- Botero esculturas (1998)
- Salmona (1998)
- El sabor de Colombia (1994)
- Wayuú. Cultura del desierto colombiano (1998)
- Semana Santa en Popayán (1999)
- Cartagena de siempre (1992)
- Palacio de las Garzas (1999)
- Juan Montoya (1998)
- Aves de Colombia. Grabados iluminados del Siglo XVIII (1993)
- Alta Colombia. El esplendor de la montaña (1996)
- Artefactos. Objetos artesanales de Colombia (1992)
- Carros. El automovil en Colombia (1995)
- Espacios Comerciales. Colombia (1994)
- Cerros de Bogotá (2000)
- El Terremoto de San Salvador. Narración de un superviviente (2001)
- Manolo Valdés. La intemporalidad del arte (1999)
- Casa de Hacienda. Arquitectura en el campo colombiano (1997)
- Fiestas. Celebraciones y Ritos de Colombia (1995)
- Costa Rica. Pura Vida (2001)
- Luis Restrepo. Arquitectura (2001)
- Ana Mercedes Hoyos. Palenque (2001)
- La Moneda en Colombia (2001)
- Jardines de Colombia (1996)
- Una jornada en Macondo (1995)
- Retratos (1993)
- Atavíos. Raíces de la moda colombiana (1996)
- La ruta de Humboldt. Colombia - Venezuela (1994)
- Trópico. Visiones de la naturaleza colombiana (1997)
- Herederos de los Incas (1996)
- Casa Moderna. Medio siglo de arquitectura doméstica colombiana (1996)
- Bogotá desde el aire (1994)
- La vida en Colombia (1994)
- Casa Republicana. La bella época en Colombia (1995)
- Selva húmeda de Colombia (1990)
- Richter (1997)
- Por nuestros niños. Programas para su Proteccion y Desarrollo en Colombia (1990)
- Mariposas de Colombia (1991)
- Colombia tierra de flores (1990)
- Los países andinos desde el satélite (1995)
- Deliciosas frutas tropicales (1990)
- Arrecifes del Caribe (1988)
- Casa campesina. Arquitectura vernácula de Colombia (1993)
- Páramos (1988)
- Manglares (1989)
- Señor Ladrillo (1988)
- La última muerte de Wozzeck (2000)
- Historia del Café de Guatemala (2001)
- Casa Guatemalteca (1999)
- Silvia Tcherassi (2002)
- Ana Mercedes Hoyos. Retrospectiva (2002)
- Francisco Mejía Guinand (2002)
- Aves del Llano (1992)
- El año que viene vuelvo (1989)
- Museos de Bogotá (1989)
- El arte de la cocina japonesa (1996)
- Botero Dibujos (1999)
- Colombia Campesina (1989)
- Conflicto amazónico. 1932-1934 (1994)
- Débora Arango. Museo de Arte Moderno de Medellín (1986)
- La Sabana de Bogotá (1988)
- Casas de Embajada en Washington D.C. (2004)
- XVI Bienal colombiana de Arquitectura 1998 (1998)
- Visiones del Siglo XX colombiano. A través de sus protagonistas ya muertos (2003)
- Río Bogotá (1985)
- Jacanamijoy (2003)
- Álvaro Barrera. Arquitectura y Restauración (2003)
- Campos de Golf en Colombia (2003)
- Cartagena de Indias. Visión panorámica desde el aire (2003)
- Guadua. Arquitectura y Diseño (2003)
- Enrique Grau. Homenaje (2003)
- Mauricio Gómez. Con la mano izquierda (2003)
- Ignacio Gómez Jaramillo (2003)
- Tesoros del Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario. 350 años (2003)
- Manos en el arte colombiano (2003)
- Historia de la Fotografía en Colombia. Museo de Arte Moderno de Bogotá (1983)
- Arenas Betancourt. Un realista más allá del tiempo (1986)
- Los Figueroa. Aproximación a su época y a su pintura (1986)
- Andrés de Santa María (1985)
- Ricardo Gómez Campuzano (1987)
- El encanto de Bogotá (1987)
- Manizales de ayer. Album de fotografías (1987)
- Ramírez Villamizar. Museo de Arte Moderno de Bogotá (1984)
- La transformación de Bogotá (1982)
- Las fronteras azules de Colombia (1985)
- Botero en el Museo Nacional de Colombia. Nueva donación 2004 (2004)
- Gonzalo Ariza. Pinturas (1978)
- Grau. El pequeño viaje del Barón Von Humboldt (1977)
- Bogotá Viva (2004)
- Albergues del Libertador en Colombia. Banco de la República (1980)
- El Rey triste (1980)
- Gregorio Vásquez (1985)
- Ciclovías. Bogotá para el ciudadano (1983)
- Negret escultor. Homenaje (2004)
- Mefisto. Alberto Iriarte (2004)
- Suramericana. 60 Años de compromiso con la cultura (2004)
- Rostros de Colombia (1985)
- Flora de Los Andes. Cien especies del Altiplano Cundi-Boyacense (1984)
- Casa de Nariño (1985)
- Periodismo gráfico. Círculo de Periodistas de Bogotá (1984)
- Cien años de arte colombiano. 1886 - 1986 (1985)
- Pedro Nel Gómez (1981)
- Colombia amazónica (1988)
- Palacio de San Carlos (1986)
- Veinte años del Sena en Colombia. 1957-1977 (1978)
- Bogotá. Estructura y principales servicios públicos (1978)
- Colombia Parques Naturales (2006)
- Érase una vez Colombia (2005)
- Colombia 360°. Ciudades y pueblos (2006)
- Bogotá 360°. La ciudad interior (2006)
- Guatemala inédita (2006)
- Casa de Recreo en Colombia (2005)
- Manzur. Homenaje (2005)
- Gerardo Aragón (2009)
- Santiago Cárdenas (2006)
- Omar Rayo. Homenaje (2006)
- Beatriz González (2005)
- Casa de Campo en Colombia (2007)
- Luis Restrepo. construcciones (2007)
- Juan Cárdenas (2007)
- Luis Caballero. Homenaje (2007)
- Fútbol en Colombia (2007)
- Cafés de Colombia (2008)
- Colombia es Color (2008)
- Armando Villegas. Homenaje (2008)
- Manuel Hernández (2008)
- Alicia Viteri. Memoria digital (2009)
- Clemencia Echeverri. Sin respuesta (2009)
- Museo de Arte Moderno de Cartagena de Indias (2009)
- Agua. Riqueza de Colombia (2009)
- Volando Colombia. Paisajes (2009)
- Colombia en flor (2009)
