado de esta vida. A esos tales no se les puede castigar. Con ellos es preciso razonar.
En cambio, hay una situación que se torna habitual y es tolerada porque a nadie causa estrago y sí remedia muchos males. Es que cuando un compañero se aproxima a la muerte, los frailes le rezan todo el repertorio de responsos y lo envían en paz al juicio de Dios. Pero no se le da cristiana sepultura. O mejor, sí se le da, pero en los estómagos de los sobrevivientes quienes, con lo que resta de sus magras carnes, se dan un festín, no tan suculento como el que deparan los caballos, pero de todas maneras mejor y más saludable que la dieta cotidiana de murciélagos, batracios y parientes cercanos de la especie antropoide.
El más importante de los encuentros entre la expedición fluvial y la terrestre tiene lugar en el sitio de Tora de las Barrancas Bermejas, que es oportunamente divisado por Gallegos y del cual este capitán español da rápido aviso a Quesada quien, acaso guiado por una certera intuición, desvía su ruta sin vacilar hacia allá.
Allí se reúnen todos. Y la intuición del capitán Quesada sigue funcionando a toda máquina. Ve labranzas. Ve trochas con huellas inocultables de trasiego. Se entera de ríos que caen a la gran arteria acuática. En consecuencia, ordena exploraciones que por el momento no hallan cosa alguna. Decaen todos los ánimos, salvo el suyo que les devuelve la fe descaecida.
Y llega por fin el aviso prodigioso. Dos tenientes, Albarracín y Cardoso, que han avanzado por una trocha con el fin de explorarla, traen consigo los dos indicios mágicos, las dos pistas infalibles: mantas de algodón y panes de sal. Mantas de un algodón terso, bien hilado y mejor tejido; panes de una sal nívea y pura. No hay duda: se trata de dos testimonios de una civilización 1 000 veces superior a todo lo que han conocido hasta ahora, que no es nada diferente de las bárbaras tribus caribes, no inocentes de antropofagia, y de los chimilas y otros pueblos ribereños. Luego regresa el capitán Sanmartín ya ataviado con una vistosa manta de algodón y enarbolando un pan de sal a manera de enseña victoriosa. Quesada deja a un lado todas las dudas. Da orden de avanzar.
Siguen por un tiempo las penalidades, debidas sobre todo a un incremento arrasador de las lluvias. La tropa vuelve a la deglución de las más inmundas alimañas. Se comen un perro fiel que venía siguiéndolos desde Tora de las Barrancas Bermejas. Pero pronto mejora la situación. Menguan las lluvias y los españoles van llegando a parajes más hospitalarios. Encuentran bohíos donde hay sal, abundancia de maíz, turmas, yuca y frisoles. Jubilosos, Quesada y sus soldados sienten que están dejando atrás los territorios de la barbarie. Vuelven a la Tora, y allí don Gonzalo decide la expedición definitiva a través de la serranía del Opón. Advierte a su lugarteniente Gallegos que si en seis meses no regresa, puede dar por desaparecido todo el contingente y volver a Santa Marta. Parte con 200 hombres, que más merecen ser llamados espectros que seres vivientes. A medida que avanzan, hay un elemento que los vivifica. El aire abrasador y pegajoso del río va quedando atrás y se va tibiando suavemente. Cuando llegan al Valle de la Grita sólo quedan 170 de los 200 que partieron de las Barrancas Bermejas. Atisban el panorama. Ven profusión de bohíos y ven columnas de humo. Una gratificante sensación de paz y de sosiego invade el ánimo de estos héroes macilentos. Y siguen adelante hasta que tienen ante sus ojos el que, por su intensa profusión de bohíos mereció ser llamado el Valle de los Alcázares. El valle, cuya evocación consagró a ese infatigable versificador que fue el beneficiado Juan de Castellanos como un hondo y auténtico poeta que interpretó el gozo infinito de los españoles ante el hallazgo de esta comarca privilegiada, no tanto en los archisabidos versos que tanto hemos repetido (“Tierra buena, tierra buena”, etc.), como en aquel maravilloso que es la más afortunada síntesis de esta gran explosión de alegría:
“¡Tierra donde se ve gente vestida!”
