- Botero esculturas (1998)
- Salmona (1998)
- El sabor de Colombia (1994)
- Wayuú. Cultura del desierto colombiano (1998)
- Semana Santa en Popayán (1999)
- Cartagena de siempre (1992)
- Palacio de las Garzas (1999)
- Juan Montoya (1998)
- Aves de Colombia. Grabados iluminados del Siglo XVIII (1993)
- Alta Colombia. El esplendor de la montaña (1996)
- Artefactos. Objetos artesanales de Colombia (1992)
- Carros. El automovil en Colombia (1995)
- Espacios Comerciales. Colombia (1994)
- Cerros de Bogotá (2000)
- El Terremoto de San Salvador. Narración de un superviviente (2001)
- Manolo Valdés. La intemporalidad del arte (1999)
- Casa de Hacienda. Arquitectura en el campo colombiano (1997)
- Fiestas. Celebraciones y Ritos de Colombia (1995)
- Costa Rica. Pura Vida (2001)
- Luis Restrepo. Arquitectura (2001)
- Ana Mercedes Hoyos. Palenque (2001)
- La Moneda en Colombia (2001)
- Jardines de Colombia (1996)
- Una jornada en Macondo (1995)
- Retratos (1993)
- Atavíos. Raíces de la moda colombiana (1996)
- La ruta de Humboldt. Colombia - Venezuela (1994)
- Trópico. Visiones de la naturaleza colombiana (1997)
- Herederos de los Incas (1996)
- Casa Moderna. Medio siglo de arquitectura doméstica colombiana (1996)
- Bogotá desde el aire (1994)
- La vida en Colombia (1994)
- Casa Republicana. La bella época en Colombia (1995)
- Selva húmeda de Colombia (1990)
- Richter (1997)
- Por nuestros niños. Programas para su Proteccion y Desarrollo en Colombia (1990)
- Mariposas de Colombia (1991)
- Colombia tierra de flores (1990)
- Los países andinos desde el satélite (1995)
- Deliciosas frutas tropicales (1990)
- Arrecifes del Caribe (1988)
- Casa campesina. Arquitectura vernácula de Colombia (1993)
- Páramos (1988)
- Manglares (1989)
- Señor Ladrillo (1988)
- La última muerte de Wozzeck (2000)
- Historia del Café de Guatemala (2001)
- Casa Guatemalteca (1999)
- Silvia Tcherassi (2002)
- Ana Mercedes Hoyos. Retrospectiva (2002)
- Francisco Mejía Guinand (2002)
- Aves del Llano (1992)
- El año que viene vuelvo (1989)
- Museos de Bogotá (1989)
- El arte de la cocina japonesa (1996)
- Botero Dibujos (1999)
- Colombia Campesina (1989)
- Conflicto amazónico. 1932-1934 (1994)
- Débora Arango. Museo de Arte Moderno de Medellín (1986)
- La Sabana de Bogotá (1988)
- Casas de Embajada en Washington D.C. (2004)
- XVI Bienal colombiana de Arquitectura 1998 (1998)
- Visiones del Siglo XX colombiano. A través de sus protagonistas ya muertos (2003)
- Río Bogotá (1985)
- Jacanamijoy (2003)
- Álvaro Barrera. Arquitectura y Restauración (2003)
- Campos de Golf en Colombia (2003)
- Cartagena de Indias. Visión panorámica desde el aire (2003)
- Guadua. Arquitectura y Diseño (2003)
- Enrique Grau. Homenaje (2003)
- Mauricio Gómez. Con la mano izquierda (2003)
- Ignacio Gómez Jaramillo (2003)
- Tesoros del Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario. 350 años (2003)
- Manos en el arte colombiano (2003)
- Historia de la Fotografía en Colombia. Museo de Arte Moderno de Bogotá (1983)
- Arenas Betancourt. Un realista más allá del tiempo (1986)
- Los Figueroa. Aproximación a su época y a su pintura (1986)
- Andrés de Santa María (1985)
- Ricardo Gómez Campuzano (1987)
- El encanto de Bogotá (1987)
- Manizales de ayer. Album de fotografías (1987)
- Ramírez Villamizar. Museo de Arte Moderno de Bogotá (1984)
- La transformación de Bogotá (1982)
- Las fronteras azules de Colombia (1985)
- Botero en el Museo Nacional de Colombia. Nueva donación 2004 (2004)
- Gonzalo Ariza. Pinturas (1978)
- Grau. El pequeño viaje del Barón Von Humboldt (1977)
- Bogotá Viva (2004)
- Albergues del Libertador en Colombia. Banco de la República (1980)
- El Rey triste (1980)
- Gregorio Vásquez (1985)
- Ciclovías. Bogotá para el ciudadano (1983)
- Negret escultor. Homenaje (2004)
- Mefisto. Alberto Iriarte (2004)
- Suramericana. 60 Años de compromiso con la cultura (2004)
- Rostros de Colombia (1985)
- Flora de Los Andes. Cien especies del Altiplano Cundi-Boyacense (1984)
- Casa de Nariño (1985)
- Periodismo gráfico. Círculo de Periodistas de Bogotá (1984)
- Cien años de arte colombiano. 1886 - 1986 (1985)
- Pedro Nel Gómez (1981)
- Colombia amazónica (1988)
- Palacio de San Carlos (1986)
- Veinte años del Sena en Colombia. 1957-1977 (1978)
- Bogotá. Estructura y principales servicios públicos (1978)
- Colombia Parques Naturales (2006)
- Érase una vez Colombia (2005)
- Colombia 360°. Ciudades y pueblos (2006)
- Bogotá 360°. La ciudad interior (2006)
- Guatemala inédita (2006)
- Casa de Recreo en Colombia (2005)
- Manzur. Homenaje (2005)
- Gerardo Aragón (2009)
- Santiago Cárdenas (2006)
- Omar Rayo. Homenaje (2006)
- Beatriz González (2005)
- Casa de Campo en Colombia (2007)
- Luis Restrepo. construcciones (2007)
- Juan Cárdenas (2007)
- Luis Caballero. Homenaje (2007)
- Fútbol en Colombia (2007)
- Cafés de Colombia (2008)
- Colombia es Color (2008)
- Armando Villegas. Homenaje (2008)
- Manuel Hernández (2008)
- Alicia Viteri. Memoria digital (2009)
- Clemencia Echeverri. Sin respuesta (2009)
- Museo de Arte Moderno de Cartagena de Indias (2009)
- Agua. Riqueza de Colombia (2009)
- Volando Colombia. Paisajes (2009)
- Colombia en flor (2009)
- Medellín 360º. Cordial, Pujante y Bella (2009)
- Arte Internacional. Colección del Banco de la República (2009)
- Hugo Zapata (2009)
- Apalaanchi. Pescadores Wayuu (2009)
- Bogotá vuelo al pasado (2010)
- Grabados Antiguos de la Pontificia Universidad Javeriana. Colección Eduardo Ospina S. J. (2010)
- Orquídeas. Especies de Colombia (2010)
- Apartamentos. Bogotá (2010)
- Luis Caballero. Erótico (2010)
- Luis Fernando Peláez (2010)
- Aves en Colombia (2011)
- Pedro Ruiz (2011)
- El mundo del arte en San Agustín (2011)
- Cundinamarca. Corazón de Colombia (2011)
- El hundimiento de los Partidos Políticos Tradicionales venezolanos: El caso Copei (2014)
- Artistas por la paz (1986)
- Reglamento de uniformes, insignias, condecoraciones y distintivos para el personal de la Policía Nacional (2009)
- Historia de Bogotá. Tomo I - Conquista y Colonia (2007)
- Historia de Bogotá. Tomo II - Siglo XIX (2007)
- Academia Colombiana de Jurisprudencia. 125 Años (2019)
- Duque, su presidencia (2022)
El Inca en la Colonia
Saraguro, Ecuador. Jeremy Horner.
Viñetas ilustrativas de Felipe Guamán Poma de Ayala tomadas del libro Nueva crónica y buen gobierno de Felipe Guamán Poma de Ayala, publicada por la Biblioteca Ayacucho, Caracas, 1980. Jeremy Horner.
Viñetas ilustrativas de Felipe Guamán Poma de Ayala tomadas del libro Nueva crónica y buen gobierno de Felipe Guamán Poma de Ayala, publicada por la Biblioteca Ayacucho, Caracas, 1980. Jeremy Horner.
Pisaq, Perú. Jeremy Horner.
Chinchero, Perú. Jeremy Horner.