- Medellín 360º. Cordial, Pujante y Bella (2009)
- Arte Internacional. Colección del Banco de la República (2009)
- Hugo Zapata (2009)
- Apalaanchi. Pescadores Wayuu (2009)
- Bogotá vuelo al pasado (2010)
- Grabados Antiguos de la Pontificia Universidad Javeriana. Colección Eduardo Ospina S. J. (2010)
- Orquídeas. Especies de Colombia (2010)
- Apartamentos. Bogotá (2010)
- Luis Caballero. Erótico (2010)
- Luis Fernando Peláez (2010)
- Aves en Colombia (2011)
- Pedro Ruiz (2011)
- El mundo del arte en San Agustín (2011)
- Cundinamarca. Corazón de Colombia (2011)
- El hundimiento de los Partidos Políticos Tradicionales venezolanos: El caso Copei (2014)
- Artistas por la paz (1986)
- Reglamento de uniformes, insignias, condecoraciones y distintivos para el personal de la Policía Nacional (2009)
- Historia de Bogotá. Tomo I - Conquista y Colonia (2007)
- Historia de Bogotá. Tomo II - Siglo XIX (2007)
- Academia Colombiana de Jurisprudencia. 125 Años (2019)
- Duque, su presidencia (2022)
En busca de Colombia
Olga de Amaral, Orión Umbra 44 (detalle), 2004, lino, gesso y hojilla de oro. 70 x 300 cm. Casa de Nariño. Bogotá.
Sierra Nevada de Santa Marta, Magdalena.
Universidad del Cauca y templo de Santo Domingo. Popayán, Cauca.
Nevado del Ruiz desde la ciudad de Manizales. Caldas.
Llanos del Caparaparo.
Estación del metro. Medellín.
Llanos orientales.
Bóvedas del Castillo de San Felipe. Cartagena, Bolívar.
Cuchillas de San Martín. Casanare.
Río Casiquiare. Meta.
Río Orinoco.
Base Militar Tolemaida. Melgar, Tolima.
Cultivo de banano. Magdalena.
Recolector de café. Bolombolo, Antioquia.
Parque Nacional Natural La Macarena. Meta.
Llaneros. Casanare.
Texto de: William Ospina
Hay una canción de Pablo Huerta, donde un hombre de la región Caribe se dirige a otro y le dice con gran cortesía que le ha parecido muy bella la canción que canta, pero que por la canción no logra reconocer el sitio de donde procede. Sin duda no es de Valledupar, ni de la región del Magdalena, ni de Bolívar, el departamento del norte cuya capital es Cartagena.
Pues se me antoja que sus cantares
son de una tierra desconocida.
Pero el interpelado no procede de alguna región alejada del Caribe colombiano, no viene de la sabana de Bogotá o del litoral Pacífico, ni de las montañas azules del Huila, ni de las remotas selvas del Putumayo: su desconocida tierra está ahí no más, en el centro de una región vecina.
Con mucho gusto y a mucho honor
yo soy del centro de la Guajira
–dice el hombre–.
Nací en Dibuya, frente al mar Caribe
de donde muy pequeño me llevaron,
allá en Barrancas me bautizaron,
y en toda la Guajira me hice libre.
Parece de otra época el que tierras vecinas se perciban tan distantes, pero también en la obra de García Márquez es fácil advertir que estamos en un territorio donde un pequeño desplazamiento en cualquier dirección lleva a los hombres a tierras desconocidas. Para los habitantes de Macondo, encerrados en una aldea mágica a la orilla de un río sin nombre, todas las tierras vecinas son un misterio. Los exploradores buscan en vano el mar, que sin embargo está a pocas leguas, y sólo encuentran su vestigio en un fantástico galeón de tierra firme, lleno de vegetación tropical. La vecina extensión de las ciénagas sólo parece llevar al país de nunca jamás, y alcanzar las mulas del correo que se comunican con el resto del territorio y con la lejana capital de la república, es una tarea descomunal. También en sus memorias, García Márquez recuerda como viajes legendarios esas expediciones de sus padres por las estribaciones de la Sierra Nevada, que separa las llanuras del Cesar de las regiones desérticas de la Guajira, esas polvaredas que se extienden, como dice en otra parte “bajo la luz mercurial de aquellos yermos de salitre”.
La mayoría de los colombianos hemos oído hablar toda la vida de tierras de leyenda dentro de nuestro país, que no hemos visitado jamás. Para un habitante normal de la costa atlántica, y aun del interior, la selva amazónica es una ficción inaccesible. Para un bogotano o un caleño, un viaje al Atlántico es uno de los grandes proyectos de la vida. Colombia es un país extenso, pero hay algo mucho más distanciador que la distancia, y es la diversidad del territorio. Entre Manizales y Honda hay tres horas en automóvil. Sin embargo, recorrer esas tres horas no sólo supone cruzar paisajes de vértigo, páramos, negros abismos y gargantas de niebla, sino amenas tierras floridas de clima templado con gratas serranías separadas por ríos verdes, y pasar de una tierra fría y brumosa de vegetación oscura a un valle ardiente lleno de montañas fantásticamente trabajadas por la sequía. Tampoco alcanzan a ser tres horas las que separan a Cali de Buenaventura, pero qué riqueza de paisajes se extiende entre el valle ubérrimo del Cauca, cruzando los cañones del Dagua y los riscos de la Cordillera Occidental, hasta llegar a esas tierras anegadas de los litorales selváticos, desde las regiones de palmeras hasta los apretados manglares de las orillas. Ya en Cali, ciudad separada del mar por los farallones, suenan a parajes remotos en los versos de la canción tan escuchada:
Bello puerto de mar, mi Buenaventura,donde se aspira siempre la brisa pura.
