- Botero esculturas (1998)
- Salmona (1998)
- El sabor de Colombia (1994)
- Wayuú. Cultura del desierto colombiano (1998)
- Semana Santa en Popayán (1999)
- Cartagena de siempre (1992)
- Palacio de las Garzas (1999)
- Juan Montoya (1998)
- Aves de Colombia. Grabados iluminados del Siglo XVIII (1993)
- Alta Colombia. El esplendor de la montaña (1996)
- Artefactos. Objetos artesanales de Colombia (1992)
- Carros. El automovil en Colombia (1995)
- Espacios Comerciales. Colombia (1994)
- Cerros de Bogotá (2000)
- El Terremoto de San Salvador. Narración de un superviviente (2001)
- Manolo Valdés. La intemporalidad del arte (1999)
- Casa de Hacienda. Arquitectura en el campo colombiano (1997)
- Fiestas. Celebraciones y Ritos de Colombia (1995)
- Costa Rica. Pura Vida (2001)
- Luis Restrepo. Arquitectura (2001)
- Ana Mercedes Hoyos. Palenque (2001)
- La Moneda en Colombia (2001)
- Jardines de Colombia (1996)
- Una jornada en Macondo (1995)
- Retratos (1993)
- Atavíos. Raíces de la moda colombiana (1996)
- La ruta de Humboldt. Colombia - Venezuela (1994)
- Trópico. Visiones de la naturaleza colombiana (1997)
- Herederos de los Incas (1996)
- Casa Moderna. Medio siglo de arquitectura doméstica colombiana (1996)
- Bogotá desde el aire (1994)
- La vida en Colombia (1994)
- Casa Republicana. La bella época en Colombia (1995)
- Selva húmeda de Colombia (1990)
- Richter (1997)
- Por nuestros niños. Programas para su Proteccion y Desarrollo en Colombia (1990)
- Mariposas de Colombia (1991)
- Colombia tierra de flores (1990)
- Los países andinos desde el satélite (1995)
- Deliciosas frutas tropicales (1990)
- Arrecifes del Caribe (1988)
- Casa campesina. Arquitectura vernácula de Colombia (1993)
- Páramos (1988)
- Manglares (1989)
- Señor Ladrillo (1988)
- La última muerte de Wozzeck (2000)
- Historia del Café de Guatemala (2001)
- Casa Guatemalteca (1999)
- Silvia Tcherassi (2002)
- Ana Mercedes Hoyos. Retrospectiva (2002)
- Francisco Mejía Guinand (2002)
- Aves del Llano (1992)
- El año que viene vuelvo (1989)
- Museos de Bogotá (1989)
- El arte de la cocina japonesa (1996)
- Botero Dibujos (1999)
- Colombia Campesina (1989)
- Conflicto amazónico. 1932-1934 (1994)
- Débora Arango. Museo de Arte Moderno de Medellín (1986)
- La Sabana de Bogotá (1988)
- Casas de Embajada en Washington D.C. (2004)
- XVI Bienal colombiana de Arquitectura 1998 (1998)
- Visiones del Siglo XX colombiano. A través de sus protagonistas ya muertos (2003)
- Río Bogotá (1985)
- Jacanamijoy (2003)
- Álvaro Barrera. Arquitectura y Restauración (2003)
- Campos de Golf en Colombia (2003)
- Cartagena de Indias. Visión panorámica desde el aire (2003)
- Guadua. Arquitectura y Diseño (2003)
- Enrique Grau. Homenaje (2003)
- Mauricio Gómez. Con la mano izquierda (2003)
- Ignacio Gómez Jaramillo (2003)
- Tesoros del Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario. 350 años (2003)
- Manos en el arte colombiano (2003)
- Historia de la Fotografía en Colombia. Museo de Arte Moderno de Bogotá (1983)
- Arenas Betancourt. Un realista más allá del tiempo (1986)
- Los Figueroa. Aproximación a su época y a su pintura (1986)
- Andrés de Santa María (1985)
- Ricardo Gómez Campuzano (1987)
- El encanto de Bogotá (1987)
- Manizales de ayer. Album de fotografías (1987)
- Ramírez Villamizar. Museo de Arte Moderno de Bogotá (1984)
- La transformación de Bogotá (1982)
- Las fronteras azules de Colombia (1985)
- Botero en el Museo Nacional de Colombia. Nueva donación 2004 (2004)
- Gonzalo Ariza. Pinturas (1978)
- Grau. El pequeño viaje del Barón Von Humboldt (1977)
- Bogotá Viva (2004)
- Albergues del Libertador en Colombia. Banco de la República (1980)
- El Rey triste (1980)
- Gregorio Vásquez (1985)
- Ciclovías. Bogotá para el ciudadano (1983)
- Negret escultor. Homenaje (2004)
- Mefisto. Alberto Iriarte (2004)
- Suramericana. 60 Años de compromiso con la cultura (2004)
- Rostros de Colombia (1985)
- Flora de Los Andes. Cien especies del Altiplano Cundi-Boyacense (1984)
- Casa de Nariño (1985)
- Periodismo gráfico. Círculo de Periodistas de Bogotá (1984)
- Cien años de arte colombiano. 1886 - 1986 (1985)
- Pedro Nel Gómez (1981)
- Colombia amazónica (1988)
- Palacio de San Carlos (1986)
- Veinte años del Sena en Colombia. 1957-1977 (1978)
- Bogotá. Estructura y principales servicios públicos (1978)
- Colombia Parques Naturales (2006)
- Érase una vez Colombia (2005)
- Colombia 360°. Ciudades y pueblos (2006)
- Bogotá 360°. La ciudad interior (2006)
- Guatemala inédita (2006)
- Casa de Recreo en Colombia (2005)
- Manzur. Homenaje (2005)
- Gerardo Aragón (2009)
- Santiago Cárdenas (2006)
- Omar Rayo. Homenaje (2006)
- Beatriz González (2005)
- Casa de Campo en Colombia (2007)
- Luis Restrepo. construcciones (2007)
- Juan Cárdenas (2007)
- Luis Caballero. Homenaje (2007)
- Fútbol en Colombia (2007)
- Cafés de Colombia (2008)
- Colombia es Color (2008)
- Armando Villegas. Homenaje (2008)
- Manuel Hernández (2008)
- Alicia Viteri. Memoria digital (2009)
- Clemencia Echeverri. Sin respuesta (2009)
- Museo de Arte Moderno de Cartagena de Indias (2009)
- Agua. Riqueza de Colombia (2009)
- Volando Colombia. Paisajes (2009)
- Colombia en flor (2009)
- Medellín 360º. Cordial, Pujante y Bella (2009)
- Arte Internacional. Colección del Banco de la República (2009)
- Hugo Zapata (2009)
- Apalaanchi. Pescadores Wayuu (2009)
- Bogotá vuelo al pasado (2010)
- Grabados Antiguos de la Pontificia Universidad Javeriana. Colección Eduardo Ospina S. J. (2010)
- Orquídeas. Especies de Colombia (2010)
- Apartamentos. Bogotá (2010)
- Luis Caballero. Erótico (2010)
- Luis Fernando Peláez (2010)
- Aves en Colombia (2011)
- Pedro Ruiz (2011)
- El mundo del arte en San Agustín (2011)
- Cundinamarca. Corazón de Colombia (2011)
- El hundimiento de los Partidos Políticos Tradicionales venezolanos: El caso Copei (2014)
- Artistas por la paz (1986)
- Reglamento de uniformes, insignias, condecoraciones y distintivos para el personal de la Policía Nacional (2009)
- Historia de Bogotá. Tomo I - Conquista y Colonia (2007)
- Historia de Bogotá. Tomo II - Siglo XIX (2007)
- Academia Colombiana de Jurisprudencia. 125 Años (2019)
- Duque, su presidencia (2022)
Desarrollo urbano y demográfico
Viñeta del siglo xvii de Felipe Guamán Poma de Ayala, que muestra el entorno arquitectónico de la Plaza Mayor de Santafé de Bogotá. Se ve la ruta hacia San Victorino, que era la entrada o la salida de la ciudad por occidente, por donde los viajeros partían rumbo a Honda, el más importante puerto fluvial sobre el Magdalena durante la Colonia y el siglo xix.
Primer plano de Santafé de Bogotá y su provincia, levantado en el año de 1584 por Diego de Torres y Moyachoque, quien viajó a España a reclamar sus derechos ante Felipe II. El mapa formaba parte de su alegato jurídico.
Santafé de Bogotá, 1772. De sur a norte, al oriente: fábrica de pólvora y barrios Santa Bárbara y Belén. Al occidente: iglesia y convento de San Agustín, batallón auxiliar, río San Agustín, Colegio San Bartolomé, iglesia de San Ignacio, capilla del Sagrario, Catedral, Plaza Mayor, Santo Domingo, Colegio del Rosario, Hospital San Juan de Dios, iglesia La Candelaria; barrios de La Catedral, San Jorge, El Príncipe. Suroriente: iglesias de Nuestra Señora de la Peña, Guadalupe y Monserrate, río San Francisco, iglesia de San Francisco, iglesia y parroquia de Las Aguas, iglesia de la Veracruz, barrios Las Nieves y San Victorino, iglesia de San Diego.
Tercera catedral de Santafé, que sería reemplazada por la estructura definitiva en 1815.
Capilla de Nuestra Señora del Carmen en la esquina de los Tres Puentes. La iglesia se edificó en el siglo xvii. Óleos de Luis Núñez Borda.
Casa del célebre pintor santafereño Gregorio Vásquez de Arce y Ceballos, e iglesia de La Candelaria.
Capilla de Mi padre Jesús e iglesia de San Agustín, a lo largo de la Calle Real. Óleos de Luis Núñez Borda.
Ronda del río San Francisco, cuyo lecho (hoy bajo la avenida Jiménez) era la línea de referencia más importante de Santafé.
El gran pintor colonial Gregorio Vásquez realizaba buena parte de sus obras por encargos de las comunidades religiosas de Santafé. La escena representa el momento en que el artista entrega dos de sus cuadros a los padres agustinos. Óleo de Gregorio Vásquez. Museo de Arte Colonial, Bogotá.
Eustaquio Galavís Hurtado, alcalde y regidor de Bogotá en 1794, uno de los personajes más influyentes de la ciudad durante cuatro décadas. Algunos de sus descendientes fueron también alcaldes de la ciudad. Óleo de Joaquín Guitérrez. Museo de Arte Colonial, Bogotá.
Miguel Masústegui y Calzada, Dignidad Maestre Escuela de la Santa Iglesia Catedral Metropolitana de Santafé, delicado escritor y ensayista. El doctor Masústegui y Calzada fue también rector de El Rosario en cuatro oportunidades: 1745, 1763-1766, 1769-1773, 1778-1778. Óleo de autor desconocido. Colegio del Rosario, Bogotá.
Las calles de Santafé comenzaron a ser empedradas muy tardíamente, en la segunda mitad del siglo xviii.
Patio del convento de los franciscanos en la época colonial. El convento fue sede de la Gobernación de Cundinamarca desde 1823 hasta 1917, en que se demolió la edificación colonial para dar paso al Palacio de la Gobernación.
Patio del convento de Santo Domingo, quizá la edificación colonial de arquitectura más elaborada y cuidadosa. A partir de 1823 se convirtió en la sede del Congreso Nacional, hasta 1890 en que las cámaras legislativas se mudaron al Capitolio Nacional. Entonces el convento de Santo Domingo fue adecuado como Edificio de los Correos, papel que desempeñó hasta 1938, año en que, en medio de grandes protestas, fue demolido. Su lugar lo ocupó el actual edificio Murillo Toro. Óleos de Luis Núñez Borda.
Calle 11. El caño y la pendiente, dos elementos esenciales para el desagüe y la limpieza de la Bogotá colonial. Óleo de Luis Núñez Borda.
Parada militar en la Plaza de Bolívar hacia 1880. Aquí se celebraban además, corridas de toros, el mercado dominical y las principales manifestaciones políticas y religiosas. Óleo de Luis Núñez Borda.
El retablo de la iglesia de San Francisco, encargado en 1622 al tallador español Ignacio García de Asucha, es una verdadera obra maestra del barroco americano. Tiene un cuerpo y un sobrecuerpo, en calles separadas por pares de columnas “melcochadas”. La iglesia de San Francisco fue construida entre 1585 y 1595, año en el que fue erigida como templo, el 29 de septiembre, por la comunidad de los padres de San Francisco de Asís. La iglesia estaba situada en la orilla norte del río Viracachá, que fue llamado San Francisco por los conquistadores, y enfrente de la Plaza de las Yerbas, que el presidente Andrés Venero de Leyva bautizó como Plaza de San Francisco en 1572. Su ubicación actual es sobre la avenida Jiménez con la carrera 7.a. Esta iglesia originó un importante desarrollo de Santafé hacia el norte, hasta la actual calle 24. La iglesia fue consagrada el 26 de marzo de 1794 por Baltasar Jaime Martínez de Compañón, arzobispo de Santafé.
El retablo mayor del templo de Santa Clara, además de sus detalles inconfundiblemente barrocos, muestra asimismo un aspecto renacentista, al igual que los de San Ignacio de Bogotá y Tunja. La iglesia de Santa Clara se erigió el 7 de enero de 1629, año de fundación de la comunidad de las clarisas en Santafé, y fue consagrada en 1647. Su exterior está formado de enormes muros de piedra bruta. A mediados de los años setenta del siglo xx, el Estado colombiano adquirió de las clarisas los edificios de la iglesia y del convento, que fueron restaurados y reabiertos en 1983 como museo al público y como centro de restauración. La Iglesia Museo de Santa Clara, además de ser una de las joyas arquitectónicas de la capital, es uno de los sitios más visitados por los turistas y por los habitantes. Su colección está integrada por 112 pinturas, 24 esculturas, 9 retablos y varios murales, todo ello de los siglos xvii y xviii. En el interior del templo destacan valiosos detalles como la bóveda, pintada al temple sobre madera, los muros recubiertos por enchapes de madera en relieves dorados, y un gran arco con pintura mural que separa el presbiterio de la nave.
La riqueza de los altares de las iglesias coloniales de Santafé, y su concepción barroca, son la característica de estos templos. Altar menor lateral de la iglesia de San Ignacio, conocido como Altar de Nuestra Señora de Loreto.
Altar de la iglesia de Santa Clara. Retablos de finales del siglo xvii.
La capilla de la Peña se construyó a fines del siglo xvii en el sitio donde la tradición afirma que hubo una aparición de la Sagrada Familia.
La ermita de Monserrate, tal como fue construida en 1620 por don Bruno de Valenzuela.
La iglesia de San Ignacio no sólo es la más importante obra arquitectónica colonial, sino uno de los lugares emblemáticos del centro histórico de Bogotá. Se empezó a construir en 1610, se inauguró en 1635 y fue terminada en 1691. Su cúpula original quedó destruida por el terremoto de 1763. La cúpula actual data de 1795.
El Camarín del Carmen construido en el siglo xvii, es uno de los rincones más característicos del centro de la ciudad, y dio el nombre a la calle que ocupa. Hoy es sede de un importante centro cultural y uno de los sitios más visitados por los turistas. Óleos de Luis Núñez Borda.
A principios del siglo xvii el convento de San Francisco quedó conectado a la iglesia de la Tercera por un arco de ingeniosa elaboración arquitectónica, lo que le dio a la vía el nombre de Calle del Arco (calle 16). El arco fue demolido en 1863. Plumilla de E. Ortega.
La capilla del Humilladero fue construida en 1544 en la esquina norte, costado occidental de la Plaza de San Francisco, y era un lugar de penitencia. Se la reconstruyó dos veces, después de haber quedado desbaratada por los terremotos de 1763 y 1785. Fue demolida en 1878 cuando el nombre de Plaza de San Francisco se cambió por el de Parque de Santander.
Herrería de San Victorino. En todas las salidas de la ciudad existían fondas, ventas y herrerías.
Las casonas coloniales tenían un portón amplio y una pesebrera para el servicio de las cabalgaduras. Óleos de Luis Núñez Borda.
En todas las plazas de la ciudad se construyeron fuentes, como la de la ilustración, que corresponde a la plaza de Las Nieves. Allí se congregaban criados y aguateros para recoger el agua con destino a las casas. En la casa de balcón, atrás de la pila, funcionó hacia 1550 el primer concejo o cabildo de Bogotá. La Plaza de Las Nieves queda en el sector occidental del barrio de Las Nieves, que por disposición del virrey Manuel Guirior se había dividido en barrio occidental y barrio oriental de Las Nieves. Fue en la época colonial el sector más poblado de Santafé, y abarcaba desde la actual calle 16 hasta la calle 24, y desde la carrera 4.ª hasta la carrera 8.ª. Según Moisés de la Rosa, en su libro Calles de Bogotá, “los dos barrios de la parroquia de Las Nieves fueron el sector de la antigua Santafé que mejor expresó en los nombres de sus calles ese sentimiento poético propio de las fantasías populares”. Los nombres de sus calles “forman un conjunto pintoresco y encantador con su sola enunciación, como son los de las Calles del Suspiro, del Amor, del Despeño, del Calabazal, del Silencio, del Descuido, de las Guacamayas, del Pecado Mortal y tantos más”. Grabado de Barreto sobre una fotografía de Racines. Papel Periódico Ilustrado, Bogotá, 1884.
Construido en 1766, el Puente del Común, sobre el río Bogotá, fue esencial para el desarrollo del comercio entre las poblaciones del norte de la sabana. En 1781 un destacamento de los Comuneros infligió allí una humillante derrota a las tropas enviadas desde Santafé para sofocar la rebelión. Sirvió para el tránsito automotor hasta 1956, cuando fue puesto fuera de servicio y declarado monumento histórico nacional. Acuarela de Manuel María Paz. Biblioteca Nacional, Bogotá.
El Puente Grande era el principal paso sobre el río Bogotá, en el Camino de Occidente, hacia Honda. Plumilla de Vizuete.
El primer puente de cal y canto que se construyó sobre el río Bogotá fue el Puente Grande, el cual se levantó según los planos del arquitecto jesuita Juan Bautista Coluchini, en 1665. Aquí podemos apreciar los diseños originales de la obra, que reposan en el Archivo General de Indias.
El primer puente de cal y canto que se construyó sobre el río Bogotá fue el Puente Grande, el cual se levantó según los planos del arquitecto jesuita Juan Bautista Coluchini, en 1665. Aquí podemos apreciar los diseños originales de la obra, que reposan en el Archivo General de Indias.
El puente de San Francisco comenzó a construirse el 27 de agosto de 1663 para conectar la parte sur con la parte norte, que comenzaba a desarrollarse.
Aunque el agua no llegaba directo a las casas, Santafé tuvo durante la Colonia una provisión abundante. La ciudad tenía 35 fuentes públicas: chorro de María Teresa, chorro de la Mana de Zabaleta, chorro de Belén, chorro de San Agustín, chorro de los Soldados, chorro de Los Ciriales, chorro del Fiscal, fuente del Observatorio, chorro de La Sal, chorro de las Botellas, chorro del Carmen, chorro de Celedonio, pila de San Carlos o Mono de la Pila —era la más grande de Santafé y hoy se conserva en el Museo de Arte Colonial. Chorritos de Santa Inés, chorro de Egipto, cajita de La Candelaria, chorro de La Enseñanza, chorro de Quevedo, chorritos del Rodadero, chorro de Santo Domingo, pileta de San Victorino —inaugurada en 1803 y desmontada en 1910 para el centenario de la independencia, cuando en su lugar se colocó la estatua de don Antonio Nariño, y pila de Las Nieves. Las restantes eran fuentes de un solo chorro, que cubrían el resto de la ciudad. Pila de San Victorino. Acuarela de Edward Walhouse Mark. Biblioteca Luis Ángel Arango.
Una de las leyendas más famosas de la Santafé colonial es la de “la mula herrada”, espanto nocturno que recorría las calles haciendo levantar chispas sobre el empedrado, con gran estridencia, que perturbaba el sueño de los habitantes y llenaba de terror a los niños. Plumilla de Enrique Gómez Campuzano.
El Mono de la Pila fue la primera fuente de agua potable que tuvo Santafé. Estaba ubicada en el centro de la Plaza Mayor. A mediados del siglo xix se le trasladó a la plazoleta de San Carlos. Hoy se conserva en el Museo de Arte Colonial, y se exhibe una réplica en San Diego. Durante el siglo xix, para caracterizar la ineptitud de las autoridades, los ciudadanos se decían unos a otros “vaya y quéjese al mono de la pila”.
Escena típica de la vida cotidiana en Bogotá, a finales de la década de los cuarenta decimonónicos. Al fondo portales del recién inaugurado edificio de Las Galerías Arrubla, acera occidental de la Plaza de Bolívar. Dibujo de Ramón Torres Méndez.
Entrenamiento de las tropas del Batallón Auxiliar en las afueras de Bogotá, a finales del siglo xviii. Después de la rebelión de los Comuneros (1781) la guarnición de Bogotá fue ampliamente reforzada.
Las beatas eran figuras tradicionales en la Colonia y en todas las ciudades latinoamericanas que hacían parte del Imperio español en América. Santafé de Bogotá no se quedaba atrás en el ejercicio de la beatería, que se componía principalmente de mujeres mayores que, a diferencia de las jóvenes, iban solas a misa. Álbum de acuarelas sobre la vida cotidiana de la Colonia para Baltasar Jaime Martínez Compañón, obispo de Trujillo y arzobispo de Santafé desde 1791. Biblioteca Nacional, Bogotá.
Aguadora, un oficio indispensable en la Colonia. Acuarela del álbum para Martínez Compañón, Trujillo del Perú. ca. 1790. Biblioteca Nacional, Bogotá.
En la Santafé colonial, llena de iglesias y devotos, la presencia de las religiosas tuvo siempre un significado amable de caridad y sacrificio por el bienestar del prójimo. En Santafé las religiosas clarisas atendían a los enfermos de San Juan de Dios y ayudaban a los menesterosos. Acuarela para Baltasar Jaime Martínez Compañón, Trujillo del Perú. ca. 1790. Biblioteca Nacional, Bogotá.
Junto con las de dominicos y jesuitas, la orden de los franciscanos fue una de las más poderosas e influyentes de Santafé. Acuarela para Baltasar Jaime Martínez Compañón, Trujillo del Perú. ca. 1790. Biblioteca Nacional, Bogotá.
Después de la revolución de los Comuneros, que tuvo a la capital en serio peligro de ser tomada por los rebeldes, se reforzaron los efectivos militares, y unos años más adelante, en 1791, se organizó la Junta de Policía y se dio al cuerpo de serenos el carácter de autoridad, con el fin de garantizar la seguridad a los habitantes y prestarles ayuda en casos de calamidad pública o de eventuales desastres como terremotos, incendios, etc. Sin embargo, la Junta de Policía no tuvo ningún efecto práctico y los militares continuaron ejerciendo, entre otras funciones, el cuidado de la seguridad y la vigilancia. Sus vistosos y elegantes uniformes inspiraban gran respeto entre los súbditos criollos. La presencia de numerosos militares contribuyó a que la ciudad perdiera poco a poco su ambiente recatado. Acuarela para Baltasar Jaime Martínez Compañón, Trujillo del Perú. ca. 1790. Biblioteca Nacional, Bogotá.
La principal guarnición de Santafé era el Batallón Auxiliar, que tenía su cuartel junto al convento de San Agustín. Este batallón era lo que hoy se llamaría un cuerpo élite, entrenado para enfrentar situaciones que pusieran en peligro el orden público o la estabilidad de las autoridades coloniales. Acuarela para Baltasar Jaime Martínez Compañón, Trujillo del Perú. ca. 1790. Biblioteca Nacional, Bogotá.
No es una actitud desafiante la del buen hombre que, al lado de una pesa, aguarda a los compradores de carne fresca, recién cortada, en el tradicional mercado de los miércoles en la Plaza de Las Nieves. Auguste Le Moyne y José Manuel Groot, Vendedor de carne de carnicería en el mercado de Bogotá, ca.1835. Colección del Museo Nacional de Colombia
Tradicional fritanguería santafereña, en la que nunca faltaba el perro guardián que aprovechaba un descuido de la fritanguera. Auguste Le Moyne y José Manuel Groot, Vendedora de carne y de grasa en el mercado de Bogotá, ca. 1835. Acuarela sobre papel. Colección del Museo Nacional de Colombia.
Texto de: Julián Vargas Lesmes
LA PRIMERA ÉPOCA
El Cabildo —núcleo vital de la autoridad municipal española— adjudicó los primeros solares de Santafé conforme con la calidad y jerarquía de los vecinos. En principio se dividieron y otorgaron de acuerdo con el rango militar de los mismos. A quienes poseían títulos en la milicia se les concedía “caballería” y a los simples infantes, que carecían de dichos títulos, se les entregaban “peonías”, vale decir, solares de menor extensión. A su vez, ya desde 1541 las “caballerías” fueron clasificadas entre mayores y menores. Las medidas de las primeras tenían 800 pasos de frente y 1 600 de fondo; las segundas, 600 de frente y 1 200 de fondo. Una vez adjudicados los solares, por orden expresa del Cabildo, el beneficiario debía proceder de inmediato a “medirlos y estacarlos”, a fin de ir dando forma a calles y manzanas. Como en estos albores de la ciudad no había albañiles, ni mucho menos alarifes, fueron los carpinteros quienes hubieron de asumir la medición de los solares y la construcción de las primeras casas 1.
Una de las preocupaciones constantes de las autoridades coloniales durante todo el siglo xvi fue adoptar los medios para obligar a los vecinos a construir residencias de cierta importancia que los compeliesen a permanecer en la nueva ciudad, o al menos a tenerla como su domicilio principal. Esto se debía a que, como aún había auge de expediciones de conquistas y exploración en procura de riquezas sin medida, muchas veces legendarias, no pocos vecinos tendían a construir albergues provisionales y rudimentarios, a fin de poder emigrar en cualquier momento sin dejar tras de sí propiedades cuya pérdida fuese en verdad lamentable. En consecuencia, las autoridades capitalinas y el Cabildo echaron público pregón para informar acerca de las nuevas disposiciones que obligaban a los vecinos principales a construir sus casas en piedra y otros materiales perdurables 2.
Otro motivo que llevó al Cabildo a tomar esta medida fue la necesidad de precaver la ciudad contra incendios, obviamente mucho más posibles en construcciones precarias y pajizas. Las autoridades ya tenían la amarga experiencia de incendios originados en las cocinas, de cuyos techos de paja se propagaban las llamas con una voracidad devastadora. También ordenó el Cabildo que las cercas que dividían las casas fueran cubiertas con barro a fin de tratar por este medio de aislar los incendios.
También obligaba el Cabildo a tapiar los solares que lindaban con las calles con objeto de conservar el trazado de las mismas. La transgresión a esta norma podía ser castigada con la pérdida del solar.
Se sabe que la primera casa de piedra de Santafé la construyó el encomendero Pedro de Colmenares en la calle de la Carrera, al lado del templo y convento de Santo Domingo. Posteriormente, el encomendero Alonso de Olalla edificó la que fue considerada entonces como la más lujosa, ubicada ya en la Plaza Mayor. Para la construcción de estas casas se hizo necesario establecer un tejar; un vecino llamado Antonio Martínez abrió el primero que hubo en la ciudad e inició la producción de tejas y ladrillos.
Durante todo el siglo xvi fue infatigable la insistencia del Cabildo en forzar a los vecinos a levantar casas de calidad. En 1586 la Real Audiencia puso mucho énfasis en los inmuebles de la calle principal, prohibiendo que a lo largo de la misma se erigieran casas de paja y exigiendo que sus materiales fueran “piedra, tapia y teja”3. A continuación advertía el supremo organismo administrativo que las casas que se levantaran contrariando estas especificaciones serían demolidas sin contemplaciones. Debemos anotar que la calle principal a que se refería la Audiencia era la que se extendía entre los ríos San Francisco y Santo Domingo (después San Agustín), o sea, en nomenclatura de hoy, carrera 7.a entre calles 15 y 7.a.
Es importante anotar que desde estos comienzos ya empezaron a incorporarse a nuestra arquitectura colonial hispánica ciertos elementos muiscas tales como la tapia pisada y el adobe.
Hacia 1560 aún predominaban en la Plaza Mayor las casas pajizas. Pero fue precisamente en ese año cuando la Audiencia orientó su principal atención hacia dicho lugar, amenazando con derribar esas casas, o, como mínimo, multar a sus propietarios con 200 pesos que equivalían a más de la mitad del costo de una casa de buenos materiales4.
Debe quedar claro, sin embargo, que el principal tropiezo con que se toparon las autoridades en este campo fue simplemente económico. El hecho era que la incipiente ciudad no contaba con suficientes vecinos que tuvieran la capacidad necesaria para levantar sin esfuerzos sus casas con materiales duraderos. Un mapa urbano de esa época revela que en Tunja solamente los encomenderos poseían ese tipo de viviendas.
A partir de la década del cincuenta del siglo xvi, el núcleo de la Plaza Mayor empezó a tener mayor gravitación. No obstante, su primer desarrollo se dio entre esta plaza y el río San Francisco, a lado y lado de la calle principal. Este tramo configuraba una línea principal que unía los dos ríos. Los sitios estratégicos estaban ubicados a la orilla de éstos, representados por los dos conventos principales, cada uno en el extremo de esta línea. El convento de San Francisco ocupó desde la década del cincuenta, la orilla del río Vicachá (más tarde San Francisco) por el lado norte; por el sur estaba el convento de San Agustín, que antes fue de Santo Domingo, sobre el río Manzanares (despues San Agustín). Fueron éstos los lugares de acceso a Santafé, los únicos donde hubo puentes sobre estos ríos que cercaban la ciudad.
Este patrón continuará posteriormente al ubicar la Recoleta de San Diego (franciscanos) al norte, sobre el riachuelo de San Diego, y al extremo sur, sobre el riachuelo de San Juanito.
LOS DOS CENTROS DE SANTAFÉ
Se ha creído que la plaza que los españoles llamaron “de las Yerbas” (hoy Parque de Santander) era un sector próximo al cercado del cacique, conocido por los muiscas como Teusaquillo. Hay indicios de que allí celebraban los naturales, mercados periódicos de mucha actividad5. Parece, además, que en la ermita rústica que se irguió en el costado noroccidental se dijo la primera misa y que sólo en 1539 se formalizó la fundación con todos los requisitos tradicionales hispánicos y se dio comienzo al trazado de la ciudad a partir de la Plaza Mayor. Un factor que dio especial preeminencia a la Plaza de las Yerbas fue que en su contorno se establecieron las dos primeras órdenes religiosas que se afincaron en Santafé: San Francisco y Santo Domingo. También se cree que el Cabildo funcionó por los lados de esta plaza, aunque no hay certeza de ello: lo único positivo es que muy pronto éste se pasó a la Plaza Mayor.
Otro aspecto que comprueba la importancia que tuvo desde sus comienzos la Plaza de las Yerbas es que muchos de los principales personajes fijaron allí su residencia, empezando por el Adelantado don Gonzalo Jiménez de Quesada, fundador de la ciudad, que se instaló en el costado oriental de la plaza, con base en lo cual podríamos afirmar hoy que don Gonzalo fue el precursor del Jockey Club, y que desde entonces la aristocracia santafereña y bogotana tendió a fijar y mantener su cuartel general en ese lugar. Al lado opuesto de la plaza estuvo otro de los fundadores y distinguido lugarteniente de Quesada, el capitán Juan Muñoz de Collantes6. ?También residió por un tiempo en la Plaza de las Yerbas, Hernán Pérez de Quesada.
Dado el relativo desarrollo de la Plaza de las Yerbas, el río San Francisco se convirtió en un obstáculo para el tránsito, que era preciso vadear. De ahí que, muy poco después de la fundación, se construyó el precario puente de madera que se llamó de San Miguel.
No obstante que desde 1539 la Plaza Mayor fue oficialmente diputada como tal, no fue, como en otras ciudades contemporáneas y análogas del continente, el gran centro aglutinador de la nueva urbe. Por el contrario, dado que la Plaza de las Yerbas rivalizaba con ella, puede decirse que la ciudad tuvo en sus primeros tiempos una configuración bipolar. Ello explica la activa circulación que tuvo desde el principio la vía que las enlazaba (Calle Real, luego carrera 7.a, entre calles 10 y 16). La catedral, que al comienzo hubiera podido dar preeminencia a la Plaza Mayor, no se la dio puesto que su primera sede no fue más que una humilde iglesia pajiza. Por su parte, el mercado seguía efectuándose en la Plaza de las Yerbas.
En 1553, el obispo fray Juan de los Barrios comenzó a levantar en un lote de la Plaza Mayor otra catedral más acorde con su jerarquía. Hasta esta época en que existe una voluntad de relievar su papel intrínseco, la Plaza Mayor se mantuvo como “área de pastoreo de cerdos y caballos”. A partir de entonces se sucedieron los hechos que fueron inclinando la balanza hacia el lado de la Plaza Mayor. En 1554, el Cabildo ordenó el traslado a ella del mercado semanal. Al año siguiente llegó allí, y con sede propia, la Real Audiencia. Y en 1557 se dio al servicio el puente de San Miguel. En esa forma, Santafé cumplía el destino de todas las ciudades hispanoamericanas de la Colonia que, según el urbanista francés Ricard, “son plazas mayores rodeadas de calles y casas”7.
