- Botero esculturas (1998)
- Salmona (1998)
- El sabor de Colombia (1994)
- Wayuú. Cultura del desierto colombiano (1998)
- Semana Santa en Popayán (1999)
- Cartagena de siempre (1992)
- Palacio de las Garzas (1999)
- Juan Montoya (1998)
- Aves de Colombia. Grabados iluminados del Siglo XVIII (1993)
- Alta Colombia. El esplendor de la montaña (1996)
- Artefactos. Objetos artesanales de Colombia (1992)
- Carros. El automovil en Colombia (1995)
- Espacios Comerciales. Colombia (1994)
- Cerros de Bogotá (2000)
- El Terremoto de San Salvador. Narración de un superviviente (2001)
- Manolo Valdés. La intemporalidad del arte (1999)
- Casa de Hacienda. Arquitectura en el campo colombiano (1997)
- Fiestas. Celebraciones y Ritos de Colombia (1995)
- Costa Rica. Pura Vida (2001)
- Luis Restrepo. Arquitectura (2001)
- Ana Mercedes Hoyos. Palenque (2001)
- La Moneda en Colombia (2001)
- Jardines de Colombia (1996)
- Una jornada en Macondo (1995)
- Retratos (1993)
- Atavíos. Raíces de la moda colombiana (1996)
- La ruta de Humboldt. Colombia - Venezuela (1994)
- Trópico. Visiones de la naturaleza colombiana (1997)
- Herederos de los Incas (1996)
- Casa Moderna. Medio siglo de arquitectura doméstica colombiana (1996)
- Bogotá desde el aire (1994)
- La vida en Colombia (1994)
- Casa Republicana. La bella época en Colombia (1995)
- Selva húmeda de Colombia (1990)
- Richter (1997)
- Por nuestros niños. Programas para su Proteccion y Desarrollo en Colombia (1990)
- Mariposas de Colombia (1991)
- Colombia tierra de flores (1990)
- Los países andinos desde el satélite (1995)
- Deliciosas frutas tropicales (1990)
- Arrecifes del Caribe (1988)
- Casa campesina. Arquitectura vernácula de Colombia (1993)
- Páramos (1988)
- Manglares (1989)
- Señor Ladrillo (1988)
- La última muerte de Wozzeck (2000)
- Historia del Café de Guatemala (2001)
- Casa Guatemalteca (1999)
- Silvia Tcherassi (2002)
- Ana Mercedes Hoyos. Retrospectiva (2002)
- Francisco Mejía Guinand (2002)
- Aves del Llano (1992)
- El año que viene vuelvo (1989)
- Museos de Bogotá (1989)
- El arte de la cocina japonesa (1996)
- Botero Dibujos (1999)
- Colombia Campesina (1989)
- Conflicto amazónico. 1932-1934 (1994)
- Débora Arango. Museo de Arte Moderno de Medellín (1986)
- La Sabana de Bogotá (1988)
- Casas de Embajada en Washington D.C. (2004)
- XVI Bienal colombiana de Arquitectura 1998 (1998)
- Visiones del Siglo XX colombiano. A través de sus protagonistas ya muertos (2003)
- Río Bogotá (1985)
- Jacanamijoy (2003)
- Álvaro Barrera. Arquitectura y Restauración (2003)
- Campos de Golf en Colombia (2003)
- Cartagena de Indias. Visión panorámica desde el aire (2003)
- Guadua. Arquitectura y Diseño (2003)
- Enrique Grau. Homenaje (2003)
- Mauricio Gómez. Con la mano izquierda (2003)
- Ignacio Gómez Jaramillo (2003)
- Tesoros del Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario. 350 años (2003)
- Manos en el arte colombiano (2003)
- Historia de la Fotografía en Colombia. Museo de Arte Moderno de Bogotá (1983)
- Arenas Betancourt. Un realista más allá del tiempo (1986)
- Los Figueroa. Aproximación a su época y a su pintura (1986)
- Andrés de Santa María (1985)
- Ricardo Gómez Campuzano (1987)
- El encanto de Bogotá (1987)
- Manizales de ayer. Album de fotografías (1987)
- Ramírez Villamizar. Museo de Arte Moderno de Bogotá (1984)
- La transformación de Bogotá (1982)
- Las fronteras azules de Colombia (1985)
- Botero en el Museo Nacional de Colombia. Nueva donación 2004 (2004)
- Gonzalo Ariza. Pinturas (1978)
- Grau. El pequeño viaje del Barón Von Humboldt (1977)
- Bogotá Viva (2004)
- Albergues del Libertador en Colombia. Banco de la República (1980)
- El Rey triste (1980)
- Gregorio Vásquez (1985)
- Ciclovías. Bogotá para el ciudadano (1983)
- Negret escultor. Homenaje (2004)
- Mefisto. Alberto Iriarte (2004)
- Suramericana. 60 Años de compromiso con la cultura (2004)
- Rostros de Colombia (1985)
- Flora de Los Andes. Cien especies del Altiplano Cundi-Boyacense (1984)
- Casa de Nariño (1985)
- Periodismo gráfico. Círculo de Periodistas de Bogotá (1984)
- Cien años de arte colombiano. 1886 - 1986 (1985)
- Pedro Nel Gómez (1981)
- Colombia amazónica (1988)
- Palacio de San Carlos (1986)
- Veinte años del Sena en Colombia. 1957-1977 (1978)
- Bogotá. Estructura y principales servicios públicos (1978)
- Colombia Parques Naturales (2006)
- Érase una vez Colombia (2005)
- Colombia 360°. Ciudades y pueblos (2006)
- Bogotá 360°. La ciudad interior (2006)
- Guatemala inédita (2006)
- Casa de Recreo en Colombia (2005)
- Manzur. Homenaje (2005)
- Gerardo Aragón (2009)
- Santiago Cárdenas (2006)
- Omar Rayo. Homenaje (2006)
- Beatriz González (2005)
- Casa de Campo en Colombia (2007)
- Luis Restrepo. construcciones (2007)
- Juan Cárdenas (2007)
- Luis Caballero. Homenaje (2007)
- Fútbol en Colombia (2007)
- Cafés de Colombia (2008)
- Colombia es Color (2008)
- Armando Villegas. Homenaje (2008)
- Manuel Hernández (2008)
- Alicia Viteri. Memoria digital (2009)
- Clemencia Echeverri. Sin respuesta (2009)
- Museo de Arte Moderno de Cartagena de Indias (2009)
- Agua. Riqueza de Colombia (2009)
- Volando Colombia. Paisajes (2009)
- Colombia en flor (2009)
- Medellín 360º. Cordial, Pujante y Bella (2009)
- Arte Internacional. Colección del Banco de la República (2009)
- Hugo Zapata (2009)
- Apalaanchi. Pescadores Wayuu (2009)
- Bogotá vuelo al pasado (2010)
- Grabados Antiguos de la Pontificia Universidad Javeriana. Colección Eduardo Ospina S. J. (2010)
- Orquídeas. Especies de Colombia (2010)
- Apartamentos. Bogotá (2010)
- Luis Caballero. Erótico (2010)
- Luis Fernando Peláez (2010)
- Aves en Colombia (2011)
- Pedro Ruiz (2011)
- El mundo del arte en San Agustín (2011)
- Cundinamarca. Corazón de Colombia (2011)
- El hundimiento de los Partidos Políticos Tradicionales venezolanos: El caso Copei (2014)
- Artistas por la paz (1986)
- Reglamento de uniformes, insignias, condecoraciones y distintivos para el personal de la Policía Nacional (2009)
- Historia de Bogotá. Tomo I - Conquista y Colonia (2007)
- Historia de Bogotá. Tomo II - Siglo XIX (2007)
- Academia Colombiana de Jurisprudencia. 125 Años (2019)
- Duque, su presidencia (2022)
Habitando la lengua
P. Nicolao Candela, Cursus Philosophicus. R., manuscrito iluminado 1747, Archivo Histórico del Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario.Bogotá.
