- Botero esculturas (1998)
- Salmona (1998)
- El sabor de Colombia (1994)
- Wayuú. Cultura del desierto colombiano (1998)
- Semana Santa en Popayán (1999)
- Cartagena de siempre (1992)
- Palacio de las Garzas (1999)
- Juan Montoya (1998)
- Aves de Colombia. Grabados iluminados del Siglo XVIII (1993)
- Alta Colombia. El esplendor de la montaña (1996)
- Artefactos. Objetos artesanales de Colombia (1992)
- Carros. El automovil en Colombia (1995)
- Espacios Comerciales. Colombia (1994)
- Cerros de Bogotá (2000)
- El Terremoto de San Salvador. Narración de un superviviente (2001)
- Manolo Valdés. La intemporalidad del arte (1999)
- Casa de Hacienda. Arquitectura en el campo colombiano (1997)
- Fiestas. Celebraciones y Ritos de Colombia (1995)
- Costa Rica. Pura Vida (2001)
- Luis Restrepo. Arquitectura (2001)
- Ana Mercedes Hoyos. Palenque (2001)
- La Moneda en Colombia (2001)
- Jardines de Colombia (1996)
- Una jornada en Macondo (1995)
- Retratos (1993)
- Atavíos. Raíces de la moda colombiana (1996)
- La ruta de Humboldt. Colombia - Venezuela (1994)
- Trópico. Visiones de la naturaleza colombiana (1997)
- Herederos de los Incas (1996)
- Casa Moderna. Medio siglo de arquitectura doméstica colombiana (1996)
- Bogotá desde el aire (1994)
- La vida en Colombia (1994)
- Casa Republicana. La bella época en Colombia (1995)
- Selva húmeda de Colombia (1990)
- Richter (1997)
- Por nuestros niños. Programas para su Proteccion y Desarrollo en Colombia (1990)
- Mariposas de Colombia (1991)
- Colombia tierra de flores (1990)
- Los países andinos desde el satélite (1995)
- Deliciosas frutas tropicales (1990)
- Arrecifes del Caribe (1988)
- Casa campesina. Arquitectura vernácula de Colombia (1993)
- Páramos (1988)
- Manglares (1989)
- Señor Ladrillo (1988)
- La última muerte de Wozzeck (2000)
- Historia del Café de Guatemala (2001)
- Casa Guatemalteca (1999)
- Silvia Tcherassi (2002)
- Ana Mercedes Hoyos. Retrospectiva (2002)
- Francisco Mejía Guinand (2002)
- Aves del Llano (1992)
- El año que viene vuelvo (1989)
- Museos de Bogotá (1989)
- El arte de la cocina japonesa (1996)
- Botero Dibujos (1999)
- Colombia Campesina (1989)
- Conflicto amazónico. 1932-1934 (1994)
- Débora Arango. Museo de Arte Moderno de Medellín (1986)
- La Sabana de Bogotá (1988)
- Casas de Embajada en Washington D.C. (2004)
- XVI Bienal colombiana de Arquitectura 1998 (1998)
- Visiones del Siglo XX colombiano. A través de sus protagonistas ya muertos (2003)
- Río Bogotá (1985)
- Jacanamijoy (2003)
- Álvaro Barrera. Arquitectura y Restauración (2003)
- Campos de Golf en Colombia (2003)
- Cartagena de Indias. Visión panorámica desde el aire (2003)
- Guadua. Arquitectura y Diseño (2003)
- Enrique Grau. Homenaje (2003)
- Mauricio Gómez. Con la mano izquierda (2003)
- Ignacio Gómez Jaramillo (2003)
- Tesoros del Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario. 350 años (2003)
- Manos en el arte colombiano (2003)
- Historia de la Fotografía en Colombia. Museo de Arte Moderno de Bogotá (1983)
- Arenas Betancourt. Un realista más allá del tiempo (1986)
- Los Figueroa. Aproximación a su época y a su pintura (1986)
- Andrés de Santa María (1985)
- Ricardo Gómez Campuzano (1987)
- El encanto de Bogotá (1987)
- Manizales de ayer. Album de fotografías (1987)
- Ramírez Villamizar. Museo de Arte Moderno de Bogotá (1984)
- La transformación de Bogotá (1982)
- Las fronteras azules de Colombia (1985)
- Botero en el Museo Nacional de Colombia. Nueva donación 2004 (2004)
- Gonzalo Ariza. Pinturas (1978)
- Grau. El pequeño viaje del Barón Von Humboldt (1977)
- Bogotá Viva (2004)
- Albergues del Libertador en Colombia. Banco de la República (1980)
- El Rey triste (1980)
- Gregorio Vásquez (1985)
- Ciclovías. Bogotá para el ciudadano (1983)
- Negret escultor. Homenaje (2004)
- Mefisto. Alberto Iriarte (2004)
- Suramericana. 60 Años de compromiso con la cultura (2004)
- Rostros de Colombia (1985)
- Flora de Los Andes. Cien especies del Altiplano Cundi-Boyacense (1984)
- Casa de Nariño (1985)
- Periodismo gráfico. Círculo de Periodistas de Bogotá (1984)
- Cien años de arte colombiano. 1886 - 1986 (1985)
- Pedro Nel Gómez (1981)
- Colombia amazónica (1988)
- Palacio de San Carlos (1986)
- Veinte años del Sena en Colombia. 1957-1977 (1978)
- Bogotá. Estructura y principales servicios públicos (1978)
- Colombia Parques Naturales (2006)
- Érase una vez Colombia (2005)
- Colombia 360°. Ciudades y pueblos (2006)
- Bogotá 360°. La ciudad interior (2006)
- Guatemala inédita (2006)
- Casa de Recreo en Colombia (2005)
- Manzur. Homenaje (2005)
- Gerardo Aragón (2009)
- Santiago Cárdenas (2006)
- Omar Rayo. Homenaje (2006)
- Beatriz González (2005)
- Casa de Campo en Colombia (2007)
- Luis Restrepo. construcciones (2007)
- Juan Cárdenas (2007)
- Luis Caballero. Homenaje (2007)
- Fútbol en Colombia (2007)
- Cafés de Colombia (2008)
- Colombia es Color (2008)
- Armando Villegas. Homenaje (2008)
- Manuel Hernández (2008)
- Alicia Viteri. Memoria digital (2009)
- Clemencia Echeverri. Sin respuesta (2009)
- Museo de Arte Moderno de Cartagena de Indias (2009)
- Agua. Riqueza de Colombia (2009)
- Volando Colombia. Paisajes (2009)
- Colombia en flor (2009)
- Medellín 360º. Cordial, Pujante y Bella (2009)
- Arte Internacional. Colección del Banco de la República (2009)
- Hugo Zapata (2009)
- Apalaanchi. Pescadores Wayuu (2009)
- Bogotá vuelo al pasado (2010)
- Grabados Antiguos de la Pontificia Universidad Javeriana. Colección Eduardo Ospina S. J. (2010)
- Orquídeas. Especies de Colombia (2010)
- Apartamentos. Bogotá (2010)
- Luis Caballero. Erótico (2010)
- Luis Fernando Peláez (2010)
- Aves en Colombia (2011)
- Pedro Ruiz (2011)
- El mundo del arte en San Agustín (2011)
- Cundinamarca. Corazón de Colombia (2011)
- El hundimiento de los Partidos Políticos Tradicionales venezolanos: El caso Copei (2014)
- Artistas por la paz (1986)
- Reglamento de uniformes, insignias, condecoraciones y distintivos para el personal de la Policía Nacional (2009)
- Historia de Bogotá. Tomo I - Conquista y Colonia (2007)
- Historia de Bogotá. Tomo II - Siglo XIX (2007)
- Academia Colombiana de Jurisprudencia. 125 Años (2019)
- Duque, su presidencia (2022)
La Parte Salvaje
Putumayo, Colombia. Jeremy Horner.
Viñetas ilustrativas de Felipe Guamán Poma de Ayala tomadas del libro Nueva crónica y buen gobierno de Felipe Guamán Poma de Ayala, publicada por la Biblioteca Ayacucho, Caracas, 1980. Jeremy Horner.
Viñetas ilustrativas de Felipe Guamán Poma de Ayala tomadas del libro Nueva crónica y buen gobierno de Felipe Guamán Poma de Ayala, publicada por la Biblioteca Ayacucho, Caracas, 1980. Jeremy Horner.
Tarapoto. Amazonas, Colombia. Jeremy Horner.
Sibundoy, Colombia. Jeremy Horner.
San Martín. Amazonas, Colombia. Jeremy Horner.
Sibundoy. Nariño, Colombia. Jeremy Horner.
Amazonas, Colombia. Jeremy Horner.
Tarapoto. Amazonas, Colombia. Jeremy Horner.
Texto de: Egberto Bermúdez
Desde sus orígenes más remotos, el mundo de la selva formó parte esencial de la cosmovisión andina. Aquí se pretende mostrar cómo el concepto de lo salvaje, asociado a su entorno ecológico y cultural, aparecía en la ideología andina de acuerdo con los patrones de reciprocidad y complementariedad de opuestos que ha sido evidenciado en el corpus de estudios sobre el tema, y cómo hoy en día sigue apareciendo dentro de los patrones culturales que los grupos indígenas situados en la periferia del Tahuantinsuyu elaboraron en la época de contacto con la cultura incaica y que posteriormente modificaron y adaptaron según las condiciones históricas en que se dio –y todavía se da– su aculturación. En términos amplios, las pautas sociales y culturales implícitas en la dualidad entre salvaje-civilizado, vista como de opuestos complementarios, sirvió para articular los grupos no-incaicos con la cultura inca, y asimismo para que estos grupos encontraran la forma de relacionarse con quienes entraron en contacto en sus movimientos migratorios, especialmente durante el siglo XIX y comienzos del presente.