El urbanismo hispanoamericano tiene como su pieza fundamental el poder de atracción de una plaza mayor. En ella se concentran, hipertrofiadamente, las principales funciones urbanas. En un mismo recinto funcionan los centros comerciales (plaza de mercado), gubernamental (casas reales), religioso (templo matriz) y residencial (agrupación en su rededor de las “casas principales”). También servía como escenario de las fiestas públicas y religiosas. Esta aglomeración de diversas gravitaciones es única dentro del urbanismo y fue diseñada para reforzar el poder cohesivo en un poblamiento muy sutil e impresionantemente extenso, como lo fue el del Imperio español en América.
La Plaza Mayor de Santafé, a pesar de conservar su plena jerarquía, tuvo una orientación hacia el Norte, lo cual fue el comienzo de un centro “lineal” que partía de ella y acababa en la Plaza de San Francisco, como se denominó a partir de 1557.
Además de sus atribuciones socioeconómicas, la Plaza Mayor de Santafé tendría un elemento que la individualiza entre sus pares latinoamericanas. A su extensión (106 metros de lado) se agregaba su dimensión vertical. Según J. E. Hardoy, tal vez el mayor conocedor del urbanismo colonial, la Plaza Mayor de Santafé es la única plaza inclinada de las capitales de los países latinoamericanos que ha estudiado. La de Cuzco, que también tiene pendiente, no lo es en grado semejante a la de Santafé.
“… algo que se observa en la plaza de Armas de Bogotá que es nada común con otras plazas de origen colonial, las que siempre son planas o con desniveles que apenas se perciben”8.
Por esta peculiaridad, desde el atrio de la catedral, los santafereños pudieron disfrutar de una magnífica vista.
EXPANSIÓN DE LA CIUDAD
Durante el siglo xvi el desarrollo urbano de Santafé se limitó al que tuvo lugar a lo largo del eje que se extendía entre las plazas Mayor y de Yerbas. En 1568, según el testimonio de don Lope de Céspedes, no había casa alguna al sur de la actual calle 9.a (costado meridional del Capitolio). Ya en 1590 había algunos inmuebles aislados en los contornos del río San Agustín9.
Fue, desde luego, el binomio templo-convento el núcleo básico del crecimiento urbano en la Colonia. De ahí que la América hispana heredara el concepto de parroquia, tradicional y vigoroso en España desde la Edad Media. La parroquia, más que una unidad de apacentamiento de almas, era un activo centro político, administrativo, social y familiar. Los feligreses se casaban en su parroquia, eran sepultados dentro de los linderos de la misma, y a menudo testaban total o parcialmente a su favor10.
Hasta 1585, Santafé era una parroquia única regentada por la catedral. Sin embargo, en ese año se hizo evidente la necesidad de crear dos nuevas, además de la ya mencionada. Entonces, y siguiendo el eje de la Calle Real que ya iba más al norte de las Yerbas y más al sur de la Plaza Mayor, la diócesis, que estaba a cargo del obispo fray Luis Zapata de Cárdenas, creó al norte de La Catedral, la parroquia de Las Nieves, y al sur, la de Santa Bárbara. Los límites seguían siendo los ríos. Del San Francisco hacia el norte estaba el territorio de Las Nieves; del San Agustín hacia el sur, el de Santa Bárbara, al que se adscribieron los poblados indígenas de Teusaquillo y Servitaba. Por supuesto, las dos nuevas parroquias cumplían con los dos requisitos inexcusables de contar con habitantes suficientes y capaces de mantener un curato y costear la luminaria perpetua del sagrario.
La iglesia de Las Nieves fue construida con el patrocinio de Cristóbal Ortiz Bernal, encomendero de Sesquilé y conquistador, quien le colocó la imagen de la Virgen que le dio su nombre. El terreno de la plaza que se abrió frente al templo fue donado por una hija del capitán Juan Muñoz de Collantes, encomendero de Chía. El templo de esta parroquia estaba cubierto de teja. El de Santa Bárbara era pajizo y fue construido por el capitán Lope de Céspedes en honor de esta santa, diputada desde siglos atrás como protectora de los fieles contra rayos y centellas. En efecto, un día de tremenda borrasca cayó un rayo en la casa del capitán Céspedes y “sólo causó daños menores”. El agradecido capitán, que era además encomendero de Ubaque, Cáqueza y Ubatoque, erigió esta ermita a santa Bárbara en agradecido reconocimiento.
Estas capillas tuvieron la categoría de ermitas, es decir, sitios de culto levantados en lugares descampados sin mayor poblamiento. En el momento de ser convertidas en parroquias, el casco urbano no llegaba hasta estos parajes. Podemos suponer que se hicieron principalmente para atender a la población indígena, que debía habitar en viviendas dispersas pero relativamente próximas11. La instauración de estas parroquias las convirtió en áreas de desarrollo urbano prioritario. A su alrededor, como si fueran núcleos, aumentaría la concentración y provocarían la expansión del casco urbano en estas dos direcciones.
Sólo 13 años después fue erigida la cuarta parroquia, que llevó el nombre del extraño y mal conocido san Victorino, abogado de los hacendados sabaneros contra las temibles heladas12.
La trama social de las ciudades se fundamentó en las parroquias que actuaban como unidades residenciales y de culto, o sea, las dos funciones más importantes (excluido el comercio) de la ciudad colonial. La expansión urbana tendría lugar manteniendo la parroquia como unidad y la dupla iglesia-plaza como espacios centrales de atracción. En el conjunto de la ciudad, cada plaza ocupaba un lugar dentro de la jerarquía de plazas: la Mayor, con más relieve, y unas plazuelas que servían de órbita y foco de unión e integración urbana de orden secundario.
Este sencillo pero efectivo esquema de ordenamiento urbano se reforzó en el caso de Santafé por su particular geografía. Atrapada entre dos ríos que se unen en el Occidente, la ciudad tenía en ellos dos fuertes barreras geográficas que definían a su vez el límite de las parroquias: al orte, Las Nieves; al Sur, Santa Bárbara; en medio, la catedral, y al Occidente, San Victorino. Un triángulo geográfico que se convirtió en el marco físico del desarrollo urbano a lo largo de toda la etapa colonial.
PERIODIZACIÓN DEL DESARROLLO URBANO
La segunda mitad del siglo xvi, es decir el primer tramo de la vida urbanística de Santafé, fue uno de los periodos de mayor animación. Bien puede afirmarse que en esta época la capital adquirió en lo urbanístico y arquitectónico los rasgos esenciales que habrían de caracterizarla durante siglos. Según el notable arquitecto e investigador Carlos Martínez, ya la ciudad estaba, a fines del xvi, dotada con los elementos esenciales de una vida urbana normal.
Era una ciudad de corte netamente español, plenamente consolidada. Dice Martínez:
“En el relativamente corto lapso de 60 años, con esfuerzos mancomunados consolidó Santafé una fisonomía urbana con rasgos tan vigorosos que ni el tiempo ni los caprichos humanos han podido reducir a tabla rasa”13.
Este comienzo vigoroso del urbanismo americano es parte de un ímpetu generalizado. El Imperio español en América fue la empresa histórica que mayor cantidad de ciudades fundó, cimentando toda su labor pobladora en este hecho. A fines del reinado de Felipe II había en el Nuevo Mundo 165 nuevas ciudades con un promedio de 437 casas por ciudad y entre seis y siete habitantes por casa. En consecuencia, la población promedio por centro urbano oscilaba entre 2600 y 3000 habitantes. Había, desde luego, grandes aglomeraciones como ?en Lima y México, cuyos habitantes (los de cada una) excedían en mucho el número de los pobladores de las principales urbes españolas de la época, que eran Sevilla y Toledo 14.
En 1575 se emprendió la construcción del llamado Camellón del Occidente, obra vital para la supervivencia misma de la ciudad, ya que la zona cenagosa del Oeste impedía durante buena parte del año la comunicación con el río Magdalena. Ya entonces existían las sedes de la Real Audiencia y el Cabildo Secular, la Cárcel de Corte, la Cárcel “Chiquita” y la pila de agua de la Plaza Mayor, lo mismo que el primer hospital, que ya conocemos.
La mayor parte del espacio construido en Santafé estaba entonces copado por edificios religiosos. De 18 inmuebles registrados entre 1539 y 1600, 13 de ellos (72,2 por ciento) eran religiosos. Prevalecían las capillas y ermitas. Entre 1538 y 1600 se construyeron dos conventos, cinco iglesias y capillas, cinco ermitas y un monasterio, lo que da el total de 13 edificaciones religiosas.
SIGLO XVII
Fue la primera mitad de este siglo la época en que se registró el mayor esfuerzo en materia de construcción de toda la historia de Santafé. Fue ese el periodo de la real consolidación urbana de la capital. Por esos tiempos, adquirió notorio vigor la institución de la mita urbana, destinada esencialmente a dotar de mano de obra las empresas constructoras que se adelantaban en Santafé. Sustraídos de las encomiendas, en 1602 había en la ciudad 88 indígenas trabajando en 10 obras públicas entre las que se contaban el Cabildo, la fuente de la Plaza Mayor, la Real Audiencia, la Cárcel de Corte, la carnicería, el puente de San Francisco y los empedrados de las calles principales15. Durante esa etapa se levantaron 19 edificios religiosos y seis civiles. También se construyeron los colegios jesuíticos de San Bartolomé y San Francisco Javier y el Santo Tomás.
En la primera mitad del siglo xvii, de las 18 obras religiosas siete fueron iglesias y capillas, dos conventos, tres monasterios, tres colegios, dos recoletas y una casa de Cabildo Eclesiástico. Las seis civiles fueron: cuatro puentes, la Casa de la Moneda y la Casa de Expósitos.
En la segunda mitad del siglo xvii decayó la actividad constructora. Durante ese tiempo se construyeron tres conventos y noviciados, siete iglesias y capillas, dos ermitas y un colegio, para un total de 13 edificios religiosos. En cuanto a las obras civiles, ellas fueron sólo tres: dos puentes y una carnicería. Después del gran auge de la primera mitad del siglo xvii, esta fase inicia un ciclo negativo de un siglo que tiene su punto más bajo en la primera parte del setecientos.
SIGLO XVIII
En la primera mitad de este siglo, haciendo eco a la aguda parálisis económica, la construcción conoció su punto más bajo. En ese medio siglo, Santafé sólo vio edificar siete nuevas obras. Tan sólo hubo una importante: el reemplazo del Hospital de San Pedro por el de San Juan de Dios (1739), que inicia nueva vida ocupando una manzana y ampliando su capacidad. La mención al “Palacio Virreinal” (1719-1723), además del cambio de nombre, se reduce al mejoramiento de las “Casas Reales”. El llamado Acueducto de Aguavieja (1737-1739) consistió en la canalización y unificación de dos fuentes de agua, los ríos San Agustín y Fucha, sobre acequias ya existentes en su mayor parte. Las construcciones religiosas se restringieron a la capilla de La Peña (1717), en honor a una aparición de la Sagrada Familia, único caso bastante destacado en medio de la opacidad de la época. La Casa Arzobispal (1733) y el puente sobre el río Tunjuelo (1713) completan este cuadro mediocre.
SEGUNDA MITAD DEL SIGLO XVIII
En contraste con la primera, la segunda mitad de esta centuria vivió un enérgico florecimiento de la construcción en Santafé, que coincidió con un fenómeno similar en todas las ciudades importantes de Hispanoamérica.
El hecho es que las urbes principales del imperio empezaron a experimentar en esta época una decisiva renovación a la cual, lógicamente, no escapó la encumbrada y aislada Santafé. Uno de los aspectos más significativos del cambio que se operó consistió en que, por primera vez en la historia de estas colonias, la autoridad civil tomó la iniciativa en todos los órdenes, sin exceptuar el de la construcción. Quiere esto decir que se presentó el caso sin precedentes de que las construcciones civiles fueron más y mayores en importancia que las religiosas. Al revés de lo que había ocurrido hasta entonces, las obras civiles adquirieron una notoria preponderancia sobre las religiosas. De 21 obras registradas, 16 fueron civiles (76 por ciento del total). Esta inversión en la estadística muestra elocuentemente los cambios ocurridos en todos los órdenes. Santafé no sólo creció y se diversificó en términos sociales, sino que también se convirtió en una ciudad más secular; los criterios civiles de gobierno se manifiestan en el énfasis que hace sobre la infraestructura urbana y las obras civiles. Entre éstas se destacan el célebre Puente del Común, que sirvió para agilizar la comunicación entre Santafé y las salinas de Zipaquirá; el Puente de Sopó, que cumplió función similar en el camino del Norte; el Puente de Aranda, que logró lo propio con la vía a Occidente; los puentes de San Antonio, en Fontibón, y el de Bosa, sobre el río Tunjuelito. En suma, en ese periodo se construyeron un convento, tres iglesias y un monasterio, mientras que en el área civil se construyeron cinco puentes, un cementerio, un acueducto, una casa de moneda, una fábrica de pólvora, un hospicio real, un hospital, una casa de aduana y un cuartel de caballería, además de que se acondicionó el convento de los jesuitas para biblioteca pública, se mejoró el Camellón de Occidente, se construyó un local para la Expedición Botánica y se emprendió una activa campaña de empedrado de calles.
Igual tendencia se observa en los datos de construcción correspondientes a la última década de la Colonia (1800-1810). Mientras que la única edificación religiosa fue la nueva catedral, en el terreno civil se levantó el puente sobre el río Arzobispo, al norte de la ciudad; se construyó el acueducto de San Victorino, que llevó el agua de este río a la pila del citado sector; se abrió una nueva escuela pública; se mejoró notablemente la vía del Norte, y se erigió una de las obras más importantes de toda nuestra era colonial, producto típico de las saludables corrientes de la Ilustración: el Observatorio Astronómico de Santafé, entonces único en América del Sur.
CALLES, CAÑOS, ANDENES Y ASEO
En un principio, el estado de las calles dependía en esencia de la intensidad de la circulación; con pocas salvedades, éstas permanecían cubiertas de yerbas. Pero no tardaron los vecinos en comenzar a clamar por el empedrado, no sólo para las calles principales, sino para las plazas en que se celebraba mercado, especialmente la Mayor, que después de todo un día de intenso trajinar de mercaderes con bestias y vituallas, quedaban convertidas en repulsivos muladares donde los detritus orgánicos y los desperdicios de carnes, frutas y legumbres se revolvían en hediondas mezcolanzas que eran, al finalizar la tarde, opíparo banquete para cientos de gallinazos y no pocos cerdos y perros mostrencos que deambulaban sin rumbo.
Además, los vecinos tenían muy claro que el empedrado traía consigo el inmenso beneficio de los desagües, indispensables para evacuar toda suerte de aguas sucias y desechos. Los santafereños eran conscientes de que la natural inclinación oriente-occidente de la ciudad sería, como en efecto lo fue, un valioso auxiliar para impeler por gravedad las aguas de los caños hacia sus desagües finales. La gran pendiente y el poder abrasivo del agua a una mayor velocidad puede apreciarse en los profundos cauces de los ríos que cruzaban la ciudad en esta dirección. Un efecto semejante se producía en las calles desempedradas pues corrían en esta dirección. Cuando se construyeron los primeros enlosados, estas calles se dotaron con unos pequeños puentes que hoy llamaríamos “peatonales”, destinados a cruzar los caños.
Los andenes fueron desconocidos en Santafé hasta fines del siglo xviii, cuando las autoridades comenzaron a pensar en la necesidad de fijar sectores de la calle destinados exclusivamente para viandantes. Hasta entonces, los transeúntes solían andar próximos a las casas, generalmente bajo los aleros, que los protegían con eficacia de las frecuentes lluvias.
En las postrimerías del xviii se expidieron reglamentaciones tales como aquellas dirigidas a evitar los obstáculos que representaban las ventanas demasiado bajas, los escalones de algunas puertas, las enormes vasijas y tinajas panzudas de las chicherías y los animales estacionados en plena calle. También hubo reglamentaciones sobre la obligación de encalar las viviendas a fin de uniformar el clásico paisaje blanco que aún hoy admiramos en las casas supérstites de esos tiempos16.
En cuanto al aseo, éste se empezó a convertir en problema en el siglo xviii debido al incremento del volumen de basuras que generaba ya la ciudad. En épocas anteriores los desechos orgánicos y las basuras eran arrojados en los ríos y arroyos que pasaban por la ciudad o cerca de ella. Pero ya en el xviii el asunto cambió de aspecto y las autoridades tuvieron que tomar cartas, dictando medidas para obligar a las gentes a sacar las basuras a los arrabales y prohibirles bajo severas penas arrojarlas en los sectores céntricos17. Posteriores medidas se orientaron muy específicamente hacia las chicherías, esos inmundos antros, bien comparados por un historiador con las inmortales “zahúrdas de Plutón” de Quevedo, que por siglos fueron focos de insalubridad y desaseo en esta capital.
Hasta tales extremos llegó la proliferación de animales en las calles santafereñas, que el Cabildo se vio obligado a crear un corral o coso para encerrar allí a las bestias que fueran atrapadas en las vías públicas sin dueño conocido.
Otra aborrecible costumbre, contra la cual lucharon en esta ciudad las autoridades hasta bien entrado el siglo xix y algo más, fue la de orinar y defecar tranquilamente en las calles. En 1789 exigía el Cabildo a los funcionarios encargados de la vigilancia y a la policía callejera una mayor severidad contra los infractores de tan elemental norma de civismo en estos términos:
“Se hará velar por medio de los ministros a diferentes horas del día y de la noche a las muchas personas de la plebe que con inclusión de muchas mujeres, y sin rubor alguno, acostumbran hacer las necesidades comunes en las mismas calles, por cuya razón no puede lograrse el aseo de ellas, tan importante aún para la salud, haciendo que las personas que fueren aprehendidas sean conducidas sobre el mismo hecho a la vergüenza pública en las rejas de esta Real Cárcel de Corte por el espacio de dos horas”18.
CARACTERÍSTICAS ARQUITECTóNICAS
En líneas generales, la arquitectura civil y religiosa de Santafé resulta modesta si se compara con la de otras urbes hispanoamericanas: México y Lima, capitales de los dos grandes virreinatos españoles en el Nuevo Mundo: Quito, Cuzco, Arequipa y Potosí, en el gran Perú; Guanajuato, Tasco, Querétaro, Guadalajara y Puebla, en la Nueva España.
En lo religioso, los templos de Santafé, Tunja y Popayán adquirieron considerable esplendor con el advenimiento de los altares, retablos y parámetros barrocos del siglo xvii. Pero en el xvi fueron pobres y modestos en extremo, especialmente en Santafé, ciudad que, pese a su condición capitalina, no llegó a poseer, como Tunja en el siglo xvi, una soberbia fachada renacentista para su catedral. En efecto, mientras en Santafé, la diócesis trataba por todos los medios de sustituir su humilde y mal llamada catedral pajiza por una “fábrica” más digna, el gran maestro Bartolomé Carrión esculpía en Tunja la magnífica fachada a que acabamos de aludir y que hoy, en impecable estado de conservación, es motivo de asombro para todos los que la visitan.
Las obras religiosas santafereñas del siglo xvi no fueron más que modestas capillas de bahareque y techo de paja con naves de un solo cuerpo cuyo peso descansaba sobre los muros laterales, los cuales eran unidos por una techumbre de madera y un arco toral que “amarraba” la estructura. Esta sobriedad fue en parte reflejo de la pobreza general y en parte de las pautas de severidad arquitectónica que trazó el austero Felipe II, cuya personalidad está fielmente reflejada en la mole majestuosa del Escorial, imponente dentro de su rigurosa sobriedad de concepción arquitectónica y de líneas19.
Este esquema general se sofisticó un tanto con el tiempo y con el auge del barroco, pero conservó ciertos aspectos básicos. Uno de los elementos que se hicieron presentes fue el mudéjar, tímido en algunas construcciones, exuberante en otras y, por supuesto comprensible, dada la vigorosa vertiente árabe en todas las formas y expresiones de la cultura española.
Los templos santafereños conservaron siempre un común denominador de sobriedad en sus exteriores, aunque la frondosa imaginería barroca enriqueció sus naves y presbiterios. Prueba de ello son los casos de los templos de San Francisco, San Ignacio, San Agustín, Santa Clara y otros, escuetos y severos por fuera, en contraste con la opulencia de sus altares y retablos.
La importancia y el poder de las órdenes regulares está a la vista en la cantidad y calidad de sus claustros e iglesias, hasta el punto de que las segundas aventajaron de manera apabullante a la modesta catedral, hasta que ya en el siglo xix el principal templo de la ciudad adquirió reales trazas catedralicias. Las iglesias de las respectivas comunidades y sus conventos siguieron la misma pauta general: templo contiguo al convento, y éste, a su vez, cuadrangular y de dos pisos con arcadas sobre un gran patio interior20. Otro factor que contribuyó sustancialmente a la solidez y prosperidad de las órdenes fue la frecuencia con que fieles piadosos les legaban en sus testamentos jugosas mandas, dándose inclusive el caso de que algunos, por no tener herederos directos, vistieron el hábito de legos y donaron la totalidad de sus bienes a la comunidad elegida. Entre estos casos, el más célebre fue el del virrey José Solís Folch de Cardona. Era costumbre exponer en los templos de manera visible los nombres de sus benefactores. Por otra parte, en Santafé se formaron cofradías piadosas, cuya finalidad primordial fue impulsar la construcción y mejoramiento de templos, ermitas y capillas destinadas a diversas devociones específicas.
Algunos viajeros de la época hicieron resaltar en sus notas el carácter conventual de Santafé, que la hacía muy similar a Quito, La Paz, Potosí y otras ciudades andinas. No olvidemos que todavía en 1700 el 76,2 por ciento de las edificaciones de la capital eran de carácter religioso. Tanto por la proliferación de iglesias como por el silencio de sus calles, Harry Franck, interpretando el espíritu santafereño, la llamó Cloistered City21.
CONSTRUCCIONES CIVILES
Tal como se ha visto, tan sólo a partir de la segunda mitad del siglo xviii se acentuó el carácter realista del Gobierno español. Este proceso de orden institucional se reforzó con otras tendencias que se expresaron en la arquitectura de Santafé: el mayor tamaño y la jerarquía urbana y el reavivamiento del comercio y la actividad económica. Hasta entonces, las obras civiles se habían limitado a algunos acueductos, empedrados, pilas, puentes y a las casas del Cabildo, la Audiencia y la cárcel. Ya en la segunda mitad del siglo xviii las obras civiles, como quedó anotado atrás, tomaron más cuerpo. Las necesidades de magnitud se van adaptando a partir de una casa con funciones residenciales. Es decir, los edificios públicos lo fueron por su función mas no por su diseño; no fueron hechos específicamente para cumplir este papel.
La construcción civil no fue suficientemente frondosa como para tener un estilo o unos rasgos arquitectónicos definibles. Sin embargo, empiezan a aparecer obras de magnitud, impulsadas por los arquitectos constructores de peso. La arquitectura militar de España, muy acorde con el énfasis imperial, dio lugar a ingenieros expertos que se aplicarían a las obras civiles. El más notable que actuó en Santafé fue Domingo Esquiaqui, un ingeniero militar, cuya intervencion resultó decisiva. Puede afirmarse que es el primer urbanista de Santafé, es decir, un arquitecto e ingeniero, un especialista con una visión integral de la ciudad, sus funciones y su distribución espacial. Intervino en casi todas las obras importantes de la Santafé de fines del siglo xviii. Se lo podía observar diseñando un cementerio, conduciendo las labores de reconstrucción después del terremoto de 1785 o reconstruyendo con mucho sentido arquitectónico una de las más representativas e importantes piezas de nuestra arquitectura como lo fue el templo de San Francisco. En 1791 hizo el plano de la capital que, además de otros dos (el de Cabrer y el de Talledo), es el más detallado y técnico, la única versión confiable que nos permite reconstruir la traza de la Santafé del siglo xviii.
SECTORIZACIÓN
Los dos ríos que cruzan Santafé se convirtieron en decisivas fronteras internas. Sobre esta circunstancia de orden geográfico se crearon las divisiones cívico-religiosas, las parroquias. De acuerdo con estas consideraciones hemos dividido la ciudad en cuatro sectores a fin de describir sus características.
- El núcleo central (el barrio de La Catedral y los adyacentes del Palacio, San Jorge y La Candelaria).
- El núcleo septentrional (barrio de Las Nieves).
- El núcleo meridional (barrio de Santa Bárbara).
- El occidental (barrio de San Victorino).
NÚCLEO CENTRAL
El núcleo central tenía prácticamente los mismos límites de la ciudad en sus comienzos. Al norte, el río Vicachá (San Francisco); al sur, el Manzanares (San Agustín); al oriente, más o menos la actual carrera 5.a, y al occidente un barranco que estaba a la altura de la actual carrera 10.a. El predominio del sector central fue contundente. Siendo su área la sexta parte de la urbe, su población llegó a fines de la Colonia al 41,1 por ciento del total.
Otro factor que contribuyó poderosamente a la preponderancia del barrio de La Catedral consistió en que la casi totalidad del comercio se concentró dentro de sus límites, especialmente en la Calle Real. También debe destacarse el hecho de que en este sector estaba el mayor número de casas de dos pisos y existía la mayor densidad de construcción, con una casi total inexistencia de solares vacíos.
Veamos ahora las principales construcciones del barrio de La Catedral.
La catedral
La modestísima capilla de paja que encontró el obispo Juan de los Barrios cuando llegó a Santafé, mal podría llamarse catedral. Fue precisamente este prelado quien decidió dotar a la joven urbe de un digno templo metropolitano, por lo cual dispuso la demolición de la capilla e inició en 1556 la construcción de la nueva catedral. La obra concluyó en 1565 pero tuvo mala suerte porque, no bien terminada, se derrumbó en forma aparatosa, seguramente debido a la chapucería de sus constructores. En 1572 se acometió la tercera tentativa para erigir una catedral que mereciese tal nombre. Sin embargo, la obra avanzó con una lentitud desesperante y tampoco en esta fase intervinieron constructores calificados. En consecuencia, los sismos de 1785 y 1805 la averiaron hasta el punto de que fue preciso demolerla. Sólo en 1807 el capuchino fray Domingo Petrez, arquitecto con todas las de la ley, diseñó el imponente conjunto de la que, con modificaciones adjetivas, es la actual Catedral Metropolitana de nuestra ciudad. Fue construida sobre la parte más alta de la plaza, conocida como el “altozano”, hoy atrio.
La Capilla del Sagrario
En 1660 unos nobles y piadosos santafereños, encabezados por don Gabriel Gómez de Sandoval, adquirieron dos casas contiguas a la catedral y en esos solares erigieron la Capilla del Sagrario, en honor del Santísimo Sacramento.
La Candelaria
El primer templo de este nombre, erigido por los padres agustinos, tuvo que ser demolido por haber entrado en colisión con las reglamentaciones vigentes sobre construcciones. Pero más tarde, en 1684, la comunidad obtuvo nueva licencia y el templo fue reedificado.
Colegio del Rosario
En 1651 el rey Felipe IV otorgó licencia al entonces arzobispo del Nuevo Reino, fray Cristóbal de Torres, para fundar un colegio en Santafé. El claustro, que hoy aún admiran los bogotanos, fue terminado en 1653 y el colegio empezó a funcionar regentado por los dominicos. Quedó ubicado en el ángulo nororiental que forman las actuales calle 14 y carrera 6.a. Hacia el lado sur fue construida una capilla cuyo bellísimo portal es también motivo de admiración. En principio se llamó de Santo Tomás. Luego, la propia reina de España bordó sobre tela una imagen de la Virgen del Rosario para la capilla, que por esa razón fue conocida hasta nuestros días con el nombre afectuoso de “La Bordadita”.
Santa Inés
En el extremo occidental del barrio del Palacio (hoy calle 10.a con carrera 10.a), el capitán Fernando de Caicedo y su familia patrocinaron la erección de este monasterio y la iglesia del mismo nombre. Se terminó parcialmente en 1645.
Casa del Cabildo Eclesiástico
La sala capitular y otros despachos del Cabildo Eclesiástico funcionaron en el costado oriental de la Plaza Mayor.
Convento de Santo Domingo
Luego de su corta permanencia en la Plaza de las Yerbas, los dominicos trasladaron su convento en 1557 a la Calle Real, en la manzana que hoy enmarcan las calles 12 y 13 y las carreras 7.a y 8.a. Éste, que fue el más grande, imponente y prestigioso convento de la capital, sólo vino a quedar concluido en 1619. La iglesia fue ricamente ornamentada, tenía tres cuerpos apoyados en columnas dóricas vestidas de parras y en las naves laterales había magníficos retablos. El claustro del convento fue el más amplio que se construyó en Santafé y su arquería descansaba sobre 182 columnas.
Acabando esta capital de celebrar el cuarto centenario de su fundación, un frío e inexorable acto de vandalismo oficial redujo a escombros la que fue una de las más soberbias obras arquitectónicas de nuestra era colonial para erigir en su lugar un afrentoso edificio que hoy avergüenza a Bogotá.
Santa Clara
El arzobispo Arias de Ugarte promovió la fundación de un monasterio para las monjas clarisas. Varias familias opulentas de Santafé hicieron generosas donaciones para esta obra, cuyo costo alcanzó la elevadísima suma de 60 000 pesos. Su ubicación fue la actual calle 9.a con carrera 8.a.
Colegio de Santo Tomás de Aquino
El presbítero Gaspar Núñez, cura de San Victorino, dejó un apreciable capital de 150 000 pesos que destinó por voluntad testamentaria a la construcción de un colegio que se llamaría de Santo Tomás de Aquino y que sería regido por los dominicos. Sus rivales de la Compañía de Jesús trataron de impedir la creación del colegio, pero finalmente éste fue fundado y construido.
Monasterio del Carmen
Se creó debido a la iniciativa de doña Elvira de Padilla y fue terminado en 1619 por las monjas carmelitas. Quedó localizado en la actual carrera 5.a con calle 9.a (Camarín del Carmen).
Monasterio de la Concepción
Fue el primer monasterio de Santafé. Cuenta fray Pedro Simón que se construyó gracias a un legado del rico mercader Luis López Ortiz, quien murió sin herederos y dejó la totalidad de su fortuna para este fin piadoso. La edificación se inició en 1583 bajo el patrocinio del arzobispo Zapata de Cárdenas y abarcó dos manzanas.
Templo de San Ignacio y Colegio de San Bartolomé
El Colegio de San Bartolomé, máxima institución docente de los jesuitas, obtuvo licencia real para operar en 1602, gracias a las gestiones del arzobispo Lobo Guerrero, gran amigo de la Compañía. Los hijos de Loyola acometieron la construcción de un gran conjunto arquitectónico, de primera importancia en Santafé, que incluyó el colegio (esquina suroriental de la Plaza Mayor), el templo de San Ignacio, un poco más hacia el oriente, y el claustro (hoy Museo Colonial). El templo fue diseñado, como casi todos los templos jesuitas en el mundo entero, sobre la pauta del templo de Jesús en Roma, sede principal de la Compañía.
Capilla de Egipto
Se inició en 1556 y para su ubicación se eligió una colina que dominaba la ciudad. El promotor de la obra fue el presbítero Jerónimo de Guevara. En sus comienzos la capilla fue rudimentaria y sencilla en su arquitectura.
Monasterio de La Enseñanza
Abrió sus puertas en 1783 y fue la única institución que hubo en la Colonia dedicada a la instrucción de señoritas. Su construcción se debió a la largueza de doña Clemencia Caicedo, linajuda dama santafereña, quien, además, dotó a la entidad con esplendidez. Estaba en la actual calle 11 entre carreras 5.a y 6.a.
Reconstrucción de la Casa de la Moneda
A partir de 1570 la Corona empezó a considerar con firmeza la decisión de retirar a los particulares el derecho de acuñar moneda y convertirlo en privilegio estatal. Tal medida se tomó definitivamente en 1759, por lo cual se hizo necesaria la reconstrucción del inmueble destinado a ese quehacer. La obra se comenzó en 1753 y es el magnífico edificio que hoy admiramos, en perfectas condiciones, en la calle 11 con la carrera 5.a.
La Aduana
A mediados del siglo xviii el gobierno virreinal encargó al alarife N. Lozano la construcción de un edificio adecuado para este importante organismo, en el costado oriental de la Plaza Mayor, al lado de la Capilla del Sagrario.
NÚCLEO DEL NORTE
El sector norte de la ciudad estaba comprendido entre la orilla del río San Francisco y la Recoleta de San Diego, que era el límite de la urbe por ese lado. Al oriente, iba hasta el pie de los cerros, y al occidente hasta la llamada Alameda Vieja, hoy carrera 13. Sin embargo, al contrario de lo que ocurría en el barrio de La Catedral, este sector sí contenía considerables áreas de lotes baldíos, aproximadamente un tercio del total. En 1774, por decisión del virrey Guirior, el barrio fue dividido en dos sectores: oriental y occidental, separados por la Calle Larga de Las Nieves, hoy carrera 7.a. Este barrio comprendió entonces tres sectores en orden de importancia, así:
- Plaza de las Yerbas o de San Francisco.
- Sector oriental.
- Sector occidental.
Vale recordar que hasta finales de los años cincuenta del siglo xvi, el más importante núcleo urbano de Santafé no fue la Plaza Mayor, hoy de Bolívar, sino la de las Yerbas, hoy Parque de Santander. Ahora veamos las razones por las cuales se erigieron allí las residencias de las altas personalidades de la ciudad.
