- Botero esculturas (1998)
- Salmona (1998)
- El sabor de Colombia (1994)
- Wayuú. Cultura del desierto colombiano (1998)
- Semana Santa en Popayán (1999)
- Cartagena de siempre (1992)
- Palacio de las Garzas (1999)
- Juan Montoya (1998)
- Aves de Colombia. Grabados iluminados del Siglo XVIII (1993)
- Alta Colombia. El esplendor de la montaña (1996)
- Artefactos. Objetos artesanales de Colombia (1992)
- Carros. El automovil en Colombia (1995)
- Espacios Comerciales. Colombia (1994)
- Cerros de Bogotá (2000)
- El Terremoto de San Salvador. Narración de un superviviente (2001)
- Manolo Valdés. La intemporalidad del arte (1999)
- Casa de Hacienda. Arquitectura en el campo colombiano (1997)
- Fiestas. Celebraciones y Ritos de Colombia (1995)
- Costa Rica. Pura Vida (2001)
- Luis Restrepo. Arquitectura (2001)
- Ana Mercedes Hoyos. Palenque (2001)
- La Moneda en Colombia (2001)
- Jardines de Colombia (1996)
- Una jornada en Macondo (1995)
- Retratos (1993)
- Atavíos. Raíces de la moda colombiana (1996)
- La ruta de Humboldt. Colombia - Venezuela (1994)
- Trópico. Visiones de la naturaleza colombiana (1997)
- Herederos de los Incas (1996)
- Casa Moderna. Medio siglo de arquitectura doméstica colombiana (1996)
- Bogotá desde el aire (1994)
- La vida en Colombia (1994)
- Casa Republicana. La bella época en Colombia (1995)
- Selva húmeda de Colombia (1990)
- Richter (1997)
- Por nuestros niños. Programas para su Proteccion y Desarrollo en Colombia (1990)
- Mariposas de Colombia (1991)
- Colombia tierra de flores (1990)
- Los países andinos desde el satélite (1995)
- Deliciosas frutas tropicales (1990)
- Arrecifes del Caribe (1988)
- Casa campesina. Arquitectura vernácula de Colombia (1993)
- Páramos (1988)
- Manglares (1989)
- Señor Ladrillo (1988)
- La última muerte de Wozzeck (2000)
- Historia del Café de Guatemala (2001)
- Casa Guatemalteca (1999)
- Silvia Tcherassi (2002)
- Ana Mercedes Hoyos. Retrospectiva (2002)
- Francisco Mejía Guinand (2002)
- Aves del Llano (1992)
- El año que viene vuelvo (1989)
- Museos de Bogotá (1989)
- El arte de la cocina japonesa (1996)
- Botero Dibujos (1999)
- Colombia Campesina (1989)
- Conflicto amazónico. 1932-1934 (1994)
- Débora Arango. Museo de Arte Moderno de Medellín (1986)
- La Sabana de Bogotá (1988)
- Casas de Embajada en Washington D.C. (2004)
- XVI Bienal colombiana de Arquitectura 1998 (1998)
- Visiones del Siglo XX colombiano. A través de sus protagonistas ya muertos (2003)
- Río Bogotá (1985)
- Jacanamijoy (2003)
- Álvaro Barrera. Arquitectura y Restauración (2003)
- Campos de Golf en Colombia (2003)
- Cartagena de Indias. Visión panorámica desde el aire (2003)
- Guadua. Arquitectura y Diseño (2003)
- Enrique Grau. Homenaje (2003)
- Mauricio Gómez. Con la mano izquierda (2003)
- Ignacio Gómez Jaramillo (2003)
- Tesoros del Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario. 350 años (2003)
- Manos en el arte colombiano (2003)
- Historia de la Fotografía en Colombia. Museo de Arte Moderno de Bogotá (1983)
- Arenas Betancourt. Un realista más allá del tiempo (1986)
- Los Figueroa. Aproximación a su época y a su pintura (1986)
- Andrés de Santa María (1985)
- Ricardo Gómez Campuzano (1987)
- El encanto de Bogotá (1987)
- Manizales de ayer. Album de fotografías (1987)
- Ramírez Villamizar. Museo de Arte Moderno de Bogotá (1984)
- La transformación de Bogotá (1982)
- Las fronteras azules de Colombia (1985)
- Botero en el Museo Nacional de Colombia. Nueva donación 2004 (2004)
- Gonzalo Ariza. Pinturas (1978)
- Grau. El pequeño viaje del Barón Von Humboldt (1977)
- Bogotá Viva (2004)
- Albergues del Libertador en Colombia. Banco de la República (1980)
- El Rey triste (1980)
- Gregorio Vásquez (1985)
- Ciclovías. Bogotá para el ciudadano (1983)
- Negret escultor. Homenaje (2004)
- Mefisto. Alberto Iriarte (2004)
- Suramericana. 60 Años de compromiso con la cultura (2004)
- Rostros de Colombia (1985)
- Flora de Los Andes. Cien especies del Altiplano Cundi-Boyacense (1984)
- Casa de Nariño (1985)
- Periodismo gráfico. Círculo de Periodistas de Bogotá (1984)
- Cien años de arte colombiano. 1886 - 1986 (1985)
- Pedro Nel Gómez (1981)
- Colombia amazónica (1988)
- Palacio de San Carlos (1986)
- Veinte años del Sena en Colombia. 1957-1977 (1978)
- Bogotá. Estructura y principales servicios públicos (1978)
- Colombia Parques Naturales (2006)
- Érase una vez Colombia (2005)
- Colombia 360°. Ciudades y pueblos (2006)
- Bogotá 360°. La ciudad interior (2006)
- Guatemala inédita (2006)
- Casa de Recreo en Colombia (2005)
- Manzur. Homenaje (2005)
- Gerardo Aragón (2009)
- Santiago Cárdenas (2006)
- Omar Rayo. Homenaje (2006)
- Beatriz González (2005)
- Casa de Campo en Colombia (2007)
- Luis Restrepo. construcciones (2007)
- Juan Cárdenas (2007)
- Luis Caballero. Homenaje (2007)
- Fútbol en Colombia (2007)
- Cafés de Colombia (2008)
- Colombia es Color (2008)
- Armando Villegas. Homenaje (2008)
- Manuel Hernández (2008)
- Alicia Viteri. Memoria digital (2009)
- Clemencia Echeverri. Sin respuesta (2009)
- Museo de Arte Moderno de Cartagena de Indias (2009)
- Agua. Riqueza de Colombia (2009)
- Volando Colombia. Paisajes (2009)
- Colombia en flor (2009)
- Medellín 360º. Cordial, Pujante y Bella (2009)
- Arte Internacional. Colección del Banco de la República (2009)
- Hugo Zapata (2009)
- Apalaanchi. Pescadores Wayuu (2009)
- Bogotá vuelo al pasado (2010)
- Grabados Antiguos de la Pontificia Universidad Javeriana. Colección Eduardo Ospina S. J. (2010)
- Orquídeas. Especies de Colombia (2010)
- Apartamentos. Bogotá (2010)
- Luis Caballero. Erótico (2010)
- Luis Fernando Peláez (2010)
- Aves en Colombia (2011)
- Pedro Ruiz (2011)
- El mundo del arte en San Agustín (2011)
- Cundinamarca. Corazón de Colombia (2011)
- El hundimiento de los Partidos Políticos Tradicionales venezolanos: El caso Copei (2014)
- Artistas por la paz (1986)
- Reglamento de uniformes, insignias, condecoraciones y distintivos para el personal de la Policía Nacional (2009)
- Historia de Bogotá. Tomo I - Conquista y Colonia (2007)
- Historia de Bogotá. Tomo II - Siglo XIX (2007)
- Academia Colombiana de Jurisprudencia. 125 Años (2019)
- Duque, su presidencia (2022)
Los Descendientes del Imperio Incaico
Punamarca, Argentina. Jeremy Horner.
Viñetas ilustrativas de Felipe Guamán Poma de Ayala tomadas del libro Nueva crónica y buen gobierno de Felipe Guamán Poma de Ayala, publicada por la Biblioteca Ayacucho, Caracas, 1980. Jeremy Horner.
Viñetas ilustrativas de Felipe Guamán Poma de Ayala tomadas del libro Nueva crónica y buen gobierno de Felipe Guamán Poma de Ayala, publicada por la Biblioteca Ayacucho, Caracas, 1980. Jeremy Horner.
Pisaq, Perú. Jeremy Horner.
Kontiki, Bolivia. Jeremy Horner.
Viñetas ilustrativas de Felipe Guamán Poma de Ayala tomadas del libro Nueva crónica y buen gobierno de Felipe Guamán Poma de Ayala, publicada por la Biblioteca Ayacucho, Caracas, 1980. Jeremy Horner.
Viñetas ilustrativas de Felipe Guamán Poma de Ayala tomadas del libro Nueva crónica y buen gobierno de Felipe Guamán Poma de Ayala, publicada por la Biblioteca Ayacucho, Caracas, 1980. Jeremy Horner.
Pisaq, Perú. Jeremy Horner.
Bolivia. Jeremy Horner.
Fiesta de la Virgen del Carmen. Pisaq, Perú. Jeremy Horner.
Angamarca. Cotopaxi, Ecuador. Jeremy Horner.
Quillacollo. Cochabamba, Bolivia. Jeremy Horner.
Cochabamba. Arani, Bolivia. Jeremy Horner.