Más difícil aún es recordar en Popayán o en Pasto que esos departamentos son costeros, que muy cerca de aquellas ciudades frías y andinas, coloniales y católicas, se respira el aliento de fuego de las tormentas marinas, y se levanta el vapor de los exquisitos banquetes de los negros de Guapi, o el canto dulce de las pescadoras de piangua de Tumaco.
También en las canciones de Escalona se advierte esa sensación curiosa de un país lleno de secretos y de distancias para sus habitantes. Aunque una de las razones de esa extrañeza con el desplazamiento es, en la canción, el amor que se abandona, no dejamos de sentir que el viaje entre tierras tan cercanas es descrito como una odisea:
Paso por Valencia, cojo la sabana,
Caracolicito y luego a Fundación…
Y entonces,
me tengo que meter
en un diablo
al que le llaman tren,
que sale,
por to’a la zona pasa
y de tarde
se mete a Santa Marta.
Yo recuerdo haberle contado a una amiga francesa que cierta vez, para ir a visitar desde Fresno, en el norte del Tolima, a un amigo de mi padre que tenía su hacienda en el valle del Magdalena, tomamos un automóvil hasta la Dorada, desde allí viajamos un trecho en autoferro, después nos embarcamos en canoas por el río Ermitaño, sobre aguas llenas de troncos traicioneros, y que finalmente los caballos nos esperaban para el último tramo del viaje. Mi amiga escribió en seguida en su diario: “Cuatro medios de locomoción para visitar a un solo amigo”.
Leer el viaje de Bolívar por el Magdalena, en la novela El general en su laberinto, o el viaje de José Asunción Silva por el mismo río rumbo a Cartagena, en el libro Chapolas negras de Fernando Vallejo nos asoma a esa misma extrañeza: la variedad de las tierras y las dificultades del viaje, los cambios de climas y costumbres, la singular sensación de partir para tierras distantes. Esto no difiere del modo como para Jorge Isaacs en la novela María, resulta más breve narrar el recorrido de Efraín desde Londres hasta Buenaventura, que el viaje de Buenaventura hasta Cali, donde cada piedra del cañón del Dagua y cada río del camino son un obstáculo arduo de superar. En La vorágine, de José Eustasio Rivera, verdadera apoteosis de las contrariedades del espacio físico, ya desde el comienzo sentimos la gravitación de cosa enigmática y amenazante que es la palabra Casanare. Más allá del Casanare está la jungla, y en el confín de la novela nos está esperando esa frase fatal, que tantas cosas simboliza de nuestra relación con el territorio: “Ni rastro de ellos: los devoró la selva”.
Por supuesto que los tiempos han cambiado. Y no afirmo que Colombia sea impracticable: hay que ver con cuanta emoción y deleite la recorrió el barón Humboldt hace dos siglos y la han recorrido después numerosos viajeros y expedicionarios; afirmo que vivir en el país siempre pareció exigir de los individuos el pertenecer a una región y sentir extrañas las otras; afirmo que por algo que tiene que ver con la estructura y la complejidad del territorio es difícil ser colombiano, es difícil ver el país en su conjunto y sentirse pertenecer a su totalidad, y tal vez una prueba de ello sea la facilidad con que los colombianos perdemos cíclicamente el territorio. A pesar de los avances técnicos, a finales del siglo xx, o a mediados, o a comienzos, era más difícil desplazarse por el país que en tiempos de la Colonia, y son pocos los colombianos de hoy capaces de vivir un destino continental como el que vivieron los conquistadores o los hombres de la independencia.
Esa dificultad no sólo corresponde al país de regiones que es Colombia, sino también al hecho de que Colombia es un país excedido por los elementos que lo constituyen. El norte pertenece a una región más vasta: el Caribe, un mar y una cultura que conjuntan numerosos pueblos. El occidente pertenece a algo más amplio: la cuenca del Pacífico. La parte central, al mundo andino. El este, a la vasta región del Orinoco que abarca también los llanos venezolanos. Y el sur, al universo complejo de la región amazónica. Se diría que la única manera de entender a Colombia es no limitándose a mirarla dentro de sus fronteras. País fronterizo perteneciente a mundos distintos. Hay que comprender al continente para comprenderlo, y esta es una clave de su composición, ya que también la solución de sus problemas exige mirarlos en una perspectiva continental, o aún más amplia que meramente continental.
No es asombroso oír decir a los antropólogos que Cartagena de Indias y Santiago de Cuba son ciudades hermanas, que la imagen que se venera en los dos santuarios, el de la Virgen de la Caridad del Cobre de Santiago y el de la Virgen de la Candelaria del Santuario de la Popa de Cartagena, no sólo son similares, sino que están fabricadas ambas con la misma pasta de maíz. Divinidades sincréticas, indígenas y africanas, símbolos elocuentes de una alianza a través de los siglos que no siempre se advierte a primera vista. Por ello la vinculación de Maceo a la costa atlántica colombiana no es algo casual; ni es casual el compromiso de García Márquez con la revolución cubana; ni fue casual que el paso de Rubén Darío por Cartagena y su decisión de visitar en El Cabrero a Rafael Núñez, hayan permitido que el poeta fuera nombrado cónsul de Colombia en Buenos Aires, en un gesto que permitió a Darío dar comienzo a su existencia cosmopolita, profundizar su decisivo diálogo con la riqueza literaria del continente. También por eso la música de las arpas y los cuatros de la región del Orinoco es a la vez colombiana y venezolana, y el propio Orinoco es menos una barrera que un punto de enlace, centro de un país de afinidades y de historias compartidas.