La barrera natural formada por el río Vicachá (San Francisco) obligó a los primeros pobladores a concentrarse en esa explanada. Por otra parte, historiadores tan respetables como Martínez y Groot sostienen que fue allí donde Quesada formalizó su primer asiento militar y donde se celebró la primera misa, en la modesta capillita del Humilladero, situada en la esquina noroccidental de la plaza22. Rápidamente ésta se convirtió en sitio de intercambio de productos con los indios y mercado de víveres. La Plaza de las Yerbas siguió adquiriendo preponderancia y ya en 1541 se realizaron las primeras transacciones de propiedad raíz y se iniciaron las primeras construcciones de residencias para personajes notables. La primera se levantó en el sitio donde hoy está el edificio de la Nacional de Seguros. En 1572 la conformación de la plaza era como sigue:
En el costado occidental estaban las iglesias de San Francisco y La Veracruz. En el costado septentrional había tres residencias particulares. Por el lado oriental estaba el primer convento dominicano y dos casas. En el costado meridional no había ninguna construcción, sólo un barranco que daba sobre el río. Esta situación no cambió hasta que levantó allí su residencia doña Jerónima de la Bastida. Pasó el tiempo y, no obstante la supremacía que conquistó la Plaza Mayor, las Yerbas siguió siendo un polo de gran importancia y sitio preferido por personajes connotados de diversas épocas para tener allí sus residencias. Hernán Pérez de Quesada y el propio fundador residieron en este lugar. Más tarde vivieron allí el general Nariño (costado oriental) y el general Santander (actual edificio de Avianca).
Por su parte, el barrio oriental de Las Nieves, que a finales del siglo xviii comprendía 25 manzanas, se extendía, de sur a norte, de la actual calle 16 a la 22, y, de oriente a occidente, de la carrera 4.a a la 7.a. Gradualmente se fue extendiendo hacia el norte. En este sector, sobre la actual carrera 7.a, se levantó la primera ermita, de Las Nieves, que posteriormente se incendió. La que la sustituyó sucumbió en el sismo de 1817. Posteriormente, y en el mismo solar, fue construida la iglesia actual. Desde fines del siglo xvi existió la plaza de Las Nieves, terreno donado para uso público por doña Francisca de Silva, hija del conquistador Juan Muñoz de Collantes.
En 1665 el cura de Las Nieves, Francisco Cuadrado, solicitó al Cabildo la instalación de una pila de agua en la plaza de la parroquia, insistiendo en que las numerosas panaderías que operaban en el sector hacían indispensable este servicio. El Cabildo accedió a esta solicitud y la pila fue construida.
En cuanto a la población del barrio, dice el historiador Hernández de Alba:
“En su derredor agrupáronse las casas y talleres de artesanos y gentes humildes; maestros del arte de pintura, escultores, orfebres, plateros, carpinteros de lo blanco, ebanistas, maestros de arquitectura, etc., cuya piedad proporcionó recursos para convertir la ermita en la iglesia de tres naves que fue adorno de la capital del virreinato. Huertas de recreación, chircales y fábricas de loza menudeaban en los días coloniales en la pintoresca barriada”.
En cuanto al barrio occidental de Las Nieves, hacia fines del siglo xviii comprendía 25 manzanas. El límite sur era el río San Francisco, desde el puente hasta la actual carrera 13; por el norte, iba hasta la actual calle 25; el límite occidental era la Alameda (carrera 13) y el oriental la actual carrera 7.a.
Los dos sectores de Las Nieves comprendían varias edificaciones de importancia, entre las que se destacaban:
- El convento franciscano, erigido en 1550. Su primera ubicación fue la plazuela de Las Nieves. (La orden inició actividades en Santafé con 10 frailes).
- Noviciado de los jesuitas. En 1657 la Compañía de Jesús fundó un noviciado con iglesia anexa en la Calle Larga de Las Nieves, exactamente en lo que es hoy la calle 18 con la carrera 7.a. La obra tropezó en principio con la oposición de sus rivales franciscanos, pero la influencia de los jesuitas era grande y el noviciado se construyó y funcionó sin problemas. Desde luego, como casi siempre en estos casos, contó con generosas donaciones particulares.
- Las Aguas. En 1690 se terminó esta obra, consistente en un claustro amplio y espacioso y una iglesia adjunta. Recibió este nombre por su proximidad al río San Francisco. Inicialmente el conjunto iba a ser regentado por los frailes de San Felipe Neri, pero surgieron dificultades y finalmente pasó a manos de los dominicos.
- Reconstrucción de la Veracruz. La ermita de este nombre fue en sus principios una humilde capilla situada en el ángulo noroccidental de la Plaza de las Yerbas. En 1631 se inició su reconstrucción bajo el patrocinio de la Hermandad de la Veracruz.
- Recoleta de San Francisco (San Diego). Esta recoleta fue fundada en 1606 y consagrada en 1610. Se edificó en terrenos de la finca de recreo “La Burburata”, de propiedad del rico encomendero Antonio Maldonado de Mendoza, quien la vendió a un precio muy módico a la orden franciscana. La recoleta fue por mucho tiempo el extremo septentrional de la ciudad y desde sus primeros años fue un lugar de romerías piadosas a la Virgen del Campo que a partir de entonces se veneró allí.
- Reconstrucción del templo de San Francisco. El terremoto de 1785 averió seriamente esta iglesia, por lo cual fue preciso reconstruirla. La obra fue encomendada al arquitecto Domingo Esquiaqui. La portada es sobria y la torre tiene el mismo diseño de las de otros templos de esta orden en ciudades como Quito. En su interior existen desde entonces unos soberbios retablos en madera que figuran entre los más hermosos de toda la riquísima imaginería barroca de Hispanoamérica. En la sacristía se halla el único lienzo de Zurbarán que hay en Colombia.
- Iglesia de la Orden Tercera. Es ésta una orden menor que depende de la de San Francisco. En 1761, con el apoyo del virrey Solís y el consabido patrocinador rico y piadoso, se inició su construcción en el ángulo noroccidental de la Plaza de las Yerbas.
- El Arco de San Francisco. Fue ésta una construcción muy curiosa. Tratábase de un arco o puente de cal y canto que comunicaba el templo de la Orden Tercera con el convento franciscano pasando sobre la actual calle 16, motivo por el cual recibió el nombre de Calle del Arco. Este puente urbano fue demolido en 1882.
- Hospicio de hombres y casa de recogidas. Esta institución, a la que ya hemos aludido, estaba situada en lo que es hoy carrera 7.a entre calles 18 y 19.
- Tenería de Cajigas. Era ésta una casa alta y notable por sus amplios espacios, donde residió y tuvo su tenería don Antonio Cajigas y Bernal, fiador de don Antonio Nariño cuando ocupó la Tesorería de Diezmos.
- Casa de los virreyes. Situada al norte del hospicio y construida por los opulentos zipaquireños Lasso de la Vega, fue conocida con ese nombre, no porque allí hubiera residido virrey alguno, sino por el lujo insólito que la caracterizaba.
- La Alameda Vieja. Era una de las salidas de la ciudad por el occidente y se prolongaba hasta el camino de Suba. En la parte urbana era la actual carrera 13 entre calles 15 y 25. Así la describe Daniel Samper Ortega:
“Estaba arborizada desde San Victorino hasta el campo abierto de San Diego, sin más construcción en todo el trayecto que una quinta aislada de dos pisos, entre potreros de achicoria, perteneciente al notable médico don Miguel de la Isla, quien tenía allí plantado un jardín botánico, el primero que existió en Santafé”23.
NÚCLEO DEL OCCIDENTE O BARRIO DE SAN VICTORINO
Este sector era la primera área urbana que veían los viajeros que llegaban a Santafé por el camino de occidente (que eran la mayoría), puesto que por allí se llegaba al río Magdalena y, a lo largo de esa gran arteria fluvial, a los puertos del Caribe y por ende al resto del mundo. Según el padrón de 1801 el barrio comprendía 32 manzanas, pero había numerosos solares baldíos.
También vale anotar que sólo en las postrimerías de la Colonia adquirió San Victorino una real importancia. Veamos ahora someramente algunos sitios de interés en este núcleo.
- La Capuchina. Los capuchinos fueron una orden religiosa tardía. Don Pedro de Ugarte donó sus terrenos y en ellos construyó la comunidad su convento e iglesia. La obra concluyó en 1791.
- Plazuela de San Victorino. Fue, como quedó dicho, la puerta de ingreso a la ciudad. De la plazuela se entraba al sector central a través de un puente que estaba situado a la altura de la actual calle 12 con carrera 12.
- Pila de San Victorino. En la Colonia las pilas de agua eran auténticos polos de desarrollo. El caso de esta pila es uno de los más demostrativos de la exasperante lentitud con que avanzaban las obras públicas en esta época. En 1680 los vecinos del sector se pronunciaron ante el Cabildo para encarecerle la urgencia de construir una pila que recogiera aguas conducidas hasta allí a través de arcaduces desde el río Arzobispo. Increíble pero cierto: la obra se dio al servicio en agosto de 1803.
- Carnicería. Era la principal de las tres carnicerías con que contaba la ciudad y estaba situada en la actual calle 8.a con carrera 12. Los otros expendios quedaban en el barrio occidental de Las Nieves y en el barrio Santa Bárbara.
- Huerta de Jaime. Actual Parque de los Mártires por haber sido sacrificados allí numerosos dirigentes patriotas durante la era del terror, entre 1816 y 1819.
NÚCLEO DEL SUR O BARRIO DE SANTA BÁRBARA
A fines del siglo xviii este barrio comprendía 16 manzanas pobladas y estaba delimitado así: al norte, por la barrera natural del río San Agustín; al sur, por la barrera, también natural, de la quebrada de San Juanito, actual calle 3.a; al oriente, por la actual carrera 4.a, y al occidente por la actual carrera 10.a. Fue un sector relativamente marginal y, pese a estar enmarcado por dos ríos, mal abastecido de agua. La parroquia de Santa Bárbara fue fundada por el arzobispo Luis Zapata de Cárdenas en marzo de 1585. Su primer templo parroquial, de estructura endeble y sencilla, fue edificado por el capitán Lope de Céspedes, hijo del también capitán Juan de Céspedes, conquistador y compañero de Quesada. El sitio de esta pequeña iglesia fue el mismo que hoy ocupa la actual calle 5.a con carrera 7.a.
Sus sitios más destacados eran:
- Ermita de Belén. En 1580 la Cofradía de Nuestra Señora de Belén emprendió la construcción de una modesta ermita que fuera el centro de su devoción. La levantaron, con una estructura muy modesta, al oriente de la parroquia de Santa Bárbara, en una colina yerma conocida como “El Pedregal”. La humilde capilla se fue deteriorando hasta que en el siglo xviii recibió el beneficio de un solterón llamado don Esteban Antonio Toscano, que en las postrimerías de su vida decidió ponerse a paz y salvo con su conciencia donando una gruesa suma para la restauración de la ermita y trasladándose a ella para vivir una existencia de privaciones y sacrificios en compensación por su pasada vida de licencias. La obra se realizó no obstante la oposición del párroco, que veía en ella una competencia inconveniente en el recaudo de limosnas.
- Las Cruces. En 1655 se edificó la primera ermita con este nombre, en la actual carrera 11 con calle 6.a. En 1827 se empezó a construir el actual templo de ese nombre.
- Capilla de Monserrate. En 1620, don Pedro Valenzuela obtuvo licencia para edificar una ermita en el cerro tutelar de la ciudad. Se llamó Nuestra Señora de Monserrate y en principio fue ocupada por los agustinos recoletos los cuales, a raíz de un litigio con las autoridades civiles, fueron sustituidos por los candelarios. Derruida por el sismo de 1743, fue construida luego. En su camarín se venera la tradicional imagen del Señor Caído, cuya devoción lleva aún a millares de fieles hasta la cumbre del cerro.
- Recoleta de Fucha. A principios del siglo xvii, el capitán Juan Bernal donó un solar a orillas del río Fucha para establecer allí un convento dominico. El permiso fue concedido pero más tarde las autoridades encontraron redundante la recoleta y dieron orden a los frailes de abandonarla. Éstos respondieron con un acto de rebeldía y se negaron a salir. La respuesta oficial no se hizo esperar: la recoleta fue demolida sin contemplaciones.
- Convento de San Agustín. Se debió esta obra a la piedad del encomendero Juan de Céspedes, quien donó algunas casas de su propiedad para construir en esos lotes la capilla y el convento de los agustinos calzados. En 1575 los frailes tomaron posesión del terreno, a orillas del río Manzanares, que a partir de ese momento se llamó San Agustín. El convento y la iglesia quedaron comprendidos entre las actuales calles 6.a y 7.a y las carreras 7.a y 8.a.
- Capilla y ermita de La Peña. Cuentan la tradición y la leyenda que en 1685, mientras se trabajaba en la construcción de una pequeña ermita en los riscos que sirven de contrafuerte al cerro de La Peña, al oriente del barrio de Santa Bárbara, se presentó un fenómeno milagroso que dejó estupefactos a los santafereños. Corrió la voz de que, en medio de un imponente resplandor, había aparecido la Virgen ofreciendo una fruta al Niño Jesús mientras un ángel, a su lado, sostenía una custodia en las manos. Para conmemorar este hecho extraordinario, se edificó una ermita en lo alto del cerro. Posteriormente, debido a las dificultades de acceso, se construyó otra capilla un poco más abajo, entre los ríos La Peña y San Agustín.
- Ermita de Guadalupe. Desde los días de la Conquista, los capitanes españoles habían plantado cruces en las cimas de los cerros tutelares de Santafé: Monserrate y Guadalupe. En 1656 se fundó una ermita para honrar allí la imagen de Nuestra Señora de Guadalupe. Hubo, para la entronización de la imagen, una solemne peregrinación encabezada por la Real Audiencia.
- Fábrica de loza. Se ubicó en los arrabales, en la margen del riachuelo de San Juanito, actual calle 3.a con carrera 3.a.
RÍOS Y PUENTES EN SANTAFÉ
Entre todas las corrientes fluviales que cruzaban a Santafé, y que seguramente determinaron la fundación de la ciudad en este siglo, se destaca el Vicachá. Era éste su nombre muisca, que luego fue cambiado por San Francisco al fundarse el convento franciscano en sus riberas. El río nace en el páramo de Choachí y luego recibe el caudal de las quebradas de San Bruno y Guadalupe. Fue el mayor río con que contó la ciudad y el que suministró el más considerable abastecimiento de agua a esta capital hasta los años finales del siglo xix, cuando aún nutría el acueducto de Aguanueva. Era el río más caudaloso y el que, según los cronistas, proveía las aguas más “dulces”, vale decir, más puras. Bajaba con notable fuerza hacia la ciudad, asomándose a la misma por el barrio de Las Aguas y siguiendo el curso de la actual avenida Jiménez de Quesada hasta la carrera 10.a de hoy. De este punto se desviaba algo hacia el suroccidente hasta unirse con el San Agustín, a la altura de la actual carrera 13 con la calle 6.a. Finalmente, torcía hacia el noroccidente hasta desembocar en el río Arzobispo.
El río Manzanares, que luego fue San Agustín por el convento edificado en sus márgenes, nace en el cerro de Guadalupe. De caudal menor que el de San Francisco, alimentó en un principio el agua de la pila de la Plaza Mayor hasta mediados del siglo xvii, cuando se le sumó la del Fucha. Por el sur, el San Agustín era el límite entre los barrios de La Catedral y Palacio con Santa Bárbara. Atravesaba la ciudad de oriente a occidente hasta unirse con el San Francisco, formando así la tenaza acuática que encerraba la ciudad por el occidente. El río Arzobispo tomó muy posiblemente su nombre de una residencia que tenía la arquidiócesis cerca de sus márgenes. Nace en el páramo de Cruzverde, desciende por Monserrate y baja con rumbo occidental hasta desembocar en el Funza o Bogotá. Sus aguas alimentaron las pilas de Las Nieves y San Victorino. El Arzobispo estuvo durante toda la Colonia y parte del siglo xix fuera del perímetro urbano; en los comienzos del siglo xx fue la línea divisoria entre la ciudad y el arrabal de Chapinero.
El río Fucha (mujer, en lengua chibcha) fue llamado más tarde San Cristóbal, debido a que un pintor anónimo de la Colonia aprovechó una roca que sobresalía del cauce para pintar allí al legendario santo que cargó sobre sus hombros al Niño Dios. Nace también en Cruzverde y contribuyó con sus aguas a abastecer la pila de la Plaza Mayor desde el siglo xvii hasta comienzos del xix a través del acueducto de Aguavieja. Don Antonio Nariño poseyó una quinta a orillas del Fucha y en una carta escrita allí encomió con entusiasmo la belleza del paraje.
Además de estos ríos importantes, hacia el sur (calle 3.a) descendía con rumbo occidente la quebrada de San Juanito, que era el límite sur del barrio de Santa Bárbara. Más al sur, en zona ya totalmente rural, corría el Tunjuelo. En el extremo norte estaban las quebradas de la Vieja y las Delicias, que durante mucho tiempo abastecieron de agua a Chapinero. Había, además, otras numerosas quebradas que gradualmente fueron sucumbiendo ante el empuje del desarrollo urbano.
Los puentes
Tal como ya lo anotamos, los ríos de San Agustín y San Francisco formaban un cerco cerrado sobre Santafé. Dicho cerco impedía en principio, o al menos dificultaba al máximo el acceso a la ciudad. Por ello se hizo imperioso desde los primeros años construir puentes a fin de salvar estas barreras naturales que, si bien por cierto representaban una dificultad para la nueva urbe, le garantizaban, aunque fuera de modo precario, el abastecimiento vital. Los puentes, en consecuencia, se multiplicaron por diversos puntos estratégicos de la capital a fin de asegurar a sus habitantes un tránsito fácil entre los diversos barrios que la integraban y el exterior. Estos puentes fueron vitales hasta entrado el siglo xx, cuando los ríos fueron canalizados y se hicieron subterráneos.
Según el plano topográfico de Bogotá, que levantó Carlos Clavijo en 1894, la ciudad contaba entonces con 30 puentes. Pero durante la Colonia sólo hubo cinco puentes principales, además de dos secundarios que eran el de San Diego, al final de la urbe, y uno que se construyó totalmente fuera del perímetro urbano, sobre el río Arzobispo24. Los cinco principales eran los de San Francisco, San Agustín, San Victorino, de Lesmes y Giral. Ya en el siglo xix, pero bajo régimen español (el del Pacificador Morillo), se construyeron los puentes del Carmen, sobre el río San Agustín, y uno sobre la quebrada de San Juanito. Veamos ahora en detalle estos puentes.
Puente de San Agustín: Estaba en la actual intersección de la calle 7.a con la carrera 7.a y se construyó entre 1602 y 1605, bajo el gobierno del presidente Francisco Sande. La Audiencia encargó de la realización de la obra al oidor Luis Henríquez quien, urgido de mano de obra, mandó traer indios de Tunjuelo, Usme, Ubaque y Chipaque, todos trabajadores de la encomienda de Alonso Gutiérrez de Pimentel, quien elevó una airada protesta por este despojo. El caso terminó en litigio hasta que, víctima de la más feroz arbitrariedad, Gutiérrez de Pimentel terminó en la horca25. Al ser concluido, el puente de San Agustín se convirtió en la principal vía de acceso del sur al sector central de Santafé.
Puente de Lesmes: Fue el segundo que se construyó sobre el río San Agustín, a la altura de la actual calle 7.a con carrera 6.a. La obra se ejecutó entre 1628 y 1630 y la dirigió el oidor Lesmes de Espinosa y Sarabia, de quien tomó su nombre. Una avenida del río arrasó el puente en 1814. Morillo lo reconstruyó en 1817.
Puente del Giral: También construido sobre el San Agustín, en la actual intersección de la carrera 8.a con la calle 7.a 26.
Puente de San Victorino: Este puente, sobre el río San Francisco, quedó situado en la actual intersección de la calle 12 con la carrera 12. Tuvo una notable importancia, debida al hecho de ser esa zona, como ya lo hemos anotado, el paso forzoso hacia el camino de occidente, la vía por la que Santafé se comunicaba con el mundo. Se desconoce la fecha de su construcción, pero se sabe que era una obra sólida y maciza, tal como la describe el historiador Eduardo Posada: “Era semejante al de San Francisco, de sillería, arco ojival y barandal de piedra redondeada en la cima. El río se veía a gran profundidad”27.
Puente de San Francisco: Estuvo ubicado en la intersección de la actual avenida Jiménez de Quesada con la carrera 7.a. La verdad es que allí no hubo todo el tiempo un solo puente sino varios que fue preciso reconstruir o volver a levantar del todo como consecuencia de las frecuentes e impetuosas crecientes del río. Fue este puente vital para la ciudad y la vía de acceso que enlazó el sector central con el norte de la capital. El primer puente, conocido como de San Miguel, se construyó entre 1551 y 1558 en madera, y, debido a la fragilidad de su estructura, sucumbió ante los embates del río antes de comenzar el siglo xvii. En 1602 la Real Audiencia se pronunció sobre la necesidad apremiante de construir un puente de cantería, a fin de afrontar con buen suceso las avenidas del río. Se ordenó la construcción y se dispuso que se proveyera de todos los indios necesarios para llevar a feliz término la obra28. Sin embargo, ésta se terminó en fecha no determinada y el puente volvió a sucumbir. Otro puente, iniciado por el presidente Juan de Borja, tampoco resistió las crecientes. Finalmente, fue bajo el gobierno de don Diego Egues Beaumont, cuando se construyó, venciendo graves dificultades financieras, el puente definitivo, en cantería sólida y con arco gótico, el cual comunicó el centro y sur de la ciudad con el norte hasta la canalización del río29. La obra fue posible gracias a un impuesto de sisa que se fijó entonces y que ascendió a la suma de dos reales por cada botija de vino que ingresara a Santafé. El puente fue terminado en 1664.
Puente de San Diego: Localizado en el confín septentrional de la ciudad, se construyó en las postrimerías de la Colonia, pero sufrió daños y deterioros. Sólo vino a ser reparado a fondo en plena era republicana30.
ACUEDUCTOS
El de fray Pedro Simón es uno de los testimonios más valiosos y definitivos sobre la incidencia del agua sobre la decisión de Quesada y sus conmilitones de fundar la ciudad cerca de los cerros de donde bajan los ríos y quebradas que ya conocemos. En efecto, las perspectivas de aprovisionamiento de agua constituían un factor decisivo para decidir en qué sitio se debía fijar y desarrollar cualquier asentamiento urbano. Y Santafé, desde luego, no fue una excepción. La abundancia de agua, y especialmente la presencia de los ríos Vicachá y Manzanares (San Francisco y San Agustín) fueron elementos contundentes: había que fundar la nueva ciudad al lado de estas magníficas fuentes de líquido vital. Además, las Leyes de Indias eran categóricas en cuanto a la obligación de establecer las urbes siempre cerca de buenas fuentes de agua y en climas propicios para la vida y la salud de los futuros moradores31.
En los primeros años la provisión de agua se obtuvo en Santafé de la manera más rudimentaria y primitiva. Los indios al servicio de los conquistadores la traían hasta las casas de éstos en grandes cántaros que cargaban sobre sus hombros haciendo penosos recorridos de hasta un cuarto de legua. Pero al poco tiempo la situación se agravó debido a que los desechos de la ciudad y los que generaban los lavanderos de ropa que se instalaban en las riberas, fueron enturbiando las limpias aguas, debido a lo cual los amos blancos compelieron a los indios a remontarse más en dirección de las fuentes, buscando aguas no contaminadas, con lo que se recargaba el trabajo de los aguadores. Pero los indios, en expresión de velada resistencia, optaron por traer el agua de los sitios más cercanos desmejorando notoriamente su calidad32. Ante esta grave circunstancia, no hubo otra alternativa que impulsar la construcción de una fuente en la Plaza Mayor.
Como la ciudad “carecía de bienes de propios”, surgió la iniciativa de costear la fuente con un impuesto de sisa a las ventas de carne. El nuevo impuesto fue ásperamente controvertido y los vecinos más destacados de la ciudad propusieron a la Audiencia que se decretara más bien una derrama o contribución extraordinaria para la construcción de la fuente33. Esta idea se impuso y en 1584 se emprendió la obra en el sitio que ocupaba el rollo o picota donde se ejecutaba o castigaba a los delincuentes e infractores de la ley. Precisamente, el oidor Alonso Pérez de Salazar, que fue el principal impulsador de la pila, había hecho espantable gala de crueldad al desorejar y desnarigar a más de 2 000 infelices en el mencionado rollo. En la comunicación en que la Audiencia anunciaba la iniciación de la obra, se advertía a los vecinos que aquellos que quisieran disponer del beneficio de “pajas” de agua (conducción del líquido hasta sus casas), deberían pagar una suma extra para gozar de tan cómodo servicio. De inmediato se dio comienzo a la construcción de la pila, rematada en el ápice por el legendario “mono” , que permaneció en este sitio por casi tres siglos, hasta que hubo de ceder su lugar a la estatua del Libertador, obra del italiano Tenerani. De allí pasó a la Plazuela de San Carlos, hoy Rufino José Cuervo, más tarde al Museo Nacional, y finalmente al Museo Colonial, en cuyo patio principal se encuentra hoy.
Aguavieja
En sus comienzos, el agua era traída a la fuente desde el río San Agustín, pero bien pronto este suministro fue insuficiente, sobre todo en tiempo de verano. Por lo tanto, se hizo patente la necesidad de reforzar esta corriente con aguas del río Fucha. Sin embargo, se tropezó con la consabida dificultad de la penuria fiscal, la que, a su vez, fue suplida con los aportes de los vecinos. En 1681 se comenzó a encauzar las aguas del Fucha hacia la pila de la Plaza Mayor. La obra fue lenta en extremo, sufrió varias interrupciones y sólo hacia 1738 quedó concluida34. Pero posteriormente fue necesario unir las aguas del Fucha con las del San Agustín (o Manzanares), tal como lo acordó el Cabildo el 9 de enero de 1741 al ordenar que “los regidores de aguas se junten esta tarde para supervigilar que se encañe el agua antigua del río Manzanares con la que viene del río Fucha por ser ambas pocas, separadas, y necesitarse reunirlas para el abastecimiento de la ciudad…”35. Este acueducto fue el primero de la ciudad y se conoció en aquella época con el nombre de Aguavieja.
Aguanueva y San Victorino
Con solemnes ceremonias se inauguró en 1757 el acueducto de Aguanueva, que conducía agua desde el boquerón del San Francisco hasta la pila de la Plaza Mayor. Este acueducto tuvo una larga vida y prestó servicios a la ciudad hasta finales del siglo xix, cuando ya se estaban instalando tuberías de hierro. Al principio su acequia corría a la intemperie, pero más tarde fue recubierta con cal y piedra. En 1863, el inspector y administrador del Ramo de Aguas, Ambrosio López, rendía un minucioso informe sobre los perjuicios que estaba ocasionando para el aprovisionamiento de agua la acumulación de piedras, cascajo, arena y otros elementos en el interior de la acequia y sobre la necesidad apremiante de poner remedio a esta situación.
En cuanto al acueducto de San Victorino, la idea de construirlo para satisfacer urgentes necesidades, se remonta a finales del siglo xvii cuando los vecinos del sector enviaron una representación en este sentido al Cabildo. Sin embargo, tuvo que pasar un siglo antes de que se iniciara en serio36. Se determinó que la pila de San Victorino sería abastecida por las aguas del río Arzobispo, se trazó la ruta de la acequia, que iniciaba su curso en las faldas de Monserrate, y finalmente se dio al servicio en 1803. Fue así como, dentro de las más precarias condiciones, estos acueductos proveyeron malamente de agua a esta capital hasta finales del pasado siglo. A estos dos acueductos, y especialmente a los particulares que se les derivaban, puede llamárseles con más acierto acequias, pues eran unas zanjas, algunas con su piso revestido en lajas. El agua corría por la superficie, al aire libre, en las márgenes de las calles y en ocasiones atravesando en diagonal por huertas y solares. Para tener una idea aproximada de las dimensiones de las acequias, recurrimos a los datos que nos ofrece un documento fechado el 10 de junio de 1785 y firmado por el capuchino fray Dionisio de Valencia, referente a la acequia que conducía el agua al Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario. Esta acequia tenía, en su parte más estrecha, “tres de dos y medio de profundidad y once dedos de diámetro”, y en su parte más ancha “cuatro dedos y medio de profundidad y un palmo de diámetro”37.
Una apreciación sobre los problemas de provisión de aguas en Bogotá la tomamos del ingeniero Manuel H. Peña:
“Los acueductos son de mala construcción, consistiendo en un canal excavado al aire libre en las tomas de agua de algunos de ellos y prolongado hasta cierta extensión. Este canal se convierte en una cañería de piedras redondas o apenas recortadas colocadas sin cimiento alguno o con mala mezcla de cal, grasa y arena, en las cercanías de la ciudad; y en un canal de ladrillo o de piedras a medio labrar, con mal cimiento, dentro de la ciudad misma, dando lugar a evaporaciones, infiltraciones y pérdidas de más de la mitad del agua aprovechable, absorbiendo los residuos de las materias orgánicas y excrementicias del suelo permeable, y dando origen a enfermedades del estómago, sobre todo en las épocas de calor”.
PILAS, FUENTES Y CHORROS
Además de los acueductos que hemos reseñado, que sólo abastecían algunas residencias privilegiadas y de las pocas casas que poseían aljibe propio, el resto de la población tenía que apelar a las pilas o fuentes. Algunas pilas eran manantiales de origen natural y otras derivaciones de las acequias de los conventos y de las casas principales. Las pilas y chorros principales de la época colonial se mantuvieron hasta bien entrado el siglo xix. Fueron ellos el chorro de San Agustín, los chorritos del Rodadero y de Padilla, el cual debió su nombre a don Zenón Padilla, quien lo descubrió en 1864. Además de los chorros, proveían de agua las pilas de la Plaza Mayor, San Francisco, San Victorino y Las Nieves. Las pilas eran puntos obligados de reunión y tertulia, especialmente entre las aguateros que concurrían a llenar sus múcuras y vasijas todos los días y que fueron descritas así por el argentino Miguel Cane, a mediados del siglo xix:
“En el centro, una fuente tosca, arrojando el agua por numerosos conductos colocados circularmente. Sobre una grada, un gran número de mujeres del pueblo, armadas de una caña hueca, en cuya punta había un trozo de cuerno que ajustaba el pico del agua que corría por el caño así formado, siendo recogida en un ánfora tosca de tierra cocida. Todas estas mujeres tenían el tipo de indio marcado en su fisonomía; su traje era una camisa, dejando libres el tostado seno y los brazos, y una saya de paño burdo y oscuro. En la cabeza, un sombrero de paja. Todas descalzas”38.
EMPEDRADOS
Tal como ocurrió con otros elementos básicos de la civilización urbana, el empedrado de las calles llegó tarde a Santafé. Las noticias que hay sobre estas obras vitales de progreso datan del siglo xviii. Hasta entonces las calles santafereñas, igual que si fueran trochas agrestes, reflejaban crudamente los altibajos del clima sabanero. En verano, las ráfagas de viento que bajaban de los boquerones vecinos levantaban en las mal llamadas calles agresivas nubes de polvo que hacían el ambiente irrespirable. Por el contrario, en invierno, quien no dispusiera de buenas cabalgaduras, o al menos altas y gruesas botas, se veía abocado a zozobrar en el magma lodoso que cubría el suelo. La preocupación por los empedrados coincidió en Santafé con los periodos, ya señalados, de mayor impulso en la construcción. El primero, que cubrió las primeras décadas del siglo xvii, dispuso de amplia mano de obra indígena. Durante esos años, las autoridades coloniales volvieron su atención de manera muy especial hacia la necesidad de convertir estas vías primitivas y cuasi-selváticas en auténticas calles mediante el adoquinado. En 1603 la Real Audiencia se pronunció sobre un ambicioso plan de empedrado que comprendía prácticamente todas las vías importantes de la ciudad39. No hubo resultados inmediatos. Pero algo más tarde, en 1614, el dinámico y acucioso presidente Juan de Borja volvió sobre este problema y dispuso de nuevo el empedrado de las calles40. Y así, con altibajos y largas interrupciones, se iniciaron estas obras esenciales. En 1759 se concluyó el empedrado de numerosas calles y de la Plaza Mayor. Siempre, desde luego, apelando a los particulares, ante la inveterada indigencia de las arcas virreinales. Fuera de estas iniciativas oficiales, la autoridad tendría que delegar en las casas particulares el empedramiento de los frentes de las calles habitadas. En 1785, en los capítulos sobre el buen gobierno, se incluye el numeral 5 que dice: “Todo dueño de casa, o tienda hará empedrar y a barrer a lo menos un día a la semana el terreno correspondiente a su habitación”41.
El intento por mover a los particulares para que arreglasen sus correspondientes predios públicos fue difícil de poner en práctica; no obstante, tuvo una efectividad moderada. Y según puede colegirse, esta nueva modalidad se abrió paso con ciertas dificultades. El virrey y su Audiencia, como en muchos otros casos, metió baza para “excitar” al Cabildo y que éste se encargara de “la compostura y empedrado de las calles por hallarse tan necesitadas de este reparo”42.
Una referencia muestra que en 1788 el fiel ejecutor, Justo de Castro (diputado de Empedrados y Aseo) suspendió sus trabajos ante suspuestas trabas interpuestas por varios vecinos, así como por conventos y eclesiásticos, pues éstos se negaban a “la obligación en que estaba todo el vecindario de empedrar y asear la parte de calle que les pertenezca”43.
Una vez empedradas las calles, surgía el grave problema de su mantenimiento, el cual se hacía imperioso debido al deterioro que causaban los carruajes y las bestias. En el expediente se hace mención a los factores de desaliño en las calles debido a: “las carreras de caballos, manadas de cerdos y perros que a todas horas se veían en la plaza”44. La incuria en el mantenimiento agravaba muchas veces el estado de las calles. El adoquinado era objeto de vandalismo: “… Quitan y sacan las piedras, sin volverlas a reponer, de que resulta que aflojados y destruidos se las llevan con facilidad los carros y caballerizas y se hacen grandes hoyos que llenan las calles de lodasales y basura y sirven de tropieso a los que pasan por ellas con incomodidad y peligro y con deformidad y desaseo de la ciudad…”45.