Vilacayma, Bolivia. Jeremy Horner.
Cañar, Ecuador. Jeremy Horner.
Cañar, Ecuador. Jeremy Horner.
Ingapirca. Cañar, Ecuador. Jeremy Horner.
Riobamba, Ecuador. Jeremy Horner.
Riobamba, Ecuador. Jeremy Horner.
Cotopaxi, Ecuador. Jeremy Horner.
Minas de sal. Maras, Cuzco, Perú. Jeremy Horner.
Minas de sal. Maras, Cuzco, Perú. Jeremy Horner.
Minas de sal. Maras, Cuzco, Perú. Jeremy Horner.
Indios Quechua, Páramo Zumbahua. Cotopaxi, Ecuador. Jeremy Horner.
Huilloc, Perú. Jeremy Horner.
Patacancha, Perú. Jeremy Horner.
Huilloc, Perú. Jeremy Horner.
Tarabuco, Bolivia. Jeremy Horner.
Potosí, Bolivia. Jeremy Horner.
Sorata. La Paz, Bolivia. Jeremy Horner.
Chimborazo, Ecuador. Jeremy Horner.
Chimborazo, Ecuador. Jeremy Horner.
Chimborazo, Ecuador. Jeremy Horner.
La Paz, Bolivia. Jeremy Horner.
Potosí, Bolivia. Jeremy Horner.
Bolivia. Jeremy Horner.
Quinua, Perú. Jeremy Horner.
Chimborazo, Ecuador. Jeremy Horner.
Soratá, Bolivia. Jeremy Horner.
Minas de sal. Maras, Cuzco, Perú. Jeremy Horner.
Amantani, Lago Titicaca, Bolivia y Perú. Jeremy Horner.
Chinchero, Perú. Jeremy Horner.
Cajamarca, Perú. Jeremy Horner.
Texto de: Juan M. Ossio Han pasado más de 450 años desde que el mundo europeo se encontró con las tradiciones culturales que florecieron en la región andina. Es casi medio milenio de continua interacción entre sistemas culturales que se forjaron autónomamente, en medios ecológicos distintos, bajo diferentes circunstancias históricas y que alcanzaron un alto desarrollo de su civilización. Durante este largo período se han producido tanto adaptaciones como serias resistencias, pero sobre todo se ha conservado el sentido de la variedad. Esto último es testimonio elocuente de que la creatividad de los descendientes del imperio incaico prehispánico no ha podido ser doblegada ni por el sistema colonial español ni por el espíritu homogeneizador del período republicano. A pesar de la profunda asimetría que desde sus orígenes enmarcó esta interacción, el hombre andino, y recientemente el amazónico, ha sabido eludir con habilidad los moldes rígidos en que más de una vez se le intentó aprisionar. Para ello, algunas veces se ha valido de la violencia, pero con frecuencia han sido la astucia y la paciencia sus armas más apropiadas. Por encima de la retórica oficial republicana que en aras de una igualdad mal comprendida negó la existencia de indígenas o los reivindicó como paradigmas de un socialismo utópico, la realidad se viene imponiendo con gran fuerza. Gracias al avance de las ciencias sociales que enfatizan el contacto estrecho con los actores sociales, particularmente aquellas como la antropología, al acercamiento de los grupos humanos por la expansión de los medios de comunicación y al surgimiento de algunas anomalías sociales en el medio rural, hoy se hace más patente que la actual región incaica representa un mosaico de culturas, la mayoría de las cuales hunden sus raíces en el pasado prehispánico dentro de un variado marco ecológico. Aunque se calcula que la región abriga en su seno casi un 70 por ciento de los medios ecológicos que existen en el mundo, éstos pueden ser subsumidos en las tres grandes regiones naturales que sirven de frontera a los tres grandes estilos culturales en que pueden unificarse los diversos grupos étnicos. Se trata de la costa, la sierra y la selva. En la sierra, y en menor escala en la costa, el refugio de la cultura indígena ha sido ante todo aquel tipo de unidad social que se gestó con las reducciones del Virrey Toledo a fines del siglo XVI y que hoy conocemos como comunidad. A diferencia de otras regiones con culturas autóctonas, como la Amazonia, o la Sierra Madre Occidental y Oriental de México, el altiplano occidental de Guatemala, etc., esta franja territorial no muestra una atomización étnica muy pronunciada. Mientras que en la selva se distinguen claramente los Aguarunas de los Shipibos, los Campas, los Huitotos, los Amaracaires, los Yaminahuas, etc., y en la Sierra Madre Occidental y Oriental de México, los Chinantecos, los Chol, los Cuicatecos, los Mixtecos, etc., en la sierra apenas si se distinguen explícitamente los Quechua de los Aymara y muchas veces tan sólo lingüísticamente. Así, en Puno hay unas comunidades de habla aymara y otras de habla quechua que, sin embargo, desde el punto de vista de otros indicadores culturales, son muy semejantes. Por otro lado, todas ellas se reconocen como Colla y como tales se oponen a los quechuas que viven al norte de La Raya, un punto geográfico tradicionalmente reconocido como demarcador étnico. Las correspondencias entre habla y etnia son un tema que no está suficientemente dilucidado para los grupos que viven en los Andes. Desde el punto de vista de la lingüística, sabemos que en la región andina existen vigentes dos grandes familias, la Quechua y la Aru, de las cuales la primera es la más difundida. La propagación de la familia lingüística quechua no tiene parangón con ninguna otra en América. Su difusión alcanza a siete repúblicas latinoamericanas, Perú, Ecuador, Colombia, Bolivia, Argentina, Brasil y Chile. El número total de hablantes se calcula en 8’354.125, de los cuales más del 50 por ciento se concentra en el Perú, más del 25 por ciento en Ecuador y alrededor del 20 por ciento en Bolivia. Sin duda, esta notable expansión fue estimulada por la estrecha asociación de la lengua con culturas que tuvieron una gran irradiación de tipo comercial o fueron forjadoras de estados imperialistas, como la de los Incas, o de una unidad andina frente a la europea durante el período colonial. Además hay que señalar su gran antigüedad que se remonta a períodos anteriores a los de estos estados. Actualmente, la variedad dialectal resultante de lo anterior puede resumirse en dos vertientes: el quechua I, conocido como huaihuash, y el quechua II o huampuy. Según el lingüista Cerrón Palomino, el primero se subdivide en central y pacaraos y el segundo en yungay y chinchay, los cuales, a su vez, se subdividen en otros tantos dialectos. De las dos vertientes, el I, más atomizado, es considerado como el más antiguo. Su difusión corresponde a un área donde la penetración incaica fue más tardía, mientras que el II, sin ser necesariamente originario de los Incas, recibió de ellos su mayor difusión. Aunque esta distribución dialectal e histórica del quechua ha sido objeto de numerosos estudios, la demarcación de las áreas culturales, pese a su importancia, no ha recibido la atención debida. Es evidente, por ejemplo, que junto a las diferencias dialectales entre el quechua ayacuchano y el cuzqueño hay otras que tienen que ver con la música, el vestido, las comidas, la organización social y religiosa, etc., de modo que se pueden tipificar dos áreas culturales bien marcadas. Sin embargo, en este caso, tal vez por no ser áreas colindantes, los contrastes no dan lugar a rivalidades notorias como sí sucede entre cuzqueños y colla, o entre huancavelicanos y huancaínos que, como los anteriores, también reconocen una frontera étnica natural, en este caso en un punto denominado Tayacassa. Por lo general, el contraste entre los grupos se denota por una oposición bajo-alto que tiene que ver con el énfasis productivo de los grupos colindantes y, a su vez, guarda correspondencia con el nivel ecológico que ocupan. Así, los cuzqueños se asocian con el maíz, los colla con la papa y la ganadería, los huancas con la agricultura de riego y los huancavelicanos con la ganadería. En el marco de esta oposición es muy común que los grupos que se identifican con pisos ecológicos altos, apropiados para la ganadería o una agricultura de secano, sean por lo general tratados de “salvajes” por el grupo rival ubicado más abajo. Valerse de la agricultura y la ganadería para establecer contrastes entre grupos sociales es una tendencia hondamente arraigada en la cultura andina, particularmente cuando se quiere destacar su relación opuesta y complementaria que la hace partícipe de la organización dualista privilegiada por el pensamiento andino. En el contexto prehispánico esta oposición se tradujo en aquella entre Huari y Llacuaz, muy difundida en la región central del Perú y aplicada, tanto a grupos asentados en una misma localidad como a otros separados. Según el Padre Arriaga, que nos ofrece la descripción más explícita del uso de esta oposición en una misma localidad, llamaban Huari o Llactayoc al oriundo de un pueblo al que también pertenecieran sus antepasados, y Llacuaz al que, aunque nacido en el pueblo, sus padres y progenitores hubieran venido de otras partes. En tanto que dueños de la tierra, los Huari se asociaron con la agricultura, con el culto a la Pachamama, con orígenes remotos, con una valoración femenina, etc., mientras que los Llacuaces, como foráneos, fueron vinculados con el ámbito característico de la foraneidad, que es la Puna, y con la ganadería, que es la actividad productiva propia de esa región. Además se les atribuyó venerar al rayo o Illapa, provenir del lago Titicaca, ser conquistadores y tener una valoración masculina. A más de ser