- Botero esculturas (1998)
- Salmona (1998)
- El sabor de Colombia (1994)
- Wayuú. Cultura del desierto colombiano (1998)
- Semana Santa en Popayán (1999)
- Cartagena de siempre (1992)
- Palacio de las Garzas (1999)
- Juan Montoya (1998)
- Aves de Colombia. Grabados iluminados del Siglo XVIII (1993)
- Alta Colombia. El esplendor de la montaña (1996)
- Artefactos. Objetos artesanales de Colombia (1992)
- Carros. El automovil en Colombia (1995)
- Espacios Comerciales. Colombia (1994)
- Cerros de Bogotá (2000)
- El Terremoto de San Salvador. Narración de un superviviente (2001)
- Manolo Valdés. La intemporalidad del arte (1999)
- Casa de Hacienda. Arquitectura en el campo colombiano (1997)
- Fiestas. Celebraciones y Ritos de Colombia (1995)
- Costa Rica. Pura Vida (2001)
- Luis Restrepo. Arquitectura (2001)
- Ana Mercedes Hoyos. Palenque (2001)
- La Moneda en Colombia (2001)
- Jardines de Colombia (1996)
- Una jornada en Macondo (1995)
- Retratos (1993)
- Atavíos. Raíces de la moda colombiana (1996)
- La ruta de Humboldt. Colombia - Venezuela (1994)
- Trópico. Visiones de la naturaleza colombiana (1997)
- Herederos de los Incas (1996)
- Casa Moderna. Medio siglo de arquitectura doméstica colombiana (1996)
- Bogotá desde el aire (1994)
- La vida en Colombia (1994)
- Casa Republicana. La bella época en Colombia (1995)
- Selva húmeda de Colombia (1990)
- Richter (1997)
- Por nuestros niños. Programas para su Proteccion y Desarrollo en Colombia (1990)
- Mariposas de Colombia (1991)
- Colombia tierra de flores (1990)
- Los países andinos desde el satélite (1995)
- Deliciosas frutas tropicales (1990)
- Arrecifes del Caribe (1988)
- Casa campesina. Arquitectura vernácula de Colombia (1993)
- Páramos (1988)
- Manglares (1989)
- Señor Ladrillo (1988)
- La última muerte de Wozzeck (2000)
- Historia del Café de Guatemala (2001)
- Casa Guatemalteca (1999)
- Silvia Tcherassi (2002)
- Ana Mercedes Hoyos. Retrospectiva (2002)
- Francisco Mejía Guinand (2002)
- Aves del Llano (1992)
- El año que viene vuelvo (1989)
- Museos de Bogotá (1989)
- El arte de la cocina japonesa (1996)
- Botero Dibujos (1999)
- Colombia Campesina (1989)
- Conflicto amazónico. 1932-1934 (1994)
- Débora Arango. Museo de Arte Moderno de Medellín (1986)
- La Sabana de Bogotá (1988)
- Casas de Embajada en Washington D.C. (2004)
- XVI Bienal colombiana de Arquitectura 1998 (1998)
- Visiones del Siglo XX colombiano. A través de sus protagonistas ya muertos (2003)
- Río Bogotá (1985)
- Jacanamijoy (2003)
- Álvaro Barrera. Arquitectura y Restauración (2003)
- Campos de Golf en Colombia (2003)
- Cartagena de Indias. Visión panorámica desde el aire (2003)
- Guadua. Arquitectura y Diseño (2003)
- Enrique Grau. Homenaje (2003)
- Mauricio Gómez. Con la mano izquierda (2003)
- Ignacio Gómez Jaramillo (2003)
- Tesoros del Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario. 350 años (2003)
- Manos en el arte colombiano (2003)
- Historia de la Fotografía en Colombia. Museo de Arte Moderno de Bogotá (1983)
- Arenas Betancourt. Un realista más allá del tiempo (1986)
- Los Figueroa. Aproximación a su época y a su pintura (1986)
- Andrés de Santa María (1985)
- Ricardo Gómez Campuzano (1987)
- El encanto de Bogotá (1987)
- Manizales de ayer. Album de fotografías (1987)
- Ramírez Villamizar. Museo de Arte Moderno de Bogotá (1984)
- La transformación de Bogotá (1982)
- Las fronteras azules de Colombia (1985)
- Botero en el Museo Nacional de Colombia. Nueva donación 2004 (2004)
- Gonzalo Ariza. Pinturas (1978)
- Grau. El pequeño viaje del Barón Von Humboldt (1977)
- Bogotá Viva (2004)
- Albergues del Libertador en Colombia. Banco de la República (1980)
- El Rey triste (1980)
- Gregorio Vásquez (1985)
- Ciclovías. Bogotá para el ciudadano (1983)
- Negret escultor. Homenaje (2004)
- Mefisto. Alberto Iriarte (2004)
- Suramericana. 60 Años de compromiso con la cultura (2004)
- Rostros de Colombia (1985)
- Flora de Los Andes. Cien especies del Altiplano Cundi-Boyacense (1984)
- Casa de Nariño (1985)
- Periodismo gráfico. Círculo de Periodistas de Bogotá (1984)
- Cien años de arte colombiano. 1886 - 1986 (1985)
- Pedro Nel Gómez (1981)
- Colombia amazónica (1988)
- Palacio de San Carlos (1986)
- Veinte años del Sena en Colombia. 1957-1977 (1978)
- Bogotá. Estructura y principales servicios públicos (1978)
- Colombia Parques Naturales (2006)
- Érase una vez Colombia (2005)
- Colombia 360°. Ciudades y pueblos (2006)
- Bogotá 360°. La ciudad interior (2006)
- Guatemala inédita (2006)
- Casa de Recreo en Colombia (2005)
- Manzur. Homenaje (2005)
- Gerardo Aragón (2009)
- Santiago Cárdenas (2006)
- Omar Rayo. Homenaje (2006)
- Beatriz González (2005)
- Casa de Campo en Colombia (2007)
- Luis Restrepo. construcciones (2007)
- Juan Cárdenas (2007)
- Luis Caballero. Homenaje (2007)