Sabiendo que escribía para una sociedad de mentalidad caballeresca y medieval, a finales del siglo XVI, el historiador indígena Felipe Guamán Poma de Ayala sintetiza lo que para él debía ser el escudo de armas de sus antepasados, a quienes la historiografía desde épocas muy tempranas bautizó como los Incas.
Guamán construye un escudo dividido en cuatro secciones que inmediatamente ponen de manifiesto el concepto de dualidad, esencial en el pensamiento andino. Como elementos incluye, además de las plumas blancas y pardas del ave de rapiña curiquinqui y la borla real (masca paycha), un “tigre” o felino selvático (otorongo) y dos serpientes (amaru) con borlas en sus bocas. Ave de rapiña y tigre se sitúan en la parte superior o hanan y las dos serpientes y la borla real en la inferior o hurin, formando así dos pares opuestos, ellos mismos conformados por opuestos.
Este es un escudo de armas secundario a uno principal que también está dividido en cuatro secciones que incorporan los elementos esenciales de la cosmovisión andina, el sol, la luna, el sol resplandeciente (o lucero) y el tambotoco, o cerro con ventanas, de una de las cuales salieron los cuatro hombres y las cuatro mujeres hermanos entre sí y considerados los antepasados primigenios de los Incas. No es extraño que el tradicional sistema heráldico de cuadricular los campos en los escudos haya sido usado sin mayor miramiento por los indígenas andinos ya que, como F. Salomón (1991) ha indicado, esta correspondencia sirvió para consolidar un sistema de valores sincrético que se usó para expresar mejor el conflicto cultural planteado con la Conquista y la resistencia indígena viva debajo del aparente éxito de la aculturación.
El primer escudo que hemos mencionado está vinculado con el primer Inca “legítimo”, Tokay Cápac, verdadero hijo del sol y de la luna, hermano del lucero resplandeciente y asociado con el axis mundi simbolizado en el “Idolo de Huanacauri” que conecta el cielo (mundo superior) o Hanan Pacha con el inframundo o Uru Pacha a través de la montaña y sus cuevas pertenecientes al mundo de “aquí” o Cay Pacha. El segundo escudo contiene las “armas” de Manco Cápac, primer Inca “ilegítimo”, hijo de padre desconocido y esposo de su propia madre, Mama Ocllo, quien pertenecía a la “casta de los amarus y serpientes” y quien hacía las “ceremonias y hechicerías” que se oponían al carácter “limpio” de las acciones de su antecesor. Ossio (1977) indica además que aquí se pueden apreciar varios sistemas de oposición entre pares opuestos, especialmente relacionados también con la dualidad arriba-abajo a que se ha hecho alusión.
Las oposiciones expuestas dan plena cabida al mundo de la selva, mediante la presencia de animales como el jaguar, las boas o anacondas (claramente diferenciadas de otras serpientes), y también representado en actividades como la hechicería y la magia asociadas con la oscuridad, la lluvia, los peligros y misterios de la selva. Además, el importante papel del mundo selvático en la génesis de la civilización andina adquiere relieve en su genealogía, su historia y su estructura del mundo.
En la versión de Guamán Poma, antes de los Inga hubo cuatro tipos de “gente”. Los primeros, Uari Uiracocharuna, domesticadores de la naturaleza salvaje y asociados con ella, son descritos como los que mataron a los seres que “primero vivían” en la tierra entre los que se incluían boas (amaru), tigres (otorongo), leones (poma) y también seres humanos “salvajes” (sacha runa), que en quechua se traduce mejor por “gente de la selva“. El segundo tipo de “gente”, Uariruna, está asociado con la agricultura y el riego pero sin un desarrollo ritual, que es la característica esencial de los Purunruna, o tercer tipo. A este tipo se asocia el progreso civilizador en lo agrícola, el tejido, la ganadería y un ético comportamiento religioso. Los Aucaruna, o “cuarta edad de indios” como la llama Guamán Poma, eran guerreros y de alguna forma están asociados con la expansión del control humano a más pisos ecológicos y a otras regiones, al igual que a una organización social más refinada. En éstos se mantiene el tema de la transformación de sus “capitanes” y “príncipes” en animales selváticos como leones (puma) y tigres (otorongo).
El ceremonial estatal era fundamental en la cosmovisión andina.
Guamán Poma dedica amplio espacio a su descripción. Después del festival principal, llamado por él “Fiesta aravi del Inga”, relaciona aquellos que le seguían en importancia, es decir, aquellos de las cuatro “partes” geográficas del mundo andino, Chinchaysuyu, Antisuyu, Collasuyu y Cuntisuyu que, tal como Zuidema ha mostrado, estaban también relacionados con la dualidad arriba-abajo en el caso de la división del Cuzco y de sus Ayllu originales.
Una lectura atenta de la iconografía usada por el cronista en esta descripción ayuda a entender el papel de lo salvaje y de la selva que aparece de forma ostensible en este aspecto de la vida andina prehispánica y que, como se verá más adelante, sigue apareciendo en el legado cultural andino entre los indígenas peruanos y de otros lugares de América en donde todavía es posible encontrarlo.
La fiesta de los Chinchaysuyu, relacionados con el Noroeste, muestra a mujeres que cantan y tocan las tinyas (tambores) y a danzantes y músicos con elegantes vestidos y diademas de plumas que tocan instrumentos musicales construidos con cráneos de venado, mientras en el texto incluido por Guamán Poma se menciona a Cajamarca. Alterando el orden del cronista y siguiendo el orden de los suyus usado por Zuidema, encontramos la fiesta de Collasuyu (asociada con el Sureste) en que las mujeres cantan y tocan una tinya más grande y que, según Guamán, incluía a los indios del Collao (Bolivia), a los Chiriguanos, a los de Tucumán y a los de Paraguay.
El otro par está formado por Antisuyu y Cuntisuyu asociados respectivamente con el Noreste y el Suroeste. El Antisuyu cubría una gran franja geográfica que, como Guamán indica, iba “desde el Cuzco hasta la montaña y la otra parte hacia la Mar del Norte”. Aquí la montaña se entiende como la ceja de montaña o piedemonte de la región selvática y, en efecto, la imagen que incluye el cronista muestra indígenas selváticos, semidesnudos, con penachos de plumas, que bailan y cantan con sartas sonajeras de semillas atadas a los tobillos al tiempo que tocan una flauta de Pan. Guamán menciona en su texto a estos Antis y Chunchus, a los que califica de “indios desnudos” e infieles. Los Cuntisuyu, por su parte, son caracterizados como enmascarados, con tocados de plumas y una danza –como en los otros casos– acompañada por el tambor (tinya).
En la actualidad la selva es también un elemento importante en la interpretación de una de las fiestas esenciales de los Andes, la de Qoyllur Rit’i. Robert Randall la entiende como una entidad mediadora entre muchas de las oposiciones mencionadas. El sitio donde se celebra dicha fiesta, o Colque Punku, puede ser considerado un punto intermedio entre puna y selva o el lugar donde los dos se encuentran, oposición o conjunción, interpretada por los campesinos del lugar como la unión fertilizadora del apu, considerado como masculino y de arriba (hanan), y la selva, femenina y de abajo (hurin).
B.J. Isbell en su estudio de Chuschi, en la sierra de Ayacucho, expone relaciones similares en varios niveles. En términos espaciales y sobre todo de acuerdo con su aprovechamiento de pisos ecológicos, el pueblo como tal es considerado civilizado en oposición a la sallqa o región “salvaje”. Esta oposición es dramatizada en los rituales, especialmente en la fiesta de Corpus Christi, cuando los sallqaruna o salvajes bajan al pueblo a comportarse de manera antisocial, a ultrajar a la Virgen y a organizar bailes y borracheras que terminan en desorden sexual y que son celebradas fuera del pueblo, en la sallqa, lejos del control de los varayoq. Por extensión, la dualidad de opuestos se puede ampliar a otras esferas como la ocupación de los habitantes en que los pastores se asocian con el mundo salvaje y los agricultores con el civilizado. Además, la idea de ser miembro de la comunidad y de estar “adentro” se aplica al pueblo, mientras estar “afuera” es asimilado a lo salvaje y ampliado aun al concepto de “no miembro” aplicado a los blancos o qalas (desnudos).
Entre éstos, en fiestas como la de la limpieza de las acequias en septiembre, la dramatización de los conceptos opuestos se amplía para incluir también el mundo de la selva con el tema de los chunchus o indios selváticos que aparecen amenazando a la gente con arco y flecha y son ubicados en la categoría de lo de “afuera” y “salvaje”, al igual que los herbolarios que vienen desde el lago Titicaca.
