- Botero esculturas (1998)
- Salmona (1998)
- El sabor de Colombia (1994)
- Wayuú. Cultura del desierto colombiano (1998)
- Semana Santa en Popayán (1999)
- Cartagena de siempre (1992)
- Palacio de las Garzas (1999)
- Juan Montoya (1998)
- Aves de Colombia. Grabados iluminados del Siglo XVIII (1993)
- Alta Colombia. El esplendor de la montaña (1996)
- Artefactos. Objetos artesanales de Colombia (1992)
- Carros. El automovil en Colombia (1995)
- Espacios Comerciales. Colombia (1994)
- Cerros de Bogotá (2000)
- El Terremoto de San Salvador. Narración de un superviviente (2001)
- Manolo Valdés. La intemporalidad del arte (1999)
- Casa de Hacienda. Arquitectura en el campo colombiano (1997)
- Fiestas. Celebraciones y Ritos de Colombia (1995)
- Costa Rica. Pura Vida (2001)
- Luis Restrepo. Arquitectura (2001)
- Ana Mercedes Hoyos. Palenque (2001)
- La Moneda en Colombia (2001)
- Jardines de Colombia (1996)
- Una jornada en Macondo (1995)
- Retratos (1993)
- Atavíos. Raíces de la moda colombiana (1996)
- La ruta de Humboldt. Colombia - Venezuela (1994)
- Trópico. Visiones de la naturaleza colombiana (1997)
- Herederos de los Incas (1996)
- Casa Moderna. Medio siglo de arquitectura doméstica colombiana (1996)
- Bogotá desde el aire (1994)
- La vida en Colombia (1994)
- Casa Republicana. La bella época en Colombia (1995)
- Selva húmeda de Colombia (1990)
- Richter (1997)
- Por nuestros niños. Programas para su Proteccion y Desarrollo en Colombia (1990)
- Mariposas de Colombia (1991)
- Colombia tierra de flores (1990)
- Los países andinos desde el satélite (1995)
- Deliciosas frutas tropicales (1990)
- Arrecifes del Caribe (1988)
- Casa campesina. Arquitectura vernácula de Colombia (1993)
- Páramos (1988)
- Manglares (1989)
- Señor Ladrillo (1988)
- La última muerte de Wozzeck (2000)
- Historia del Café de Guatemala (2001)
- Casa Guatemalteca (1999)
- Silvia Tcherassi (2002)
- Ana Mercedes Hoyos. Retrospectiva (2002)
- Francisco Mejía Guinand (2002)
- Aves del Llano (1992)
- El año que viene vuelvo (1989)
- Museos de Bogotá (1989)
- El arte de la cocina japonesa (1996)
- Botero Dibujos (1999)
- Colombia Campesina (1989)
- Conflicto amazónico. 1932-1934 (1994)
- Débora Arango. Museo de Arte Moderno de Medellín (1986)
- La Sabana de Bogotá (1988)
- Casas de Embajada en Washington D.C. (2004)
- XVI Bienal colombiana de Arquitectura 1998 (1998)
- Visiones del Siglo XX colombiano. A través de sus protagonistas ya muertos (2003)
- Río Bogotá (1985)
- Jacanamijoy (2003)
- Álvaro Barrera. Arquitectura y Restauración (2003)
- Campos de Golf en Colombia (2003)
- Cartagena de Indias. Visión panorámica desde el aire (2003)
- Guadua. Arquitectura y Diseño (2003)
- Enrique Grau. Homenaje (2003)
- Mauricio Gómez. Con la mano izquierda (2003)
- Ignacio Gómez Jaramillo (2003)
- Tesoros del Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario. 350 años (2003)
- Manos en el arte colombiano (2003)
- Historia de la Fotografía en Colombia. Museo de Arte Moderno de Bogotá (1983)
- Arenas Betancourt. Un realista más allá del tiempo (1986)
- Los Figueroa. Aproximación a su época y a su pintura (1986)
- Andrés de Santa María (1985)
- Ricardo Gómez Campuzano (1987)
- El encanto de Bogotá (1987)
- Manizales de ayer. Album de fotografías (1987)
- Ramírez Villamizar. Museo de Arte Moderno de Bogotá (1984)
- La transformación de Bogotá (1982)
- Las fronteras azules de Colombia (1985)
- Botero en el Museo Nacional de Colombia. Nueva donación 2004 (2004)
- Gonzalo Ariza. Pinturas (1978)
- Grau. El pequeño viaje del Barón Von Humboldt (1977)
- Bogotá Viva (2004)
- Albergues del Libertador en Colombia. Banco de la República (1980)
- El Rey triste (1980)
- Gregorio Vásquez (1985)
- Ciclovías. Bogotá para el ciudadano (1983)
- Negret escultor. Homenaje (2004)
- Mefisto. Alberto Iriarte (2004)
- Suramericana. 60 Años de compromiso con la cultura (2004)
- Rostros de Colombia (1985)
- Flora de Los Andes. Cien especies del Altiplano Cundi-Boyacense (1984)
- Casa de Nariño (1985)
- Periodismo gráfico. Círculo de Periodistas de Bogotá (1984)
- Cien años de arte colombiano. 1886 - 1986 (1985)
- Pedro Nel Gómez (1981)
- Colombia amazónica (1988)
- Palacio de San Carlos (1986)
- Veinte años del Sena en Colombia. 1957-1977 (1978)
- Bogotá. Estructura y principales servicios públicos (1978)
- Colombia Parques Naturales (2006)
- Érase una vez Colombia (2005)
- Colombia 360°. Ciudades y pueblos (2006)
- Bogotá 360°. La ciudad interior (2006)
- Guatemala inédita (2006)
- Casa de Recreo en Colombia (2005)
- Manzur. Homenaje (2005)
- Gerardo Aragón (2009)
- Santiago Cárdenas (2006)
- Omar Rayo. Homenaje (2006)
- Beatriz González (2005)
- Casa de Campo en Colombia (2007)
- Luis Restrepo. construcciones (2007)
- Juan Cárdenas (2007)
- Luis Caballero. Homenaje (2007)
- Fútbol en Colombia (2007)
- Cafés de Colombia (2008)