congruente con la arraigada tendencia andina de simbolizar el ordenamiento social en opuestos complementarios, la valoración local-foráneo que guarda esta oposición se aviene con una política de trasplante de poblaciones o mitimaes, muy extendida desde la época preincaica. Aunque este tema, así como el de los límites entre estructura e historia, requiere mayor investigación, es posible que de estas movilizaciones surgieran agrupaciones bi-étnicas distinguidas como Huari y Llacuaz y que esta oposición se convirtiera en paradigmática para intentar cualquier contraste étnico. Esto explicaría que la oposición indio-español, que se inicia con la Conquista, fuese tratada en estos términos o similares, como lo atestigua el cronista indio Felipe Guamán Poma de Ayala, y que todavía muchas regiones mantengan este modelo para distinguirse de sus vecinos, o que en el seno de las comunidades se haya puesto al servicio de las relaciones entre runas o indios y mistis o blancos. La importancia concedida a esta oposición, la debilidad de las fronteras étnicas andinas en comparación con las amazónicas, y la gran expansión del quechua, parecen sugerir además que la política de trasplantes poblacionales fue de tal magnitud que prácticamente puede considerarse como precursora de las tendencias homogeneizantes que se desarrollaron en la época colonial y llegaron a su clímax durante el período republicano. Ante estas fuerzas, no es de extrañar que, en el Perú, la cultura andina se refugiara en las comunidades campesinas y que éstas, a la vez, se convirtieran en el crisol de las fuerzas socio?culturales que le confieren su vitalidad. Es cierto que la conformación que tienen deriva de la época posterior a la Conquista, particularmente de las reducciones del Virrey Toledo, y que hay grandes diferencias entre ellas. Sin embargo, de las que conocemos gracias a investigaciones de largo aliento, podemos decir que existen ciertas configuraciones estructurales, como la mencionada oposición local-foráneo, que atestiguan la vigencia de una matriz andina de origen prehispánico. En la actualidad existen más de 5.000 comunidades campesinas reconocidas, y se calcula que hay unas mil más sin reconocer. Estas comunidades andinas se ubican en los pisos ecológicos más altos, de los 2.000 a los 4.500 m.s.n.m. Como se puede desprender de los valores asociados con la oposición Huari y Llacuaz, las actividades productivas más comunes son la agricultura y la ganadería, que se acomodan a este espacio altitudinal. Dadas las limitaciones de esta gradiente y el interés por estas actividades, una primera tipología de estas unidades pondría como extremos, de un lado, a las comunidades agrícolas y, de otro, a las ganaderas. Entre ambas discurriría toda una gama de comunidades que abarcaría aquellas que tienen agricultura de riego, de secano, que comparten agricultura con ganadería, etc. Ampliando el criterio productivo, se podrían agregar aquellas que se orientan a la artesanía o a alguna otra actividad. Los criterios para intentar tipologías de las comunidades andinas son múltiples, pero nuestro conocimiento del muestrario es todavía incompleto para el logro de esta tarea. Por el momento baste señalar que existen muchas diferencias, tanto en el orden productivo, de modernización, de dinámica de segmentación y de tamaño poblacional y territorial, como de configuración cultural, incluyendo lengua, música, vestido y estructura social. Pero, a la par de estas diferencias, existen también rasgos comunes que las vinculan a una misma tradición cultural que se puede caracterizar como andina y prehispánica. Las condiciones que han favorecido esta permanencia son muchas y no es del caso detallarlas. Sin embargo, hay que indicar que un ingrediente muy importante para este efecto es, a diferencia de los sectores modernos de la sociedad, el notorio predominio de las relaciones interpersonales, en particular aquellas basadas en el parentesco y el matrimonio. Para cualquiera que haya vivido en una comunidad andina esto es evidente. Por ejemplo, mientras un niño de 9 o 10 años de los centros urbanos costeños peruanos o ecuatorianos tiene dificultad en identificar a los vecinos de las manzanas adyacentes a su domicilio, en las comunidades andinas un niño de esta edad no sólo identifica a los de las manzanas adyacentes sino a los que están mucho más alejados. Si a esto sumamos la marcada orientación endogámica de estas unidades, lo más probable es que un elevado porcentaje de los conocidos de aquel niño sean sus parientes. Indicadores sugerentes al respecto se desprenden de la primacía de la herencia como medio de transmitir bienes, de la participación mayoritaria de parientes en distintos contextos laborales, de la ritualización de determinados deberes parentales, como cuando se estipula que es el yerno el que tiene que poner la cruz en el techo de la casa con motivo de su inauguración, de la proliferación de narraciones folclóricas que sancionan a los incestuosos, de la vigencia de los antiguos términos quechua y aymara para el parentesco, del reconocimiento de agrupaciones sociales basadas en relaciones de parentesco que van más allá de la familia nuclear, etc. Como en el pasado, el término ayllu aún sirve para designar cualquier modalidad de unidad social sea ésta basada en parentesco, territorio, consideraciones simbólicas o una combinación de éstos. Pero, aparte de esta flexibilidad, conserva el sentido prístino de su etimología, que al tiempo que valora la filiación materna, concede mayor importancia a la paterna y pone en el centro de la vida social una dialéctica entre endogamia y exogamia. Son estos matices del concepto los que, para nosotros, constituyen la base de la sociedad andina. Ellos se han traducido en una mutua coexistencia de formas unilineales y bilaterales de descendencia, en una configuración variada de unidades sociales y en una interpretación equilibrada del universo donde se rechaza el excesivo cierre de la endogamia, encarnado en el incesto, que pone en peligro la reproducción social, y la excesiva apertura de la exogamia, que pone en peligro la identidad cultural. De estos matices, la búsqueda del equilibrio aparece como el ideal más constante y se traduce en expresiones culturales como la reciprocidad que se exalta en conceptos tales como Ayni, Waje?Waje, Minka, etc., que aluden a formas de ayuda mutua y a la división dual o en mitades, tan difundida en las distintas comunidades andinas. Reciprocidad y redistribución son dos conceptos que, a partir del antropólogo John Murra, se utilizan para caracterizar la economía andina tanto prehispánica como de las comunidades contemporáneas. Ellos suponen que en las comunidades andinas la economía se presenta como un fenómeno total, como diría Marcel Mauss. Es decir, como un sector de la sociedad que no tiene autonomía sino que es parte de un sistema general de prestaciones en que los bienes materiales pueden ser intercambiados por seres humanos, servicios, etc. De acuerdo con esta perspectiva, no parece descabellado que un campesino intercambie un carnero por un saco de papas, así el primero tenga un valor más alto en el mercado. Lo que desde el punto de vista de un mercado impersonal, que fija los precios según la oferta y la demanda, puede aparecer como un pésimo negocio, no lo es tanto si se tiene en cuenta que los campesinos que están efectuando el intercambio ya se conocían y estaban comprometidos por una multiplicidad de obligaciones generadas en sus interacciones previas. De esta manera, el carnero y el saco de papas, además de subsanarles a estos campesinos un vacío alimenticio y de su orientación productiva, son símbolos que consolidan vínculos sociales. Esto no quiere decir, sin embargo, que por participar de esta economía tradicional los campesinos andinos no sepan desenvolverse en el mercado impersonal. En la medida en que su sistema social dominante es el interpersonal, es posible que tengan algunas dificultades. Pero, no pudiendo sustraerse a su expansión, se han valido para enfrentarlo de un ideal profundamente arraigado en su tradición cultural: la diversificación económica. En el pasado este ideal se puso de manifiesto particularmente en el control simultáneo de distintos pisos ecológicos. Para este fin los ya aludidos mitimaes cumplieron un importante papel, tanto que algunos explican su origen en función de esta práctica. Hoy las cosas han cambiado. Ya no sólo se trata de acceder a zonas productivas ubicadas en distintos pisos ecológicos sino de participar en una economía de mercado monetarizada donde los precios se fijan en un marco social impersonal. Gracias a su capacidad diversificadora, que ellos llevan a límites insospechados, han diseñado estrategias productivas que les permiten contar con bienes para autoconsumo y bienes para el mercado, y adoptado formas empresariales volcadas sobre la organización familiar a fin de que las distintas especializaciones puedan ser distribuidas entre sus miembros. Entre las distintas actividades productivas que se practican en las