Éste y otros problemas desembocaron en uno peor, que describió en forma dramática don Manuel de Hoyos, regidor de Santafé, en un memorial dirigido al virrey:
“Hago presente a V. E. que las casas y calles están llenas de inmundicias, o por mejor decir, convertidas en muladares que apestan; que los cerdos y demás animales corren en manadas por las calles principales; que por las noches no se puede caminar sin tropezar a cada paso con los burros que hacen su alojamiento, o en los zaguanes o junto a las paredes, que es por donde se camina para aprovechar mejor el piso. Los perros incomodan de noche, no menos que de día, habiendo llegado el caso de acometer uno al señor don Juan Martín, superintendente de la Real Casa de Moneda con grave peligro de su salud. Los carros y maderas arrastrados por las calles y las perjudiciales chicherías han arrancado las piedras de las calles, dejando el piso desigual e incómodo, a lo que también ha contribuido la frecuencia con que se abren las cañerías y el poco discernimiento con que esto se ejecuta, causándoles un considerable quebranto a los vecinos que gastaron su dinero en los empedrados, y a mí el dolor de ver introducido el desorden, detenido mi trabajo y aún perdidos muchos pesos que invertí en estas obras por el bien público. Por último, concluyo manifestando a V. E. que la salud pública padece mucho con este abandono, pues respirándose un aire corrompido, no es posible dejar de contraerse muchas enfermedades, y aún las fiebres que han ocurrido en los días pasados se atribuyen a otra causa, de que probablemente resultarán peores consecuencias, si la autoridad de V. E. no pone término a tan grave mal, haciendo que los cuerpos encargados de la policía salgan del letargo en que yacen…”46.
No obstante, el panorama desolador que muestra este informe, a fines del siglo xviii se produjeron algunos avances en el mejoramiento de las vías públicas. En 1789 el virrey expidió un decreto por el cual se conmina (so pena de cárcel) a los vecinos de las vías principales, no sólo a remendarlas, sino a empedrarlas de nuevo cuando estuviesen deterioradas. Por su parte, las autoridades iniciaron el empedrado de los lugares y calles correspondientes a edificios públicos. De acuerdo con esta iniciativa, se emprendieron y concluyeron las siguientes obras:
- Empedrado del cuartel de la Guardia de Caballería.
- Hechura del caño que corría por delante del Palacio.
- Empedrado de los dos costados de la capilla del auxiliar, seguida de las aulas y el cuartel de milicias hasta la esquina frente al señor Bastida.
- Empedrado del Palacio Viejo.
- Empedrado de los dos costados de la calle para Egipto y la de la Biblioteca47.
- En 1790 ya el virrey había dispuesto que se hicieran los empedrados correspondientes a todas las posesiones de Su Majestad. En 1802 se hizo un contrato con el maestro mayor de albañilería, Manuel Galeano, con el siguiente presupuesto: para la Calle de la Real Audiencia, 80 pesos; para la Calle de la Real Casa de la Moneda, 50 pesos; para las dos siguientes, 60 pesos48.
El costo total de esta importante obra fue de 190 pesos.
LOS PADRONES DE SANTAFÉ
Comúnmente se hace alusión a las transformaciones que sufrió Hispanoamérica entera en el segundo tramo del siglo xviii. Dentro de ellas, probablemente la de mayor alcance, tiene que ver con los aspectos demográficos. Santafé no es la excepción y durante esta época empieza a adquirir una personalidad demográfica.
Teniendo en cuenta las conclusiones esenciales que se derivan de los cinco censos realizados en Santafé entre 1778 y 1806, resaltan igual número de aspectos dignos de análisis y estudio49. Ellos son:
- El aumento del crecimiento demográfico.
- El mestizaje de la sabana.
- El momento histórico en que Santafé adquiere real condición urbana.
- Otros rasgos demográficos de la ciudad.
- La población indígena de Santafé.
CRECIMIENTO DEMOGRÁFICO
Fue hacia mediados del siglo xviii cuando Santafé empezó a experimentar un crecimiento demográfico notable, debido básicamente a dos factores: disminución de la tasa de mortalidad y migración. El primer factor ha sido cuestionado debido a que en ningún momento las epidemias dejaron de azotar la ciudad y sus contornos, y, además, a que no existen evidencias de que las condiciones sanitarias hayan mejorado en forma sustancial. En cambio, la migración, que obedecía a diversas causas, sí fue una constante que se intensificó en la última mitad del siglo xviii. Por ejemplo, entre 1590 y 1641 hubo una migración forzosa de mano de obra indígena para la realización de obras diversas en la capital. Fue el fenómeno conocido como “mita urbana”. Después de este periodo existió una estabilidad en el crecimiento poblacional de Santafé. Las condiciones cambiaron, sin embargo, durante el siglo xviii pues la desintegración de pueblos y tribus contribuyó a acentuar la migración, así como el desplazamiento masivo de mujeres indígenas para trabajar en el servicio doméstico de las familias pudientes. A partir de la segunda mitad del siglo se observa un aceleramiento del crecimiento poblacional.
Al respecto podría añadirse que la migración de la segunda mitad del siglo xviii tiene un factor de “atracción” mayor que el de “expulsión” que predominó en siglos anteriores (condiciones laborales y tributarias, éxodo indígena de sus pueblos). Es posible, entonces, suponer que una mayor cantidad de población “libre” en los campos, demográficamente vigorosa, ingresó a la ciudad en proporciones nunca experimentadas en su historia.
Entre 1778 y 1800, la población santafereña creció en un 34,13 por ciento, al pasar de 16 002 habitantes a 21 464. El aumento absoluto fue de 5 460 individuos, lo cual equivale a una tasa anual de crecimiento de 1, 56 por ciento. Dicho crecimiento fue poco pronunciado hasta 1793, como puede apreciarse en el cuadro correspondiente, y mucho más considerable entre ese año y el fin del siglo. Las epidemias de viruela y su implacable incidencia sobre la mortalidad frenaron el crecimiento; sin embargo, el aumento de la población intercensal superaba a las víctimas. Pero pese a todo, el crecimiento demográfico de Santafé fue en esa época superior al del conjunto hispanoamericano y al del Nuevo Reino.
MESTIZAJE DE LA SABANA
Hasta mediados del siglo xviii tanto la sabana como Santafé fueron, en términos cuantitativos, predominantemente indígenas. No obstante, en 1757 el visitador Verdugo y Oquendo encontró que en la zona central prevalecían los llamados “vecinos” sobre los indígenas. En ese entonces, en los 80 pueblos de las jurisdicciones de Santafé, Tunja y Vélez había 59 323 “vecinos” y 28 367 indígenas. Sólo un 33 por ciento de la población era indígena. Entre 1595 y 1640, la población indígena de la sabana disminuyó de 42 457 habitantes a 33 333, o sea, un 21,5 por ciento. Tal decremento se hizo menos agudo pasado el primer tercio del siglo xvii y siguió bajando hasta mediados del siglo xviii50.
Esta tendencia histórica a la disminución se debe a la excesiva carga de trabajo que pesaba sobre los aborígenes, así como a las deserciones que aquella provocaba. Sólo a partir del siglo xviii, cuando las obligaciones de trabajo forzoso desaparecieron, empezó a combatir esta situación y se observó un cierto incremento de la población indígena de la sabana.
SANTAFÉ Y LA SABANA
La segunda mitad del siglo xviii es el periodo en el que puede considerarse que Santafé adquirió aspectos de auténtica ciudad. Para tener un marco de referencia, presentamos la clasificación de núcleos poblacionales según Wolfe51:
Caserío
De 20 a 200 habitantes
Caserío grande
De 200 a 1 000 habitantes
Villorrio
De 1 000 a 2 500 habitantes
Pueblo
De 2 500 a 1 000 habitantes
Ciudad
Más de 10 000 habitantes
Santafé entró a la segunda mitad del siglo xviii con 15 000 habitantes lo cual, de acuerdo con esta clasificación, ya le confería el rango de ciudad. Esto significa una mayor presencia de las funciones urbanas y administrativas, los servicios públicos, el estilo de vida, la diferenciación espacial y la intensidad de su papel político. La relación positiva entre tamaño y escala de población y funciones urbanas es planteada por Hardoy & Aranovich (1969) en un estudio sobre 10 capitales de Audiencias de la Hispanoamérica colonial. Se puede, entonces, asociar este desarrollo demográfico de Santafé a un cambio cualitativo: empieza a desempeñar un papel de ciudad tanto en términos genéricos como en el refuerzo de su función como capital del virreinato. Y en efecto, este “pasaje” hacia una más compleja categoría coincide con los cambios de todo tipo que experimenta a partir de 1780. Éstos incluyen, sumariamente: aumento en la construcción de infraestructura urbana (puentes de acceso y urbanos) y vial (empedrados y alcantarillados); nuevos servicios públicos (alumbrado público, acueductos y pilas); vigilancia nocturna (rondas); recreación (Coliseo Ramírez); salubridad (ampliación del hospital) y seguridad social (hospicio real).
LAS CASTAS
Durante el siglo xvii Santafé fue una ciudad que, a semejanza del resto de la sabana, poseía una población mayoritariamente indígena. Hacia 1670, fecha en la cual Piedrahíta escribe su crónica, se encuentran barrios (al oriente y al norte) totalmente indígenas. Según el cronista, estos sectores albergaban a 10 000 indios, en comparación con los 3 000 habitantes de población blanca (“vecinos”)52. Otros testimonios elevan la cifra de indígenas hasta 20 000, número evidentemente inflado. Tomando con cierta liberalidad el dato de Piedrahíta, podemos suponer que al menos un 70 por ciento de la población santafereña era indígena.
El predominio indígena del siglo xvii dentro de la demografía santafereña pronto se pierde durante el siglo xviii. La velocidad del mestizaje en Santafé es mucho mayor que la de su entorno rural, lo cual se debe en parte a condiciones particulares de la ciudad, especialmente al desequilibrio entre sexos que había en la población indígena. Como veremos más adelante, la parte femenina de la población aborigen duplicaba a la masculina. Esta circunstancia, unida a las ventajas que ofrecía la ciudad al grupo mestizo, permite suponer un proceso de mestizaje mucho más acelerado que en la sabana. Promediando el siglo xviii este proceso ya se encontraba en estado bastante avanzado y para 1778 tan sólo un 10 por ciento de la población santafereña era indígena. Para 1793 el número de indios en Santafé se redujo a una tercera parte.
Hacia 1778 el grupo blanco, junto con el mestizo, congregaba, en iguales proporciones, casi el 86 por ciento de la población. El número de “vecinos” blancos no debió aumentar demasiado. En cambio, el incremento de la población mestiza en Santafé fue vertiginoso: en términos aproximados, algo más de 30 por ciento.
En 1793 más de la mitad de la población era, o declaraba ser, mestiza y representaba el 57 por ciento del total. A continuación venía el grupo blanco con un 34,3 por ciento. Estos eran los dos grupos que definían el talante de la ciudad y en conjunto abarcaban un poco más del 90 por ciento de la población. Los negros, entre libres y esclavos, comprendían un 5,8 por ciento. Resulta sorprendente la escasa cantidad de indios: en esta parte del siglo xviii no sumaban 500 y representaban tan sólo un escaso 3 por ciento de la población.
Comparado con este cuadro, en el cual se puede apreciar una población urbana según blancos y mestizos, el panorama rural es bien diferente, pues el grueso de las poblaciones sabaneras continuaba siendo en un 76 por ciento india y mestiza, pues la población blanca tendía a concentrarse en la ciudad.
HOMBRES Y MUJERES
Santafé, quizás como toda ciudad colonial, presenta situaciones “distorsionadas” que pueden ser “normales” a su condición, lo cual se puede apreciar estadísticamente en la relación hombre/mujer53. Es posible que esta desproporción entre sexos sea un rasgo relativamente permanente y esté vinculado a la forma de vida de la población blanca que predominantemente ocupaba las ciudades, ocasionando una migración selectiva.
En este aspecto, la población rural de la sabana muestra un equilibrio que pudiéramos llamar “normal” y que contrasta con las cifras de Santafé. En la zona rural, en los datos agrupados para los años 1778 y 1779 para todas las castas, el índice es 0,9, es decir, un 53,2 por ciento de mujeres. Con excepción de la población indígena, todos los demás grupos étnicos muestran un índice de 1, o sea, un balance “correcto” (50-50) entre sexos.
Frente a este “equilibrio” rural, Santafé ostentaba un índice general de 0,7, es decir, que un 60,2 por ciento de su población era femenina. Éste que parece ser un rasgo constante en la capital y posiblemente en otras ciudades coloniales, se confirma en el censo de 1793 (60,2 por ciento), en el censo indígena de 1806 (65,7 por ciento) y en el censo del barrio de Las Nieves de 1780 (63,5 por ciento). Una de las razones, de este desbalance, es la “importación” permanente de jóvenes indígenas para el servicio de las casas blancas y acomodadas, lo que explica la mayor proporción de mujeres indígenas en la ciudad, cercano a un 70 por ciento. Esta situación también puede sugerir que la principal dedicación de los esclavos negros en la ciudad era el servicio doméstico, ya que las esclavas predominan en igual proporción que las indígenas.
Un rasgo común que se observa a lo largo de los censos que se llevaron a cabo entre 1778 y 1806 es la alta tasa de crecimiento de la población mestiza. Tan evidente fue este fenómeno, que en ese lapso la población mestiza creció a una tasa anual de 2,3 por ciento mientras el sector blanco se mantuvo estático y los sectores indígena y negro retrocedieron.
Por esta época la ciudad de Santafé empezó a afrontar problemas sociales originados en la migración incontrolada, tales como el incremento de vagos, ladrones, mendigos y prostitutas. La aparición de estos problemas fue atribuida a la migración indígena, debido a lo cual empezaron a establecerse controles inspirados en su mayor parte por el célebre fiscal Moreno y Escandón. Se dictó una norma destinada a hacer efectiva la salida de la ciudad de los indígenas que ingresaban a ella los días de mercado y a impedir la entrada de indios en otros días. Se mandó hacer censos de indígenas a fin de repatriar a sus pueblos y comunidades a aquellos que no estuvieran en condiciones de demostrar que se encontraban ejerciendo un oficio útil. En 1806 se realizó un censo de indígenas llamados “forajidos” y su número ascendió a 501. Debemos aclarar que en este caso se daba al vocablo forajido su más estricto sentido etimológico: “el que sale fuera”. De ahí que por extensión se aplicara el término a los maleantes que merodeaban en las afueras de las ciudades y posteriormente a todo tipo de malhechores.
Debe anotarse que muchas mujeres indígenas lograron mimetizarse y permanecer en Santafé mediante uniones o matrimonios con mestizos. La ley canónica según la cual la mujer debía residir en el mismo lugar de su marido exoneraba a estas mujeres del riesgo de ser repatriadas. Otro dato de interés que aportan estos padrones es que las mujeres, además de ser abrumadora mayoría entre la población indígena (70,2 por ciento en 1793), eran mayoritariamente jóvenes. Los censos demostraron que del total de la población indígena entre 16 y 25 años, la proporción femenina era un 77,3 por ciento. Una extraordinaria proporción de mujeres potencialmente fértiles que necesariamente llevaba a uniones “exogámicas”. Desde el siglo xvii se puede encontrar el cuadro que debió ser típico. Mestizos, libres o blancos, se “sonsacaban” a las criadas indígenas jóvenes para amancebarse o vivir maritalmente. A finales del siglo xviii, cuando las restricciones empezaron a disminuir, el excedente de población joven indígena debió unirse abrumadoramente con miembros masculinos de otros sectores. Esta situación nos vuelve a llevar hacia la encrucijada del mestizaje como proceso central de los cambios poblacionales de finales de siglo.
COMPOSICIÓN POR BARRIOS EN 1793
La instrucción de 1774 dividió la ciudad en ocho barrios y cuatro cuarteles, lo cual fue una prueba evidente de que ya se imponía la nomenclatura civil como sustituto de la religiosa (parroquias), que predominaba desde el nacimiento de la ciudad. No obstante, el censo de 1793 comprende indistintamente parroquias y cuarteles, y agrupa los datos teniendo como unidad la parroquia. Los cuatro primeros cuarteles integran la parroquia de La Catedral. Es el núcleo central de Santafé, ubicado entre los dos ríos, San Francisco, al norte, y San Agustín, al sur. Las otras parroquias reúnen también varios barrios. Es el caso de Las Nieves (extremo norte) y Santa Bárbara (extremo sur), que incluyen dos barrios. A continuación presentamos la división con el correspondiente número de manzanas, según los mapas de barrios reconstruidos por Moisés de la Rosa:
- Parroquia de La Catedral
- El Príncipe (primer cuartel) 18 manzanas
- La Catedral (segundo cuartel) 15,5 manzanas
- Palacio (tercer cuartel) 14 manzanas
- San Jorge (cuarto cuartel) 11 manzanas
- Parroquia de Las Nieves
- Las Nieves oriental 16 manzanas
- Las Nieves occidental 16 manzanas
- Parroquia de Santa Bárbara 17 manzanas
- Parroquia de San Victorino 18 manzanas
Es importante anotar que los barrios estaban proporcionalmente divididos y habitados: cada uno tenía en promedio 2 327 habitantes y era un 12,5 por ciento el total. El promedio de manzanas por barrio era de 15,6. El sector central con sus cuatro cuarteles (Príncipe, La Catedral, Palacio y San Jorge) agrupaba el 41 por ciento de la población. Por otra parte, la densidad demográfica por barrio era un factor determinante de la categoría social de cada uno. El siguiente cuadro lo demuestra:
- El Príncipe 133,8 habitantes/manzana
- La Catedral 138,6 habitantes/manzana
- Palacio 83,2 habitantes/manzana
- San Jorge 92,4 habitantes/manzana
- Las Nieves 154,4 habitantes/manzana
- Santa Bárbara 154,4 habitantes/manzana
- San Victorino 111,1 habitantes/manzana
En este cuadro puede observarse que mientras en sectores tan exclusivos como Palacio y San Jorge la densidad era baja, en otros, habitados por gentes de muy escasos recursos, como Las Nieves y Santa Bárbara, se daba una densidad de población mucho más elevada.
ESTADO CIVIL
Es paradójico el hecho de que, pese a la insistencia de la administración colonial en la obligación de que sus súbditos contrajeran matrimonio con todas las de la ley, el 73,5 por ciento de la población no estaba casada. Los blancos mostraron ser un poco reacios a cumplir este requerimiento, pues un 66,7 por ciento de su población estaba casada en forma legítima. Otros grupos sociales mostraban una mayor proporción de soltería. En consecuencia, el estado que prevalecía era el de un mal disimulado celibato, ya que la mayoría de estos solteros vivían amancebados o practicaban frecuentes uniones libres.
EL CENSO INDÍGENA DE 1806
Según este padrón, la población puramente indígena de Santafé era de 501 individuos, frente a 492 censados en 1793. En 1806 el barrio de Las Nieves continuaba siendo un barrio indígena. El sector tiene profundos antecedentes, pues allí puede ubicarse Pueblo Nuevo mencionado por cronistas y documentos. Las Nieves, agrupaba, en conjunto, el 44,5 por ciento de la población indígena. En el siglo xviii era un barrio de artesanos y es presumible que su nueva mayoría mestiza representara típicamente la evolución de Santafé. La coexistencia entre indígenas y mestizos, su afinidad cultural y su cercanía física, permiten ver en esta anatomía algunas de las claves de la transformación étnica y cultural que sufrió Santafé. La parroquia de Santa Bárbara representaba el 13 por ciento. Con el mismo número que el barrio el Príncipe estaba San Victorino, con un 12,7 por ciento. Como veremos más adelante, la población indígena del Príncipe estaba compuesta en su mayor parte por criados que vivían en casas de blancos.
En suma, a pesar de tener una buena representación en los barrios de población blanca, una gran proporción (70,1 por ciento) de los indios urbanos se ubicaban fuera del sector central de la ciudad (los cuatro cuarteles entre los ríos), en una zona periférica y con tendencia hacia la parte alta, hacia los cerros.
La población indígena mantiene la misma pauta observada en el censo de 1793. El predominio de la mujer, en términos numéricos, se mantiene aunque desciende con relación al censo mencionado. Del 71,2 por ciento baja en 1806 al 65,7 por ciento.
Los barrios con mayor proporción femenina, son precisamente los barrios del sector central, donde se encuentran empleadas como criadas. Abrumadoramente en Palacio, con una población femenina del 84,6 por ciento. En menor medida —y en ese orden— San Jorge, y El Príncipe (78 y 71 por ciento). La Catedral se aparta del patrón enunciado, su porción femenina está dentro del promedio general.
Los otros barrios, de origen más popular, tienen la proporcion mujer/hombre inferior al promedio. Indica un equilibrio mayor, producto de la inexistencia de la servidumbre doméstica femenina.
La base de la pirámide, es decir, la población entre 0-10 años, representa tan sólo un 13 por ciento de la población. La mayor parte migra en familia, trayendo consigo todo el grupo. Los niños nacidos en Santafé eran una minoría. Un 57 por ciento de los menores habían venido junto con sus familias, y por ende, nacido fuera. Esta población menor se ubicaba, lógicamente, dentro de los barrios que daban cabida a familias indígenas constituidas. La casi totalidad de niños indígenas se localizaba —en su orden— en San Victorino y Las Nieves oriental y occidental. San Victorino era también por esta época un barrio en expansión, con grandes manzanas deshabitadas.
La mayor participación, siguiendo la lógica de inmigración de población laboral, era de la población que estaba en edad de trabajar, para la época colonial toda persona mayor de 10 años. La familias blancas incluían, como parte integral de su hogar, un cierto número de criadas femeninas, situación que creó una gran demanda de indígenas mujeres jóvenes y estimuló la migración de los campos. Puede verse que la población laboral más joven, entre los 11 y los 20 años, estaba compuesta en su gran mayoría por sirvientes (75 por ciento). También figuran tres personas menores de 10 años clasificadas en el mismo oficio. De esta manera, el grupo entre los 11 y 30 años ajusta algo más de la mitad de los indígenas santafereños (58,4 por ciento). Como es de suponerse, la población laboralmente hábil estaba concentrada en los barrios centrales, La Catedral, San Jorge y Príncipe.
La pirámide se reduce drásticamente cuando se asciende al siguiente nivel, entre 30 y 40 años y su amplitud es casi equivalente a la mitad del segmento anterior (5,7 por ciento del total).
La población mayor de 36 años se encontraba en San Victorino y los dos barrios de Las Nieves. (No hay datos de edad para Santa Bárbara).
El 90 por ciento de la población indígena era migrante. Sin tener mucho tiempo en la ciudad (dada la juventud de la mayoría), procedía casi en su totalidad de diferentes pueblos de la sabana. La ya reducida población de los contornos, continuaba siendo la principal fuente de mano de obra para los oficios de menor categoría.
No se daba una concentración según el origen de los migrantes. Los ocho primeros lugares aportan a Santafé, cada uno, entre el 5 y el 8 por ciento de las personas. En su orden, los sitios de procedencia son Guasca, Chía, Chocontá, Bogotá (Funza), Guatavita, Soacha, Ubaté y Fontibón.
Más del 50 por ciento provenían de poblaciones situadas en un radio de distancia no mayor de 35 kilómetros. El área de influencia muestra la fuerte regionalización de la migración y el aporte de mano de obra a Santafé. Unos casos aislados se refieren a indios provenientes del Tolima (coyaimas) y del norte de Boyacá (guanes).
Los nombres de los indios exhiben una clara castellanización. La casi totalidad debió haber pasado por la pila bautismal o adoptó nombres y apellidos muy castizos: Juana Caballero, Bárbara Amaya, Damiana Garzón, etc.
Otros tan sólo tenían el nombre de pila; los menos conservaban como apellido una identificación de su oficio, su procedencia o su condición indígena. Felipa Pescadora o Casimiro Carpintero, para el primer caso; Juliana Cucunubá, Catalina Chocontá, Escolástica Paipa, Isidro Ladino o Juan Bachiller, para el último. El apellido más corriente era Rodríguez.
El origen de la migración jerarquiza también la importancia de los distintos caminos de acceso a Santafé. Esta información nos muestra un claro predominio del norte: un 59,2 por ciento de la mano de obra indígena provenía de esa parte de la sabana. Le sigue el occidente con sitios importantes como Fontibón, Funza y Zipaquirá. En este aspecto, y de manera semejante con otras situaciones, Santafé muestra una clara orientación hacia el norte, lo cual aumenta a medida que transcurre el siglo xix, en detrimento del occidente. Podríamos decir que la tendencia hacia el occidente tiene un componente interregional: es el camino al Magdalena y el desarrollo de Bogotá. En la medida de su aislamiento, Santafé quedaba a merced de fuerzas regionales. En este sentido un punto muy importante es que en esa dirección se hallaba la mayor reserva de población indígena. Además, el centro gravitacional de Tunja y Boyacá, regiones relativamente homogéneas, reforzaban este hecho. En términos generales, lo mediterráneo y las circunstancias planteadas influirían sobre la vocación “andina” de Santafé.
El aporte del oriente estuvo concentrado en el valle de Choachí y pueblos vecinos, que no fue poco y que estadísticamente representó un 6,6 por ciento. La contribución del sur descansó casi totalmente en la importancia de Soacha.
De los indios censados que declararon algún oficio particular, el 65,5 por ciento eran sirvientes, lo cual nos muestra la continuidad en el desempeño de las labores de más bajo nivel. El segundo oficio en importancia numérica es el de leñatero, un trabajo casi familiar, tanto de hombres como de mujeres, quienes en su mayoría habitaban en la zona oriental, en el barrio de Las Nieves.
En el tercer lugar de importancia figura el jornalero. En su casi totalidad los jornaleros o peones vivían en San Victorino, cerca del sector central, y dependían de casas o conventos a los cuales prestaban sus servicios generales por días. Resalta la presencia de cinco “limosneros” de todas las edades, ninguno originario de Santafé. Los que así lo declararon habitaban en bohíos; uno vivía al descampado, en el nuevo cementerio. Eran mendigos que para la época del censo, de acuerdo con estrictas disposiciones, deberían estar confiados al Hospicio Real.
Una buena proporción de los empleados eran sirvientes internos en casas de criollos o blancos. Entre un 15 y un 18 por ciento de los indígenas no sirvientes vivían en habitaciones clasificadas como casas, tal vez en condiciones de hacinamiento. Como observación aislada se puede acotar que se encuentran viviendas con dos o tres familias, pero no se puede tener un registro estadístico. La ciudad tenía un núcleo con casas “altas” y de mayor categoría y la calidad de la construcción iba descendiendo en la medida en que se alejaba concéntricamente de dicho núcleo, perdiéndose el trazado de calles y disminuyendo en densidad. Allí termina la parte nítidamente trazada y empieza el arrabal, integrada por “bujíos” como la vivienda más representativa. 64 indígenas vivían en bohíos, lo cual da un 13,1 por ciento de las viviendas registradas en el censo.
No se puede ver tampoco el peso de la “tienda” como lugar de habitación. Tan sólo un 4 por ciento de las personas que aportan información al respecto viven en ellas. La tienda, como el segundo tipo de vivienda precaria en la ciudad (además del bohío), parece que no tiene todavía la enorme significación que tendrá en el siglo xix, cuando la ciudad no se expande físicamente y se subdivide dramáticamente la vivienda existente.
Las tiendas, como es de esperarse, no estaban ubicadas en zonas centrales. Debían ser tiendas de barrio, en ciertos casos chicherías de una escala completamente local. Estaban repartidas, casi equitativamente, entre San Victorino, Santa Bárbara y Las Nieves oriental. Fuera de éstas había tres tiendas en el barrio de La Catedral.
Para esta época la mayor densidad urbana hacía más difícil la entremezcla de habitantes de diferente casta en los sectores centrales. Los caserones de los primeros siglos permitían alojar en solares a indígenas y mestizos como arrendatarios o sirvientes. El papel de los solares ha cambiado y los indígenas viven en espacios independientes.
Los barrios con mayor cantidad de bohíos, eran, desde luego, periféricos: en primer lugar, Santa Bárbara, y después Las Nieves oriental. El conjunto de barrios periféricos contenía tres cuartas partes de las construcciones de paja y barro; dos barrios del centro tenían bohíos.
El habitante corriente de Santafé, para fines de la época colonial, debió ser un mestizo que bien podía llamarse Mariano González, oficial de sastre, y que había nacido y habitaba en la Calle de los Bejares, en el barrio de Las Nieves. Mariano nació en una familia en la cual tan sólo sobrevivieron tres hijos. Su vida no fue muy larga, difícilmente superaría los 50 años después de sobrepasar una infancia enfermiza y al menos tres epidemias de viruela (o cuatro, contando una de sarampión, si nació antes de 1774). Todavía joven, se juntó con una indígena de nombre Melchora que había sido traída de Guasca desde temprana edad para servir de criada en la familia de Ignacio Umaña, hacendado que vivía en Santafé en la Calle de Nuestra Señora de Aranzazu, manzana 2 n.o 8, presidiendo una familia de 12 personas, tres (¿o cuatro?) de ellas criadas. Después de un pequeño pleito por la “sonsacada” de Melchora, se fueron a vivir sin santo matrimonio en una estrecha tienda del barrio San Victorino, hacia donde se estaba expandiendo la ciudad. Allí ejerció su oficio y vivió hasta cuando sus cuatro hijos crecieron y su perro murió.
Notas
- 1. Martínez, Carlos, Bogotá reseñada por cronistas y viajeros, Bogotá, 1978, Escala, Fondo Editorial.
- 2. Friede, Juan, Documentos inéditos para la historia de Colombia, n.o 1639, tomo 7, Banco Popular, 1955, pág. 286.
- 3. Archivo Nacional de Colombia, Libro de acuerdos de la Real Audiencia del Nuevo Reino de Granada, 1948, tomo 1, págs. 260-261.
- 4. Libro de acuerdos, op. cit., tomo 11, pág. 149.
- 5. Ibáñez, Pedro María, Crónicas de Bogotá, Biblioteca Popular de Cultura Colombiana, Editorial ABC, Bogotá, 1951.
- 6. Ibíd., tomo I, pág. 43.
- 7. Rojas-Mix, Miguel, La Plaza Mayor. El urbanismo, instrumento del dominio colonial, Muchnik Editores, 1978, pág. 114.
- 8. Hardoy, Jorge Enrique y Hardoy, Ana María, “Las plazas en América Latina: de Teotihuacán a Recife”, en Cuadernos de cultura de la unesco, pág. 78.
- 9. Archivo Histórico Nacional de Colombia (en adelante AHNC), Fondo Real Audiencia, tomo I, fols. 804-823.
- 10. Carlé, María del C., et. al., La sociedad hispanomedieval. La ciudad, Buenos Aires, 1984, Editorial Gedisa, págs. 60-70.
- 11. Posiblemente, el poblado indígena de Teusaquillo debería corresponder al que posteriormente sería conocido como Pueblo Viejo. El otro poblado indígena, Pueblo Nuevo, quedaba al norte. Es posible, que estuviera integrado a la jurisdicción de Las Nieves.
- 12. Ibáñez, Pedro María, Crónicas de Bogotá, Biblioteca Popular de Cultura Colombiana, Editorial ABC, tomo 1, pág. 92. Bogotá, 1951.
- 13. Martínez, Carlos, Bogotá reseñada por cronistas y viajeros, Bogotá, 1978, Escala, Fondo Editorial, pág. 50.
- 14. Baudot, Georges, La vida cotidiana en la América española en tiempos de Felipe II, México, 1983, Fondo de Cultura Económica, págs. 255-256.
- 15. AHNC, Fondo Quinas, tomo 1, fols. 728-741.
- 16. AHNC, Fondo Policía, tomo 3, fols. 543.
- 17. AHNC, Fondo Policía, tomo 8, fols. 776.
- 18. AHNC, Fondo Policía, tomo 3, fols. 542.
- 19. Martínez, Carlos, “El ladrillo en Bogotá”, en Cuadros de apostillas, Editorial Proa, pág. 66.
- 20. Corradine, A., “La arquitectura colonial”, en Manual de historia de Colombia, tomo 1, Colcultura, pág. 426.
- 21. García, Juan, “Templos y palacios bogotanos”, en Boletín de historia y antigüedades, tomo XVI, pág. 209.
- 22. Groot, José Manuel, Historia eclesiástica y civil de la Nueva Granada, tomo 1, pág. 65.
- 23. Samper Ortega, Daniel, Cosas de Santafé de Bogotá, Ed. ABC, 1959, pág. 378.
- 24. Piedrahíta nos habla de la existencia de cinco puentes en su descripción de la ciudad en el siglo xvii: “Hermoséanla cuatro plazas y cinco puentes de arco sobre los dos ríos que la bañan, de San Francisco y San Agustín, para la comunicación de unos barrios con otros…”, citado por Posada, Eduardo, en “Los puentes de Bogotá”, Apostillas a la historia colombiana, Ed. Kelly, Bogotá, 1978, pág. 107.
- 25. Bateman, Alfredo, Páginas para la historia de la ingeniería colombiana, Ed. Kelly, Bogotá, 1972, pág. 29.
- 26. De la Rosa, Moisés, Las calles de Santafé de Bogotá, Ediciones del Concejo, 1938, Imprenta Municipal.