Desde los legendarios contrabandistas de Maicao, los comerciantes de Cúcuta y de San Antonio, los llaneros de Arauca, los pobladores del Vichada, siempre hubo un movimiento de integración que simplemente confirmaba el recuerdo de una patria común, la certeza de que las fronteras eran meros caprichos de la política, no una vocación de los pueblos. Del mismo modo es difícil decidir la pertenencia exacta de los muchos pueblos del Amazonas. Los desana, los huitotos, los tikuna, los yaguas, los kamsá, pertenecen a un mundo para el cual la frontera es algo arbitrario: el mundo de la serpiente sin ojos, del árbol de los frutos, de la canoa que trajo a los hombres, de la piel de la gran anaconda.
Pero ya hemos dicho que esa complejidad no es sólo geográfica. Que estos trópicos hablen una lengua de origen latino; profesen mayoritariamente una religión de origen hebreo, griego y romano; se hayan dado instituciones inspiradas en el modelo de la Revolución francesa, son otros elementos que enriquecen el cuadro. Borges escribió que ser colombiano es un acto de fe. Es difícil de verdad para los colombianos responder a la pregunta por la nación. “Por los países de Colombia”, como dice el hermoso verso de Aurelio Arturo, se dieron guerras incesantes que acabaron de agravar la sensación de extravío y el desconocimiento de los orígenes.
Debajo de esos choques civiles que parecían enfrentar al pueblo colombiano, hubo siempre el choque entre la cultura de elite y la cultura popular. Una elite colonizada, profundamente aliada con los intereses de las metrópolis, negaba el esfuerzo de la cultura popular por captar los componentes profundos de la nación y por construir con ellos síntesis admirables. Aquí el arte fue siempre el lector profundo de la realidad. Y todavía en él tenemos que buscar las claves de su desciframiento.
Cierto funcionario internacional decía que Colombia es un país que siempre padeció la maldición de la riqueza. El oro, las perlas, las esmeraldas, las maderas, el café, el caucho, el petróleo, el banano, la hoja de coca, no solamente han sido las grandes riquezas del país, sino que cada una de ellas ha generado en el territorio una guerra particular. La leyenda de Eldorado movilizó en el siglo xvi, en lo que hoy es Colombia y Venezuela, a los ejércitos de ocupación que asolaron el territorio buscando el oro real que pondría fin a los desvelos centenarios de los alquimistas. En las costas de Manaure fueron extenuados, como en Margarita y en Cumaná, los indios de las orillas, para extraer esas perlas que se vendían a precios fabulosos en Toledo y en Augsburgo. También hubo cíclicas guerras de explotadores y de traficantes en las minas de esmeraldas de Muzo. Guerras, guerras, guerras, y con ellas la ruptura continua del hilo de la tradición, el extravío de las costumbres, la pérdida de la memoria. Y su motor incesante fueron los partidos políticos, que desde la independencia manejaron las tensiones civiles a partir de exaltados discursos inspirados en la realidad europea y que sólo tenuemente hacían caso de la singularidad del mundo al que pertenecían.
En el centro del antiguo bipartidismo colombiano se invocan las figuras de Bolívar y Santander. Pero ese orden binario es la manera como se proyecta la moralidad cristiana en los hechos sociales. El bien y el mal, el blanco y el negro, el que lo da todo y el que todo lo quita, el legítimo y el usurpador. En cualquier lugar del mundo es dañina esa bipolaridad, pero lo es mucho más en una región cuyo signo es lo diverso, donde se requeriría siempre un tercero que modifique los esquemas, que supere los prejuicios y que permita la irrupción de lo nuevo.
Desde el comienzo se hizo persistente ese conflicto entre lo que éramos y lo que debíamos ser, y se eternizó en términos de una cultura oficial hecha de simulacros e imperativos, enfrentada a una cultura popular a la que no se concedía el mismo estatuto de privilegio y de respetabilidad. El país real creció construyendo sus lenguajes en la marginalidad y sólo tardíamente logrando su precaria incorporación al ámbito de la gran cultura.
Una de las muchas constantes del alma colombiana es la guerra. Más que las guerras frontales entre grandes ejércitos, las guerras larvadas, sinuosas, protervas; guerras de secuestros y de emboscadas, y desde el comienzo la violencia contra seres desarmados siempre con el pretexto de que pertenecen al otro bando; guerras cobardes de la mentalidad bipolar contra la exuberancia de lo plural; guerras contra la diversidad del país, que terminan sacrificando todo pensamiento disidente, toda sensibilidad distinta, exactamente del mismo modo como lesionan sin dolor continuamente la diversidad natural. Se diría que el mayor triunfo del establecimiento colombiano, siempre excluyente, ha consistido en generar en sus contrarios su misma lógica, ponerlos a responder en los mismos términos, y engendrar una oposición igualmente violenta, acalladora e intolerante, incapaz de ofrecer matices y giros creadores.
