- Botero esculturas (1998)
- Salmona (1998)
- El sabor de Colombia (1994)
- Wayuú. Cultura del desierto colombiano (1998)
- Semana Santa en Popayán (1999)
- Cartagena de siempre (1992)
- Palacio de las Garzas (1999)
- Juan Montoya (1998)
- Aves de Colombia. Grabados iluminados del Siglo XVIII (1993)
- Alta Colombia. El esplendor de la montaña (1996)
- Artefactos. Objetos artesanales de Colombia (1992)
- Carros. El automovil en Colombia (1995)
- Espacios Comerciales. Colombia (1994)
- Cerros de Bogotá (2000)
- El Terremoto de San Salvador. Narración de un superviviente (2001)
- Manolo Valdés. La intemporalidad del arte (1999)
- Casa de Hacienda. Arquitectura en el campo colombiano (1997)
- Fiestas. Celebraciones y Ritos de Colombia (1995)
- Costa Rica. Pura Vida (2001)
- Luis Restrepo. Arquitectura (2001)
- Ana Mercedes Hoyos. Palenque (2001)
- La Moneda en Colombia (2001)
- Jardines de Colombia (1996)
- Una jornada en Macondo (1995)
- Retratos (1993)
- Atavíos. Raíces de la moda colombiana (1996)
- La ruta de Humboldt. Colombia - Venezuela (1994)
- Trópico. Visiones de la naturaleza colombiana (1997)
- Herederos de los Incas (1996)
- Casa Moderna. Medio siglo de arquitectura doméstica colombiana (1996)
- Bogotá desde el aire (1994)
- La vida en Colombia (1994)
- Casa Republicana. La bella época en Colombia (1995)
- Selva húmeda de Colombia (1990)
- Richter (1997)
- Por nuestros niños. Programas para su Proteccion y Desarrollo en Colombia (1990)
- Mariposas de Colombia (1991)
- Colombia tierra de flores (1990)
- Los países andinos desde el satélite (1995)
- Deliciosas frutas tropicales (1990)
- Arrecifes del Caribe (1988)
- Casa campesina. Arquitectura vernácula de Colombia (1993)
- Páramos (1988)
- Manglares (1989)
- Señor Ladrillo (1988)
- La última muerte de Wozzeck (2000)
- Historia del Café de Guatemala (2001)
- Casa Guatemalteca (1999)
- Silvia Tcherassi (2002)
- Ana Mercedes Hoyos. Retrospectiva (2002)
- Francisco Mejía Guinand (2002)
- Aves del Llano (1992)
- El año que viene vuelvo (1989)
- Museos de Bogotá (1989)
- El arte de la cocina japonesa (1996)
- Botero Dibujos (1999)
- Colombia Campesina (1989)
- Conflicto amazónico. 1932-1934 (1994)
- Débora Arango. Museo de Arte Moderno de Medellín (1986)
- La Sabana de Bogotá (1988)
- Casas de Embajada en Washington D.C. (2004)
- XVI Bienal colombiana de Arquitectura 1998 (1998)
- Visiones del Siglo XX colombiano. A través de sus protagonistas ya muertos (2003)
- Río Bogotá (1985)
- Jacanamijoy (2003)
- Álvaro Barrera. Arquitectura y Restauración (2003)
- Campos de Golf en Colombia (2003)
- Cartagena de Indias. Visión panorámica desde el aire (2003)
- Guadua. Arquitectura y Diseño (2003)
- Enrique Grau. Homenaje (2003)
- Mauricio Gómez. Con la mano izquierda (2003)
- Ignacio Gómez Jaramillo (2003)
- Tesoros del Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario. 350 años (2003)
- Manos en el arte colombiano (2003)
- Historia de la Fotografía en Colombia. Museo de Arte Moderno de Bogotá (1983)
- Arenas Betancourt. Un realista más allá del tiempo (1986)
- Los Figueroa. Aproximación a su época y a su pintura (1986)
- Andrés de Santa María (1985)
- Ricardo Gómez Campuzano (1987)
- El encanto de Bogotá (1987)
- Manizales de ayer. Album de fotografías (1987)
- Ramírez Villamizar. Museo de Arte Moderno de Bogotá (1984)
- La transformación de Bogotá (1982)