Aviso publicitario. Bogotá.
La Pedrera, Caquetá.
Cármelo Fernández, Tipo blanco e indio, 1851, acuarela. Comisión Corográfica. Biblioteca Nacional de Colombia.
“Yipaos”, carros de carga utilizados en el eje cafetero. Armenia, Quindío.
Cerros de Mavecure. Guanía.
Manuscritos originales de la novela La cuarta batería, de Eduardo Zalamea Borda.
Fernando Botero, Hombre a caballo, escultura. Parque del Renacimiento. Bogotá. Al fondo el santuario de Monserrate.
Eladio Gil, India Catalina, escultura en bronce, 1974. Cartagena, Bolívar.
Monumento a los zapatos viejos. Escultura en bronce alusiva a un poema de Luis Carlos “el tuerto” López a su ciudad natal. Cartagena, Bolívar.
Barichara, Santander.
Antonio Samudio. Faldas de Monserrate (detalle), 1972, acrílico sobre lienzo. 99 x 99 cm. Colección Suramericana de Seguros.
Parque Mundo Aventura. Bogotá.
Parque Salitre Mágico. Bogotá.
Parque Rodeolandia. Bogotá.
Vendedora de frutas palenquera. Cartagena, Bolívar.
Bahía Taganga, Magdalena.
El Cocuy, Boyacá.
Cachipay, Cundinamarca.
Islas de conciertos de la Universidad Jorge Tadeo Lozano. Bogotá.
Texto de: William Ospina
Uno de los principales desvelos de los colombianos fue siempre la búsqueda de la corrección en el lenguaje. A ello se debe la vaga fama de hablar el mejor español en el continente, que más bien revela una larga persistencia del modelo colonial, una enorme resistencia a la incorporación de aportes originales, una fijación en el culto de la metrópoli y la entronización de lo castizo como canon inapelable. Lo evidente es que desde el comienzo, puntuando cada uno de los grandes momentos históricos de nuestra sociedad, la literatura estuvo siempre presente dando testimonio de los hechos, elaborando sus símbolos y alimentando los lenguajes de la actualidad.
En tiempos de la Conquista, como hemos visto, Colombia vio nacer el impresionante y minucioso poema épico naturalista Elegías de varones ilustres de Indias de Joan de Castellanos, síntesis poética del siglo xvi en América y primera tentativa magnífica de un mestizaje lingüístico. Una legión de cronistas observadores y lúcidos se empeñó en salvar para la memoria, para la lengua, la substancia de esa edad de asombros y de atrocidades, desde el primer gran historiador de América, Gonzalo Fernández de Oviedo, regidor de Santa María la Antigua del Darién –la segunda ciudad española fundada en el territorio–, pasando por Cieza de León, quien empezó a escribir su crónica en Cartago y la terminó en el Perú, hasta fray Pedro Simón, quien recogió testimonios diversos y narró más tarde con detalle el nacimiento de una época.
Después, durante la Colonia, nuestra cultura se expresó en el “Poema heroico a san Ignacio de Loyola” de Hernando Domínguez Camargo, que seguía los pasos del culteranismo, pero que explorando los recursos barrocos, mezcló la expresividad del lenguaje español con la exuberancia de las tierras americanas. Vino después el ejercicio místico de la madre Francisca Josefa del Castillo, quien consiguió tener en estas frías sabanas, tan lejos de Teresa y del Escorial, una experiencia de visiones, audiciones, pasmos, éxtasis y transverberaciones comparables a las que habían vivido los místicos españoles. De tal modo había sido trasladado aquí no sólo el decorado físico de esa Edad Media tardía que entonces vivía España, sino también los correspondientes estados mentales. Fueron muchos los autores durante la época colonial, y sobre todo no puede olvidarse a Francisco Álvarez de Velasco y Zorrilla, gobernador de Neiva y autor de numerosos artificios y laberintos verbales, quien representa muy bien una época en que decaían en la vida y en la geografía la curiosidad y el espíritu aventurero, y las gentes se refugiaban en el lenguaje.
Surgió más tarde, en tiempos de la independencia, la obra encantadora y breve de Luis Vargas Tejada, un joven humanista a quien las pasiones políticas impidieron llevar su obra a la madurez y a la plenitud. Había escrito el estupendo sainete Las convulsiones, inspirado en una pieza italiana, pero lleno de originalidad en el lenguaje, un texto que conserva hoy la gracia y la frescura de un espíritu criollo inconfundible:
Si son los comerciantes: ¡cuánta pena
en subir y bajar el Magdalena!
Soportar los mosquitos y los bogas:
Aquí el caimán le pesca, allá se ahoga,
más allá las tercianas le cogieron,
los bogas le dejaron y se fueron,
el piloto le insulta y le saquea,
un alcalde le veja y estropea;
y cuando llega de la mar al puerto,
ya está desesperado y medio muerto.
No es muy grande el descanso en Cartagena,
asarse de calor, pisar arena,
habitar en un zarzo como gato,
beber agua con suela de zapato,
soportar los agentes de la aduana,
pero no me alcanzara la semana
si quisiera ponerte por delante
cuanto padece el pobre comerciante…
Pero después Vargas fue el principal instigador de la conjura contra Bolívar; fracasada ésta, tuvo que huir de Bogotá y refugiarse en una gruta en el camino del Casanare, donde un año después, tratando de huir hacia Venezuela, lo arrastró la creciente cuando intentaba cruzar un río desbordado de la llanura.
Ahora, cuando Colombia se va haciendo visible a los ojos del mundo, después de siglos de invisibilidad, muchos intentarán comprender qué extraño país es este donde se conjugan todas las crisis de comienzos del siglo xxi, y entonces se volverán hacia los escritores y los artistas que a lo largo de los siglos interpretaron la realidad colombiana, y en ella, las originalidades de la historia en un país que comenzó con la modernidad y que primero ha visto el eclipse de sus paradigmas. En una región condenada a la periferia y a la inautenticidad en términos filosóficos, a la anormalidad en términos científicos y a la irracionalidad en términos políticos, sólo la imaginación creadora supo leer esta realidad, que parecía demasiado absurda para ser interpretada en conceptos y demasiado inestable para ser organizada en instituciones.
Para quienes profesen una teoría de la normalidad histórica, para quienes aún creen que existen unas leyes invariables que rigen el acontecer de los pueblos, unos períodos forzosos y unos estadios inevitables en el desarrollo de sus sociedades, Colombia debe representar un extraño caso de anormalidad, una encarnación del absurdo. Toda América lo es, pero en la medida en que los otros países son un poco más homogéneos es posible que presenten una mayor coherencia social, una mayor precisión en sus procesos. Aquí todo discurso aglutinante pudo parecer siempre una máscara dispuesta sobre la complejidad, un esfuerzo de simplificación. La rigidez de la lengua misma, su apego a las fuentes, a los orígenes, su sujeción a la autoridad de las academias, era un esfuerzo formal de las elites y de los sectores más tradicionalistas por no dejarse extraviar en los vórtices de la diversidad.
