- Botero esculturas (1998)
- Salmona (1998)
- El sabor de Colombia (1994)
- Wayuú. Cultura del desierto colombiano (1998)
- Semana Santa en Popayán (1999)
- Cartagena de siempre (1992)
- Palacio de las Garzas (1999)
- Juan Montoya (1998)
- Aves de Colombia. Grabados iluminados del Siglo XVIII (1993)
- Alta Colombia. El esplendor de la montaña (1996)
- Artefactos. Objetos artesanales de Colombia (1992)
- Carros. El automovil en Colombia (1995)
- Espacios Comerciales. Colombia (1994)
- Cerros de Bogotá (2000)
- El Terremoto de San Salvador. Narración de un superviviente (2001)
- Manolo Valdés. La intemporalidad del arte (1999)
- Casa de Hacienda. Arquitectura en el campo colombiano (1997)
- Fiestas. Celebraciones y Ritos de Colombia (1995)
- Costa Rica. Pura Vida (2001)
- Luis Restrepo. Arquitectura (2001)
- Ana Mercedes Hoyos. Palenque (2001)
- La Moneda en Colombia (2001)
- Jardines de Colombia (1996)
- Una jornada en Macondo (1995)
- Retratos (1993)
- Atavíos. Raíces de la moda colombiana (1996)
- La ruta de Humboldt. Colombia - Venezuela (1994)
- Trópico. Visiones de la naturaleza colombiana (1997)
- Herederos de los Incas (1996)
- Casa Moderna. Medio siglo de arquitectura doméstica colombiana (1996)
- Bogotá desde el aire (1994)
- La vida en Colombia (1994)
- Casa Republicana. La bella época en Colombia (1995)
- Selva húmeda de Colombia (1990)
- Richter (1997)
- Por nuestros niños. Programas para su Proteccion y Desarrollo en Colombia (1990)
- Mariposas de Colombia (1991)
- Colombia tierra de flores (1990)
- Los países andinos desde el satélite (1995)
- Deliciosas frutas tropicales (1990)
- Arrecifes del Caribe (1988)
- Casa campesina. Arquitectura vernácula de Colombia (1993)
- Páramos (1988)
- Manglares (1989)
- Señor Ladrillo (1988)
- La última muerte de Wozzeck (2000)
- Historia del Café de Guatemala (2001)
- Casa Guatemalteca (1999)
- Silvia Tcherassi (2002)
- Ana Mercedes Hoyos. Retrospectiva (2002)
- Francisco Mejía Guinand (2002)
- Aves del Llano (1992)
- El año que viene vuelvo (1989)
- Museos de Bogotá (1989)
- El arte de la cocina japonesa (1996)
- Botero Dibujos (1999)
- Colombia Campesina (1989)
- Conflicto amazónico. 1932-1934 (1994)
- Débora Arango. Museo de Arte Moderno de Medellín (1986)
- La Sabana de Bogotá (1988)
- Casas de Embajada en Washington D.C. (2004)
- XVI Bienal colombiana de Arquitectura 1998 (1998)
- Visiones del Siglo XX colombiano. A través de sus protagonistas ya muertos (2003)
- Río Bogotá (1985)
- Jacanamijoy (2003)
- Álvaro Barrera. Arquitectura y Restauración (2003)
- Campos de Golf en Colombia (2003)
- Cartagena de Indias. Visión panorámica desde el aire (2003)
- Guadua. Arquitectura y Diseño (2003)
- Enrique Grau. Homenaje (2003)
- Mauricio Gómez. Con la mano izquierda (2003)
- Ignacio Gómez Jaramillo (2003)
- Tesoros del Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario. 350 años (2003)
- Manos en el arte colombiano (2003)
- Historia de la Fotografía en Colombia. Museo de Arte Moderno de Bogotá (1983)
- Arenas Betancourt. Un realista más allá del tiempo (1986)
- Los Figueroa. Aproximación a su época y a su pintura (1986)
- Andrés de Santa María (1985)
- Ricardo Gómez Campuzano (1987)
- El encanto de Bogotá (1987)
- Manizales de ayer. Album de fotografías (1987)
- Ramírez Villamizar. Museo de Arte Moderno de Bogotá (1984)
- La transformación de Bogotá (1982)
- Las fronteras azules de Colombia (1985)
- Botero en el Museo Nacional de Colombia. Nueva donación 2004 (2004)
- Gonzalo Ariza. Pinturas (1978)
- Grau. El pequeño viaje del Barón Von Humboldt (1977)
- Bogotá Viva (2004)
- Albergues del Libertador en Colombia. Banco de la República (1980)
- El Rey triste (1980)
- Gregorio Vásquez (1985)
- Ciclovías. Bogotá para el ciudadano (1983)
- Negret escultor. Homenaje (2004)
- Mefisto. Alberto Iriarte (2004)
- Suramericana. 60 Años de compromiso con la cultura (2004)
- Rostros de Colombia (1985)
- Flora de Los Andes. Cien especies del Altiplano Cundi-Boyacense (1984)
- Casa de Nariño (1985)
- Periodismo gráfico. Círculo de Periodistas de Bogotá (1984)
- Cien años de arte colombiano. 1886 - 1986 (1985)
- Pedro Nel Gómez (1981)
- Colombia amazónica (1988)