- Las fronteras azules de Colombia (1985)
- Botero en el Museo Nacional de Colombia. Nueva donación 2004 (2004)
- Gonzalo Ariza. Pinturas (1978)
- Grau. El pequeño viaje del Barón Von Humboldt (1977)
- Bogotá Viva (2004)
- Albergues del Libertador en Colombia. Banco de la República (1980)
- El Rey triste (1980)
- Gregorio Vásquez (1985)
- Ciclovías. Bogotá para el ciudadano (1983)
- Negret escultor. Homenaje (2004)
- Mefisto. Alberto Iriarte (2004)
- Suramericana. 60 Años de compromiso con la cultura (2004)
- Rostros de Colombia (1985)
- Flora de Los Andes. Cien especies del Altiplano Cundi-Boyacense (1984)
- Casa de Nariño (1985)
- Periodismo gráfico. Círculo de Periodistas de Bogotá (1984)
- Cien años de arte colombiano. 1886 - 1986 (1985)
- Pedro Nel Gómez (1981)
- Colombia amazónica (1988)
- Palacio de San Carlos (1986)
- Veinte años del Sena en Colombia. 1957-1977 (1978)
- Bogotá. Estructura y principales servicios públicos (1978)
- Colombia Parques Naturales (2006)
- Érase una vez Colombia (2005)
- Colombia 360°. Ciudades y pueblos (2006)
- Bogotá 360°. La ciudad interior (2006)
- Guatemala inédita (2006)
- Casa de Recreo en Colombia (2005)
- Manzur. Homenaje (2005)
- Gerardo Aragón (2009)
- Santiago Cárdenas (2006)
- Omar Rayo. Homenaje (2006)
- Beatriz González (2005)
- Casa de Campo en Colombia (2007)
- Luis Restrepo. construcciones (2007)
- Juan Cárdenas (2007)
- Luis Caballero. Homenaje (2007)
- Fútbol en Colombia (2007)
- Cafés de Colombia (2008)
- Colombia es Color (2008)
- Armando Villegas. Homenaje (2008)
- Manuel Hernández (2008)
- Alicia Viteri. Memoria digital (2009)
- Clemencia Echeverri. Sin respuesta (2009)
- Museo de Arte Moderno de Cartagena de Indias (2009)
- Agua. Riqueza de Colombia (2009)
- Volando Colombia. Paisajes (2009)
- Colombia en flor (2009)
- Medellín 360º. Cordial, Pujante y Bella (2009)
- Arte Internacional. Colección del Banco de la República (2009)
- Hugo Zapata (2009)
- Apalaanchi. Pescadores Wayuu (2009)
- Bogotá vuelo al pasado (2010)
- Grabados Antiguos de la Pontificia Universidad Javeriana. Colección Eduardo Ospina S. J. (2010)
- Orquídeas. Especies de Colombia (2010)
- Apartamentos. Bogotá (2010)
- Luis Caballero. Erótico (2010)
- Luis Fernando Peláez (2010)
- Aves en Colombia (2011)
- Pedro Ruiz (2011)
- El mundo del arte en San Agustín (2011)
- Cundinamarca. Corazón de Colombia (2011)
- El hundimiento de los Partidos Políticos Tradicionales venezolanos: El caso Copei (2014)
- Artistas por la paz (1986)
- Reglamento de uniformes, insignias, condecoraciones y distintivos para el personal de la Policía Nacional (2009)
- Historia de Bogotá. Tomo I - Conquista y Colonia (2007)
- Historia de Bogotá. Tomo II - Siglo XIX (2007)
- Academia Colombiana de Jurisprudencia. 125 Años (2019)
- Duque, su presidencia (2022)
El pasado invisible
Enrique Grau. Aquelarre en Cartagena (detalle), 1982. 191 x 664 cm. Centro de Convenciones. Cartagena, Bolívar.
Nabusimake. Sierra Nevada de Santa Marta, Magdalena. de sí misma.
Mujer emberá. Río Catrú. Baudó, Chocó.
Conservatorio de Música. Ibagué, Tolima.
Conservatorio de Música. Ibagué, Tolima.
Festival Vallenato. Valledupar, Cesar.
Festival del Joropo. Villavicencio, Meta.
Concurso Nacional de Bandas. Paipa, Boyacá.
Fiestas de San Pacho. Quibdó, Chocó.
Carnaval de Barranquilla. Atlántico.
Guillermo Wiedemann. Óleo sobre madera (detalle), 1947. 49 x 77 cm.