- Colombia es Color (2008)
- Armando Villegas. Homenaje (2008)
- Manuel Hernández (2008)
- Alicia Viteri. Memoria digital (2009)
- Clemencia Echeverri. Sin respuesta (2009)
- Museo de Arte Moderno de Cartagena de Indias (2009)
- Agua. Riqueza de Colombia (2009)
- Volando Colombia. Paisajes (2009)
- Colombia en flor (2009)
- Medellín 360º. Cordial, Pujante y Bella (2009)
- Arte Internacional. Colección del Banco de la República (2009)
- Hugo Zapata (2009)
- Apalaanchi. Pescadores Wayuu (2009)
- Bogotá vuelo al pasado (2010)
- Grabados Antiguos de la Pontificia Universidad Javeriana. Colección Eduardo Ospina S. J. (2010)
- Orquídeas. Especies de Colombia (2010)
- Apartamentos. Bogotá (2010)
- Luis Caballero. Erótico (2010)
- Luis Fernando Peláez (2010)
- Aves en Colombia (2011)
- Pedro Ruiz (2011)
- El mundo del arte en San Agustín (2011)
- Cundinamarca. Corazón de Colombia (2011)
- El hundimiento de los Partidos Políticos Tradicionales venezolanos: El caso Copei (2014)
- Artistas por la paz (1986)
- Reglamento de uniformes, insignias, condecoraciones y distintivos para el personal de la Policía Nacional (2009)
- Historia de Bogotá. Tomo I - Conquista y Colonia (2007)
- Historia de Bogotá. Tomo II - Siglo XIX (2007)
- Academia Colombiana de Jurisprudencia. 125 Años (2019)
- Duque, su presidencia (2022)
Introducción
Potosí, Bolivia. Jeremy Horner.
Flores. Chimborazo, Ecuador. Jeremy Horner.
Flores. Chimborazo, Ecuador. Jeremy Horner.
Potosí, Bolivia. Jeremy Horner.
Isla Amantani. Lago Titicaca, Perú y Bolivia. Jeremy Horner.
Texto de: Benjamín Villegas
El caudal historiográfico vertido sobre la difusión de la cultura hispanoamericana con motivo del Quinto Centenario del descubrimiento de América, parece haber agotado las posibilidades de un tema que, sin embargo, es prácticamente inacabable. La historia del descubrimiento y conquista del Nuevo Mundo plantea tantos y tan amplios problemas como remota es su historia primigenia. Las lagunas que quedan por cubrir muestran, de hecho, que pese al número y calidad de los estudios adelantados hasta hoy, hay un campo abierto para realizar nuevas investigaciones y enlazarlas con puntos de vista originales y novedosos. La moderna disciplina histórica se preocupa hoy mucho más por lo que se ha llamado la “microhistoria”, que por el gran tratado que recoge, en una amplia visión general, la pluralidad de hechos, vidas, hazañas, acontecimientos colectivos y fechas cruciales, en su encadenamiento con el devenir de la historia; o si se quiere, de la protohistoria.
Nuevas corrientes de la historiografía prefieren aplicar otra metodología, como aquella que se centra en el estudio de aspectos muy específicos de una civilización particular y busca con todos los medios a su alcance, acercarse a momentos muy significativos y a aspectos de definida particularidad, explorando sus diversos modos de existencia social, cultural, política y geográfica. Hoy se sabe que, a pesar del incuestionable valor documental de las fuentes tradicionales provenientes de los documentos legados por los españoles, se impone una concepción plural e interdisciplinaria en el estudio de los fenómenos humanos, de tal manera que al compulsar esas fuentes las haga contrastar con testimonios venidos de otras disciplinas, como la etnología y la antropología, que obligan por fuerza al investigador a leer entre líneas los textos provenientes de las crónicas de los conquistadores.
Al pensar este libro, que es un homenaje al presente y al pasado del imperio incaico, hemos tenido en cuenta estos hechos, esos giros en la historiografía y esos cambios en el punto de vista. Lo hemos abordado con la mirada puesta en las materias particulares que integran el fresco fragmentado de una de las más importantes culturas prehispánicas, convocando el concurso de los diversos especialistas en cada tema.
De ahí hemos deducido el valor hipotético de los campos históricos y antropológicos aquí tocados, confiriéndoles la importancia que merecen. Pero es ante todo en la visión que hemos dado al tratamiento del tema, en el amplio despliegue fotográfico presentado, en su articulación con los cinco ensayos que componen la parte escrita del libro, en donde, no dudamos, reside su valioso aporte a la historiografía americana. Es así como al explorar aspectos centrales de la realidad histórica de ayer y de hoy, se llega a conformar la idea matriz de este libro, su protagonista es el hombre y su entorno. Ese hombre, que hoy habita en la región andina y que es el heredero de una antigua civilización, está aquí estudiado y retratado, tanto en los breves y concisos ensayos sobre un aspecto particular de su existencia, como en su expresión humana y social captada por el lente del fotógrafo. Es en este doble aspecto del libro donde radica su mayor novedad, su definida y valiosa singularidad.