- Palacio de San Carlos (1986)
- Veinte años del Sena en Colombia. 1957-1977 (1978)
- Bogotá. Estructura y principales servicios públicos (1978)
- Colombia Parques Naturales (2006)
- Érase una vez Colombia (2005)
- Colombia 360°. Ciudades y pueblos (2006)
- Bogotá 360°. La ciudad interior (2006)
- Guatemala inédita (2006)
- Casa de Recreo en Colombia (2005)
- Manzur. Homenaje (2005)
- Gerardo Aragón (2009)
- Santiago Cárdenas (2006)
- Omar Rayo. Homenaje (2006)
- Beatriz González (2005)
- Casa de Campo en Colombia (2007)
- Luis Restrepo. construcciones (2007)
- Juan Cárdenas (2007)
- Luis Caballero. Homenaje (2007)
- Fútbol en Colombia (2007)
- Cafés de Colombia (2008)
- Colombia es Color (2008)
- Armando Villegas. Homenaje (2008)
- Manuel Hernández (2008)
- Alicia Viteri. Memoria digital (2009)
- Clemencia Echeverri. Sin respuesta (2009)
- Museo de Arte Moderno de Cartagena de Indias (2009)
- Agua. Riqueza de Colombia (2009)
- Volando Colombia. Paisajes (2009)
- Colombia en flor (2009)
- Medellín 360º. Cordial, Pujante y Bella (2009)
- Arte Internacional. Colección del Banco de la República (2009)
- Hugo Zapata (2009)
- Apalaanchi. Pescadores Wayuu (2009)
- Bogotá vuelo al pasado (2010)
- Grabados Antiguos de la Pontificia Universidad Javeriana. Colección Eduardo Ospina S. J. (2010)
- Orquídeas. Especies de Colombia (2010)
- Apartamentos. Bogotá (2010)
- Luis Caballero. Erótico (2010)
- Luis Fernando Peláez (2010)
- Aves en Colombia (2011)
- Pedro Ruiz (2011)
- El mundo del arte en San Agustín (2011)
- Cundinamarca. Corazón de Colombia (2011)
- El hundimiento de los Partidos Políticos Tradicionales venezolanos: El caso Copei (2014)
- Artistas por la paz (1986)
- Reglamento de uniformes, insignias, condecoraciones y distintivos para el personal de la Policía Nacional (2009)
- Historia de Bogotá. Tomo I - Conquista y Colonia (2007)
- Historia de Bogotá. Tomo II - Siglo XIX (2007)
- Academia Colombiana de Jurisprudencia. 125 Años (2019)
- Duque, su presidencia (2022)
Ciudades y regiones
Centro de Bogotá, desde los cerros orientales.
Torre del Reloj. Cartagena, Bolívar.
Monumento a Sebastián de Belalcázar. Cali, Valle del Cauca.
Centro administrativo La Alpujarra y escultura de Rodrigo Arenas Betancourt. Medellín.
Festival de Cometas. Villa de Leiva, Boyacá.
Calle 80, Bogotá.
Isla Gorgona, Océano Pacífico.
Guaduales y montañas. Caldas.
Puerto Carreño, Vichada.
Chiles, Nariño.
Selva del Chocó.
Laguna de Tota, Boyacá.
Valle de Cocora. Salento, Quindío.
Cabo de la Vela. La Guajira.
Desierto de la Tatacoa. Huila.
Río Santo Domingo. Serranía de La Macarena, Meta.
Finca cafetera. Caldas.
Iglesia de La Ermita. Popayán, Cauca.
Nevado del Tolima. Tolima.
Texto de: William Ospina
Aquel país rural regido por clérigos y por terratenientes, que entró en el siglo xx con cuatro millones de personas, se rompió con la violencia partidista de los años cincuenta y con la dramática expulsión de millones de campesinos hacia las ciudades. El cíclico signo del destierro marcó nuestro surgimiento como comunidad moderna, nuestro ingreso en el orden republicano, nuestra introducción en el mercado mundial y nuestra sujeción al orden político del siglo, pero aquella guerra fratricida, que fue llamada genéricamente la violencia, produjo el más vasto corte con la memoria histórica y marcó con rumbos aciagos el futuro.
Desde los años cincuenta, una canción se convirtió en una suerte de letanía de los colombianos. Se llamaba “Las acacias”: la melancólica descripción de la vieja casa familiar campesina ahora despoblada. De ella habían partido todos, “unos muertos, y otros vivos, que tenían muerta el alma”. Aquella expresión del drama en lenguaje popular se repitió profundamente en los distintos lenguajes del arte y la literatura. En La casa grande, de Álvaro Cepeda Samudio; en Cien años de soledad; en Morada al sur, el gran poema de Aurelio Arturo; en Vana Stanza de Amílcar Osorio; en Exilio, de Álvaro Mutis, y de un modo a la vez hilarante y desesperado en la novela de Fernando Vallejo: El desbarrancadero. Pero también en películas como La estrategia del caracol de Sergio Cabrera o La vendedora de rosas de Víctor Gaviria.