En uno de los extremos del territorio de influencia de la cosmovisión andina se puede observar una elaboración ritual que utiliza los mismos elementos y es ejemplo de una obstinada persistencia a pesar del ambiente predominantemente no-indígena en el que se desarrolla. En los suburbios industriales al norte y noreste de Quito, también en las fiestas de Corpus, los habitantes se disfrazan de “salvajes” en la representación dramática estudiada por F. Salomón (1981) denominada yumbada. En el ritual es claro el extremo dualismo presente en el comportamiento de los principales protagonistas. Por un lado, existe el papel civilizado y piadoso de los “priostes” y las “alumbrantas”, diametralmente opuesto al papel de auca (salvaje) y de transgresor social de los yumbos y los “molecaña” (negros). Salomón anota que los bailarines que hacen de yumbos provienen de las familias de auténtica herencia quechua del lugar, claramente distinguidos de los forasteros, que allí constituyen una mayoría en aumento.
Este autor subraya el aspecto simbólico de la relación de estas comunidades con un centro, Quito, un nuevo Cuzco, y en el otro extremo la selva, con la que dichas comunidades han tenido vinculación desde épocas pre-incaicas. Otro aspecto fundamental incluido en esta representación es el relacionado con los poderes sobrenaturales asociados con la selva y representados por los chamanes. En una ceremonia previa los bailarines yumbos, que en realidad son obreros comunes y corrientes, se transforman en poderosos chamanes (yachaj, samiyuj). Por otra parte, su llegada simbólica desde diferentes partes de la selva, al igual que su pertenencia supuesta a las etnias selváticas ecuatorianas como los Shuar, Canelo, Quijo y Tsachela enfatiza su representación de lo salvaje, especialmente cuando se saludan entre sí usando los diferentes términos de parentesco quechua para los hermanos y, dada su condición de auca, no participan en la misa u otros oficios religiosos. El punto culminante de esta representación es la denominada “matanza”, que es en realidad un combate entre dos de los yumbos, uno que se erige en verdugo o matador (huanuchij) y otro que se transforma en un zaíno de monte o salvaje (sacha cuchi), que no es una presa pasiva sino, al contrario, agresiva y simbólica por ser uno de los animales más feroces de las selvas suramericanas.
Como se verá más adelante, las relaciones de estos grupos con los yumbos históricos documentados hasta el siglo XVIII, incluían el aprovisionamiento de productos de la selva como la sal, el ají y otros de importancia ceremonial como la coca, al igual que el aprendizaje de diferentes tradiciones chamánicas.
En varias de las regiones periféricas de lo que antiguamente fue el Tahuantinsuyu, aparecen elementos estructurales pertenecientes al mencionado complejo ritual. La presencia de un personaje negro en la dramatización de los bailes de carnaval entre los Inga de Colombia, al igual que el importante papel que desempeñan los chunchus en las festividades indígenas de algunas regiones de Chile, Bolivia y la región selvática de Ecuador y Perú, atestiguan la importancia de la organización ritual en el proceso de aculturación emprendido simultáneamente con la expansión geográfica y política de la cultura incaica.
La relación a que hemos aludido es vista desde la perspectiva de los pueblos selváticos de una forma diferente aunque con la misma importancia, especialmente en lo relacionado con la génesis del grupo. Un ejemplo significativo de esto lo proporcionan los estudios de E.M. Lagrou (c1992) sobre los Cashinahua de la selva peruana, en cuya mitología figuran predominantemente los Incas.
La figura del Inca kuin (literalmente nuestro Inca) tiene categoría de deidad celeste y es, al mismo tiempo, admirado y bello, por civilizador, pero temido, por peligroso. Quien lo visite pierde el alma en sus manos y además muere físicamente, ya que es hambriento de carne humana y, por esa razón, no se le ve ni en sueños ni en las sesiones de ayahuasca.
Desde el punto de vista lingüístico, la palabra andina chunchu se ha referido desde la perspectiva incaica a esos vecinos de las laderas y la ceja de montaña orientales. A pesar de que, como indica Varese (1968), la palabra fue usada con cierta imprecisión, no tiene la historia de la palabra Anti o Andes (actual). Ya se ha mostrado cómo una de las partes de la división del mundo andino se refería a la selva y a sus habitantes; sin embargo, la palabra parece con el tiempo delimitarse a ciertas etnias del piedemonte y a la ceja de montaña. Con todo, en la actualidad el término étnico sólo se conservó hasta hace algunos años para referirse a los Campa y, en términos geográficos, se convirtió en el indicador de las zonas altas y la montaña y por extensión a toda la cadena montañosa del occidente suramericano.
Desde el punto de vista histórico, tanto los grupos andinos como los del piedemonte y selva fueron sometidos a un tipo similar de vasallaje por parte de los europeos. Es interesante observar que en algunas ocasiones los intentos de redención mesiánica de origen andino tuvieron amplio eco entre la población selvática debido no sólo a la necesidad objetiva del cambio social sino también a la estrecha relación de estas cosmovisiones y, sobre todo, al papel que ciertos héroes civilizadores, algunos identificados con los Incas, desempeñaban en la ideología de estos grupos. Este es el caso del apoyo de los grupos Campa, Conibo, Shipibo y otros de la región del Gran Pajonal (piedemonte oriental peruano), a la rebelión de Juan Santos Acontahualpa en 1742, quien, tomando el caso de los Campa y de acuerdo con su tradición, fue visto como el héroe Kesha, bajado de las alturas por las aguas, ligado al baile ritual y al consumo de coca que Santos defendía como “yerba de Dios y no de brujos como dicen los Viracochas”.
En resumen, la selva, el salvaje y la cultura de los Incas están entretejidos desde múltiples perspectivas (social, política, lingüística, cosmológica, etc.) de forma intrincada y llena de simbolismos para los actuales habitantes de las alturas y del piedemonte y selva adyacente a toda la zona geográfica de antigua influencia incaica, desde el sur de Colombia hasta el norte de Chile y Argentina, y desde las costas del Pacífico hasta las regiones selváticas de Ecuador, Perú y Bolivia.
En términos generales, se acepta ya la función “donadora” de las culturas selváticas amazónicas en los procesos de gestación de las culturas andinas antiguas y formativas del noroeste de América Latina. Las investigaciones de Lathrap muestran cómo la domesticación de la yuca y el maíz constituyó un proceso de experimentación que ocurrió en las tierras bajas de la selva tropical, que tardó aproximadamente diez mil años y que se convirtió en un elemento fundamental en el desarrollo de las sociedades andinas.
Si bien desde muy temprano (la Conquista), se reconoció el importante papel de las relaciones entre sierra y costa, la presencia de la selva tardó mucho más en ser reconocida. Como se ha dicho, las evidencias relacionadas con el desarrollo de los cultivos, al igual que la fabricación de la cerámica, nos han permitido restituir la importancia de lo que Renard-Casevitz y Saignes denominan los “contactos transversales” de objetos, ideas y pautas culturales entre costa, sierra y selva.
Una de las zonas que más importancia han adquirido a medida que se estudian, es la región del piedemonte andino al sur del Ecuador. Ya para el período denominado formativo, aproximadamente entre 4.500 y 2.000 años atrás, se localiza el momento de la migración de poblaciones de la selva a la sierra y el desarrollo de las culturas costeras. Una de las principales evidencias a este respecto proviene del detallado estudio de la cerámica y sus estilos que muestra las irrupciones de poblaciones de la ceja de montaña, de origen selvático, en la sierra ecuatoriana (valles de los ríos Huasaga y Pastaza) hace 2.500 a 1.500 años.
La incorporación de las poblaciones indígenas de la región de los Andes septentrionales por parte de los Incas se efectuó con relativa lentitud. Mientras que la región central llevaba más de un siglo de control incaico a la llegada de los españoles, la región más lejana al norte de Quito y el sur de la actual Colombia sólo pudo ser incorporada alrededor de 1470. La encarnizada resistencia de los indígenas del piedemonte de la región denominada de los “bracamoros” no permitió la anexión de aquella importante región y, como afirma A.C. Taylor, estos indígenas terminaron siendo incorporados al “bestiario” incaico de bárbaros que no merecían su incorporación al imperio.
La incorporación de estos grupos se hacía mediante un modelo de dominación flexible que aprovechaba y usaba las estructuras autóctonas para consolidar su sujeción. Es posible, entonces, como lo han hecho Frank Salomón con los grupos de la región de Quito-Otavalo y Udo Oberem con los Cañari, develar los elementos principales de la organización social pre-incaica y estimar su nivel de aculturación.
Se ha pensado que los Incas no lograron incorporar las sociedades selváticas por no encontrar en ellas estructuras culturales y sociales semejantes a las suyas, lo que les impedía aplicar el esquema de dominio basado, como se ha dicho, en capitalizar las similitudes y adaptarlas. Esto, en opinión de Taylor y Saignes, sería subvalorar el éxito de la conquista incaica en la región de las vertientes meridionales de los Andes, sobre todo si se tiene en cuenta la amplia variedad de grupos étnicos que por distintos períodos de tiempo estuvo bajo su dominio.
Otro argumento que se esgrime es el de la rapidez con que los diferentes grupos sometidos retomaron sus pautas culturales en el momento de la catástrofe del Tahuantinsuyu, fenómeno que es explicado por Saignes como resultado de las crisis y tensiones dentro de una estructura de poder que había llegado a sus límites de crecimiento y capacidad de control.