Pues si el texto es nítidamente ilustrativo, la amplia exploración fotográfica, orgánica y coherente, tiene el poder de trasportar al lector a los sobrecogedores paisajes naturales, humanos y sociales sobre los que se recorta la historia de la civilización incaica y la de quienes hoy son sus descendientes.
Como es sabido, del resplandor del pasado incaico tan sólo llegan hasta nosotros algunos destellos y vagas versiones sobre su historia, esa que tantas veces se confunde con el mito y la leyenda. Estos testimonios, recogidos en las crónicas dejadas por los conquistadores y en los documentos acopiados por los historiadores de la Colonia, se han visto reforzados por aquellos entregados a la tradición oral, como son los episodios narrados por las canciones de gesta, que resultan semejantes a las de los bardos homéricos o a las de los trovadores medievales, ya que los Incas no desarrollaron forma alguna de escritura.
La civilización incaica, tan admirable en su organización y cohesión social y en su pensamiento mítico, ha dejado el testimonio de su grandeza, reflejada tanto en su progreso material y social como en su ámbito religioso del que sobresale, entre otros lugares de importancia arqueológica y como magnífico ejemplo, la majestuosa y monumental arquitectura de Machu Picchu.
Tres grandes acontecimientos marcan las etapas decisivas de la historia de los Incas del Cuzco: el tiempo mítico y primigenio de los orígenes, el presidido por la figura del Inca Pachacuti, y aquel de la guerra civil que enfrentó a Atahualpa con Huáscar, en el que éste fue derrotado. Y tres fueron las grandes regiones que conformaron históricamente el imperio incaico: la montañosa de los Andes, en donde diseminadas habitaban las tribus primitivas; la franja boscosa, selvática y húmeda, entre lo que hoy es Perú, Bolivia Ecuador y Colombia, donde se desarrolló la existencia de grupos de cazadores nómadas; y las comunidades de pescadores que vivían en la región costera del océano Pacífico. Las fechas establecidas por los historiadores para los primeros asentamientos humanos en estas tierras hablan de 9.000 años de antigüedad.
Relatan los cronistas españoles, en versiones recogidas entre los descendientes de quienes se identifican con la civilización incaica, cómo éstos realizaban expediciones destinadas a someter más territorios, partiendo siempre del Cuzco, adonde también regresaban con las buenas nuevas de sus triunfos y conquistas. Y así, de tiempo en tiempo, partían una vez más en su ánimo de expansión territorial. Aquellos dominios anexados periódicamente eran visitados por el Inca con el fin de estructurar con ellos nuevas relaciones de redistribución. Según documentos confiables, otra forma de expansión incaica eran las alianzas y nuevas relaciones de parentesco establecidas por lazos matrimoniales que comprometían al Inca con las hijas y herederas de algún soberano de los territorios que irían a hacer parte del imperio. Se ha establecido también cómo la cultura incaica dio un enorme paso en su progreso material a partir del cultivo del maíz. Esta época tan propicia al desarrollo corresponde, y no por coincidencia, a una rápida evolución social y cultural manifiesta tanto en el arte de los orfebres y en la elaborada belleza de los tejidos, como en la sorprendente arquitectura civil y religiosa que se construye al centro y norte de los Andes. Este rico y significativo conjunto de habilidades y expresiones constituye testimonio irrefutable de un alto grado de desarrollo técnico y artístico, heredado quizás de algunas formas de organización social que llevan al historiador a suponer un pasado incaico en el cual la comunidad era precedida por una casta sacerdotal. Tal es el carácter evocador de las funciones religiosas a las que servían sus figuras y sus usos ceremoniales. Se trata de testimonios que han abierto un amplio campo arqueológico para mejor conocer y comprender más profundamente la mentalidad del Inca precolombino.
Los once emperadores de la dinastía incaica señalados por los historiadores, sitúan su origen en lo que hoy puede considerarse una versión confiable del mito de fundación. Este señala a los hermanos Ayar Manco, Ayar Cachi, Ayar Uchu y Ayar Auca como los fundadores de lo que sería más adelante el vasto reino de los Incas. Los hermanos Ayar corresponden a los cuatro costados del mundo, de cuyo centro, la gran plaza del Cuzco, que en Quechua significa ombligo, partían los cuatro caminos que se prolongaban y perdían en los confines del horizonte. De estos cuatro hermanos, desposados con sus propias hermanas, fue Ayar Manco, mejor conocido como Manco Cápac, quien con porfiadas argucias y laboriosas artimañas arrebató el poder a sus hermanos y dirigió luego la migración de la comunidad hacia el valle del Cuzco, en donde más tarde se levantaría el Templo del Sol.
Este, como tantos otros mitos de las culturas precolombinas, también hace ver a sus dioses y héroes como grandes civilizadores. Así se ha relatado la forma en que Manco Cápac, como hijo del sol, condujo a las comunidades salvajes y primitivas en su origen, a la formación de una más alta civilización. A partir de entonces, el impulso hacia el desarrollo fue conformando las más sólidas estructuras sociales, económicas, míticas y religiosas del imperio, comprendiendo también en su devenir la sucesión del poder y las funciones de intercambio y distribución de las riquezas naturales.