Viñetas ilustrativas de Felipe Guamán Poma de Ayala tomadas del libro Nueva crónica y buen gobierno de Felipe Guamán Poma de Ayala, publicada por la Biblioteca Ayacucho, Caracas, 1980. Jeremy Horner.
Viñetas ilustrativas de Felipe Guamán Poma de Ayala tomadas del libro Nueva crónica y buen gobierno de Felipe Guamán Poma de Ayala, publicada por la Biblioteca Ayacucho, Caracas, 1980. Jeremy Horner.
Surigui, Bolivia. Jeremy Horner.
Celebración del Int’i Raymi. Perú. Jeremy Horner.
Viñetas ilustrativas de Felipe Guamán Poma de Ayala tomadas del libro Nueva crónica y buen gobierno de Felipe Guamán Poma de Ayala, publicada por la Biblioteca Ayacucho, Caracas, 1980. Jeremy Horner.
Celebración del Int’i Raymi. Sacsayhuaman, Perú. Jeremy Horner.
Cerca a Angamarca. Cotopaxi, Ecuador. Jeremy Horner.
Zumbahua, Ecuador. Jeremy Horner.
Zumbahua, Ecuador. Jeremy Horner.
Ollantaytambo, Perú. Jeremy Horner.
Ollantaytambo, Perú. Jeremy Horner.
Ollantaytambo, Perú. Jeremy Horner.
Zumbahua, Ecuador. Jeremy Horner.
Otavalo. Ecuador. Jeremy Horner.
Volcán Cotopaxi, Ecuador. Jeremy Horner.
Mujer cañari. Ecuador. Jeremy Horner.
Puruhua, Ecuador. Jeremy Horner.
Urcos, Perú. Jeremy Horner.
Tiotamba. Perú. Jeremy Horner.
Pisaq, Perú. Jeremy Horner.
Representación de Pachacuti. Cuzco, Perú. Jeremy Horner.
Angamarca. Cotopaxi, Ecuador. Jeremy Horner.
Angamarca. Cotopaxi, Ecuador. Jeremy Horner.
Pisaq, Perú. Jeremy Horner.
Valle Sagrado, Perú. Jeremy Horner.
Vilacayma, Bolivia. Jeremy Horner.
Indios Salasaca. Ecuador Jeremy Horner.
Huilloc, Perú. Jeremy Horner.
Taquilé, Perú. Jeremy Horner.
Taquilé, Perú. Jeremy Horner.
Taquilé, Perú. Jeremy Horner.
Isla del Sol, lago Titicaca. Puno, Perú y Bolivia. Jeremy Horner.
Isla del Sol, lago Titicaca. Puno, Perú y Bolivia. Jeremy Horner.
Isla del Sol, lago Titicaca. Puno, Perú y Bolivia. Jeremy Horner.
Quotabambas, Perú. Jeremy Horner.
Quotabambas, Perú. Jeremy Horner.
Quinua. Ayacucho, Perú. Jeremy Horner.
Plaza de Armas. Ayacucho, Perú Jeremy Horner.
Plaza de Armas. Ayacucho, Perú Jeremy Horner.
Marcha de mujeres. Plaza de Armas. Cuzco, Perú. Jeremy Horner.
Festival de la Virgen del Carmen. Humahuaca, Argentina. Jeremy Horner.
Festival de la Virgen del Carmen. Humahuaca, Argentina. Jeremy Horner.
Festival de la Virgen del Carmen. Humahuaca, Argentina. Jeremy Horner.
Amantani, Perú. Jeremy Horner.
Cementerio de El Alto. La Paz, Bolivia Jeremy Horner.
Cuzco, Perú. Jeremy Horner.
Punamarca, Argentina. Jeremy Horner.
Texto de: Franklin Pease G.Y.
En 1534 se publicaron en Sevilla los dos primeros libros que relataban la conquista del Perú: La Relación de la conquista del Perú, anónima, atribuida por Raúl Porras a Cristóbal de Mena, y la Verdadera relación de la conquista del Perú, escrita por Francisco de Xerez. En ninguno de ellos se menciona siquiera la palabra Inca. Inca es una noción andina que ha tenido su propia historia en las versiones de los mitos conocidos hoy en la región. José María Arguedas precisaba un significado: Inca quería decir “modelo originante de todo ser”, un arquetipo. En ello coincidió con modernas investigaciones (Jorge Flores Ochoa, Gerald Taylor) sobre las nociones de enca y cámac: principio generador del mundo, de la gente, de las cosas.
Aunque en los conocidos sucesos de Cajamarca hubo intérpretes, éstos no estaban en condiciones de traducir en el sentido estricto de la palabra. Se trataba de individuos que habían aprendido en Panamá o Sevilla un español portuario o marinero. La complicada traducción de discursos o de textos jurídicos o teológicos que exigían versiones sutiles de una lengua a otra, escapaba a sus posibilidades. Tampoco podían verter al español categorías andinas como Inca.
Miguel de Estete relató el viaje de Hernando Pizarro desde Cajamarca hasta Pachacamac (incluido en la Verdadera relación de Xerez), y es el posible gestor de una Noticia del Perú, escrita después de 1540, en que el autor identificaba a los últimos Incas por su nombre, añadía el de Huayna Cápac, sabía cosas que los autores de 1534 no conocían, podía explicar qué era un suyu y precisar el runasimi (la lengua, después llamada quechua). En la Noticia hay una información útil: Inca quiere decir rey. En el decenio de 1550 se escriben obras capitales sobre los Incas: la Suma y narración de los Incas, de Juan de Betanzos, y la segunda parte de la Crónica del Perú de Pedro Cieza de León, ambas escritas en el Cuzco. Allí se encuentra una genealogía de Incas ya organizada.
El Inca no sólo es un rey a la manera europea, es parte de una antigua dinastía. Los Incas conquistaron su imperio como los reyes occidentales; se formó así un estereotipo que tuvo larga duración. Hoy se sabe que el Inca no era un rey sino una divinidad, un mediador entre un mundo sagrado y otro profano, que Inca era un arquetipo. La imagen del Inca de las crónicas, tan similar a la que los españoles podían tener de Carlos V o Felipe II, se ha precisado como una categoría andina diferente. El Inca no era solamente un personaje rector de la dirigencia cuzqueña, era un articulador, un personaje que regulaba y reunía en sí las relaciones entre el Cuzco y las diferentes unidades étnicas andinas. Cumplía esta tarea a través de un universo ritual: el conjunto de matrimonios que el Inca realizaba con mujeres de cada uno de los grupos étnicos.
Desde los primeros cronistas se pensó que estos enlaces de los Incas eran similares a lo que los españoles conocían en pueblos infieles como los árabes peninsulares. Por ello, identificaron un “harén real”. Hoy se sabe que estos enlaces originaban las imprescindibles relaciones de parentesco que hacían posibles la reciprocidad y la redistribución entre el Cuzco (el Inca) y los grupos étnicos. La economía andina carecía de moneda, comercio, mercado e incluso de tributo. Lo único que se entregaba era energía humana. Los intercambios de energía humana hacen parte de lo que se llama reciprocidad.
Las relaciones del pueblo con el poder estaban claramente establecidas: la gente entregaba energía humana, nunca cosas, y recibía una redistribución en bienes del poder. La permanencia de esta relación –reciprocidad y redistribución– exigía un vínculo previo de parentesco. Aquí ingresa la noción de huaccha, que quiere decir “pobre”, pero también “huérfano”, el que está solo, sin parientes, el hombre que apenas puede subsistir precariamente. Los textos de Huarochirí, recopilados por Francisco de Avila, relatan que un héroe (Huatyacuri) era “tan pobre” que sólo podía comer papas. Se trata de un hombre sin parientes que no puede obtener más recursos por medio de la reciprocidad. Al vivir al margen del poder, tampoco puede acceder a la redistribución, por ello es pobre, vive en la orfandad. En sus Comentarios reales, el Inca Garcilaso ofreció una clara descripción de lo que era riqueza y pobreza en los Andes:
“La tercera ley era que por ninguna causa ni razón indio alguno era obligado a pagar de su hazienda cosa alguna en lugar de tributo, sino que solamente lo pagava con su traba o con su oficio o con el tiempo que se ocupava en el servicio del Rey o de su república; y en esa parte eran iguales el pobre y el rico, porque ni éste pagava más ni aquél menos. Llamávase rico el que tenía hijos y familia para acabar más aína el trabajo tributario que le cabía; y el que no la tenía, aunque fuese rico de otras cosas, era pobre”1.