- 27. Posada, Eduardo, op. cit., pág. 106.
- 28. AHNC, Fondo Mejoras Materiales, tomo 12, fols. 783-853v.
- 29. Posada, Eduardo, op. cit., págs. 103-104.
- 30. AHNC, Fondo Mejoras Materiales, tomo 5, fols. 152-156v.
- 31. Recopilación de las leyes de los reinos de las Indias, 5.a edición, Madrid, 1841.
- 32. AHNC, Fondo Mejoras Materiales, tomo 9, fols. 575-582v.
- 33. Ortega Ricaurte, Enrique, Cabildos de Santafé de Bogotá, 1538-1810, Archivo Nacional de Colombia, Bogotá, 1957, págs. 43 y 44.
- 34. Peña, Segundo, Informe de la comisión permanente del ramo de aguas, Imprenta Nacional, antiguo convento de clarisas, 1897, pág. 66.
- 35. Ortega Ricaurte, Enrique, op. cit., pág. 149.
- 36. Peña, Segundo, op. cit., págs. 26-27.
- 37. Hernández de Alba, Guillermo, Crónicas del Colegio del Rosario, 1938, tomo II, Editorial ABC.
- 38. Cane, Miguel, Nota de viaje, Imprenta de La Luz, Bogotá, 1907.
- 39. AHNC, Fondo Real Audiencia, tomo 1, fols. 349.
- 40. AHNC, Fondo Milicias y Marina, tomo 130, fols. 838.
- 41. AHNC, Fondo Policía, tomo 6, fols. 57v.
- 42. AHNC, Fondo Mejoras Materiales, tomo 9, fols. 429, año 1788.
- 43. AHNC, Fondo Mejoras Materiales, tomo 3, fols. 475.
- 44. AHNC, Fondo Mejoras Materiales, tomo 3, fols. 476.
- 45. AHNC, Fondo Milicias y Marina, tomo 130, fols. 480.
- 46. Ibíd., fols. 481.
- 47. AHNC, Fondo Mejoras Materiales, tomo 7, fols. 330.
- 48. AHNC, Fondo Miscelánea, tomo 8, fols. 1067-1071.
- 49. Los censos revisados y procesados con desigual intensidad en el capítulo son: ?- Censo del barrio Las Nieves, 1780 (Milicias y Marina, 141:151-162).?- Censo de 1778 (Santafé y la sabana) (Milicias y Marina, 137:901).?- Censo de 1779 (Santafé y la sabana) (Bibl. Nal, Ortega, Ricaurte, 38).?- Censo de 1793 (Santafé) (Bibl. Nal, Pineda 1036 pieza 44).?- Censo de 1806 (indios en Santafé) (caciques e indios, 56:316-54).
- 50. Jaramillo Uribe, Jaime, Ensayos sobre historia social colombiana, Bogotá, 1968, Universidad Nacional de Colombia, págs. 170-173.
- 51. Shaedel, Richard, “Variaciones en las pautas de los encadenamientos urbano-rurales en América Latina”, en Hardoy, J., & Schaedel, R., Las ciudades en América Latina y sus áreas de influencia a través de la historia, Ediciones SIAP, Buenos Aires, 1975, págs. 9-10.
- 52. “Los vecinos españoles que la habitan, y cada día se aumentan, son más de tres mil al presente [1666], y hasta diez mil indios, poblados los más en lo elevado de la ciudad que llaman Pueblo Viejo, y en otro burgo que tiene al norte, y llaman Pueblonuevo”. Transcrito por Martínez, Carlos, Bogotá reseñada por cronistas y viajeros, Bogotá, 1978, Escala, Fondo Editorial, pág. 25.
- 53. Las cifras están traducidas al llamado índice de masculinidad, que muestra la relación numérica (0) = x ( = 1) entre hombre y mujer. Cuanto menor sea este índice, mayor es la proporción de mujeres. Un índice de masculinidad = 1 indica igual proporción hombre/mujer.
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Desarrollo urbano y demográfico
Viñeta del siglo xvii de Felipe Guamán Poma de Ayala, que muestra el entorno arquitectónico de la Plaza Mayor de Santafé de Bogotá. Se ve la ruta hacia San Victorino, que era la entrada o la salida de la ciudad por occidente, por donde los viajeros partían rumbo a Honda, el más importante puerto fluvial sobre el Magdalena durante la Colonia y el siglo xix.
Primer plano de Santafé de Bogotá y su provincia, levantado en el año de 1584 por Diego de Torres y Moyachoque, quien viajó a España a reclamar sus derechos ante Felipe II. El mapa formaba parte de su alegato jurídico.
Santafé de Bogotá, 1772. De sur a norte, al oriente: fábrica de pólvora y barrios Santa Bárbara y Belén. Al occidente: iglesia y convento de San Agustín, batallón auxiliar, río San Agustín, Colegio San Bartolomé, iglesia de San Ignacio, capilla del Sagrario, Catedral, Plaza Mayor, Santo Domingo, Colegio del Rosario, Hospital San Juan de Dios, iglesia La Candelaria; barrios de La Catedral, San Jorge, El Príncipe. Suroriente: iglesias de Nuestra Señora de la Peña, Guadalupe y Monserrate, río San Francisco, iglesia de San Francisco, iglesia y parroquia de Las Aguas, iglesia de la Veracruz, barrios Las Nieves y San Victorino, iglesia de San Diego.
Tercera catedral de Santafé, que sería reemplazada por la estructura definitiva en 1815.
Capilla de Nuestra Señora del Carmen en la esquina de los Tres Puentes. La iglesia se edificó en el siglo xvii. Óleos de Luis Núñez Borda.
Casa del célebre pintor santafereño Gregorio Vásquez de Arce y Ceballos, e iglesia de La Candelaria.
Capilla de Mi padre Jesús e iglesia de San Agustín, a lo largo de la Calle Real. Óleos de Luis Núñez Borda.
Ronda del río San Francisco, cuyo lecho (hoy bajo la avenida Jiménez) era la línea de referencia más importante de Santafé.
El gran pintor colonial Gregorio Vásquez realizaba buena parte de sus obras por encargos de las comunidades religiosas de Santafé. La escena representa el momento en que el artista entrega dos de sus cuadros a los padres agustinos. Óleo de Gregorio Vásquez. Museo de Arte Colonial, Bogotá.
Eustaquio Galavís Hurtado, alcalde y regidor de Bogotá en 1794, uno de los personajes más influyentes de la ciudad durante cuatro décadas. Algunos de sus descendientes fueron también alcaldes de la ciudad. Óleo de Joaquín Guitérrez. Museo de Arte Colonial, Bogotá.
Miguel Masústegui y Calzada, Dignidad Maestre Escuela de la Santa Iglesia Catedral Metropolitana de Santafé, delicado escritor y ensayista. El doctor Masústegui y Calzada fue también rector de El Rosario en cuatro oportunidades: 1745, 1763-1766, 1769-1773, 1778-1778. Óleo de autor desconocido. Colegio del Rosario, Bogotá.
Las calles de Santafé comenzaron a ser empedradas muy tardíamente, en la segunda mitad del siglo xviii.
Patio del convento de los franciscanos en la época colonial. El convento fue sede de la Gobernación de Cundinamarca desde 1823 hasta 1917, en que se demolió la edificación colonial para dar paso al Palacio de la Gobernación.
Patio del convento de Santo Domingo, quizá la edificación colonial de arquitectura más elaborada y cuidadosa. A partir de 1823 se convirtió en la sede del Congreso Nacional, hasta 1890 en que las cámaras legislativas se mudaron al Capitolio Nacional. Entonces el convento de Santo Domingo fue adecuado como Edificio de los Correos, papel que desempeñó hasta 1938, año en que, en medio de grandes protestas, fue demolido. Su lugar lo ocupó el actual edificio Murillo Toro. Óleos de Luis Núñez Borda.
Calle 11. El caño y la pendiente, dos elementos esenciales para el desagüe y la limpieza de la Bogotá colonial. Óleo de Luis Núñez Borda.
Parada militar en la Plaza de Bolívar hacia 1880. Aquí se celebraban además, corridas de toros, el mercado dominical y las principales manifestaciones políticas y religiosas. Óleo de Luis Núñez Borda.
El retablo de la iglesia de San Francisco, encargado en 1622 al tallador español Ignacio García de Asucha, es una verdadera obra maestra del barroco americano. Tiene un cuerpo y un sobrecuerpo, en calles separadas por pares de columnas “melcochadas”. La iglesia de San Francisco fue construida entre 1585 y 1595, año en el que fue erigida como templo, el 29 de septiembre, por la comunidad de los padres de San Francisco de Asís. La iglesia estaba situada en la orilla norte del río Viracachá, que fue llamado San Francisco por los conquistadores, y enfrente de la Plaza de las Yerbas, que el presidente Andrés Venero de Leyva bautizó como Plaza de San Francisco en 1572. Su ubicación actual es sobre la avenida Jiménez con la carrera 7.a. Esta iglesia originó un importante desarrollo de Santafé hacia el norte, hasta la actual calle 24. La iglesia fue consagrada el 26 de marzo de 1794 por Baltasar Jaime Martínez de Compañón, arzobispo de Santafé.
El retablo mayor del templo de Santa Clara, además de sus detalles inconfundiblemente barrocos, muestra asimismo un aspecto renacentista, al igual que los de San Ignacio de Bogotá y Tunja. La iglesia de Santa Clara se erigió el 7 de enero de 1629, año de fundación de la comunidad de las clarisas en Santafé, y fue consagrada en 1647. Su exterior está formado de enormes muros de piedra bruta. A mediados de los años setenta del siglo xx, el Estado colombiano adquirió de las clarisas los edificios de la iglesia y del convento, que fueron restaurados y reabiertos en 1983 como museo al público y como centro de restauración. La Iglesia Museo de Santa Clara, además de ser una de las joyas arquitectónicas de la capital, es uno de los sitios más visitados por los turistas y por los habitantes. Su colección está integrada por 112 pinturas, 24 esculturas, 9 retablos y varios murales, todo ello de los siglos xvii y xviii. En el interior del templo destacan valiosos detalles como la bóveda, pintada al temple sobre madera, los muros recubiertos por enchapes de madera en relieves dorados, y un gran arco con pintura mural que separa el presbiterio de la nave.
La riqueza de los altares de las iglesias coloniales de Santafé, y su concepción barroca, son la característica de estos templos. Altar menor lateral de la iglesia de San Ignacio, conocido como Altar de Nuestra Señora de Loreto.
Altar de la iglesia de Santa Clara. Retablos de finales del siglo xvii.
La capilla de la Peña se construyó a fines del siglo xvii en el sitio donde la tradición afirma que hubo una aparición de la Sagrada Familia.
La ermita de Monserrate, tal como fue construida en 1620 por don Bruno de Valenzuela.
La iglesia de San Ignacio no sólo es la más importante obra arquitectónica colonial, sino uno de los lugares emblemáticos del centro histórico de Bogotá. Se empezó a construir en 1610, se inauguró en 1635 y fue terminada en 1691. Su cúpula original quedó destruida por el terremoto de 1763. La cúpula actual data de 1795.
El Camarín del Carmen construido en el siglo xvii, es uno de los rincones más característicos del centro de la ciudad, y dio el nombre a la calle que ocupa. Hoy es sede de un importante centro cultural y uno de los sitios más visitados por los turistas. Óleos de Luis Núñez Borda.
A principios del siglo xvii el convento de San Francisco quedó conectado a la iglesia de la Tercera por un arco de ingeniosa elaboración arquitectónica, lo que le dio a la vía el nombre de Calle del Arco (calle 16). El arco fue demolido en 1863. Plumilla de E. Ortega.
La capilla del Humilladero fue construida en 1544 en la esquina norte, costado occidental de la Plaza de San Francisco, y era un lugar de penitencia. Se la reconstruyó dos veces, después de haber quedado desbaratada por los terremotos de 1763 y 1785. Fue demolida en 1878 cuando el nombre de Plaza de San Francisco se cambió por el de Parque de Santander.
Herrería de San Victorino. En todas las salidas de la ciudad existían fondas, ventas y herrerías.
Las casonas coloniales tenían un portón amplio y una pesebrera para el servicio de las cabalgaduras. Óleos de Luis Núñez Borda.
En todas las plazas de la ciudad se construyeron fuentes, como la de la ilustración, que corresponde a la plaza de Las Nieves. Allí se congregaban criados y aguateros para recoger el agua con destino a las casas. En la casa de balcón, atrás de la pila, funcionó hacia 1550 el primer concejo o cabildo de Bogotá. La Plaza de Las Nieves queda en el sector occidental del barrio de Las Nieves, que por disposición del virrey Manuel Guirior se había dividido en barrio occidental y barrio oriental de Las Nieves. Fue en la época colonial el sector más poblado de Santafé, y abarcaba desde la actual calle 16 hasta la calle 24, y desde la carrera 4.ª hasta la carrera 8.ª. Según Moisés de la Rosa, en su libro Calles de Bogotá, “los dos barrios de la parroquia de Las Nieves fueron el sector de la antigua Santafé que mejor expresó en los nombres de sus calles ese sentimiento poético propio de las fantasías populares”. Los nombres de sus calles “forman un conjunto pintoresco y encantador con su sola enunciación, como son los de las Calles del Suspiro, del Amor, del Despeño, del Calabazal, del Silencio, del Descuido, de las Guacamayas, del Pecado Mortal y tantos más”. Grabado de Barreto sobre una fotografía de Racines. Papel Periódico Ilustrado, Bogotá, 1884.
Construido en 1766, el Puente del Común, sobre el río Bogotá, fue esencial para el desarrollo del comercio entre las poblaciones del norte de la sabana. En 1781 un destacamento de los Comuneros infligió allí una humillante derrota a las tropas enviadas desde Santafé para sofocar la rebelión. Sirvió para el tránsito automotor hasta 1956, cuando fue puesto fuera de servicio y declarado monumento histórico nacional. Acuarela de Manuel María Paz. Biblioteca Nacional, Bogotá.
El Puente Grande era el principal paso sobre el río Bogotá, en el Camino de Occidente, hacia Honda. Plumilla de Vizuete.
El primer puente de cal y canto que se construyó sobre el río Bogotá fue el Puente Grande, el cual se levantó según los planos del arquitecto jesuita Juan Bautista Coluchini, en 1665. Aquí podemos apreciar los diseños originales de la obra, que reposan en el Archivo General de Indias.
El primer puente de cal y canto que se construyó sobre el río Bogotá fue el Puente Grande, el cual se levantó según los planos del arquitecto jesuita Juan Bautista Coluchini, en 1665. Aquí podemos apreciar los diseños originales de la obra, que reposan en el Archivo General de Indias.
El puente de San Francisco comenzó a construirse el 27 de agosto de 1663 para conectar la parte sur con la parte norte, que comenzaba a desarrollarse.
Aunque el agua no llegaba directo a las casas, Santafé tuvo durante la Colonia una provisión abundante. La ciudad tenía 35 fuentes públicas: chorro de María Teresa, chorro de la Mana de Zabaleta, chorro de Belén, chorro de San Agustín, chorro de los Soldados, chorro de Los Ciriales, chorro del Fiscal, fuente del Observatorio, chorro de La Sal, chorro de las Botellas, chorro del Carmen, chorro de Celedonio, pila de San Carlos o Mono de la Pila —era la más grande de Santafé y hoy se conserva en el Museo de Arte Colonial. Chorritos de Santa Inés, chorro de Egipto, cajita de La Candelaria, chorro de La Enseñanza, chorro de Quevedo, chorritos del Rodadero, chorro de Santo Domingo, pileta de San Victorino —inaugurada en 1803 y desmontada en 1910 para el centenario de la independencia, cuando en su lugar se colocó la estatua de don Antonio Nariño, y pila de Las Nieves. Las restantes eran fuentes de un solo chorro, que cubrían el resto de la ciudad. Pila de San Victorino. Acuarela de Edward Walhouse Mark. Biblioteca Luis Ángel Arango.
Una de las leyendas más famosas de la Santafé colonial es la de “la mula herrada”, espanto nocturno que recorría las calles haciendo levantar chispas sobre el empedrado, con gran estridencia, que perturbaba el sueño de los habitantes y llenaba de terror a los niños. Plumilla de Enrique Gómez Campuzano.
El Mono de la Pila fue la primera fuente de agua potable que tuvo Santafé. Estaba ubicada en el centro de la Plaza Mayor. A mediados del siglo xix se le trasladó a la plazoleta de San Carlos. Hoy se conserva en el Museo de Arte Colonial, y se exhibe una réplica en San Diego. Durante el siglo xix, para caracterizar la ineptitud de las autoridades, los ciudadanos se decían unos a otros “vaya y quéjese al mono de la pila”.
Escena típica de la vida cotidiana en Bogotá, a finales de la década de los cuarenta decimonónicos. Al fondo portales del recién inaugurado edificio de Las Galerías Arrubla, acera occidental de la Plaza de Bolívar. Dibujo de Ramón Torres Méndez.
Entrenamiento de las tropas del Batallón Auxiliar en las afueras de Bogotá, a finales del siglo xviii. Después de la rebelión de los Comuneros (1781) la guarnición de Bogotá fue ampliamente reforzada.
Las beatas eran figuras tradicionales en la Colonia y en todas las ciudades latinoamericanas que hacían parte del Imperio español en América. Santafé de Bogotá no se quedaba atrás en el ejercicio de la beatería, que se componía principalmente de mujeres mayores que, a diferencia de las jóvenes, iban solas a misa. Álbum de acuarelas sobre la vida cotidiana de la Colonia para Baltasar Jaime Martínez Compañón, obispo de Trujillo y arzobispo de Santafé desde 1791. Biblioteca Nacional, Bogotá.
Aguadora, un oficio indispensable en la Colonia. Acuarela del álbum para Martínez Compañón, Trujillo del Perú. ca. 1790. Biblioteca Nacional, Bogotá.
En la Santafé colonial, llena de iglesias y devotos, la presencia de las religiosas tuvo siempre un significado amable de caridad y sacrificio por el bienestar del prójimo. En Santafé las religiosas clarisas atendían a los enfermos de San Juan de Dios y ayudaban a los menesterosos. Acuarela para Baltasar Jaime Martínez Compañón, Trujillo del Perú. ca. 1790. Biblioteca Nacional, Bogotá.
Junto con las de dominicos y jesuitas, la orden de los franciscanos fue una de las más poderosas e influyentes de Santafé. Acuarela para Baltasar Jaime Martínez Compañón, Trujillo del Perú. ca. 1790. Biblioteca Nacional, Bogotá.
Después de la revolución de los Comuneros, que tuvo a la capital en serio peligro de ser tomada por los rebeldes, se reforzaron los efectivos militares, y unos años más adelante, en 1791, se organizó la Junta de Policía y se dio al cuerpo de serenos el carácter de autoridad, con el fin de garantizar la seguridad a los habitantes y prestarles ayuda en casos de calamidad pública o de eventuales desastres como terremotos, incendios, etc. Sin embargo, la Junta de Policía no tuvo ningún efecto práctico y los militares continuaron ejerciendo, entre otras funciones, el cuidado de la seguridad y la vigilancia. Sus vistosos y elegantes uniformes inspiraban gran respeto entre los súbditos criollos. La presencia de numerosos militares contribuyó a que la ciudad perdiera poco a poco su ambiente recatado. Acuarela para Baltasar Jaime Martínez Compañón, Trujillo del Perú. ca. 1790. Biblioteca Nacional, Bogotá.
La principal guarnición de Santafé era el Batallón Auxiliar, que tenía su cuartel junto al convento de San Agustín. Este batallón era lo que hoy se llamaría un cuerpo élite, entrenado para enfrentar situaciones que pusieran en peligro el orden público o la estabilidad de las autoridades coloniales. Acuarela para Baltasar Jaime Martínez Compañón, Trujillo del Perú. ca. 1790. Biblioteca Nacional, Bogotá.
No es una actitud desafiante la del buen hombre que, al lado de una pesa, aguarda a los compradores de carne fresca, recién cortada, en el tradicional mercado de los miércoles en la Plaza de Las Nieves. Auguste Le Moyne y José Manuel Groot, Vendedor de carne de carnicería en el mercado de Bogotá, ca.1835. Colección del Museo Nacional de Colombia
Tradicional fritanguería santafereña, en la que nunca faltaba el perro guardián que aprovechaba un descuido de la fritanguera. Auguste Le Moyne y José Manuel Groot, Vendedora de carne y de grasa en el mercado de Bogotá, ca. 1835. Acuarela sobre papel. Colección del Museo Nacional de Colombia.
Texto de: Julián Vargas Lesmes
LA PRIMERA ÉPOCA
El Cabildo —núcleo vital de la autoridad municipal española— adjudicó los primeros solares de Santafé conforme con la calidad y jerarquía de los vecinos. En principio se dividieron y otorgaron de acuerdo con el rango militar de los mismos. A quienes poseían títulos en la milicia se les concedía “caballería” y a los simples infantes, que carecían de dichos títulos, se les entregaban “peonías”, vale decir, solares de menor extensión. A su vez, ya desde 1541 las “caballerías” fueron clasificadas entre mayores y menores. Las medidas de las primeras tenían 800 pasos de frente y 1 600 de fondo; las segundas, 600 de frente y 1 200 de fondo. Una vez adjudicados los solares, por orden expresa del Cabildo, el beneficiario debía proceder de inmediato a “medirlos y estacarlos”, a fin de ir dando forma a calles y manzanas. Como en estos albores de la ciudad no había albañiles, ni mucho menos alarifes, fueron los carpinteros quienes hubieron de asumir la medición de los solares y la construcción de las primeras casas 1.
Una de las preocupaciones constantes de las autoridades coloniales durante todo el siglo xvi fue adoptar los medios para obligar a los vecinos a construir residencias de cierta importancia que los compeliesen a permanecer en la nueva ciudad, o al menos a tenerla como su domicilio principal. Esto se debía a que, como aún había auge de expediciones de conquistas y exploración en procura de riquezas sin medida, muchas veces legendarias, no pocos vecinos tendían a construir albergues provisionales y rudimentarios, a fin de poder emigrar en cualquier momento sin dejar tras de sí propiedades cuya pérdida fuese en verdad lamentable. En consecuencia, las autoridades capitalinas y el Cabildo echaron público pregón para informar acerca de las nuevas disposiciones que obligaban a los vecinos principales a construir sus casas en piedra y otros materiales perdurables 2.
Otro motivo que llevó al Cabildo a tomar esta medida fue la necesidad de precaver la ciudad contra incendios, obviamente mucho más posibles en construcciones precarias y pajizas. Las autoridades ya tenían la amarga experiencia de incendios originados en las cocinas, de cuyos techos de paja se propagaban las llamas con una voracidad devastadora. También ordenó el Cabildo que las cercas que dividían las casas fueran cubiertas con barro a fin de tratar por este medio de aislar los incendios.
También obligaba el Cabildo a tapiar los solares que lindaban con las calles con objeto de conservar el trazado de las mismas. La transgresión a esta norma podía ser castigada con la pérdida del solar.
Se sabe que la primera casa de piedra de Santafé la construyó el encomendero Pedro de Colmenares en la calle de la Carrera, al lado del templo y convento de Santo Domingo. Posteriormente, el encomendero Alonso de Olalla edificó la que fue considerada entonces como la más lujosa, ubicada ya en la Plaza Mayor. Para la construcción de estas casas se hizo necesario establecer un tejar; un vecino llamado Antonio Martínez abrió el primero que hubo en la ciudad e inició la producción de tejas y ladrillos.
Durante todo el siglo xvi fue infatigable la insistencia del Cabildo en forzar a los vecinos a levantar casas de calidad. En 1586 la Real Audiencia puso mucho énfasis en los inmuebles de la calle principal, prohibiendo que a lo largo de la misma se erigieran casas de paja y exigiendo que sus materiales fueran “piedra, tapia y teja”3. A continuación advertía el supremo organismo administrativo que las casas que se levantaran contrariando estas especificaciones serían demolidas sin contemplaciones. Debemos anotar que la calle principal a que se refería la Audiencia era la que se extendía entre los ríos San Francisco y Santo Domingo (después San Agustín), o sea, en nomenclatura de hoy, carrera 7.a entre calles 15 y 7.a.
Es importante anotar que desde estos comienzos ya empezaron a incorporarse a nuestra arquitectura colonial hispánica ciertos elementos muiscas tales como la tapia pisada y el adobe.
Hacia 1560 aún predominaban en la Plaza Mayor las casas pajizas. Pero fue precisamente en ese año cuando la Audiencia orientó su principal atención hacia dicho lugar, amenazando con derribar esas casas, o, como mínimo, multar a sus propietarios con 200 pesos que equivalían a más de la mitad del costo de una casa de buenos materiales4.
Debe quedar claro, sin embargo, que el principal tropiezo con que se toparon las autoridades en este campo fue simplemente económico. El hecho era que la incipiente ciudad no contaba con suficientes vecinos que tuvieran la capacidad necesaria para levantar sin esfuerzos sus casas con materiales duraderos. Un mapa urbano de esa época revela que en Tunja solamente los encomenderos poseían ese tipo de viviendas.
A partir de la década del cincuenta del siglo xvi, el núcleo de la Plaza Mayor empezó a tener mayor gravitación. No obstante, su primer desarrollo se dio entre esta plaza y el río San Francisco, a lado y lado de la calle principal. Este tramo configuraba una línea principal que unía los dos ríos. Los sitios estratégicos estaban ubicados a la orilla de éstos, representados por los dos conventos principales, cada uno en el extremo de esta línea. El convento de San Francisco ocupó desde la década del cincuenta, la orilla del río Vicachá (más tarde San Francisco) por el lado norte; por el sur estaba el convento de San Agustín, que antes fue de Santo Domingo, sobre el río Manzanares (despues San Agustín). Fueron éstos los lugares de acceso a Santafé, los únicos donde hubo puentes sobre estos ríos que cercaban la ciudad.
Este patrón continuará posteriormente al ubicar la Recoleta de San Diego (franciscanos) al norte, sobre el riachuelo de San Diego, y al extremo sur, sobre el riachuelo de San Juanito.
LOS DOS CENTROS DE SANTAFÉ
Se ha creído que la plaza que los españoles llamaron “de las Yerbas” (hoy Parque de Santander) era un sector próximo al cercado del cacique, conocido por los muiscas como Teusaquillo. Hay indicios de que allí celebraban los naturales, mercados periódicos de mucha actividad5. Parece, además, que en la ermita rústica que se irguió en el costado noroccidental se dijo la primera misa y que sólo en 1539 se formalizó la fundación con todos los requisitos tradicionales hispánicos y se dio comienzo al trazado de la ciudad a partir de la Plaza Mayor. Un factor que dio especial preeminencia a la Plaza de las Yerbas fue que en su contorno se establecieron las dos primeras órdenes religiosas que se afincaron en Santafé: San Francisco y Santo Domingo. También se cree que el Cabildo funcionó por los lados de esta plaza, aunque no hay certeza de ello: lo único positivo es que muy pronto éste se pasó a la Plaza Mayor.
Otro aspecto que comprueba la importancia que tuvo desde sus comienzos la Plaza de las Yerbas es que muchos de los principales personajes fijaron allí su residencia, empezando por el Adelantado don Gonzalo Jiménez de Quesada, fundador de la ciudad, que se instaló en el costado oriental de la plaza, con base en lo cual podríamos afirmar hoy que don Gonzalo fue el precursor del Jockey Club, y que desde entonces la aristocracia santafereña y bogotana tendió a fijar y mantener su cuartel general en ese lugar. Al lado opuesto de la plaza estuvo otro de los fundadores y distinguido lugarteniente de Quesada, el capitán Juan Muñoz de Collantes6. ?También residió por un tiempo en la Plaza de las Yerbas, Hernán Pérez de Quesada.
Dado el relativo desarrollo de la Plaza de las Yerbas, el río San Francisco se convirtió en un obstáculo para el tránsito, que era preciso vadear. De ahí que, muy poco después de la fundación, se construyó el precario puente de madera que se llamó de San Miguel.
No obstante que desde 1539 la Plaza Mayor fue oficialmente diputada como tal, no fue, como en otras ciudades contemporáneas y análogas del continente, el gran centro aglutinador de la nueva urbe. Por el contrario, dado que la Plaza de las Yerbas rivalizaba con ella, puede decirse que la ciudad tuvo en sus primeros tiempos una configuración bipolar. Ello explica la activa circulación que tuvo desde el principio la vía que las enlazaba (Calle Real, luego carrera 7.a, entre calles 10 y 16). La catedral, que al comienzo hubiera podido dar preeminencia a la Plaza Mayor, no se la dio puesto que su primera sede no fue más que una humilde iglesia pajiza. Por su parte, el mercado seguía efectuándose en la Plaza de las Yerbas.
En 1553, el obispo fray Juan de los Barrios comenzó a levantar en un lote de la Plaza Mayor otra catedral más acorde con su jerarquía. Hasta esta época en que existe una voluntad de relievar su papel intrínseco, la Plaza Mayor se mantuvo como “área de pastoreo de cerdos y caballos”. A partir de entonces se sucedieron los hechos que fueron inclinando la balanza hacia el lado de la Plaza Mayor. En 1554, el Cabildo ordenó el traslado a ella del mercado semanal. Al año siguiente llegó allí, y con sede propia, la Real Audiencia. Y en 1557 se dio al servicio el puente de San Miguel. En esa forma, Santafé cumplía el destino de todas las ciudades hispanoamericanas de la Colonia que, según el urbanista francés Ricard, “son plazas mayores rodeadas de calles y casas”7.
El urbanismo hispanoamericano tiene como su pieza fundamental el poder de atracción de una plaza mayor. En ella se concentran, hipertrofiadamente, las principales funciones urbanas. En un mismo recinto funcionan los centros comerciales (plaza de mercado), gubernamental (casas reales), religioso (templo matriz) y residencial (agrupación en su rededor de las “casas principales”). También servía como escenario de las fiestas públicas y religiosas. Esta aglomeración de diversas gravitaciones es única dentro del urbanismo y fue diseñada para reforzar el poder cohesivo en un poblamiento muy sutil e impresionantemente extenso, como lo fue el del Imperio español en América.
La Plaza Mayor de Santafé, a pesar de conservar su plena jerarquía, tuvo una orientación hacia el Norte, lo cual fue el comienzo de un centro “lineal” que partía de ella y acababa en la Plaza de San Francisco, como se denominó a partir de 1557.
Además de sus atribuciones socioeconómicas, la Plaza Mayor de Santafé tendría un elemento que la individualiza entre sus pares latinoamericanas. A su extensión (106 metros de lado) se agregaba su dimensión vertical. Según J. E. Hardoy, tal vez el mayor conocedor del urbanismo colonial, la Plaza Mayor de Santafé es la única plaza inclinada de las capitales de los países latinoamericanos que ha estudiado. La de Cuzco, que también tiene pendiente, no lo es en grado semejante a la de Santafé.
“… algo que se observa en la plaza de Armas de Bogotá que es nada común con otras plazas de origen colonial, las que siempre son planas o con desniveles que apenas se perciben”8.
Por esta peculiaridad, desde el atrio de la catedral, los santafereños pudieron disfrutar de una magnífica vista.
EXPANSIÓN DE LA CIUDAD
Durante el siglo xvi el desarrollo urbano de Santafé se limitó al que tuvo lugar a lo largo del eje que se extendía entre las plazas Mayor y de Yerbas. En 1568, según el testimonio de don Lope de Céspedes, no había casa alguna al sur de la actual calle 9.a (costado meridional del Capitolio). Ya en 1590 había algunos inmuebles aislados en los contornos del río San Agustín9.
Fue, desde luego, el binomio templo-convento el núcleo básico del crecimiento urbano en la Colonia. De ahí que la América hispana heredara el concepto de parroquia, tradicional y vigoroso en España desde la Edad Media. La parroquia, más que una unidad de apacentamiento de almas, era un activo centro político, administrativo, social y familiar. Los feligreses se casaban en su parroquia, eran sepultados dentro de los linderos de la misma, y a menudo testaban total o parcialmente a su favor10.
Hasta 1585, Santafé era una parroquia única regentada por la catedral. Sin embargo, en ese año se hizo evidente la necesidad de crear dos nuevas, además de la ya mencionada. Entonces, y siguiendo el eje de la Calle Real que ya iba más al norte de las Yerbas y más al sur de la Plaza Mayor, la diócesis, que estaba a cargo del obispo fray Luis Zapata de Cárdenas, creó al norte de La Catedral, la parroquia de Las Nieves, y al sur, la de Santa Bárbara. Los límites seguían siendo los ríos. Del San Francisco hacia el norte estaba el territorio de Las Nieves; del San Agustín hacia el sur, el de Santa Bárbara, al que se adscribieron los poblados indígenas de Teusaquillo y Servitaba. Por supuesto, las dos nuevas parroquias cumplían con los dos requisitos inexcusables de contar con habitantes suficientes y capaces de mantener un curato y costear la luminaria perpetua del sagrario.
La iglesia de Las Nieves fue construida con el patrocinio de Cristóbal Ortiz Bernal, encomendero de Sesquilé y conquistador, quien le colocó la imagen de la Virgen que le dio su nombre. El terreno de la plaza que se abrió frente al templo fue donado por una hija del capitán Juan Muñoz de Collantes, encomendero de Chía. El templo de esta parroquia estaba cubierto de teja. El de Santa Bárbara era pajizo y fue construido por el capitán Lope de Céspedes en honor de esta santa, diputada desde siglos atrás como protectora de los fieles contra rayos y centellas. En efecto, un día de tremenda borrasca cayó un rayo en la casa del capitán Céspedes y “sólo causó daños menores”. El agradecido capitán, que era además encomendero de Ubaque, Cáqueza y Ubatoque, erigió esta ermita a santa Bárbara en agradecido reconocimiento.