En la región más meridional, la zona Ayacucho-Huanta y para el período comprendido entre hace 9.000 a 7.000 años, se tiene evidencia de la presencia de elementos amazónicos como granos de achiote (Bixa orellana ) y además de la introducción de la calabaza en la zona costera, datos que corroboran la comunicación a tres niveles a que hemos aludido y que, según los resultados de estudios arqueológicos, tuvo continuidad en sus siguientes fases de desarrollo.
Para la misma época (8000 AP) aparecen en el Perú central y la cuenca de Ayacucho las primeras evidencias de la domesticación de plantas como el ají, el achiote y, sobre todo, la coca y el maní de origen selvático. Por otra parte, se cuenta también con la presencia de las calabazas provenientes de la costa y de la difusión del maíz, de origen mesoamericano entre la costa y la sierra. Para el cuarto milenio, la presencia de la yuca dulce en la costa peruana trae de nuevo a consideración la conocida teoría de Lathrap sobre la vinculación de la difusión de dicho cultivo a la migración de grupos pertenecientes al tronco lingüístico proto-Arawak, al igual que la que sería una posterior aparición de la manioca (yuca amarga) en el mismo contexto. Por otra parte, en la discusión surge de nuevo la vinculación de estos procesos a la aparición de la cerámica.
En el pensamiento andino el origen de la coca se explica también con la clara intervención de los seres del mundo selvático. Guamán Poma narra cómo el hijo de Inca Roca, Apo Camac Inga, fue el conquistador de la región salvaje, el Antisuyu, y que (I:114): “para haberlo de conquistar se tornó otorongo, tigre, se tornaron el dicho su padre y su hijo, este dicho su hijo dicen que murió en los Andes y dicen que tiene hijo en los Andes que parió una india chuncho, y ansi por ello los Ingas se llamaron Otorongo Achachi Amaro Inga, y tiene en sus armas pintado; estos dichos ingas trajeron coca y lo comieron. Y así se enseñaron los demás indios en este reino, porque en la sierra no se planta coca ni lo hay, sino que se trae de la montaña…”
La difusión de estas pautas y la creación de redes de relaciones en torno a lo que los mencionados autores llaman ejes transversales a través de los medios andinos y longitudinales a lo largo de los valles fluviales o de la costa, se proyectan a extremos tales como la cultura Chavin en el Norte y Tiahuanaco en el Sur. Estas relaciones podrían ejemplificarse en las pautas de difusión de las conchas marinas hasta el valle del río Marañón o la presencia e importancia ritual de los grandes caracoles marinos (Strombus gigas) o del caracol bivalvo (Spondylus) en el ceremonial incaico, con su respectivo simbolismo masculino/femenino.
Al tomar como ejemplo el desarrollo de la urbanización, se puede también aludir a los contactos con centros localizados en la región selvática, esta vez un poco más al sur, el río Mamoré y las sabanas de Moxos, en donde existen vestigios de importantes obras hidráulicas, camellones y terraplenes, al igual que promontorios elevados para el cultivo de la yuca y del maíz que posible, aunque no forzosamente, pueden vincularse con organizaciones sociales de cierto refinamiento, asimilables a los cacicazgos.
Entre los siglos XII y XV se ponen de manifiesto las primeras evidencias de la resistencia de los grupos de las tierras bajas ante el embate conquistador de los grupos andinos. Esta época se conoce históricamente como el período de los Aucaruna (guerreros), conquistas que, en última instancia, parecen haberse orientado a la búsqueda del acceso a recursos complementarios mediante el asentamiento de colonos y que no se sabe si atribuir a un legado de la antigua cultura Tiahuanaco o a un uso y aprovechamiento por parte de los Incas de proyectos ya iniciados por otros grupos de la región.
En la vertiente oriental y en la colonización de su piedemonte en este período, se debe resaltar el importante papel de los Kallawaya y de la asimilación de una antigua concepción dualista entre los Aymara para adaptarse a lo que Casevitz y Saignes llaman la “oleada” inca-quechua. Esto trae consigo un inherente dualismo expresado en una partición arriba-abajo que le asignó a uno de los dos grupos el papel del control de las sociedades de las cabeceras de los valles, y que resultaría en la consolidación de una complementariedad expresada en términos climáticos (seco-húmedo), método de subsistencia (agricultura-ganadería) y étnicos y lingüísticos (aymara-pukina), en cuyo último nivel aparece de nuevo en escena la vertiente lingüística Arawak y su complejo de sociedades pre-andinas.
Ya para entonces, tal como había sucedido en otras regiones fronterizas, se consolida entre el hombre andino la imagen negativa de los grupos selváticos. El calor, la humedad y la lluvia convertían este mundo en la antítesis del mundo seco y frío de las tierras altas. Por otra parte, la exuberancia de la vegetación y el confinamiento propio del relieve de estos valles, contribuyeron a reforzar el concepto de región impenetrable, oscura, asfixiante y habitada por salvajes, que constituyó una de las constantes de la ideología andina.
La expansión incaica por los valles del piedemonte meriodional al igual que hacia la frontera sur tuvo lugar, ante todo, durante el reinado de Túpac Yupanqui Inca (c1450), que coincide aproximadamente con las incursiones –algunas fallidas– para someter a los grupos indígenas del piedemonte ecuatoriano, en especial los Palta, Cañaris y Bracamoros. A finales del siglo XV, en el frente más meridional, la presión de los Chiriguanos sobre otros grupos indígenas tal vez favoreció las alianzas de éstos (río Pilcomayo, sur de Potosí) con los conquistadores incas.
La consolidación de los procesos de aculturación y cambio iniciados durante la última época de expansión incaica se realineó y continuó durante el primer período de dominación hispánica. De acuerdo con Saignes y Renard-Casevitz, esta interacción vino a cristalizarse en un complejo mítico (I:283), “nacido de una simbiosis de quimeras prehispánicas de origen a la vez andino (Moxo) y guaraní (Kandire), y luego las coloniales que agregaron y envolvieron la idea de un refugio neo-inca y la esperanza continental de El Dorado”.
Los denominados Inga son un grupo de unas cinco mil personas que viven en algunos pueblos y caseríos dispersos de la región del alto Putumayo en el sureste de Colombia.
Los cronistas y tempranos historiadores de la conquista del Nuevo Reino de Granada (hoy Colombia) coinciden en confirmar la llegada de un número considerable de indígenas yanaconas (indios de servicio forzoso) y “otros indios e indias sirvientes” quechua-hablantes con la expedición que llevó a Bogotá a Sebastián de Belalcázar en 1538, población que al cabo se asimilaría con la local, dando lugar a la retención de numerosos quechuismos y nombres propios peruanos, como “Cajamarca”, que todavía aparece como apellido con cierta frecuencia en Colombia.
En lo que se refiere a los actuales Inga y su territorio, no encontramos en las fuentes históricas de los siglos XVI y XVII evidencia de su presencia. En dicha región, el sistema de encomiendas, al igual que la temprana instalación y actividad cristianizadora de las órdenes religiosas Franciscana y Dominicana afectaron principalmente a los descendientes de la población de Pastos, Abad y Killacinga, patrón que parece mantenerse hasta el siglo XVIII. Los Kamn’tzá, quienes son sus vecinos en el valle de Sibundoy, son los probables descendientes de los Killacinga que hallamos en el temprano período colonial y quienes según su tradición, al igual que los Inga, se consideran originarios de la “selva”.
Desafortunadamente, la historia de la presencia de este grupo de quechua-hablantes no está todavía bien documentada. De los documentos del Archivo General de la Nación de Colombia se confirma su sujeción al régimen de la encomienda de los pueblos del valle y de otros, como San Juan de Trujillo (cerca de Mocoa, hoy Iscancé) ya para 1580. Desde finales del siglo XVII se incrementa la presencia de misioneros en las zonas bajas y la fundación a mediados del siglo siguiente de las reducciones de los Franciscanos en las riberas de los ríos Caquetá y Putumayo. De acuerdo con dichos documentos, hay para esta misma época proyectos de traslado de poblaciones de las zonas altas a las bajas para consolidar las reducciones y seguramente se presentaron migraciones de otros grupos en la dirección contraria. Para mediados del siglo XVIII hay evidencia de la existencia del pueblo de Santiago y para comienzos del siguiente San Miguel y San Agustín en la “montaña y teja de Mocoa”.
Los Inga son considerados en Colombia como poseedores de especiales conocimientos de curanderismo y medicina botánica tradicional, así como del cultivo y manipulación de las plantas usadas en estas actividades. Entre este y otros grupos de la misma región, dichos conocimientos, al igual que la cosmovisión y la práctica chamánica, son elementos centrales de su identidad, los cuales son vistos por los no-indios como muy poderosos y preferidos ante la alternativa del curanderismo mestizo y la medicina occidental.
La base esencial del poder de los curanderos radica en el manejo de las técnicas chamanísticas y el uso de alucinógenos por parte de los grupos Inga, Kofán y otros Tucanos occidentales como los Siona, Macaguaje y Coreguaje. La posibilidad de acceder al mundo sobrenatural de donde emana el conocimiento y el poder de “curar” y de “ver”, la puede poseer el chamán al ingerir el yagé, bebida alucinógena preparada de la cocción de este bejuco (Banisteriopsis sp), llamado también en quechua ayahuasca, o “soga de los antepasados”.