Es, pues, interesante establecer esta figura del Inca en términos de relacionar, de unir, de vincular a través del parentesco. Hoy puede decirse que en torno al parentesco se constituye y funciona ese organismo impresionante que es el Tahuantinsuyo. Finalmente, las relaciones del Inca con las unidades étnicas podían “medirse” o establecerse en términos de parentesco.
El Inca era un dios que no caminaba, debía ser llevado en andas porque su contacto con la tierra significaba la ruptura del orden cósmico. Igual cosa ocurría con Huiracocha, la divinidad recordada en los mitos del Cuzco, que cuando andaba producía tempestades, terremotos, aluviones, erupciones volcánicas, todas las catástrofes eran posibles. El dios “ordena” el mundo cuando se sienta, por ello el Inca es llevado en andas, se desplaza aislado por un contexto ritual. Esto se aprecia al leer las descripciones de los cronistas acerca del ingreso del Inca Atahualpa a Cajamarca. Entró Atahualpa en medio de danzarines y tocadores de pututus, precedido por hombres que recogían las piedras y hierbas del suelo, limpiando el camino por donde habrían de pasar los que llevaban en andas a la divinidad. Igualmente, cerraban el cortejo músicos y danzarines que “recomponían” el orden cósmico una vez pasada la huaca que era el Inca. Así lo explica Francisco de Xerez:
“Luego la delantera de la gente comenzó a entrar en la plaza: venía delante un esquadrón de indios vestidos de una librea de colores a manera de escaques. Estos venían quitando las pajas del suelo y barriendo el camino. Tras estos venían otras tres esquadras vestidos de otra manera, todos cantando y baylando. Luego venía mucha gente con armaduras, patenas y coronas de oro y plata. Entre estos venía Atabalica en una litera asforrada de pluma de papagayos de muchos colores guarnecida de chapas de oro y plata. Traíanle muchos indios sobre los hombros en alto, tras desta venían otras dos literas y dos hamacas, en que venían otras personas principales. Luego venía mucha gente en esquadras con coronas de oro y plata…”2.
Estos fueron los “soldados” que entraron con el Inca en Cajamarca. Xerez opinó que los hombres que entraban a la plaza de Cajamarca traían armas “secretas debaxo de las camisetas”.
La primera imagen de los Incas coloniales fue la de un “Inca” nombrado por los españoles de acuerdo con su criterio: un Manco Inca subordinado primero y rebelde después que, finalmente, se refugió en Vilcabamba, donde sobrevivieron varios Incas. Eran los reyes exiliados de los documentos españoles del siglo XVI.
¿Cómo pudo considerar Inca la gente a Manco Inca, si sabemos que para serlo había que pasar por un ritual de iniciación, y a Manco Inca lo había nombrado Pizarro? ¿Cómo entender a Manco Inca como Inca, si para serlo había que establecer –restablecer– vínculos de reciprocidad y redistribución con los grupos étnicos, y Manco Inca está encerrado primero en el Cuzco y después en Vilcabamba? No puede ejercer redistribución, tampoco sus sucesores. Ello se comprueba en la rebelión de 1536.
Manco Inca pudo reunir gente para la sublevación porque aún disponía de relaciones recíprocas-redistributivas entre la gente cercana al Cuzco, y con ella formó el ejército que enfrentó a los españoles. El ejército funcionó mientras hubo redistribución, pero los recursos no llegaban con la regularidad anterior porque el Inca ya no podía organizar una mita; las mitas del Inca movilizaban miles de personas destinadas a la producción, transporte y almacenamiento de bienes. Manco Inca sólo contaba con las reservas cercanas al Cuzco, las que se hallaban en la ciudad estaban en manos españolas. Ello limitó la duración de su guerra.
En contraste hallamos otras situaciones. Francisco Pizarro había fundado a Lima poco antes de la sublevación de Manco Inca, y en esta ciudad vivía con una mujer llamada Inés Huaylas, hija de Contarguacho, esta última había sido mujer de Huayna Cápac (la mujer del Inca en Huaylas). Cuando se produjo la sublevación de Manco Inca, la gente de Huaylas vino a auxiliar a Pizarro, en ejercicio de la reciprocidad y honrando el parentesco existente. No tenía ya la población andina de Huaylas relación de parentesco con el Inca impuesto por los españoles, por ello fue a defender a Lima contra las tropas de Manco Inca que la asediaban3. El caso de Pizarro y los curacas (caciques o nobles) de Huaylas demuestra que la población andina mantiene –por medio de éstos– la relación de reciprocidad con los españoles, aunque luego fracase la de redistribución correspondiente que los peninsulares no empleaban. Pero en 1536 los curacas de Huaylas no lo sabían aún.
Manco Inca y sus sucesores en Vilcabamba quedaron cada vez más aislados. Sin capacidad para restablecer las pautas de la redistribución, los Incas de Vilcabamba padecieron un destierro interior, no limitado a vivir fuera del Cuzco, sino a estar solos, sin familiares, sin relación de parentesco con las unidades étnicas, sin acceso a las relaciones que hacían funcionar el Tahuantinsuyu: la energía humana que alimentaba las mitas y su multiplicidad, haciendo posible la redistribución.
Compleja es, pues, la situación de Vilcabamba. Es un foco de resistencia, pero no el único. Los allí refugiados no son los mismos Incas de antes, cuyo poder se cimentaba en la redistribución. Se sienten Incas como grupo, pero no son reconocidos como tales por el resto. No se trata de que los grupos étnicos fueran “aliados” de los españoles por oposición al Inca, se trata de que Manco carecía de la calidad de Inca, tanto simbólica como efectivamente.
Para la administración española el asunto tenía otro cariz. Los Incas de Vilcabamba eran un pretexto suficiente para afirmar ante la burocracia de la metrópoli la existencia de un enemigo al que había que enfrentar. Virreyes y funcionarios podían justificar determinados gastos o políticas locales. Esto llega, finalmente, a término con los cambios en la administración colonial. El virrey Francisco de Toledo forma un ejército, invade a Vilcabamba, captura a Túpac Amaru y lo ejecuta en la plaza del Cuzco.
Desaparecidos los Incas de Vilcabamba no se vuelve a hablar del Inca sino en términos históricos. Los cronistas continuaron escribiendo historias acerca de ellos, pero después de 1572 ya pertenecen claramente al pasado. Esto explica por qué se deja de hablar del Inca cuando las versiones parten de la gente andina. En el siglo XVI hubo diversos movimientos andinos, algunos estudiados, como el Taqui Oncoy, en que la figura del Inca es opaca, cuando no inexistente. Allí el Inca no figura, el texto habla del “tiempo del ynga” en el sentido en que se emplea en español, hablando cronológicamente del pasado. La “vuelta al tiempo del ynga”, allí mencionada, es un “retorno al pasado”, pero a un pasado sin el Inca, puesto que éste no aparece en las listas de huacas que mencionan los interrogados. En cambio, aparecen allí otras muchas divinidades andinas previas a los Incas del Cuzco.
Así, en el siglo XVI, se puede tener la impresión de que el Inca ha desaparecido de la escena andina. Sin embargo, en la centuria siguiente aparecen testimonios de su presencia en diversas actividades de la gente andina, fiestas, bailes, procesiones e incluso iconografías que representan la muerte del Inca en Cajamarca. Esta “escenificación” llevó, tiempo después, a la aparición de textos “teatrales” en los que se aprecia una versión, quizás más andina, de la tragedia de Cajamarca.
La más divulgada es la denominada Tragedia del fin de Atawallpa4. Es interesante aquí el reconocimiento de Atahualpa como Inca, que las crónicas clásicas le habían negado con base en su “ilegitimidad” (hoy revaluada). En la Tragedia el Inca es un personaje andino propio, un recuerdo que vale la pena conservar. De otra parte, en la Tragedia, españoles y andinos no pueden hablarse en Cajamarca. Los españoles sólo mueven los labios, no emiten sonido; en contraste, los actores que representan a los Incas sí hablan. Cuando los andinos se refieren al español hablan de su “atronador” e incomprensible sonido. En la Tragedia hay un intérprete que no puede llevar a cabo una traducción real.