Tal vez por eso la poesía colombiana nunca se entregó con entusiasmo a las aventuras vanguardistas que en cambio embriagaron por igual a los países mayoritariamente europeos –como Argentina y Chile–, a los mayoritariamente indígenas como –México o el Perú–, y a los mayoritariamente afroamericanos –como Cuba. Mientras en Chile escribía Huidobro y en Perú escribía Vallejo, mientras en México experimentaban Tablada y Paz, mientras en Cuba proliferaban las enredaderas poéticas de José Lezama Lima, Colombia se empeñaba en seguir las pautas de Quevedo y de Rubén Darío, y más que cabriolas en el aire enfatizaba sus tonalidades: agravaba su tono agonista y patético en Barba Jacob, extremaba sus armonías marmóreas en Valencia, abundaba en afabilidad y gracia refinada con la poesía de Luis Carlos López, llevaba a su extremo virtuosismo los experimentos melódicos de Darío en la obra sinfónica de León de Greiff. También aquí podemos encontrarnos con el país del exceso, pero es justo declarar que ese exceso se refiere más a la abundancia, a la plenitud y a la desmesura, que a una torsión intelectual del sentido. Tal vez ya era demasiado confusa la realidad, demasiado torrencial y perpleja, para pretender agravarla voluntariamente de confusión y de sinsentido. Los poetas colombianos, fieles a sus viejos patriarcas, Castellanos y Domínguez Camargo, o fieles a la realidad que engendró a esos precursores, tienden a la desmesura, pero saben tejer finas armonías en los bordes del exceso. Rubén Darío había escrito a su hijo esta deploración de la paternidad:
Tarda en venir a este dolor a donde vienes,
a este mundo terrible en duelos y en espantos,
sueña bajo los ángeles, duerme bajo los santos,
que ya tendrás la vida para que te envenenes.
Barba Jacob extrema así ese sentimiento:
Con todo, Cintia mía, en la noche nevada
junta a mi carne lívida tu carne sonrosada
y un hijo rasgue otrora las brumas del camino.
Si es crimen dar renuevos a la materia oscura,
yo purgaré en mí mismo la erótica locura
de dos lobeznos tristes que amamantó el destino.
Barba Jacob es el más alto poeta de Colombia, no en el sentido de que haya escrito la obra más impecable, sino en el sentido de que en su obra agitada, espasmódica e irregular, se encuentran dispersos los más poderosos versos de nuestra poesía y algunos de los más poderosos de la lengua castellana, pero también en el sentido de que nadie como él interrogó los enigmas de Colombia e interpretó nuestras agonías mentales y emocionales. Valéry decía que muchos arquitectos no sabían que estaban construyendo palacios sólo para que ciertos pórticos exquisitos sobrevivieran entre las ruinas. Muchos lectores pueden fatigarse con la totalidad de “Acuarimántima”, un poema a veces desfallecido y a veces hiperbólico, pero en sus versos es frecuente el milagro, y los versos débiles o difusos a menudo sólo preparan al espíritu para los grandes sobresaltos:
Nada, nada por siempre, y merecía,
mi alma, por los dioses engañada,
la verdad y la ley y la armonía,
sé digna de este horror y de esta nada
y activa y valerosa, ¡oh alma mía!
Algunos versos de Barba Jacob parecen seguir cifrando las perplejidades nacionales, sus más hondas inquietudes y sus más antiguas imposibilidades. Barba Jacob, por ejemplo, fiel a una tradición centenaria de conflictos de sangre, termina lanzando este grito desconsolado, que ya no se rebela contra la realidad sino que desconfía del lenguaje:
La paz es mi enemigo violento
y el amor mi enemigo sanguinario.
Ningún poeta aquí denunció tan vigorosamente, asumiéndolo a la vez como su propio drama, el tema del odio a sí mismo, del menosprecio por lo que somos, advirtiendo además el peligro que ello entrañaba:
Desprecio de mí mismo, estoy llagado,desprecio de mí mismo, has gangrenado
mi corazón.
En Valencia, en cambio, está el exquisito dibujo, la aplicada elaboración, el sentido del equilibrio, y en medio de tanta corrección, repentinos roces con el misterio y con lo arcano:
Son hijos del desierto, prestoles la palmera
un largo cuello móvil que sus vaivenes finge,
y en sus marchitos rostros que esculpe la quimera,
sopló cansancio eterno la boca de la esfinge.
Es imposible no conmoverse oyendo cosas que sólo a medias comprendemos, como:
Bebed dolor en ellos, flautistas de Bizancio,
o volviendo a sentir la intemporalidad de versos profundamente sentidos:
Que te amé sin rival, tú lo supiste
y lo sabe el Señor, nunca se liga
la errátil hiedra a la floresta amiga
como se unió tu ser a mi alma triste.
Pero también en la prosa se dio desde el comienzo esa audacia y esa eficiencia, y también nuestra prosa se inclinó menos por los experimentos formales que por la corrección clásica. Tomás Carrasquilla, el fino observador de la realidad, maneja un lenguaje rico y harto expresivo, pero voluntariamente limitado a los registros sonoros y mentales de su región. José Eustasio Rivera subordina siempre las aventuras sintácticas a la necesidad de trasmitir el clima de las regiones selváticas que describe, de modo que sus innovaciones, como las de los cronistas de Indias, no nacen del afán literario, de la voluntad de explorar posibilidades de la lengua, sino de la necesidad de hacer perceptibles en el lector a través del lenguaje cosas que no están en el lenguaje sino en un mundo innominado que el autor quiere compartir.
Alguna vez, con su tono provocador, Jorge Luis Borges se preguntaba por qué el humor era un recurso tan continuo en la vida de los colombianos. El poeta argentino recordaba que una vez, paseando con un profesor de la Universidad de los Andes por un parque de Bogotá, quiso saber de quién era cierta estatua que se alzaba entre los árboles. “Debe ser de algún prócer”, le respondió el colombiano, “porque en este país hay muchos próceres y muy pocos héroes”. “Ningún argentino habría dicho eso”, explicó Borges, señalando que esa irreverencia con respecto a todo lo respetable es algo típicamente colombiano. Se diría que el combate contra unos poderes oprobiosos, que en Colombia no ha podido ganarse jamás en el campo de la política, se ha librado de un modo muy curioso en el campo del lenguaje, y una característica del espíritu levantisco y cerril de esta sociedad es su independencia verbal, el recelo en el diálogo ante cualquier intento de imposición, la desconfianza, la reticencia y la incapacidad de hablar, intelectualmente, con inocencia.
Valencia habla en alguna parte de alguien que es capaz de sacrificar un mundo para pulir un verso. También es posible que el colombiano sea capaz de sacrificarlo todo para pulir una broma, y es curioso que uno se encuentre con una conducta ambigua en poetas como José Asunción Silva, cuya obra lírica es sollozada y solemne, pero que también escribió Gotas amargas, poemas irónicos y traviesos, que parecen inspirados por Heine. Su biografía, llena de episodios dolorosos que lo llevaron finalmente al suicidio, también abunda en hechos graciosos. En efecto, Silva era un gran imitador de voces y de personajes, un hombre burlón que dedicó su vida al comercio, y que alternaba la melancolía con el dandismo, como Baudelaire. También de Barba Jacob podemos decir que, si lo leemos, nos encontramos con un hombre apasionado, grave y patético, en cambio si leemos su biografía aparece más bien un hombre lleno de desplantes y de ocurrencias humorísticas. Pero ciertamente también en Luis Vargas Tejada, al comienzo de la vida republicana, se daba esa doble condición, aunque de él más bien diremos que el dramatismo está en la vida y el humor en los versos. Otro poeta en quien se alternaron esos tonos fue en el mayor del siglo xix antes de Silva, Rafael Pombo, quien irrumpió en la literatura con un gran poema filosófico, “Hora de tinieblas”.
Después de este poema, rebelde de un modo trascendental, y que más de una vez orilla la blasfemia, en un medio tan católico y cerrado como la Bogotá de su época, Pombo fue cambiando su tono de tal modo que al final de su vida, después de haber vivido mucho tiempo en Nueva York, terminó siendo identificado sólo por sus fábulas infantiles. Hay un abismo, sin embargo, entre el Pombo atormentado de:
¿Por qué vine yo a nacer,
quién a padecer me obliga,
quién dio esta ley enemiga,
de ser para padecer?