Tejedora de hamacas. San Jacinto, Bolívar.
Taita inga en su hamaca al amanecer. Putumayo.
Gramática de la lengua chibcha. Archivo Histórico del Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario. Bogotá.
Texto de: William Ospina
Desde el comienzo hubo siempre en Colombia algo poderoso que propiciaba el olvido. Y se volvió casi una tradición que el pasado resurja sin cesar como una sorpresa increíble; todo tiene que volver a ser descubierto, como si no se lo hubiera visto jamás. Surgen de pronto culturas antiguas completamente desconocidas, como la de Malagana, en los llanos de Palmira, que en la última década del siglo xx deslumbró a los colombianos con sus entierros de exquisita orfebrería, harto distinta de la tradicional de otros pueblos nativos. Brotan de pronto de la oscuridad de la jungla pueblos vivos como los nukak makú de la Amazonia, últimos y sorprendentes nómadas de la selva planetaria, que nos han permitido ver cómo vivían las comunidades del remoto pasado, descubrir sus sabidurías en la relación con la tierra, su destreza para tejer improvisados refugios, utensilios y ornamentos, su cordialidad familiar y grupal.
El descubrimiento del universo indígena que estaba aquí desde siempre fue más tardío en Colombia que en muchos otros lugares del continente, en realidad un ejercicio del último medio siglo, lo que prueba que la cultura colonial y la republicana, como pensaba Germán Arciniegas, no hicieron esfuerzos por descubrir el mundo americano sino por cubrirlo hasta hacerlo casi imperceptible. En los países donde no era fácilmente negable, ese pasado persistió y llegó a constituir un elemento importante de la construcción de las repúblicas. Nadie podría borrar las pirámides del Sol y de la Luna en los llanos de Teotihuacán, las bases polícromas de grandes serpientes rituales y los feroces jaguares de los templos; nadie podría negar las multitudes indígenas de México y de Bolivia, de las selvas centroamericanas y de las montañas incaicas. Pero cuando algunas de las grandes construcciones de las culturas son invisibles, cuando están en sus mitos, en sus lenguas no escritas, en sus costumbres, es más fácil pasar borrando su complejidad por desprecio o por inadvertencia.
Uno de los secretos del mestizaje, cuando no es fruto del amor sino de la violencia, es el silencio que impone sobre una de las fuentes de la sangre. Todo mestizaje engendrado por el amor tiene una semilla de libertad y su consecuencia es la alegría, por eso así podemos entender la cálida sensualidad, la alegre vitalidad y la franqueza de las mulaterías del Caribe. Pero lo que se engendra en el menosprecio siembra vergüenza por el cuerpo, resentimiento y desvalorización de sí mismos. Los pequeños tesoros del amor son la semilla de las solidaridades del futuro. Como escribió hermosamente Emily Dickinson:
Por tan menudas galanterías
–una flor, un libro–,
se siembran las semillas de sonrisas
que florecen en la oscuridad.
Es importante percibir que nuestra cultura no abunda en historias de amor. Si algo nos negó la historia fue el registro festivo de los amores de los que procedió nuestra comunidad. ¿Por qué nos miramos como desconocidos si no porque no somos hijos de un amor que nos hermane? La pregunta por el amor y sus maneras es una de las grandes y fundamentales preguntas de la historia de Colombia, y también está en el centro de la reflexión sobre la ferocidad de nuestras guerras. Para que los ejércitos contrarios, como los de la Ilíada, se puedan mirar con admiración y con respeto, se requiere que haya una fundamental identificación humana por encima de las diferencias gentilicias, de los odios tribales, de los desprecios de casta y de las distancias territoriales. Se requiere ser hijos de unos mismos dioses, descender en común de unos amores míticos.