Estas capillas tuvieron la categoría de ermitas, es decir, sitios de culto levantados en lugares descampados sin mayor poblamiento. En el momento de ser convertidas en parroquias, el casco urbano no llegaba hasta estos parajes. Podemos suponer que se hicieron principalmente para atender a la población indígena, que debía habitar en viviendas dispersas pero relativamente próximas11. La instauración de estas parroquias las convirtió en áreas de desarrollo urbano prioritario. A su alrededor, como si fueran núcleos, aumentaría la concentración y provocarían la expansión del casco urbano en estas dos direcciones.
Sólo 13 años después fue erigida la cuarta parroquia, que llevó el nombre del extraño y mal conocido san Victorino, abogado de los hacendados sabaneros contra las temibles heladas12.
La trama social de las ciudades se fundamentó en las parroquias que actuaban como unidades residenciales y de culto, o sea, las dos funciones más importantes (excluido el comercio) de la ciudad colonial. La expansión urbana tendría lugar manteniendo la parroquia como unidad y la dupla iglesia-plaza como espacios centrales de atracción. En el conjunto de la ciudad, cada plaza ocupaba un lugar dentro de la jerarquía de plazas: la Mayor, con más relieve, y unas plazuelas que servían de órbita y foco de unión e integración urbana de orden secundario.
Este sencillo pero efectivo esquema de ordenamiento urbano se reforzó en el caso de Santafé por su particular geografía. Atrapada entre dos ríos que se unen en el Occidente, la ciudad tenía en ellos dos fuertes barreras geográficas que definían a su vez el límite de las parroquias: al orte, Las Nieves; al Sur, Santa Bárbara; en medio, la catedral, y al Occidente, San Victorino. Un triángulo geográfico que se convirtió en el marco físico del desarrollo urbano a lo largo de toda la etapa colonial.
PERIODIZACIÓN DEL DESARROLLO URBANO
La segunda mitad del siglo xvi, es decir el primer tramo de la vida urbanística de Santafé, fue uno de los periodos de mayor animación. Bien puede afirmarse que en esta época la capital adquirió en lo urbanístico y arquitectónico los rasgos esenciales que habrían de caracterizarla durante siglos. Según el notable arquitecto e investigador Carlos Martínez, ya la ciudad estaba, a fines del xvi, dotada con los elementos esenciales de una vida urbana normal.
Era una ciudad de corte netamente español, plenamente consolidada. Dice Martínez:
“En el relativamente corto lapso de 60 años, con esfuerzos mancomunados consolidó Santafé una fisonomía urbana con rasgos tan vigorosos que ni el tiempo ni los caprichos humanos han podido reducir a tabla rasa”13.
Este comienzo vigoroso del urbanismo americano es parte de un ímpetu generalizado. El Imperio español en América fue la empresa histórica que mayor cantidad de ciudades fundó, cimentando toda su labor pobladora en este hecho. A fines del reinado de Felipe II había en el Nuevo Mundo 165 nuevas ciudades con un promedio de 437 casas por ciudad y entre seis y siete habitantes por casa. En consecuencia, la población promedio por centro urbano oscilaba entre 2600 y 3000 habitantes. Había, desde luego, grandes aglomeraciones como ?en Lima y México, cuyos habitantes (los de cada una) excedían en mucho el número de los pobladores de las principales urbes españolas de la época, que eran Sevilla y Toledo 14.
En 1575 se emprendió la construcción del llamado Camellón del Occidente, obra vital para la supervivencia misma de la ciudad, ya que la zona cenagosa del Oeste impedía durante buena parte del año la comunicación con el río Magdalena. Ya entonces existían las sedes de la Real Audiencia y el Cabildo Secular, la Cárcel de Corte, la Cárcel “Chiquita” y la pila de agua de la Plaza Mayor, lo mismo que el primer hospital, que ya conocemos.
La mayor parte del espacio construido en Santafé estaba entonces copado por edificios religiosos. De 18 inmuebles registrados entre 1539 y 1600, 13 de ellos (72,2 por ciento) eran religiosos. Prevalecían las capillas y ermitas. Entre 1538 y 1600 se construyeron dos conventos, cinco iglesias y capillas, cinco ermitas y un monasterio, lo que da el total de 13 edificaciones religiosas.
SIGLO XVII
Fue la primera mitad de este siglo la época en que se registró el mayor esfuerzo en materia de construcción de toda la historia de Santafé. Fue ese el periodo de la real consolidación urbana de la capital. Por esos tiempos, adquirió notorio vigor la institución de la mita urbana, destinada esencialmente a dotar de mano de obra las empresas constructoras que se adelantaban en Santafé. Sustraídos de las encomiendas, en 1602 había en la ciudad 88 indígenas trabajando en 10 obras públicas entre las que se contaban el Cabildo, la fuente de la Plaza Mayor, la Real Audiencia, la Cárcel de Corte, la carnicería, el puente de San Francisco y los empedrados de las calles principales15. Durante esa etapa se levantaron 19 edificios religiosos y seis civiles. También se construyeron los colegios jesuíticos de San Bartolomé y San Francisco Javier y el Santo Tomás.
En la primera mitad del siglo xvii, de las 18 obras religiosas siete fueron iglesias y capillas, dos conventos, tres monasterios, tres colegios, dos recoletas y una casa de Cabildo Eclesiástico. Las seis civiles fueron: cuatro puentes, la Casa de la Moneda y la Casa de Expósitos.
En la segunda mitad del siglo xvii decayó la actividad constructora. Durante ese tiempo se construyeron tres conventos y noviciados, siete iglesias y capillas, dos ermitas y un colegio, para un total de 13 edificios religiosos. En cuanto a las obras civiles, ellas fueron sólo tres: dos puentes y una carnicería. Después del gran auge de la primera mitad del siglo xvii, esta fase inicia un ciclo negativo de un siglo que tiene su punto más bajo en la primera parte del setecientos.
SIGLO XVIII
En la primera mitad de este siglo, haciendo eco a la aguda parálisis económica, la construcción conoció su punto más bajo. En ese medio siglo, Santafé sólo vio edificar siete nuevas obras. Tan sólo hubo una importante: el reemplazo del Hospital de San Pedro por el de San Juan de Dios (1739), que inicia nueva vida ocupando una manzana y ampliando su capacidad. La mención al “Palacio Virreinal” (1719-1723), además del cambio de nombre, se reduce al mejoramiento de las “Casas Reales”. El llamado Acueducto de Aguavieja (1737-1739) consistió en la canalización y unificación de dos fuentes de agua, los ríos San Agustín y Fucha, sobre acequias ya existentes en su mayor parte. Las construcciones religiosas se restringieron a la capilla de La Peña (1717), en honor a una aparición de la Sagrada Familia, único caso bastante destacado en medio de la opacidad de la época. La Casa Arzobispal (1733) y el puente sobre el río Tunjuelo (1713) completan este cuadro mediocre.
SEGUNDA MITAD DEL SIGLO XVIII
En contraste con la primera, la segunda mitad de esta centuria vivió un enérgico florecimiento de la construcción en Santafé, que coincidió con un fenómeno similar en todas las ciudades importantes de Hispanoamérica.
El hecho es que las urbes principales del imperio empezaron a experimentar en esta época una decisiva renovación a la cual, lógicamente, no escapó la encumbrada y aislada Santafé. Uno de los aspectos más significativos del cambio que se operó consistió en que, por primera vez en la historia de estas colonias, la autoridad civil tomó la iniciativa en todos los órdenes, sin exceptuar el de la construcción. Quiere esto decir que se presentó el caso sin precedentes de que las construcciones civiles fueron más y mayores en importancia que las religiosas. Al revés de lo que había ocurrido hasta entonces, las obras civiles adquirieron una notoria preponderancia sobre las religiosas. De 21 obras registradas, 16 fueron civiles (76 por ciento del total). Esta inversión en la estadística muestra elocuentemente los cambios ocurridos en todos los órdenes. Santafé no sólo creció y se diversificó en términos sociales, sino que también se convirtió en una ciudad más secular; los criterios civiles de gobierno se manifiestan en el énfasis que hace sobre la infraestructura urbana y las obras civiles. Entre éstas se destacan el célebre Puente del Común, que sirvió para agilizar la comunicación entre Santafé y las salinas de Zipaquirá; el Puente de Sopó, que cumplió función similar en el camino del Norte; el Puente de Aranda, que logró lo propio con la vía a Occidente; los puentes de San Antonio, en Fontibón, y el de Bosa, sobre el río Tunjuelito. En suma, en ese periodo se construyeron un convento, tres iglesias y un monasterio, mientras que en el área civil se construyeron cinco puentes, un cementerio, un acueducto, una casa de moneda, una fábrica de pólvora, un hospicio real, un hospital, una casa de aduana y un cuartel de caballería, además de que se acondicionó el convento de los jesuitas para biblioteca pública, se mejoró el Camellón de Occidente, se construyó un local para la Expedición Botánica y se emprendió una activa campaña de empedrado de calles.
Igual tendencia se observa en los datos de construcción correspondientes a la última década de la Colonia (1800-1810). Mientras que la única edificación religiosa fue la nueva catedral, en el terreno civil se levantó el puente sobre el río Arzobispo, al norte de la ciudad; se construyó el acueducto de San Victorino, que llevó el agua de este río a la pila del citado sector; se abrió una nueva escuela pública; se mejoró notablemente la vía del Norte, y se erigió una de las obras más importantes de toda nuestra era colonial, producto típico de las saludables corrientes de la Ilustración: el Observatorio Astronómico de Santafé, entonces único en América del Sur.
CALLES, CAÑOS, ANDENES Y ASEO
En un principio, el estado de las calles dependía en esencia de la intensidad de la circulación; con pocas salvedades, éstas permanecían cubiertas de yerbas. Pero no tardaron los vecinos en comenzar a clamar por el empedrado, no sólo para las calles principales, sino para las plazas en que se celebraba mercado, especialmente la Mayor, que después de todo un día de intenso trajinar de mercaderes con bestias y vituallas, quedaban convertidas en repulsivos muladares donde los detritus orgánicos y los desperdicios de carnes, frutas y legumbres se revolvían en hediondas mezcolanzas que eran, al finalizar la tarde, opíparo banquete para cientos de gallinazos y no pocos cerdos y perros mostrencos que deambulaban sin rumbo.
Además, los vecinos tenían muy claro que el empedrado traía consigo el inmenso beneficio de los desagües, indispensables para evacuar toda suerte de aguas sucias y desechos. Los santafereños eran conscientes de que la natural inclinación oriente-occidente de la ciudad sería, como en efecto lo fue, un valioso auxiliar para impeler por gravedad las aguas de los caños hacia sus desagües finales. La gran pendiente y el poder abrasivo del agua a una mayor velocidad puede apreciarse en los profundos cauces de los ríos que cruzaban la ciudad en esta dirección. Un efecto semejante se producía en las calles desempedradas pues corrían en esta dirección. Cuando se construyeron los primeros enlosados, estas calles se dotaron con unos pequeños puentes que hoy llamaríamos “peatonales”, destinados a cruzar los caños.
Los andenes fueron desconocidos en Santafé hasta fines del siglo xviii, cuando las autoridades comenzaron a pensar en la necesidad de fijar sectores de la calle destinados exclusivamente para viandantes. Hasta entonces, los transeúntes solían andar próximos a las casas, generalmente bajo los aleros, que los protegían con eficacia de las frecuentes lluvias.
En las postrimerías del xviii se expidieron reglamentaciones tales como aquellas dirigidas a evitar los obstáculos que representaban las ventanas demasiado bajas, los escalones de algunas puertas, las enormes vasijas y tinajas panzudas de las chicherías y los animales estacionados en plena calle. También hubo reglamentaciones sobre la obligación de encalar las viviendas a fin de uniformar el clásico paisaje blanco que aún hoy admiramos en las casas supérstites de esos tiempos16.
En cuanto al aseo, éste se empezó a convertir en problema en el siglo xviii debido al incremento del volumen de basuras que generaba ya la ciudad. En épocas anteriores los desechos orgánicos y las basuras eran arrojados en los ríos y arroyos que pasaban por la ciudad o cerca de ella. Pero ya en el xviii el asunto cambió de aspecto y las autoridades tuvieron que tomar cartas, dictando medidas para obligar a las gentes a sacar las basuras a los arrabales y prohibirles bajo severas penas arrojarlas en los sectores céntricos17. Posteriores medidas se orientaron muy específicamente hacia las chicherías, esos inmundos antros, bien comparados por un historiador con las inmortales “zahúrdas de Plutón” de Quevedo, que por siglos fueron focos de insalubridad y desaseo en esta capital.
Hasta tales extremos llegó la proliferación de animales en las calles santafereñas, que el Cabildo se vio obligado a crear un corral o coso para encerrar allí a las bestias que fueran atrapadas en las vías públicas sin dueño conocido.
Otra aborrecible costumbre, contra la cual lucharon en esta ciudad las autoridades hasta bien entrado el siglo xix y algo más, fue la de orinar y defecar tranquilamente en las calles. En 1789 exigía el Cabildo a los funcionarios encargados de la vigilancia y a la policía callejera una mayor severidad contra los infractores de tan elemental norma de civismo en estos términos:
“Se hará velar por medio de los ministros a diferentes horas del día y de la noche a las muchas personas de la plebe que con inclusión de muchas mujeres, y sin rubor alguno, acostumbran hacer las necesidades comunes en las mismas calles, por cuya razón no puede lograrse el aseo de ellas, tan importante aún para la salud, haciendo que las personas que fueren aprehendidas sean conducidas sobre el mismo hecho a la vergüenza pública en las rejas de esta Real Cárcel de Corte por el espacio de dos horas”18.
CARACTERÍSTICAS ARQUITECTóNICAS
En líneas generales, la arquitectura civil y religiosa de Santafé resulta modesta si se compara con la de otras urbes hispanoamericanas: México y Lima, capitales de los dos grandes virreinatos españoles en el Nuevo Mundo: Quito, Cuzco, Arequipa y Potosí, en el gran Perú; Guanajuato, Tasco, Querétaro, Guadalajara y Puebla, en la Nueva España.
En lo religioso, los templos de Santafé, Tunja y Popayán adquirieron considerable esplendor con el advenimiento de los altares, retablos y parámetros barrocos del siglo xvii. Pero en el xvi fueron pobres y modestos en extremo, especialmente en Santafé, ciudad que, pese a su condición capitalina, no llegó a poseer, como Tunja en el siglo xvi, una soberbia fachada renacentista para su catedral. En efecto, mientras en Santafé, la diócesis trataba por todos los medios de sustituir su humilde y mal llamada catedral pajiza por una “fábrica” más digna, el gran maestro Bartolomé Carrión esculpía en Tunja la magnífica fachada a que acabamos de aludir y que hoy, en impecable estado de conservación, es motivo de asombro para todos los que la visitan.
Las obras religiosas santafereñas del siglo xvi no fueron más que modestas capillas de bahareque y techo de paja con naves de un solo cuerpo cuyo peso descansaba sobre los muros laterales, los cuales eran unidos por una techumbre de madera y un arco toral que “amarraba” la estructura. Esta sobriedad fue en parte reflejo de la pobreza general y en parte de las pautas de severidad arquitectónica que trazó el austero Felipe II, cuya personalidad está fielmente reflejada en la mole majestuosa del Escorial, imponente dentro de su rigurosa sobriedad de concepción arquitectónica y de líneas19.
Este esquema general se sofisticó un tanto con el tiempo y con el auge del barroco, pero conservó ciertos aspectos básicos. Uno de los elementos que se hicieron presentes fue el mudéjar, tímido en algunas construcciones, exuberante en otras y, por supuesto comprensible, dada la vigorosa vertiente árabe en todas las formas y expresiones de la cultura española.
Los templos santafereños conservaron siempre un común denominador de sobriedad en sus exteriores, aunque la frondosa imaginería barroca enriqueció sus naves y presbiterios. Prueba de ello son los casos de los templos de San Francisco, San Ignacio, San Agustín, Santa Clara y otros, escuetos y severos por fuera, en contraste con la opulencia de sus altares y retablos.
La importancia y el poder de las órdenes regulares está a la vista en la cantidad y calidad de sus claustros e iglesias, hasta el punto de que las segundas aventajaron de manera apabullante a la modesta catedral, hasta que ya en el siglo xix el principal templo de la ciudad adquirió reales trazas catedralicias. Las iglesias de las respectivas comunidades y sus conventos siguieron la misma pauta general: templo contiguo al convento, y éste, a su vez, cuadrangular y de dos pisos con arcadas sobre un gran patio interior20. Otro factor que contribuyó sustancialmente a la solidez y prosperidad de las órdenes fue la frecuencia con que fieles piadosos les legaban en sus testamentos jugosas mandas, dándose inclusive el caso de que algunos, por no tener herederos directos, vistieron el hábito de legos y donaron la totalidad de sus bienes a la comunidad elegida. Entre estos casos, el más célebre fue el del virrey José Solís Folch de Cardona. Era costumbre exponer en los templos de manera visible los nombres de sus benefactores. Por otra parte, en Santafé se formaron cofradías piadosas, cuya finalidad primordial fue impulsar la construcción y mejoramiento de templos, ermitas y capillas destinadas a diversas devociones específicas.
Algunos viajeros de la época hicieron resaltar en sus notas el carácter conventual de Santafé, que la hacía muy similar a Quito, La Paz, Potosí y otras ciudades andinas. No olvidemos que todavía en 1700 el 76,2 por ciento de las edificaciones de la capital eran de carácter religioso. Tanto por la proliferación de iglesias como por el silencio de sus calles, Harry Franck, interpretando el espíritu santafereño, la llamó Cloistered City21.
CONSTRUCCIONES CIVILES
Tal como se ha visto, tan sólo a partir de la segunda mitad del siglo xviii se acentuó el carácter realista del Gobierno español. Este proceso de orden institucional se reforzó con otras tendencias que se expresaron en la arquitectura de Santafé: el mayor tamaño y la jerarquía urbana y el reavivamiento del comercio y la actividad económica. Hasta entonces, las obras civiles se habían limitado a algunos acueductos, empedrados, pilas, puentes y a las casas del Cabildo, la Audiencia y la cárcel. Ya en la segunda mitad del siglo xviii las obras civiles, como quedó anotado atrás, tomaron más cuerpo. Las necesidades de magnitud se van adaptando a partir de una casa con funciones residenciales. Es decir, los edificios públicos lo fueron por su función mas no por su diseño; no fueron hechos específicamente para cumplir este papel.
La construcción civil no fue suficientemente frondosa como para tener un estilo o unos rasgos arquitectónicos definibles. Sin embargo, empiezan a aparecer obras de magnitud, impulsadas por los arquitectos constructores de peso. La arquitectura militar de España, muy acorde con el énfasis imperial, dio lugar a ingenieros expertos que se aplicarían a las obras civiles. El más notable que actuó en Santafé fue Domingo Esquiaqui, un ingeniero militar, cuya intervencion resultó decisiva. Puede afirmarse que es el primer urbanista de Santafé, es decir, un arquitecto e ingeniero, un especialista con una visión integral de la ciudad, sus funciones y su distribución espacial. Intervino en casi todas las obras importantes de la Santafé de fines del siglo xviii. Se lo podía observar diseñando un cementerio, conduciendo las labores de reconstrucción después del terremoto de 1785 o reconstruyendo con mucho sentido arquitectónico una de las más representativas e importantes piezas de nuestra arquitectura como lo fue el templo de San Francisco. En 1791 hizo el plano de la capital que, además de otros dos (el de Cabrer y el de Talledo), es el más detallado y técnico, la única versión confiable que nos permite reconstruir la traza de la Santafé del siglo xviii.
SECTORIZACIÓN
Los dos ríos que cruzan Santafé se convirtieron en decisivas fronteras internas. Sobre esta circunstancia de orden geográfico se crearon las divisiones cívico-religiosas, las parroquias. De acuerdo con estas consideraciones hemos dividido la ciudad en cuatro sectores a fin de describir sus características.
- El núcleo central (el barrio de La Catedral y los adyacentes del Palacio, San Jorge y La Candelaria).
- El núcleo septentrional (barrio de Las Nieves).
- El núcleo meridional (barrio de Santa Bárbara).
- El occidental (barrio de San Victorino).
NÚCLEO CENTRAL
El núcleo central tenía prácticamente los mismos límites de la ciudad en sus comienzos. Al norte, el río Vicachá (San Francisco); al sur, el Manzanares (San Agustín); al oriente, más o menos la actual carrera 5.a, y al occidente un barranco que estaba a la altura de la actual carrera 10.a. El predominio del sector central fue contundente. Siendo su área la sexta parte de la urbe, su población llegó a fines de la Colonia al 41,1 por ciento del total.
Otro factor que contribuyó poderosamente a la preponderancia del barrio de La Catedral consistió en que la casi totalidad del comercio se concentró dentro de sus límites, especialmente en la Calle Real. También debe destacarse el hecho de que en este sector estaba el mayor número de casas de dos pisos y existía la mayor densidad de construcción, con una casi total inexistencia de solares vacíos.
Veamos ahora las principales construcciones del barrio de La Catedral.
La catedral
La modestísima capilla de paja que encontró el obispo Juan de los Barrios cuando llegó a Santafé, mal podría llamarse catedral. Fue precisamente este prelado quien decidió dotar a la joven urbe de un digno templo metropolitano, por lo cual dispuso la demolición de la capilla e inició en 1556 la construcción de la nueva catedral. La obra concluyó en 1565 pero tuvo mala suerte porque, no bien terminada, se derrumbó en forma aparatosa, seguramente debido a la chapucería de sus constructores. En 1572 se acometió la tercera tentativa para erigir una catedral que mereciese tal nombre. Sin embargo, la obra avanzó con una lentitud desesperante y tampoco en esta fase intervinieron constructores calificados. En consecuencia, los sismos de 1785 y 1805 la averiaron hasta el punto de que fue preciso demolerla. Sólo en 1807 el capuchino fray Domingo Petrez, arquitecto con todas las de la ley, diseñó el imponente conjunto de la que, con modificaciones adjetivas, es la actual Catedral Metropolitana de nuestra ciudad. Fue construida sobre la parte más alta de la plaza, conocida como el “altozano”, hoy atrio.
La Capilla del Sagrario
En 1660 unos nobles y piadosos santafereños, encabezados por don Gabriel Gómez de Sandoval, adquirieron dos casas contiguas a la catedral y en esos solares erigieron la Capilla del Sagrario, en honor del Santísimo Sacramento.
La Candelaria
El primer templo de este nombre, erigido por los padres agustinos, tuvo que ser demolido por haber entrado en colisión con las reglamentaciones vigentes sobre construcciones. Pero más tarde, en 1684, la comunidad obtuvo nueva licencia y el templo fue reedificado.
Colegio del Rosario
En 1651 el rey Felipe IV otorgó licencia al entonces arzobispo del Nuevo Reino, fray Cristóbal de Torres, para fundar un colegio en Santafé. El claustro, que hoy aún admiran los bogotanos, fue terminado en 1653 y el colegio empezó a funcionar regentado por los dominicos. Quedó ubicado en el ángulo nororiental que forman las actuales calle 14 y carrera 6.a. Hacia el lado sur fue construida una capilla cuyo bellísimo portal es también motivo de admiración. En principio se llamó de Santo Tomás. Luego, la propia reina de España bordó sobre tela una imagen de la Virgen del Rosario para la capilla, que por esa razón fue conocida hasta nuestros días con el nombre afectuoso de “La Bordadita”.
Santa Inés
En el extremo occidental del barrio del Palacio (hoy calle 10.a con carrera 10.a), el capitán Fernando de Caicedo y su familia patrocinaron la erección de este monasterio y la iglesia del mismo nombre. Se terminó parcialmente en 1645.
Casa del Cabildo Eclesiástico
La sala capitular y otros despachos del Cabildo Eclesiástico funcionaron en el costado oriental de la Plaza Mayor.
Convento de Santo Domingo
Luego de su corta permanencia en la Plaza de las Yerbas, los dominicos trasladaron su convento en 1557 a la Calle Real, en la manzana que hoy enmarcan las calles 12 y 13 y las carreras 7.a y 8.a. Éste, que fue el más grande, imponente y prestigioso convento de la capital, sólo vino a quedar concluido en 1619. La iglesia fue ricamente ornamentada, tenía tres cuerpos apoyados en columnas dóricas vestidas de parras y en las naves laterales había magníficos retablos. El claustro del convento fue el más amplio que se construyó en Santafé y su arquería descansaba sobre 182 columnas.
Acabando esta capital de celebrar el cuarto centenario de su fundación, un frío e inexorable acto de vandalismo oficial redujo a escombros la que fue una de las más soberbias obras arquitectónicas de nuestra era colonial para erigir en su lugar un afrentoso edificio que hoy avergüenza a Bogotá.
Santa Clara
El arzobispo Arias de Ugarte promovió la fundación de un monasterio para las monjas clarisas. Varias familias opulentas de Santafé hicieron generosas donaciones para esta obra, cuyo costo alcanzó la elevadísima suma de 60 000 pesos. Su ubicación fue la actual calle 9.a con carrera 8.a.
Colegio de Santo Tomás de Aquino
El presbítero Gaspar Núñez, cura de San Victorino, dejó un apreciable capital de 150 000 pesos que destinó por voluntad testamentaria a la construcción de un colegio que se llamaría de Santo Tomás de Aquino y que sería regido por los dominicos. Sus rivales de la Compañía de Jesús trataron de impedir la creación del colegio, pero finalmente éste fue fundado y construido.
Monasterio del Carmen
Se creó debido a la iniciativa de doña Elvira de Padilla y fue terminado en 1619 por las monjas carmelitas. Quedó localizado en la actual carrera 5.a con calle 9.a (Camarín del Carmen).
Monasterio de la Concepción
Fue el primer monasterio de Santafé. Cuenta fray Pedro Simón que se construyó gracias a un legado del rico mercader Luis López Ortiz, quien murió sin herederos y dejó la totalidad de su fortuna para este fin piadoso. La edificación se inició en 1583 bajo el patrocinio del arzobispo Zapata de Cárdenas y abarcó dos manzanas.
Templo de San Ignacio y Colegio de San Bartolomé
El Colegio de San Bartolomé, máxima institución docente de los jesuitas, obtuvo licencia real para operar en 1602, gracias a las gestiones del arzobispo Lobo Guerrero, gran amigo de la Compañía. Los hijos de Loyola acometieron la construcción de un gran conjunto arquitectónico, de primera importancia en Santafé, que incluyó el colegio (esquina suroriental de la Plaza Mayor), el templo de San Ignacio, un poco más hacia el oriente, y el claustro (hoy Museo Colonial). El templo fue diseñado, como casi todos los templos jesuitas en el mundo entero, sobre la pauta del templo de Jesús en Roma, sede principal de la Compañía.
Capilla de Egipto
Se inició en 1556 y para su ubicación se eligió una colina que dominaba la ciudad. El promotor de la obra fue el presbítero Jerónimo de Guevara. En sus comienzos la capilla fue rudimentaria y sencilla en su arquitectura.
Monasterio de La Enseñanza
Abrió sus puertas en 1783 y fue la única institución que hubo en la Colonia dedicada a la instrucción de señoritas. Su construcción se debió a la largueza de doña Clemencia Caicedo, linajuda dama santafereña, quien, además, dotó a la entidad con esplendidez. Estaba en la actual calle 11 entre carreras 5.a y 6.a.
Reconstrucción de la Casa de la Moneda
A partir de 1570 la Corona empezó a considerar con firmeza la decisión de retirar a los particulares el derecho de acuñar moneda y convertirlo en privilegio estatal. Tal medida se tomó definitivamente en 1759, por lo cual se hizo necesaria la reconstrucción del inmueble destinado a ese quehacer. La obra se comenzó en 1753 y es el magnífico edificio que hoy admiramos, en perfectas condiciones, en la calle 11 con la carrera 5.a.
La Aduana
A mediados del siglo xviii el gobierno virreinal encargó al alarife N. Lozano la construcción de un edificio adecuado para este importante organismo, en el costado oriental de la Plaza Mayor, al lado de la Capilla del Sagrario.
NÚCLEO DEL NORTE
El sector norte de la ciudad estaba comprendido entre la orilla del río San Francisco y la Recoleta de San Diego, que era el límite de la urbe por ese lado. Al oriente, iba hasta el pie de los cerros, y al occidente hasta la llamada Alameda Vieja, hoy carrera 13. Sin embargo, al contrario de lo que ocurría en el barrio de La Catedral, este sector sí contenía considerables áreas de lotes baldíos, aproximadamente un tercio del total. En 1774, por decisión del virrey Guirior, el barrio fue dividido en dos sectores: oriental y occidental, separados por la Calle Larga de Las Nieves, hoy carrera 7.a. Este barrio comprendió entonces tres sectores en orden de importancia, así:
- Plaza de las Yerbas o de San Francisco.
- Sector oriental.
- Sector occidental.
Vale recordar que hasta finales de los años cincuenta del siglo xvi, el más importante núcleo urbano de Santafé no fue la Plaza Mayor, hoy de Bolívar, sino la de las Yerbas, hoy Parque de Santander. Ahora veamos las razones por las cuales se erigieron allí las residencias de las altas personalidades de la ciudad.
La barrera natural formada por el río Vicachá (San Francisco) obligó a los primeros pobladores a concentrarse en esa explanada. Por otra parte, historiadores tan respetables como Martínez y Groot sostienen que fue allí donde Quesada formalizó su primer asiento militar y donde se celebró la primera misa, en la modesta capillita del Humilladero, situada en la esquina noroccidental de la plaza22. Rápidamente ésta se convirtió en sitio de intercambio de productos con los indios y mercado de víveres. La Plaza de las Yerbas siguió adquiriendo preponderancia y ya en 1541 se realizaron las primeras transacciones de propiedad raíz y se iniciaron las primeras construcciones de residencias para personajes notables. La primera se levantó en el sitio donde hoy está el edificio de la Nacional de Seguros. En 1572 la conformación de la plaza era como sigue:
En el costado occidental estaban las iglesias de San Francisco y La Veracruz. En el costado septentrional había tres residencias particulares. Por el lado oriental estaba el primer convento dominicano y dos casas. En el costado meridional no había ninguna construcción, sólo un barranco que daba sobre el río. Esta situación no cambió hasta que levantó allí su residencia doña Jerónima de la Bastida. Pasó el tiempo y, no obstante la supremacía que conquistó la Plaza Mayor, las Yerbas siguió siendo un polo de gran importancia y sitio preferido por personajes connotados de diversas épocas para tener allí sus residencias. Hernán Pérez de Quesada y el propio fundador residieron en este lugar. Más tarde vivieron allí el general Nariño (costado oriental) y el general Santander (actual edificio de Avianca).
Por su parte, el barrio oriental de Las Nieves, que a finales del siglo xviii comprendía 25 manzanas, se extendía, de sur a norte, de la actual calle 16 a la 22, y, de oriente a occidente, de la carrera 4.a a la 7.a. Gradualmente se fue extendiendo hacia el norte. En este sector, sobre la actual carrera 7.a, se levantó la primera ermita, de Las Nieves, que posteriormente se incendió. La que la sustituyó sucumbió en el sismo de 1817. Posteriormente, y en el mismo solar, fue construida la iglesia actual. Desde fines del siglo xvi existió la plaza de Las Nieves, terreno donado para uso público por doña Francisca de Silva, hija del conquistador Juan Muñoz de Collantes.
En 1665 el cura de Las Nieves, Francisco Cuadrado, solicitó al Cabildo la instalación de una pila de agua en la plaza de la parroquia, insistiendo en que las numerosas panaderías que operaban en el sector hacían indispensable este servicio. El Cabildo accedió a esta solicitud y la pila fue construida.
En cuanto a la población del barrio, dice el historiador Hernández de Alba:
“En su derredor agrupáronse las casas y talleres de artesanos y gentes humildes; maestros del arte de pintura, escultores, orfebres, plateros, carpinteros de lo blanco, ebanistas, maestros de arquitectura, etc., cuya piedad proporcionó recursos para convertir la ermita en la iglesia de tres naves que fue adorno de la capital del virreinato. Huertas de recreación, chircales y fábricas de loza menudeaban en los días coloniales en la pintoresca barriada”.
En cuanto al barrio occidental de Las Nieves, hacia fines del siglo xviii comprendía 25 manzanas. El límite sur era el río San Francisco, desde el puente hasta la actual carrera 13; por el norte, iba hasta la actual calle 25; el límite occidental era la Alameda (carrera 13) y el oriental la actual carrera 7.a.
Los dos sectores de Las Nieves comprendían varias edificaciones de importancia, entre las que se destacaban:
- El convento franciscano, erigido en 1550. Su primera ubicación fue la plazuela de Las Nieves. (La orden inició actividades en Santafé con 10 frailes).
- Noviciado de los jesuitas. En 1657 la Compañía de Jesús fundó un noviciado con iglesia anexa en la Calle Larga de Las Nieves, exactamente en lo que es hoy la calle 18 con la carrera 7.a. La obra tropezó en principio con la oposición de sus rivales franciscanos, pero la influencia de los jesuitas era grande y el noviciado se construyó y funcionó sin problemas. Desde luego, como casi siempre en estos casos, contó con generosas donaciones particulares.
- Las Aguas. En 1690 se terminó esta obra, consistente en un claustro amplio y espacioso y una iglesia adjunta. Recibió este nombre por su proximidad al río San Francisco. Inicialmente el conjunto iba a ser regentado por los frailes de San Felipe Neri, pero surgieron dificultades y finalmente pasó a manos de los dominicos.