Ya en la delgada atmósfera del altiplano bienhechor se perfilaban las 12 chozas de la futura Santafé de Bogotá.
LA FUNDACIÓN DE SANTAFÉ
Dentro del proceso de conquista y población, el acto de fundar ciudades era capital y era, a la vez, militar, jurídico y político, cargado también de un profundo significado religioso. Puede afirmarse que los tres instrumentos claves del fenomenal proyecto conquistador fueron: la cruz, la espada y la urbs 1. Mediante la fundación de centros urbanos, el Imperio español refrendaba y reafirmaba su poder y su presencia en estos nuevos dominios. Ningún otro imperio en la historia de la humanidad, fundó tantas ciudades como el español. De ahí que, como lo anotábamos en párrafos anteriores, fue ese el elemento que marcó la diferencia esencial entre la actuación de los españoles y los alemanes en la conquista de América. La decisión de los primeros de crear una estructura de siglos se caracterizó por la fundación de ciudades. Los segundos no crearon un solo núcleo urbano y fue esa la causa fundamental de la brevedad de su tránsito por este continente.
Decía proféticamente el cronista López de Gómara a comienzos del siglo xvi: “Quien no poblare no hará buena conquista, y no conquistando la tierra, no se convertirá la gente, así que la máxima del conquistador debe ser poblar”.
Habíamos dejado a Quesada en la antesala de su ingreso a estas sorprendentes comarcas de clima suave y bienhechor. El valeroso capitán español llegó por el Norte, vale decir, por “los pueblos de la sal”: Nemocón, Tausa y Zipaquirá. El 22 de marzo de 1537, Quesada y sus hombres tuvieron ante sí el espectáculo de la sabana. Los conquistadores llegaron a Chía y el 5 de abril a Suba. Desde las lomas de ese sector atisbaron buena parte de la altiplanicie, y la vista de los numerosos y apretados bohíos les inspiró la denominación que le dieron, y que desde entonces se hizo célebre: el “Valle de los Alcázares”. Casualmente, ese 5 de abril se cumplió un año de la partida de estos intrépidos desde Santa Marta rumbo a lo desconocido. Habían emprendido el viaje 750 hombres. Un año más tarde, sólo 166 soldados harapientos y famélicos acompañaban a don Gonzalo Jiménez de Quesada en su arribo a estas tierras cuyos aires tonificantes ya empezaban a devolverles el vigor, 584 habían sucumbido mientras remontaban el Río Grande de la Magdalena, asaltados sin tregua por víboras y alimañas mortíferas, devorados por fieras o asediados por indios feroces.
Desde los cerros de Suba, Quesada divisó una población empalizada que se llamaba Muequetá o Bogotá y que desde 1819 se llamó Funza, cuyo asiento era una hondonada cenagosa. Era esta ranchería la capital del zipazgo. Decía un cronista: “Era la tierra del más principal señor que hay en ella, que se dice Bogotá”. La pronunciación original parece haber sido “Bacatá” o “Facatá” 2. El lugar no era propiamente un conjunto urbano en el estricto sentido del vocablo. El máximo grado que los muiscas habían alcanzado en materia de desarrollo urbano era el de cierta aglomeración de viviendas en torno a la de un cacique. El zipa era el jefe supremo de una federación de cacicazgos que a su vez constituían una forma incipiente de Estado o nación.
El itinerario posterior que siguieron los españoles, como en muchos otros casos de la Conquista, bien podría denominarse “el itinerario de la codicia”. A sus oídos llegaban noticias sobre tesoros fabulosos y eran dichos rumores la brújula que los guiaba por estas tierras. Desde Bogotá, Quesada dirigió su ejército hacia el Norte recogiendo entre los indios oro y esmeraldas. Bien pronto supo de un “criadero de esmeraldas” situado en la región de Somondoco. Sin vacilar envió allí al capitán Pedro Hernández de Valenzuela, quien retornó con un óptimo botín y con la noticia de la existencia de una brecha en la cordillera que, según supo, conducía a unas llanuras infinitas ubicadas hacia el Oriente. Aguijoneado por la posibilidad de que en aquellas vastas comarcas pudiera estar El Dorado, Quesada encomendó al capitán Juan Tafur la misión de practicar un reconocimiento.