- Fútbol en Colombia (2007)
- Cafés de Colombia (2008)
- Colombia es Color (2008)
- Armando Villegas. Homenaje (2008)
- Manuel Hernández (2008)
- Alicia Viteri. Memoria digital (2009)
- Clemencia Echeverri. Sin respuesta (2009)
- Museo de Arte Moderno de Cartagena de Indias (2009)
- Agua. Riqueza de Colombia (2009)
- Volando Colombia. Paisajes (2009)
- Colombia en flor (2009)
- Medellín 360º. Cordial, Pujante y Bella (2009)
- Arte Internacional. Colección del Banco de la República (2009)
- Hugo Zapata (2009)
- Apalaanchi. Pescadores Wayuu (2009)
- Bogotá vuelo al pasado (2010)
- Grabados Antiguos de la Pontificia Universidad Javeriana. Colección Eduardo Ospina S. J. (2010)
- Orquídeas. Especies de Colombia (2010)
- Apartamentos. Bogotá (2010)
- Luis Caballero. Erótico (2010)
- Luis Fernando Peláez (2010)
- Aves en Colombia (2011)
- Pedro Ruiz (2011)
- El mundo del arte en San Agustín (2011)
- Cundinamarca. Corazón de Colombia (2011)
- El hundimiento de los Partidos Políticos Tradicionales venezolanos: El caso Copei (2014)
- Artistas por la paz (1986)
- Reglamento de uniformes, insignias, condecoraciones y distintivos para el personal de la Policía Nacional (2009)
- Historia de Bogotá. Tomo I - Conquista y Colonia (2007)
- Historia de Bogotá. Tomo II - Siglo XIX (2007)
- Academia Colombiana de Jurisprudencia. 125 Años (2019)
- Duque, su presidencia (2022)
En la región del exceso
Rocas de Suesca. Cundinamarca.
Chadó, Chocó.
Güicán, Boyacá.
Caño Cristales. La Macarena, Meta.
Laguna de los Patos. La Guajira.
Niño ingano. Putumayo.
Chinches.
Satírido.
Chinche.
Araña.
Cigarra.
Camarón amarillo.
Pasiflora.
Ginger.
Anturio.
Orquídea.
Colombia tiene la mayor variedad de aves del mundo, 1753 especies.
Colombia tiene la mayor variedad de aves del mundo, 1753 especies.
Colombia tiene la mayor variedad de aves del mundo, 1753 especies.
Colombia tiene la mayor variedad de aves del mundo, 1753 especies.
Colombia tiene la mayor variedad de aves del mundo, 1753 especies.
Iguana, Chocó.
Mono aullador, Amazonas.
Tigrillo, Amazonas.
Oso de anteojos, Quindío.
Rana, Chocó.
Molas de los indígenas cuna.
Indígena arhuaco. Sierra Nevada de Santa Marta.
Indígena wayuu.
Indígena cuna.
Indígena guambiana.
Indígena embera.
Terrazas precolombinas, Sierra Nevada de Santa Marta, Magdalena.
Mercados flotantes. Güapi, Cauca.
Isla de San Andrés
Tuta, Boyacá.
Ráquira, Boyacá.
La Pedrera, Caquetá.
Figura antropomorfa sentada; pintura negativa. Quimbaya clásico.
Vasija antropomorfa, modelada incisa. Quimbaya reciente.
Vasija antropomorfa modelada; pintura negativa policroma. Quimbaya clásico.
Figura antropomorfa femenina sentada; pintura negativa policroma. Quimbaya clásico.
Túmulos funerarios. San Agustín, Huila.
Indígenas tatuyo. Piraparaná, Vaupés.
Indígenas ataviados con trajes típicos para una de sus ceremonias. San Martín, Amazonas.
Hipogeos de Tierradentro. Cauca.
Texto de: William Ospina
Todo privilegio comporta a la vez desafío y peligro, y Colombia es un país especialmente privilegiado. Basta recorrer cualquier región para sentir el esplendor de la naturaleza colombiana, sus densas selvas biodiversas en el sur y en el occidente, el mar de árboles de la Amazonia, las selvas lluviosas del Pacífico, los bosques de niebla de las tres cordilleras en que se ramifican los Andes antes de remansarse en las llanuras caribes; los fértiles valles del río Cauca y del río Magdalena, que se alargan desde el macizo colombiano hasta unirse en la depresión momposina, las extensas llanuras fluviales del Orinoco, y esos tesoros de diversidad biológica que son la Serranía de la Macarena, la Sierra Nevada del Cocuy y la Sierra Nevada de Santa Marta.
En las selvas los árboles cerrados no dejan entrar la luz del día; en las montañas la niebla produce en pleno día ese fenómeno perturbador, la noche blanca, parajes donde todo es invisible; en las regiones cálidas los grandes aguaceros borran el mundo. Esa dinámica opresiva de una naturaleza demasiado activa, demasiado vigorosa, de una fecundidad insolente, la vivieron como un infierno los conquistadores españoles cuando se adentraban por primera vez por los descampados equinocciales, con la ingenua creencia de que América sería igual a la sosegada tierra europea. Todo era parecido pero nada era igual: los Andes no eran los Alpes, Antioquia no era Asturias, el Caribe no era el Mediterráneo, la selva amazónica no era la Selva Negra, las boas no eran las mesuradas serpientes conocidas. Aquí la naturaleza era la reina, y su fecundidad participaba también de lo que el poeta Álvaro Mutis ha llamado los elementos del desastre. Si algo caracteriza a nuestra naturaleza es su indocilidad y su exuberancia y si algo nos obliga a una relación respetuosa con ella es su doble condición de generosidad y de amenaza.