Cuando en el siglo XVIII Bartolomé Arzáns de Orsúa y Vela escribió su Historia de la Villa Imperial de Potosí, anotó que en el XVI, al finalizar una de las guerras entre españoles, se llevó a cabo una gran fiesta en Potosí en la que hubo ceremonias religiosas, procesiones, bailes y escenificaciones teatrales. Los andinos de la Villa participaron con una escenificación sobre los Incas, representados, según la versión de Arzáns, en grupos que informaban sobre Manco Cápac, Huayna Cápac, la guerra entre Huáscar y Atahualpa y, finalmente, sobre la invasión española5. Hoy sabemos que en el universo de las representaciones coloniales, el caso de la Tragedia del fin de Atawallpa no es único, hay muchos similares y en todos se mantuvo una imagen del Inca.
Otra dimensión de la presencia del Inca en la Colonia es la de símbolo unificador. Hacia mediados del siglo XVII, hay en el amplio espectro colonial tres situaciones que lo ilustran. En la región del Tucumán, en la primera parte del siglo, los Calchaquíes se alzaron en armas contra los españoles. En un momento de la sublevación apareció en la zona Pedro Bohórquez, –un andaluz fugitivo de Valdivia, con un historial aventurero en la sierra y la selva centrales del Perú actual– quien se presentó ante los Calchaquíes como Inca, y como tal fue recibido y aceptado, llevado en andas y convertido en jefe del grupo étnico sublevado. Este caso demuestra, sin duda, la importancia que la población daba al Inca en un ámbito tan “alejado” de la zona central andina como el Tucumán, y no es ajeno a la esperanza de un retorno.
La segunda situación se presentó en 1666 en la zona norte del virreinato del Perú, cuando la Audiencia de Quito nombró corregidor de Ibarra a don Alonso de Arenas y Florencia Inga, descendiente de Atahualpa. La población andina de su corregimiento lo recibió como Inca, lo llevó en andas y lo reverenció ritualmente como tal. Ello se explica porque la gente estaba esperando el retorno del Inca y no tuvo dificultad en identificarlo con un hombre tan hispanizado como Alonso de Arenas, miembro de una familia fuertemente vinculada a la burocracia colonial. Por esta misma época un hermano suyo fue nombrado corregidor en Charcas, y el propio don Alonso obtuvo más adelante otro corregimiento en situaciones menos conflictivas.
El último caso en que se aprecia esta dimensión de la imagen del Inca son las sublevaciones urbanas de amplia proyección, como las ocurridas en Lima en 1666, el mismo año de los acontecimientos de Ibarra, cuando un conato de sublevación pareció comprometer a curacas de diversas regiones andinas, desde Lambayeque y Cajamarca hasta Cuzco, Puno y Moquegua, pasando por el valle del Mantaro. Es evidente que la población que nutrió este levantamiento, frustrado por la delación, no era sólo la residente en Lima. Sus apoyos se hallaban, sin duda, en los espacios rurales de las haciendas vecinas donde consta que había pobladores migrantes de muy distintas regiones, a más de aquellos asignados a la mita de plaza de la propia ciudad.
El principal dirigente de la sublevación limeña tenía un nombre a todas luces simbólico: Gabriel Manco Cápac. Al producirse la delación, Pedro Bohórquez, el mismo de los Calchaquíes, a la sazón preso en la cárcel de Lima, fue ejecutado y varios de los dirigentes apresados, pero Gabriel Manco Cápac no pudo ser encontrado. Los dirigentes detenidos fueron colgados en la Plaza de Armas de Lima y se organizaron expediciones a la zona central del país para dar con los fugitivos pues se decía que se habían refugiado en el valle del Mantaro.
En Huancavelica se obtuvo información importante. Algunos viajeros, que aparentemente huían de Lima, fueron detenidos e interrogados. Los datos obtenidos revelaban hechos interesantes. Se habló de plateros que estaban fabricando insignias “como las que el ynga usaba”, así como otros símbolos, todos ellos relacionados con la persona del Inca. No se encontró a Gabriel Manco Cápac, pero sí se apresó a un tal Juan Atahualpa (otro nombre simbólico). En la investigación resultaron implicados varios sujetos que luego resultarían antecesores directos de otros que pelearon por Túpac Amaru en 1780. Se incautó correspondencia de curacas, aunque las cartas en sí no parecen demasiado comprometedoras, y se recogió información sobre las versiones que corrían en los mentideros limeños acerca de la aparición del demonio en la costa o la decisión de las autoridades españolas de esclavizar a los pobladores andinos6.
Esta frustrada rebelión de 1666 abarcó, sin duda, un ámbito extenso y comprometió gente de muy diversas unidades étnicas y regionales. Junto con los casos de Ibarra y el territorio Calchaquí, dejan la impresión de que se ha producido un mesianismo del Inca, consecuencia obvia de la evangelización, sobrepuesto a creencias andinas que hablaban de una organización cíclica del tiempo. Esta imagen mesiánica llega a su culminación en la centuria siguiente.
En el siglo XVIII hubo una serie de sublevaciones en las que la imagen del Inca cobró una dimensión especial: la progresiva identificación, tanto por parte de la dirigencia como de la población, con su resurrección. Juan Santos Atahualpa, dirigente de la más extendida rebelión previa a la de Túpac Amaru en el Cuzco y a la de Catari en Charcas, es claramente mesiánico. Santos aparece a los ojos occidentales como marginal a los Andes, pero en realidad no puede afirmarse que lo fuera. Su presencia entre los Amuesha (Campas) y otras etnias que miraban hacia la Amazonia no lo hace extraño a los Andes. Sus relatos incluían una curiosa historia personal que los evangelizadores Franciscanos de las regiones donde vivían sus adeptos se encargaron de generalizar o de cambiar. Se sabe que andaba con una cruz al cuello y que se declaraba descendiente de los Incas del Cuzco, característica que asumirán muchos dirigentes de las rebeliones del siglo XVIII. Se decía que los Jesuitas lo sabían y hasta que la misma orden lo había llevado de viaje por Europa y Africa. Todas éstas son suposiciones, pero configuran una imagen de dirigente andino, conocedor del mundo y de los hombres, bautizado y convertido en esperanza redentora de la población que lo seguía con entusiasmo. Al morir se dijo que había ascendido en una columna de humo hacia el cielo… Testimonios cuzqueños de la época señalan que en la ciudad la gente afirmaba que el Inca Atahualpa (Juan Santos) reinaba en los Andes de Xauxa7, mientras que su primo hermano Huáscar lo hacía en el Gran Paititi, es decir, en el mundo de los Incas muertos. Con esta última imagen nos aproximamos a la dualidad andina, había un Inca hanan y otro hurin, simultáneamente, de la misma manera que había dos curacas en cada grupo. Se aprecia la vigencia del criterio en pleno siglo XVIII, si bien aplicado a Juan Santos como Inca.
Poco antes de estallar la sublevación de Túpac Amaru (1780), una serie de acontecimientos revela la existencia de un ambiente mesiánico en los Andes. Uno de éstos era la circulación generalizada de versiones y rumores al respecto, incluyendo chicherías y bares. En el Cuzco se reportaron las andanzas de un curioso personaje conocido como José Gran Quispe Tupa Inga, que se hacía llamar Inga de Quito, y decía ser portador de misivas dirigidas a capitanes de distintas poblaciones cercanas a la antigua capital de los Incas. Se añadía que, gracias a su pretendido concierto, los pobladores de las parroquias cuzqueñas se encontraban dispuestos a coronarlo como Inca, dando así cumplimiento a presuntas profecías de Santa Rosa de Lima y San Francisco Solano –dos santos claramente criollos–. El hecho de que la información que habla de Gran Quispe Tupa Inga provenga de los mentideros urbanos del Cuzco no es tan interesante como la conservación de ciertas informaciones a nivel popular. Por ejemplo, en los días iniciales de la presencia española en los Andes, un autor como Francisco de Xerez indicó que al morir el Inca Huayna Cápac se había cumplido su voluntad de que su cabeza quedara en Quito y el cuerpo llevado al Cuzco. Pocos años después, Pedro Cieza de León escribió que, antes de ser ejecutado, el Inca Atahualpa había confiado a sus más cercanos fieles que retornaría, convertido en amaru (culebra). Estas tempranas informaciones (Xerez publicó en 1534 y Cieza escribió hacia 1553 la tercera parte de su obra), permiten ver cuán antigua era la relación, que surge en las palabras de José Gran Quispe Tupa Inga, entre Quito y Cuzco, ya anteriormente mencionada en las versiones cuzqueñas sobre la rebelión de Juan Santos Atahualpa. Permite ver, asimismo, cuán antigua era también la imagen de la cabeza cortada del Inca, tan popularizada después en la crónica de Felipe Guamán Poma de Ayala y en las versiones modernas de los mitos de Inkarri.