Y el Pombo del “Renacuajo paseador”:
El hijo de rana, Rin Rin Renacuajo,
salió esta mañana muy tieso y muy majo,
con pantalón corto, corbata a la moda,
sombrero encintado y chupa de boda.
Halló en su camino a un ratón vecino,
que le dijo: amigo, venga usted conmigo.
Visitemos juntos a doña ratona
y habrá francachela y habrá comilona.
Con ese paseo memorable, y más bien cruel, de un renacuajo y un ratoncito comienza su formación verbal todo colombiano.
A comienzos del siglo xx, esa pasión por las ocurrencias verbales, ese gusto por la improvisación y esa tentación de ingenio cristalizaron en Colombia en la llamada Gruta Simbólica, un grupo de versificadores bogotanos a los que se unieron algunos destacados poetas de otras regiones del país. Es difícil decir que hayan dejado una obra, porque mucho de ese ingenio e incluso de esa destreza verbal se derrochó en estrofas de ocasión y en chascarrillos, e incluso podría decirse que la Gruta Simbólica probó al país las limitaciones de un humor excesivamente aldeano y de unas destrezas no puestas al servicio de causas más altas. Lo más notable de las obras de los poetas que participaron en aquella tertulia fueron obras escritas al margen de ella, como los poemas de Carlos Villafañe, quien era mucho mejor como poeta de paradojas sentimentales que como juglar travieso, aunque su despedida a Jorge Pombo en el Cementerio Central tiene la gracia de una conversación coloquial pero mide la hondura de una despedida definitiva, y logra por ello cierta tensión dramática finamente deslizada detrás de la aparente trivialidad de los versos:
Oveja que te apartas del aprisco
a donde el eco de mi voz no llega,
mil recuerdos a Julio de Francisco
y un abrazo cordial a Eduardo Ortega.
El humor colombiano encontraría una función mucho más austera y delicada en términos personales y mucho más eficaz en términos sociales, en la obra del cartagenero Luis Carlos López, quien marcó una época de la poesía latinoamericana. Su poesía es crítica y ácida como la de su contemporáneo y afín Ramón López Velarde, quien supo amar a México con juguetona dulzura. Pocos en México se burlarían de México, nadie en Buenos Aires se burlaría de Buenos Aires, pero tal vez no hay colombiano que no se sienta tentado a burlarse de Colombia. López Velarde en “La suave patria”, sólo se atreve a decirle con ternura a su país:
El niño Dios te escrituró un establo
y los veneros de petróleo el diablo.
Luis Carlos López habla de su ciudad nativa, muy favorecida por la retórica de la hidalguía y de la heráldica, con voluntaria irreverencia:
Fuiste heroica en los tiempos coloniales,
cuando tus hijos, águilas caudales,
no eran una caterva de vencejos.
Mas hoy, plena de rancio desaliño,
bien puedes inspirar ese cariño
que uno les tiene a sus zapatos viejos.
Otro de los destinatarios preferidos del humor nacional fue siempre la Iglesia, cuya tenaza se cerró por siglos sobre los espíritus. Luis Carlos López pinta con gran destreza el poder clerical que gobierna la aldea, y hace su autorretrato mental frente a él:
La sombra que hace un remanso
sobre la plaza rural,
convida para el descanso
sedante, dominical.
Canijo, cuello de ganso,
cruza leyendo un misal,
dueño absoluto del manso
pueblo intonso, pueblo asnal.
Vistiendo roca sotana
de paño, le importa un higo
la miseria del redil,
Y yo desde mi ventana
limpiando un fusil me digo,
¿Qué hago con este fusil?
Los poetas, harto capaces de amar la naturaleza y hasta la desdicha que el país les ofrece, miran con desdén las instituciones. Así León de Greiff, quien había escrito aquellos versos festivos y aventureros del “Relato de Ramón Antigua”:
En el alto de Otramina
ganando ya para el Cauca,
me encontré con Martín Vélez
en qué semejante rasca.
Me topé con Toño Duque
montado en su mula blanca,
me topé con mister Grey,
el de la taheña barba.
Los tres venían jumaos
como los cánones mandan,
desafiando al Olimpo
con horrísonas bravatas,
descomedidos clamores,
razones desconcertadas,
los tres jumaos venían
y con tres jumas en ancas,
vale decir, un repuesto
de botellas a la zaga…
que termina con esas finas descripciones de la vida en el trópico:
Bajaron al corredor,
subieron a las hamacas,
ahora llegó el recuento
balance de la jornada.
Mientras se sirve el condumio
gozosamente se parla,
mientras se parla se fuma,
se bebe mientras se yanta,
se conversa en hiperbólico
cuasi-mentir, mientras canta,
la marmita en el fogón,
mientras sueña la montaña,
sueño de ceibos robustos
y de esbeltísimas palmas…
en cuanto piensa en el país oficial cambia de tono:
Toda aquesa gentuza verborrágica,
trujamanes de feria, gansos de capitolio,
engibacaires, abderitanos, macuqueros,
casta inferior desglandulada de potencia,
casta inferior elocuenciada de impotencia,
me causa hastío, bascas me suscita, gelasmo me ocasiona.
Y, yo, Gaspar, me voy, con el morral de mi desprecio,
todo derecho, lógicamente, hacia el absurdo.
y en otra parte declara que quiere huir:
Lejos de Santanderes y de Bolívares.
Otro gran crítico social, lleno de erudición y de gracia, es Hernando Martínez Rueda –Martinón–, poeta destacado en el ámbito de su tiempo, cuyos versos son mucho más que ocurrencias afortunadas porque despliegan una ironía profunda y una poderosa capacidad crítica. Para ejemplo, su “Canción del futuro imperfecto”, que traza un paralelo entre la oratoria republicana de los políticos y el estilo de su administración:
Es Colombia el país del futuro, un edén tropical.
Con entrañas de aceite, con valles de azúcar, con montes de sal.
No ha tenido más bálsamo Siria, más oro Golconda, más perlas Ofir.
(Ese cheque a mediados del año le puede salir).
Sus caudales son Nilos, dos mares abrazan la tierra feraz.
(Puede ser que en un mes, mi señora, le enviemos el gas).
Nos regala la garza rosado plumón, la tortuga dorado carey.
(Su asuntico se va a demorar mientras pasa la ley).
Más que cedros al bosque, esmeralda a la roca se puede arrancar.
(El señor secretario está ausente, si quiere aguardar).
Puebla el aire del cóndor gigante al sutil colibrí.
(Vuelva el lunes a ampliar la denuncia, si el juez está aquí).
Basta apenas el llano al ganado, la rama a la fruta, las aguas al pez.
(La semana que viene, si acaso, pregunte otra vez).
Nutre el suelo del dátil fenicio a la clásica vid.
(No han firmado el control, está enfermo el señor Cadavid).
Del futuro en Colombia no hay nadie que pueda dudar.
El futuro es presente en Colombia: se llama esperar.
En una burla directa al ampuloso Día de la Raza que se celebró en Colombia desde la llegada de la raza blanca, el poeta pereirano Luis Carlos González, autor de bambucos patrióticos muy populares como “La ruana” y “Mi casta”, escribió aquellos versos famosos que no desdeñan la procacidad, pero que tienen la virtud de darle al insulto frecuente un contenido sociológico:
¿Raza de hidalgos? No, raza de caciques,
imperio de trabucos y alambiques
sobre estéril solar de cobardía,
que en el pasado, que el ancestro escruta,
sólo nos queda vivo el hijueputa,
y lo estamos negando todavía.