Colombia se convirtió en cinco décadas no sólo en un país urbano sino en un país de ciudades. Sorprende a muchos viajeros la pluralidad de esas ciudades y de sus regiones. La costera y amurallada Cartagena de Indias, con sus callecitas íntimas, sus hermosos caserones y sus bellos balcones coloniales, con el extenso espolón moderno de Bocagrande y su contraste con las inmensas barriadas agónicas y a su modo invisibles, los cinturones de miseria que se dilatan tierra adentro. La ciudad de la llanura, Cali, perfilada contra la pared azul de los farallones del oeste, con su vegetación perfumada, las canciones que celebran la belleza de sus mujeres, su languidez tropical en el día y su frenesí rumbero en la noche, con su historia de haciendas señoriales y el pregón alegre de la mulatería, con su violencia y su sensualidad. También allí extensas barriadas de inmigrantes y de desplazados sobreviviendo bajo el sol implacable. El famoso centro industrial de Medellín, la incansable y laboriosa ciudad de las montañas, que se levanta en barriadas vertiginosas al oriente y al occidente y que dilata barrios de altos edificios modernos por colinas de bosques sucesivos; capital de la región más elaborada por las literaturas, desde el tono coloquial, deleitable y observador de las prosas de Tomás Carrasquilla, hasta las novelas imprecatorias y salvajes de Fernando Vallejo; desde la poesía clamorosa y patética de Barba Jacob hasta las austeras revelaciones de José Manuel Arango. La ciudad dilatada en la región costera entre el mar y el río, Barranquilla, abierta en barrios espaciosos y unida por la pasión de sus carnavales, en cuya cercanía se conserva el largo muelle de Puerto Colombia, que fue la puerta de entrada a los viajeros en los dorados comienzos del siglo xx, a los pocos inmigrantes que llegaron a Colombia, los sirio-libaneses y los alemanes que abrieron fugazmente el país a los vientos de la modernidad. La ciudad donde se ven más las tres sangres que nos constituyen, Popayán, la urbe hispánica cada vez más invadida por los ropajes festivos de los guambianos y de los paeces, orgullosa de sus inmensas casas de patios empedrados y columnatas, de sus iglesias magníficas y sus lomas apacibles, de la feroz estatua de su conquistador que se desvela sobre la colina más alta, y de la enorme casa de su heráldico poeta Guillermo Valencia, ciudad desconcertada entre su condición de centro de un mundo señorial y su más antigua condición de centro de un mundo indígena y negro y mulato, y descubriendo crecientemente su vecindad con el gran océano. Ciudad de la que surgió la poesía marmórea de Valencia, pero también la intimista y apasionada de Rafael Maya:
Por fin me has olvidado, qué suave y hondo olvido,
Tras el incierto límite de nuestro oscuro ayer,
La estrella que miramos los dos ha descendido,
Como una oscura lágrima que se rompe al caer…
y donde ha buscado refugio de colinas y silencio la poesía melodiosa y mágica de ese hijo del Caribe y del Líbano, Giovanni Quessep.
¿Quién se ha puesto de veras
a cantar en la noche y a estas horas?
¿Quién ha perdido el sueño
y lo busca en la música y la sombra?
¿Qué dice esta canción entretejida
de ramas de ciprés por la arboleda?
Ay de quien hace su alma de estas hojas,
Y de estas hojas hace sus quimeras.
¿De dónde vienes, madrigal, que todo
lo has convertido en encantada pena?
Ay de mí que te escucho en la penumbra.
Me pierde la canción que me desvela.
Después está la ciudad de vértigo construida en las cornisas de los Andes, Manizales, que en vez de ocultar la naturaleza la desnuda en todas sus formas siguiendo los caprichosos perfiles de la montaña, como un desafío a la noción clásica de la ciudad, y donde es posible ver las barriadas a distintos niveles, sucediéndose por las pendientes y escalonando las alturas. Y en la sabana central, Bogotá, que no cesa de crecer y de invadir la fértil llanura, que parece huir sin cesar de sí misma, construida a lo largo de sus cerros, verdes y boscosos al norte de Monserrate, pétreos y oscuros al sur de Guadalupe, dilatada en cuadrículas sobre la planicie y ahora desbordada sobre las áridas montañas del sur; esa capital que avanza en la noche su mancha fosforescente en todas direcciones y devora los pueblos vecinos; Bogotá, con sus torres esbeltas y sus altos barrios laberínticos, con sus páramos tutelares y sus mitologías indígenas, con su Museo del Oro y su exquisita colección de arte contemporáneo donada por Fernando Botero, con sus viejos barrios de estilo inglés y sus danzantes edificios de ladrillo rojo, con su historia de traiciones republicanas y de gobernantes gramáticos, con el recuerdo de sus poetas repentistas, de sus magnicidios y sus muchedumbres enloquecidas, con sus oradores clamorosos y sus aristócratas desdeñosos, con sus decenas de universidades, sus grandes bibliotecas, su indiferencia, su opulencia, su miseria y su delincuencia en el caudal de sus avenidas congestionadas a 2600 metros sobre el nivel del mar. Y Bucaramanga, y Pereira, y Armenia, y Pasto, y Neiva, larga es la lista de ciudades en las que vive hoy el ochenta por ciento de los colombianos, donde se vive la tragedia de una urbanización incompleta, de una brusca ruptura con los campos, de un orden mental que tarda en ser contemporáneo y que tarda en ser verdaderamente democrático.
A finales del siglo xix Colombia todavía estaba dividida en seis regiones claramente diferenciadas, que parcialmente correspondían, en tiempos de los Estados Unidos de Colombia, a los estados constitutivos de la federación. Toda la costa del norte, a la que los colombianos llamamos la Costa Atlántica, conformaba los estados de Bolívar y el Magdalena, desde los desiertos de la Guajira, extensión amarilla junto al azul del Caribe, donde están los yacimientos blancos de sal de Manaure y los yacimientos negros de carbón de El Cerrejón, siguiendo por la vecina Sierra Nevada de Santa Marta, la montaña litoral más alta del mundo, con los cuarenta ríos que descienden por sus laderas, pasando por las tierras bajas donde desemboca el río Magdalena, al pie de Barranquilla, siguiendo por la extensa región de las ciénagas donde está el mundo mitológico de Gabriel García Márquez, hasta la región de Cartagena, la ciudad amurallada que resistió los asedios de los piratas ingleses desde el siglo xvi, la ciudad de La tejedora de coronas de Germán Espinosa, la fortaleza que vio llegar enormes cargamentos de esclavos, que vio naufragar desde sus islas los grandes galeones; siguiendo de allí al sur por la región de las ciénagas y de los vallenatos y al oeste por la región del Sinú, ayer llena de templos indígenas y hoy de haciendas ganaderas. El tercer estado era el istmo de Panamá, que se desprendió de Colombia en 1903.