Cierto prospecto de una agencia de viajes francesa anunciaba así el país a los viajeros: “Si usted quiere conocer el Caribe, viaje a Cuba o a República Dominicana; si prefiere el Pacífico, vaya a Chile; si su interés es la cordillera de los Andes, conozca el Ecuador; si busca la experiencia de la selva amazónica, vaya al Brasil; si quiere conocer las culturas precolombinas, piense en México o en el Perú; pero si quiere ver todas esas cosas reunidas, vaya a Colombia”. Así, una nueva evidencia de complejidad se añade a las anteriores, la certeza de que Colombia es una suerte de síntesis de América Latina, un mosaico de las ventajas y también de los problemas del continente.
Cualquier porción del territorio de lo que hoy es Colombia, está sujeta a la gravitación de cuatro potentes fuerzas planetarias. Esas influencias no parecen tan perceptibles espontáneamente, porque la extensión del país permite que a nuestros ojos se oculten las grandes fuerzas que lo rigen. Pero basta el estudio de la naturaleza colombiana para descubrir una riqueza, una diversidad y una abundancia que difícilmente tienen comparación. Colombia es un país en el que crecen 45 000 especies de plantas, tiene la mayor variedad de aves del mundo (1753 especies), la mayor variedad de anfibios (583), es el cuarto en el mundo por su variedad de reptiles (475) y el sexto por su variedad de mamíferos (453). Sin duda es el hecho de que sobre el territorio ejerzan su influencia inmediata el Océano Atlántico, el Océano Pacífico, los poderes subterráneos del “Círculo de Fuego del Pacífico” y la selva amazónica, lo que produce esos extremos de vitalidad.
Estamos en la región del exceso, y ello se hace perceptible por igual en la abundancia y en la fragilidad. En Colombia, unos cuantos días de verano hacen escasear el agua, la energía eléctrica; unos cuantos días de invierno producen desbordamientos de los ríos, arrasan las aldeas de las orillas, precipitan avalanchas sobre las carreteras. En pocas regiones se necesita tanto conocimiento del mundo, tanto espíritu de previsión, tantos escrúpulos en la relación con la naturaleza, y es aquí donde una historia hecha de guerras rompió con incontables sabidurías ancestrales y no ha sabido recuperar ese saber ni reemplazarlo por un conocimiento nuevo.
Podemos estar seguros de que los pueblos indígenas, largamente asentados en el territorio, tuvieron siempre la sabiduría y la prudencia que el territorio exigía, un saber hijo de la observación y de la experiencia, elaborado en mitos complejos y leyendas significativas y trasmitido eficazmente a lo largo de las generaciones. Es admirable percibir hoy, después de los pacientes estudios de antropólogos y de arqueólogos, el sistema de canales que desarrollaron los zenúes para cultivar la tierra en la región de las ciénagas, un sutil entramado de cauces que permitía aprovechar la irrigación natural de los suelos y obtener beneficios agrícolas minimizando los riesgos de las crecientes. Era notable el sistema de distribución de la tierra de los paeces en la región del Cauca, donde cada unidad agrícola participaba de la llanura, del piedemonte y de la cordillera, y convertía los cultivos en un diálogo con la complejidad geográfica regional. Es asombroso ver el sistema de intercambios que rige al mundo de los u’wa de la sierra del Cocuy, un orden ritual que aseguró siempre la paz con sus vecinos y un sentido reverencial en la relación con la tierra y sus bienes materiales. Es doloroso imaginar cómo habrá sido el conflicto entre la idea española de la naturaleza y la que tenían los pueblos indígenas por los tiempos de la Conquista.
En un territorio tan variado como el colombiano el tipo de ordenamiento social que alcanzaron los pueblos nativos, parece haber dependido siempre de la topografía y la naturaleza. Existe la leyenda de que sólo el pueblo de los muiscas alcanzó a tener cierto orden y una estructura política superior, pero cuando miramos la excelencia de la alfarería de muchos pueblos y el refinamiento de la orfebrería de quimbayas y calimas, de taironas, zenúes y malaganas, no tenemos derecho a suponer un mundo bárbaro. Lo que sí lograron los muiscas fue someter a algunos de los pueblos vecinos y habitar una tierra especialmente propicia y feraz, y así se conformó el tercer reino viviente más grande de América a la llegada de los europeos, en la extensa sabana que hoy comparten los departamentos de Cundinamarca y Boyacá. Este reino, que nunca llegó a tener la monumentalidad arquitectónica, ni la fuerza expansiva, ni la estructura piramidal de los fuertes imperios americanos, el azteca y el inca, ni el desarrollo de la ciencia astronómica, la planificación urbanística o el esfuerzo de conservación de la memoria de los refinados mayas de Centroamérica, vio desaparecer en la conquista monumentos notables como el templo del sol en Sugamuxi, tejido con maderas preciosas y que según cuentan las leyendas duró meses ardiendo. Los muiscas dependían de su riqueza aurífera, de sus minas de sal, de sus tejidos, de sus hondos sembrados de maíz, de su excelencia de aguas, y depuraron como los otros pueblos una orfebrería refinada que convirtió al oro en instrumento para interpretar el mundo, en ornamento, en memoria y en lenguaje sagrado.