Teniendo al fondo el tapiz de esas guerras de nunca acabar, una de las más nítidas imágenes colombianas es la del bandido, que no participa en sentido estricto de la fiesta guerrera bipartidista y que, empeñado en abrirle paso a una ambición personal, no tiene otro camino que el delito. Pocos países en la historia podrán mostrar una profusión tal de tipos rebeldes que no se agotan en la delincuencia privada, que no se limitan al prontuario policial, sino que terminan siendo una suerte de arquetipos sociales y que siempre, por breve tiempo, acceden a una especie de celebridad trágica, cuando se perfilan ilusoriamente como dominadores de la sociedad. De un modo creciente, los bandidos en Colombia han ido perfilándose como vistosas figuras sociales. Desde el solitario Efraín González, quien combatió solo contra un ejército en un barrio bogotano, en un acontecimiento que fue trasmitido por la radio de la época, pasando por los temibles bandoleros Desquite y Sangrenegra, hasta los grandes capos de la droga: Gonzalo Rodríguez Gacha y Pablo Escobar, que engendraron una turbia mitología de barriada y que precipitaron con su ejemplo en la delincuencia a la juventud marginal. Todos fueron símbolos de un individualismo extremo: en Colombia la gran diversidad, unida a la irresponsabilidad del Estado, alentó también una gran competitividad y ésta alentó el florecimiento de un individuo vigoroso, fortalecido en la rivalidad y en el desamparo. Cada quien se abre camino en un mundo abundante en obstáculos y carente de estímulos. Ello produce como efecto positivo la abundancia de caracteres, de personalidades intensas, de individuos recursivos y diestros. Pero estos individuos así crecidos son altamente insolidarios, y si algo hay difícil en Colombia es encontrar el discurso en el que converja la colectividad. Cada quien desconfía de la ley, es incapaz de creer en lo público, le resulta difícil pensar en función del país y confluir en alianzas transformadoras.
Son muchas las lecturas que se han intentado de ese colombiano emprendedor y endiablado. Una de ellas está en Peralta, el protagonista del cuento “A la diestra de Dios padre” de Tomás Carrasquilla. En ese relato se combinan dos elementos muy colombianos, la piedad religiosa y la sagacidad, pero excepcionalmente aliadas en el marco de una gran inocencia. Los tipos literarios de Colombia tienen en María al símbolo de la jovencita tentadora pero imposible, el ser encantador que sólo puede ser amado como sueño, que no permite ningún acceso real. Esa jovencita reaparece en García Márquez con la forma de la pequeña Remedios, la abuela que muere en la casi pubertad, y en la imagen perturbadora de Remedios, la Bella, arrebatada por un viento milagroso y llevada al cielo en cuerpo y alma después de dejar un rastro de hombres desgarrados por la fiebre y por el deseo, o naufragados en el suicidio. Otro tremendo personaje colombiano es el aventurero que se pierde por territorios desconocidos y que es devorado por la selva. Arturo Cova, el personaje de José Eustasio Rivera, realiza el destino que parecía prometido al autor, quien navegó casi extraviado por los ríos de la Orinoquia y se internó en la selva, viviendo el desamparo de quien se aparta de su mundo habitual e intenta hacer que el país aprenda a mirar con otros ojos su realidad. Un destino digno de las literaturas de su época en Occidente, de Franz Kafka y sobre todo de Joseph Conrad, donde la fatalidad está sobre todo en la difícil lucha del hombre con la naturaleza. Pero tal vez nada como el fresco de García Márquez que nos da una galería de retratos prototípicos del alma colombiana, empezando por esa abuela Úrsula, la mama grande de la costa atlántica, la madre laboriosa, central y omnipresente, que termina convertida casi en un signo y que no pierde jamás su importancia, como ocurre con las madres en la poderosa cultura caribeña; siguiendo con sus hijos, el melancólico idealista que termina sucumbiendo a las tentaciones del poder y de la guerra, y el vagabundo ciclónico que sólo puede creer en su destino personal y que no accede jamás a la historia; y sus hijas, la virgen enlutada que acalla sus pasiones hasta el extremo, y la hija adoptiva, que no consigue nunca sentirse parte del orden social, que en medio de la noche vuelve a comer tierra primitiva y a extraviarse en la niebla de sus orígenes desconocidos. Muchos otros personajes casi emblemáticos hay en García Márquez, como ese culebrero mágico que alude a la población excluida, que trae los discursos y los saberes que no están incorporados a la tradición, y que no logra jamás ser aceptado. En Blacamán el bueno, vendedor de milagros, el culebrero es también una caricatura del político que accede al poder exclusivamente a través de su elocuencia de las ilusiones de la prestidigitación y de la oratoria en la que sabe exhibir una “retórica de diccionario”.
#AmorPorColombia
En busca de Colombia
Olga de Amaral, Orión Umbra 44 (detalle), 2004, lino, gesso y hojilla de oro. 70 x 300 cm. Casa de Nariño. Bogotá.
Sierra Nevada de Santa Marta, Magdalena.
Universidad del Cauca y templo de Santo Domingo. Popayán, Cauca.
Nevado del Ruiz desde la ciudad de Manizales. Caldas.
Llanos del Caparaparo.
Estación del metro. Medellín.
Llanos orientales.
Bóvedas del Castillo de San Felipe. Cartagena, Bolívar.
Cuchillas de San Martín. Casanare.
Río Casiquiare. Meta.
Río Orinoco.
Base Militar Tolemaida. Melgar, Tolima.
Cultivo de banano. Magdalena.
Recolector de café. Bolombolo, Antioquia.
Parque Nacional Natural La Macarena. Meta.
Llaneros. Casanare.
Texto de: William Ospina
Hay una canción de Pablo Huerta, donde un hombre de la región Caribe se dirige a otro y le dice con gran cortesía que le ha parecido muy bella la canción que canta, pero que por la canción no logra reconocer el sitio de donde procede. Sin duda no es de Valledupar, ni de la región del Magdalena, ni de Bolívar, el departamento del norte cuya capital es Cartagena.
Pues se me antoja que sus cantares
son de una tierra desconocida.
Pero el interpelado no procede de alguna región alejada del Caribe colombiano, no viene de la sabana de Bogotá o del litoral Pacífico, ni de las montañas azules del Huila, ni de las remotas selvas del Putumayo: su desconocida tierra está ahí no más, en el centro de una región vecina.
Con mucho gusto y a mucho honor
yo soy del centro de la Guajira
–dice el hombre–.
Nací en Dibuya, frente al mar Caribe
de donde muy pequeño me llevaron,
allá en Barrancas me bautizaron,
y en toda la Guajira me hice libre.