comunidades andinas, la ganadería, sea de vacunos, ovinos o camélidos, es la que más utilizan para aproximarse a los mercados nacionales. Entre los productos agrícolas, la papa es la que recibe mayor privilegio, aunque no cualquier variedad. De la inmensa gama que han logrado domesticar, unas se destinan a esta finalidad y otras, denominadas de “regalo”, son reservadas para preservar su sistema de reciprocidad y, por ende, su identidad cultural. Algo semejante ocurre con otros cultivos. Pero, en el caso de algunos, como el maíz, muchas comunidades ponen las distintas variedades que cultivan al servicio de sus tradiciones culturales y se valen de otros productos para participar en la economía de mercado. Esta orientación a su producción supone un notable esfuerzo de conciliación entre la tecnología tradicional y la moderna pues, dadas las condiciones del medio ecológico, de la infraestructura de que se dispone y de muchas otras razones más, se ha visto que por sí mismas una y otra tecnología son absolutamente insuficientes. Como consecuencia de esta toma de conciencia, hoy se va superando la antigua actitud desarrollista de que para producir lo nuevo había que abolir lo viejo y se va imponiendo la idea del desarrollo integral acompañado del uso de lo que se ha venido a denominar “tecnología apropiada”. Frente al ímpetu con que se difunden los valores del conjunto nacional, otra estrategia de que se valen los campesinos andinos es, siguiendo el ejemplo de los antiguos mitimaes, expandirse a nuevos ámbitos espaciales. Es el caso de gran parte de las migraciones hacia las ciudades de la costa o la selva donde los individuos que se movilizan no pierden el contacto con sus lugares de origen. A diferencia de otros migrantes que salen de sus comunidades por apremios económicos y se proletarizan en las ciudades, éstos reproducen sus formas de vida en los nuevos lugares y generan un conjunto de mecanismos, como los clubes regionales, para preservar su identidad cultural. Los símbolos más importantes para preservar esta identidad cultural son tanto de origen católico como prehispánico. Entre los primeros se destacan los santos, sustitutos de las antiguas huacas o dioses. Al igual que estas últimas divinidades prehispánicas, los santos se han convertido en emblemas que organizan el tiempo y el espacio. En vista de que cada día del año se encuentra asociado con uno de ellos, de que las distintas unidades espaciales se socializan bajo su patronazgo y de que igual ocurre entre los mismos individuos de la colectividad, los santos no sólo reintegran el hombre a la naturaleza y al cosmos en general, sino que actúan como hitos clasificatorios para organizar las distintas actividades de los ciclos productivos, otorgando significado al tiempo y al espacio. Dadas estas asociaciones, queda claro que los santos son emblemas fundamentales del orden social andino. Es más, la configuración jerárquica que adoptan, traduce el ordenamiento social característico de esta sociedad. El culto que se rinde a los santos adquiere distintas modalidades. La más extendida y que mejor expresa el significado social que tienen estos emblemas es el sistema de “cargos”, que consiste en el auspicio voluntario que un miembro de la comunidad ofrece al cuidado y celebración de las festividades y rituales asociados con un santo por un período determinado, generalmente un año. Siendo varios los santos que se veneran en una comunidad, y estando éstos jerarquizados, no todos los cargos suponen las mismas funciones ni implican los mismos gastos. Por lo general, los cargos más onerosos se asocian con los santos que están en la cúspide de la jerarquía. A menudo estos santos son los que representan a toda la comunidad, es decir, los “Patrones”. Sólo comuneros que han sido exitosos en acumular bienes y relaciones sociales pueden auspiciarlos. Por consiguiente, el sistema de cargos es un estímulo para acumular vínculos sociales y bienes que, al ser redistribuidos a través de los convites, realzan el prestigio del auspiciador y fortifican su posición social en la comunidad. De esta manera el sistema de cargos religiosos, a más de recrear la unidad de los múltiples segmentos en que se divide la comunidad, es promotor de una movilidad social que supone un marcado sentido de competitividad individual en términos acumulativos y redistributivos. Entre los símbolos prehispánicos que se mantienen vigentes y son objeto de veneración y de esperanza, destacan las montañas que, según el dialecto que se hable, pueden ser llamadas jircas (quechua de Huánuco), huamani (quechua de Ayacucho), apu (quechua del Cuzco), uwiris (aymara). Otra figura bastante extendida es la Madre Tierra o Pachamama. Finalmente hay que mencionar al héroe mesiánico Inkarri, del que se dice que fue decapitado por los españoles y habrá de retornar para restaurar el orden perdido por la conquista española. A diferencia de los santos, por lo general de carácter local, estos símbolos tienen una proyección extra?local que refuerza la identidad andina en una dimensión más amplia. Por su parte, la costa peruana es fundamentalmente el ámbito del grupo criollo que se constituyó en el segmento social dominante del período republicano. Aunque en su extremo norte todavía subsisten grupos humanos que conservan costumbres de las viejas civilizaciones pre?europeas, éstas son cada vez más imperceptibles. La avasalladora presencia de la herencia europea y de otros grupos foráneos en la costa debilitó las culturas indígenas de esta región casi al punto de la extinción. Al sur de Lima, algunas fueron prácticamente exterminadas. A principios de siglo, el célebre investigador alemán Enrique Brüning, como recoge Richard Schaedel (1988), registró muchos rasgos de los antiguos habitantes de Lambayeque, testimonio elocuente de que hasta entonces la vieja cultura Mochica, que luego cedió paso a la Chimú, se conservaba con mucha fuerza. Entre estos rasgos destaca la supervivencia del antiguo dialecto, del cual logró hacer algunas grabaciones en la vieja técnica de cilindros de cera. De acuerdo con estos testimonios, aparte de la vigencia del dialecto, se conservaban en vigor técnicas vinculadas con el comercio marítimo, como las famosas balsas de velas para largas travesías, los “caballitos” de paja de totora asociados con la pesca, y otros implementos vinculados con la agricultura, la construcción de casas y la textilería. Todas estas evidencias desfilan en innumerables fotos y apuntes manuscritos en los que aparecen casas de quincha y adobe, hilanderas, tejedoras, alfareros. Además, con relación al ritual y vida social, se consigna una variada muestra de personajes festivos que recuerdan algunos de los que se incluyen en las dieciochescas acuarelas del Obispo Martínez Compañón, como Los Diablicos de la Fiesta de la Ascensión de Jayanca, María y José, el Rey Herodes, los Tres Reyes Magos, el Sol, Luna y Estrellas de la Fiesta de Reyes, o danzantes como “Los Doce Pares de Francia” de la Fiesta del Cautivo, los “Moros y Cristianos”, las “Pallas”, “Los Ingleses” y “Los Garibaldi” de la Fiesta de la Virgen de la Luz de Sechura, “Los Chimbus” y “Los Tuntunes” de la Fiesta de los Dolores en Sechura. También aparecen representadas diversas procesiones, peregrinajes a la Cruz de Chalpón, instrumentos musicales, faenas comunales, funerales, un impresionante muestrario de vestidos y muchos otros detalles más de la vida cotidiana. Según John Gillin, quien entre 1943 y 1944 hizo un detallado estudio etnográfico de la comunidad de Moche, ubicada a 7 km. de la ciudad de Trujillo, los rasgos más notorios de la herencia mochica en aquella época eran la permanencia de la agricultura de riego y la pesca como principales fuentes de subsistencia. Además, le llamó la atención que, asociado con la primera actividad, se mantuviese el uso de los antiguos canales, el cultivo de plantas alimenticias e industriales de honda raigambre histórica, los viejos hábitos de consumo, así como también las técnicas culinarias. De acuerdo con sus observaciones, el mochica rara vez deja de acompañar sus comidas con maíz hervido y yuca, que también tuvieron un uso prominente en el pasado. En consecuencia, estos productos ocupan un lugar preferencial, junto con el chirimoyo (Annona cherimola), la guanábana (Annona murcata), la palta (Persea americana), los fríjoles (Phaseolus vulgaris), los pallares (Phaseolus lunatus) y muchos otros. Los instrumentos de cultivo son a menudo arados de pie semejantes a los usados en el pasado, aunque no descartan aquellos otros que suponen la tracción animal. En la preparación de las comidas se usan batanes de distintos tipos y no es raro encontrar el clásico fogón mochica de tres o cuatro piedras en el suelo. El uso de calabazas como vajillas sigue ampliamente extendido a la par que las piezas de arcilla, expresión de una tradición cerámica bastante activa. Con relación a la crianza de los niños, Gillin alcanzó a ver la escena representada en antiguas cerámicas mochicas donde aparece un bebé sentado en la falda de