Seguía, al este, el estado de Santander, región áspera de montañas bravas y de hermosas ciudades y pueblos, desde los estoraques del norte, donde está la ciudad de Cúcuta perdida entre sus árboles, ascendiendo a los páramos de Pamplona, la ciudad que fundó Pedro de Ursúa en una pausa de sus guerras salvajes de hace cuatro siglos, yendo por las mesas hasta Bucaramanga, otra gran capital con sus parques de vegetación admirable, y siguiendo por esos pueblos ilustres y apacibles, San Gil –también de árboles magníficos–, Barichara –con su rica arquitectura en piedra–, hasta el Socorro y Barbosa, siguiendo el trazo del ramal de los Andes que se alarga hacia Venezuela y donde se dilatan hoy dos departamentos distintos. Tierra de la valiente rebelión colonial de los Comuneros, uno de los precedentes más vigorosos de la independencia. Región en otro tiempo de grandes cultivadores de tabaco y de quina, de laboriosos artesanos y de prósperas industrias, que alterna las regiones agrícolas con las explotaciones petroleras y se enardece en uno de los más formidables yermos del mundo americano, el cañón del Chicamocha, una región de juicio final, donde la vista se pierde rastreando los flancos secos y violentos de las montañas, para descender después hacia los llanos ardientes del Magdalena, donde está Barrancabermeja, donde llamean los pozos de petróleo y se dilatan las ganaderías. Siguiendo la sinuosidad de sus pequeños ríos siempre fue posible encontrar los grandes bosques intactos, con legiones de monos traviesos en los árboles y bandadas de loros bulliciosos al atardecer.
El quinto era el estado de Antioquia, tal vez el más dinámico de todos, una región de minifundios y de laboriosas familias blancas y mestizas de arraigada sensibilidad religiosa, de hombres emprendedores y astutos; aquí se formó y creció Medellín, la segunda ciudad del país, la más homogénea y emprendedora, con su mitología de la industriosidad y de la viveza, con sus empresarios pioneros y sus barriadas violentas, con sus lúcidas literaturas plurales y sus comerciantes vigorosos, donde crecieron a lo largo del siglo xx algunos de los más importantes complejos industriales y donde floreció también a finales del siglo un poderoso cartel de drogas célebre por su ferocidad y por sus crímenes. De estas parcelas prolíficas surgió la oleada de la colonización antioqueña, que desde mediados del siglo xix ocupó las montañas centrales del país, lo que hoy es la zona cafetera del norte del Tolima y el norte del Valle, de Risaralda, Quindío y Caldas, el centro de la colonización, donde está Manizales.
Entonces Antioquia estaba privada de costas sobre el Caribe, pues el Urabá y el Darién, las tierras de Balboa y de las primeras colonizaciones, pertenecían al vasto y heterogéneo estado del Cauca. Era la zona donde se asentaron durante la Conquista las primeras poblaciones de tierra firme, donde estuvo la legendaria ciudad de Santa María la Antigua del Darién, donde Gonzalo Fernández de Oviedo escribió en una casa rodeada de limoneros, a comienzos del siglo xvi, la primera y tal vez la última novela de caballería que se escribiera en América, y donde desemboca el río Atrato, el más caudaloso del mundo.
Venía después el estado de Cundinamarca, centrado por la sabana de Bogotá y por esta ciudad que presidió al cambiante país desde la Colonia. Donde legislaron las Cámaras y desplegaron su elocuencia los oradores, donde pulularon los gramáticos y los manzanillos, donde el poder de los políticos inventó un estilo que después proliferaría por el país entero. El séptimo estado se extendía por la vasta sabana en las tierras de Boyacá, por cuyas colinas se libraron las batallas decisivas de la independencia, y donde la Colonia pareció prolongarse apaciblemente en poblados de estilo severo y sencillo, en amenos campos de trigales y en valles de ovejas, en los llanos secos y pedregosos de Villa de Leyva, en la letárgica Tunja de los oratorios barrocos y de las capillas suntuosas, de la gran plaza americana, de la gran catedral y de las piedras ceremoniales donde se cumplieron por siglos los ritos solares de los chibchas.
El octavo era el estado del Tolima, que se dilataba por el sur desde las fuentes del río Magdalena, donde un pueblo de enormes divinidades de piedra, jaguares y águilas de diseño enigmático, seres feroces y serenos, custodió desde tiempos remotos la memoria de una de las primeras civilizaciones de América, y que seguía hacia el norte por el valle del Magdalena y la Cordillera Central, en lo que hoy son los departamentos del Huila y del Tolima. Zona de grandes cumbres nevadas y de grandes volcanes, el del Huila, el del Tolima, el de Santa Isabel y el del Ruiz, cuyas erupciones a lo largo del tiempo cubrieron de nubes de ceniza el territorio, fertilizaron los valles y las altas sabanas, abrieron con las avalanchas del deshielo los grandes cañones y encantaron el paisaje con la mole majestuosa de sus glaciares. Esta fue la región de los grandes orfebres tolimas, de los belicosos pijaos que fueron exterminados por los conquistadores, como los gualíes que ocupaban la región del norte, donde fueron fundadas las viejas ciudades coloniales de Honda y San Sebastián de Mariquita, una de las primeras capitales del país, en cuya ermita colonial se venera uno de los Cristos que presidieron la nave capitana de don Juan de Austria en la batalla de Lepanto, en donde murió el conquistador Gonzalo Jiménez de Quesada y donde estuvo una de las sedes de la Expedición Botánica.