Es importante para entender a Colombia saber que nunca fue un imperio centralizado como México o el Perú, sino que más de ciento veinte naciones indígenas distintas, con sus lenguas, sus costumbres y sus mitologías, estaban distribuidas en un territorio de asombrosa variedad. El país de selvas lluviosas de los cuna y de los emberá del Chocó es muy distinto del país de montañas brumosas y de aldeas apacibles de los kogi y los ika de la Sierra Nevada de Santa Marta; el país selvático de los desana del Vaupés es distinto del país de llanuras abiertas de los sikwani del Vichada; el país de laderas y ríos de los u’wa del Cocuy es muy distinto del país de llanuras desérticas de los wayuu de la Guajira; el país de bosques de los kamsá y de los ingas del Putumayo es distinto del país de frías vertientes de los guambianos del Cauca, y eso para hablar sólo de algunas de las casi noventa naciones indígenas que sobreviven en el territorio, muchas de las cuales se esfuerzan por afirmarse en sus tradiciones y por salvar sus lenguas, aunque haya dudas de si podrán recuperarse demográficamente.
Pero también eran muy distintos los escenarios de las culturas desaparecidas: el país de ceibas y de hobos de los zenúes, que sembraron de tumbas de oro la región de lo que hoy es Bolívar y Córdoba; o el Quindío de los quimbaya, en la Cordillera Central, la región de los cascos guerreros de oro, un mundo de guaduales inmensos y de rectas palmas de cera que crecen en las cumbres; o el país de los tairona, que construyeron ciudades de piedra en lo alto de la sierra; o el litoral de los tumaco del Pacífico, que dejaron representadas en su alfarería, con una finura del dibujo que algunos han emparentado con el arte maya, y con un realismo exquisito, no sólo sus fisonomías sino una gran cantidad de situaciones de su vida cotidiana.
El origen de todos aquellos pueblos se pierde en la niebla, y su diversidad, que se advierte en la fisonomía y en el tipo humano, plantea grandes interrogantes a los teóricos de la población del continente, pero por supuesto que no se trata de una mera cuestión de antropología perspectiva, porque esa considerable diversidad de tipos humanos indígenas es un ingrediente fundamental de la diversidad de rostros que vemos hoy por las calles de nuestras ciudades. Estudios recientes comprueban que hasta la región antioqueña, tradicionalmente considerada la más blanca y española del país, tiene un alto componente del tipo indígena emberá, que ha moldeado su singular fisonomía, un estilo humano y, si se quiere, un tipo de belleza que sería imposible encontrar en Europa.
También fue esa abundancia de pueblos independientes la que hizo que la conquista del territorio fuera más larga y penosa que en otras regiones. Los imperios centrales indígenas cedieron al primer avance de los conquistadores, pero aquí, donde cada tantas leguas había un pueblo distinto, tomar una aldea nunca significaba tener poder sobre la siguiente. Seguir los avances de Balboa por el Darién, de Bastidas por el litoral, de Pedro de Heredia por el Sinú; de Lebrón por el Magdalena; de Jorge Robledo por Antioquia; de Jiménez de Quesada hasta la sabana, de los alemanes de Federmán por la cordillera oriental; de Belalcázar desde el sur hasta Popayán y Cali; de Pérez de Quesada por la región de Neiva, es asistir a la narración de unas campañas desesperantes y casi interminables. Aquí la conquista de América no terminaba jamás, porque no se trataba sólo de aldeas y de grupos, eran regiones geográficas distintas, pero también culturas, mitologías y divinidades, muchas de las cuales se resistieron a su avance de un modo absoluto.
Fueron muchos los suicidios masivos de comunidades indígenas que no soportaron la ruina de su cultura y el triunfo de los invasores. Por la sabana de Bogotá, yendo hacia Sutatauza en los paseos dominicales, aún nos muestran los farallones rocosos de donde se arrojaban en legión los indios que se negaron a aceptar el yugo español. Todavía hoy es posible ver a pueblos como los u’wa, del Cocuy, utilizando la amenaza del suicidio colectivo para defender sus puntos de vista e impedir que una multinacional del petróleo extraiga en sus vecindades lo que ellos ahora reinterpretan como “la sangre de la tierra”. No hay, tal vez, en Colombia una comunidad como la u’wa que tenga más sacralizada la naturaleza, que dependa más de ella de una manera orgánica, y no hay duda de que están dispuestos a morir si llega a vulnerarse algo que consideran esencial. Otros pueblos, como los llamados panches, lucharon hasta la muerte; otros organizaron periódicas insurrecciones, y muchos otros, que tuvieron que someterse siquiera formalmente a la dominación, conservaron un reducto de amargo escepticismo y no interiorizaron jamás el orden mental que los sojuzgaba.
Suele hablarse de la malicia indígena para aludir a la vez a cierta astuta intuición que nos permite a los mestizos salir con éxito de las dificultades, o evadir las responsabilidades, pero también a cierta simulación complaciente que permite engañar a los otros sobre las verdaderas intenciones. Faulkner advertía en alguna de sus novelas que a los negros manumisos les fascinaba mentir y que se complacían en creer en sus propias mentiras: era tal vez una manera de conceder al lenguaje la condición de sustituto mágico de una realidad inaccesible, de superar las limitaciones de lo real convirtiendo al lenguaje en el hecho cumplido. Nuestra malicia indígena es distinta, y yo diría que es menos inocente: a veces es una forma del rencor disfrazada de aquiescencia que, mientras tanto, prepara el zarpazo. Podría parecer irrelevante, pero no lo es cuando se configura como una práctica más o menos generalizada, y se diría que nuestra famosa desconfianza de la ley es una de las formas como una sociedad insumisa por tradición sigue vengando oprobios ancestrales.