su madre, en posición bastante recta, mamando de un seno que cuelga del borde superior de una blusa o vestido. Gracias a Brüning, Gillin, Larco Hoyle y otros estudiosos de esta región, la lista de trazos culturales puede ser interminable. Creemos que esta información debe ser sistematizada para ofrecer una visión de conjunto de los principios organizativos que dan sentido y permanencia a dichos trazos. Aporte en este sentido son los estudios, como el de Douglas Sharon, que, a partir de las prácticas curativas de uno de los tantos chamanes que abundan en la zona, nos da una idea de la naturaleza y permanencia de las antiguas cosmologías con que los pobladores prehispánicos y sus herederos siguen ordenando el universo que los rodea. En su descripción vemos desfilar los usos de una vasta herbolaria, copiosamente representada en la cerámica mochica y elocuentemente descrita en las antiguas crónicas, así como también de complicadas prácticas curativas que incluyen un instrumental variado derivado del pasado prehispánico y del europeo, pero organizado en una concepción del tiempo y el espacio profundamente andina. Asimismo, en dichas prácticas afloran términos de los dialectos nativos y antiguas concepciones en que los seres humanos aparecen integrados en un orden cósmico y sus enfermedades son vistas como desequilibrios en sus relaciones con dicho orden debido a faltas morales, brujería o sanciones espirituales. Estas evidencias muestran una organización simbólica de grupos sociales, bastante expandida en el área andina, y que recuerda aquella que se asoció con las antiguas panaca y ayllu de la época prehispánica. En cuanto a la región selvática, donde los distintos grupos que la habitan presentan una mayor correspondencia entre las fronteras lingüísticas y otros indicadores culturales, con un acentuado sentido de pertenencia de los actores sociales a sus respectivas unidades socio?culturales, lo étnico es allí más valorado. Tanto que con el advenimiento de la vida moderna y la necesidad de hacer prevalecer sus demandas frente al Estado, estos grupos no han optado por las organizaciones sindicales de tipo clasista, como ha ocurrido en ciertos sectores del campesinado andino, sino que han preferido revalorar el sentido de la indianidad y organizarse en agrupaciones para realzar lo étnico. El valor de estas organizaciones consiste en que, por primera vez en la historia regional, están mostrando que es posible establecer reivindicaciones étnicas y generar canales de comunicación con organizaciones de índole similar en otras partes del mundo. Esto, a su vez, contribuye para que la comunidad internacional tome conciencia de sus aspiraciones y abra espacios en los organismos internacionales a fin de influir ante los Estados nacionales para que les atiendan sus demandas. La selva presenta gran diversidad de grupos etnolingüísticos y, en consecuencia, muchas diferencias culturales entre sí. Además, desde el punto de vista de su composición demográfica, se observan grandes contrastes. Algunos grupos peruanos como los Ashaninka llegan a unos 45.000 miembros, mientras que otros, como el Arabela, apenas alcanza 180. Pese a estas diferencias y a las de tipo ecológico, por la diversidad de territorios que ocupan, como es el caso de la selva alta y baja, encontramos algunos elementos comunes que permiten caracterizar a la Amazonia como un área cultural unitaria. Una primera característica de estos grupos es que su economía no produce grandes excedentes. La mayor parte vive de la caza, la pesca y la horticultura. Aunque han logrado domesticar algunas plantas que cultivan con gran eficiencia, no han aprendido a conservar sus productos por un tiempo prolongado. Se destacan la yuca o manioca, el maíz, el plátano, la papaya y otras más, dependiendo del grupo. La horticultura es una actividad medular. Aparte de algunas consideraciones de carácter religioso, como la muerte de un allegado u otras de índole comercial o estratégico, esta actividad ejerce una gran influencia en la configuración que adoptan los patrones de asentamiento y las demandas territoriales. En vista de que esta actividad supone una tecnología que obliga al barbecho temporal, la movilización itinerante de grupos humanos en un área circunscrita, es requisito indispensable para los grupos nativos amazónicos. De aquí que la existencia de aldeas o poblados permanentes sólo se haya desarrollado a partir de influencias exógenas, misiones u otras instituciones externas. Nuevamente, como en el caso de las comunidades andinas, las relaciones interpersonales y el parentesco son un ingrediente fundamental de su organización social. Quizás la descendencia no tiene la misma importancia porque no es mucho lo que se puede transmitir de una generación a otra pero, en cambio, el matrimonio reviste gran importancia. Mientras que en la cultura andina lo predominante es la alianza proscriptiva, es decir, aquella que se limita a especificar las categorías de parientes con quienes toda unión conyugal es prohibida, en los grupos nativos amazónicos lo más extendido es la alianza preferencial que, al contrario de la anterior, especifica la categoría parental deseable para casarse. Esta por lo general es, con relación al varón, la prima cruzada bilateral o hija del hermano de la madre o de la hermana del padre, real o clasificatoria. En consecuencia, puede observarse que en muchas de las terminologías que se dan entre estos grupos, el término para designar al tío materno es el mismo que se usa para designar al suegro, aquel de primo cruzado es igual al de cuñado, etc., y si en la práctica se verifica cómo se cumple este ideal, se observa que en algunos casos, como en el de los Aguaruna, se llega a un 100 por ciento, en los Campa a un poco menos, y así sucesivamente. Finalmente, en lo que respecta a la organización cognoscitiva y religiosa, la conceptualización del tiempo y el espacio repite algunos esquemas andinos como la organización dual matizada con otros principios clasificatorios. Quizás por haber estado menos expuestos a las influencias externas, las narraciones míticas y creencias religiosas de estos grupos se hallan más libres de elementos exógenos, conservando un sabor más espontáneo. De todas maneras, es bastante notorio que sus rituales son más simples que los andinos y que los papeles mágicos de hechiceros y curanderos y los de religiosos tienden a ser asumidos por una sola persona como el chamán, que no alcanza a tener tanta importancia en la cultura andina. De toda esta descripción se destaca, por tanto, que entre los indios del Perú existen grandes contrastes, pero que subterráneamente fluye una serie de principios comunes que pueden hacer viable la coexistencia en la diversidad.
#AmorPorColombia
Los Descendientes del Imperio Incaico
Punamarca, Argentina. Jeremy Horner.
Viñetas ilustrativas de Felipe Guamán Poma de Ayala tomadas del libro Nueva crónica y buen gobierno de Felipe Guamán Poma de Ayala, publicada por la Biblioteca Ayacucho, Caracas, 1980. Jeremy Horner.
Viñetas ilustrativas de Felipe Guamán Poma de Ayala tomadas del libro Nueva crónica y buen gobierno de Felipe Guamán Poma de Ayala, publicada por la Biblioteca Ayacucho, Caracas, 1980. Jeremy Horner.
Pisaq, Perú. Jeremy Horner.
Kontiki, Bolivia. Jeremy Horner.
Viñetas ilustrativas de Felipe Guamán Poma de Ayala tomadas del libro Nueva crónica y buen gobierno de Felipe Guamán Poma de Ayala, publicada por la Biblioteca Ayacucho, Caracas, 1980. Jeremy Horner.
Viñetas ilustrativas de Felipe Guamán Poma de Ayala tomadas del libro Nueva crónica y buen gobierno de Felipe Guamán Poma de Ayala, publicada por la Biblioteca Ayacucho, Caracas, 1980. Jeremy Horner.
Pisaq, Perú. Jeremy Horner.
Bolivia. Jeremy Horner.
Fiesta de la Virgen del Carmen. Pisaq, Perú. Jeremy Horner.
Angamarca. Cotopaxi, Ecuador. Jeremy Horner.
Quillacollo. Cochabamba, Bolivia. Jeremy Horner.
Cochabamba. Arani, Bolivia. Jeremy Horner.
Vilacayma, Bolivia. Jeremy Horner.
Cañar, Ecuador. Jeremy Horner.
Cañar, Ecuador. Jeremy Horner.
Ingapirca. Cañar, Ecuador. Jeremy Horner.
Riobamba, Ecuador. Jeremy Horner.
Riobamba, Ecuador. Jeremy Horner.
Cotopaxi, Ecuador. Jeremy Horner.
Minas de sal. Maras, Cuzco, Perú. Jeremy Horner.
Minas de sal. Maras, Cuzco, Perú. Jeremy Horner.
Minas de sal. Maras, Cuzco, Perú. Jeremy Horner.
Indios Quechua, Páramo Zumbahua. Cotopaxi, Ecuador. Jeremy Horner.
Huilloc, Perú. Jeremy Horner.
Patacancha, Perú. Jeremy Horner.
Huilloc, Perú. Jeremy Horner.
Tarabuco, Bolivia. Jeremy Horner.
Potosí, Bolivia. Jeremy Horner.
Sorata. La Paz, Bolivia. Jeremy Horner.
Chimborazo, Ecuador. Jeremy Horner.
Chimborazo, Ecuador. Jeremy Horner.
Chimborazo, Ecuador. Jeremy Horner.
La Paz, Bolivia. Jeremy Horner.
Potosí, Bolivia. Jeremy Horner.
Bolivia. Jeremy Horner.
Quinua, Perú. Jeremy Horner.
Chimborazo, Ecuador. Jeremy Horner.
Soratá, Bolivia. Jeremy Horner.
Minas de sal. Maras, Cuzco, Perú. Jeremy Horner.
Amantani, Lago Titicaca, Bolivia y Perú. Jeremy Horner.
Chinchero, Perú. Jeremy Horner.
Cajamarca, Perú. Jeremy Horner.