Finalmente estaba el estado del Cauca, que por entonces abarcaba todas las regiones periféricas prácticamente desconocidas e inaccesibles: el Chocó con sus selvas lluviosas y sus costas sobre el golfo de Urabá y el Pacífico; los cañones del Dagua que descienden hacia el Valle del Cauca, uno y otro eternizados por las descripciones de Jorge Isaacs en la novela María, y el propio departamento actual del Cauca, con sus claros litorales y sus montañas oscuras, donde hubo grandes haciendas con miles de esclavos, y todavía más al sur las regiones de Nariño, últimos confines por el norte del imperio incaico, más tarde convertidas en la gran colcha de retazos de los minifundios, con todos los colores del verde. Hay allí regiones de comunidades indígenas esforzadas y valientes, y en sus confines está la laguna de la Cocha, sitio sagrado de las culturas prehispánicas y una de las orillas del mundo amazónico. Aquel estado nebuloso y desmesurado comprendía la Amazonia, lo que son hoy los departamentos de Putumayo, Caquetá, Vaupés, Amazonas y la Orinoquia, que forman el Vichada, Guainía, Arauca, Casanare y Meta. En estas tierras donde permanecen numerosas comunidades nativas, un intrincado sistema de aguas se tributa en el gran Amazonas, y sus llanuras interminables y sus selvas impenetrables se han convertido en las últimas décadas en zonas de conflicto, porque sus riquezas han comenzado a hacerse visibles a medida que avanzan sobre ellas los colonos venidos de todas las regiones, expulsados por la pobreza, por la guerra, por la necesidad. Regiones fronterizas entre la plenitud de una naturaleza exuberante y frágil y las dinámicas a veces arrasadoras del comercio mundial, de la agricultura intensiva, de la ganadería y de las grandes industrias clandestinas.
Esos estados originales alcanzaron a definir una fisonomía propia en el carácter de sus habitantes. Todavía hoy en Colombia puede decirse que seis de esas grandes regiones: el caribe, Antioquia, Santander, Tolima, la Sabana y el Valle del Cauca conservan las seis maneras más acentuadas que tenemos en Colombia de hablar la lengua castellana. Sólo quien sepa detenerse en los matices podrá advertir las diferencias de pronunciación en el mundo paisa entre los antioqueños y los caldenses y, por supuesto, hay diferencias perceptibles en la manera de hablar entre la Guajira y Cartagena, entre Valledupar y Montería, pero son diferencias para expertos; como las diferencias que se encuentran en el habla de las distintas clases sociales en una ciudad como Bogotá, aunque ahora en ella, como en Medellín, Cali o Cartagena, con el auge de las nuevas tribus urbanas, van apareciendo diferencias significativas de acento entre niveles sociales distintos.
Durante un cuarto del siglo xix, desde la Constitución de Rionegro de 1863 hasta la Constitución centralista de 1886, Colombia se dividió en esos grandes estados federados. Sin duda es prueba de que eran verdaderas unidades territoriales y culturales el que en ellos se expresaran esos distintos acentos: la manera de hablar la lengua paisa, la costeña, la santandereana, la sabanera y la de hablar la lengua tolimense. Formaban esos cinco estados la zona central del país, el litoral activo económicamente, tanto con su agricultura y su ganadería como con su comercio; la zona cafetera, de la que dependió por muchas décadas nuestra economía; las regiones mineras y petroleras; la región de los ingenios azucareros y las regiones donde se sucedieron la quina, el tabaco, la caña de los trapiches y, finalmente, la industrialización. Toda la economía formal y convencional estaba allí, pero sobre todo gravitaba alrededor de los minifundios cafeteros, que llegaron a producir el café más famoso del mundo por su suavidad, y que forzaron nuestra economía a una peligrosa dependencia. El otro estado de la unión, el Cauca, abarcaba medio país, ese medio país casi invisible que tampoco fue visto en rigor por la Constitución de 1886.
Esa Constitución volvió al centralismo, formó a cuatro generaciones de colombianos en la idea de un país unitario, pero borró para nuestro mal la diversidad del país. Un siglo después esas regiones desatendidas y olvidadas se convirtieron en el hervidero de los conflictos políticos. Allí estaban muchos pueblos indígenas, muchos hijos de África, las riquezas inexploradas, la gran biodiversidad, y hacia allí se replegaron buena parte de los campesinos desplazados por las violencias, los que querían seguir siendo campesinos, los que se negaron a ser pobladores marginales de las ciudades, los que rechazaron el destino de mendicidad o de criminalidad que les imponía un país que abandonaba la agricultura considerándola algo arcaico, que no era capaz de complementarla con la industrialización, y que más bien creía en la insensatez de una industrialización a espaldas del campo, en la locura de una urbanización sin productividad.
#AmorPorColombia
Ciudades y regiones
Centro de Bogotá, desde los cerros orientales.
Torre del Reloj. Cartagena, Bolívar.
Monumento a Sebastián de Belalcázar. Cali, Valle del Cauca.
Centro administrativo La Alpujarra y escultura de Rodrigo Arenas Betancourt. Medellín.
Festival de Cometas. Villa de Leiva, Boyacá.
Calle 80, Bogotá.
Isla Gorgona, Océano Pacífico.
Guaduales y montañas. Caldas.
Puerto Carreño, Vichada.
Chiles, Nariño.
Selva del Chocó.
Laguna de Tota, Boyacá.
Valle de Cocora. Salento, Quindío.
Cabo de la Vela. La Guajira.
Desierto de la Tatacoa. Huila.
Río Santo Domingo. Serranía de La Macarena, Meta.
Finca cafetera. Caldas.
Iglesia de La Ermita. Popayán, Cauca.
Nevado del Tolima. Tolima.
Texto de: William Ospina
Aquel país rural regido por clérigos y por terratenientes, que entró en el siglo xx con cuatro millones de personas, se rompió con la violencia partidista de los años cincuenta y con la dramática expulsión de millones de campesinos hacia las ciudades. El cíclico signo del destierro marcó nuestro surgimiento como comunidad moderna, nuestro ingreso en el orden republicano, nuestra introducción en el mercado mundial y nuestra sujeción al orden político del siglo, pero aquella guerra fratricida, que fue llamada genéricamente la violencia, produjo el más vasto corte con la memoria histórica y marcó con rumbos aciagos el futuro.