Poco después, Quesada recibió otra noticia acerca de otro cacique opulento, el zaque, conocido como Quemuenchatocha. Sin tardanza se dirigió a Hunza o Tunja, sede del zaque, a quien redujo a cautividad, y donde tomó un espléndido botín 3. De allí pasó a Sugamuxi o Sogamoso, gran centro litúrgico de culto al sol, y capturó otro cuantioso botín. A continuación, volvió al “Valle de los Alcázares” y allí depositó el oro en la llamada “Caja del Común”. A fines de 1537 le llegaron más noticias estimulantes. Según le informaron, había hacia el Sur un valle llamado “de las Minas” (Neiva), donde abundaban las riquezas. La información resultó falsa; el viaje fue penoso y estéril en resultados y Quesada rebautizó la región con el deprimente nombre de “Valle de las Tristezas”.
Al regreso a Bacatá se le volvió a despertar la codicia con renovado furor. Muerto el zipa Tisquesusa, fue elegido como heredero un caudillo altivo y aguerrido a quien llamaban Sagipa y Saxajipa. Sagipa hurtó el cuerpo a sus perseguidores, quienes enloquecían por dar con el paradero del tesoro de Tisquesusa. Pero finalmente fue capturado por los españoles, a los que, aún cautivo, siguió burlando. Sus indios empezaron a traer apetitosas cargas de oro para llenar con ellas un aposento similar al que, una vez lleno del precioso metal, iba a salvar la vida de Atahualpa. Sin embargo, de pronto la estancia quedó vacía. Los taimados indígenas se habían ingeniado trazas para volver a llevarse poco a poco el oro. Enfurecido, Quesada dio tormento a Sagipa hasta matarlo. No logró obtener ni el más mínimo indicio del tesoro, cuyo paradero es un misterio todavía hoy, después de cuatro siglos y medio.
A pesar de este insuceso, Quesada y sus hombres ya habían conseguido amontonar una cantidad muy apreciable de oro y esmeraldas. Hasta ahora el fruto de la empresa se había considerado propiedad común; con toda la gravedad del caso se procedió a repartirlo. Concluido este primer periplo de saqueo y rapiña, los conquistadores trazaron otros planes. Ya era hora de buscar el lugar más apropiado para fundar allí un núcleo urbano que sirviera de asiento permanente a los españoles. En un principio, Quesada despachó dos comisiones a fin de que exploraran diversas zonas. Una se dirigió hacia el occidente de Bacatá y la otra hacia el oriente. Esta última encontró un caserío llamado Teusaquillo 4, situado al pie del cerro y bien provisto de agua, leña y tierras propicias para huertas 5. El villorrio estaba ubicado alrededor de una residencia de recreo del zipa a lado y lado de la quebrada de San Bruno, afluente del río San Francisco, a la altura de la actual carrera 2.a con calle 13. El informe de la comisión que descubrió este lugar fue ampliamente favorable y, en efecto, allí se situó el primer asentamiento español, que posteriormente se llamó “Pueblo Viejo”, y que pronto se convirtió en una zona de vivienda indígena 6.
Aunque las instrucciones más detalladas para la fundación de ciudades sólo fueron recopiladas y promulgadas en 1570, ya desde 1516 había algunas básicas que se referían con especial énfasis a la necesidad de buscar lugares bien abastecidos de agua, leña, materiales de construcción y “gente natural”. Otro factor que siempre se tuvo presente consisitió en que el sitio elegido ofreciera facilidades para guarecer la futura urbe contra posibles ataques de indígenas. Desde luego, esta consideración se tuvo en cuenta para la fundación de Santafé en las estribaciones de los cerros. No obstante, todo hace suponer que en la elección de dicho paraje pesaron más otras razones, tales como la ya mencionada del agua y otros materiales, como la piedra y la leña, así como la protección contra los vientos. Además, los españoles ya habían observado los graves problemas que presentaba la sabana abierta, a la sazón anegadiza y cenagosa en extremo. Por lo tanto, se imponía la elección de un sector seco y que no ofreciera estos graves riesgos. Por otra parte, la abundancia de ríos que bajaban de la cordillera, y su bien pronunciado declive, permitieron su aprovechamiento para la obtención de energía hidráulica, que permitió la proliferación de molinos y, por ende, el abastecimiento regular de pan.