Texto de: Juan M. Ossio Han pasado más de 450 años desde que el mundo europeo se encontró con las tradiciones culturales que florecieron en la región andina. Es casi medio milenio de continua interacción entre sistemas culturales que se forjaron autónomamente, en medios ecológicos distintos, bajo diferentes circunstancias históricas y que alcanzaron un alto desarrollo de su civilización. Durante este largo período se han producido tanto adaptaciones como serias resistencias, pero sobre todo se ha conservado el sentido de la variedad. Esto último es testimonio elocuente de que la creatividad de los descendientes del imperio incaico prehispánico no ha podido ser doblegada ni por el sistema colonial español ni por el espíritu homogeneizador del período republicano. A pesar de la profunda asimetría que desde sus orígenes enmarcó esta interacción, el hombre andino, y recientemente el amazónico, ha sabido eludir con habilidad los moldes rígidos en que más de una vez se le intentó aprisionar. Para ello, algunas veces se ha valido de la violencia, pero con frecuencia han sido la astucia y la paciencia sus armas más apropiadas. Por encima de la retórica oficial republicana que en aras de una igualdad mal comprendida negó la existencia de indígenas o los reivindicó como paradigmas de un socialismo utópico, la realidad se viene imponiendo con gran fuerza. Gracias al avance de las ciencias sociales que enfatizan el contacto estrecho con los actores sociales, particularmente aquellas como la antropología, al acercamiento de los grupos humanos por la expansión de los medios de comunicación y al surgimiento de algunas anomalías sociales en el medio rural, hoy se hace más patente que la actual región incaica representa un mosaico de culturas, la mayoría de las cuales hunden sus raíces en el pasado prehispánico dentro de un variado marco ecológico. Aunque se calcula que la región abriga en su seno casi un 70 por ciento de los medios ecológicos que existen en el mundo, éstos pueden ser subsumidos en las tres grandes regiones naturales que sirven de frontera a los tres grandes estilos culturales en que pueden unificarse los diversos grupos étnicos. Se trata de la costa, la sierra y la selva. En la sierra, y en menor escala en la costa, el refugio de la cultura indígena ha sido ante todo aquel tipo de unidad social que se gestó con las reducciones del Virrey Toledo a fines del siglo XVI y que hoy conocemos como comunidad. A diferencia de otras regiones con culturas autóctonas, como la Amazonia, o la Sierra Madre Occidental y Oriental de México, el altiplano occidental de Guatemala, etc., esta franja territorial no muestra una atomización étnica muy pronunciada. Mientras que en la selva se distinguen claramente los Aguarunas de los Shipibos, los Campas, los Huitotos, los Amaracaires, los Yaminahuas, etc., y en la Sierra Madre Occidental y Oriental de México, los Chinantecos, los Chol, los Cuicatecos, los Mixtecos, etc., en la sierra apenas si se distinguen explícitamente los Quechua de los Aymara y muchas veces tan sólo lingüísticamente. Así, en Puno hay unas comunidades de habla aymara y otras de habla quechua que, sin embargo, desde el punto de vista de otros indicadores culturales, son muy semejantes. Por otro lado, todas ellas se reconocen como Colla y como tales se oponen a los quechuas que viven al norte de La Raya, un punto geográfico tradicionalmente reconocido como demarcador étnico. Las correspondencias entre habla y etnia son un tema que no está suficientemente dilucidado para los grupos que viven en los Andes. Desde el punto de vista de la lingüística, sabemos que en la región andina existen vigentes dos grandes familias, la Quechua y la Aru, de las cuales la primera es la más difundida. La propagación de la familia lingüística quechua no tiene parangón con ninguna otra en América. Su difusión alcanza a siete repúblicas latinoamericanas, Perú, Ecuador, Colombia, Bolivia, Argentina, Brasil y Chile. El número total de hablantes se calcula en 8’354.125, de los cuales más del 50 por ciento se concentra en el Perú, más del 25 por ciento en Ecuador y alrededor del 20 por ciento en Bolivia. Sin duda, esta notable expansión fue estimulada por la estrecha asociación de la lengua con culturas que tuvieron una gran irradiación de tipo comercial o fueron forjadoras de estados imperialistas, como la de los Incas, o de una unidad andina frente a la europea durante el período colonial. Además hay que señalar su gran antigüedad que se remonta a períodos anteriores a los de estos estados. Actualmente, la variedad dialectal resultante de lo anterior puede resumirse en dos vertientes: el quechua I, conocido como huaihuash, y el quechua II o huampuy. Según el lingüista Cerrón Palomino, el primero se subdivide en central y pacaraos y el segundo en yungay y chinchay, los cuales, a su vez, se subdividen en otros tantos dialectos. De las dos vertientes, el I, más atomizado, es considerado como el más antiguo. Su difusión corresponde a un área donde la penetración incaica fue más tardía, mientras que el II, sin ser necesariamente originario de los Incas, recibió de ellos su mayor difusión. Aunque esta distribución dialectal e histórica del quechua ha sido objeto de numerosos estudios, la demarcación de las áreas culturales, pese a su importancia, no ha recibido la atención debida. Es evidente, por ejemplo, que junto a las diferencias dialectales entre el quechua ayacuchano y el cuzqueño hay otras que tienen que ver con la música, el vestido, las comidas, la organización social y religiosa, etc., de modo que se pueden tipificar dos áreas culturales bien marcadas. Sin embargo, en este caso, tal vez por no ser áreas colindantes, los contrastes no dan lugar a rivalidades notorias como sí sucede entre cuzqueños y colla, o entre huancavelicanos y huancaínos que, como los anteriores, también reconocen una frontera étnica natural, en este caso en un punto denominado Tayacassa. Por lo general, el contraste entre los grupos se denota por una oposición bajo-alto que tiene que ver con el énfasis productivo de los grupos colindantes y, a su vez, guarda correspondencia con el nivel ecológico que ocupan. Así, los cuzqueños se asocian con el maíz, los colla con la papa y la ganadería, los huancas con la agricultura de riego y los huancavelicanos con la ganadería. En el marco de esta oposición es muy común que los grupos que se identifican con pisos ecológicos altos, apropiados para la ganadería o una agricultura de secano, sean por lo general tratados de “salvajes” por el grupo rival ubicado más abajo. Valerse de la agricultura y la ganadería para establecer contrastes entre grupos sociales es una tendencia hondamente arraigada en la cultura andina, particularmente cuando se quiere destacar su relación opuesta y complementaria que la hace partícipe de la organización dualista privilegiada por el pensamiento andino. En el contexto prehispánico esta oposición se tradujo en aquella entre Huari y Llacuaz, muy difundida en la región central del Perú y aplicada, tanto a grupos asentados en una misma localidad como a otros separados. Según el Padre Arriaga, que nos ofrece la descripción más explícita del uso de esta oposición en una misma localidad, llamaban Huari o Llactayoc al oriundo de un pueblo al que también pertenecieran sus antepasados, y Llacuaz al que, aunque nacido en el pueblo, sus padres y progenitores hubieran venido de otras partes. En tanto que dueños de la tierra, los Huari se asociaron con la agricultura, con el culto a la Pachamama, con orígenes remotos, con una valoración femenina, etc., mientras que los Llacuaces, como foráneos, fueron vinculados con el ámbito característico de la foraneidad, que es la Puna, y con la ganadería, que es la actividad productiva propia de esa región. Además se les atribuyó venerar al rayo o Illapa, provenir del lago Titicaca, ser conquistadores y tener una valoración masculina. A más de ser congruente con la arraigada tendencia andina de simbolizar el ordenamiento social en opuestos complementarios, la valoración local-foráneo que guarda esta oposición se aviene con una política de trasplante de poblaciones o mitimaes, muy extendida desde la época preincaica. Aunque este tema, así como el de los límites entre estructura e historia, requiere mayor investigación, es posible que de estas movilizaciones surgieran agrupaciones bi-étnicas distinguidas como Huari y Llacuaz y que esta oposición se convirtiera en paradigmática para intentar cualquier contraste étnico. Esto explicaría que la oposición indio-español, que se inicia con la Conquista, fuese tratada en estos términos o similares, como lo atestigua el cronista indio Felipe Guamán Poma de Ayala, y que todavía muchas regiones mantengan este modelo para distinguirse de sus vecinos, o que en el seno de las comunidades se haya puesto al servicio de las relaciones entre runas o indios y mistis o blancos. La importancia concedida a esta oposición, la debilidad de las fronteras étnicas andinas en comparación con las amazónicas, y la gran expansión del quechua, parecen sugerir además que la política de trasplantes poblacionales fue de tal magnitud que prácticamente puede considerarse como precursora de las tendencias homogeneizantes que se desarrollaron en la época colonial y llegaron a su clímax durante el período republicano. Ante estas fuerzas, no es de extrañar que, en el Perú, la cultura andina se refugiara en las comunidades campesinas y que éstas, a la vez, se convirtieran en el crisol de las fuerzas socio?culturales que le confieren su vitalidad. Es cierto que la conformación que tienen deriva de la época posterior a la Conquista, particularmente de las reducciones del Virrey Toledo, y que hay grandes diferencias entre ellas. Sin embargo, de las que conocemos gracias a investigaciones de largo aliento, podemos decir que existen ciertas configuraciones estructurales, como la mencionada oposición local-foráneo, que atestiguan la vigencia de una matriz andina de origen prehispánico. En la actualidad existen más de 5.000 comunidades campesinas reconocidas, y se calcula que hay unas mil más sin reconocer. Estas comunidades andinas se ubican en los pisos ecológicos más altos, de los 2.000 a los 4.500 m.s.n.m. Como se puede desprender de los valores asociados con la oposición Huari y Llacuaz, las actividades productivas más comunes son la agricultura y la ganadería, que se acomodan a este espacio altitudinal. Dadas las limitaciones de esta gradiente y el interés por estas actividades, una primera tipología de estas unidades pondría como extremos, de un lado, a las comunidades agrícolas y, de otro, a las ganaderas. Entre ambas discurriría toda una gama de comunidades que abarcaría aquellas que tienen agricultura de riego, de secano, que comparten agricultura con ganadería, etc. Ampliando el criterio productivo, se podrían agregar aquellas que se orientan a la artesanía o a alguna otra