Cuando todos afirman respetar la ley pero aprovechan el menor parpadeo de la autoridad o de los testigos para transgredirla o evadirla, hay allí algo más que un problema legal. Y no hablo las comunidades indígenas (que se rigen por códigos ancestrales y los respetan), sino del resto de la población, mestizos por la cultura o por la sangre. El recelo ante la ley existe en todas partes, pero en muchas democracias modernas lo contraría un esfuerzo verdadero de los Estados por hacer coincidir la letra de la ley con la realidad. Nuestra cultura, por desgracia, fundada sobre tantas arbitrariedades originales, sobre tantas violencias rápidamente sacralizadas por la Iglesia y por el discurso, cargado de tan profunda desconfianza sobre la validez de una ley que en los primeros tiempos casi siempre era oprobiosa, no hizo suficientes esfuerzos por modificar ese carácter excluyente de los códigos y permitió que se gestara ese central escepticismo que es uno de los signos de la nacionalidad.
Colombia ha vivido mucho tiempo el contraste entre la solemne formalidad de la ley y su débil resonancia en la conciencia de los ciudadanos. Los críticos de nuestro orden jurídico se extrañan de que una sociedad tan proclive a la infracción sea a la vez tan normativa, y de que en ella todo tenga que ser especificado por los códigos. Pero es una constante que cuanto más se quebranta la ley, más minuciosas se hacen las normas, en un desesperado intento por inducir al ciudadano a cumplirlas, sin advertir que ambas cosas son complementarias. Las sociedades largamente afirmadas en una tradición, que han mantenido vivas sus costumbres y que respetan los ritos sociales, nunca requieren códigos tan puntuales por la razón elemental de que la costumbre es la ley. Hay países que ni siquiera tienen una Constitución escrita, y ello muestra cuan importante es en su seno la tradición y con cuanta claridad la relación entre los individuos se rige por arraigadas costumbres.
En su novela Cien años de soledad, la más intuitiva y profunda mirada que se haya arrojado jamás sobre la sociedad colombiana, Gabriel García Márquez habla de una curiosa peste que, impidiendo el sueño, va produciendo en los humanos el olvido. Tan invasora llega a ser su aridez sobre las conciencias, que los habitantes del pueblo van olvidando los nombres de las cosas y sus funciones y terminan llenando la realidad de letreros que recuerdan incluso lo más elemental. “El letrero que colgó en la cerviz de la vaca era una muestra ejemplar de la forma en que los habitantes de Macondo estaban dispuestos a luchar contra el olvido: Esta es la vaca, hay que ordeñarla todas las mañanas para que produzca leche y a la leche hay que hervirla para mezclarla con el café y hacer café con leche”. Si una comunidad humana necesitara tener escritos todos sus actos, sus reacciones, sus movimientos, ello sólo significaría que vive en un orden mental improvisado donde no impera ninguna costumbre. También la casuística es una prueba de la desmemoria social, una abigarrada confesión de que se ha perdido el poder comunitario de las tradiciones.
Así, pues, la región del exceso tiende a configurarse también como la región del presente puro, donde la naturaleza intemporal es más perceptible que los trabajos humanos, que sus experiencias y sus recuerdos. Los pueblos indígenas, cuyo universo vital es la naturaleza, tienen en los mitos su memoria y en el conocimiento de la naturaleza su política. Los pueblos mestizos, inscritos ya en los esquemas de la historia, no pueden renunciar a la memoria histórica sino al precio de vivir improvisadamente en el mundo, de terminar haciendo de la exuberancia su pobreza, de la fecundidad natural su tragedia y de la riqueza su maldición. Ya veremos de qué modo, desde el momento en que irrumpió en nuestra tierra lo que Europa llama “la historia”, cada riqueza de este territorio se convirtió no en un elemento de prosperidad sino en una fuente de violencia y de exclusión y, como cierto personaje de García Márquez, los colombianos terminamos muriendo de indigencia en el paraíso.
#AmorPorColombia
En la región del exceso
Rocas de Suesca. Cundinamarca.
Chadó, Chocó.
Güicán, Boyacá.
Caño Cristales. La Macarena, Meta.
Laguna de los Patos. La Guajira.
Niño ingano. Putumayo.
Chinches.
Satírido.
Chinche.
Araña.
Cigarra.
Camarón amarillo.
Pasiflora.
Ginger.
Anturio.
Orquídea.
Colombia tiene la mayor variedad de aves del mundo, 1753 especies.
Colombia tiene la mayor variedad de aves del mundo, 1753 especies.
Colombia tiene la mayor variedad de aves del mundo, 1753 especies.
Colombia tiene la mayor variedad de aves del mundo, 1753 especies.
Colombia tiene la mayor variedad de aves del mundo, 1753 especies.
Iguana, Chocó.
Mono aullador, Amazonas.
Tigrillo, Amazonas.
Oso de anteojos, Quindío.
Rana, Chocó.
Molas de los indígenas cuna.
Indígena arhuaco. Sierra Nevada de Santa Marta.
Indígena wayuu.
Indígena cuna.
Indígena guambiana.
Indígena embera.
Terrazas precolombinas, Sierra Nevada de Santa Marta, Magdalena.
Mercados flotantes. Güapi, Cauca.
Isla de San Andrés
Tuta, Boyacá.
Ráquira, Boyacá.
La Pedrera, Caquetá.
Figura antropomorfa sentada; pintura negativa. Quimbaya clásico.
Vasija antropomorfa, modelada incisa. Quimbaya reciente.
Vasija antropomorfa modelada; pintura negativa policroma. Quimbaya clásico.
Figura antropomorfa femenina sentada; pintura negativa policroma. Quimbaya clásico.