No es sorprendente que el autor de la primera historia de amor verdaderamente conmovedora de la cultura colombiana haya sido también un hombre profundamente preocupado por nuestros orígenes y amorosamente empeñado en descubrir y reivindicar el rostro humano de las culturas indígenas que habían sido borradas por una cultura mestiza avergonzada de sí misma. A fines del siglo xix, el novelista, político, explorador e investigador Jorge Isaacs (cuya novela María, la historia del amor de dos adolescentes frustrada por la muerte en el esplendor del Valle del Cauca, había hecho llorar a todo el continente) emprendió un viaje a la costa caribe, a la Sierra Nevada de Santa Marta y a la Guajira, para estudiar a los pueblos indígenas del Magdalena, sus lenguas, sus costumbres y sus mitologías. En una época en la que apenas nacían la etnología y la antropología en el mundo, Isaacs estaba descubriendo los pueblos ocultos de su propio país, pero esas revelaciones despertaron el rechazo de los pontífices de la cultura oficial, que sólo veían en los indios remanentes bárbaros a los que había que mantener escondidos o civilizar rápidamente al amparo desintegrador de las comunidades eclesiásticas. El entonces presidente de Colombia, Miguel Antonio Caro, un gramático conservador, poeta, latinista y traductor de Virgilio, educado en la veneración de Roma y del mundo medieval español y negado a toda modernidad, denunció a Isaacs como un abominable sustentador de las tesis evolucionistas de Darwin y utilizó el poder para borrar sus esfuerzos intelectuales. Conviene no olvidar que también en la novela María, Isaacs dedicó un capítulo a explorar los orígenes de una princesa africana que, convertida en esclava, termina formando parte de la servidumbre en la mansión de los padres del protagonista.
Sólo en la tercera y cuarta décadas del siglo xx, los antropólogos y sobre todo Gerardo Reichel Dolmatoff, un sabio austríaco conmovido por la riqueza arqueológica y antropológica de Colombia, emprendieron un estudio sistemático de los pueblos nativos, de su diversidad, de sus mitologías y sus filosofías, lo que permitió que la sociedad colombiana comenzara el descubrimiento real de su propio pasado indígena. Así que no está equivocado García Márquez cuando hace que a Macondo lleguen simultáneamente los árabes y los indios. Colombia había vivido después de la Colonia la curiosa ilusión, fomentada por la ideología oficial y por los publicistas políticos, de ser un país homogéneo, blanco, católico, hispánico, castizo, de corte europeo. Los indios eran una leyenda de edades remotas, culebreros solitarios que salían en los días de mercado a vender específicos y yerbas en los pueblos, o seres tenebrosos y rústicos perdidos en las honduras del llano, en las espesuras de los montes o en los espejismos del desierto. La diversidad de sus culturas, el rumor de sus mitos, la belleza de sus ornamentos y de sus indumentarias, la complejidad de sus costumbres, la extrañeza de sus lenguas y la profundidad de sus filosofías son para el resto de los colombianos algo que surgió en el último medio siglo, de modo que estamos en pleno descubrimiento de América. La literatura no solía tenerlos en cuenta y en la poesía no volvieron a aparecer desde la epopeya de Joan de Castellanos en la segunda mitad del siglo xvi, salvo en el curioso poema “Gonzalo de Oyón” de Julio Arboleda.
También los hijos de África poblaron el territorio durante siglos sin que el resto de la sociedad advirtiera su universo mental y sus tradiciones. Sólo empezaron a aparecer con su complejidad cultural en el mencionado capítulo de la María de Isaacs en el siglo xix; en los poemas de Candelario Obeso, el poeta de Mompox, en un diálogo persistente de su destreza rítmica con las músicas de origen europeo, que fue formando en secreto la riqueza musical de los litorales colombianos, las cumbias y los currulaos, los porros, los mapalés y los arrullos, y por supuesto también en su diálogo con la tradición indígena, y en vigorosas creaciones de la música popular reciente como las canciones de Joe Arroyo y de Jairo Varela. También ha sido vistosa su aparición en el mundo deportivo con boxeadores como Rocky Valdez o Kid Pambelé, con grandes futbolistas como Freddy Rincón o Faustino Asprilla, y con pesistas como María Isabel Urrutia, quien obtuvo una medalla de oro en los Juegos Olímpicos de Sidney. Del mismo modo, es cuestión del último siglo la irrupción del aporte de los descendientes de África en nuestra literatura, tanto a través de novelas que tratan específicamente el tema del roce entre las tradiciones culturales de los blancos y de los negros, como Del amor y otros demonios, de García Márquez, y en la obra vigorosa y militantemente mulata de Manuel Zapata Olivella; o el diálogo poético con el orbe cultural de Occidente de hijos del Pacífico como Helcías Martán Góngora, de Guapi, cuya “Declaración de amor” forma parte de la memoria de tantos colombianos:
Las algas marineras y los peces
testigos son de que escribí en la arena
tu bienamado nombre muchas veces.