Borges pensaba que lo que permitió a los judíos tener tal importancia en la cultura europea fue su posición marginal, y que una análoga marginalidad le dio su fuerza y su grandeza a los irlandeses en la literatura inglesa. Si algo caracteriza también a los irlandeses es su combativo sentido del humor, y será difícil encontrar en inglés plumas más aceradas y punzantes que las de Swift, Bernard Shaw, James Joyce y Óscar Wilde. Los cuatro fueron favorecidos por una situación marginal, pero ninguno como Wilde hizo de esa marginalidad un instrumento tan fino de crítica, ya no de la arrogancia imperial o de los poderes de su época, sino del modelo mental de la civilización, bajo la máscara de epigramas festivos.
En Colombia el lenguaje ha sido sin duda un instrumento de defensa contra el poder, de construcción de un orden mental, de lucha contra la desmemoria impuesta y oficial, pero es también un mecanismo espontáneo de los colombianos para acomodarse al mundo y, a veces, incluso, para alzarse de hombros frente a él. Rastrear las maneras del habla popular colombiana sería arduo. Y además existen maneras específicas de utilizar la lengua, y si algo caracteriza el proceso de urbanización de las costumbres es una notable hostilidad hacia el pasado, hacia la sencillez de la vida campesina, la supersticiosa incorporación a una supuesta modernidad en el lenguaje y un persistente esfuerzo por negar los orígenes. Hay que recordar que en Colombia la dominación política y cultural se dio siempre a través del lenguaje; el lenguaje debió delatar desde el comienzo quién era español y quién no lo era; quién pertenecía a las elites y quién procedía del pueblo; quién guardaba las dificultades fonéticas de las lenguas vencidas; quién hablaba español con acento chibcha, con acento emberá, con el acento de las costas de Angola.
Los lingüistas sabrán explicarnos por qué sentimos que en México, en Ecuador y hasta en Bolivia, la entonación de la lengua española está marcada por las tonalidades indígenas, aunque por supuesto, equilibradas por el peso del poder de la lengua hegemónica. Hay que oír el cadencioso susurro de las cholas ecuatorianas, esa manera de siempre cantar que tiene el habla, para advertir con plenitud el tono original. En Colombia se convirtió en una obsesión de las regiones centrales y de la cultura oficial hablar de un modo castizo, aunque ciertas diferencias se establecieron desde el comienzo.
No sabemos en qué momento se renunció para siempre a la pronunciación española de la zeta, distinta de la ese, pero siendo un elemento común a todo el continente, es probable que haya correspondido a un esfuerzo criollo de resistencia y de diferenciación, aunque pudo ser también fruto del primado de los andaluces, con sus rastros árabes, en el proceso mismo de formación de la lengua americana. Podemos incluso fabular que en ciertos momentos de tensión política, la pronunciación española debió ser peligrosa en un medio de criollos enardecidos y de ideas independentistas en auge. Otra de las formas que murieron en América fue la ortodoxa segunda persona del plural, eliminada por el uso y contra la normatividad vigente, porque hasta hoy en la escuela es frecuente que se enseñe a los niños el esquema español. Los pronombres personales son: Yo, tú, él, nosotros, vosotros, ellos. Parece de mal gusto hacer la enumeración así: Yo, usted, él, nosotros, ustedes, ellos; parece poco elegante, aunque en muchos lugares es así como se usa en la vida práctica. Incluso quienes usan, renovado, el arcaico y ceremonial vos transferido al singular, como los argentinos, los antioqueños y las gentes del Valle del Cauca, no se animaron a proyectarlo al plural, y normalmente conjugan: yo, vos, él, nosotros, ustedes, ellos. Pero es con la segunda persona con quien se libran los debates, y al parecer fue ese el punto donde se definió la voluntad de independencia. A lo mejor, llamar a los españoles vosotros era seguir sintiéndonos nosotros también españoles, y el genio oculto del mestizaje se inventó esa fórmula distanciadora, que hoy señala una diferencia capital entre nuestros mundos.
#AmorPorColombia
Habitando la lengua
P. Nicolao Candela, Cursus Philosophicus. R., manuscrito iluminado 1747, Archivo Histórico del Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario.Bogotá.
Aviso publicitario. Bogotá.
La Pedrera, Caquetá.
Cármelo Fernández, Tipo blanco e indio, 1851, acuarela. Comisión Corográfica. Biblioteca Nacional de Colombia.
“Yipaos”, carros de carga utilizados en el eje cafetero. Armenia, Quindío.
Cerros de Mavecure. Guanía.
Manuscritos originales de la novela La cuarta batería, de Eduardo Zalamea Borda.
Fernando Botero, Hombre a caballo, escultura. Parque del Renacimiento. Bogotá. Al fondo el santuario de Monserrate.
Eladio Gil, India Catalina, escultura en bronce, 1974. Cartagena, Bolívar.
Monumento a los zapatos viejos. Escultura en bronce alusiva a un poema de Luis Carlos “el tuerto” López a su ciudad natal. Cartagena, Bolívar.
Barichara, Santander.
Antonio Samudio. Faldas de Monserrate (detalle), 1972, acrílico sobre lienzo. 99 x 99 cm. Colección Suramericana de Seguros.
Parque Mundo Aventura. Bogotá.
Parque Salitre Mágico. Bogotá.
Parque Rodeolandia. Bogotá.
Vendedora de frutas palenquera. Cartagena, Bolívar.
Bahía Taganga, Magdalena.
El Cocuy, Boyacá.
Cachipay, Cundinamarca.
Islas de conciertos de la Universidad Jorge Tadeo Lozano. Bogotá.
Texto de: William Ospina
Uno de los principales desvelos de los colombianos fue siempre la búsqueda de la corrección en el lenguaje. A ello se debe la vaga fama de hablar el mejor español en el continente, que más bien revela una larga persistencia del modelo colonial, una enorme resistencia a la incorporación de aportes originales, una fijación en el culto de la metrópoli y la entronización de lo castizo como canon inapelable. Lo evidente es que desde el comienzo, puntuando cada uno de los grandes momentos históricos de nuestra sociedad, la literatura estuvo siempre presente dando testimonio de los hechos, elaborando sus símbolos y alimentando los lenguajes de la actualidad.
En tiempos de la Conquista, como hemos visto, Colombia vio nacer el impresionante y minucioso poema épico naturalista Elegías de varones ilustres de Indias de Joan de Castellanos, síntesis poética del siglo xvi en América y primera tentativa magnífica de un mestizaje lingüístico. Una legión de cronistas observadores y lúcidos se empeñó en salvar para la memoria, para la lengua, la substancia de esa edad de asombros y de atrocidades, desde el primer gran historiador de América, Gonzalo Fernández de Oviedo, regidor de Santa María la Antigua del Darién –la segunda ciudad española fundada en el territorio–, pasando por Cieza de León, quien empezó a escribir su crónica en Cartago y la terminó en el Perú, hasta fray Pedro Simón, quien recogió testimonios diversos y narró más tarde con detalle el nacimiento de una época.
Después, durante la Colonia, nuestra cultura se expresó en el “Poema heroico a san Ignacio de Loyola” de Hernando Domínguez Camargo, que seguía los pasos del culteranismo, pero que explorando los recursos barrocos, mezcló la expresividad del lenguaje español con la exuberancia de las tierras americanas. Vino después el ejercicio místico de la madre Francisca Josefa del Castillo, quien consiguió tener en estas frías sabanas, tan lejos de Teresa y del Escorial, una experiencia de visiones, audiciones, pasmos, éxtasis y transverberaciones comparables a las que habían vivido los místicos españoles. De tal modo había sido trasladado aquí no sólo el decorado físico de esa Edad Media tardía que entonces vivía España, sino también los correspondientes estados mentales. Fueron muchos los autores durante la época colonial, y sobre todo no puede olvidarse a Francisco Álvarez de Velasco y Zorrilla, gobernador de Neiva y autor de numerosos artificios y laberintos verbales, quien representa muy bien una época en que decaían en la vida y en la geografía la curiosidad y el espíritu aventurero, y las gentes se refugiaban en el lenguaje.