No existe acta de la fundación de Bogotá. Numerosos historiadores y cronistas han recogido la tradición según la cual dicha fundación tuvo lugar el 6 de agosto de 1538, día de la Transfiguración. Según esa tradición, ese día se ofició la primera misa por el sacerdote fray Domingo de las Casas, y se bautizó el reino de los muiscas con el nombre de Nuevo Reino de Granada y el rancherío con el de Santafé. Dice Castellanos:
“Fundaron luego doce ranchos pajizos que bastaban por entonces para recoger la gente toda”.
Y narra así fray Pedro Simón la pomposa ceremonia en que Jiménez de Quesada tomó posesión de estas tierras en nombre de la corona:
“Fue el General con los más de sus capitanes y soldados al puesto y estando todos juntos el Gonzalo Jiménez se apeó del caballo y arrancando algunas yerbas y paseándose por él, dijo que tomaba posesión de aquel sitio y tierra en nombre del invictísimo emperador Carlos Quinto, su señor, para fundar allí una ciudad en su mismo nombre, y subiendo luego en su caballo, desnudó la espada diciendo que saliese si había quién contradijese aquella fundación porque él la fundaría con sus armas y caballos”.
Vino luego la primera y solemne misa que, según la tradición, se ofició en una choza pajiza que, en tal caso, habría sido la primera catedral, unos pasos al sur de donde está la actual, que sería la cuarta. Según las nuevas versiones, dicha ceremonia tuvo lugar en la capilla del Humilladero, situada en la Plaza de las Yerbas (hoy Parque de Santander).
Sin embargo, en los últimos años se ha suscitado una interesante polémica en torno al lugar y fecha de la fundación. Los archivos del Cabildo desaparecieron. Pedro Simón no habla de las doce chozas y Castellanos es en extremo parco al respecto.
Juan Friede, uno de los más concienzudos investigadores de nuestra historia colonial, fue el primero que puso en duda el 6 de agosto de 1538 como fecha oficial de la fundación. En ese punto lo ha acompañado el sabio urbanista e investigador Carlos Martínez.
La conclusión esencial a que se ha llegado es que ésta, que podríamos llamar primera fundación, fue a todas luces incompleta, por cuanto en ella no se cumplieron las formalidades jurídicas de rigor. No se constituyó un cabildo, no se nombraron alcaldes y regidores, no se hizo el trazado inicial de la ciudad. Tampoco se cumplió el tradicional requisito de hincar en la mitad de la futura plaza el rollo y sitio para aplicar los castigos legales. En otras palabras, la fundación era tenida como el paso de la conquista a la colonización; de la autoridad militar (Castrum) a la civil (Civitas). Y ninguna de estas condiciones se cumplió en esta primera fundación. Por eso dice Castellanos:
“El General Jiménez de Quesada no hizo de Cabildo nombramiento, ni puso más justicia que a su hermano”.
Y por su parte, fray Pedro Simón anota:
“Aunque tuvo sus principios esta ciudad, como y cuando hemos dicho, y se le puso el nombre referido al reino y a ella, no nombró entonces el general Quesada justicia ni regidores, ni puso rollo, ni las demás cosas importantes al gobierno de una ciudad”.
El concepto español básico en cuanto a fundación de ciudades era que éstas fueran efectivos centros de poblamiento. Ese concepto lo tuvo especialmente claro Belalcázar quien, no por casualidad, fue el poblador por excelencia al fundar las ciudades de Cali, Popayán y Quito. En cambio, todo conduce a pensar que esta primera fundación de Santafé fue simplemente un asentamiento militar. También, como queda dicho, hay dudas sobre el lugar en que ocurrió, aunque existen fuertes indicios de que los españoles bajaron de Teusaquillo, en las estribaciones de los cerros, a la explanada más próxima (Plaza de las Yerbas), que era el centro de mercado de los indios, para oír allí la primera misa.