Testigos son la luna y los luceros,
que me enseñaron a esculpir tu nombre
sobre la proa azul de los veleros.
Testigos las palmeras litorales,
porque en sus verdes troncos melodiosos
grabó mi amor tus claras iniciales.
Sabe mi amor la página de altura
de la gaviota en cuyas grises alas
definí con suspiros tu hermosura.
Y los mares del sur, que fueron míos,
y las islas del sur donde a buscarte
arribaba mi voz en los navíos.
Tú sola entre la mar, niña a quien llamo,
ola para el naufragio de mis besos,
isla de amor, no sabes que te amo.
Para que tú lo sepas yo lo digo,
!y pongo al mar inmenso por testigo!
La anómala realidad de Colombia, su caprichosa historia, hizo crecer a los grupos dirigentes con la sensación de ser europeos, con nociones muy precisas de París y de Roma, de Madrid y de Atenas, de César y de Napoleón, y sólo tardíamente les permitió saber que vivían en las regiones equinocciales de América, vecinos de selvas de anacondas y de tropicales mares de ballenas cantoras. Una primera explicación de esa actitud, que permite que muchos colombianos conozcan la torre Eiffel o el Nilo, los grandes lagos norteamericanos o el Coliseo romano pero no los monolitos de San Agustín, ni la ciudad perdida del Tairona, ni la estrella fluvial del Orinoco, ni las infinitas y oceánicas ocarinas tumaco. Es la persistencia de un modelo mental colonial, que venera lo distante y lo ilustre, que desdeña lo cercano como barbarie y ve lo propio como íntimo motivo de vergüenza.
Ello tal vez sería comprensible en los tiempos coloniales: ¿por qué persiste dos siglos después de la independencia, cuando Colombia tiene asegurado su lugar simbólico en el mundo por el esplendor de su naturaleza –la que celebraron tantos viajeros–, por la magia de sus novelistas y de sus poetas, por la fuerza y la originalidad de sus artistas, por la alegría y la variedad de su música, por la riqueza de sus recursos, por la destreza de sus deportistas y por la legendaria temeridad de sus aventureros? La más eficaz labor de la conquista, de la larga colonia española y también de la convulsiva experiencia republicana, fue la ruptura de memorias locales y el acallamiento de tradiciones. La ideología oficial que impera en Colombia, la que rige la mentalidad de sus dirigentes y orienta el discurso de sus grandes medios de comunicación ha seguido presa de ese lamentable discurso colonial que sólo vio sus paradigmas en las metrópolis, que centró su dinámica en la imitación de modelos ilustres, que se sintió siempre en una región marginal del mundo, y giró siglo a siglo como una luna febril alrededor de los viejos centros de la esfera: la corona española, el Vaticano, la Revolución francesa, el mercantilismo inglés, el industrialismo y el consumismo de los Estados Unidos.
Como se ha dicho, en México y en el Perú fue menos difícil reconocer la importancia del pasado indígena, porque aquellas pirámides, aquellas ciudades de la selva centroamericana, aquellas reliquias de piedra de los Andes eran demasiado innegables, demasiado imborrables, pero también porque la rápida rendición de los imperios centrales permitió que las mayorías indígenas de esos países sobrevivieran, y que una numerosa población nativa subsistiera en las sociedades a despecho de la terrible caída demográfica de los primeros tiempos. Con esas vastas comunidades sobrevivió en otros lugares la tradición oral, sobrevivió la memoria de los orígenes y ésta fue trasmitida por las generaciones, en tanto que en países donde la destrucción del pasado fue más lenta y más persistente, como en Colombia, las comunidades nativas tuvieron que refugiarse en lo distante y en lo inaccesible, en las brumas de la sierra, detrás del horizonte, en la espesura de la selva, detrás de la niebla y la lluvia. El pasado indígena fue proscrito, pero además la historia se encargó de perpetuar esta primera experiencia con la forma de incesantes rupturas que borraron toda continuidad de la memoria histórica.