Desde los años cincuenta, una canción se convirtió en una suerte de letanía de los colombianos. Se llamaba “Las acacias”: la melancólica descripción de la vieja casa familiar campesina ahora despoblada. De ella habían partido todos, “unos muertos, y otros vivos, que tenían muerta el alma”. Aquella expresión del drama en lenguaje popular se repitió profundamente en los distintos lenguajes del arte y la literatura. En La casa grande, de Álvaro Cepeda Samudio; en Cien años de soledad; en Morada al sur, el gran poema de Aurelio Arturo; en Vana Stanza de Amílcar Osorio; en Exilio, de Álvaro Mutis, y de un modo a la vez hilarante y desesperado en la novela de Fernando Vallejo: El desbarrancadero. Pero también en películas como La estrategia del caracol de Sergio Cabrera o La vendedora de rosas de Víctor Gaviria.
Colombia se convirtió en cinco décadas no sólo en un país urbano sino en un país de ciudades. Sorprende a muchos viajeros la pluralidad de esas ciudades y de sus regiones. La costera y amurallada Cartagena de Indias, con sus callecitas íntimas, sus hermosos caserones y sus bellos balcones coloniales, con el extenso espolón moderno de Bocagrande y su contraste con las inmensas barriadas agónicas y a su modo invisibles, los cinturones de miseria que se dilatan tierra adentro. La ciudad de la llanura, Cali, perfilada contra la pared azul de los farallones del oeste, con su vegetación perfumada, las canciones que celebran la belleza de sus mujeres, su languidez tropical en el día y su frenesí rumbero en la noche, con su historia de haciendas señoriales y el pregón alegre de la mulatería, con su violencia y su sensualidad. También allí extensas barriadas de inmigrantes y de desplazados sobreviviendo bajo el sol implacable. El famoso centro industrial de Medellín, la incansable y laboriosa ciudad de las montañas, que se levanta en barriadas vertiginosas al oriente y al occidente y que dilata barrios de altos edificios modernos por colinas de bosques sucesivos; capital de la región más elaborada por las literaturas, desde el tono coloquial, deleitable y observador de las prosas de Tomás Carrasquilla, hasta las novelas imprecatorias y salvajes de Fernando Vallejo; desde la poesía clamorosa y patética de Barba Jacob hasta las austeras revelaciones de José Manuel Arango. La ciudad dilatada en la región costera entre el mar y el río, Barranquilla, abierta en barrios espaciosos y unida por la pasión de sus carnavales, en cuya cercanía se conserva el largo muelle de Puerto Colombia, que fue la puerta de entrada a los viajeros en los dorados comienzos del siglo xx, a los pocos inmigrantes que llegaron a Colombia, los sirio-libaneses y los alemanes que abrieron fugazmente el país a los vientos de la modernidad. La ciudad donde se ven más las tres sangres que nos constituyen, Popayán, la urbe hispánica cada vez más invadida por los ropajes festivos de los guambianos y de los paeces, orgullosa de sus inmensas casas de patios empedrados y columnatas, de sus iglesias magníficas y sus lomas apacibles, de la feroz estatua de su conquistador que se desvela sobre la colina más alta, y de la enorme casa de su heráldico poeta Guillermo Valencia, ciudad desconcertada entre su condición de centro de un mundo señorial y su más antigua condición de centro de un mundo indígena y negro y mulato, y descubriendo crecientemente su vecindad con el gran océano. Ciudad de la que surgió la poesía marmórea de Valencia, pero también la intimista y apasionada de Rafael Maya:
Por fin me has olvidado, qué suave y hondo olvido,
Tras el incierto límite de nuestro oscuro ayer,
La estrella que miramos los dos ha descendido,
Como una oscura lágrima que se rompe al caer…
y donde ha buscado refugio de colinas y silencio la poesía melodiosa y mágica de ese hijo del Caribe y del Líbano, Giovanni Quessep.
¿Quién se ha puesto de veras
a cantar en la noche y a estas horas?
¿Quién ha perdido el sueño
y lo busca en la música y la sombra?
¿Qué dice esta canción entretejida
de ramas de ciprés por la arboleda?
Ay de quien hace su alma de estas hojas,
Y de estas hojas hace sus quimeras.
¿De dónde vienes, madrigal, que todo
lo has convertido en encantada pena?
Ay de mí que te escucho en la penumbra.
Me pierde la canción que me desvela.
Después está la ciudad de vértigo construida en las cornisas de los Andes, Manizales, que en vez de ocultar la naturaleza la desnuda en todas sus formas siguiendo los caprichosos perfiles de la montaña, como un desafío a la noción clásica de la ciudad, y donde es posible ver las barriadas a distintos niveles, sucediéndose por las pendientes y escalonando las alturas. Y en la sabana central, Bogotá, que no cesa de crecer y de invadir la fértil llanura, que parece huir sin cesar de sí misma, construida a lo largo de sus cerros, verdes y boscosos al norte de Monserrate, pétreos y oscuros al sur de Guadalupe, dilatada en cuadrículas sobre la planicie y ahora desbordada sobre las áridas montañas del sur; esa capital que avanza en la noche su mancha fosforescente en todas direcciones y devora los pueblos vecinos; Bogotá, con sus torres esbeltas y sus altos barrios laberínticos, con sus páramos tutelares y sus mitologías indígenas, con su Museo del Oro y su exquisita colección de arte contemporáneo donada por Fernando Botero, con sus viejos barrios de estilo inglés y sus danzantes edificios de ladrillo rojo, con su historia de traiciones republicanas y de gobernantes gramáticos, con el recuerdo de sus poetas repentistas, de sus magnicidios y sus muchedumbres enloquecidas, con sus oradores clamorosos y sus aristócratas desdeñosos, con sus decenas de universidades, sus grandes bibliotecas, su indiferencia, su opulencia, su miseria y su delincuencia en el caudal de sus avenidas congestionadas a 2600 metros sobre el nivel del mar. Y Bucaramanga, y Pereira, y Armenia, y Pasto, y Neiva, larga es la lista de ciudades en las que vive hoy el ochenta por ciento de los colombianos, donde se vive la tragedia de una urbanización incompleta, de una brusca ruptura con los campos, de un orden mental que tarda en ser contemporáneo y que tarda en ser verdaderamente democrático.