Parece de otra época el que tierras vecinas se perciban tan distantes, pero también en la obra de García Márquez es fácil advertir que estamos en un territorio donde un pequeño desplazamiento en cualquier dirección lleva a los hombres a tierras desconocidas. Para los habitantes de Macondo, encerrados en una aldea mágica a la orilla de un río sin nombre, todas las tierras vecinas son un misterio. Los exploradores buscan en vano el mar, que sin embargo está a pocas leguas, y sólo encuentran su vestigio en un fantástico galeón de tierra firme, lleno de vegetación tropical. La vecina extensión de las ciénagas sólo parece llevar al país de nunca jamás, y alcanzar las mulas del correo que se comunican con el resto del territorio y con la lejana capital de la república, es una tarea descomunal. También en sus memorias, García Márquez recuerda como viajes legendarios esas expediciones de sus padres por las estribaciones de la Sierra Nevada, que separa las llanuras del Cesar de las regiones desérticas de la Guajira, esas polvaredas que se extienden, como dice en otra parte “bajo la luz mercurial de aquellos yermos de salitre”.
La mayoría de los colombianos hemos oído hablar toda la vida de tierras de leyenda dentro de nuestro país, que no hemos visitado jamás. Para un habitante normal de la costa atlántica, y aun del interior, la selva amazónica es una ficción inaccesible. Para un bogotano o un caleño, un viaje al Atlántico es uno de los grandes proyectos de la vida. Colombia es un país extenso, pero hay algo mucho más distanciador que la distancia, y es la diversidad del territorio. Entre Manizales y Honda hay tres horas en automóvil. Sin embargo, recorrer esas tres horas no sólo supone cruzar paisajes de vértigo, páramos, negros abismos y gargantas de niebla, sino amenas tierras floridas de clima templado con gratas serranías separadas por ríos verdes, y pasar de una tierra fría y brumosa de vegetación oscura a un valle ardiente lleno de montañas fantásticamente trabajadas por la sequía. Tampoco alcanzan a ser tres horas las que separan a Cali de Buenaventura, pero qué riqueza de paisajes se extiende entre el valle ubérrimo del Cauca, cruzando los cañones del Dagua y los riscos de la Cordillera Occidental, hasta llegar a esas tierras anegadas de los litorales selváticos, desde las regiones de palmeras hasta los apretados manglares de las orillas. Ya en Cali, ciudad separada del mar por los farallones, suenan a parajes remotos en los versos de la canción tan escuchada:
Bello puerto de mar, mi Buenaventura,donde se aspira siempre la brisa pura.
Más difícil aún es recordar en Popayán o en Pasto que esos departamentos son costeros, que muy cerca de aquellas ciudades frías y andinas, coloniales y católicas, se respira el aliento de fuego de las tormentas marinas, y se levanta el vapor de los exquisitos banquetes de los negros de Guapi, o el canto dulce de las pescadoras de piangua de Tumaco.
También en las canciones de Escalona se advierte esa sensación curiosa de un país lleno de secretos y de distancias para sus habitantes. Aunque una de las razones de esa extrañeza con el desplazamiento es, en la canción, el amor que se abandona, no dejamos de sentir que el viaje entre tierras tan cercanas es descrito como una odisea:
Paso por Valencia, cojo la sabana,
Caracolicito y luego a Fundación…
Y entonces,
me tengo que meter
en un diablo
al que le llaman tren,
que sale,
por to’a la zona pasa
y de tarde
se mete a Santa Marta.
Yo recuerdo haberle contado a una amiga francesa que cierta vez, para ir a visitar desde Fresno, en el norte del Tolima, a un amigo de mi padre que tenía su hacienda en el valle del Magdalena, tomamos un automóvil hasta la Dorada, desde allí viajamos un trecho en autoferro, después nos embarcamos en canoas por el río Ermitaño, sobre aguas llenas de troncos traicioneros, y que finalmente los caballos nos esperaban para el último tramo del viaje. Mi amiga escribió en seguida en su diario: “Cuatro medios de locomoción para visitar a un solo amigo”.
Leer el viaje de Bolívar por el Magdalena, en la novela El general en su laberinto, o el viaje de José Asunción Silva por el mismo río rumbo a Cartagena, en el libro Chapolas negras de Fernando Vallejo nos asoma a esa misma extrañeza: la variedad de las tierras y las dificultades del viaje, los cambios de climas y costumbres, la singular sensación de partir para tierras distantes. Esto no difiere del modo como para Jorge Isaacs en la novela María, resulta más breve narrar el recorrido de Efraín desde Londres hasta Buenaventura, que el viaje de Buenaventura hasta Cali, donde cada piedra del cañón del Dagua y cada río del camino son un obstáculo arduo de superar. En La vorágine, de José Eustasio Rivera, verdadera apoteosis de las contrariedades del espacio físico, ya desde el comienzo sentimos la gravitación de cosa enigmática y amenazante que es la palabra Casanare. Más allá del Casanare está la jungla, y en el confín de la novela nos está esperando esa frase fatal, que tantas cosas simboliza de nuestra relación con el territorio: “Ni rastro de ellos: los devoró la selva”.
Por supuesto que los tiempos han cambiado. Y no afirmo que Colombia sea impracticable: hay que ver con cuanta emoción y deleite la recorrió el barón Humboldt hace dos siglos y la han recorrido después numerosos viajeros y expedicionarios; afirmo que vivir en el país siempre pareció exigir de los individuos el pertenecer a una región y sentir extrañas las otras; afirmo que por algo que tiene que ver con la estructura y la complejidad del territorio es difícil ser colombiano, es difícil ver el país en su conjunto y sentirse pertenecer a su totalidad, y tal vez una prueba de ello sea la facilidad con que los colombianos perdemos cíclicamente el territorio. A pesar de los avances técnicos, a finales del siglo xx, o a mediados, o a comienzos, era más difícil desplazarse por el país que en tiempos de la Colonia, y son pocos los colombianos de hoy capaces de vivir un destino continental como el que vivieron los conquistadores o los hombres de la independencia.