Surgió más tarde, en tiempos de la independencia, la obra encantadora y breve de Luis Vargas Tejada, un joven humanista a quien las pasiones políticas impidieron llevar su obra a la madurez y a la plenitud. Había escrito el estupendo sainete Las convulsiones, inspirado en una pieza italiana, pero lleno de originalidad en el lenguaje, un texto que conserva hoy la gracia y la frescura de un espíritu criollo inconfundible:
Si son los comerciantes: ¡cuánta pena
en subir y bajar el Magdalena!
Soportar los mosquitos y los bogas:
Aquí el caimán le pesca, allá se ahoga,
más allá las tercianas le cogieron,
los bogas le dejaron y se fueron,
el piloto le insulta y le saquea,
un alcalde le veja y estropea;
y cuando llega de la mar al puerto,
ya está desesperado y medio muerto.
No es muy grande el descanso en Cartagena,
asarse de calor, pisar arena,
habitar en un zarzo como gato,
beber agua con suela de zapato,
soportar los agentes de la aduana,
pero no me alcanzara la semana
si quisiera ponerte por delante
cuanto padece el pobre comerciante…
Pero después Vargas fue el principal instigador de la conjura contra Bolívar; fracasada ésta, tuvo que huir de Bogotá y refugiarse en una gruta en el camino del Casanare, donde un año después, tratando de huir hacia Venezuela, lo arrastró la creciente cuando intentaba cruzar un río desbordado de la llanura.
Ahora, cuando Colombia se va haciendo visible a los ojos del mundo, después de siglos de invisibilidad, muchos intentarán comprender qué extraño país es este donde se conjugan todas las crisis de comienzos del siglo xxi, y entonces se volverán hacia los escritores y los artistas que a lo largo de los siglos interpretaron la realidad colombiana, y en ella, las originalidades de la historia en un país que comenzó con la modernidad y que primero ha visto el eclipse de sus paradigmas. En una región condenada a la periferia y a la inautenticidad en términos filosóficos, a la anormalidad en términos científicos y a la irracionalidad en términos políticos, sólo la imaginación creadora supo leer esta realidad, que parecía demasiado absurda para ser interpretada en conceptos y demasiado inestable para ser organizada en instituciones.
Para quienes profesen una teoría de la normalidad histórica, para quienes aún creen que existen unas leyes invariables que rigen el acontecer de los pueblos, unos períodos forzosos y unos estadios inevitables en el desarrollo de sus sociedades, Colombia debe representar un extraño caso de anormalidad, una encarnación del absurdo. Toda América lo es, pero en la medida en que los otros países son un poco más homogéneos es posible que presenten una mayor coherencia social, una mayor precisión en sus procesos. Aquí todo discurso aglutinante pudo parecer siempre una máscara dispuesta sobre la complejidad, un esfuerzo de simplificación. La rigidez de la lengua misma, su apego a las fuentes, a los orígenes, su sujeción a la autoridad de las academias, era un esfuerzo formal de las elites y de los sectores más tradicionalistas por no dejarse extraviar en los vórtices de la diversidad.
Tal vez por eso la poesía colombiana nunca se entregó con entusiasmo a las aventuras vanguardistas que en cambio embriagaron por igual a los países mayoritariamente europeos –como Argentina y Chile–, a los mayoritariamente indígenas como –México o el Perú–, y a los mayoritariamente afroamericanos –como Cuba. Mientras en Chile escribía Huidobro y en Perú escribía Vallejo, mientras en México experimentaban Tablada y Paz, mientras en Cuba proliferaban las enredaderas poéticas de José Lezama Lima, Colombia se empeñaba en seguir las pautas de Quevedo y de Rubén Darío, y más que cabriolas en el aire enfatizaba sus tonalidades: agravaba su tono agonista y patético en Barba Jacob, extremaba sus armonías marmóreas en Valencia, abundaba en afabilidad y gracia refinada con la poesía de Luis Carlos López, llevaba a su extremo virtuosismo los experimentos melódicos de Darío en la obra sinfónica de León de Greiff. También aquí podemos encontrarnos con el país del exceso, pero es justo declarar que ese exceso se refiere más a la abundancia, a la plenitud y a la desmesura, que a una torsión intelectual del sentido. Tal vez ya era demasiado confusa la realidad, demasiado torrencial y perpleja, para pretender agravarla voluntariamente de confusión y de sinsentido. Los poetas colombianos, fieles a sus viejos patriarcas, Castellanos y Domínguez Camargo, o fieles a la realidad que engendró a esos precursores, tienden a la desmesura, pero saben tejer finas armonías en los bordes del exceso. Rubén Darío había escrito a su hijo esta deploración de la paternidad:
Tarda en venir a este dolor a donde vienes,
a este mundo terrible en duelos y en espantos,
sueña bajo los ángeles, duerme bajo los santos,
que ya tendrás la vida para que te envenenes.
Barba Jacob extrema así ese sentimiento:
Con todo, Cintia mía, en la noche nevada
junta a mi carne lívida tu carne sonrosada
y un hijo rasgue otrora las brumas del camino.
Si es crimen dar renuevos a la materia oscura,
yo purgaré en mí mismo la erótica locura
de dos lobeznos tristes que amamantó el destino.
Barba Jacob es el más alto poeta de Colombia, no en el sentido de que haya escrito la obra más impecable, sino en el sentido de que en su obra agitada, espasmódica e irregular, se encuentran dispersos los más poderosos versos de nuestra poesía y algunos de los más poderosos de la lengua castellana, pero también en el sentido de que nadie como él interrogó los enigmas de Colombia e interpretó nuestras agonías mentales y emocionales. Valéry decía que muchos arquitectos no sabían que estaban construyendo palacios sólo para que ciertos pórticos exquisitos sobrevivieran entre las ruinas. Muchos lectores pueden fatigarse con la totalidad de “Acuarimántima”, un poema a veces desfallecido y a veces hiperbólico, pero en sus versos es frecuente el milagro, y los versos débiles o difusos a menudo sólo preparan al espíritu para los grandes sobresaltos:
Nada, nada por siempre, y merecía,
mi alma, por los dioses engañada,
la verdad y la ley y la armonía,
sé digna de este horror y de esta nada
y activa y valerosa, ¡oh alma mía!
Algunos versos de Barba Jacob parecen seguir cifrando las perplejidades nacionales, sus más hondas inquietudes y sus más antiguas imposibilidades. Barba Jacob, por ejemplo, fiel a una tradición centenaria de conflictos de sangre, termina lanzando este grito desconsolado, que ya no se rebela contra la realidad sino que desconfía del lenguaje:
La paz es mi enemigo violento
y el amor mi enemigo sanguinario.
Ningún poeta aquí denunció tan vigorosamente, asumiéndolo a la vez como su propio drama, el tema del odio a sí mismo, del menosprecio por lo que somos, advirtiendo además el peligro que ello entrañaba:
Desprecio de mí mismo, estoy llagado,desprecio de mí mismo, has gangrenado
mi corazón.
En Valencia, en cambio, está el exquisito dibujo, la aplicada elaboración, el sentido del equilibrio, y en medio de tanta corrección, repentinos roces con el misterio y con lo arcano:
Son hijos del desierto, prestoles la palmera
un largo cuello móvil que sus vaivenes finge,
y en sus marchitos rostros que esculpe la quimera,
sopló cansancio eterno la boca de la esfinge.