Túmulos funerarios. San Agustín, Huila.
Indígenas tatuyo. Piraparaná, Vaupés.
Indígenas ataviados con trajes típicos para una de sus ceremonias. San Martín, Amazonas.
Hipogeos de Tierradentro. Cauca.
Texto de: William Ospina
Todo privilegio comporta a la vez desafío y peligro, y Colombia es un país especialmente privilegiado. Basta recorrer cualquier región para sentir el esplendor de la naturaleza colombiana, sus densas selvas biodiversas en el sur y en el occidente, el mar de árboles de la Amazonia, las selvas lluviosas del Pacífico, los bosques de niebla de las tres cordilleras en que se ramifican los Andes antes de remansarse en las llanuras caribes; los fértiles valles del río Cauca y del río Magdalena, que se alargan desde el macizo colombiano hasta unirse en la depresión momposina, las extensas llanuras fluviales del Orinoco, y esos tesoros de diversidad biológica que son la Serranía de la Macarena, la Sierra Nevada del Cocuy y la Sierra Nevada de Santa Marta.
En las selvas los árboles cerrados no dejan entrar la luz del día; en las montañas la niebla produce en pleno día ese fenómeno perturbador, la noche blanca, parajes donde todo es invisible; en las regiones cálidas los grandes aguaceros borran el mundo. Esa dinámica opresiva de una naturaleza demasiado activa, demasiado vigorosa, de una fecundidad insolente, la vivieron como un infierno los conquistadores españoles cuando se adentraban por primera vez por los descampados equinocciales, con la ingenua creencia de que América sería igual a la sosegada tierra europea. Todo era parecido pero nada era igual: los Andes no eran los Alpes, Antioquia no era Asturias, el Caribe no era el Mediterráneo, la selva amazónica no era la Selva Negra, las boas no eran las mesuradas serpientes conocidas. Aquí la naturaleza era la reina, y su fecundidad participaba también de lo que el poeta Álvaro Mutis ha llamado los elementos del desastre. Si algo caracteriza a nuestra naturaleza es su indocilidad y su exuberancia y si algo nos obliga a una relación respetuosa con ella es su doble condición de generosidad y de amenaza.
Cierto prospecto de una agencia de viajes francesa anunciaba así el país a los viajeros: “Si usted quiere conocer el Caribe, viaje a Cuba o a República Dominicana; si prefiere el Pacífico, vaya a Chile; si su interés es la cordillera de los Andes, conozca el Ecuador; si busca la experiencia de la selva amazónica, vaya al Brasil; si quiere conocer las culturas precolombinas, piense en México o en el Perú; pero si quiere ver todas esas cosas reunidas, vaya a Colombia”. Así, una nueva evidencia de complejidad se añade a las anteriores, la certeza de que Colombia es una suerte de síntesis de América Latina, un mosaico de las ventajas y también de los problemas del continente.
Cualquier porción del territorio de lo que hoy es Colombia, está sujeta a la gravitación de cuatro potentes fuerzas planetarias. Esas influencias no parecen tan perceptibles espontáneamente, porque la extensión del país permite que a nuestros ojos se oculten las grandes fuerzas que lo rigen. Pero basta el estudio de la naturaleza colombiana para descubrir una riqueza, una diversidad y una abundancia que difícilmente tienen comparación. Colombia es un país en el que crecen 45 000 especies de plantas, tiene la mayor variedad de aves del mundo (1753 especies), la mayor variedad de anfibios (583), es el cuarto en el mundo por su variedad de reptiles (475) y el sexto por su variedad de mamíferos (453). Sin duda es el hecho de que sobre el territorio ejerzan su influencia inmediata el Océano Atlántico, el Océano Pacífico, los poderes subterráneos del “Círculo de Fuego del Pacífico” y la selva amazónica, lo que produce esos extremos de vitalidad.
Estamos en la región del exceso, y ello se hace perceptible por igual en la abundancia y en la fragilidad. En Colombia, unos cuantos días de verano hacen escasear el agua, la energía eléctrica; unos cuantos días de invierno producen desbordamientos de los ríos, arrasan las aldeas de las orillas, precipitan avalanchas sobre las carreteras. En pocas regiones se necesita tanto conocimiento del mundo, tanto espíritu de previsión, tantos escrúpulos en la relación con la naturaleza, y es aquí donde una historia hecha de guerras rompió con incontables sabidurías ancestrales y no ha sabido recuperar ese saber ni reemplazarlo por un conocimiento nuevo.
Podemos estar seguros de que los pueblos indígenas, largamente asentados en el territorio, tuvieron siempre la sabiduría y la prudencia que el territorio exigía, un saber hijo de la observación y de la experiencia, elaborado en mitos complejos y leyendas significativas y trasmitido eficazmente a lo largo de las generaciones. Es admirable percibir hoy, después de los pacientes estudios de antropólogos y de arqueólogos, el sistema de canales que desarrollaron los zenúes para cultivar la tierra en la región de las ciénagas, un sutil entramado de cauces que permitía aprovechar la irrigación natural de los suelos y obtener beneficios agrícolas minimizando los riesgos de las crecientes. Era notable el sistema de distribución de la tierra de los paeces en la región del Cauca, donde cada unidad agrícola participaba de la llanura, del piedemonte y de la cordillera, y convertía los cultivos en un diálogo con la complejidad geográfica regional. Es asombroso ver el sistema de intercambios que rige al mundo de los u’wa de la sierra del Cocuy, un orden ritual que aseguró siempre la paz con sus vecinos y un sentido reverencial en la relación con la tierra y sus bienes materiales. Es doloroso imaginar cómo habrá sido el conflicto entre la idea española de la naturaleza y la que tenían los pueblos indígenas por los tiempos de la Conquista.