Se ha afirmado que, aunque letrado, Quesada poco sabía de asuntos de fundaciones, y que fue Belalcázar, cuando se reunieron en la sabana, quien lo asesoró para la segunda y definitiva fundación. Por otro lado, es muy probable que en las imperfecciones de la primera fundación haya influido el hecho de ser Quesada subalterno de Fernández de Lugo quien, al partir la expedición de Santa Marta, había delegado en Quesada atribuciones militares, mas no civiles. Las capitulaciones las había celebrado la corona con Fernández de Lugo y no con Quesada, por lo cual este último no estaba autorizado para fundar ciudades 7. Sólo a la muerte del primero, acaecida a principios de 1539, Quesada se sintió investido de las atribuciones civiles que le permitían dar bases jurídicas a la fundación de la ciudad.
“La definitiva, es decir, la fundación jurídica de Santafé, fue hecha en abril de 1539” 8, afirma Juan Friede. El capitán Honorato Vicente Bernal, lugarteniente de Federman, quien estuvo presente, dio fe de que el acontecimiento tuvo lugar el 27 de abril y que ese mismo día se nombraron alcaldes y regidores. Tanto Flórez de Ocariz, como Simón, Castellanos y Fernández de Piedrahíta coinciden en que esta ceremonia se cumplió con la debida solemnidad. Se perfeccionó el acto de posesión, se trazaron calles y señalaron solares y se delimitó la Plaza Mayor, exactamente en el área que hoy ocupa la de Bolívar. Los solares fueron adjudicados a los vecinos, según su importancia, cerca o lejos de la plaza.
La dualidad que representaron estas dos fundaciones trajo inicialmente como consecuencia un inconveniente fenómeno de bipolaridad, ya que, mientras el centro real de la ciudad era la Plaza de las Yerbas (sitio del mercado), el centro oficial era la Plaza Mayor. Esta situación se mantuvo hasta que en la década de los cincuenta, el obispo Juan de los Barrios impulsó el traslado del centro de gravedad de la urbe hacia la Plaza Mayor, mediante la erección de la iglesia catedral y el desplazamiento del mercado hacia allí.
Sin embargo, pese a la segunda fundación, los problemas de Quesada siguieron. Aún estaba inseguro sobre su jurisdicción y atribuciones. Una vez partidos Belalcázar y Federman, Quesada también salió para España y dejó su territorio en manos de su hermano Hernán Pérez de Quesada, que era mucho más un conquistador que un colonizador y poblador y que, en consecuencia, repartió encomiendas y tierras con un criterio arbitrario y anárquico, opuesto a cualquier sano concepto de población.
Después de la partida de Quesada quedaron en Santafé unos 100 españoles (vecinos), entre quienes se repartieron unas 25 manzanas de cuatro solares por cada una. Los solares que circundaban la Plaza Mayor estaban divididos en ocho secciones cada uno, pero, en cambio, daban mayor categoría social a sus moradores.
Durante mucho tiempo hubo dentro de la ciudad vastos lotes sin edificar. Esta disponibilidad de tierra, que se incrementaba con los solares traseros de las casas, tuvo varias ventajas:
Permitió el autoabastecimiento de algunos productos agrícolas como frutas y hortalizas en los huertos domésticos.
Permitió también la cría de animales para consumo familiar, como gallinas, cerdos y carneros.
De estas crías y cultivos se derivaron importantes ingresos para los moradores de las casas.
Aunque los vecinos de mayor jerarquía fueron beneficiados con los lotes más próximos a la plaza, al principio se presentó en esto una cierta dualidad, puesto que en los primeros años se reputó como más importante la de las Yerbas. Prueba de ello es que en su marco estuvieron ubicadas las residencias de Jiménez de Quesada y del capitán Juan Muñoz de Collantes. Desde luego, aunque esta plaza conservó siempre un rango muy alto dentro del esquema urbano, la Mayor, por las razones anotadas, conquistó el primerísimo.