- Reconstrucción de la Veracruz. La ermita de este nombre fue en sus principios una humilde capilla situada en el ángulo noroccidental de la Plaza de las Yerbas. En 1631 se inició su reconstrucción bajo el patrocinio de la Hermandad de la Veracruz.
- Recoleta de San Francisco (San Diego). Esta recoleta fue fundada en 1606 y consagrada en 1610. Se edificó en terrenos de la finca de recreo “La Burburata”, de propiedad del rico encomendero Antonio Maldonado de Mendoza, quien la vendió a un precio muy módico a la orden franciscana. La recoleta fue por mucho tiempo el extremo septentrional de la ciudad y desde sus primeros años fue un lugar de romerías piadosas a la Virgen del Campo que a partir de entonces se veneró allí.
- Reconstrucción del templo de San Francisco. El terremoto de 1785 averió seriamente esta iglesia, por lo cual fue preciso reconstruirla. La obra fue encomendada al arquitecto Domingo Esquiaqui. La portada es sobria y la torre tiene el mismo diseño de las de otros templos de esta orden en ciudades como Quito. En su interior existen desde entonces unos soberbios retablos en madera que figuran entre los más hermosos de toda la riquísima imaginería barroca de Hispanoamérica. En la sacristía se halla el único lienzo de Zurbarán que hay en Colombia.
- Iglesia de la Orden Tercera. Es ésta una orden menor que depende de la de San Francisco. En 1761, con el apoyo del virrey Solís y el consabido patrocinador rico y piadoso, se inició su construcción en el ángulo noroccidental de la Plaza de las Yerbas.
- El Arco de San Francisco. Fue ésta una construcción muy curiosa. Tratábase de un arco o puente de cal y canto que comunicaba el templo de la Orden Tercera con el convento franciscano pasando sobre la actual calle 16, motivo por el cual recibió el nombre de Calle del Arco. Este puente urbano fue demolido en 1882.
- Hospicio de hombres y casa de recogidas. Esta institución, a la que ya hemos aludido, estaba situada en lo que es hoy carrera 7.a entre calles 18 y 19.
- Tenería de Cajigas. Era ésta una casa alta y notable por sus amplios espacios, donde residió y tuvo su tenería don Antonio Cajigas y Bernal, fiador de don Antonio Nariño cuando ocupó la Tesorería de Diezmos.
- Casa de los virreyes. Situada al norte del hospicio y construida por los opulentos zipaquireños Lasso de la Vega, fue conocida con ese nombre, no porque allí hubiera residido virrey alguno, sino por el lujo insólito que la caracterizaba.
- La Alameda Vieja. Era una de las salidas de la ciudad por el occidente y se prolongaba hasta el camino de Suba. En la parte urbana era la actual carrera 13 entre calles 15 y 25. Así la describe Daniel Samper Ortega:
“Estaba arborizada desde San Victorino hasta el campo abierto de San Diego, sin más construcción en todo el trayecto que una quinta aislada de dos pisos, entre potreros de achicoria, perteneciente al notable médico don Miguel de la Isla, quien tenía allí plantado un jardín botánico, el primero que existió en Santafé”23.
NÚCLEO DEL OCCIDENTE O BARRIO DE SAN VICTORINO
Este sector era la primera área urbana que veían los viajeros que llegaban a Santafé por el camino de occidente (que eran la mayoría), puesto que por allí se llegaba al río Magdalena y, a lo largo de esa gran arteria fluvial, a los puertos del Caribe y por ende al resto del mundo. Según el padrón de 1801 el barrio comprendía 32 manzanas, pero había numerosos solares baldíos.
También vale anotar que sólo en las postrimerías de la Colonia adquirió San Victorino una real importancia. Veamos ahora someramente algunos sitios de interés en este núcleo.
- La Capuchina. Los capuchinos fueron una orden religiosa tardía. Don Pedro de Ugarte donó sus terrenos y en ellos construyó la comunidad su convento e iglesia. La obra concluyó en 1791.
- Plazuela de San Victorino. Fue, como quedó dicho, la puerta de ingreso a la ciudad. De la plazuela se entraba al sector central a través de un puente que estaba situado a la altura de la actual calle 12 con carrera 12.
- Pila de San Victorino. En la Colonia las pilas de agua eran auténticos polos de desarrollo. El caso de esta pila es uno de los más demostrativos de la exasperante lentitud con que avanzaban las obras públicas en esta época. En 1680 los vecinos del sector se pronunciaron ante el Cabildo para encarecerle la urgencia de construir una pila que recogiera aguas conducidas hasta allí a través de arcaduces desde el río Arzobispo. Increíble pero cierto: la obra se dio al servicio en agosto de 1803.
- Carnicería. Era la principal de las tres carnicerías con que contaba la ciudad y estaba situada en la actual calle 8.a con carrera 12. Los otros expendios quedaban en el barrio occidental de Las Nieves y en el barrio Santa Bárbara.
- Huerta de Jaime. Actual Parque de los Mártires por haber sido sacrificados allí numerosos dirigentes patriotas durante la era del terror, entre 1816 y 1819.
NÚCLEO DEL SUR O BARRIO DE SANTA BÁRBARA
A fines del siglo xviii este barrio comprendía 16 manzanas pobladas y estaba delimitado así: al norte, por la barrera natural del río San Agustín; al sur, por la barrera, también natural, de la quebrada de San Juanito, actual calle 3.a; al oriente, por la actual carrera 4.a, y al occidente por la actual carrera 10.a. Fue un sector relativamente marginal y, pese a estar enmarcado por dos ríos, mal abastecido de agua. La parroquia de Santa Bárbara fue fundada por el arzobispo Luis Zapata de Cárdenas en marzo de 1585. Su primer templo parroquial, de estructura endeble y sencilla, fue edificado por el capitán Lope de Céspedes, hijo del también capitán Juan de Céspedes, conquistador y compañero de Quesada. El sitio de esta pequeña iglesia fue el mismo que hoy ocupa la actual calle 5.a con carrera 7.a.
Sus sitios más destacados eran:
- Ermita de Belén. En 1580 la Cofradía de Nuestra Señora de Belén emprendió la construcción de una modesta ermita que fuera el centro de su devoción. La levantaron, con una estructura muy modesta, al oriente de la parroquia de Santa Bárbara, en una colina yerma conocida como “El Pedregal”. La humilde capilla se fue deteriorando hasta que en el siglo xviii recibió el beneficio de un solterón llamado don Esteban Antonio Toscano, que en las postrimerías de su vida decidió ponerse a paz y salvo con su conciencia donando una gruesa suma para la restauración de la ermita y trasladándose a ella para vivir una existencia de privaciones y sacrificios en compensación por su pasada vida de licencias. La obra se realizó no obstante la oposición del párroco, que veía en ella una competencia inconveniente en el recaudo de limosnas.
- Las Cruces. En 1655 se edificó la primera ermita con este nombre, en la actual carrera 11 con calle 6.a. En 1827 se empezó a construir el actual templo de ese nombre.
- Capilla de Monserrate. En 1620, don Pedro Valenzuela obtuvo licencia para edificar una ermita en el cerro tutelar de la ciudad. Se llamó Nuestra Señora de Monserrate y en principio fue ocupada por los agustinos recoletos los cuales, a raíz de un litigio con las autoridades civiles, fueron sustituidos por los candelarios. Derruida por el sismo de 1743, fue construida luego. En su camarín se venera la tradicional imagen del Señor Caído, cuya devoción lleva aún a millares de fieles hasta la cumbre del cerro.
- Recoleta de Fucha. A principios del siglo xvii, el capitán Juan Bernal donó un solar a orillas del río Fucha para establecer allí un convento dominico. El permiso fue concedido pero más tarde las autoridades encontraron redundante la recoleta y dieron orden a los frailes de abandonarla. Éstos respondieron con un acto de rebeldía y se negaron a salir. La respuesta oficial no se hizo esperar: la recoleta fue demolida sin contemplaciones.
- Convento de San Agustín. Se debió esta obra a la piedad del encomendero Juan de Céspedes, quien donó algunas casas de su propiedad para construir en esos lotes la capilla y el convento de los agustinos calzados. En 1575 los frailes tomaron posesión del terreno, a orillas del río Manzanares, que a partir de ese momento se llamó San Agustín. El convento y la iglesia quedaron comprendidos entre las actuales calles 6.a y 7.a y las carreras 7.a y 8.a.
- Capilla y ermita de La Peña. Cuentan la tradición y la leyenda que en 1685, mientras se trabajaba en la construcción de una pequeña ermita en los riscos que sirven de contrafuerte al cerro de La Peña, al oriente del barrio de Santa Bárbara, se presentó un fenómeno milagroso que dejó estupefactos a los santafereños. Corrió la voz de que, en medio de un imponente resplandor, había aparecido la Virgen ofreciendo una fruta al Niño Jesús mientras un ángel, a su lado, sostenía una custodia en las manos. Para conmemorar este hecho extraordinario, se edificó una ermita en lo alto del cerro. Posteriormente, debido a las dificultades de acceso, se construyó otra capilla un poco más abajo, entre los ríos La Peña y San Agustín.
- Ermita de Guadalupe. Desde los días de la Conquista, los capitanes españoles habían plantado cruces en las cimas de los cerros tutelares de Santafé: Monserrate y Guadalupe. En 1656 se fundó una ermita para honrar allí la imagen de Nuestra Señora de Guadalupe. Hubo, para la entronización de la imagen, una solemne peregrinación encabezada por la Real Audiencia.
- Fábrica de loza. Se ubicó en los arrabales, en la margen del riachuelo de San Juanito, actual calle 3.a con carrera 3.a.
RÍOS Y PUENTES EN SANTAFÉ
Entre todas las corrientes fluviales que cruzaban a Santafé, y que seguramente determinaron la fundación de la ciudad en este siglo, se destaca el Vicachá. Era éste su nombre muisca, que luego fue cambiado por San Francisco al fundarse el convento franciscano en sus riberas. El río nace en el páramo de Choachí y luego recibe el caudal de las quebradas de San Bruno y Guadalupe. Fue el mayor río con que contó la ciudad y el que suministró el más considerable abastecimiento de agua a esta capital hasta los años finales del siglo xix, cuando aún nutría el acueducto de Aguanueva. Era el río más caudaloso y el que, según los cronistas, proveía las aguas más “dulces”, vale decir, más puras. Bajaba con notable fuerza hacia la ciudad, asomándose a la misma por el barrio de Las Aguas y siguiendo el curso de la actual avenida Jiménez de Quesada hasta la carrera 10.a de hoy. De este punto se desviaba algo hacia el suroccidente hasta unirse con el San Agustín, a la altura de la actual carrera 13 con la calle 6.a. Finalmente, torcía hacia el noroccidente hasta desembocar en el río Arzobispo.
El río Manzanares, que luego fue San Agustín por el convento edificado en sus márgenes, nace en el cerro de Guadalupe. De caudal menor que el de San Francisco, alimentó en un principio el agua de la pila de la Plaza Mayor hasta mediados del siglo xvii, cuando se le sumó la del Fucha. Por el sur, el San Agustín era el límite entre los barrios de La Catedral y Palacio con Santa Bárbara. Atravesaba la ciudad de oriente a occidente hasta unirse con el San Francisco, formando así la tenaza acuática que encerraba la ciudad por el occidente. El río Arzobispo tomó muy posiblemente su nombre de una residencia que tenía la arquidiócesis cerca de sus márgenes. Nace en el páramo de Cruzverde, desciende por Monserrate y baja con rumbo occidental hasta desembocar en el Funza o Bogotá. Sus aguas alimentaron las pilas de Las Nieves y San Victorino. El Arzobispo estuvo durante toda la Colonia y parte del siglo xix fuera del perímetro urbano; en los comienzos del siglo xx fue la línea divisoria entre la ciudad y el arrabal de Chapinero.
El río Fucha (mujer, en lengua chibcha) fue llamado más tarde San Cristóbal, debido a que un pintor anónimo de la Colonia aprovechó una roca que sobresalía del cauce para pintar allí al legendario santo que cargó sobre sus hombros al Niño Dios. Nace también en Cruzverde y contribuyó con sus aguas a abastecer la pila de la Plaza Mayor desde el siglo xvii hasta comienzos del xix a través del acueducto de Aguavieja. Don Antonio Nariño poseyó una quinta a orillas del Fucha y en una carta escrita allí encomió con entusiasmo la belleza del paraje.
Además de estos ríos importantes, hacia el sur (calle 3.a) descendía con rumbo occidente la quebrada de San Juanito, que era el límite sur del barrio de Santa Bárbara. Más al sur, en zona ya totalmente rural, corría el Tunjuelo. En el extremo norte estaban las quebradas de la Vieja y las Delicias, que durante mucho tiempo abastecieron de agua a Chapinero. Había, además, otras numerosas quebradas que gradualmente fueron sucumbiendo ante el empuje del desarrollo urbano.
Los puentes
Tal como ya lo anotamos, los ríos de San Agustín y San Francisco formaban un cerco cerrado sobre Santafé. Dicho cerco impedía en principio, o al menos dificultaba al máximo el acceso a la ciudad. Por ello se hizo imperioso desde los primeros años construir puentes a fin de salvar estas barreras naturales que, si bien por cierto representaban una dificultad para la nueva urbe, le garantizaban, aunque fuera de modo precario, el abastecimiento vital. Los puentes, en consecuencia, se multiplicaron por diversos puntos estratégicos de la capital a fin de asegurar a sus habitantes un tránsito fácil entre los diversos barrios que la integraban y el exterior. Estos puentes fueron vitales hasta entrado el siglo xx, cuando los ríos fueron canalizados y se hicieron subterráneos.
Según el plano topográfico de Bogotá, que levantó Carlos Clavijo en 1894, la ciudad contaba entonces con 30 puentes. Pero durante la Colonia sólo hubo cinco puentes principales, además de dos secundarios que eran el de San Diego, al final de la urbe, y uno que se construyó totalmente fuera del perímetro urbano, sobre el río Arzobispo24. Los cinco principales eran los de San Francisco, San Agustín, San Victorino, de Lesmes y Giral. Ya en el siglo xix, pero bajo régimen español (el del Pacificador Morillo), se construyeron los puentes del Carmen, sobre el río San Agustín, y uno sobre la quebrada de San Juanito. Veamos ahora en detalle estos puentes.
Puente de San Agustín: Estaba en la actual intersección de la calle 7.a con la carrera 7.a y se construyó entre 1602 y 1605, bajo el gobierno del presidente Francisco Sande. La Audiencia encargó de la realización de la obra al oidor Luis Henríquez quien, urgido de mano de obra, mandó traer indios de Tunjuelo, Usme, Ubaque y Chipaque, todos trabajadores de la encomienda de Alonso Gutiérrez de Pimentel, quien elevó una airada protesta por este despojo. El caso terminó en litigio hasta que, víctima de la más feroz arbitrariedad, Gutiérrez de Pimentel terminó en la horca25. Al ser concluido, el puente de San Agustín se convirtió en la principal vía de acceso del sur al sector central de Santafé.
Puente de Lesmes: Fue el segundo que se construyó sobre el río San Agustín, a la altura de la actual calle 7.a con carrera 6.a. La obra se ejecutó entre 1628 y 1630 y la dirigió el oidor Lesmes de Espinosa y Sarabia, de quien tomó su nombre. Una avenida del río arrasó el puente en 1814. Morillo lo reconstruyó en 1817.
Puente del Giral: También construido sobre el San Agustín, en la actual intersección de la carrera 8.a con la calle 7.a 26.
Puente de San Victorino: Este puente, sobre el río San Francisco, quedó situado en la actual intersección de la calle 12 con la carrera 12. Tuvo una notable importancia, debida al hecho de ser esa zona, como ya lo hemos anotado, el paso forzoso hacia el camino de occidente, la vía por la que Santafé se comunicaba con el mundo. Se desconoce la fecha de su construcción, pero se sabe que era una obra sólida y maciza, tal como la describe el historiador Eduardo Posada: “Era semejante al de San Francisco, de sillería, arco ojival y barandal de piedra redondeada en la cima. El río se veía a gran profundidad”27.
Puente de San Francisco: Estuvo ubicado en la intersección de la actual avenida Jiménez de Quesada con la carrera 7.a. La verdad es que allí no hubo todo el tiempo un solo puente sino varios que fue preciso reconstruir o volver a levantar del todo como consecuencia de las frecuentes e impetuosas crecientes del río. Fue este puente vital para la ciudad y la vía de acceso que enlazó el sector central con el norte de la capital. El primer puente, conocido como de San Miguel, se construyó entre 1551 y 1558 en madera, y, debido a la fragilidad de su estructura, sucumbió ante los embates del río antes de comenzar el siglo xvii. En 1602 la Real Audiencia se pronunció sobre la necesidad apremiante de construir un puente de cantería, a fin de afrontar con buen suceso las avenidas del río. Se ordenó la construcción y se dispuso que se proveyera de todos los indios necesarios para llevar a feliz término la obra28. Sin embargo, ésta se terminó en fecha no determinada y el puente volvió a sucumbir. Otro puente, iniciado por el presidente Juan de Borja, tampoco resistió las crecientes. Finalmente, fue bajo el gobierno de don Diego Egues Beaumont, cuando se construyó, venciendo graves dificultades financieras, el puente definitivo, en cantería sólida y con arco gótico, el cual comunicó el centro y sur de la ciudad con el norte hasta la canalización del río29. La obra fue posible gracias a un impuesto de sisa que se fijó entonces y que ascendió a la suma de dos reales por cada botija de vino que ingresara a Santafé. El puente fue terminado en 1664.
Puente de San Diego: Localizado en el confín septentrional de la ciudad, se construyó en las postrimerías de la Colonia, pero sufrió daños y deterioros. Sólo vino a ser reparado a fondo en plena era republicana30.
ACUEDUCTOS
El de fray Pedro Simón es uno de los testimonios más valiosos y definitivos sobre la incidencia del agua sobre la decisión de Quesada y sus conmilitones de fundar la ciudad cerca de los cerros de donde bajan los ríos y quebradas que ya conocemos. En efecto, las perspectivas de aprovisionamiento de agua constituían un factor decisivo para decidir en qué sitio se debía fijar y desarrollar cualquier asentamiento urbano. Y Santafé, desde luego, no fue una excepción. La abundancia de agua, y especialmente la presencia de los ríos Vicachá y Manzanares (San Francisco y San Agustín) fueron elementos contundentes: había que fundar la nueva ciudad al lado de estas magníficas fuentes de líquido vital. Además, las Leyes de Indias eran categóricas en cuanto a la obligación de establecer las urbes siempre cerca de buenas fuentes de agua y en climas propicios para la vida y la salud de los futuros moradores31.
En los primeros años la provisión de agua se obtuvo en Santafé de la manera más rudimentaria y primitiva. Los indios al servicio de los conquistadores la traían hasta las casas de éstos en grandes cántaros que cargaban sobre sus hombros haciendo penosos recorridos de hasta un cuarto de legua. Pero al poco tiempo la situación se agravó debido a que los desechos de la ciudad y los que generaban los lavanderos de ropa que se instalaban en las riberas, fueron enturbiando las limpias aguas, debido a lo cual los amos blancos compelieron a los indios a remontarse más en dirección de las fuentes, buscando aguas no contaminadas, con lo que se recargaba el trabajo de los aguadores. Pero los indios, en expresión de velada resistencia, optaron por traer el agua de los sitios más cercanos desmejorando notoriamente su calidad32. Ante esta grave circunstancia, no hubo otra alternativa que impulsar la construcción de una fuente en la Plaza Mayor.
Como la ciudad “carecía de bienes de propios”, surgió la iniciativa de costear la fuente con un impuesto de sisa a las ventas de carne. El nuevo impuesto fue ásperamente controvertido y los vecinos más destacados de la ciudad propusieron a la Audiencia que se decretara más bien una derrama o contribución extraordinaria para la construcción de la fuente33. Esta idea se impuso y en 1584 se emprendió la obra en el sitio que ocupaba el rollo o picota donde se ejecutaba o castigaba a los delincuentes e infractores de la ley. Precisamente, el oidor Alonso Pérez de Salazar, que fue el principal impulsador de la pila, había hecho espantable gala de crueldad al desorejar y desnarigar a más de 2 000 infelices en el mencionado rollo. En la comunicación en que la Audiencia anunciaba la iniciación de la obra, se advertía a los vecinos que aquellos que quisieran disponer del beneficio de “pajas” de agua (conducción del líquido hasta sus casas), deberían pagar una suma extra para gozar de tan cómodo servicio. De inmediato se dio comienzo a la construcción de la pila, rematada en el ápice por el legendario “mono” , que permaneció en este sitio por casi tres siglos, hasta que hubo de ceder su lugar a la estatua del Libertador, obra del italiano Tenerani. De allí pasó a la Plazuela de San Carlos, hoy Rufino José Cuervo, más tarde al Museo Nacional, y finalmente al Museo Colonial, en cuyo patio principal se encuentra hoy.
Aguavieja
En sus comienzos, el agua era traída a la fuente desde el río San Agustín, pero bien pronto este suministro fue insuficiente, sobre todo en tiempo de verano. Por lo tanto, se hizo patente la necesidad de reforzar esta corriente con aguas del río Fucha. Sin embargo, se tropezó con la consabida dificultad de la penuria fiscal, la que, a su vez, fue suplida con los aportes de los vecinos. En 1681 se comenzó a encauzar las aguas del Fucha hacia la pila de la Plaza Mayor. La obra fue lenta en extremo, sufrió varias interrupciones y sólo hacia 1738 quedó concluida34. Pero posteriormente fue necesario unir las aguas del Fucha con las del San Agustín (o Manzanares), tal como lo acordó el Cabildo el 9 de enero de 1741 al ordenar que “los regidores de aguas se junten esta tarde para supervigilar que se encañe el agua antigua del río Manzanares con la que viene del río Fucha por ser ambas pocas, separadas, y necesitarse reunirlas para el abastecimiento de la ciudad…”35. Este acueducto fue el primero de la ciudad y se conoció en aquella época con el nombre de Aguavieja.
Aguanueva y San Victorino
Con solemnes ceremonias se inauguró en 1757 el acueducto de Aguanueva, que conducía agua desde el boquerón del San Francisco hasta la pila de la Plaza Mayor. Este acueducto tuvo una larga vida y prestó servicios a la ciudad hasta finales del siglo xix, cuando ya se estaban instalando tuberías de hierro. Al principio su acequia corría a la intemperie, pero más tarde fue recubierta con cal y piedra. En 1863, el inspector y administrador del Ramo de Aguas, Ambrosio López, rendía un minucioso informe sobre los perjuicios que estaba ocasionando para el aprovisionamiento de agua la acumulación de piedras, cascajo, arena y otros elementos en el interior de la acequia y sobre la necesidad apremiante de poner remedio a esta situación.
En cuanto al acueducto de San Victorino, la idea de construirlo para satisfacer urgentes necesidades, se remonta a finales del siglo xvii cuando los vecinos del sector enviaron una representación en este sentido al Cabildo. Sin embargo, tuvo que pasar un siglo antes de que se iniciara en serio36. Se determinó que la pila de San Victorino sería abastecida por las aguas del río Arzobispo, se trazó la ruta de la acequia, que iniciaba su curso en las faldas de Monserrate, y finalmente se dio al servicio en 1803. Fue así como, dentro de las más precarias condiciones, estos acueductos proveyeron malamente de agua a esta capital hasta finales del pasado siglo. A estos dos acueductos, y especialmente a los particulares que se les derivaban, puede llamárseles con más acierto acequias, pues eran unas zanjas, algunas con su piso revestido en lajas. El agua corría por la superficie, al aire libre, en las márgenes de las calles y en ocasiones atravesando en diagonal por huertas y solares. Para tener una idea aproximada de las dimensiones de las acequias, recurrimos a los datos que nos ofrece un documento fechado el 10 de junio de 1785 y firmado por el capuchino fray Dionisio de Valencia, referente a la acequia que conducía el agua al Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario. Esta acequia tenía, en su parte más estrecha, “tres de dos y medio de profundidad y once dedos de diámetro”, y en su parte más ancha “cuatro dedos y medio de profundidad y un palmo de diámetro”37.
Una apreciación sobre los problemas de provisión de aguas en Bogotá la tomamos del ingeniero Manuel H. Peña:
“Los acueductos son de mala construcción, consistiendo en un canal excavado al aire libre en las tomas de agua de algunos de ellos y prolongado hasta cierta extensión. Este canal se convierte en una cañería de piedras redondas o apenas recortadas colocadas sin cimiento alguno o con mala mezcla de cal, grasa y arena, en las cercanías de la ciudad; y en un canal de ladrillo o de piedras a medio labrar, con mal cimiento, dentro de la ciudad misma, dando lugar a evaporaciones, infiltraciones y pérdidas de más de la mitad del agua aprovechable, absorbiendo los residuos de las materias orgánicas y excrementicias del suelo permeable, y dando origen a enfermedades del estómago, sobre todo en las épocas de calor”.
PILAS, FUENTES Y CHORROS
Además de los acueductos que hemos reseñado, que sólo abastecían algunas residencias privilegiadas y de las pocas casas que poseían aljibe propio, el resto de la población tenía que apelar a las pilas o fuentes. Algunas pilas eran manantiales de origen natural y otras derivaciones de las acequias de los conventos y de las casas principales. Las pilas y chorros principales de la época colonial se mantuvieron hasta bien entrado el siglo xix. Fueron ellos el chorro de San Agustín, los chorritos del Rodadero y de Padilla, el cual debió su nombre a don Zenón Padilla, quien lo descubrió en 1864. Además de los chorros, proveían de agua las pilas de la Plaza Mayor, San Francisco, San Victorino y Las Nieves. Las pilas eran puntos obligados de reunión y tertulia, especialmente entre las aguateros que concurrían a llenar sus múcuras y vasijas todos los días y que fueron descritas así por el argentino Miguel Cane, a mediados del siglo xix:
“En el centro, una fuente tosca, arrojando el agua por numerosos conductos colocados circularmente. Sobre una grada, un gran número de mujeres del pueblo, armadas de una caña hueca, en cuya punta había un trozo de cuerno que ajustaba el pico del agua que corría por el caño así formado, siendo recogida en un ánfora tosca de tierra cocida. Todas estas mujeres tenían el tipo de indio marcado en su fisonomía; su traje era una camisa, dejando libres el tostado seno y los brazos, y una saya de paño burdo y oscuro. En la cabeza, un sombrero de paja. Todas descalzas”38.
EMPEDRADOS
Tal como ocurrió con otros elementos básicos de la civilización urbana, el empedrado de las calles llegó tarde a Santafé. Las noticias que hay sobre estas obras vitales de progreso datan del siglo xviii. Hasta entonces las calles santafereñas, igual que si fueran trochas agrestes, reflejaban crudamente los altibajos del clima sabanero. En verano, las ráfagas de viento que bajaban de los boquerones vecinos levantaban en las mal llamadas calles agresivas nubes de polvo que hacían el ambiente irrespirable. Por el contrario, en invierno, quien no dispusiera de buenas cabalgaduras, o al menos altas y gruesas botas, se veía abocado a zozobrar en el magma lodoso que cubría el suelo. La preocupación por los empedrados coincidió en Santafé con los periodos, ya señalados, de mayor impulso en la construcción. El primero, que cubrió las primeras décadas del siglo xvii, dispuso de amplia mano de obra indígena. Durante esos años, las autoridades coloniales volvieron su atención de manera muy especial hacia la necesidad de convertir estas vías primitivas y cuasi-selváticas en auténticas calles mediante el adoquinado. En 1603 la Real Audiencia se pronunció sobre un ambicioso plan de empedrado que comprendía prácticamente todas las vías importantes de la ciudad39. No hubo resultados inmediatos. Pero algo más tarde, en 1614, el dinámico y acucioso presidente Juan de Borja volvió sobre este problema y dispuso de nuevo el empedrado de las calles40. Y así, con altibajos y largas interrupciones, se iniciaron estas obras esenciales. En 1759 se concluyó el empedrado de numerosas calles y de la Plaza Mayor. Siempre, desde luego, apelando a los particulares, ante la inveterada indigencia de las arcas virreinales. Fuera de estas iniciativas oficiales, la autoridad tendría que delegar en las casas particulares el empedramiento de los frentes de las calles habitadas. En 1785, en los capítulos sobre el buen gobierno, se incluye el numeral 5 que dice: “Todo dueño de casa, o tienda hará empedrar y a barrer a lo menos un día a la semana el terreno correspondiente a su habitación”41.
El intento por mover a los particulares para que arreglasen sus correspondientes predios públicos fue difícil de poner en práctica; no obstante, tuvo una efectividad moderada. Y según puede colegirse, esta nueva modalidad se abrió paso con ciertas dificultades. El virrey y su Audiencia, como en muchos otros casos, metió baza para “excitar” al Cabildo y que éste se encargara de “la compostura y empedrado de las calles por hallarse tan necesitadas de este reparo”42.
Una referencia muestra que en 1788 el fiel ejecutor, Justo de Castro (diputado de Empedrados y Aseo) suspendió sus trabajos ante suspuestas trabas interpuestas por varios vecinos, así como por conventos y eclesiásticos, pues éstos se negaban a “la obligación en que estaba todo el vecindario de empedrar y asear la parte de calle que les pertenezca”43.
Una vez empedradas las calles, surgía el grave problema de su mantenimiento, el cual se hacía imperioso debido al deterioro que causaban los carruajes y las bestias. En el expediente se hace mención a los factores de desaliño en las calles debido a: “las carreras de caballos, manadas de cerdos y perros que a todas horas se veían en la plaza”44. La incuria en el mantenimiento agravaba muchas veces el estado de las calles. El adoquinado era objeto de vandalismo: “… Quitan y sacan las piedras, sin volverlas a reponer, de que resulta que aflojados y destruidos se las llevan con facilidad los carros y caballerizas y se hacen grandes hoyos que llenan las calles de lodasales y basura y sirven de tropieso a los que pasan por ellas con incomodidad y peligro y con deformidad y desaseo de la ciudad…”45.
Éste y otros problemas desembocaron en uno peor, que describió en forma dramática don Manuel de Hoyos, regidor de Santafé, en un memorial dirigido al virrey:
“Hago presente a V. E. que las casas y calles están llenas de inmundicias, o por mejor decir, convertidas en muladares que apestan; que los cerdos y demás animales corren en manadas por las calles principales; que por las noches no se puede caminar sin tropezar a cada paso con los burros que hacen su alojamiento, o en los zaguanes o junto a las paredes, que es por donde se camina para aprovechar mejor el piso. Los perros incomodan de noche, no menos que de día, habiendo llegado el caso de acometer uno al señor don Juan Martín, superintendente de la Real Casa de Moneda con grave peligro de su salud. Los carros y maderas arrastrados por las calles y las perjudiciales chicherías han arrancado las piedras de las calles, dejando el piso desigual e incómodo, a lo que también ha contribuido la frecuencia con que se abren las cañerías y el poco discernimiento con que esto se ejecuta, causándoles un considerable quebranto a los vecinos que gastaron su dinero en los empedrados, y a mí el dolor de ver introducido el desorden, detenido mi trabajo y aún perdidos muchos pesos que invertí en estas obras por el bien público. Por último, concluyo manifestando a V. E. que la salud pública padece mucho con este abandono, pues respirándose un aire corrompido, no es posible dejar de contraerse muchas enfermedades, y aún las fiebres que han ocurrido en los días pasados se atribuyen a otra causa, de que probablemente resultarán peores consecuencias, si la autoridad de V. E. no pone término a tan grave mal, haciendo que los cuerpos encargados de la policía salgan del letargo en que yacen…”46.
No obstante, el panorama desolador que muestra este informe, a fines del siglo xviii se produjeron algunos avances en el mejoramiento de las vías públicas. En 1789 el virrey expidió un decreto por el cual se conmina (so pena de cárcel) a los vecinos de las vías principales, no sólo a remendarlas, sino a empedrarlas de nuevo cuando estuviesen deterioradas. Por su parte, las autoridades iniciaron el empedrado de los lugares y calles correspondientes a edificios públicos. De acuerdo con esta iniciativa, se emprendieron y concluyeron las siguientes obras:
- Empedrado del cuartel de la Guardia de Caballería.
- Hechura del caño que corría por delante del Palacio.
- Empedrado de los dos costados de la capilla del auxiliar, seguida de las aulas y el cuartel de milicias hasta la esquina frente al señor Bastida.
- Empedrado del Palacio Viejo.
- Empedrado de los dos costados de la calle para Egipto y la de la Biblioteca47.
- En 1790 ya el virrey había dispuesto que se hicieran los empedrados correspondientes a todas las posesiones de Su Majestad. En 1802 se hizo un contrato con el maestro mayor de albañilería, Manuel Galeano, con el siguiente presupuesto: para la Calle de la Real Audiencia, 80 pesos; para la Calle de la Real Casa de la Moneda, 50 pesos; para las dos siguientes, 60 pesos48.
El costo total de esta importante obra fue de 190 pesos.
LOS PADRONES DE SANTAFÉ
Comúnmente se hace alusión a las transformaciones que sufrió Hispanoamérica entera en el segundo tramo del siglo xviii. Dentro de ellas, probablemente la de mayor alcance, tiene que ver con los aspectos demográficos. Santafé no es la excepción y durante esta época empieza a adquirir una personalidad demográfica.
Teniendo en cuenta las conclusiones esenciales que se derivan de los cinco censos realizados en Santafé entre 1778 y 1806, resaltan igual número de aspectos dignos de análisis y estudio49. Ellos son:
- El aumento del crecimiento demográfico.