El establecimiento de lazos de reciprocidad basados en la especialidad ritual y mágica resultante del profundo conocimiento de la selva, así como los basados en los poderes que este conocimiento les confiere a los nativos de la región del piedemonte, parece haber sido una de las principales razones de la incorporación del “salvaje” a la cosmovisión andina. Así lo demuestran fuentes arqueológicas e históricas, como es el caso de la especialización chamánica y mágica de los Kallawaya, función que parece haber sido privilegiada por el conquistador inca, complementariedad que aún hoy en día subsiste en el prestigio que el curandero Kallawaya actual tiene, no sólo entre indígenas sino entre mestizos y blancos, tanto en Bolivia como en áreas adyacentes, y aun en lejanos territorios tales como Argentina y Brasil. De igual forma se puede entender el mismo papel de curandero eficaz y respetado que tienen entre sus pacientes andinos (indígenas y no) los curanderos Quijo, que incluye, según sugiere Oberem, la enseñanza de técnicas chamánicas y mágicas y el suministro de las plantas y sustancias necesarias a los indígenas de las tierras altas.
Para los especialistas, el funcionamiento de los chamanes y curanderos del sureste de Colombia se describe mejor como un sistema de redes que funcionan dentro y fuera de la región y que crea vínculos de aprendizaje y práctica que engloba diferentes grupos étnicos como los Siona, Kofan, Kamn’tzá y que se puede inscribir dentro de la red más extensa que cubre buena parte del piedemonte ecuatoriano y tiene ramificaciones desde la zona de confluencia del Amazonas y el Putumayo hasta las estribaciones de los Andes peruanos y bolivianos.
Las redes se fundamentan también en el intercambio de mitos y narrativas chamánicas al igual que de plantas y productos entre grupos que son especialistas en su manipulación. La pertenencia total a este complejo mítico y chamánico muestra, entre los Inga de hoy, la continuidad de una tradición muy antigua, y su desplazamiento a su actual territorio, en lugar de debilitar esos lazos, ensanchó su cobertura, al igual que ha sucedido con otras regiones como la costa peruana o las ciudades de Ecuador, Perú y Colombia.
Como señala Michael Taussig, aun dentro del ropaje de comercialización y charlatanería con que la medicina tradicional se percibe en los países del tercer mundo, el curanderismo practicado por los especialistas botánicos Inga y de otros grupos, satisface una sentida necesidad social que aún no han podido colmar ni la Iglesia ni las instituciones de la medicina moderna. La magia y el poder representados por estos curanderos es una herencia directa, viva en la actualidad, de aquel dualismo del mundo andino articulado en polaridades complementarias tales como civilizado-salvaje y sierra-selva utilizadas y simbolizadas en su estructura social interna y en la de sus relaciones con otros grupos. El hecho de participar plenamente de este pensamiento y de esta tradición convierte a los Inga de Colombia, al igual que los ya mencionados Quijo, Campa, Cashinahua y Kallawaya en Ecuador, Perú y Bolivia, en otros, en representantes de esa “parte salvaje”.
Sin embargo, el aspecto más interesante de esta estrecha relación entre las culturas selváticas y la cultura incaica es la similitud de la visión del “otro” desde ambas perspectivas.
El indígena selvático es visto en la cosmovisión andina como “salvaje” pero, a la vez, como poseedor de conocimientos que daban poder sobre los otros y para el control del mundo, lo que de todas formas le confiere una fuerza civilizadora útil y necesaria. Tomando el caso de los ya mencionados Cashinahua, una cultura selvática vinculada por antiguos lazos con aquella andina, vemos cómo el Inca también es visto como “caníbal”, pero al mismo tiempo se reconoce su necesario poder civilizador. El otro, en este caso el Inca, es esta vez el “salvaje” pero, como sucede en el caso anterior, esta estrecha relación se plantea desde ambos lados incorporando la contradictoria dualidad compuesta por el terror y la fascinación.
#AmorPorColombia
La Parte Salvaje
Putumayo, Colombia. Jeremy Horner.
Viñetas ilustrativas de Felipe Guamán Poma de Ayala tomadas del libro Nueva crónica y buen gobierno de Felipe Guamán Poma de Ayala, publicada por la Biblioteca Ayacucho, Caracas, 1980. Jeremy Horner.
Viñetas ilustrativas de Felipe Guamán Poma de Ayala tomadas del libro Nueva crónica y buen gobierno de Felipe Guamán Poma de Ayala, publicada por la Biblioteca Ayacucho, Caracas, 1980. Jeremy Horner.
Tarapoto. Amazonas, Colombia. Jeremy Horner.
Sibundoy, Colombia. Jeremy Horner.
San Martín. Amazonas, Colombia. Jeremy Horner.
Sibundoy. Nariño, Colombia. Jeremy Horner.
Amazonas, Colombia. Jeremy Horner.
Tarapoto. Amazonas, Colombia. Jeremy Horner.
Texto de: Egberto Bermúdez
Desde sus orígenes más remotos, el mundo de la selva formó parte esencial de la cosmovisión andina. Aquí se pretende mostrar cómo el concepto de lo salvaje, asociado a su entorno ecológico y cultural, aparecía en la ideología andina de acuerdo con los patrones de reciprocidad y complementariedad de opuestos que ha sido evidenciado en el corpus de estudios sobre el tema, y cómo hoy en día sigue apareciendo dentro de los patrones culturales que los grupos indígenas situados en la periferia del Tahuantinsuyu elaboraron en la época de contacto con la cultura incaica y que posteriormente modificaron y adaptaron según las condiciones históricas en que se dio –y todavía se da– su aculturación. En términos amplios, las pautas sociales y culturales implícitas en la dualidad entre salvaje-civilizado, vista como de opuestos complementarios, sirvió para articular los grupos no-incaicos con la cultura inca, y asimismo para que estos grupos encontraran la forma de relacionarse con quienes entraron en contacto en sus movimientos migratorios, especialmente durante el siglo XIX y comienzos del presente.
Sabiendo que escribía para una sociedad de mentalidad caballeresca y medieval, a finales del siglo XVI, el historiador indígena Felipe Guamán Poma de Ayala sintetiza lo que para él debía ser el escudo de armas de sus antepasados, a quienes la historiografía desde épocas muy tempranas bautizó como los Incas.
Guamán construye un escudo dividido en cuatro secciones que inmediatamente ponen de manifiesto el concepto de dualidad, esencial en el pensamiento andino. Como elementos incluye, además de las plumas blancas y pardas del ave de rapiña curiquinqui y la borla real (masca paycha), un “tigre” o felino selvático (otorongo) y dos serpientes (amaru) con borlas en sus bocas. Ave de rapiña y tigre se sitúan en la parte superior o hanan y las dos serpientes y la borla real en la inferior o hurin, formando así dos pares opuestos, ellos mismos conformados por opuestos.
Este es un escudo de armas secundario a uno principal que también está dividido en cuatro secciones que incorporan los elementos esenciales de la cosmovisión andina, el sol, la luna, el sol resplandeciente (o lucero) y el tambotoco, o cerro con ventanas, de una de las cuales salieron los cuatro hombres y las cuatro mujeres hermanos entre sí y considerados los antepasados primigenios de los Incas. No es extraño que el tradicional sistema heráldico de cuadricular los campos en los escudos haya sido usado sin mayor miramiento por los indígenas andinos ya que, como F. Salomón (1991) ha indicado, esta correspondencia sirvió para consolidar un sistema de valores sincrético que se usó para expresar mejor el conflicto cultural planteado con la Conquista y la resistencia indígena viva debajo del aparente éxito de la aculturación.
El primer escudo que hemos mencionado está vinculado con el primer Inca “legítimo”, Tokay Cápac, verdadero hijo del sol y de la luna, hermano del lucero resplandeciente y asociado con el axis mundi simbolizado en el “Idolo de Huanacauri” que conecta el cielo (mundo superior) o Hanan Pacha con el inframundo o Uru Pacha a través de la montaña y sus cuevas pertenecientes al mundo de “aquí” o Cay Pacha. El segundo escudo contiene las “armas” de Manco Cápac, primer Inca “ilegítimo”, hijo de padre desconocido y esposo de su propia madre, Mama Ocllo, quien pertenecía a la “casta de los amarus y serpientes” y quien hacía las “ceremonias y hechicerías” que se oponían al carácter “limpio” de las acciones de su antecesor. Ossio (1977) indica además que aquí se pueden apreciar varios sistemas de oposición entre pares opuestos, especialmente relacionados también con la dualidad arriba-abajo a que se ha hecho alusión.
Las oposiciones expuestas dan plena cabida al mundo de la selva, mediante la presencia de animales como el jaguar, las boas o anacondas (claramente diferenciadas de otras serpientes), y también representado en actividades como la hechicería y la magia asociadas con la oscuridad, la lluvia, los peligros y misterios de la selva. Además, el importante papel del mundo selvático en la génesis de la civilización andina adquiere relieve en su genealogía, su historia y su estructura del mundo.