Entre la naturaleza y el cosmos, entre la tierra y las alturas celestes, la gran figura del Inca alza su poder con la fuerza sobrehumana de su dominio. Pero, ¿qué significaba literalmente la palabra Inca? Propiamente hablando, en su sentido original, no correspondía a una raza, ni a una comunidad, ni a un pueblo. Designaba la más alta jerarquía humana. Señalaba a un ser casi sobrenatural, hijo del sol, una divinidad encarnada que servía de mediación entre el mundo sagrado y el mundo profano. Inca fue entonces sinónimo de arquetipo, modelo o paradigma, del que derivaba toda la genealogía de la nobleza. Y era el soberano, el Inca, quien regulaba todas las formas de relación entre la comunidad y el centro del imperio, el Tahuantinsuyu. Así las relaciones de poder, perfectamente estables puesto que derivaban de un mandato divino, propiciaron la creación de una sólida organización política y económica, establecida sobre un cuerpo social, conformado piramidalmente, que hacía posible el desarrollo de una alta civilización. En ella, el Estado regulaba las relaciones de producción cuyos excedentes eran almacenados en función de las necesidades comunales. La racionalidad de su conformación social queda entonces ilustrada en la manera como organizaban la producción agrícola, pero también en las obras de arquitectura aplicada a la construcción de acueductos y sistemas de irrigación, con los cuales lograron arrebatar al desierto y a las áridas mesetas andinas, tierras baldías que llegaron así a ser aptas para cultivo.
En el sistema económico de los Incas, los habitantes trabajaban dentro de una organización de tipo socialista, pues aunque su producción estaba destinada al emperador, él, por su parte, distribuía equitativamente la tierra y le devolvía al productor el valor de su trabajo, poniendo en marcha el mecanismo económico del intercambio. Y si bien no se puede decir que el Tahuantinsuyu fuera un estado del todo centralizado, se puede pensar que simbólicamente lo era. Del centro del Cuzco partía una larga red de caminos de piedra y puentes colgantes que, a lo largo y ancho del territorio, alcanzaba unos 11.000 kilómetros de extensión y mantenía unidas las diversas regiones, ciudades y pueblos del imperio. Un imperio que comenzaba al Norte, en el territorio colombiano aledaño al valle de Sibundoy, y se extendía hacia el Sur en una zona de más de 5.000 kilómetros, hasta llegar a las riberas del río Maule, en las inmediaciones de Chile. Más allá de estas fronteras habitaban las tribus de los feroces y beligerantes araucanos.
Venerado hasta el último rincón del imperio, el Inca, hijo del sol, era también temido en su gran poder. Su aparición en cualquiera de los dominios provocaba una verdadera conmoción. Jamás pisaba la tierra porque ello significaba el quebrantamiento del orden cósmico. Escoltado por una armada ricamente vestida y acompañado por una fanfarria, llegaba el Inca sentado en una litera que ocho hombres corpulentos cargaban sobre sus hombros. Para acercarse a él, los súbditos debían echarse a sus espaldas una carga bajo cuyo peso cayeran de rodillas en señal de humildad y sujeción. Cuando en 1532, el Inca Atahualpa celebraba su victoria sobre Huáscar, que puso término a una sangrienta guerra civil en que se disputó la mitad del imperio, llegó hasta él un chasqui, mensajero, con noticias alarmantes sobre la aparición en sus dominios de un grupo de hombres extraños que, en un primer momento, confundieron con el “regreso de los Viracocha”, sus antiguos dioses.
Se trataba de Francisco Pizarro que con sus hombres había desembarcado en el Perú en 1530 y avanzado desde el Norte hasta las inmediaciones de Cajamarca, penetrando en el corazón mismo del imperio. Pizarro, en busca de los grandes tesoros que según las averiguaciones poseían las altas dignidades de los Incas, envió a su hermano Hernando como emisario ante Atahualpa, al tiempo que le preparaba una emboscada. Atahualpa, que acampaba en una llanura no lejos de la población, organizó la entrevista como quien se prepara para un desfile ceremonial. Así entró en Cajamarca con un grupo de sus hombres. Tras el encuentro, vino el inevitable pero sorpresivo y violento choque. Fray Vicente de Valverde increpó al Inca y demandó de él sometimiento, pues había sido enviado por el rey para revelar a Atahualpa y a su pueblo la verdadera religión. Cuando Valverde le extendió la biblia al Inca, este “le abrió, le ojeó, mirando el molde y la orden de él y después de visto le arrojó por entre la gente, con mucha ira y el rostro muy encarnizado” (Miguel de Estete). Entonces, Pizarro ordenó el ataque.
La “ceremonia” se transformó muy pronto en una aguerrida batalla. Y “como los indios estaban sin armas, fueron desbaratados sin peligro de ningún cristiano” (Hernando Pizarro. Carta a los oidores). Allí comenzó el final del imperio incaico. Como dice John Hemming, en La conquista de los Incas, “la primera visión europea del supremo gobernante coincidió con su derrocamiento”.
Los españoles al mando de Pizarro, atraídos por la enorme riqueza en oro y plata con que resplandecía la corte del Inca, esperaban acrecentar las riquezas, de las que ya habían encontrado gran cantidad entre las fuerzas vencidas. De esta manera fueron forzando a Atahualpa a ofrecer a cambio de su libertad un cuantioso botín. Saqueando templos y ciudades, acumulando el oro y plata que les llevaban los obedientes nativos, pensando que así preservaban la vida de su emperador, los españoles se apropiaron de “tanto oro que era cosa de maravilla” (Cristóbal de Mena). Ilusión vana puesto que ya había sido engañado y traicionado. El sábado 26 de julio de 1533, Atahualpa fue condenado a muerte. La sumaria sentencia se basaba en las acusaciones de “usurpación, fratricidio, idolatría, poligamia, y rebelión”. Al caer la noche el Inca fue ejecutado.