Otro caso se vio en Paucarcolla (Puno), donde un hombre vestido de Nazareno, con corona de espinas y cruz a cuestas, era tratado como Inca por la población, que lo reverenciaba y llevaba en andas. Ayudado por otros funcionarios, el corregidor lo apresó y ejecutó. Es interesante la identificación entre Cristo y el Inca, que reaparecerá en la mitología recogida posteriormente en los Andes.
Un último caso de informaciones que mencionan un renacimiento del Inca fue registrado en las rutas sureñas cercanas a Arequipa. Un grupo de comerciantes tropezó con gente andina “alzada”, que anunciaba la llegada del Inca y aseguraba incluso que la gente del Cuzco ya lo había proclamado, pronosticando así la terminación del dominio español en los Andes. Esto sucedía en 1776 y se anunciaba que las profecías sucederían en el siguiente, el año de los tres sietes, cien años después de la rebelión limeña de 1666. Es claro que aquí ingresan no sólo elementos mesiánicos, sino también otros elementos de la cultura popular europea, relativos al manejo simbólico o cabalístico de las cifras de los años.
Con estos antecedentes no sorprende que en los movimientos generales de la segunda mitad del siglo XVIII, tanto en el Cuzco (Túpac Amaru), como en Charcas (Catari) y en otras zonas de los Andes, la presencia del Inca haya tenido un matiz de cumplimiento de profecía mesiánica. En el caso de Túpac Amaru, la identificación con el Inca (con los Incas históricos) era clara y previa. La familia de José Gabriel Túpac Amaru buscó durante largo tiempo que la autoridad colonial reconociera su condición de descendiente de los Incas. Igual hicieron muchas familias, cuzqueñas o no, que se tenían por descendientes de los Incas. Algunos de estos procedimientos se iniciaron en el siglo XVII, e incluso hay ejemplos en el siglo XVI. Además, los descendientes de los Incas cuzqueños se retrataron, especialmente en el siglo XVIII, luciendo los atributos de Incas.
La gente andina mantuvo una estrecha relación entre aculturación y resistencia. La adopción de elementos europeos, el mesianismo entre ellos, se conjugaba así con los intentos de la dirigencia para identificarse con el Inca. Muchos curacas buscaron ejercer el mismo derecho sucesorio. En el siglo XVIII la identificación de un Inca mesiánico es tan acorde con la sublevación, que curacas que en 1750 representaban en Lima papeles de Incas en “procesiones” o escenificaciones, figuran entre los dirigentes de la sublevación capitalina de 1751, a consecuencia de lo cual, el virrey pidió prohibir las representaciones.
Al desaparecer los cronistas, los españoles se muestran cada vez menos sensibles a la noción de Inca identificado con el pasado. La lectura de la información sobre las sublevaciones del siglo XVIII ofrece la impresión oficial: los sublevados no eran Incas sino sólo descendientes de ellos, de manera que había que prohibir las representaciones, las procesiones, los retratos. Después de la guerra de Túpac Amaru, se prohibió incluso el libro los Comentarios reales de los Incas, del Inca Garcilaso de la Vega, y se desterró a la familia del rebelde. Pero la gente no eliminó el pasado ni se distanció de él. Cuando en 1824, José de La Serna, el último virrey, gobernaba en Cuzco y los miembros de las antiguas panacas solicitaron restablecer la procesión de Santiago para pasear el pendón real, recibieron autorización para hacerlo. Esto se ha asociado con la intención que parece haber tenido el propio La Serna de nombrar como rey del Perú a un descendiente de los Incas, según menciona en sus memorias el Conde de Torata.
En la República la imagen del Inca tomó otro rumbo. No se destruyó, pero deberá analizarse mejor por qué desapareció la imagen mesiánica del Inca en el siglo XIX y se refugió en versiones orales de mitos que más parecen una mirada al pasado que una esperanza futura. Hoy a nadie sorprende que los Incas constituyan un pasado glorioso, remoto, ejemplar e imitable, pero difícilmente accesible.
#AmorPorColombia
El Inca en la Colonia
Saraguro, Ecuador. Jeremy Horner.
Viñetas ilustrativas de Felipe Guamán Poma de Ayala tomadas del libro Nueva crónica y buen gobierno de Felipe Guamán Poma de Ayala, publicada por la Biblioteca Ayacucho, Caracas, 1980. Jeremy Horner.
Viñetas ilustrativas de Felipe Guamán Poma de Ayala tomadas del libro Nueva crónica y buen gobierno de Felipe Guamán Poma de Ayala, publicada por la Biblioteca Ayacucho, Caracas, 1980. Jeremy Horner.
Pisaq, Perú. Jeremy Horner.
Chinchero, Perú. Jeremy Horner.
Viñetas ilustrativas de Felipe Guamán Poma de Ayala tomadas del libro Nueva crónica y buen gobierno de Felipe Guamán Poma de Ayala, publicada por la Biblioteca Ayacucho, Caracas, 1980. Jeremy Horner.
Viñetas ilustrativas de Felipe Guamán Poma de Ayala tomadas del libro Nueva crónica y buen gobierno de Felipe Guamán Poma de Ayala, publicada por la Biblioteca Ayacucho, Caracas, 1980. Jeremy Horner.
Surigui, Bolivia. Jeremy Horner.
Celebración del Int’i Raymi. Perú. Jeremy Horner.
Viñetas ilustrativas de Felipe Guamán Poma de Ayala tomadas del libro Nueva crónica y buen gobierno de Felipe Guamán Poma de Ayala, publicada por la Biblioteca Ayacucho, Caracas, 1980. Jeremy Horner.
Celebración del Int’i Raymi. Sacsayhuaman, Perú. Jeremy Horner.
Cerca a Angamarca. Cotopaxi, Ecuador. Jeremy Horner.
Zumbahua, Ecuador. Jeremy Horner.
Zumbahua, Ecuador. Jeremy Horner.
Ollantaytambo, Perú. Jeremy Horner.
Ollantaytambo, Perú. Jeremy Horner.
Ollantaytambo, Perú. Jeremy Horner.
Zumbahua, Ecuador. Jeremy Horner.
Otavalo. Ecuador. Jeremy Horner.
Volcán Cotopaxi, Ecuador. Jeremy Horner.
Mujer cañari. Ecuador. Jeremy Horner.
Puruhua, Ecuador. Jeremy Horner.
Urcos, Perú. Jeremy Horner.
Tiotamba. Perú. Jeremy Horner.
Pisaq, Perú. Jeremy Horner.
Representación de Pachacuti. Cuzco, Perú. Jeremy Horner.
Angamarca. Cotopaxi, Ecuador. Jeremy Horner.
Angamarca. Cotopaxi, Ecuador. Jeremy Horner.
Pisaq, Perú. Jeremy Horner.
Valle Sagrado, Perú. Jeremy Horner.
Vilacayma, Bolivia. Jeremy Horner.
Indios Salasaca. Ecuador Jeremy Horner.
Huilloc, Perú. Jeremy Horner.
Taquilé, Perú. Jeremy Horner.
Taquilé, Perú. Jeremy Horner.
Taquilé, Perú. Jeremy Horner.
Isla del Sol, lago Titicaca. Puno, Perú y Bolivia. Jeremy Horner.
Isla del Sol, lago Titicaca. Puno, Perú y Bolivia. Jeremy Horner.
Isla del Sol, lago Titicaca. Puno, Perú y Bolivia. Jeremy Horner.
Quotabambas, Perú. Jeremy Horner.
Quotabambas, Perú. Jeremy Horner.
Quinua. Ayacucho, Perú. Jeremy Horner.
Plaza de Armas. Ayacucho, Perú Jeremy Horner.
Plaza de Armas. Ayacucho, Perú Jeremy Horner.
Marcha de mujeres. Plaza de Armas. Cuzco, Perú. Jeremy Horner.
Festival de la Virgen del Carmen. Humahuaca, Argentina. Jeremy Horner.
Festival de la Virgen del Carmen. Humahuaca, Argentina. Jeremy Horner.
Festival de la Virgen del Carmen. Humahuaca, Argentina. Jeremy Horner.
Amantani, Perú. Jeremy Horner.
Cementerio de El Alto. La Paz, Bolivia Jeremy Horner.
Cuzco, Perú. Jeremy Horner.
Punamarca, Argentina. Jeremy Horner.
Texto de: Franklin Pease G.Y.