Esa dificultad no sólo corresponde al país de regiones que es Colombia, sino también al hecho de que Colombia es un país excedido por los elementos que lo constituyen. El norte pertenece a una región más vasta: el Caribe, un mar y una cultura que conjuntan numerosos pueblos. El occidente pertenece a algo más amplio: la cuenca del Pacífico. La parte central, al mundo andino. El este, a la vasta región del Orinoco que abarca también los llanos venezolanos. Y el sur, al universo complejo de la región amazónica. Se diría que la única manera de entender a Colombia es no limitándose a mirarla dentro de sus fronteras. País fronterizo perteneciente a mundos distintos. Hay que comprender al continente para comprenderlo, y esta es una clave de su composición, ya que también la solución de sus problemas exige mirarlos en una perspectiva continental, o aún más amplia que meramente continental.
No es asombroso oír decir a los antropólogos que Cartagena de Indias y Santiago de Cuba son ciudades hermanas, que la imagen que se venera en los dos santuarios, el de la Virgen de la Caridad del Cobre de Santiago y el de la Virgen de la Candelaria del Santuario de la Popa de Cartagena, no sólo son similares, sino que están fabricadas ambas con la misma pasta de maíz. Divinidades sincréticas, indígenas y africanas, símbolos elocuentes de una alianza a través de los siglos que no siempre se advierte a primera vista. Por ello la vinculación de Maceo a la costa atlántica colombiana no es algo casual; ni es casual el compromiso de García Márquez con la revolución cubana; ni fue casual que el paso de Rubén Darío por Cartagena y su decisión de visitar en El Cabrero a Rafael Núñez, hayan permitido que el poeta fuera nombrado cónsul de Colombia en Buenos Aires, en un gesto que permitió a Darío dar comienzo a su existencia cosmopolita, profundizar su decisivo diálogo con la riqueza literaria del continente. También por eso la música de las arpas y los cuatros de la región del Orinoco es a la vez colombiana y venezolana, y el propio Orinoco es menos una barrera que un punto de enlace, centro de un país de afinidades y de historias compartidas.
Desde los legendarios contrabandistas de Maicao, los comerciantes de Cúcuta y de San Antonio, los llaneros de Arauca, los pobladores del Vichada, siempre hubo un movimiento de integración que simplemente confirmaba el recuerdo de una patria común, la certeza de que las fronteras eran meros caprichos de la política, no una vocación de los pueblos. Del mismo modo es difícil decidir la pertenencia exacta de los muchos pueblos del Amazonas. Los desana, los huitotos, los tikuna, los yaguas, los kamsá, pertenecen a un mundo para el cual la frontera es algo arbitrario: el mundo de la serpiente sin ojos, del árbol de los frutos, de la canoa que trajo a los hombres, de la piel de la gran anaconda.
Pero ya hemos dicho que esa complejidad no es sólo geográfica. Que estos trópicos hablen una lengua de origen latino; profesen mayoritariamente una religión de origen hebreo, griego y romano; se hayan dado instituciones inspiradas en el modelo de la Revolución francesa, son otros elementos que enriquecen el cuadro. Borges escribió que ser colombiano es un acto de fe. Es difícil de verdad para los colombianos responder a la pregunta por la nación. “Por los países de Colombia”, como dice el hermoso verso de Aurelio Arturo, se dieron guerras incesantes que acabaron de agravar la sensación de extravío y el desconocimiento de los orígenes.
Debajo de esos choques civiles que parecían enfrentar al pueblo colombiano, hubo siempre el choque entre la cultura de elite y la cultura popular. Una elite colonizada, profundamente aliada con los intereses de las metrópolis, negaba el esfuerzo de la cultura popular por captar los componentes profundos de la nación y por construir con ellos síntesis admirables. Aquí el arte fue siempre el lector profundo de la realidad. Y todavía en él tenemos que buscar las claves de su desciframiento.
Cierto funcionario internacional decía que Colombia es un país que siempre padeció la maldición de la riqueza. El oro, las perlas, las esmeraldas, las maderas, el café, el caucho, el petróleo, el banano, la hoja de coca, no solamente han sido las grandes riquezas del país, sino que cada una de ellas ha generado en el territorio una guerra particular. La leyenda de Eldorado movilizó en el siglo xvi, en lo que hoy es Colombia y Venezuela, a los ejércitos de ocupación que asolaron el territorio buscando el oro real que pondría fin a los desvelos centenarios de los alquimistas. En las costas de Manaure fueron extenuados, como en Margarita y en Cumaná, los indios de las orillas, para extraer esas perlas que se vendían a precios fabulosos en Toledo y en Augsburgo. También hubo cíclicas guerras de explotadores y de traficantes en las minas de esmeraldas de Muzo. Guerras, guerras, guerras, y con ellas la ruptura continua del hilo de la tradición, el extravío de las costumbres, la pérdida de la memoria. Y su motor incesante fueron los partidos políticos, que desde la independencia manejaron las tensiones civiles a partir de exaltados discursos inspirados en la realidad europea y que sólo tenuemente hacían caso de la singularidad del mundo al que pertenecían.
En el centro del antiguo bipartidismo colombiano se invocan las figuras de Bolívar y Santander. Pero ese orden binario es la manera como se proyecta la moralidad cristiana en los hechos sociales. El bien y el mal, el blanco y el negro, el que lo da todo y el que todo lo quita, el legítimo y el usurpador. En cualquier lugar del mundo es dañina esa bipolaridad, pero lo es mucho más en una región cuyo signo es lo diverso, donde se requeriría siempre un tercero que modifique los esquemas, que supere los prejuicios y que permita la irrupción de lo nuevo.