“Cuando le sacaron a matar, –escribe Pedro Pizarro– toda la gente que había en la plaza de los naturales, que había harto, se postraron por tierra, dejándose caer en el suelo como borrachos”. Pedro Sancho de la Hoz continúa: “fue al cabo sacado de la prisión en que estaba y al son de trompetas que publicaban su alevosía, fue llevado al medio de la plaza de la ciudad y atado a un palo, mientras el religioso le iba consolando y enseñándole… Movido él por estas razones pidió el bautismo y se lo dio al instante aquel reverendo padre… de tal manera que aunque estaba sentenciado a ser quemado vivo, se le dio una vuelta al cuello con un cordel y de este modo fue ahogado”. Concluye Miguel de Estete: “Aquí acaeció la cosa más extraña que se ha visto en el mundo… llegaron ciertas señoras, hermanas y mujeres suyas, y otros privados, con gran estruendo, tal que impidieron el oficio, y dijeron que les hiciesen aquella huesa muy mayor, porque era costumbre cuando el gran señor moría que todos aquellos que bien le querían se enterrasen vivos con él”. Podemos advertir entonces, además del terrible dramatismo de la escena, la enorme carga simbólica que encierra.
Si nos hemos detenido brevemente en este episodio es porque, a juicio de los historiadores, no hay en la historia de la conquista del Nuevo Mundo un episodio que supere en dimensión trágica al de la muerte de Atahualpa. Con ella se selló la caída de un imperio. Allí se marcó el inicio del aniquilamiento de una civilización compleja y antigua, y el colapso de un pueblo que, tras los acontecimientos de Cajamarca, cayó en el vacio, perdiendo su unidad, su ordenación política y económica, su cohesión interna y quizá la fe en sus dioses tutelares. A partir de entonces, su organización social se hizo pobre y errática, diseminada, frágil y confusa. Quedan, como último capítulo de su sobrevivencia, los episodios de conciliación y rebeliones cíclicas, como las de Manco Inca y Túpac Amaru, con quienes la dinastía de los Incas llega a su fin.
Abolidas las fuerzas conformadoras de la sociedad incaica con el largo proceso de conquista, colonia, evangelización y mestizaje, sus estructuras internas han podido sobrevivir transponiendo la gravitación histórica de sus acontecimientos a un orden definido por la fuerza de su proyección simbólica. Testigos de este proceso de sobrevivencia son su amalgama de cultos naturalistas, la celebración de fiestas y ceremonias, la producción artesanal, las prácticas chamánicas y rituales en torno a entidades mágicas, e incluso a los simulacros de redistribución de tierras con que se evoca el pasado social en la sociedad de Kauri. Y aunque algunas de esas fiestas han sido transpuestas al orden cristiano, precedidas por un santo patrón, en su integración ha sobrevivido la mentalidad politeísta y animista de otra época, cuando era presidida por el culto al sol, en el que el Inca había tenido su más remoto antepasado.
Este libro explora aspectos particulares de la historia de la antigua civilización incaica, precioso legado de un pasado de grandeza verdaderamente mítica. Pero, sobre todo, rinde un homenaje a los descendientes de aquel mundo. A aquellos que han creado en torno a las antiguas culturas de los Andes suramericanos sus propios modos de sobrevivencia, conformando una pluralidad de comunidades que, aunque en rigor no sean los descendientes directos de los Incas, son los herederos de sus lenguas diversas y remotas, de sus unidades étnicas, de su sincretismo religioso. Culturas heterogéneas que, sobrepasando las demarcaciones de las fronteras nacionales, constituyen un verdadero mosaico de pueblos cuya unidad está conformada por su pasado común: el del imperio de los Incas.
#AmorPorColombia
Introducción
Potosí, Bolivia. Jeremy Horner.
Flores. Chimborazo, Ecuador. Jeremy Horner.
Flores. Chimborazo, Ecuador. Jeremy Horner.
Potosí, Bolivia. Jeremy Horner.
Isla Amantani. Lago Titicaca, Perú y Bolivia. Jeremy Horner.
Texto de: Benjamín Villegas
El caudal historiográfico vertido sobre la difusión de la cultura hispanoamericana con motivo del Quinto Centenario del descubrimiento de América, parece haber agotado las posibilidades de un tema que, sin embargo, es prácticamente inacabable. La historia del descubrimiento y conquista del Nuevo Mundo plantea tantos y tan amplios problemas como remota es su historia primigenia. Las lagunas que quedan por cubrir muestran, de hecho, que pese al número y calidad de los estudios adelantados hasta hoy, hay un campo abierto para realizar nuevas investigaciones y enlazarlas con puntos de vista originales y novedosos. La moderna disciplina histórica se preocupa hoy mucho más por lo que se ha llamado la “microhistoria”, que por el gran tratado que recoge, en una amplia visión general, la pluralidad de hechos, vidas, hazañas, acontecimientos colectivos y fechas cruciales, en su encadenamiento con el devenir de la historia; o si se quiere, de la protohistoria.