Frente a otras plazas mayores hispanoamericanas, la de Santafé presentó desde el comienzo el rasgo sui géneris de estar trazada sobre un terreno inclinado de Oriente a Occidente. Asimismo, vale recordar que su ubicación equidista exactamente de los ríos Vicachá (San Francisco) y Manzanares (San Agustín). Sin embargo, en lo esencial presenta similitudes que la hacen virtualmente idéntica a las demás, como puede observarlo cualquier visitante corriente. Como en el Zócalo mexicano, como en la Plaza de Armas de Lima, la Plaza Mayor de Santafé agrupó en los cuatro costados de su espacio las sedes de los grandes poderes. Allí se irguió la catedral, y allí también los edificios.
Tanto los ríos que enmarcaban la Plaza Mayor como otros que también bajaban de las montañas, seguían su curso en declive y por lo tanto con una apreciable velocidad, lo que determinó que los cauces fueran particularmente profundos. Por consiguiente, los ríos se convirtieron en barreras naturales. Desde los albores mismos de la ciudad fue preciso construir puentes que la integraran e impidieran la formación de una ciudad de islas incomunicadas.
Siendo los ríos, barreras naturales de la ciudad, por largo tiempo las únicas vías de acceso y salida fueron los puentes de San Francisco, San Agustín y San Victorino. Este factor resultó ampliamente ventajoso en cuanto a que permitió un control eficaz sobre el recaudo de contribuciones derivadas del ingreso de bestias y otras mercaderías.
En cuanto a las calles, como aún hoy puede observarse, fueron trazadas de acuerdo con un esquema rectangular de manzanas cuadradas. Desde el principio se implantó la medida de aproximadamente 100 metros “por cada lienzo de cuadra”. Las calles de travesía (oriente-occidente) tuvieron siete metros de ancho y las actuales carreras 10 metros.
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Notas
- 1. Dice Marckman: “La institución introducida en América con que el conquistador remató la faena pasmosa de la espada y el misionero su tarea divina de la cruz fue la ciudad, la Urbs”. Marckman, Sidney D., El paisaje urbano dominicano de los pueblos de indios en el Chiapas colonial, en Hardoy & Schaedel, Las ciudades de América Latina y sus áreas de influencia a través de la historia, Ediciones SIAP, 1975, Buenos Aires.
- 2. Triana, Miguel, quien hace la precisión sobre el término: “Descomponiendo la palabra en sus componentes idiomáticos, resulta Fac-a-ta o sea lo que está fuera de la labranza. En otros documentos primitivos se encuentra, como siempre, imprecisión en la denominación del sitio: Gogota o Bocotoya.
- 3. El tesoro del zaque, según las crónicas, ascendió a 136 500 pesos de oro fino; 14 000 de oro bajo y 280 esmeraldas. Friede, Juan, “La conquista del territorio y del poblamiento”, en Manual de historia, tomo 1, Colcultura, 1978, págs. 144 y ss.
- 4. Según los distintos cronistas, presentan una variación en el nombre, como sucede con muchos toponímicos de origen indígena. Aguado menciona un “lugarejo de indios llamado Teusacá”, Fernández de Piedrahíta habla de “thybzaquillo, pueblo pequeño”.
- 5. Martínez, Carlos, Reseña urbanística sobre la fundación de Santafé en el Nuevo Reino de Granada, 1973, Litografía Arco, pág. 36.
- 6. Ibíd., págs. 40-41.
- 7. En la instrucción para la jornada expedida el 4 de abril de 1536 se puede leer: “Por la presente nombro por mi teniente general al licenciado Jiménez de la gente, así de pie como de caballo. Con la expresa advertencia de no extralimitarse en sus poderes no vaya; ni pase en cosa alguna ni en parte de ello los capítulos sobredichos, so pena de la vida y perdimiento de todos sus bienes”. Discurso leído por Carlos Martínez en la Sesión Ordinaria de la Academia Colombiana de Historia, 18 de marzo de 1975.
- 8. Friede, Juan, Los chibchas bajo la dominación española, La Carreta Editores, 1974, pág. 119.