En la versión de Guamán Poma, antes de los Inga hubo cuatro tipos de “gente”. Los primeros, Uari Uiracocharuna, domesticadores de la naturaleza salvaje y asociados con ella, son descritos como los que mataron a los seres que “primero vivían” en la tierra entre los que se incluían boas (amaru), tigres (otorongo), leones (poma) y también seres humanos “salvajes” (sacha runa), que en quechua se traduce mejor por “gente de la selva“. El segundo tipo de “gente”, Uariruna, está asociado con la agricultura y el riego pero sin un desarrollo ritual, que es la característica esencial de los Purunruna, o tercer tipo. A este tipo se asocia el progreso civilizador en lo agrícola, el tejido, la ganadería y un ético comportamiento religioso. Los Aucaruna, o “cuarta edad de indios” como la llama Guamán Poma, eran guerreros y de alguna forma están asociados con la expansión del control humano a más pisos ecológicos y a otras regiones, al igual que a una organización social más refinada. En éstos se mantiene el tema de la transformación de sus “capitanes” y “príncipes” en animales selváticos como leones (puma) y tigres (otorongo).
El ceremonial estatal era fundamental en la cosmovisión andina.
Guamán Poma dedica amplio espacio a su descripción. Después del festival principal, llamado por él “Fiesta aravi del Inga”, relaciona aquellos que le seguían en importancia, es decir, aquellos de las cuatro “partes” geográficas del mundo andino, Chinchaysuyu, Antisuyu, Collasuyu y Cuntisuyu que, tal como Zuidema ha mostrado, estaban también relacionados con la dualidad arriba-abajo en el caso de la división del Cuzco y de sus Ayllu originales.
Una lectura atenta de la iconografía usada por el cronista en esta descripción ayuda a entender el papel de lo salvaje y de la selva que aparece de forma ostensible en este aspecto de la vida andina prehispánica y que, como se verá más adelante, sigue apareciendo en el legado cultural andino entre los indígenas peruanos y de otros lugares de América en donde todavía es posible encontrarlo.
La fiesta de los Chinchaysuyu, relacionados con el Noroeste, muestra a mujeres que cantan y tocan las tinyas (tambores) y a danzantes y músicos con elegantes vestidos y diademas de plumas que tocan instrumentos musicales construidos con cráneos de venado, mientras en el texto incluido por Guamán Poma se menciona a Cajamarca. Alterando el orden del cronista y siguiendo el orden de los suyus usado por Zuidema, encontramos la fiesta de Collasuyu (asociada con el Sureste) en que las mujeres cantan y tocan una tinya más grande y que, según Guamán, incluía a los indios del Collao (Bolivia), a los Chiriguanos, a los de Tucumán y a los de Paraguay.
El otro par está formado por Antisuyu y Cuntisuyu asociados respectivamente con el Noreste y el Suroeste. El Antisuyu cubría una gran franja geográfica que, como Guamán indica, iba “desde el Cuzco hasta la montaña y la otra parte hacia la Mar del Norte”. Aquí la montaña se entiende como la ceja de montaña o piedemonte de la región selvática y, en efecto, la imagen que incluye el cronista muestra indígenas selváticos, semidesnudos, con penachos de plumas, que bailan y cantan con sartas sonajeras de semillas atadas a los tobillos al tiempo que tocan una flauta de Pan. Guamán menciona en su texto a estos Antis y Chunchus, a los que califica de “indios desnudos” e infieles. Los Cuntisuyu, por su parte, son caracterizados como enmascarados, con tocados de plumas y una danza –como en los otros casos– acompañada por el tambor (tinya).
En la actualidad la selva es también un elemento importante en la interpretación de una de las fiestas esenciales de los Andes, la de Qoyllur Rit’i. Robert Randall la entiende como una entidad mediadora entre muchas de las oposiciones mencionadas. El sitio donde se celebra dicha fiesta, o Colque Punku, puede ser considerado un punto intermedio entre puna y selva o el lugar donde los dos se encuentran, oposición o conjunción, interpretada por los campesinos del lugar como la unión fertilizadora del apu, considerado como masculino y de arriba (hanan), y la selva, femenina y de abajo (hurin).
B.J. Isbell en su estudio de Chuschi, en la sierra de Ayacucho, expone relaciones similares en varios niveles. En términos espaciales y sobre todo de acuerdo con su aprovechamiento de pisos ecológicos, el pueblo como tal es considerado civilizado en oposición a la sallqa o región “salvaje”. Esta oposición es dramatizada en los rituales, especialmente en la fiesta de Corpus Christi, cuando los sallqaruna o salvajes bajan al pueblo a comportarse de manera antisocial, a ultrajar a la Virgen y a organizar bailes y borracheras que terminan en desorden sexual y que son celebradas fuera del pueblo, en la sallqa, lejos del control de los varayoq. Por extensión, la dualidad de opuestos se puede ampliar a otras esferas como la ocupación de los habitantes en que los pastores se asocian con el mundo salvaje y los agricultores con el civilizado. Además, la idea de ser miembro de la comunidad y de estar “adentro” se aplica al pueblo, mientras estar “afuera” es asimilado a lo salvaje y ampliado aun al concepto de “no miembro” aplicado a los blancos o qalas (desnudos).
Entre éstos, en fiestas como la de la limpieza de las acequias en septiembre, la dramatización de los conceptos opuestos se amplía para incluir también el mundo de la selva con el tema de los chunchus o indios selváticos que aparecen amenazando a la gente con arco y flecha y son ubicados en la categoría de lo de “afuera” y “salvaje”, al igual que los herbolarios que vienen desde el lago Titicaca.
En uno de los extremos del territorio de influencia de la cosmovisión andina se puede observar una elaboración ritual que utiliza los mismos elementos y es ejemplo de una obstinada persistencia a pesar del ambiente predominantemente no-indígena en el que se desarrolla. En los suburbios industriales al norte y noreste de Quito, también en las fiestas de Corpus, los habitantes se disfrazan de “salvajes” en la representación dramática estudiada por F. Salomón (1981) denominada yumbada. En el ritual es claro el extremo dualismo presente en el comportamiento de los principales protagonistas. Por un lado, existe el papel civilizado y piadoso de los “priostes” y las “alumbrantas”, diametralmente opuesto al papel de auca (salvaje) y de transgresor social de los yumbos y los “molecaña” (negros). Salomón anota que los bailarines que hacen de yumbos provienen de las familias de auténtica herencia quechua del lugar, claramente distinguidos de los forasteros, que allí constituyen una mayoría en aumento.
Este autor subraya el aspecto simbólico de la relación de estas comunidades con un centro, Quito, un nuevo Cuzco, y en el otro extremo la selva, con la que dichas comunidades han tenido vinculación desde épocas pre-incaicas. Otro aspecto fundamental incluido en esta representación es el relacionado con los poderes sobrenaturales asociados con la selva y representados por los chamanes. En una ceremonia previa los bailarines yumbos, que en realidad son obreros comunes y corrientes, se transforman en poderosos chamanes (yachaj, samiyuj). Por otra parte, su llegada simbólica desde diferentes partes de la selva, al igual que su pertenencia supuesta a las etnias selváticas ecuatorianas como los Shuar, Canelo, Quijo y Tsachela enfatiza su representación de lo salvaje, especialmente cuando se saludan entre sí usando los diferentes términos de parentesco quechua para los hermanos y, dada su condición de auca, no participan en la misa u otros oficios religiosos. El punto culminante de esta representación es la denominada “matanza”, que es en realidad un combate entre dos de los yumbos, uno que se erige en verdugo o matador (huanuchij) y otro que se transforma en un zaíno de monte o salvaje (sacha cuchi), que no es una presa pasiva sino, al contrario, agresiva y simbólica por ser uno de los animales más feroces de las selvas suramericanas.
Como se verá más adelante, las relaciones de estos grupos con los yumbos históricos documentados hasta el siglo XVIII, incluían el aprovisionamiento de productos de la selva como la sal, el ají y otros de importancia ceremonial como la coca, al igual que el aprendizaje de diferentes tradiciones chamánicas.
En varias de las regiones periféricas de lo que antiguamente fue el Tahuantinsuyu, aparecen elementos estructurales pertenecientes al mencionado complejo ritual. La presencia de un personaje negro en la dramatización de los bailes de carnaval entre los Inga de Colombia, al igual que el importante papel que desempeñan los chunchus en las festividades indígenas de algunas regiones de Chile, Bolivia y la región selvática de Ecuador y Perú, atestiguan la importancia de la organización ritual en el proceso de aculturación emprendido simultáneamente con la expansión geográfica y política de la cultura incaica.
La relación a que hemos aludido es vista desde la perspectiva de los pueblos selváticos de una forma diferente aunque con la misma importancia, especialmente en lo relacionado con la génesis del grupo. Un ejemplo significativo de esto lo proporcionan los estudios de E.M. Lagrou (c1992) sobre los Cashinahua de la selva peruana, en cuya mitología figuran predominantemente los Incas.
La figura del Inca kuin (literalmente nuestro Inca) tiene categoría de deidad celeste y es, al mismo tiempo, admirado y bello, por civilizador, pero temido, por peligroso. Quien lo visite pierde el alma en sus manos y además muere físicamente, ya que es hambriento de carne humana y, por esa razón, no se le ve ni en sueños ni en las sesiones de ayahuasca.