Nuevas corrientes de la historiografía prefieren aplicar otra metodología, como aquella que se centra en el estudio de aspectos muy específicos de una civilización particular y busca con todos los medios a su alcance, acercarse a momentos muy significativos y a aspectos de definida particularidad, explorando sus diversos modos de existencia social, cultural, política y geográfica. Hoy se sabe que, a pesar del incuestionable valor documental de las fuentes tradicionales provenientes de los documentos legados por los españoles, se impone una concepción plural e interdisciplinaria en el estudio de los fenómenos humanos, de tal manera que al compulsar esas fuentes las haga contrastar con testimonios venidos de otras disciplinas, como la etnología y la antropología, que obligan por fuerza al investigador a leer entre líneas los textos provenientes de las crónicas de los conquistadores.
Al pensar este libro, que es un homenaje al presente y al pasado del imperio incaico, hemos tenido en cuenta estos hechos, esos giros en la historiografía y esos cambios en el punto de vista. Lo hemos abordado con la mirada puesta en las materias particulares que integran el fresco fragmentado de una de las más importantes culturas prehispánicas, convocando el concurso de los diversos especialistas en cada tema.
De ahí hemos deducido el valor hipotético de los campos históricos y antropológicos aquí tocados, confiriéndoles la importancia que merecen. Pero es ante todo en la visión que hemos dado al tratamiento del tema, en el amplio despliegue fotográfico presentado, en su articulación con los cinco ensayos que componen la parte escrita del libro, en donde, no dudamos, reside su valioso aporte a la historiografía americana. Es así como al explorar aspectos centrales de la realidad histórica de ayer y de hoy, se llega a conformar la idea matriz de este libro, su protagonista es el hombre y su entorno. Ese hombre, que hoy habita en la región andina y que es el heredero de una antigua civilización, está aquí estudiado y retratado, tanto en los breves y concisos ensayos sobre un aspecto particular de su existencia, como en su expresión humana y social captada por el lente del fotógrafo. Es en este doble aspecto del libro donde radica su mayor novedad, su definida y valiosa singularidad.
Pues si el texto es nítidamente ilustrativo, la amplia exploración fotográfica, orgánica y coherente, tiene el poder de trasportar al lector a los sobrecogedores paisajes naturales, humanos y sociales sobre los que se recorta la historia de la civilización incaica y la de quienes hoy son sus descendientes.
Como es sabido, del resplandor del pasado incaico tan sólo llegan hasta nosotros algunos destellos y vagas versiones sobre su historia, esa que tantas veces se confunde con el mito y la leyenda. Estos testimonios, recogidos en las crónicas dejadas por los conquistadores y en los documentos acopiados por los historiadores de la Colonia, se han visto reforzados por aquellos entregados a la tradición oral, como son los episodios narrados por las canciones de gesta, que resultan semejantes a las de los bardos homéricos o a las de los trovadores medievales, ya que los Incas no desarrollaron forma alguna de escritura.
La civilización incaica, tan admirable en su organización y cohesión social y en su pensamiento mítico, ha dejado el testimonio de su grandeza, reflejada tanto en su progreso material y social como en su ámbito religioso del que sobresale, entre otros lugares de importancia arqueológica y como magnífico ejemplo, la majestuosa y monumental arquitectura de Machu Picchu.
Tres grandes acontecimientos marcan las etapas decisivas de la historia de los Incas del Cuzco: el tiempo mítico y primigenio de los orígenes, el presidido por la figura del Inca Pachacuti, y aquel de la guerra civil que enfrentó a Atahualpa con Huáscar, en el que éste fue derrotado. Y tres fueron las grandes regiones que conformaron históricamente el imperio incaico: la montañosa de los Andes, en donde diseminadas habitaban las tribus primitivas; la franja boscosa, selvática y húmeda, entre lo que hoy es Perú, Bolivia Ecuador y Colombia, donde se desarrolló la existencia de grupos de cazadores nómadas; y las comunidades de pescadores que vivían en la región costera del océano Pacífico. Las fechas establecidas por los historiadores para los primeros asentamientos humanos en estas tierras hablan de 9.000 años de antigüedad.
Relatan los cronistas españoles, en versiones recogidas entre los descendientes de quienes se identifican con la civilización incaica, cómo éstos realizaban expediciones destinadas a someter más territorios, partiendo siempre del Cuzco, adonde también regresaban con las buenas nuevas de sus triunfos y conquistas. Y así, de tiempo en tiempo, partían una vez más en su ánimo de expansión territorial. Aquellos dominios anexados periódicamente eran visitados por el Inca con el fin de estructurar con ellos nuevas relaciones de redistribución. Según documentos confiables, otra forma de expansión incaica eran las alianzas y nuevas relaciones de parentesco establecidas por lazos matrimoniales que comprometían al Inca con las hijas y herederas de algún soberano de los territorios que irían a hacer parte del imperio. Se ha establecido también cómo la cultura incaica dio un enorme paso en su progreso material a partir del cultivo del maíz. Esta época tan propicia al desarrollo corresponde, y no por coincidencia, a una rápida evolución social y cultural manifiesta tanto en el arte de los orfebres y en la elaborada belleza de los tejidos, como en la sorprendente arquitectura civil y religiosa que se construye al centro y norte de los Andes. Este rico y significativo conjunto de habilidades y expresiones constituye testimonio irrefutable de un alto grado de desarrollo técnico y artístico, heredado quizás de algunas formas de organización social que llevan al historiador a suponer un pasado incaico en el cual la comunidad era precedida por una casta sacerdotal. Tal es el carácter evocador de las funciones religiosas a las que servían sus figuras y sus usos ceremoniales. Se trata de testimonios que han abierto un amplio campo arqueológico para mejor conocer y comprender más profundamente la mentalidad del Inca precolombino.