A finales del siglo xix Colombia todavía estaba dividida en seis regiones claramente diferenciadas, que parcialmente correspondían, en tiempos de los Estados Unidos de Colombia, a los estados constitutivos de la federación. Toda la costa del norte, a la que los colombianos llamamos la Costa Atlántica, conformaba los estados de Bolívar y el Magdalena, desde los desiertos de la Guajira, extensión amarilla junto al azul del Caribe, donde están los yacimientos blancos de sal de Manaure y los yacimientos negros de carbón de El Cerrejón, siguiendo por la vecina Sierra Nevada de Santa Marta, la montaña litoral más alta del mundo, con los cuarenta ríos que descienden por sus laderas, pasando por las tierras bajas donde desemboca el río Magdalena, al pie de Barranquilla, siguiendo por la extensa región de las ciénagas donde está el mundo mitológico de Gabriel García Márquez, hasta la región de Cartagena, la ciudad amurallada que resistió los asedios de los piratas ingleses desde el siglo xvi, la ciudad de La tejedora de coronas de Germán Espinosa, la fortaleza que vio llegar enormes cargamentos de esclavos, que vio naufragar desde sus islas los grandes galeones; siguiendo de allí al sur por la región de las ciénagas y de los vallenatos y al oeste por la región del Sinú, ayer llena de templos indígenas y hoy de haciendas ganaderas. El tercer estado era el istmo de Panamá, que se desprendió de Colombia en 1903.
Seguía, al este, el estado de Santander, región áspera de montañas bravas y de hermosas ciudades y pueblos, desde los estoraques del norte, donde está la ciudad de Cúcuta perdida entre sus árboles, ascendiendo a los páramos de Pamplona, la ciudad que fundó Pedro de Ursúa en una pausa de sus guerras salvajes de hace cuatro siglos, yendo por las mesas hasta Bucaramanga, otra gran capital con sus parques de vegetación admirable, y siguiendo por esos pueblos ilustres y apacibles, San Gil –también de árboles magníficos–, Barichara –con su rica arquitectura en piedra–, hasta el Socorro y Barbosa, siguiendo el trazo del ramal de los Andes que se alarga hacia Venezuela y donde se dilatan hoy dos departamentos distintos. Tierra de la valiente rebelión colonial de los Comuneros, uno de los precedentes más vigorosos de la independencia. Región en otro tiempo de grandes cultivadores de tabaco y de quina, de laboriosos artesanos y de prósperas industrias, que alterna las regiones agrícolas con las explotaciones petroleras y se enardece en uno de los más formidables yermos del mundo americano, el cañón del Chicamocha, una región de juicio final, donde la vista se pierde rastreando los flancos secos y violentos de las montañas, para descender después hacia los llanos ardientes del Magdalena, donde está Barrancabermeja, donde llamean los pozos de petróleo y se dilatan las ganaderías. Siguiendo la sinuosidad de sus pequeños ríos siempre fue posible encontrar los grandes bosques intactos, con legiones de monos traviesos en los árboles y bandadas de loros bulliciosos al atardecer.
El quinto era el estado de Antioquia, tal vez el más dinámico de todos, una región de minifundios y de laboriosas familias blancas y mestizas de arraigada sensibilidad religiosa, de hombres emprendedores y astutos; aquí se formó y creció Medellín, la segunda ciudad del país, la más homogénea y emprendedora, con su mitología de la industriosidad y de la viveza, con sus empresarios pioneros y sus barriadas violentas, con sus lúcidas literaturas plurales y sus comerciantes vigorosos, donde crecieron a lo largo del siglo xx algunos de los más importantes complejos industriales y donde floreció también a finales del siglo un poderoso cartel de drogas célebre por su ferocidad y por sus crímenes. De estas parcelas prolíficas surgió la oleada de la colonización antioqueña, que desde mediados del siglo xix ocupó las montañas centrales del país, lo que hoy es la zona cafetera del norte del Tolima y el norte del Valle, de Risaralda, Quindío y Caldas, el centro de la colonización, donde está Manizales.
Entonces Antioquia estaba privada de costas sobre el Caribe, pues el Urabá y el Darién, las tierras de Balboa y de las primeras colonizaciones, pertenecían al vasto y heterogéneo estado del Cauca. Era la zona donde se asentaron durante la Conquista las primeras poblaciones de tierra firme, donde estuvo la legendaria ciudad de Santa María la Antigua del Darién, donde Gonzalo Fernández de Oviedo escribió en una casa rodeada de limoneros, a comienzos del siglo xvi, la primera y tal vez la última novela de caballería que se escribiera en América, y donde desemboca el río Atrato, el más caudaloso del mundo.
Venía después el estado de Cundinamarca, centrado por la sabana de Bogotá y por esta ciudad que presidió al cambiante país desde la Colonia. Donde legislaron las Cámaras y desplegaron su elocuencia los oradores, donde pulularon los gramáticos y los manzanillos, donde el poder de los políticos inventó un estilo que después proliferaría por el país entero. El séptimo estado se extendía por la vasta sabana en las tierras de Boyacá, por cuyas colinas se libraron las batallas decisivas de la independencia, y donde la Colonia pareció prolongarse apaciblemente en poblados de estilo severo y sencillo, en amenos campos de trigales y en valles de ovejas, en los llanos secos y pedregosos de Villa de Leyva, en la letárgica Tunja de los oratorios barrocos y de las capillas suntuosas, de la gran plaza americana, de la gran catedral y de las piedras ceremoniales donde se cumplieron por siglos los ritos solares de los chibchas.