actividad. Los criterios para intentar tipologías de las comunidades andinas son múltiples, pero nuestro conocimiento del muestrario es todavía incompleto para el logro de esta tarea. Por el momento baste señalar que existen muchas diferencias, tanto en el orden productivo, de modernización, de dinámica de segmentación y de tamaño poblacional y territorial, como de configuración cultural, incluyendo lengua, música, vestido y estructura social. Pero, a la par de estas diferencias, existen también rasgos comunes que las vinculan a una misma tradición cultural que se puede caracterizar como andina y prehispánica. Las condiciones que han favorecido esta permanencia son muchas y no es del caso detallarlas. Sin embargo, hay que indicar que un ingrediente muy importante para este efecto es, a diferencia de los sectores modernos de la sociedad, el notorio predominio de las relaciones interpersonales, en particular aquellas basadas en el parentesco y el matrimonio. Para cualquiera que haya vivido en una comunidad andina esto es evidente. Por ejemplo, mientras un niño de 9 o 10 años de los centros urbanos costeños peruanos o ecuatorianos tiene dificultad en identificar a los vecinos de las manzanas adyacentes a su domicilio, en las comunidades andinas un niño de esta edad no sólo identifica a los de las manzanas adyacentes sino a los que están mucho más alejados. Si a esto sumamos la marcada orientación endogámica de estas unidades, lo más probable es que un elevado porcentaje de los conocidos de aquel niño sean sus parientes. Indicadores sugerentes al respecto se desprenden de la primacía de la herencia como medio de transmitir bienes, de la participación mayoritaria de parientes en distintos contextos laborales, de la ritualización de determinados deberes parentales, como cuando se estipula que es el yerno el que tiene que poner la cruz en el techo de la casa con motivo de su inauguración, de la proliferación de narraciones folclóricas que sancionan a los incestuosos, de la vigencia de los antiguos términos quechua y aymara para el parentesco, del reconocimiento de agrupaciones sociales basadas en relaciones de parentesco que van más allá de la familia nuclear, etc. Como en el pasado, el término ayllu aún sirve para designar cualquier modalidad de unidad social sea ésta basada en parentesco, territorio, consideraciones simbólicas o una combinación de éstos. Pero, aparte de esta flexibilidad, conserva el sentido prístino de su etimología, que al tiempo que valora la filiación materna, concede mayor importancia a la paterna y pone en el centro de la vida social una dialéctica entre endogamia y exogamia. Son estos matices del concepto los que, para nosotros, constituyen la base de la sociedad andina. Ellos se han traducido en una mutua coexistencia de formas unilineales y bilaterales de descendencia, en una configuración variada de unidades sociales y en una interpretación equilibrada del universo donde se rechaza el excesivo cierre de la endogamia, encarnado en el incesto, que pone en peligro la reproducción social, y la excesiva apertura de la exogamia, que pone en peligro la identidad cultural. De estos matices, la búsqueda del equilibrio aparece como el ideal más constante y se traduce en expresiones culturales como la reciprocidad que se exalta en conceptos tales como Ayni, Waje?Waje, Minka, etc., que aluden a formas de ayuda mutua y a la división dual o en mitades, tan difundida en las distintas comunidades andinas. Reciprocidad y redistribución son dos conceptos que, a partir del antropólogo John Murra, se utilizan para caracterizar la economía andina tanto prehispánica como de las comunidades contemporáneas. Ellos suponen que en las comunidades andinas la economía se presenta como un fenómeno total, como diría Marcel Mauss. Es decir, como un sector de la sociedad que no tiene autonomía sino que es parte de un sistema general de prestaciones en que los bienes materiales pueden ser intercambiados por seres humanos, servicios, etc. De acuerdo con esta perspectiva, no parece descabellado que un campesino intercambie un carnero por un saco de papas, así el primero tenga un valor más alto en el mercado. Lo que desde el punto de vista de un mercado impersonal, que fija los precios según la oferta y la demanda, puede aparecer como un pésimo negocio, no lo es tanto si se tiene en cuenta que los campesinos que están efectuando el intercambio ya se conocían y estaban comprometidos por una multiplicidad de obligaciones generadas en sus interacciones previas. De esta manera, el carnero y el saco de papas, además de subsanarles a estos campesinos un vacío alimenticio y de su orientación productiva, son símbolos que consolidan vínculos sociales. Esto no quiere decir, sin embargo, que por participar de esta economía tradicional los campesinos andinos no sepan desenvolverse en el mercado impersonal. En la medida en que su sistema social dominante es el interpersonal, es posible que tengan algunas dificultades. Pero, no pudiendo sustraerse a su expansión, se han valido para enfrentarlo de un ideal profundamente arraigado en su tradición cultural: la diversificación económica. En el pasado este ideal se puso de manifiesto particularmente en el control simultáneo de distintos pisos ecológicos. Para este fin los ya aludidos mitimaes cumplieron un importante papel, tanto que algunos explican su origen en función de esta práctica. Hoy las cosas han cambiado. Ya no sólo se trata de acceder a zonas productivas ubicadas en distintos pisos ecológicos sino de participar en una economía de mercado monetarizada donde los precios se fijan en un marco social impersonal. Gracias a su capacidad diversificadora, que ellos llevan a límites insospechados, han diseñado estrategias productivas que les permiten contar con bienes para autoconsumo y bienes para el mercado, y adoptado formas empresariales volcadas sobre la organización familiar a fin de que las distintas especializaciones puedan ser distribuidas entre sus miembros. Entre las distintas actividades productivas que se practican en las comunidades andinas, la ganadería, sea de vacunos, ovinos o camélidos, es la que más utilizan para aproximarse a los mercados nacionales. Entre los productos agrícolas, la papa es la que recibe mayor privilegio, aunque no cualquier variedad. De la inmensa gama que han logrado domesticar, unas se destinan a esta finalidad y otras, denominadas de “regalo”, son reservadas para preservar su sistema de reciprocidad y, por ende, su identidad cultural. Algo semejante ocurre con otros cultivos. Pero, en el caso de algunos, como el maíz, muchas comunidades ponen las distintas variedades que cultivan al servicio de sus tradiciones culturales y se valen de otros productos para participar en la economía de mercado. Esta orientación a su producción supone un notable esfuerzo de conciliación entre la tecnología tradicional y la moderna pues, dadas las condiciones del medio ecológico, de la infraestructura de que se dispone y de muchas otras razones más, se ha visto que por sí mismas una y otra tecnología son absolutamente insuficientes. Como consecuencia de esta toma de conciencia, hoy se va superando la antigua actitud desarrollista de que para producir lo nuevo había que abolir lo viejo y se va imponiendo la idea del desarrollo integral acompañado del uso de lo que se ha venido a denominar “tecnología apropiada”. Frente al ímpetu con que se difunden los valores del conjunto nacional, otra estrategia de que se valen los campesinos andinos es, siguiendo el ejemplo de los antiguos mitimaes, expandirse a nuevos ámbitos espaciales. Es el caso de gran parte de las migraciones hacia las ciudades de la costa o la selva donde los individuos que se movilizan no pierden el contacto con sus lugares de origen. A diferencia de otros migrantes que salen de sus comunidades por apremios económicos y se proletarizan en las ciudades, éstos reproducen sus formas de vida en los nuevos lugares y generan un conjunto de mecanismos, como los clubes regionales, para preservar su identidad cultural. Los símbolos más importantes para preservar esta identidad cultural son tanto de origen católico como prehispánico. Entre los primeros se destacan los santos, sustitutos de las antiguas huacas o dioses. Al igual que estas últimas divinidades prehispánicas, los santos se han convertido en emblemas que organizan el tiempo y el espacio. En vista de que cada día del año se encuentra asociado con uno de ellos, de que las distintas unidades espaciales se socializan bajo su patronazgo y de que igual ocurre entre los mismos individuos de la colectividad, los santos no sólo reintegran el hombre a la naturaleza y al cosmos en general, sino que actúan como hitos clasificatorios para organizar las distintas actividades de los ciclos productivos, otorgando significado al tiempo y al espacio. Dadas estas asociaciones, queda claro que los santos son emblemas fundamentales del orden social andino. Es más, la configuración jerárquica que adoptan, traduce el ordenamiento social característico de esta sociedad. El culto que se rinde a los santos adquiere distintas modalidades. La más extendida y que mejor expresa el significado social que tienen estos emblemas es el sistema de “cargos”, que consiste en el auspicio voluntario que un miembro de la comunidad ofrece al cuidado y celebración de las festividades y rituales asociados con un santo por un período determinado, generalmente un año. Siendo varios los santos que se veneran en una comunidad, y estando éstos jerarquizados, no todos los cargos suponen las mismas funciones ni implican los mismos gastos. Por lo general, los cargos más onerosos se asocian con los santos que están en la cúspide de la jerarquía. A menudo estos santos son los que representan a toda la comunidad, es decir, los “Patrones”. Sólo comuneros que han sido exitosos en acumular bienes y relaciones sociales pueden auspiciarlos. Por consiguiente, el sistema de cargos es un estímulo para acumular vínculos sociales y bienes que, al ser redistribuidos a través de los convites, realzan el prestigio del auspiciador y fortifican su posición social en la comunidad. De esta manera el sistema de cargos religiosos, a más de recrear la unidad de los múltiples segmentos en que se divide la comunidad, es promotor de una movilidad social que supone un marcado sentido de competitividad individual en términos acumulativos y redistributivos. Entre los símbolos prehispánicos que se mantienen vigentes y son objeto de veneración y de esperanza, destacan las montañas que, según el dialecto que se hable, pueden ser llamadas jircas (quechua de Huánuco), huamani (quechua de Ayacucho), apu (quechua del Cuzco), uwiris (aymara). Otra figura bastante extendida es la Madre Tierra o Pachamama. Finalmente hay que mencionar al héroe mesiánico Inkarri, del que se dice que fue decapitado por los españoles y habrá de retornar para restaurar el orden