En 1534 se publicaron en Sevilla los dos primeros libros que relataban la conquista del Perú: La Relación de la conquista del Perú, anónima, atribuida por Raúl Porras a Cristóbal de Mena, y la Verdadera relación de la conquista del Perú, escrita por Francisco de Xerez. En ninguno de ellos se menciona siquiera la palabra Inca. Inca es una noción andina que ha tenido su propia historia en las versiones de los mitos conocidos hoy en la región. José María Arguedas precisaba un significado: Inca quería decir “modelo originante de todo ser”, un arquetipo. En ello coincidió con modernas investigaciones (Jorge Flores Ochoa, Gerald Taylor) sobre las nociones de enca y cámac: principio generador del mundo, de la gente, de las cosas.
Aunque en los conocidos sucesos de Cajamarca hubo intérpretes, éstos no estaban en condiciones de traducir en el sentido estricto de la palabra. Se trataba de individuos que habían aprendido en Panamá o Sevilla un español portuario o marinero. La complicada traducción de discursos o de textos jurídicos o teológicos que exigían versiones sutiles de una lengua a otra, escapaba a sus posibilidades. Tampoco podían verter al español categorías andinas como Inca.
Miguel de Estete relató el viaje de Hernando Pizarro desde Cajamarca hasta Pachacamac (incluido en la Verdadera relación de Xerez), y es el posible gestor de una Noticia del Perú, escrita después de 1540, en que el autor identificaba a los últimos Incas por su nombre, añadía el de Huayna Cápac, sabía cosas que los autores de 1534 no conocían, podía explicar qué era un suyu y precisar el runasimi (la lengua, después llamada quechua). En la Noticia hay una información útil: Inca quiere decir rey. En el decenio de 1550 se escriben obras capitales sobre los Incas: la Suma y narración de los Incas, de Juan de Betanzos, y la segunda parte de la Crónica del Perú de Pedro Cieza de León, ambas escritas en el Cuzco. Allí se encuentra una genealogía de Incas ya organizada.
El Inca no sólo es un rey a la manera europea, es parte de una antigua dinastía. Los Incas conquistaron su imperio como los reyes occidentales; se formó así un estereotipo que tuvo larga duración. Hoy se sabe que el Inca no era un rey sino una divinidad, un mediador entre un mundo sagrado y otro profano, que Inca era un arquetipo. La imagen del Inca de las crónicas, tan similar a la que los españoles podían tener de Carlos V o Felipe II, se ha precisado como una categoría andina diferente. El Inca no era solamente un personaje rector de la dirigencia cuzqueña, era un articulador, un personaje que regulaba y reunía en sí las relaciones entre el Cuzco y las diferentes unidades étnicas andinas. Cumplía esta tarea a través de un universo ritual: el conjunto de matrimonios que el Inca realizaba con mujeres de cada uno de los grupos étnicos.
Desde los primeros cronistas se pensó que estos enlaces de los Incas eran similares a lo que los españoles conocían en pueblos infieles como los árabes peninsulares. Por ello, identificaron un “harén real”. Hoy se sabe que estos enlaces originaban las imprescindibles relaciones de parentesco que hacían posibles la reciprocidad y la redistribución entre el Cuzco (el Inca) y los grupos étnicos. La economía andina carecía de moneda, comercio, mercado e incluso de tributo. Lo único que se entregaba era energía humana. Los intercambios de energía humana hacen parte de lo que se llama reciprocidad.
Las relaciones del pueblo con el poder estaban claramente establecidas: la gente entregaba energía humana, nunca cosas, y recibía una redistribución en bienes del poder. La permanencia de esta relación –reciprocidad y redistribución– exigía un vínculo previo de parentesco. Aquí ingresa la noción de huaccha, que quiere decir “pobre”, pero también “huérfano”, el que está solo, sin parientes, el hombre que apenas puede subsistir precariamente. Los textos de Huarochirí, recopilados por Francisco de Avila, relatan que un héroe (Huatyacuri) era “tan pobre” que sólo podía comer papas. Se trata de un hombre sin parientes que no puede obtener más recursos por medio de la reciprocidad. Al vivir al margen del poder, tampoco puede acceder a la redistribución, por ello es pobre, vive en la orfandad. En sus Comentarios reales, el Inca Garcilaso ofreció una clara descripción de lo que era riqueza y pobreza en los Andes:
“La tercera ley era que por ninguna causa ni razón indio alguno era obligado a pagar de su hazienda cosa alguna en lugar de tributo, sino que solamente lo pagava con su traba o con su oficio o con el tiempo que se ocupava en el servicio del Rey o de su república; y en esa parte eran iguales el pobre y el rico, porque ni éste pagava más ni aquél menos. Llamávase rico el que tenía hijos y familia para acabar más aína el trabajo tributario que le cabía; y el que no la tenía, aunque fuese rico de otras cosas, era pobre”1.
Es, pues, interesante establecer esta figura del Inca en términos de relacionar, de unir, de vincular a través del parentesco. Hoy puede decirse que en torno al parentesco se constituye y funciona ese organismo impresionante que es el Tahuantinsuyo. Finalmente, las relaciones del Inca con las unidades étnicas podían “medirse” o establecerse en términos de parentesco.
El Inca era un dios que no caminaba, debía ser llevado en andas porque su contacto con la tierra significaba la ruptura del orden cósmico. Igual cosa ocurría con Huiracocha, la divinidad recordada en los mitos del Cuzco, que cuando andaba producía tempestades, terremotos, aluviones, erupciones volcánicas, todas las catástrofes eran posibles. El dios “ordena” el mundo cuando se sienta, por ello el Inca es llevado en andas, se desplaza aislado por un contexto ritual. Esto se aprecia al leer las descripciones de los cronistas acerca del ingreso del Inca Atahualpa a Cajamarca. Entró Atahualpa en medio de danzarines y tocadores de pututus, precedido por hombres que recogían las piedras y hierbas del suelo, limpiando el camino por donde habrían de pasar los que llevaban en andas a la divinidad. Igualmente, cerraban el cortejo músicos y danzarines que “recomponían” el orden cósmico una vez pasada la huaca que era el Inca. Así lo explica Francisco de Xerez:
“Luego la delantera de la gente comenzó a entrar en la plaza: venía delante un esquadrón de indios vestidos de una librea de colores a manera de escaques. Estos venían quitando las pajas del suelo y barriendo el camino. Tras estos venían otras tres esquadras vestidos de otra manera, todos cantando y baylando. Luego venía mucha gente con armaduras, patenas y coronas de oro y plata. Entre estos venía Atabalica en una litera asforrada de pluma de papagayos de muchos colores guarnecida de chapas de oro y plata. Traíanle muchos indios sobre los hombros en alto, tras desta venían otras dos literas y dos hamacas, en que venían otras personas principales. Luego venía mucha gente en esquadras con coronas de oro y plata…”2.
Estos fueron los “soldados” que entraron con el Inca en Cajamarca. Xerez opinó que los hombres que entraban a la plaza de Cajamarca traían armas “secretas debaxo de las camisetas”.
La primera imagen de los Incas coloniales fue la de un “Inca” nombrado por los españoles de acuerdo con su criterio: un Manco Inca subordinado primero y rebelde después que, finalmente, se refugió en Vilcabamba, donde sobrevivieron varios Incas. Eran los reyes exiliados de los documentos españoles del siglo XVI.
¿Cómo pudo considerar Inca la gente a Manco Inca, si sabemos que para serlo había que pasar por un ritual de iniciación, y a Manco Inca lo había nombrado Pizarro? ¿Cómo entender a Manco Inca como Inca, si para serlo había que establecer –restablecer– vínculos de reciprocidad y redistribución con los grupos étnicos, y Manco Inca está encerrado primero en el Cuzco y después en Vilcabamba? No puede ejercer redistribución, tampoco sus sucesores. Ello se comprueba en la rebelión de 1536.
Manco Inca pudo reunir gente para la sublevación porque aún disponía de relaciones recíprocas-redistributivas entre la gente cercana al Cuzco, y con ella formó el ejército que enfrentó a los españoles. El ejército funcionó mientras hubo redistribución, pero los recursos no llegaban con la regularidad anterior porque el Inca ya no podía organizar una mita; las mitas del Inca movilizaban miles de personas destinadas a la producción, transporte y almacenamiento de bienes. Manco Inca sólo contaba con las reservas cercanas al Cuzco, las que se hallaban en la ciudad estaban en manos españolas. Ello limitó la duración de su guerra.