La Colonia aquí consistió en un esfuerzo persistente que sólo puede ser descrito con difíciles neologismos, un esfuerzo por desamericanizar, por desindigenizar esta realidad; el traslado del mundo europeo a nuestra geografía quiso ser pleno aunque se supiera de antemano imposible. Y empezaron a aparecer flores extrañas en ese injerto entre lo visible y triunfante y lo secreto y vencido. Ya veremos más adelante de qué modo el mestizaje en las formas del arte adquirió después la exuberante apariencia de las formas barrocas. Pero una vez más, a comienzos del siglo xix, como lo ha señalado con perspicacia el historiador Hermes Tovar, una vasta conmoción, la gesta de independencia, fundó al país sobre los supuestos abstractos de la Revolución francesa y de la ilustración, pero cortó el soplo de la memoria de nuestro inmediato pasado hispánico e incluso los hilos que nos unían a esa tradición. Todavía más tarde, a lo largo del siglo xix y apenas comenzado el siglo xx, las guerras civiles entre liberales y conservadores lanzaron a incontables colombianos al destierro y al desamparo, cortaron los lazos de su memoria, el arraigo en los territorios, la conciencia de los orígenes. Pero, tal vez, ninguna de esas guerras entre liberales y conservadores fue tan violenta y tan efectiva en la expulsión y el desarraigo como la salvaje violencia de los años cincuenta, que arrojó a millones de personas de sus tierras, hizo crecer las ciudades de un modo desconocido, de nuevo cortó la memoria del origen y la voz de la tradición, y matizada por el discurso de una supuesta modernización que pretendía que lo urbano era, no una condena forzosa, sino el ideal de la modernidad, convirtió de un modo súbito a nuestras ciudades aldeanas en grandes metrópolis desgarradas por la exclusión y la incomunicación; convirtió, en un país de montañas, a la palabra montañero en una descalificación y en una ofensa, y otra vez sumió en la desmemoria del pasado reciente a las comunidades de la región central del país, la más poblada de todas.
Así se ha vivido el proceso continuo de rupturas que hizo de Colombia tal vez el país más desmemoriado del continente, uno de los menos conscientes de su pasado histórico y uno de los más dispuestos a perder incluso la memoria de sus experiencias recientes. Durante siglos los negros y los mulatos se adormecieron en sus orillas, lejos de la historia; los mestizos de las montañas asumieron como su única referencia el inmediato pasado aldeano y campesino; ese país rural olvidó totalmente que sus abuelos habían sido aventureros planetarios, exploradores y navegantes; y una vasta región de minifundistas diseminados por las montañas de Antioquia y de Santander perdió el mar del origen y empezó a creer que la historia comenzaba con ellos.
El encierro de las aldeas andinas y de los puertos sin mundo adormeció por mucho tiempo al país en la ilusión de estar solo, surgiendo cada día de la tierra, como las plantas, y volviendo a ella más tarde sin el menor contacto con el mundo exterior. O con uno solo: el de la Iglesia católica que desde la lejana Roma gobernaba sus vidas a través de la eficiente mediación sacerdotal. Los esfuerzos de algunas administraciones en el siglo xix por propiciar, como en otros países, la inmigración, tropezaron primero con la resistencia de los posibles inmigrantes europeos que preferían el norte y el sur del continente, porque su régimen de climas les resultaba más familiar, o que temían a la mala influencia de estos climas equinocciales, por sus temperaturas extremas, su humedad y sus “elementos del desastre”. Más tarde la política prefirió obstaculizar la inmigración, y así se fue formando endogámicamente este tipo curioso, el colombiano, hijo de los diversos tipos españoles mezclados con muy diversos tipos indígenas, con los también diversos hijos de África y con muy pocos inmigrantes de otras regiones.
Pero fue la violencia de los años cincuenta, la que, expulsando a las muchedumbres de colombianos de sus parcelas y de sus aldeas y haciéndolos converger sobre las ciudades que crecían, enfrentó a cada colombiano con la complejidad de un país al que desconocía casi por completo, del que tenía una versión escolar empobrecida, aprendida en cartillas donde los animales eran lobos y ruiseñores, las frutas manzanas y racimos de uvas, los símbolos de la república ninfas sentadas en grandes cornucopias y gorros frigios flotando sobre el vacío. El país se nos ha revelado de repente mucho más diverso en su geografía, mucho más complejo en su composición étnica y mucho más rico en sus culturas de lo que nos había enseñado la tradición, y cada colombiano, con un retazo del viejo esquema de país que recibió de la familia y de la escuela, permanece hoy atónito sobre un suelo que lo sorprende, ante unos coterráneos a los que desconoce, frente a unas expresiones culturales que no acaba de sentir como suyas, tratando de proteger su conciencia de sí por la vía de negarse a sentir como propias las dichas y las desdichas de sus conciudadanos.