- El mestizaje de la sabana.
- El momento histórico en que Santafé adquiere real condición urbana.
- Otros rasgos demográficos de la ciudad.
- La población indígena de Santafé.
CRECIMIENTO DEMOGRÁFICO
Fue hacia mediados del siglo xviii cuando Santafé empezó a experimentar un crecimiento demográfico notable, debido básicamente a dos factores: disminución de la tasa de mortalidad y migración. El primer factor ha sido cuestionado debido a que en ningún momento las epidemias dejaron de azotar la ciudad y sus contornos, y, además, a que no existen evidencias de que las condiciones sanitarias hayan mejorado en forma sustancial. En cambio, la migración, que obedecía a diversas causas, sí fue una constante que se intensificó en la última mitad del siglo xviii. Por ejemplo, entre 1590 y 1641 hubo una migración forzosa de mano de obra indígena para la realización de obras diversas en la capital. Fue el fenómeno conocido como “mita urbana”. Después de este periodo existió una estabilidad en el crecimiento poblacional de Santafé. Las condiciones cambiaron, sin embargo, durante el siglo xviii pues la desintegración de pueblos y tribus contribuyó a acentuar la migración, así como el desplazamiento masivo de mujeres indígenas para trabajar en el servicio doméstico de las familias pudientes. A partir de la segunda mitad del siglo se observa un aceleramiento del crecimiento poblacional.
Al respecto podría añadirse que la migración de la segunda mitad del siglo xviii tiene un factor de “atracción” mayor que el de “expulsión” que predominó en siglos anteriores (condiciones laborales y tributarias, éxodo indígena de sus pueblos). Es posible, entonces, suponer que una mayor cantidad de población “libre” en los campos, demográficamente vigorosa, ingresó a la ciudad en proporciones nunca experimentadas en su historia.
Entre 1778 y 1800, la población santafereña creció en un 34,13 por ciento, al pasar de 16 002 habitantes a 21 464. El aumento absoluto fue de 5 460 individuos, lo cual equivale a una tasa anual de crecimiento de 1, 56 por ciento. Dicho crecimiento fue poco pronunciado hasta 1793, como puede apreciarse en el cuadro correspondiente, y mucho más considerable entre ese año y el fin del siglo. Las epidemias de viruela y su implacable incidencia sobre la mortalidad frenaron el crecimiento; sin embargo, el aumento de la población intercensal superaba a las víctimas. Pero pese a todo, el crecimiento demográfico de Santafé fue en esa época superior al del conjunto hispanoamericano y al del Nuevo Reino.
MESTIZAJE DE LA SABANA
Hasta mediados del siglo xviii tanto la sabana como Santafé fueron, en términos cuantitativos, predominantemente indígenas. No obstante, en 1757 el visitador Verdugo y Oquendo encontró que en la zona central prevalecían los llamados “vecinos” sobre los indígenas. En ese entonces, en los 80 pueblos de las jurisdicciones de Santafé, Tunja y Vélez había 59 323 “vecinos” y 28 367 indígenas. Sólo un 33 por ciento de la población era indígena. Entre 1595 y 1640, la población indígena de la sabana disminuyó de 42 457 habitantes a 33 333, o sea, un 21,5 por ciento. Tal decremento se hizo menos agudo pasado el primer tercio del siglo xvii y siguió bajando hasta mediados del siglo xviii50.
Esta tendencia histórica a la disminución se debe a la excesiva carga de trabajo que pesaba sobre los aborígenes, así como a las deserciones que aquella provocaba. Sólo a partir del siglo xviii, cuando las obligaciones de trabajo forzoso desaparecieron, empezó a combatir esta situación y se observó un cierto incremento de la población indígena de la sabana.
SANTAFÉ Y LA SABANA
La segunda mitad del siglo xviii es el periodo en el que puede considerarse que Santafé adquirió aspectos de auténtica ciudad. Para tener un marco de referencia, presentamos la clasificación de núcleos poblacionales según Wolfe51:
Caserío
De 20 a 200 habitantes
Caserío grande
De 200 a 1 000 habitantes
Villorrio
De 1 000 a 2 500 habitantes
Pueblo
De 2 500 a 1 000 habitantes
Ciudad
Más de 10 000 habitantes
Santafé entró a la segunda mitad del siglo xviii con 15 000 habitantes lo cual, de acuerdo con esta clasificación, ya le confería el rango de ciudad. Esto significa una mayor presencia de las funciones urbanas y administrativas, los servicios públicos, el estilo de vida, la diferenciación espacial y la intensidad de su papel político. La relación positiva entre tamaño y escala de población y funciones urbanas es planteada por Hardoy & Aranovich (1969) en un estudio sobre 10 capitales de Audiencias de la Hispanoamérica colonial. Se puede, entonces, asociar este desarrollo demográfico de Santafé a un cambio cualitativo: empieza a desempeñar un papel de ciudad tanto en términos genéricos como en el refuerzo de su función como capital del virreinato. Y en efecto, este “pasaje” hacia una más compleja categoría coincide con los cambios de todo tipo que experimenta a partir de 1780. Éstos incluyen, sumariamente: aumento en la construcción de infraestructura urbana (puentes de acceso y urbanos) y vial (empedrados y alcantarillados); nuevos servicios públicos (alumbrado público, acueductos y pilas); vigilancia nocturna (rondas); recreación (Coliseo Ramírez); salubridad (ampliación del hospital) y seguridad social (hospicio real).
LAS CASTAS
Durante el siglo xvii Santafé fue una ciudad que, a semejanza del resto de la sabana, poseía una población mayoritariamente indígena. Hacia 1670, fecha en la cual Piedrahíta escribe su crónica, se encuentran barrios (al oriente y al norte) totalmente indígenas. Según el cronista, estos sectores albergaban a 10 000 indios, en comparación con los 3 000 habitantes de población blanca (“vecinos”)52. Otros testimonios elevan la cifra de indígenas hasta 20 000, número evidentemente inflado. Tomando con cierta liberalidad el dato de Piedrahíta, podemos suponer que al menos un 70 por ciento de la población santafereña era indígena.
El predominio indígena del siglo xvii dentro de la demografía santafereña pronto se pierde durante el siglo xviii. La velocidad del mestizaje en Santafé es mucho mayor que la de su entorno rural, lo cual se debe en parte a condiciones particulares de la ciudad, especialmente al desequilibrio entre sexos que había en la población indígena. Como veremos más adelante, la parte femenina de la población aborigen duplicaba a la masculina. Esta circunstancia, unida a las ventajas que ofrecía la ciudad al grupo mestizo, permite suponer un proceso de mestizaje mucho más acelerado que en la sabana. Promediando el siglo xviii este proceso ya se encontraba en estado bastante avanzado y para 1778 tan sólo un 10 por ciento de la población santafereña era indígena. Para 1793 el número de indios en Santafé se redujo a una tercera parte.
Hacia 1778 el grupo blanco, junto con el mestizo, congregaba, en iguales proporciones, casi el 86 por ciento de la población. El número de “vecinos” blancos no debió aumentar demasiado. En cambio, el incremento de la población mestiza en Santafé fue vertiginoso: en términos aproximados, algo más de 30 por ciento.
En 1793 más de la mitad de la población era, o declaraba ser, mestiza y representaba el 57 por ciento del total. A continuación venía el grupo blanco con un 34,3 por ciento. Estos eran los dos grupos que definían el talante de la ciudad y en conjunto abarcaban un poco más del 90 por ciento de la población. Los negros, entre libres y esclavos, comprendían un 5,8 por ciento. Resulta sorprendente la escasa cantidad de indios: en esta parte del siglo xviii no sumaban 500 y representaban tan sólo un escaso 3 por ciento de la población.
Comparado con este cuadro, en el cual se puede apreciar una población urbana según blancos y mestizos, el panorama rural es bien diferente, pues el grueso de las poblaciones sabaneras continuaba siendo en un 76 por ciento india y mestiza, pues la población blanca tendía a concentrarse en la ciudad.
HOMBRES Y MUJERES
Santafé, quizás como toda ciudad colonial, presenta situaciones “distorsionadas” que pueden ser “normales” a su condición, lo cual se puede apreciar estadísticamente en la relación hombre/mujer53. Es posible que esta desproporción entre sexos sea un rasgo relativamente permanente y esté vinculado a la forma de vida de la población blanca que predominantemente ocupaba las ciudades, ocasionando una migración selectiva.
En este aspecto, la población rural de la sabana muestra un equilibrio que pudiéramos llamar “normal” y que contrasta con las cifras de Santafé. En la zona rural, en los datos agrupados para los años 1778 y 1779 para todas las castas, el índice es 0,9, es decir, un 53,2 por ciento de mujeres. Con excepción de la población indígena, todos los demás grupos étnicos muestran un índice de 1, o sea, un balance “correcto” (50-50) entre sexos.
Frente a este “equilibrio” rural, Santafé ostentaba un índice general de 0,7, es decir, que un 60,2 por ciento de su población era femenina. Éste que parece ser un rasgo constante en la capital y posiblemente en otras ciudades coloniales, se confirma en el censo de 1793 (60,2 por ciento), en el censo indígena de 1806 (65,7 por ciento) y en el censo del barrio de Las Nieves de 1780 (63,5 por ciento). Una de las razones, de este desbalance, es la “importación” permanente de jóvenes indígenas para el servicio de las casas blancas y acomodadas, lo que explica la mayor proporción de mujeres indígenas en la ciudad, cercano a un 70 por ciento. Esta situación también puede sugerir que la principal dedicación de los esclavos negros en la ciudad era el servicio doméstico, ya que las esclavas predominan en igual proporción que las indígenas.
Un rasgo común que se observa a lo largo de los censos que se llevaron a cabo entre 1778 y 1806 es la alta tasa de crecimiento de la población mestiza. Tan evidente fue este fenómeno, que en ese lapso la población mestiza creció a una tasa anual de 2,3 por ciento mientras el sector blanco se mantuvo estático y los sectores indígena y negro retrocedieron.
Por esta época la ciudad de Santafé empezó a afrontar problemas sociales originados en la migración incontrolada, tales como el incremento de vagos, ladrones, mendigos y prostitutas. La aparición de estos problemas fue atribuida a la migración indígena, debido a lo cual empezaron a establecerse controles inspirados en su mayor parte por el célebre fiscal Moreno y Escandón. Se dictó una norma destinada a hacer efectiva la salida de la ciudad de los indígenas que ingresaban a ella los días de mercado y a impedir la entrada de indios en otros días. Se mandó hacer censos de indígenas a fin de repatriar a sus pueblos y comunidades a aquellos que no estuvieran en condiciones de demostrar que se encontraban ejerciendo un oficio útil. En 1806 se realizó un censo de indígenas llamados “forajidos” y su número ascendió a 501. Debemos aclarar que en este caso se daba al vocablo forajido su más estricto sentido etimológico: “el que sale fuera”. De ahí que por extensión se aplicara el término a los maleantes que merodeaban en las afueras de las ciudades y posteriormente a todo tipo de malhechores.
Debe anotarse que muchas mujeres indígenas lograron mimetizarse y permanecer en Santafé mediante uniones o matrimonios con mestizos. La ley canónica según la cual la mujer debía residir en el mismo lugar de su marido exoneraba a estas mujeres del riesgo de ser repatriadas. Otro dato de interés que aportan estos padrones es que las mujeres, además de ser abrumadora mayoría entre la población indígena (70,2 por ciento en 1793), eran mayoritariamente jóvenes. Los censos demostraron que del total de la población indígena entre 16 y 25 años, la proporción femenina era un 77,3 por ciento. Una extraordinaria proporción de mujeres potencialmente fértiles que necesariamente llevaba a uniones “exogámicas”. Desde el siglo xvii se puede encontrar el cuadro que debió ser típico. Mestizos, libres o blancos, se “sonsacaban” a las criadas indígenas jóvenes para amancebarse o vivir maritalmente. A finales del siglo xviii, cuando las restricciones empezaron a disminuir, el excedente de población joven indígena debió unirse abrumadoramente con miembros masculinos de otros sectores. Esta situación nos vuelve a llevar hacia la encrucijada del mestizaje como proceso central de los cambios poblacionales de finales de siglo.
COMPOSICIÓN POR BARRIOS EN 1793
La instrucción de 1774 dividió la ciudad en ocho barrios y cuatro cuarteles, lo cual fue una prueba evidente de que ya se imponía la nomenclatura civil como sustituto de la religiosa (parroquias), que predominaba desde el nacimiento de la ciudad. No obstante, el censo de 1793 comprende indistintamente parroquias y cuarteles, y agrupa los datos teniendo como unidad la parroquia. Los cuatro primeros cuarteles integran la parroquia de La Catedral. Es el núcleo central de Santafé, ubicado entre los dos ríos, San Francisco, al norte, y San Agustín, al sur. Las otras parroquias reúnen también varios barrios. Es el caso de Las Nieves (extremo norte) y Santa Bárbara (extremo sur), que incluyen dos barrios. A continuación presentamos la división con el correspondiente número de manzanas, según los mapas de barrios reconstruidos por Moisés de la Rosa:
- Parroquia de La Catedral
- El Príncipe (primer cuartel) 18 manzanas
- La Catedral (segundo cuartel) 15,5 manzanas
- Palacio (tercer cuartel) 14 manzanas
- San Jorge (cuarto cuartel) 11 manzanas
- Parroquia de Las Nieves
- Las Nieves oriental 16 manzanas
- Las Nieves occidental 16 manzanas
- Parroquia de Santa Bárbara 17 manzanas
- Parroquia de San Victorino 18 manzanas
Es importante anotar que los barrios estaban proporcionalmente divididos y habitados: cada uno tenía en promedio 2 327 habitantes y era un 12,5 por ciento el total. El promedio de manzanas por barrio era de 15,6. El sector central con sus cuatro cuarteles (Príncipe, La Catedral, Palacio y San Jorge) agrupaba el 41 por ciento de la población. Por otra parte, la densidad demográfica por barrio era un factor determinante de la categoría social de cada uno. El siguiente cuadro lo demuestra:
- El Príncipe 133,8 habitantes/manzana
- La Catedral 138,6 habitantes/manzana
- Palacio 83,2 habitantes/manzana
- San Jorge 92,4 habitantes/manzana
- Las Nieves 154,4 habitantes/manzana
- Santa Bárbara 154,4 habitantes/manzana
- San Victorino 111,1 habitantes/manzana
En este cuadro puede observarse que mientras en sectores tan exclusivos como Palacio y San Jorge la densidad era baja, en otros, habitados por gentes de muy escasos recursos, como Las Nieves y Santa Bárbara, se daba una densidad de población mucho más elevada.
ESTADO CIVIL
Es paradójico el hecho de que, pese a la insistencia de la administración colonial en la obligación de que sus súbditos contrajeran matrimonio con todas las de la ley, el 73,5 por ciento de la población no estaba casada. Los blancos mostraron ser un poco reacios a cumplir este requerimiento, pues un 66,7 por ciento de su población estaba casada en forma legítima. Otros grupos sociales mostraban una mayor proporción de soltería. En consecuencia, el estado que prevalecía era el de un mal disimulado celibato, ya que la mayoría de estos solteros vivían amancebados o practicaban frecuentes uniones libres.
EL CENSO INDÍGENA DE 1806
Según este padrón, la población puramente indígena de Santafé era de 501 individuos, frente a 492 censados en 1793. En 1806 el barrio de Las Nieves continuaba siendo un barrio indígena. El sector tiene profundos antecedentes, pues allí puede ubicarse Pueblo Nuevo mencionado por cronistas y documentos. Las Nieves, agrupaba, en conjunto, el 44,5 por ciento de la población indígena. En el siglo xviii era un barrio de artesanos y es presumible que su nueva mayoría mestiza representara típicamente la evolución de Santafé. La coexistencia entre indígenas y mestizos, su afinidad cultural y su cercanía física, permiten ver en esta anatomía algunas de las claves de la transformación étnica y cultural que sufrió Santafé. La parroquia de Santa Bárbara representaba el 13 por ciento. Con el mismo número que el barrio el Príncipe estaba San Victorino, con un 12,7 por ciento. Como veremos más adelante, la población indígena del Príncipe estaba compuesta en su mayor parte por criados que vivían en casas de blancos.
En suma, a pesar de tener una buena representación en los barrios de población blanca, una gran proporción (70,1 por ciento) de los indios urbanos se ubicaban fuera del sector central de la ciudad (los cuatro cuarteles entre los ríos), en una zona periférica y con tendencia hacia la parte alta, hacia los cerros.
La población indígena mantiene la misma pauta observada en el censo de 1793. El predominio de la mujer, en términos numéricos, se mantiene aunque desciende con relación al censo mencionado. Del 71,2 por ciento baja en 1806 al 65,7 por ciento.
Los barrios con mayor proporción femenina, son precisamente los barrios del sector central, donde se encuentran empleadas como criadas. Abrumadoramente en Palacio, con una población femenina del 84,6 por ciento. En menor medida —y en ese orden— San Jorge, y El Príncipe (78 y 71 por ciento). La Catedral se aparta del patrón enunciado, su porción femenina está dentro del promedio general.
Los otros barrios, de origen más popular, tienen la proporcion mujer/hombre inferior al promedio. Indica un equilibrio mayor, producto de la inexistencia de la servidumbre doméstica femenina.
La base de la pirámide, es decir, la población entre 0-10 años, representa tan sólo un 13 por ciento de la población. La mayor parte migra en familia, trayendo consigo todo el grupo. Los niños nacidos en Santafé eran una minoría. Un 57 por ciento de los menores habían venido junto con sus familias, y por ende, nacido fuera. Esta población menor se ubicaba, lógicamente, dentro de los barrios que daban cabida a familias indígenas constituidas. La casi totalidad de niños indígenas se localizaba —en su orden— en San Victorino y Las Nieves oriental y occidental. San Victorino era también por esta época un barrio en expansión, con grandes manzanas deshabitadas.
La mayor participación, siguiendo la lógica de inmigración de población laboral, era de la población que estaba en edad de trabajar, para la época colonial toda persona mayor de 10 años. La familias blancas incluían, como parte integral de su hogar, un cierto número de criadas femeninas, situación que creó una gran demanda de indígenas mujeres jóvenes y estimuló la migración de los campos. Puede verse que la población laboral más joven, entre los 11 y los 20 años, estaba compuesta en su gran mayoría por sirvientes (75 por ciento). También figuran tres personas menores de 10 años clasificadas en el mismo oficio. De esta manera, el grupo entre los 11 y 30 años ajusta algo más de la mitad de los indígenas santafereños (58,4 por ciento). Como es de suponerse, la población laboralmente hábil estaba concentrada en los barrios centrales, La Catedral, San Jorge y Príncipe.
La pirámide se reduce drásticamente cuando se asciende al siguiente nivel, entre 30 y 40 años y su amplitud es casi equivalente a la mitad del segmento anterior (5,7 por ciento del total).
La población mayor de 36 años se encontraba en San Victorino y los dos barrios de Las Nieves. (No hay datos de edad para Santa Bárbara).
El 90 por ciento de la población indígena era migrante. Sin tener mucho tiempo en la ciudad (dada la juventud de la mayoría), procedía casi en su totalidad de diferentes pueblos de la sabana. La ya reducida población de los contornos, continuaba siendo la principal fuente de mano de obra para los oficios de menor categoría.
No se daba una concentración según el origen de los migrantes. Los ocho primeros lugares aportan a Santafé, cada uno, entre el 5 y el 8 por ciento de las personas. En su orden, los sitios de procedencia son Guasca, Chía, Chocontá, Bogotá (Funza), Guatavita, Soacha, Ubaté y Fontibón.
Más del 50 por ciento provenían de poblaciones situadas en un radio de distancia no mayor de 35 kilómetros. El área de influencia muestra la fuerte regionalización de la migración y el aporte de mano de obra a Santafé. Unos casos aislados se refieren a indios provenientes del Tolima (coyaimas) y del norte de Boyacá (guanes).
Los nombres de los indios exhiben una clara castellanización. La casi totalidad debió haber pasado por la pila bautismal o adoptó nombres y apellidos muy castizos: Juana Caballero, Bárbara Amaya, Damiana Garzón, etc.
Otros tan sólo tenían el nombre de pila; los menos conservaban como apellido una identificación de su oficio, su procedencia o su condición indígena. Felipa Pescadora o Casimiro Carpintero, para el primer caso; Juliana Cucunubá, Catalina Chocontá, Escolástica Paipa, Isidro Ladino o Juan Bachiller, para el último. El apellido más corriente era Rodríguez.
El origen de la migración jerarquiza también la importancia de los distintos caminos de acceso a Santafé. Esta información nos muestra un claro predominio del norte: un 59,2 por ciento de la mano de obra indígena provenía de esa parte de la sabana. Le sigue el occidente con sitios importantes como Fontibón, Funza y Zipaquirá. En este aspecto, y de manera semejante con otras situaciones, Santafé muestra una clara orientación hacia el norte, lo cual aumenta a medida que transcurre el siglo xix, en detrimento del occidente. Podríamos decir que la tendencia hacia el occidente tiene un componente interregional: es el camino al Magdalena y el desarrollo de Bogotá. En la medida de su aislamiento, Santafé quedaba a merced de fuerzas regionales. En este sentido un punto muy importante es que en esa dirección se hallaba la mayor reserva de población indígena. Además, el centro gravitacional de Tunja y Boyacá, regiones relativamente homogéneas, reforzaban este hecho. En términos generales, lo mediterráneo y las circunstancias planteadas influirían sobre la vocación “andina” de Santafé.
El aporte del oriente estuvo concentrado en el valle de Choachí y pueblos vecinos, que no fue poco y que estadísticamente representó un 6,6 por ciento. La contribución del sur descansó casi totalmente en la importancia de Soacha.
De los indios censados que declararon algún oficio particular, el 65,5 por ciento eran sirvientes, lo cual nos muestra la continuidad en el desempeño de las labores de más bajo nivel. El segundo oficio en importancia numérica es el de leñatero, un trabajo casi familiar, tanto de hombres como de mujeres, quienes en su mayoría habitaban en la zona oriental, en el barrio de Las Nieves.
En el tercer lugar de importancia figura el jornalero. En su casi totalidad los jornaleros o peones vivían en San Victorino, cerca del sector central, y dependían de casas o conventos a los cuales prestaban sus servicios generales por días. Resalta la presencia de cinco “limosneros” de todas las edades, ninguno originario de Santafé. Los que así lo declararon habitaban en bohíos; uno vivía al descampado, en el nuevo cementerio. Eran mendigos que para la época del censo, de acuerdo con estrictas disposiciones, deberían estar confiados al Hospicio Real.
Una buena proporción de los empleados eran sirvientes internos en casas de criollos o blancos. Entre un 15 y un 18 por ciento de los indígenas no sirvientes vivían en habitaciones clasificadas como casas, tal vez en condiciones de hacinamiento. Como observación aislada se puede acotar que se encuentran viviendas con dos o tres familias, pero no se puede tener un registro estadístico. La ciudad tenía un núcleo con casas “altas” y de mayor categoría y la calidad de la construcción iba descendiendo en la medida en que se alejaba concéntricamente de dicho núcleo, perdiéndose el trazado de calles y disminuyendo en densidad. Allí termina la parte nítidamente trazada y empieza el arrabal, integrada por “bujíos” como la vivienda más representativa. 64 indígenas vivían en bohíos, lo cual da un 13,1 por ciento de las viviendas registradas en el censo.
No se puede ver tampoco el peso de la “tienda” como lugar de habitación. Tan sólo un 4 por ciento de las personas que aportan información al respecto viven en ellas. La tienda, como el segundo tipo de vivienda precaria en la ciudad (además del bohío), parece que no tiene todavía la enorme significación que tendrá en el siglo xix, cuando la ciudad no se expande físicamente y se subdivide dramáticamente la vivienda existente.
Las tiendas, como es de esperarse, no estaban ubicadas en zonas centrales. Debían ser tiendas de barrio, en ciertos casos chicherías de una escala completamente local. Estaban repartidas, casi equitativamente, entre San Victorino, Santa Bárbara y Las Nieves oriental. Fuera de éstas había tres tiendas en el barrio de La Catedral.
Para esta época la mayor densidad urbana hacía más difícil la entremezcla de habitantes de diferente casta en los sectores centrales. Los caserones de los primeros siglos permitían alojar en solares a indígenas y mestizos como arrendatarios o sirvientes. El papel de los solares ha cambiado y los indígenas viven en espacios independientes.
Los barrios con mayor cantidad de bohíos, eran, desde luego, periféricos: en primer lugar, Santa Bárbara, y después Las Nieves oriental. El conjunto de barrios periféricos contenía tres cuartas partes de las construcciones de paja y barro; dos barrios del centro tenían bohíos.
El habitante corriente de Santafé, para fines de la época colonial, debió ser un mestizo que bien podía llamarse Mariano González, oficial de sastre, y que había nacido y habitaba en la Calle de los Bejares, en el barrio de Las Nieves. Mariano nació en una familia en la cual tan sólo sobrevivieron tres hijos. Su vida no fue muy larga, difícilmente superaría los 50 años después de sobrepasar una infancia enfermiza y al menos tres epidemias de viruela (o cuatro, contando una de sarampión, si nació antes de 1774). Todavía joven, se juntó con una indígena de nombre Melchora que había sido traída de Guasca desde temprana edad para servir de criada en la familia de Ignacio Umaña, hacendado que vivía en Santafé en la Calle de Nuestra Señora de Aranzazu, manzana 2 n.o 8, presidiendo una familia de 12 personas, tres (¿o cuatro?) de ellas criadas. Después de un pequeño pleito por la “sonsacada” de Melchora, se fueron a vivir sin santo matrimonio en una estrecha tienda del barrio San Victorino, hacia donde se estaba expandiendo la ciudad. Allí ejerció su oficio y vivió hasta cuando sus cuatro hijos crecieron y su perro murió.
Notas
- 1. Martínez, Carlos, Bogotá reseñada por cronistas y viajeros, Bogotá, 1978, Escala, Fondo Editorial.
- 2. Friede, Juan, Documentos inéditos para la historia de Colombia, n.o 1639, tomo 7, Banco Popular, 1955, pág. 286.
- 3. Archivo Nacional de Colombia, Libro de acuerdos de la Real Audiencia del Nuevo Reino de Granada, 1948, tomo 1, págs. 260-261.
- 4. Libro de acuerdos, op. cit., tomo 11, pág. 149.
- 5. Ibáñez, Pedro María, Crónicas de Bogotá, Biblioteca Popular de Cultura Colombiana, Editorial ABC, Bogotá, 1951.
- 6. Ibíd., tomo I, pág. 43.
- 7. Rojas-Mix, Miguel, La Plaza Mayor. El urbanismo, instrumento del dominio colonial, Muchnik Editores, 1978, pág. 114.
- 8. Hardoy, Jorge Enrique y Hardoy, Ana María, “Las plazas en América Latina: de Teotihuacán a Recife”, en Cuadernos de cultura de la unesco, pág. 78.
- 9. Archivo Histórico Nacional de Colombia (en adelante AHNC), Fondo Real Audiencia, tomo I, fols. 804-823.
- 10. Carlé, María del C., et. al., La sociedad hispanomedieval. La ciudad, Buenos Aires, 1984, Editorial Gedisa, págs. 60-70.
- 11. Posiblemente, el poblado indígena de Teusaquillo debería corresponder al que posteriormente sería conocido como Pueblo Viejo. El otro poblado indígena, Pueblo Nuevo, quedaba al norte. Es posible, que estuviera integrado a la jurisdicción de Las Nieves.
- 12. Ibáñez, Pedro María, Crónicas de Bogotá, Biblioteca Popular de Cultura Colombiana, Editorial ABC, tomo 1, pág. 92. Bogotá, 1951.
- 13. Martínez, Carlos, Bogotá reseñada por cronistas y viajeros, Bogotá, 1978, Escala, Fondo Editorial, pág. 50.
- 14. Baudot, Georges, La vida cotidiana en la América española en tiempos de Felipe II, México, 1983, Fondo de Cultura Económica, págs. 255-256.
- 15. AHNC, Fondo Quinas, tomo 1, fols. 728-741.
- 16. AHNC, Fondo Policía, tomo 3, fols. 543.
- 17. AHNC, Fondo Policía, tomo 8, fols. 776.
- 18. AHNC, Fondo Policía, tomo 3, fols. 542.
- 19. Martínez, Carlos, “El ladrillo en Bogotá”, en Cuadros de apostillas, Editorial Proa, pág. 66.
- 20. Corradine, A., “La arquitectura colonial”, en Manual de historia de Colombia, tomo 1, Colcultura, pág. 426.
- 21. García, Juan, “Templos y palacios bogotanos”, en Boletín de historia y antigüedades, tomo XVI, pág. 209.
- 22. Groot, José Manuel, Historia eclesiástica y civil de la Nueva Granada, tomo 1, pág. 65.
- 23. Samper Ortega, Daniel, Cosas de Santafé de Bogotá, Ed. ABC, 1959, pág. 378.
- 24. Piedrahíta nos habla de la existencia de cinco puentes en su descripción de la ciudad en el siglo xvii: “Hermoséanla cuatro plazas y cinco puentes de arco sobre los dos ríos que la bañan, de San Francisco y San Agustín, para la comunicación de unos barrios con otros…”, citado por Posada, Eduardo, en “Los puentes de Bogotá”, Apostillas a la historia colombiana, Ed. Kelly, Bogotá, 1978, pág. 107.
- 25. Bateman, Alfredo, Páginas para la historia de la ingeniería colombiana, Ed. Kelly, Bogotá, 1972, pág. 29.
- 26. De la Rosa, Moisés, Las calles de Santafé de Bogotá, Ediciones del Concejo, 1938, Imprenta Municipal.
- 27. Posada, Eduardo, op. cit., pág. 106.
- 28. AHNC, Fondo Mejoras Materiales, tomo 12, fols. 783-853v.
- 29. Posada, Eduardo, op. cit., págs. 103-104.
- 30. AHNC, Fondo Mejoras Materiales, tomo 5, fols. 152-156v.
- 31. Recopilación de las leyes de los reinos de las Indias, 5.a edición, Madrid, 1841.
- 32. AHNC, Fondo Mejoras Materiales, tomo 9, fols. 575-582v.
- 33. Ortega Ricaurte, Enrique, Cabildos de Santafé de Bogotá, 1538-1810, Archivo Nacional de Colombia, Bogotá, 1957, págs. 43 y 44.
- 34. Peña, Segundo, Informe de la comisión permanente del ramo de aguas, Imprenta Nacional, antiguo convento de clarisas, 1897, pág. 66.
- 35. Ortega Ricaurte, Enrique, op. cit., pág. 149.
- 36. Peña, Segundo, op. cit., págs. 26-27.
- 37. Hernández de Alba, Guillermo, Crónicas del Colegio del Rosario, 1938, tomo II, Editorial ABC.
- 38. Cane, Miguel, Nota de viaje, Imprenta de La Luz, Bogotá, 1907.
- 39. AHNC, Fondo Real Audiencia, tomo 1, fols. 349.
- 40. AHNC, Fondo Milicias y Marina, tomo 130, fols. 838.
- 41. AHNC, Fondo Policía, tomo 6, fols. 57v.
- 42. AHNC, Fondo Mejoras Materiales, tomo 9, fols. 429, año 1788.
- 43. AHNC, Fondo Mejoras Materiales, tomo 3, fols. 475.
- 44. AHNC, Fondo Mejoras Materiales, tomo 3, fols. 476.
- 45. AHNC, Fondo Milicias y Marina, tomo 130, fols. 480.
- 46. Ibíd., fols. 481.
- 47. AHNC, Fondo Mejoras Materiales, tomo 7, fols. 330.
- 48. AHNC, Fondo Miscelánea, tomo 8, fols. 1067-1071.
- 49. Los censos revisados y procesados con desigual intensidad en el capítulo son: ?- Censo del barrio Las Nieves, 1780 (Milicias y Marina, 141:151-162).?- Censo de 1778 (Santafé y la sabana) (Milicias y Marina, 137:901).?- Censo de 1779 (Santafé y la sabana) (Bibl. Nal, Ortega, Ricaurte, 38).?- Censo de 1793 (Santafé) (Bibl. Nal, Pineda 1036 pieza 44).?- Censo de 1806 (indios en Santafé) (caciques e indios, 56:316-54).
- 50. Jaramillo Uribe, Jaime, Ensayos sobre historia social colombiana, Bogotá, 1968, Universidad Nacional de Colombia, págs. 170-173.
- 51. Shaedel, Richard, “Variaciones en las pautas de los encadenamientos urbano-rurales en América Latina”, en Hardoy, J., & Schaedel, R., Las ciudades en América Latina y sus áreas de influencia a través de la historia, Ediciones SIAP, Buenos Aires, 1975, págs. 9-10.
- 52. “Los vecinos españoles que la habitan, y cada día se aumentan, son más de tres mil al presente [1666], y hasta diez mil indios, poblados los más en lo elevado de la ciudad que llaman Pueblo Viejo, y en otro burgo que tiene al norte, y llaman Pueblonuevo”. Transcrito por Martínez, Carlos, Bogotá reseñada por cronistas y viajeros, Bogotá, 1978, Escala, Fondo Editorial, pág. 25.
- 53. Las cifras están traducidas al llamado índice de masculinidad, que muestra la relación numérica (0) = x ( = 1) entre hombre y mujer. Cuanto menor sea este índice, mayor es la proporción de mujeres. Un índice de masculinidad = 1 indica igual proporción hombre/mujer.