En contraste hallamos otras situaciones. Francisco Pizarro había fundado a Lima poco antes de la sublevación de Manco Inca, y en esta ciudad vivía con una mujer llamada Inés Huaylas, hija de Contarguacho, esta última había sido mujer de Huayna Cápac (la mujer del Inca en Huaylas). Cuando se produjo la sublevación de Manco Inca, la gente de Huaylas vino a auxiliar a Pizarro, en ejercicio de la reciprocidad y honrando el parentesco existente. No tenía ya la población andina de Huaylas relación de parentesco con el Inca impuesto por los españoles, por ello fue a defender a Lima contra las tropas de Manco Inca que la asediaban3. El caso de Pizarro y los curacas (caciques o nobles) de Huaylas demuestra que la población andina mantiene –por medio de éstos– la relación de reciprocidad con los españoles, aunque luego fracase la de redistribución correspondiente que los peninsulares no empleaban. Pero en 1536 los curacas de Huaylas no lo sabían aún.
Manco Inca y sus sucesores en Vilcabamba quedaron cada vez más aislados. Sin capacidad para restablecer las pautas de la redistribución, los Incas de Vilcabamba padecieron un destierro interior, no limitado a vivir fuera del Cuzco, sino a estar solos, sin familiares, sin relación de parentesco con las unidades étnicas, sin acceso a las relaciones que hacían funcionar el Tahuantinsuyu: la energía humana que alimentaba las mitas y su multiplicidad, haciendo posible la redistribución.
Compleja es, pues, la situación de Vilcabamba. Es un foco de resistencia, pero no el único. Los allí refugiados no son los mismos Incas de antes, cuyo poder se cimentaba en la redistribución. Se sienten Incas como grupo, pero no son reconocidos como tales por el resto. No se trata de que los grupos étnicos fueran “aliados” de los españoles por oposición al Inca, se trata de que Manco carecía de la calidad de Inca, tanto simbólica como efectivamente.
Para la administración española el asunto tenía otro cariz. Los Incas de Vilcabamba eran un pretexto suficiente para afirmar ante la burocracia de la metrópoli la existencia de un enemigo al que había que enfrentar. Virreyes y funcionarios podían justificar determinados gastos o políticas locales. Esto llega, finalmente, a término con los cambios en la administración colonial. El virrey Francisco de Toledo forma un ejército, invade a Vilcabamba, captura a Túpac Amaru y lo ejecuta en la plaza del Cuzco.
Desaparecidos los Incas de Vilcabamba no se vuelve a hablar del Inca sino en términos históricos. Los cronistas continuaron escribiendo historias acerca de ellos, pero después de 1572 ya pertenecen claramente al pasado. Esto explica por qué se deja de hablar del Inca cuando las versiones parten de la gente andina. En el siglo XVI hubo diversos movimientos andinos, algunos estudiados, como el Taqui Oncoy, en que la figura del Inca es opaca, cuando no inexistente. Allí el Inca no figura, el texto habla del “tiempo del ynga” en el sentido en que se emplea en español, hablando cronológicamente del pasado. La “vuelta al tiempo del ynga”, allí mencionada, es un “retorno al pasado”, pero a un pasado sin el Inca, puesto que éste no aparece en las listas de huacas que mencionan los interrogados. En cambio, aparecen allí otras muchas divinidades andinas previas a los Incas del Cuzco.
Así, en el siglo XVI, se puede tener la impresión de que el Inca ha desaparecido de la escena andina. Sin embargo, en la centuria siguiente aparecen testimonios de su presencia en diversas actividades de la gente andina, fiestas, bailes, procesiones e incluso iconografías que representan la muerte del Inca en Cajamarca. Esta “escenificación” llevó, tiempo después, a la aparición de textos “teatrales” en los que se aprecia una versión, quizás más andina, de la tragedia de Cajamarca.
La más divulgada es la denominada Tragedia del fin de Atawallpa4. Es interesante aquí el reconocimiento de Atahualpa como Inca, que las crónicas clásicas le habían negado con base en su “ilegitimidad” (hoy revaluada). En la Tragedia el Inca es un personaje andino propio, un recuerdo que vale la pena conservar. De otra parte, en la Tragedia, españoles y andinos no pueden hablarse en Cajamarca. Los españoles sólo mueven los labios, no emiten sonido; en contraste, los actores que representan a los Incas sí hablan. Cuando los andinos se refieren al español hablan de su “atronador” e incomprensible sonido. En la Tragedia hay un intérprete que no puede llevar a cabo una traducción real.
Cuando en el siglo XVIII Bartolomé Arzáns de Orsúa y Vela escribió su Historia de la Villa Imperial de Potosí, anotó que en el XVI, al finalizar una de las guerras entre españoles, se llevó a cabo una gran fiesta en Potosí en la que hubo ceremonias religiosas, procesiones, bailes y escenificaciones teatrales. Los andinos de la Villa participaron con una escenificación sobre los Incas, representados, según la versión de Arzáns, en grupos que informaban sobre Manco Cápac, Huayna Cápac, la guerra entre Huáscar y Atahualpa y, finalmente, sobre la invasión española5. Hoy sabemos que en el universo de las representaciones coloniales, el caso de la Tragedia del fin de Atawallpa no es único, hay muchos similares y en todos se mantuvo una imagen del Inca.
Otra dimensión de la presencia del Inca en la Colonia es la de símbolo unificador. Hacia mediados del siglo XVII, hay en el amplio espectro colonial tres situaciones que lo ilustran. En la región del Tucumán, en la primera parte del siglo, los Calchaquíes se alzaron en armas contra los españoles. En un momento de la sublevación apareció en la zona Pedro Bohórquez, –un andaluz fugitivo de Valdivia, con un historial aventurero en la sierra y la selva centrales del Perú actual– quien se presentó ante los Calchaquíes como Inca, y como tal fue recibido y aceptado, llevado en andas y convertido en jefe del grupo étnico sublevado. Este caso demuestra, sin duda, la importancia que la población daba al Inca en un ámbito tan “alejado” de la zona central andina como el Tucumán, y no es ajeno a la esperanza de un retorno.
La segunda situación se presentó en 1666 en la zona norte del virreinato del Perú, cuando la Audiencia de Quito nombró corregidor de Ibarra a don Alonso de Arenas y Florencia Inga, descendiente de Atahualpa. La población andina de su corregimiento lo recibió como Inca, lo llevó en andas y lo reverenció ritualmente como tal. Ello se explica porque la gente estaba esperando el retorno del Inca y no tuvo dificultad en identificarlo con un hombre tan hispanizado como Alonso de Arenas, miembro de una familia fuertemente vinculada a la burocracia colonial. Por esta misma época un hermano suyo fue nombrado corregidor en Charcas, y el propio don Alonso obtuvo más adelante otro corregimiento en situaciones menos conflictivas.
El último caso en que se aprecia esta dimensión de la imagen del Inca son las sublevaciones urbanas de amplia proyección, como las ocurridas en Lima en 1666, el mismo año de los acontecimientos de Ibarra, cuando un conato de sublevación pareció comprometer a curacas de diversas regiones andinas, desde Lambayeque y Cajamarca hasta Cuzco, Puno y Moquegua, pasando por el valle del Mantaro. Es evidente que la población que nutrió este levantamiento, frustrado por la delación, no era sólo la residente en Lima. Sus apoyos se hallaban, sin duda, en los espacios rurales de las haciendas vecinas donde consta que había pobladores migrantes de muy distintas regiones, a más de aquellos asignados a la mita de plaza de la propia ciudad.
El principal dirigente de la sublevación limeña tenía un nombre a todas luces simbólico: Gabriel Manco Cápac. Al producirse la delación, Pedro Bohórquez, el mismo de los Calchaquíes, a la sazón preso en la cárcel de Lima, fue ejecutado y varios de los dirigentes apresados, pero Gabriel Manco Cápac no pudo ser encontrado. Los dirigentes detenidos fueron colgados en la Plaza de Armas de Lima y se organizaron expediciones a la zona central del país para dar con los fugitivos pues se decía que se habían refugiado en el valle del Mantaro.
En Huancavelica se obtuvo información importante. Algunos viajeros, que aparentemente huían de Lima, fueron detenidos e interrogados. Los datos obtenidos revelaban hechos interesantes. Se habló de plateros que estaban fabricando insignias “como las que el ynga usaba”, así como otros símbolos, todos ellos relacionados con la persona del Inca. No se encontró a Gabriel Manco Cápac, pero sí se apresó a un tal Juan Atahualpa (otro nombre simbólico). En la investigación resultaron implicados varios sujetos que luego resultarían antecesores directos de otros que pelearon por Túpac Amaru en 1780. Se incautó correspondencia de curacas, aunque las cartas en sí no parecen demasiado comprometedoras, y se recogió información sobre las versiones que corrían en los mentideros limeños acerca de la aparición del demonio en la costa o la decisión de las autoridades españolas de esclavizar a los pobladores andinos6.