Es imposible no conmoverse oyendo cosas que sólo a medias comprendemos, como:
Bebed dolor en ellos, flautistas de Bizancio,
o volviendo a sentir la intemporalidad de versos profundamente sentidos:
Que te amé sin rival, tú lo supiste
y lo sabe el Señor, nunca se liga
la errátil hiedra a la floresta amiga
como se unió tu ser a mi alma triste.
Pero también en la prosa se dio desde el comienzo esa audacia y esa eficiencia, y también nuestra prosa se inclinó menos por los experimentos formales que por la corrección clásica. Tomás Carrasquilla, el fino observador de la realidad, maneja un lenguaje rico y harto expresivo, pero voluntariamente limitado a los registros sonoros y mentales de su región. José Eustasio Rivera subordina siempre las aventuras sintácticas a la necesidad de trasmitir el clima de las regiones selváticas que describe, de modo que sus innovaciones, como las de los cronistas de Indias, no nacen del afán literario, de la voluntad de explorar posibilidades de la lengua, sino de la necesidad de hacer perceptibles en el lector a través del lenguaje cosas que no están en el lenguaje sino en un mundo innominado que el autor quiere compartir.
Alguna vez, con su tono provocador, Jorge Luis Borges se preguntaba por qué el humor era un recurso tan continuo en la vida de los colombianos. El poeta argentino recordaba que una vez, paseando con un profesor de la Universidad de los Andes por un parque de Bogotá, quiso saber de quién era cierta estatua que se alzaba entre los árboles. “Debe ser de algún prócer”, le respondió el colombiano, “porque en este país hay muchos próceres y muy pocos héroes”. “Ningún argentino habría dicho eso”, explicó Borges, señalando que esa irreverencia con respecto a todo lo respetable es algo típicamente colombiano. Se diría que el combate contra unos poderes oprobiosos, que en Colombia no ha podido ganarse jamás en el campo de la política, se ha librado de un modo muy curioso en el campo del lenguaje, y una característica del espíritu levantisco y cerril de esta sociedad es su independencia verbal, el recelo en el diálogo ante cualquier intento de imposición, la desconfianza, la reticencia y la incapacidad de hablar, intelectualmente, con inocencia.
Valencia habla en alguna parte de alguien que es capaz de sacrificar un mundo para pulir un verso. También es posible que el colombiano sea capaz de sacrificarlo todo para pulir una broma, y es curioso que uno se encuentre con una conducta ambigua en poetas como José Asunción Silva, cuya obra lírica es sollozada y solemne, pero que también escribió Gotas amargas, poemas irónicos y traviesos, que parecen inspirados por Heine. Su biografía, llena de episodios dolorosos que lo llevaron finalmente al suicidio, también abunda en hechos graciosos. En efecto, Silva era un gran imitador de voces y de personajes, un hombre burlón que dedicó su vida al comercio, y que alternaba la melancolía con el dandismo, como Baudelaire. También de Barba Jacob podemos decir que, si lo leemos, nos encontramos con un hombre apasionado, grave y patético, en cambio si leemos su biografía aparece más bien un hombre lleno de desplantes y de ocurrencias humorísticas. Pero ciertamente también en Luis Vargas Tejada, al comienzo de la vida republicana, se daba esa doble condición, aunque de él más bien diremos que el dramatismo está en la vida y el humor en los versos. Otro poeta en quien se alternaron esos tonos fue en el mayor del siglo xix antes de Silva, Rafael Pombo, quien irrumpió en la literatura con un gran poema filosófico, “Hora de tinieblas”.
Después de este poema, rebelde de un modo trascendental, y que más de una vez orilla la blasfemia, en un medio tan católico y cerrado como la Bogotá de su época, Pombo fue cambiando su tono de tal modo que al final de su vida, después de haber vivido mucho tiempo en Nueva York, terminó siendo identificado sólo por sus fábulas infantiles. Hay un abismo, sin embargo, entre el Pombo atormentado de:
¿Por qué vine yo a nacer,
quién a padecer me obliga,
quién dio esta ley enemiga,
de ser para padecer?
Y el Pombo del “Renacuajo paseador”:
El hijo de rana, Rin Rin Renacuajo,
salió esta mañana muy tieso y muy majo,
con pantalón corto, corbata a la moda,
sombrero encintado y chupa de boda.
Halló en su camino a un ratón vecino,
que le dijo: amigo, venga usted conmigo.
Visitemos juntos a doña ratona
y habrá francachela y habrá comilona.
Con ese paseo memorable, y más bien cruel, de un renacuajo y un ratoncito comienza su formación verbal todo colombiano.
A comienzos del siglo xx, esa pasión por las ocurrencias verbales, ese gusto por la improvisación y esa tentación de ingenio cristalizaron en Colombia en la llamada Gruta Simbólica, un grupo de versificadores bogotanos a los que se unieron algunos destacados poetas de otras regiones del país. Es difícil decir que hayan dejado una obra, porque mucho de ese ingenio e incluso de esa destreza verbal se derrochó en estrofas de ocasión y en chascarrillos, e incluso podría decirse que la Gruta Simbólica probó al país las limitaciones de un humor excesivamente aldeano y de unas destrezas no puestas al servicio de causas más altas. Lo más notable de las obras de los poetas que participaron en aquella tertulia fueron obras escritas al margen de ella, como los poemas de Carlos Villafañe, quien era mucho mejor como poeta de paradojas sentimentales que como juglar travieso, aunque su despedida a Jorge Pombo en el Cementerio Central tiene la gracia de una conversación coloquial pero mide la hondura de una despedida definitiva, y logra por ello cierta tensión dramática finamente deslizada detrás de la aparente trivialidad de los versos:
Oveja que te apartas del aprisco
a donde el eco de mi voz no llega,
mil recuerdos a Julio de Francisco
y un abrazo cordial a Eduardo Ortega.
El humor colombiano encontraría una función mucho más austera y delicada en términos personales y mucho más eficaz en términos sociales, en la obra del cartagenero Luis Carlos López, quien marcó una época de la poesía latinoamericana. Su poesía es crítica y ácida como la de su contemporáneo y afín Ramón López Velarde, quien supo amar a México con juguetona dulzura. Pocos en México se burlarían de México, nadie en Buenos Aires se burlaría de Buenos Aires, pero tal vez no hay colombiano que no se sienta tentado a burlarse de Colombia. López Velarde en “La suave patria”, sólo se atreve a decirle con ternura a su país:
El niño Dios te escrituró un establo
y los veneros de petróleo el diablo.
Luis Carlos López habla de su ciudad nativa, muy favorecida por la retórica de la hidalguía y de la heráldica, con voluntaria irreverencia:
Fuiste heroica en los tiempos coloniales,
cuando tus hijos, águilas caudales,
no eran una caterva de vencejos.
Mas hoy, plena de rancio desaliño,
bien puedes inspirar ese cariño
que uno les tiene a sus zapatos viejos.
Otro de los destinatarios preferidos del humor nacional fue siempre la Iglesia, cuya tenaza se cerró por siglos sobre los espíritus. Luis Carlos López pinta con gran destreza el poder clerical que gobierna la aldea, y hace su autorretrato mental frente a él:
La sombra que hace un remanso
sobre la plaza rural,
convida para el descanso
sedante, dominical.
Canijo, cuello de ganso,
cruza leyendo un misal,
dueño absoluto del manso
pueblo intonso, pueblo asnal.
Vistiendo roca sotana
de paño, le importa un higo
la miseria del redil,
Y yo desde mi ventana
limpiando un fusil me digo,
¿Qué hago con este fusil?
Los poetas, harto capaces de amar la naturaleza y hasta la desdicha que el país les ofrece, miran con desdén las instituciones. Así León de Greiff, quien había escrito aquellos versos festivos y aventureros del “Relato de Ramón Antigua”:
En el alto de Otramina
ganando ya para el Cauca,
me encontré con Martín Vélez
en qué semejante rasca.