Los once emperadores de la dinastía incaica señalados por los historiadores, sitúan su origen en lo que hoy puede considerarse una versión confiable del mito de fundación. Este señala a los hermanos Ayar Manco, Ayar Cachi, Ayar Uchu y Ayar Auca como los fundadores de lo que sería más adelante el vasto reino de los Incas. Los hermanos Ayar corresponden a los cuatro costados del mundo, de cuyo centro, la gran plaza del Cuzco, que en Quechua significa ombligo, partían los cuatro caminos que se prolongaban y perdían en los confines del horizonte. De estos cuatro hermanos, desposados con sus propias hermanas, fue Ayar Manco, mejor conocido como Manco Cápac, quien con porfiadas argucias y laboriosas artimañas arrebató el poder a sus hermanos y dirigió luego la migración de la comunidad hacia el valle del Cuzco, en donde más tarde se levantaría el Templo del Sol.
Este, como tantos otros mitos de las culturas precolombinas, también hace ver a sus dioses y héroes como grandes civilizadores. Así se ha relatado la forma en que Manco Cápac, como hijo del sol, condujo a las comunidades salvajes y primitivas en su origen, a la formación de una más alta civilización. A partir de entonces, el impulso hacia el desarrollo fue conformando las más sólidas estructuras sociales, económicas, míticas y religiosas del imperio, comprendiendo también en su devenir la sucesión del poder y las funciones de intercambio y distribución de las riquezas naturales.
Entre la naturaleza y el cosmos, entre la tierra y las alturas celestes, la gran figura del Inca alza su poder con la fuerza sobrehumana de su dominio. Pero, ¿qué significaba literalmente la palabra Inca? Propiamente hablando, en su sentido original, no correspondía a una raza, ni a una comunidad, ni a un pueblo. Designaba la más alta jerarquía humana. Señalaba a un ser casi sobrenatural, hijo del sol, una divinidad encarnada que servía de mediación entre el mundo sagrado y el mundo profano. Inca fue entonces sinónimo de arquetipo, modelo o paradigma, del que derivaba toda la genealogía de la nobleza. Y era el soberano, el Inca, quien regulaba todas las formas de relación entre la comunidad y el centro del imperio, el Tahuantinsuyu. Así las relaciones de poder, perfectamente estables puesto que derivaban de un mandato divino, propiciaron la creación de una sólida organización política y económica, establecida sobre un cuerpo social, conformado piramidalmente, que hacía posible el desarrollo de una alta civilización. En ella, el Estado regulaba las relaciones de producción cuyos excedentes eran almacenados en función de las necesidades comunales. La racionalidad de su conformación social queda entonces ilustrada en la manera como organizaban la producción agrícola, pero también en las obras de arquitectura aplicada a la construcción de acueductos y sistemas de irrigación, con los cuales lograron arrebatar al desierto y a las áridas mesetas andinas, tierras baldías que llegaron así a ser aptas para cultivo.
En el sistema económico de los Incas, los habitantes trabajaban dentro de una organización de tipo socialista, pues aunque su producción estaba destinada al emperador, él, por su parte, distribuía equitativamente la tierra y le devolvía al productor el valor de su trabajo, poniendo en marcha el mecanismo económico del intercambio. Y si bien no se puede decir que el Tahuantinsuyu fuera un estado del todo centralizado, se puede pensar que simbólicamente lo era. Del centro del Cuzco partía una larga red de caminos de piedra y puentes colgantes que, a lo largo y ancho del territorio, alcanzaba unos 11.000 kilómetros de extensión y mantenía unidas las diversas regiones, ciudades y pueblos del imperio. Un imperio que comenzaba al Norte, en el territorio colombiano aledaño al valle de Sibundoy, y se extendía hacia el Sur en una zona de más de 5.000 kilómetros, hasta llegar a las riberas del río Maule, en las inmediaciones de Chile. Más allá de estas fronteras habitaban las tribus de los feroces y beligerantes araucanos.
Venerado hasta el último rincón del imperio, el Inca, hijo del sol, era también temido en su gran poder. Su aparición en cualquiera de los dominios provocaba una verdadera conmoción. Jamás pisaba la tierra porque ello significaba el quebrantamiento del orden cósmico. Escoltado por una armada ricamente vestida y acompañado por una fanfarria, llegaba el Inca sentado en una litera que ocho hombres corpulentos cargaban sobre sus hombros. Para acercarse a él, los súbditos debían echarse a sus espaldas una carga bajo cuyo peso cayeran de rodillas en señal de humildad y sujeción. Cuando en 1532, el Inca Atahualpa celebraba su victoria sobre Huáscar, que puso término a una sangrienta guerra civil en que se disputó la mitad del imperio, llegó hasta él un chasqui, mensajero, con noticias alarmantes sobre la aparición en sus dominios de un grupo de hombres extraños que, en un primer momento, confundieron con el “regreso de los Viracocha”, sus antiguos dioses.