Desde el punto de vista lingüístico, la palabra andina chunchu se ha referido desde la perspectiva incaica a esos vecinos de las laderas y la ceja de montaña orientales. A pesar de que, como indica Varese (1968), la palabra fue usada con cierta imprecisión, no tiene la historia de la palabra Anti o Andes (actual). Ya se ha mostrado cómo una de las partes de la división del mundo andino se refería a la selva y a sus habitantes; sin embargo, la palabra parece con el tiempo delimitarse a ciertas etnias del piedemonte y a la ceja de montaña. Con todo, en la actualidad el término étnico sólo se conservó hasta hace algunos años para referirse a los Campa y, en términos geográficos, se convirtió en el indicador de las zonas altas y la montaña y por extensión a toda la cadena montañosa del occidente suramericano.
Desde el punto de vista histórico, tanto los grupos andinos como los del piedemonte y selva fueron sometidos a un tipo similar de vasallaje por parte de los europeos. Es interesante observar que en algunas ocasiones los intentos de redención mesiánica de origen andino tuvieron amplio eco entre la población selvática debido no sólo a la necesidad objetiva del cambio social sino también a la estrecha relación de estas cosmovisiones y, sobre todo, al papel que ciertos héroes civilizadores, algunos identificados con los Incas, desempeñaban en la ideología de estos grupos. Este es el caso del apoyo de los grupos Campa, Conibo, Shipibo y otros de la región del Gran Pajonal (piedemonte oriental peruano), a la rebelión de Juan Santos Acontahualpa en 1742, quien, tomando el caso de los Campa y de acuerdo con su tradición, fue visto como el héroe Kesha, bajado de las alturas por las aguas, ligado al baile ritual y al consumo de coca que Santos defendía como “yerba de Dios y no de brujos como dicen los Viracochas”.
En resumen, la selva, el salvaje y la cultura de los Incas están entretejidos desde múltiples perspectivas (social, política, lingüística, cosmológica, etc.) de forma intrincada y llena de simbolismos para los actuales habitantes de las alturas y del piedemonte y selva adyacente a toda la zona geográfica de antigua influencia incaica, desde el sur de Colombia hasta el norte de Chile y Argentina, y desde las costas del Pacífico hasta las regiones selváticas de Ecuador, Perú y Bolivia.
En términos generales, se acepta ya la función “donadora” de las culturas selváticas amazónicas en los procesos de gestación de las culturas andinas antiguas y formativas del noroeste de América Latina. Las investigaciones de Lathrap muestran cómo la domesticación de la yuca y el maíz constituyó un proceso de experimentación que ocurrió en las tierras bajas de la selva tropical, que tardó aproximadamente diez mil años y que se convirtió en un elemento fundamental en el desarrollo de las sociedades andinas.
Si bien desde muy temprano (la Conquista), se reconoció el importante papel de las relaciones entre sierra y costa, la presencia de la selva tardó mucho más en ser reconocida. Como se ha dicho, las evidencias relacionadas con el desarrollo de los cultivos, al igual que la fabricación de la cerámica, nos han permitido restituir la importancia de lo que Renard-Casevitz y Saignes denominan los “contactos transversales” de objetos, ideas y pautas culturales entre costa, sierra y selva.
Una de las zonas que más importancia han adquirido a medida que se estudian, es la región del piedemonte andino al sur del Ecuador. Ya para el período denominado formativo, aproximadamente entre 4.500 y 2.000 años atrás, se localiza el momento de la migración de poblaciones de la selva a la sierra y el desarrollo de las culturas costeras. Una de las principales evidencias a este respecto proviene del detallado estudio de la cerámica y sus estilos que muestra las irrupciones de poblaciones de la ceja de montaña, de origen selvático, en la sierra ecuatoriana (valles de los ríos Huasaga y Pastaza) hace 2.500 a 1.500 años.
La incorporación de las poblaciones indígenas de la región de los Andes septentrionales por parte de los Incas se efectuó con relativa lentitud. Mientras que la región central llevaba más de un siglo de control incaico a la llegada de los españoles, la región más lejana al norte de Quito y el sur de la actual Colombia sólo pudo ser incorporada alrededor de 1470. La encarnizada resistencia de los indígenas del piedemonte de la región denominada de los “bracamoros” no permitió la anexión de aquella importante región y, como afirma A.C. Taylor, estos indígenas terminaron siendo incorporados al “bestiario” incaico de bárbaros que no merecían su incorporación al imperio.
La incorporación de estos grupos se hacía mediante un modelo de dominación flexible que aprovechaba y usaba las estructuras autóctonas para consolidar su sujeción. Es posible, entonces, como lo han hecho Frank Salomón con los grupos de la región de Quito-Otavalo y Udo Oberem con los Cañari, develar los elementos principales de la organización social pre-incaica y estimar su nivel de aculturación.
Se ha pensado que los Incas no lograron incorporar las sociedades selváticas por no encontrar en ellas estructuras culturales y sociales semejantes a las suyas, lo que les impedía aplicar el esquema de dominio basado, como se ha dicho, en capitalizar las similitudes y adaptarlas. Esto, en opinión de Taylor y Saignes, sería subvalorar el éxito de la conquista incaica en la región de las vertientes meridionales de los Andes, sobre todo si se tiene en cuenta la amplia variedad de grupos étnicos que por distintos períodos de tiempo estuvo bajo su dominio.
Otro argumento que se esgrime es el de la rapidez con que los diferentes grupos sometidos retomaron sus pautas culturales en el momento de la catástrofe del Tahuantinsuyu, fenómeno que es explicado por Saignes como resultado de las crisis y tensiones dentro de una estructura de poder que había llegado a sus límites de crecimiento y capacidad de control.
En la región más meridional, la zona Ayacucho-Huanta y para el período comprendido entre hace 9.000 a 7.000 años, se tiene evidencia de la presencia de elementos amazónicos como granos de achiote (Bixa orellana ) y además de la introducción de la calabaza en la zona costera, datos que corroboran la comunicación a tres niveles a que hemos aludido y que, según los resultados de estudios arqueológicos, tuvo continuidad en sus siguientes fases de desarrollo.
Para la misma época (8000 AP) aparecen en el Perú central y la cuenca de Ayacucho las primeras evidencias de la domesticación de plantas como el ají, el achiote y, sobre todo, la coca y el maní de origen selvático. Por otra parte, se cuenta también con la presencia de las calabazas provenientes de la costa y de la difusión del maíz, de origen mesoamericano entre la costa y la sierra. Para el cuarto milenio, la presencia de la yuca dulce en la costa peruana trae de nuevo a consideración la conocida teoría de Lathrap sobre la vinculación de la difusión de dicho cultivo a la migración de grupos pertenecientes al tronco lingüístico proto-Arawak, al igual que la que sería una posterior aparición de la manioca (yuca amarga) en el mismo contexto. Por otra parte, en la discusión surge de nuevo la vinculación de estos procesos a la aparición de la cerámica.
En el pensamiento andino el origen de la coca se explica también con la clara intervención de los seres del mundo selvático. Guamán Poma narra cómo el hijo de Inca Roca, Apo Camac Inga, fue el conquistador de la región salvaje, el Antisuyu, y que (I:114): “para haberlo de conquistar se tornó otorongo, tigre, se tornaron el dicho su padre y su hijo, este dicho su hijo dicen que murió en los Andes y dicen que tiene hijo en los Andes que parió una india chuncho, y ansi por ello los Ingas se llamaron Otorongo Achachi Amaro Inga, y tiene en sus armas pintado; estos dichos ingas trajeron coca y lo comieron. Y así se enseñaron los demás indios en este reino, porque en la sierra no se planta coca ni lo hay, sino que se trae de la montaña…”
La difusión de estas pautas y la creación de redes de relaciones en torno a lo que los mencionados autores llaman ejes transversales a través de los medios andinos y longitudinales a lo largo de los valles fluviales o de la costa, se proyectan a extremos tales como la cultura Chavin en el Norte y Tiahuanaco en el Sur. Estas relaciones podrían ejemplificarse en las pautas de difusión de las conchas marinas hasta el valle del río Marañón o la presencia e importancia ritual de los grandes caracoles marinos (Strombus gigas) o del caracol bivalvo (Spondylus) en el ceremonial incaico, con su respectivo simbolismo masculino/femenino.
Al tomar como ejemplo el desarrollo de la urbanización, se puede también aludir a los contactos con centros localizados en la región selvática, esta vez un poco más al sur, el río Mamoré y las sabanas de Moxos, en donde existen vestigios de importantes obras hidráulicas, camellones y terraplenes, al igual que promontorios elevados para el cultivo de la yuca y del maíz que posible, aunque no forzosamente, pueden vincularse con organizaciones sociales de cierto refinamiento, asimilables a los cacicazgos.
Entre los siglos XII y XV se ponen de manifiesto las primeras evidencias de la resistencia de los grupos de las tierras bajas ante el embate conquistador de los grupos andinos. Esta época se conoce históricamente como el período de los Aucaruna (guerreros), conquistas que, en última instancia, parecen haberse orientado a la búsqueda del acceso a recursos complementarios mediante el asentamiento de colonos y que no se sabe si atribuir a un legado de la antigua cultura Tiahuanaco o a un uso y aprovechamiento por parte de los Incas de proyectos ya iniciados por otros grupos de la región.