Desde el comienzo se hizo persistente ese conflicto entre lo que éramos y lo que debíamos ser, y se eternizó en términos de una cultura oficial hecha de simulacros e imperativos, enfrentada a una cultura popular a la que no se concedía el mismo estatuto de privilegio y de respetabilidad. El país real creció construyendo sus lenguajes en la marginalidad y sólo tardíamente logrando su precaria incorporación al ámbito de la gran cultura.
Una de las muchas constantes del alma colombiana es la guerra. Más que las guerras frontales entre grandes ejércitos, las guerras larvadas, sinuosas, protervas; guerras de secuestros y de emboscadas, y desde el comienzo la violencia contra seres desarmados siempre con el pretexto de que pertenecen al otro bando; guerras cobardes de la mentalidad bipolar contra la exuberancia de lo plural; guerras contra la diversidad del país, que terminan sacrificando todo pensamiento disidente, toda sensibilidad distinta, exactamente del mismo modo como lesionan sin dolor continuamente la diversidad natural. Se diría que el mayor triunfo del establecimiento colombiano, siempre excluyente, ha consistido en generar en sus contrarios su misma lógica, ponerlos a responder en los mismos términos, y engendrar una oposición igualmente violenta, acalladora e intolerante, incapaz de ofrecer matices y giros creadores.
Teniendo al fondo el tapiz de esas guerras de nunca acabar, una de las más nítidas imágenes colombianas es la del bandido, que no participa en sentido estricto de la fiesta guerrera bipartidista y que, empeñado en abrirle paso a una ambición personal, no tiene otro camino que el delito. Pocos países en la historia podrán mostrar una profusión tal de tipos rebeldes que no se agotan en la delincuencia privada, que no se limitan al prontuario policial, sino que terminan siendo una suerte de arquetipos sociales y que siempre, por breve tiempo, acceden a una especie de celebridad trágica, cuando se perfilan ilusoriamente como dominadores de la sociedad. De un modo creciente, los bandidos en Colombia han ido perfilándose como vistosas figuras sociales. Desde el solitario Efraín González, quien combatió solo contra un ejército en un barrio bogotano, en un acontecimiento que fue trasmitido por la radio de la época, pasando por los temibles bandoleros Desquite y Sangrenegra, hasta los grandes capos de la droga: Gonzalo Rodríguez Gacha y Pablo Escobar, que engendraron una turbia mitología de barriada y que precipitaron con su ejemplo en la delincuencia a la juventud marginal. Todos fueron símbolos de un individualismo extremo: en Colombia la gran diversidad, unida a la irresponsabilidad del Estado, alentó también una gran competitividad y ésta alentó el florecimiento de un individuo vigoroso, fortalecido en la rivalidad y en el desamparo. Cada quien se abre camino en un mundo abundante en obstáculos y carente de estímulos. Ello produce como efecto positivo la abundancia de caracteres, de personalidades intensas, de individuos recursivos y diestros. Pero estos individuos así crecidos son altamente insolidarios, y si algo hay difícil en Colombia es encontrar el discurso en el que converja la colectividad. Cada quien desconfía de la ley, es incapaz de creer en lo público, le resulta difícil pensar en función del país y confluir en alianzas transformadoras.
Son muchas las lecturas que se han intentado de ese colombiano emprendedor y endiablado. Una de ellas está en Peralta, el protagonista del cuento “A la diestra de Dios padre” de Tomás Carrasquilla. En ese relato se combinan dos elementos muy colombianos, la piedad religiosa y la sagacidad, pero excepcionalmente aliadas en el marco de una gran inocencia. Los tipos literarios de Colombia tienen en María al símbolo de la jovencita tentadora pero imposible, el ser encantador que sólo puede ser amado como sueño, que no permite ningún acceso real. Esa jovencita reaparece en García Márquez con la forma de la pequeña Remedios, la abuela que muere en la casi pubertad, y en la imagen perturbadora de Remedios, la Bella, arrebatada por un viento milagroso y llevada al cielo en cuerpo y alma después de dejar un rastro de hombres desgarrados por la fiebre y por el deseo, o naufragados en el suicidio. Otro tremendo personaje colombiano es el aventurero que se pierde por territorios desconocidos y que es devorado por la selva. Arturo Cova, el personaje de José Eustasio Rivera, realiza el destino que parecía prometido al autor, quien navegó casi extraviado por los ríos de la Orinoquia y se internó en la selva, viviendo el desamparo de quien se aparta de su mundo habitual e intenta hacer que el país aprenda a mirar con otros ojos su realidad. Un destino digno de las literaturas de su época en Occidente, de Franz Kafka y sobre todo de Joseph Conrad, donde la fatalidad está sobre todo en la difícil lucha del hombre con la naturaleza. Pero tal vez nada como el fresco de García Márquez que nos da una galería de retratos prototípicos del alma colombiana, empezando por esa abuela Úrsula, la mama grande de la costa atlántica, la madre laboriosa, central y omnipresente, que termina convertida casi en un signo y que no pierde jamás su importancia, como ocurre con las madres en la poderosa cultura caribeña; siguiendo con sus hijos, el melancólico idealista que termina sucumbiendo a las tentaciones del poder y de la guerra, y el vagabundo ciclónico que sólo puede creer en su destino personal y que no accede jamás a la historia; y sus hijas, la virgen enlutada que acalla sus pasiones hasta el extremo, y la hija adoptiva, que no consigue nunca sentirse parte del orden social, que en medio de la noche vuelve a comer tierra primitiva y a extraviarse en la niebla de sus orígenes desconocidos. Muchos otros personajes casi emblemáticos hay en García Márquez, como ese culebrero mágico que alude a la población excluida, que trae los discursos y los saberes que no están incorporados a la tradición, y que no logra jamás ser aceptado. En Blacamán el bueno, vendedor de milagros, el culebrero es también una caricatura del político que accede al poder exclusivamente a través de su elocuencia de las ilusiones de la prestidigitación y de la oratoria en la que sabe exhibir una “retórica de diccionario”.