Esta frustrada rebelión de 1666 abarcó, sin duda, un ámbito extenso y comprometió gente de muy diversas unidades étnicas y regionales. Junto con los casos de Ibarra y el territorio Calchaquí, dejan la impresión de que se ha producido un mesianismo del Inca, consecuencia obvia de la evangelización, sobrepuesto a creencias andinas que hablaban de una organización cíclica del tiempo. Esta imagen mesiánica llega a su culminación en la centuria siguiente.
En el siglo XVIII hubo una serie de sublevaciones en las que la imagen del Inca cobró una dimensión especial: la progresiva identificación, tanto por parte de la dirigencia como de la población, con su resurrección. Juan Santos Atahualpa, dirigente de la más extendida rebelión previa a la de Túpac Amaru en el Cuzco y a la de Catari en Charcas, es claramente mesiánico. Santos aparece a los ojos occidentales como marginal a los Andes, pero en realidad no puede afirmarse que lo fuera. Su presencia entre los Amuesha (Campas) y otras etnias que miraban hacia la Amazonia no lo hace extraño a los Andes. Sus relatos incluían una curiosa historia personal que los evangelizadores Franciscanos de las regiones donde vivían sus adeptos se encargaron de generalizar o de cambiar. Se sabe que andaba con una cruz al cuello y que se declaraba descendiente de los Incas del Cuzco, característica que asumirán muchos dirigentes de las rebeliones del siglo XVIII. Se decía que los Jesuitas lo sabían y hasta que la misma orden lo había llevado de viaje por Europa y Africa. Todas éstas son suposiciones, pero configuran una imagen de dirigente andino, conocedor del mundo y de los hombres, bautizado y convertido en esperanza redentora de la población que lo seguía con entusiasmo. Al morir se dijo que había ascendido en una columna de humo hacia el cielo… Testimonios cuzqueños de la época señalan que en la ciudad la gente afirmaba que el Inca Atahualpa (Juan Santos) reinaba en los Andes de Xauxa7, mientras que su primo hermano Huáscar lo hacía en el Gran Paititi, es decir, en el mundo de los Incas muertos. Con esta última imagen nos aproximamos a la dualidad andina, había un Inca hanan y otro hurin, simultáneamente, de la misma manera que había dos curacas en cada grupo. Se aprecia la vigencia del criterio en pleno siglo XVIII, si bien aplicado a Juan Santos como Inca.
Poco antes de estallar la sublevación de Túpac Amaru (1780), una serie de acontecimientos revela la existencia de un ambiente mesiánico en los Andes. Uno de éstos era la circulación generalizada de versiones y rumores al respecto, incluyendo chicherías y bares. En el Cuzco se reportaron las andanzas de un curioso personaje conocido como José Gran Quispe Tupa Inga, que se hacía llamar Inga de Quito, y decía ser portador de misivas dirigidas a capitanes de distintas poblaciones cercanas a la antigua capital de los Incas. Se añadía que, gracias a su pretendido concierto, los pobladores de las parroquias cuzqueñas se encontraban dispuestos a coronarlo como Inca, dando así cumplimiento a presuntas profecías de Santa Rosa de Lima y San Francisco Solano –dos santos claramente criollos–. El hecho de que la información que habla de Gran Quispe Tupa Inga provenga de los mentideros urbanos del Cuzco no es tan interesante como la conservación de ciertas informaciones a nivel popular. Por ejemplo, en los días iniciales de la presencia española en los Andes, un autor como Francisco de Xerez indicó que al morir el Inca Huayna Cápac se había cumplido su voluntad de que su cabeza quedara en Quito y el cuerpo llevado al Cuzco. Pocos años después, Pedro Cieza de León escribió que, antes de ser ejecutado, el Inca Atahualpa había confiado a sus más cercanos fieles que retornaría, convertido en amaru (culebra). Estas tempranas informaciones (Xerez publicó en 1534 y Cieza escribió hacia 1553 la tercera parte de su obra), permiten ver cuán antigua era la relación, que surge en las palabras de José Gran Quispe Tupa Inga, entre Quito y Cuzco, ya anteriormente mencionada en las versiones cuzqueñas sobre la rebelión de Juan Santos Atahualpa. Permite ver, asimismo, cuán antigua era también la imagen de la cabeza cortada del Inca, tan popularizada después en la crónica de Felipe Guamán Poma de Ayala y en las versiones modernas de los mitos de Inkarri.
Otro caso se vio en Paucarcolla (Puno), donde un hombre vestido de Nazareno, con corona de espinas y cruz a cuestas, era tratado como Inca por la población, que lo reverenciaba y llevaba en andas. Ayudado por otros funcionarios, el corregidor lo apresó y ejecutó. Es interesante la identificación entre Cristo y el Inca, que reaparecerá en la mitología recogida posteriormente en los Andes.
Un último caso de informaciones que mencionan un renacimiento del Inca fue registrado en las rutas sureñas cercanas a Arequipa. Un grupo de comerciantes tropezó con gente andina “alzada”, que anunciaba la llegada del Inca y aseguraba incluso que la gente del Cuzco ya lo había proclamado, pronosticando así la terminación del dominio español en los Andes. Esto sucedía en 1776 y se anunciaba que las profecías sucederían en el siguiente, el año de los tres sietes, cien años después de la rebelión limeña de 1666. Es claro que aquí ingresan no sólo elementos mesiánicos, sino también otros elementos de la cultura popular europea, relativos al manejo simbólico o cabalístico de las cifras de los años.
Con estos antecedentes no sorprende que en los movimientos generales de la segunda mitad del siglo XVIII, tanto en el Cuzco (Túpac Amaru), como en Charcas (Catari) y en otras zonas de los Andes, la presencia del Inca haya tenido un matiz de cumplimiento de profecía mesiánica. En el caso de Túpac Amaru, la identificación con el Inca (con los Incas históricos) era clara y previa. La familia de José Gabriel Túpac Amaru buscó durante largo tiempo que la autoridad colonial reconociera su condición de descendiente de los Incas. Igual hicieron muchas familias, cuzqueñas o no, que se tenían por descendientes de los Incas. Algunos de estos procedimientos se iniciaron en el siglo XVII, e incluso hay ejemplos en el siglo XVI. Además, los descendientes de los Incas cuzqueños se retrataron, especialmente en el siglo XVIII, luciendo los atributos de Incas.
La gente andina mantuvo una estrecha relación entre aculturación y resistencia. La adopción de elementos europeos, el mesianismo entre ellos, se conjugaba así con los intentos de la dirigencia para identificarse con el Inca. Muchos curacas buscaron ejercer el mismo derecho sucesorio. En el siglo XVIII la identificación de un Inca mesiánico es tan acorde con la sublevación, que curacas que en 1750 representaban en Lima papeles de Incas en “procesiones” o escenificaciones, figuran entre los dirigentes de la sublevación capitalina de 1751, a consecuencia de lo cual, el virrey pidió prohibir las representaciones.
Al desaparecer los cronistas, los españoles se muestran cada vez menos sensibles a la noción de Inca identificado con el pasado. La lectura de la información sobre las sublevaciones del siglo XVIII ofrece la impresión oficial: los sublevados no eran Incas sino sólo descendientes de ellos, de manera que había que prohibir las representaciones, las procesiones, los retratos. Después de la guerra de Túpac Amaru, se prohibió incluso el libro los Comentarios reales de los Incas, del Inca Garcilaso de la Vega, y se desterró a la familia del rebelde. Pero la gente no eliminó el pasado ni se distanció de él. Cuando en 1824, José de La Serna, el último virrey, gobernaba en Cuzco y los miembros de las antiguas panacas solicitaron restablecer la procesión de Santiago para pasear el pendón real, recibieron autorización para hacerlo. Esto se ha asociado con la intención que parece haber tenido el propio La Serna de nombrar como rey del Perú a un descendiente de los Incas, según menciona en sus memorias el Conde de Torata.
En la República la imagen del Inca tomó otro rumbo. No se destruyó, pero deberá analizarse mejor por qué desapareció la imagen mesiánica del Inca en el siglo XIX y se refugió en versiones orales de mitos que más parecen una mirada al pasado que una esperanza futura. Hoy a nadie sorprende que los Incas constituyan un pasado glorioso, remoto, ejemplar e imitable, pero difícilmente accesible.