En la vertiente oriental y en la colonización de su piedemonte en este período, se debe resaltar el importante papel de los Kallawaya y de la asimilación de una antigua concepción dualista entre los Aymara para adaptarse a lo que Casevitz y Saignes llaman la “oleada” inca-quechua. Esto trae consigo un inherente dualismo expresado en una partición arriba-abajo que le asignó a uno de los dos grupos el papel del control de las sociedades de las cabeceras de los valles, y que resultaría en la consolidación de una complementariedad expresada en términos climáticos (seco-húmedo), método de subsistencia (agricultura-ganadería) y étnicos y lingüísticos (aymara-pukina), en cuyo último nivel aparece de nuevo en escena la vertiente lingüística Arawak y su complejo de sociedades pre-andinas.
Ya para entonces, tal como había sucedido en otras regiones fronterizas, se consolida entre el hombre andino la imagen negativa de los grupos selváticos. El calor, la humedad y la lluvia convertían este mundo en la antítesis del mundo seco y frío de las tierras altas. Por otra parte, la exuberancia de la vegetación y el confinamiento propio del relieve de estos valles, contribuyeron a reforzar el concepto de región impenetrable, oscura, asfixiante y habitada por salvajes, que constituyó una de las constantes de la ideología andina.
La expansión incaica por los valles del piedemonte meriodional al igual que hacia la frontera sur tuvo lugar, ante todo, durante el reinado de Túpac Yupanqui Inca (c1450), que coincide aproximadamente con las incursiones –algunas fallidas– para someter a los grupos indígenas del piedemonte ecuatoriano, en especial los Palta, Cañaris y Bracamoros. A finales del siglo XV, en el frente más meridional, la presión de los Chiriguanos sobre otros grupos indígenas tal vez favoreció las alianzas de éstos (río Pilcomayo, sur de Potosí) con los conquistadores incas.
La consolidación de los procesos de aculturación y cambio iniciados durante la última época de expansión incaica se realineó y continuó durante el primer período de dominación hispánica. De acuerdo con Saignes y Renard-Casevitz, esta interacción vino a cristalizarse en un complejo mítico (I:283), “nacido de una simbiosis de quimeras prehispánicas de origen a la vez andino (Moxo) y guaraní (Kandire), y luego las coloniales que agregaron y envolvieron la idea de un refugio neo-inca y la esperanza continental de El Dorado”.
Los denominados Inga son un grupo de unas cinco mil personas que viven en algunos pueblos y caseríos dispersos de la región del alto Putumayo en el sureste de Colombia.
Los cronistas y tempranos historiadores de la conquista del Nuevo Reino de Granada (hoy Colombia) coinciden en confirmar la llegada de un número considerable de indígenas yanaconas (indios de servicio forzoso) y “otros indios e indias sirvientes” quechua-hablantes con la expedición que llevó a Bogotá a Sebastián de Belalcázar en 1538, población que al cabo se asimilaría con la local, dando lugar a la retención de numerosos quechuismos y nombres propios peruanos, como “Cajamarca”, que todavía aparece como apellido con cierta frecuencia en Colombia.
En lo que se refiere a los actuales Inga y su territorio, no encontramos en las fuentes históricas de los siglos XVI y XVII evidencia de su presencia. En dicha región, el sistema de encomiendas, al igual que la temprana instalación y actividad cristianizadora de las órdenes religiosas Franciscana y Dominicana afectaron principalmente a los descendientes de la población de Pastos, Abad y Killacinga, patrón que parece mantenerse hasta el siglo XVIII. Los Kamn’tzá, quienes son sus vecinos en el valle de Sibundoy, son los probables descendientes de los Killacinga que hallamos en el temprano período colonial y quienes según su tradición, al igual que los Inga, se consideran originarios de la “selva”.
Desafortunadamente, la historia de la presencia de este grupo de quechua-hablantes no está todavía bien documentada. De los documentos del Archivo General de la Nación de Colombia se confirma su sujeción al régimen de la encomienda de los pueblos del valle y de otros, como San Juan de Trujillo (cerca de Mocoa, hoy Iscancé) ya para 1580. Desde finales del siglo XVII se incrementa la presencia de misioneros en las zonas bajas y la fundación a mediados del siglo siguiente de las reducciones de los Franciscanos en las riberas de los ríos Caquetá y Putumayo. De acuerdo con dichos documentos, hay para esta misma época proyectos de traslado de poblaciones de las zonas altas a las bajas para consolidar las reducciones y seguramente se presentaron migraciones de otros grupos en la dirección contraria. Para mediados del siglo XVIII hay evidencia de la existencia del pueblo de Santiago y para comienzos del siguiente San Miguel y San Agustín en la “montaña y teja de Mocoa”.
Los Inga son considerados en Colombia como poseedores de especiales conocimientos de curanderismo y medicina botánica tradicional, así como del cultivo y manipulación de las plantas usadas en estas actividades. Entre este y otros grupos de la misma región, dichos conocimientos, al igual que la cosmovisión y la práctica chamánica, son elementos centrales de su identidad, los cuales son vistos por los no-indios como muy poderosos y preferidos ante la alternativa del curanderismo mestizo y la medicina occidental.
La base esencial del poder de los curanderos radica en el manejo de las técnicas chamanísticas y el uso de alucinógenos por parte de los grupos Inga, Kofán y otros Tucanos occidentales como los Siona, Macaguaje y Coreguaje. La posibilidad de acceder al mundo sobrenatural de donde emana el conocimiento y el poder de “curar” y de “ver”, la puede poseer el chamán al ingerir el yagé, bebida alucinógena preparada de la cocción de este bejuco (Banisteriopsis sp), llamado también en quechua ayahuasca, o “soga de los antepasados”.
El establecimiento de lazos de reciprocidad basados en la especialidad ritual y mágica resultante del profundo conocimiento de la selva, así como los basados en los poderes que este conocimiento les confiere a los nativos de la región del piedemonte, parece haber sido una de las principales razones de la incorporación del “salvaje” a la cosmovisión andina. Así lo demuestran fuentes arqueológicas e históricas, como es el caso de la especialización chamánica y mágica de los Kallawaya, función que parece haber sido privilegiada por el conquistador inca, complementariedad que aún hoy en día subsiste en el prestigio que el curandero Kallawaya actual tiene, no sólo entre indígenas sino entre mestizos y blancos, tanto en Bolivia como en áreas adyacentes, y aun en lejanos territorios tales como Argentina y Brasil. De igual forma se puede entender el mismo papel de curandero eficaz y respetado que tienen entre sus pacientes andinos (indígenas y no) los curanderos Quijo, que incluye, según sugiere Oberem, la enseñanza de técnicas chamánicas y mágicas y el suministro de las plantas y sustancias necesarias a los indígenas de las tierras altas.
Para los especialistas, el funcionamiento de los chamanes y curanderos del sureste de Colombia se describe mejor como un sistema de redes que funcionan dentro y fuera de la región y que crea vínculos de aprendizaje y práctica que engloba diferentes grupos étnicos como los Siona, Kofan, Kamn’tzá y que se puede inscribir dentro de la red más extensa que cubre buena parte del piedemonte ecuatoriano y tiene ramificaciones desde la zona de confluencia del Amazonas y el Putumayo hasta las estribaciones de los Andes peruanos y bolivianos.
Las redes se fundamentan también en el intercambio de mitos y narrativas chamánicas al igual que de plantas y productos entre grupos que son especialistas en su manipulación. La pertenencia total a este complejo mítico y chamánico muestra, entre los Inga de hoy, la continuidad de una tradición muy antigua, y su desplazamiento a su actual territorio, en lugar de debilitar esos lazos, ensanchó su cobertura, al igual que ha sucedido con otras regiones como la costa peruana o las ciudades de Ecuador, Perú y Colombia.
Como señala Michael Taussig, aun dentro del ropaje de comercialización y charlatanería con que la medicina tradicional se percibe en los países del tercer mundo, el curanderismo practicado por los especialistas botánicos Inga y de otros grupos, satisface una sentida necesidad social que aún no han podido colmar ni la Iglesia ni las instituciones de la medicina moderna. La magia y el poder representados por estos curanderos es una herencia directa, viva en la actualidad, de aquel dualismo del mundo andino articulado en polaridades complementarias tales como civilizado-salvaje y sierra-selva utilizadas y simbolizadas en su estructura social interna y en la de sus relaciones con otros grupos. El hecho de participar plenamente de este pensamiento y de esta tradición convierte a los Inga de Colombia, al igual que los ya mencionados Quijo, Campa, Cashinahua y Kallawaya en Ecuador, Perú y Bolivia, en otros, en representantes de esa “parte salvaje”.
Sin embargo, el aspecto más interesante de esta estrecha relación entre las culturas selváticas y la cultura incaica es la similitud de la visión del “otro” desde ambas perspectivas.
El indígena selvático es visto en la cosmovisión andina como “salvaje” pero, a la vez, como poseedor de conocimientos que daban poder sobre los otros y para el control del mundo, lo que de todas formas le confiere una fuerza civilizadora útil y necesaria. Tomando el caso de los ya mencionados Cashinahua, una cultura selvática vinculada por antiguos lazos con aquella andina, vemos cómo el Inca también es visto como “caníbal”, pero al mismo tiempo se reconoce su necesario poder civilizador. El otro, en este caso el Inca, es esta vez el “salvaje” pero, como sucede en el caso anterior, esta estrecha relación se plantea desde ambos lados incorporando la contradictoria dualidad compuesta por el terror y la fascinación.