En un territorio tan variado como el colombiano el tipo de ordenamiento social que alcanzaron los pueblos nativos, parece haber dependido siempre de la topografía y la naturaleza. Existe la leyenda de que sólo el pueblo de los muiscas alcanzó a tener cierto orden y una estructura política superior, pero cuando miramos la excelencia de la alfarería de muchos pueblos y el refinamiento de la orfebrería de quimbayas y calimas, de taironas, zenúes y malaganas, no tenemos derecho a suponer un mundo bárbaro. Lo que sí lograron los muiscas fue someter a algunos de los pueblos vecinos y habitar una tierra especialmente propicia y feraz, y así se conformó el tercer reino viviente más grande de América a la llegada de los europeos, en la extensa sabana que hoy comparten los departamentos de Cundinamarca y Boyacá. Este reino, que nunca llegó a tener la monumentalidad arquitectónica, ni la fuerza expansiva, ni la estructura piramidal de los fuertes imperios americanos, el azteca y el inca, ni el desarrollo de la ciencia astronómica, la planificación urbanística o el esfuerzo de conservación de la memoria de los refinados mayas de Centroamérica, vio desaparecer en la conquista monumentos notables como el templo del sol en Sugamuxi, tejido con maderas preciosas y que según cuentan las leyendas duró meses ardiendo. Los muiscas dependían de su riqueza aurífera, de sus minas de sal, de sus tejidos, de sus hondos sembrados de maíz, de su excelencia de aguas, y depuraron como los otros pueblos una orfebrería refinada que convirtió al oro en instrumento para interpretar el mundo, en ornamento, en memoria y en lenguaje sagrado.
Es importante para entender a Colombia saber que nunca fue un imperio centralizado como México o el Perú, sino que más de ciento veinte naciones indígenas distintas, con sus lenguas, sus costumbres y sus mitologías, estaban distribuidas en un territorio de asombrosa variedad. El país de selvas lluviosas de los cuna y de los emberá del Chocó es muy distinto del país de montañas brumosas y de aldeas apacibles de los kogi y los ika de la Sierra Nevada de Santa Marta; el país selvático de los desana del Vaupés es distinto del país de llanuras abiertas de los sikwani del Vichada; el país de laderas y ríos de los u’wa del Cocuy es muy distinto del país de llanuras desérticas de los wayuu de la Guajira; el país de bosques de los kamsá y de los ingas del Putumayo es distinto del país de frías vertientes de los guambianos del Cauca, y eso para hablar sólo de algunas de las casi noventa naciones indígenas que sobreviven en el territorio, muchas de las cuales se esfuerzan por afirmarse en sus tradiciones y por salvar sus lenguas, aunque haya dudas de si podrán recuperarse demográficamente.
Pero también eran muy distintos los escenarios de las culturas desaparecidas: el país de ceibas y de hobos de los zenúes, que sembraron de tumbas de oro la región de lo que hoy es Bolívar y Córdoba; o el Quindío de los quimbaya, en la Cordillera Central, la región de los cascos guerreros de oro, un mundo de guaduales inmensos y de rectas palmas de cera que crecen en las cumbres; o el país de los tairona, que construyeron ciudades de piedra en lo alto de la sierra; o el litoral de los tumaco del Pacífico, que dejaron representadas en su alfarería, con una finura del dibujo que algunos han emparentado con el arte maya, y con un realismo exquisito, no sólo sus fisonomías sino una gran cantidad de situaciones de su vida cotidiana.
El origen de todos aquellos pueblos se pierde en la niebla, y su diversidad, que se advierte en la fisonomía y en el tipo humano, plantea grandes interrogantes a los teóricos de la población del continente, pero por supuesto que no se trata de una mera cuestión de antropología perspectiva, porque esa considerable diversidad de tipos humanos indígenas es un ingrediente fundamental de la diversidad de rostros que vemos hoy por las calles de nuestras ciudades. Estudios recientes comprueban que hasta la región antioqueña, tradicionalmente considerada la más blanca y española del país, tiene un alto componente del tipo indígena emberá, que ha moldeado su singular fisonomía, un estilo humano y, si se quiere, un tipo de belleza que sería imposible encontrar en Europa.
También fue esa abundancia de pueblos independientes la que hizo que la conquista del territorio fuera más larga y penosa que en otras regiones. Los imperios centrales indígenas cedieron al primer avance de los conquistadores, pero aquí, donde cada tantas leguas había un pueblo distinto, tomar una aldea nunca significaba tener poder sobre la siguiente. Seguir los avances de Balboa por el Darién, de Bastidas por el litoral, de Pedro de Heredia por el Sinú; de Lebrón por el Magdalena; de Jorge Robledo por Antioquia; de Jiménez de Quesada hasta la sabana, de los alemanes de Federmán por la cordillera oriental; de Belalcázar desde el sur hasta Popayán y Cali; de Pérez de Quesada por la región de Neiva, es asistir a la narración de unas campañas desesperantes y casi interminables. Aquí la conquista de América no terminaba jamás, porque no se trataba sólo de aldeas y de grupos, eran regiones geográficas distintas, pero también culturas, mitologías y divinidades, muchas de las cuales se resistieron a su avance de un modo absoluto.