Me topé con Toño Duque
montado en su mula blanca,
me topé con mister Grey,
el de la taheña barba.
Los tres venían jumaos
como los cánones mandan,
desafiando al Olimpo
con horrísonas bravatas,
descomedidos clamores,
razones desconcertadas,
los tres jumaos venían
y con tres jumas en ancas,
vale decir, un repuesto
de botellas a la zaga…
que termina con esas finas descripciones de la vida en el trópico:
Bajaron al corredor,
subieron a las hamacas,
ahora llegó el recuento
balance de la jornada.
Mientras se sirve el condumio
gozosamente se parla,
mientras se parla se fuma,
se bebe mientras se yanta,
se conversa en hiperbólico
cuasi-mentir, mientras canta,
la marmita en el fogón,
mientras sueña la montaña,
sueño de ceibos robustos
y de esbeltísimas palmas…
en cuanto piensa en el país oficial cambia de tono:
Toda aquesa gentuza verborrágica,
trujamanes de feria, gansos de capitolio,
engibacaires, abderitanos, macuqueros,
casta inferior desglandulada de potencia,
casta inferior elocuenciada de impotencia,
me causa hastío, bascas me suscita, gelasmo me ocasiona.
Y, yo, Gaspar, me voy, con el morral de mi desprecio,
todo derecho, lógicamente, hacia el absurdo.
y en otra parte declara que quiere huir:
Lejos de Santanderes y de Bolívares.
Otro gran crítico social, lleno de erudición y de gracia, es Hernando Martínez Rueda –Martinón–, poeta destacado en el ámbito de su tiempo, cuyos versos son mucho más que ocurrencias afortunadas porque despliegan una ironía profunda y una poderosa capacidad crítica. Para ejemplo, su “Canción del futuro imperfecto”, que traza un paralelo entre la oratoria republicana de los políticos y el estilo de su administración:
Es Colombia el país del futuro, un edén tropical.
Con entrañas de aceite, con valles de azúcar, con montes de sal.
No ha tenido más bálsamo Siria, más oro Golconda, más perlas Ofir.
(Ese cheque a mediados del año le puede salir).
Sus caudales son Nilos, dos mares abrazan la tierra feraz.
(Puede ser que en un mes, mi señora, le enviemos el gas).
Nos regala la garza rosado plumón, la tortuga dorado carey.
(Su asuntico se va a demorar mientras pasa la ley).
Más que cedros al bosque, esmeralda a la roca se puede arrancar.
(El señor secretario está ausente, si quiere aguardar).
Puebla el aire del cóndor gigante al sutil colibrí.
(Vuelva el lunes a ampliar la denuncia, si el juez está aquí).
Basta apenas el llano al ganado, la rama a la fruta, las aguas al pez.
(La semana que viene, si acaso, pregunte otra vez).
Nutre el suelo del dátil fenicio a la clásica vid.
(No han firmado el control, está enfermo el señor Cadavid).
Del futuro en Colombia no hay nadie que pueda dudar.
El futuro es presente en Colombia: se llama esperar.
En una burla directa al ampuloso Día de la Raza que se celebró en Colombia desde la llegada de la raza blanca, el poeta pereirano Luis Carlos González, autor de bambucos patrióticos muy populares como “La ruana” y “Mi casta”, escribió aquellos versos famosos que no desdeñan la procacidad, pero que tienen la virtud de darle al insulto frecuente un contenido sociológico:
¿Raza de hidalgos? No, raza de caciques,
imperio de trabucos y alambiques
sobre estéril solar de cobardía,
que en el pasado, que el ancestro escruta,
sólo nos queda vivo el hijueputa,
y lo estamos negando todavía.
Borges pensaba que lo que permitió a los judíos tener tal importancia en la cultura europea fue su posición marginal, y que una análoga marginalidad le dio su fuerza y su grandeza a los irlandeses en la literatura inglesa. Si algo caracteriza también a los irlandeses es su combativo sentido del humor, y será difícil encontrar en inglés plumas más aceradas y punzantes que las de Swift, Bernard Shaw, James Joyce y Óscar Wilde. Los cuatro fueron favorecidos por una situación marginal, pero ninguno como Wilde hizo de esa marginalidad un instrumento tan fino de crítica, ya no de la arrogancia imperial o de los poderes de su época, sino del modelo mental de la civilización, bajo la máscara de epigramas festivos.
En Colombia el lenguaje ha sido sin duda un instrumento de defensa contra el poder, de construcción de un orden mental, de lucha contra la desmemoria impuesta y oficial, pero es también un mecanismo espontáneo de los colombianos para acomodarse al mundo y, a veces, incluso, para alzarse de hombros frente a él. Rastrear las maneras del habla popular colombiana sería arduo. Y además existen maneras específicas de utilizar la lengua, y si algo caracteriza el proceso de urbanización de las costumbres es una notable hostilidad hacia el pasado, hacia la sencillez de la vida campesina, la supersticiosa incorporación a una supuesta modernidad en el lenguaje y un persistente esfuerzo por negar los orígenes. Hay que recordar que en Colombia la dominación política y cultural se dio siempre a través del lenguaje; el lenguaje debió delatar desde el comienzo quién era español y quién no lo era; quién pertenecía a las elites y quién procedía del pueblo; quién guardaba las dificultades fonéticas de las lenguas vencidas; quién hablaba español con acento chibcha, con acento emberá, con el acento de las costas de Angola.
Los lingüistas sabrán explicarnos por qué sentimos que en México, en Ecuador y hasta en Bolivia, la entonación de la lengua española está marcada por las tonalidades indígenas, aunque por supuesto, equilibradas por el peso del poder de la lengua hegemónica. Hay que oír el cadencioso susurro de las cholas ecuatorianas, esa manera de siempre cantar que tiene el habla, para advertir con plenitud el tono original. En Colombia se convirtió en una obsesión de las regiones centrales y de la cultura oficial hablar de un modo castizo, aunque ciertas diferencias se establecieron desde el comienzo.
No sabemos en qué momento se renunció para siempre a la pronunciación española de la zeta, distinta de la ese, pero siendo un elemento común a todo el continente, es probable que haya correspondido a un esfuerzo criollo de resistencia y de diferenciación, aunque pudo ser también fruto del primado de los andaluces, con sus rastros árabes, en el proceso mismo de formación de la lengua americana. Podemos incluso fabular que en ciertos momentos de tensión política, la pronunciación española debió ser peligrosa en un medio de criollos enardecidos y de ideas independentistas en auge. Otra de las formas que murieron en América fue la ortodoxa segunda persona del plural, eliminada por el uso y contra la normatividad vigente, porque hasta hoy en la escuela es frecuente que se enseñe a los niños el esquema español. Los pronombres personales son: Yo, tú, él, nosotros, vosotros, ellos. Parece de mal gusto hacer la enumeración así: Yo, usted, él, nosotros, ustedes, ellos; parece poco elegante, aunque en muchos lugares es así como se usa en la vida práctica. Incluso quienes usan, renovado, el arcaico y ceremonial vos transferido al singular, como los argentinos, los antioqueños y las gentes del Valle del Cauca, no se animaron a proyectarlo al plural, y normalmente conjugan: yo, vos, él, nosotros, ustedes, ellos. Pero es con la segunda persona con quien se libran los debates, y al parecer fue ese el punto donde se definió la voluntad de independencia. A lo mejor, llamar a los españoles vosotros era seguir sintiéndonos nosotros también españoles, y el genio oculto del mestizaje se inventó esa fórmula distanciadora, que hoy señala una diferencia capital entre nuestros mundos.