El octavo era el estado del Tolima, que se dilataba por el sur desde las fuentes del río Magdalena, donde un pueblo de enormes divinidades de piedra, jaguares y águilas de diseño enigmático, seres feroces y serenos, custodió desde tiempos remotos la memoria de una de las primeras civilizaciones de América, y que seguía hacia el norte por el valle del Magdalena y la Cordillera Central, en lo que hoy son los departamentos del Huila y del Tolima. Zona de grandes cumbres nevadas y de grandes volcanes, el del Huila, el del Tolima, el de Santa Isabel y el del Ruiz, cuyas erupciones a lo largo del tiempo cubrieron de nubes de ceniza el territorio, fertilizaron los valles y las altas sabanas, abrieron con las avalanchas del deshielo los grandes cañones y encantaron el paisaje con la mole majestuosa de sus glaciares. Esta fue la región de los grandes orfebres tolimas, de los belicosos pijaos que fueron exterminados por los conquistadores, como los gualíes que ocupaban la región del norte, donde fueron fundadas las viejas ciudades coloniales de Honda y San Sebastián de Mariquita, una de las primeras capitales del país, en cuya ermita colonial se venera uno de los Cristos que presidieron la nave capitana de don Juan de Austria en la batalla de Lepanto, en donde murió el conquistador Gonzalo Jiménez de Quesada y donde estuvo una de las sedes de la Expedición Botánica.
Finalmente estaba el estado del Cauca, que por entonces abarcaba todas las regiones periféricas prácticamente desconocidas e inaccesibles: el Chocó con sus selvas lluviosas y sus costas sobre el golfo de Urabá y el Pacífico; los cañones del Dagua que descienden hacia el Valle del Cauca, uno y otro eternizados por las descripciones de Jorge Isaacs en la novela María, y el propio departamento actual del Cauca, con sus claros litorales y sus montañas oscuras, donde hubo grandes haciendas con miles de esclavos, y todavía más al sur las regiones de Nariño, últimos confines por el norte del imperio incaico, más tarde convertidas en la gran colcha de retazos de los minifundios, con todos los colores del verde. Hay allí regiones de comunidades indígenas esforzadas y valientes, y en sus confines está la laguna de la Cocha, sitio sagrado de las culturas prehispánicas y una de las orillas del mundo amazónico. Aquel estado nebuloso y desmesurado comprendía la Amazonia, lo que son hoy los departamentos de Putumayo, Caquetá, Vaupés, Amazonas y la Orinoquia, que forman el Vichada, Guainía, Arauca, Casanare y Meta. En estas tierras donde permanecen numerosas comunidades nativas, un intrincado sistema de aguas se tributa en el gran Amazonas, y sus llanuras interminables y sus selvas impenetrables se han convertido en las últimas décadas en zonas de conflicto, porque sus riquezas han comenzado a hacerse visibles a medida que avanzan sobre ellas los colonos venidos de todas las regiones, expulsados por la pobreza, por la guerra, por la necesidad. Regiones fronterizas entre la plenitud de una naturaleza exuberante y frágil y las dinámicas a veces arrasadoras del comercio mundial, de la agricultura intensiva, de la ganadería y de las grandes industrias clandestinas.
Esos estados originales alcanzaron a definir una fisonomía propia en el carácter de sus habitantes. Todavía hoy en Colombia puede decirse que seis de esas grandes regiones: el caribe, Antioquia, Santander, Tolima, la Sabana y el Valle del Cauca conservan las seis maneras más acentuadas que tenemos en Colombia de hablar la lengua castellana. Sólo quien sepa detenerse en los matices podrá advertir las diferencias de pronunciación en el mundo paisa entre los antioqueños y los caldenses y, por supuesto, hay diferencias perceptibles en la manera de hablar entre la Guajira y Cartagena, entre Valledupar y Montería, pero son diferencias para expertos; como las diferencias que se encuentran en el habla de las distintas clases sociales en una ciudad como Bogotá, aunque ahora en ella, como en Medellín, Cali o Cartagena, con el auge de las nuevas tribus urbanas, van apareciendo diferencias significativas de acento entre niveles sociales distintos.
Durante un cuarto del siglo xix, desde la Constitución de Rionegro de 1863 hasta la Constitución centralista de 1886, Colombia se dividió en esos grandes estados federados. Sin duda es prueba de que eran verdaderas unidades territoriales y culturales el que en ellos se expresaran esos distintos acentos: la manera de hablar la lengua paisa, la costeña, la santandereana, la sabanera y la de hablar la lengua tolimense. Formaban esos cinco estados la zona central del país, el litoral activo económicamente, tanto con su agricultura y su ganadería como con su comercio; la zona cafetera, de la que dependió por muchas décadas nuestra economía; las regiones mineras y petroleras; la región de los ingenios azucareros y las regiones donde se sucedieron la quina, el tabaco, la caña de los trapiches y, finalmente, la industrialización. Toda la economía formal y convencional estaba allí, pero sobre todo gravitaba alrededor de los minifundios cafeteros, que llegaron a producir el café más famoso del mundo por su suavidad, y que forzaron nuestra economía a una peligrosa dependencia. El otro estado de la unión, el Cauca, abarcaba medio país, ese medio país casi invisible que tampoco fue visto en rigor por la Constitución de 1886.
Esa Constitución volvió al centralismo, formó a cuatro generaciones de colombianos en la idea de un país unitario, pero borró para nuestro mal la diversidad del país. Un siglo después esas regiones desatendidas y olvidadas se convirtieron en el hervidero de los conflictos políticos. Allí estaban muchos pueblos indígenas, muchos hijos de África, las riquezas inexploradas, la gran biodiversidad, y hacia allí se replegaron buena parte de los campesinos desplazados por las violencias, los que querían seguir siendo campesinos, los que se negaron a ser pobladores marginales de las ciudades, los que rechazaron el destino de mendicidad o de criminalidad que les imponía un país que abandonaba la agricultura considerándola algo arcaico, que no era capaz de complementarla con la industrialización, y que más bien creía en la insensatez de una industrialización a espaldas del campo, en la locura de una urbanización sin productividad.