Fueron muchos los suicidios masivos de comunidades indígenas que no soportaron la ruina de su cultura y el triunfo de los invasores. Por la sabana de Bogotá, yendo hacia Sutatauza en los paseos dominicales, aún nos muestran los farallones rocosos de donde se arrojaban en legión los indios que se negaron a aceptar el yugo español. Todavía hoy es posible ver a pueblos como los u’wa, del Cocuy, utilizando la amenaza del suicidio colectivo para defender sus puntos de vista e impedir que una multinacional del petróleo extraiga en sus vecindades lo que ellos ahora reinterpretan como “la sangre de la tierra”. No hay, tal vez, en Colombia una comunidad como la u’wa que tenga más sacralizada la naturaleza, que dependa más de ella de una manera orgánica, y no hay duda de que están dispuestos a morir si llega a vulnerarse algo que consideran esencial. Otros pueblos, como los llamados panches, lucharon hasta la muerte; otros organizaron periódicas insurrecciones, y muchos otros, que tuvieron que someterse siquiera formalmente a la dominación, conservaron un reducto de amargo escepticismo y no interiorizaron jamás el orden mental que los sojuzgaba.
Suele hablarse de la malicia indígena para aludir a la vez a cierta astuta intuición que nos permite a los mestizos salir con éxito de las dificultades, o evadir las responsabilidades, pero también a cierta simulación complaciente que permite engañar a los otros sobre las verdaderas intenciones. Faulkner advertía en alguna de sus novelas que a los negros manumisos les fascinaba mentir y que se complacían en creer en sus propias mentiras: era tal vez una manera de conceder al lenguaje la condición de sustituto mágico de una realidad inaccesible, de superar las limitaciones de lo real convirtiendo al lenguaje en el hecho cumplido. Nuestra malicia indígena es distinta, y yo diría que es menos inocente: a veces es una forma del rencor disfrazada de aquiescencia que, mientras tanto, prepara el zarpazo. Podría parecer irrelevante, pero no lo es cuando se configura como una práctica más o menos generalizada, y se diría que nuestra famosa desconfianza de la ley es una de las formas como una sociedad insumisa por tradición sigue vengando oprobios ancestrales.
Cuando todos afirman respetar la ley pero aprovechan el menor parpadeo de la autoridad o de los testigos para transgredirla o evadirla, hay allí algo más que un problema legal. Y no hablo las comunidades indígenas (que se rigen por códigos ancestrales y los respetan), sino del resto de la población, mestizos por la cultura o por la sangre. El recelo ante la ley existe en todas partes, pero en muchas democracias modernas lo contraría un esfuerzo verdadero de los Estados por hacer coincidir la letra de la ley con la realidad. Nuestra cultura, por desgracia, fundada sobre tantas arbitrariedades originales, sobre tantas violencias rápidamente sacralizadas por la Iglesia y por el discurso, cargado de tan profunda desconfianza sobre la validez de una ley que en los primeros tiempos casi siempre era oprobiosa, no hizo suficientes esfuerzos por modificar ese carácter excluyente de los códigos y permitió que se gestara ese central escepticismo que es uno de los signos de la nacionalidad.
Colombia ha vivido mucho tiempo el contraste entre la solemne formalidad de la ley y su débil resonancia en la conciencia de los ciudadanos. Los críticos de nuestro orden jurídico se extrañan de que una sociedad tan proclive a la infracción sea a la vez tan normativa, y de que en ella todo tenga que ser especificado por los códigos. Pero es una constante que cuanto más se quebranta la ley, más minuciosas se hacen las normas, en un desesperado intento por inducir al ciudadano a cumplirlas, sin advertir que ambas cosas son complementarias. Las sociedades largamente afirmadas en una tradición, que han mantenido vivas sus costumbres y que respetan los ritos sociales, nunca requieren códigos tan puntuales por la razón elemental de que la costumbre es la ley. Hay países que ni siquiera tienen una Constitución escrita, y ello muestra cuan importante es en su seno la tradición y con cuanta claridad la relación entre los individuos se rige por arraigadas costumbres.
En su novela Cien años de soledad, la más intuitiva y profunda mirada que se haya arrojado jamás sobre la sociedad colombiana, Gabriel García Márquez habla de una curiosa peste que, impidiendo el sueño, va produciendo en los humanos el olvido. Tan invasora llega a ser su aridez sobre las conciencias, que los habitantes del pueblo van olvidando los nombres de las cosas y sus funciones y terminan llenando la realidad de letreros que recuerdan incluso lo más elemental. “El letrero que colgó en la cerviz de la vaca era una muestra ejemplar de la forma en que los habitantes de Macondo estaban dispuestos a luchar contra el olvido: Esta es la vaca, hay que ordeñarla todas las mañanas para que produzca leche y a la leche hay que hervirla para mezclarla con el café y hacer café con leche”. Si una comunidad humana necesitara tener escritos todos sus actos, sus reacciones, sus movimientos, ello sólo significaría que vive en un orden mental improvisado donde no impera ninguna costumbre. También la casuística es una prueba de la desmemoria social, una abigarrada confesión de que se ha perdido el poder comunitario de las tradiciones.
Así, pues, la región del exceso tiende a configurarse también como la región del presente puro, donde la naturaleza intemporal es más perceptible que los trabajos humanos, que sus experiencias y sus recuerdos. Los pueblos indígenas, cuyo universo vital es la naturaleza, tienen en los mitos su memoria y en el conocimiento de la naturaleza su política. Los pueblos mestizos, inscritos ya en los esquemas de la historia, no pueden renunciar a la memoria histórica sino al precio de vivir improvisadamente en el mundo, de terminar haciendo de la exuberancia su pobreza, de la fecundidad natural su tragedia y de la riqueza su maldición. Ya veremos de qué modo, desde el momento en que irrumpió en nuestra tierra lo que Europa llama “la historia”, cada riqueza de este territorio se convirtió no en un elemento de prosperidad sino en una fuente de violencia y de exclusión y, como cierto personaje de García Márquez, los colombianos terminamos muriendo de indigencia en el paraíso.