Se trataba de Francisco Pizarro que con sus hombres había desembarcado en el Perú en 1530 y avanzado desde el Norte hasta las inmediaciones de Cajamarca, penetrando en el corazón mismo del imperio. Pizarro, en busca de los grandes tesoros que según las averiguaciones poseían las altas dignidades de los Incas, envió a su hermano Hernando como emisario ante Atahualpa, al tiempo que le preparaba una emboscada. Atahualpa, que acampaba en una llanura no lejos de la población, organizó la entrevista como quien se prepara para un desfile ceremonial. Así entró en Cajamarca con un grupo de sus hombres. Tras el encuentro, vino el inevitable pero sorpresivo y violento choque. Fray Vicente de Valverde increpó al Inca y demandó de él sometimiento, pues había sido enviado por el rey para revelar a Atahualpa y a su pueblo la verdadera religión. Cuando Valverde le extendió la biblia al Inca, este “le abrió, le ojeó, mirando el molde y la orden de él y después de visto le arrojó por entre la gente, con mucha ira y el rostro muy encarnizado” (Miguel de Estete). Entonces, Pizarro ordenó el ataque.
La “ceremonia” se transformó muy pronto en una aguerrida batalla. Y “como los indios estaban sin armas, fueron desbaratados sin peligro de ningún cristiano” (Hernando Pizarro. Carta a los oidores). Allí comenzó el final del imperio incaico. Como dice John Hemming, en La conquista de los Incas, “la primera visión europea del supremo gobernante coincidió con su derrocamiento”.
Los españoles al mando de Pizarro, atraídos por la enorme riqueza en oro y plata con que resplandecía la corte del Inca, esperaban acrecentar las riquezas, de las que ya habían encontrado gran cantidad entre las fuerzas vencidas. De esta manera fueron forzando a Atahualpa a ofrecer a cambio de su libertad un cuantioso botín. Saqueando templos y ciudades, acumulando el oro y plata que les llevaban los obedientes nativos, pensando que así preservaban la vida de su emperador, los españoles se apropiaron de “tanto oro que era cosa de maravilla” (Cristóbal de Mena). Ilusión vana puesto que ya había sido engañado y traicionado. El sábado 26 de julio de 1533, Atahualpa fue condenado a muerte. La sumaria sentencia se basaba en las acusaciones de “usurpación, fratricidio, idolatría, poligamia, y rebelión”. Al caer la noche el Inca fue ejecutado.
“Cuando le sacaron a matar, –escribe Pedro Pizarro– toda la gente que había en la plaza de los naturales, que había harto, se postraron por tierra, dejándose caer en el suelo como borrachos”. Pedro Sancho de la Hoz continúa: “fue al cabo sacado de la prisión en que estaba y al son de trompetas que publicaban su alevosía, fue llevado al medio de la plaza de la ciudad y atado a un palo, mientras el religioso le iba consolando y enseñándole… Movido él por estas razones pidió el bautismo y se lo dio al instante aquel reverendo padre… de tal manera que aunque estaba sentenciado a ser quemado vivo, se le dio una vuelta al cuello con un cordel y de este modo fue ahogado”. Concluye Miguel de Estete: “Aquí acaeció la cosa más extraña que se ha visto en el mundo… llegaron ciertas señoras, hermanas y mujeres suyas, y otros privados, con gran estruendo, tal que impidieron el oficio, y dijeron que les hiciesen aquella huesa muy mayor, porque era costumbre cuando el gran señor moría que todos aquellos que bien le querían se enterrasen vivos con él”. Podemos advertir entonces, además del terrible dramatismo de la escena, la enorme carga simbólica que encierra.
Si nos hemos detenido brevemente en este episodio es porque, a juicio de los historiadores, no hay en la historia de la conquista del Nuevo Mundo un episodio que supere en dimensión trágica al de la muerte de Atahualpa. Con ella se selló la caída de un imperio. Allí se marcó el inicio del aniquilamiento de una civilización compleja y antigua, y el colapso de un pueblo que, tras los acontecimientos de Cajamarca, cayó en el vacio, perdiendo su unidad, su ordenación política y económica, su cohesión interna y quizá la fe en sus dioses tutelares. A partir de entonces, su organización social se hizo pobre y errática, diseminada, frágil y confusa. Quedan, como último capítulo de su sobrevivencia, los episodios de conciliación y rebeliones cíclicas, como las de Manco Inca y Túpac Amaru, con quienes la dinastía de los Incas llega a su fin.
Abolidas las fuerzas conformadoras de la sociedad incaica con el largo proceso de conquista, colonia, evangelización y mestizaje, sus estructuras internas han podido sobrevivir transponiendo la gravitación histórica de sus acontecimientos a un orden definido por la fuerza de su proyección simbólica. Testigos de este proceso de sobrevivencia son su amalgama de cultos naturalistas, la celebración de fiestas y ceremonias, la producción artesanal, las prácticas chamánicas y rituales en torno a entidades mágicas, e incluso a los simulacros de redistribución de tierras con que se evoca el pasado social en la sociedad de Kauri. Y aunque algunas de esas fiestas han sido transpuestas al orden cristiano, precedidas por un santo patrón, en su integración ha sobrevivido la mentalidad politeísta y animista de otra época, cuando era presidida por el culto al sol, en el que el Inca había tenido su más remoto antepasado.
Este libro explora aspectos particulares de la historia de la antigua civilización incaica, precioso legado de un pasado de grandeza verdaderamente mítica. Pero, sobre todo, rinde un homenaje a los descendientes de aquel mundo. A aquellos que han creado en torno a las antiguas culturas de los Andes suramericanos sus propios modos de sobrevivencia, conformando una pluralidad de comunidades que, aunque en rigor no sean los descendientes directos de los Incas, son los herederos de sus lenguas diversas y remotas, de sus unidades étnicas, de su sincretismo religioso. Culturas heterogéneas que, sobrepasando las demarcaciones de las fronteras nacionales, constituyen un verdadero mosaico de pueblos cuya unidad está conformada por su pasado común: el del imperio de los Incas.