perdido por la conquista española. A diferencia de los santos, por lo general de carácter local, estos símbolos tienen una proyección extra?local que refuerza la identidad andina en una dimensión más amplia. Por su parte, la costa peruana es fundamentalmente el ámbito del grupo criollo que se constituyó en el segmento social dominante del período republicano. Aunque en su extremo norte todavía subsisten grupos humanos que conservan costumbres de las viejas civilizaciones pre?europeas, éstas son cada vez más imperceptibles. La avasalladora presencia de la herencia europea y de otros grupos foráneos en la costa debilitó las culturas indígenas de esta región casi al punto de la extinción. Al sur de Lima, algunas fueron prácticamente exterminadas. A principios de siglo, el célebre investigador alemán Enrique Brüning, como recoge Richard Schaedel (1988), registró muchos rasgos de los antiguos habitantes de Lambayeque, testimonio elocuente de que hasta entonces la vieja cultura Mochica, que luego cedió paso a la Chimú, se conservaba con mucha fuerza. Entre estos rasgos destaca la supervivencia del antiguo dialecto, del cual logró hacer algunas grabaciones en la vieja técnica de cilindros de cera. De acuerdo con estos testimonios, aparte de la vigencia del dialecto, se conservaban en vigor técnicas vinculadas con el comercio marítimo, como las famosas balsas de velas para largas travesías, los “caballitos” de paja de totora asociados con la pesca, y otros implementos vinculados con la agricultura, la construcción de casas y la textilería. Todas estas evidencias desfilan en innumerables fotos y apuntes manuscritos en los que aparecen casas de quincha y adobe, hilanderas, tejedoras, alfareros. Además, con relación al ritual y vida social, se consigna una variada muestra de personajes festivos que recuerdan algunos de los que se incluyen en las dieciochescas acuarelas del Obispo Martínez Compañón, como Los Diablicos de la Fiesta de la Ascensión de Jayanca, María y José, el Rey Herodes, los Tres Reyes Magos, el Sol, Luna y Estrellas de la Fiesta de Reyes, o danzantes como “Los Doce Pares de Francia” de la Fiesta del Cautivo, los “Moros y Cristianos”, las “Pallas”, “Los Ingleses” y “Los Garibaldi” de la Fiesta de la Virgen de la Luz de Sechura, “Los Chimbus” y “Los Tuntunes” de la Fiesta de los Dolores en Sechura. También aparecen representadas diversas procesiones, peregrinajes a la Cruz de Chalpón, instrumentos musicales, faenas comunales, funerales, un impresionante muestrario de vestidos y muchos otros detalles más de la vida cotidiana. Según John Gillin, quien entre 1943 y 1944 hizo un detallado estudio etnográfico de la comunidad de Moche, ubicada a 7 km. de la ciudad de Trujillo, los rasgos más notorios de la herencia mochica en aquella época eran la permanencia de la agricultura de riego y la pesca como principales fuentes de subsistencia. Además, le llamó la atención que, asociado con la primera actividad, se mantuviese el uso de los antiguos canales, el cultivo de plantas alimenticias e industriales de honda raigambre histórica, los viejos hábitos de consumo, así como también las técnicas culinarias. De acuerdo con sus observaciones, el mochica rara vez deja de acompañar sus comidas con maíz hervido y yuca, que también tuvieron un uso prominente en el pasado. En consecuencia, estos productos ocupan un lugar preferencial, junto con el chirimoyo (Annona cherimola), la guanábana (Annona murcata), la palta (Persea americana), los fríjoles (Phaseolus vulgaris), los pallares (Phaseolus lunatus) y muchos otros. Los instrumentos de cultivo son a menudo arados de pie semejantes a los usados en el pasado, aunque no descartan aquellos otros que suponen la tracción animal. En la preparación de las comidas se usan batanes de distintos tipos y no es raro encontrar el clásico fogón mochica de tres o cuatro piedras en el suelo. El uso de calabazas como vajillas sigue ampliamente extendido a la par que las piezas de arcilla, expresión de una tradición cerámica bastante activa. Con relación a la crianza de los niños, Gillin alcanzó a ver la escena representada en antiguas cerámicas mochicas donde aparece un bebé sentado en la falda de su madre, en posición bastante recta, mamando de un seno que cuelga del borde superior de una blusa o vestido. Gracias a Brüning, Gillin, Larco Hoyle y otros estudiosos de esta región, la lista de trazos culturales puede ser interminable. Creemos que esta información debe ser sistematizada para ofrecer una visión de conjunto de los principios organizativos que dan sentido y permanencia a dichos trazos. Aporte en este sentido son los estudios, como el de Douglas Sharon, que, a partir de las prácticas curativas de uno de los tantos chamanes que abundan en la zona, nos da una idea de la naturaleza y permanencia de las antiguas cosmologías con que los pobladores prehispánicos y sus herederos siguen ordenando el universo que los rodea. En su descripción vemos desfilar los usos de una vasta herbolaria, copiosamente representada en la cerámica mochica y elocuentemente descrita en las antiguas crónicas, así como también de complicadas prácticas curativas que incluyen un instrumental variado derivado del pasado prehispánico y del europeo, pero organizado en una concepción del tiempo y el espacio profundamente andina. Asimismo, en dichas prácticas afloran términos de los dialectos nativos y antiguas concepciones en que los seres humanos aparecen integrados en un orden cósmico y sus enfermedades son vistas como desequilibrios en sus relaciones con dicho orden debido a faltas morales, brujería o sanciones espirituales. Estas evidencias muestran una organización simbólica de grupos sociales, bastante expandida en el área andina, y que recuerda aquella que se asoció con las antiguas panaca y ayllu de la época prehispánica. En cuanto a la región selvática, donde los distintos grupos que la habitan presentan una mayor correspondencia entre las fronteras lingüísticas y otros indicadores culturales, con un acentuado sentido de pertenencia de los actores sociales a sus respectivas unidades socio?culturales, lo étnico es allí más valorado. Tanto que con el advenimiento de la vida moderna y la necesidad de hacer prevalecer sus demandas frente al Estado, estos grupos no han optado por las organizaciones sindicales de tipo clasista, como ha ocurrido en ciertos sectores del campesinado andino, sino que han preferido revalorar el sentido de la indianidad y organizarse en agrupaciones para realzar lo étnico. El valor de estas organizaciones consiste en que, por primera vez en la historia regional, están mostrando que es posible establecer reivindicaciones étnicas y generar canales de comunicación con organizaciones de índole similar en otras partes del mundo. Esto, a su vez, contribuye para que la comunidad internacional tome conciencia de sus aspiraciones y abra espacios en los organismos internacionales a fin de influir ante los Estados nacionales para que les atiendan sus demandas. La selva presenta gran diversidad de grupos etnolingüísticos y, en consecuencia, muchas diferencias culturales entre sí. Además, desde el punto de vista de su composición demográfica, se observan grandes contrastes. Algunos grupos peruanos como los Ashaninka llegan a unos 45.000 miembros, mientras que otros, como el Arabela, apenas alcanza 180. Pese a estas diferencias y a las de tipo ecológico, por la diversidad de territorios que ocupan, como es el caso de la selva alta y baja, encontramos algunos elementos comunes que permiten caracterizar a la Amazonia como un área cultural unitaria. Una primera característica de estos grupos es que su economía no produce grandes excedentes. La mayor parte vive de la caza, la pesca y la horticultura. Aunque han logrado domesticar algunas plantas que cultivan con gran eficiencia, no han aprendido a conservar sus productos por un tiempo prolongado. Se destacan la yuca o manioca, el maíz, el plátano, la papaya y otras más, dependiendo del grupo. La horticultura es una actividad medular. Aparte de algunas consideraciones de carácter religioso, como la muerte de un allegado u otras de índole comercial o estratégico, esta actividad ejerce una gran influencia en la configuración que adoptan los patrones de asentamiento y las demandas territoriales. En vista de que esta actividad supone una tecnología que obliga al barbecho temporal, la movilización itinerante de grupos humanos en un área circunscrita, es requisito indispensable para los grupos nativos amazónicos. De aquí que la existencia de aldeas o poblados permanentes sólo se haya desarrollado a partir de influencias exógenas, misiones u otras instituciones externas. Nuevamente, como en el caso de las comunidades andinas, las relaciones interpersonales y el parentesco son un ingrediente fundamental de su organización social. Quizás la descendencia no tiene la misma importancia porque no es mucho lo que se puede transmitir de una generación a otra pero, en cambio, el matrimonio reviste gran importancia. Mientras que en la cultura andina lo predominante es la alianza proscriptiva, es decir, aquella que se limita a especificar las categorías de parientes con quienes toda unión conyugal es prohibida, en los grupos nativos amazónicos lo más extendido es la alianza preferencial que, al contrario de la anterior, especifica la categoría parental deseable para casarse. Esta por lo general es, con relación al varón, la prima cruzada bilateral o hija del hermano de la madre o de la hermana del padre, real o clasificatoria. En consecuencia, puede observarse que en muchas de las terminologías que se dan entre estos grupos, el término para designar al tío materno es el mismo que se usa para designar al suegro, aquel de primo cruzado es igual al de cuñado, etc., y si en la práctica se verifica cómo se cumple este ideal, se observa que en algunos casos, como en el de los Aguaruna, se llega a un 100 por ciento, en los Campa a un poco menos, y así sucesivamente. Finalmente, en lo que respecta a la organización cognoscitiva y religiosa, la conceptualización del tiempo y el espacio repite algunos esquemas andinos como la organización dual matizada con otros principios clasificatorios. Quizás por haber estado menos expuestos a las influencias externas, las narraciones míticas y creencias religiosas de estos grupos se hallan más libres de elementos exógenos, conservando un sabor más espontáneo. De todas maneras, es bastante notorio que sus rituales son más simples que los andinos y que los papeles mágicos de hechiceros y curanderos y los de religiosos tienden a ser asumidos por una sola persona como el chamán, que no alcanza a tener tanta importancia en la cultura andina. De toda esta descripción se destaca, por tanto, que entre los indios del Perú existen grandes contrastes, pero que subterráneamente fluye una serie de principios comunes que pueden hacer viable la coexistencia en la diversidad.