#AmorPorColombia
El pasado invisible
Enrique Grau. Aquelarre en Cartagena (detalle), 1982. 191 x 664 cm. Centro de Convenciones. Cartagena, Bolívar.
Nabusimake. Sierra Nevada de Santa Marta, Magdalena. de sí misma.
Mujer emberá. Río Catrú. Baudó, Chocó.
Conservatorio de Música. Ibagué, Tolima.
Conservatorio de Música. Ibagué, Tolima.
Festival Vallenato. Valledupar, Cesar.
Festival del Joropo. Villavicencio, Meta.
Concurso Nacional de Bandas. Paipa, Boyacá.
Fiestas de San Pacho. Quibdó, Chocó.
Carnaval de Barranquilla. Atlántico.
Guillermo Wiedemann. Óleo sobre madera (detalle), 1947. 49 x 77 cm.
Tejedora de hamacas. San Jacinto, Bolívar.
Taita inga en su hamaca al amanecer. Putumayo.
Gramática de la lengua chibcha. Archivo Histórico del Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario. Bogotá.
Texto de: William Ospina
Desde el comienzo hubo siempre en Colombia algo poderoso que propiciaba el olvido. Y se volvió casi una tradición que el pasado resurja sin cesar como una sorpresa increíble; todo tiene que volver a ser descubierto, como si no se lo hubiera visto jamás. Surgen de pronto culturas antiguas completamente desconocidas, como la de Malagana, en los llanos de Palmira, que en la última década del siglo xx deslumbró a los colombianos con sus entierros de exquisita orfebrería, harto distinta de la tradicional de otros pueblos nativos. Brotan de pronto de la oscuridad de la jungla pueblos vivos como los nukak makú de la Amazonia, últimos y sorprendentes nómadas de la selva planetaria, que nos han permitido ver cómo vivían las comunidades del remoto pasado, descubrir sus sabidurías en la relación con la tierra, su destreza para tejer improvisados refugios, utensilios y ornamentos, su cordialidad familiar y grupal.
El descubrimiento del universo indígena que estaba aquí desde siempre fue más tardío en Colombia que en muchos otros lugares del continente, en realidad un ejercicio del último medio siglo, lo que prueba que la cultura colonial y la republicana, como pensaba Germán Arciniegas, no hicieron esfuerzos por descubrir el mundo americano sino por cubrirlo hasta hacerlo casi imperceptible. En los países donde no era fácilmente negable, ese pasado persistió y llegó a constituir un elemento importante de la construcción de las repúblicas. Nadie podría borrar las pirámides del Sol y de la Luna en los llanos de Teotihuacán, las bases polícromas de grandes serpientes rituales y los feroces jaguares de los templos; nadie podría negar las multitudes indígenas de México y de Bolivia, de las selvas centroamericanas y de las montañas incaicas. Pero cuando algunas de las grandes construcciones de las culturas son invisibles, cuando están en sus mitos, en sus lenguas no escritas, en sus costumbres, es más fácil pasar borrando su complejidad por desprecio o por inadvertencia.
Uno de los secretos del mestizaje, cuando no es fruto del amor sino de la violencia, es el silencio que impone sobre una de las fuentes de la sangre. Todo mestizaje engendrado por el amor tiene una semilla de libertad y su consecuencia es la alegría, por eso así podemos entender la cálida sensualidad, la alegre vitalidad y la franqueza de las mulaterías del Caribe. Pero lo que se engendra en el menosprecio siembra vergüenza por el cuerpo, resentimiento y desvalorización de sí mismos. Los pequeños tesoros del amor son la semilla de las solidaridades del futuro. Como escribió hermosamente Emily Dickinson:
Por tan menudas galanterías
–una flor, un libro–,
se siembran las semillas de sonrisas
que florecen en la oscuridad.
Es importante percibir que nuestra cultura no abunda en historias de amor. Si algo nos negó la historia fue el registro festivo de los amores de los que procedió nuestra comunidad. ¿Por qué nos miramos como desconocidos si no porque no somos hijos de un amor que nos hermane? La pregunta por el amor y sus maneras es una de las grandes y fundamentales preguntas de la historia de Colombia, y también está en el centro de la reflexión sobre la ferocidad de nuestras guerras. Para que los ejércitos contrarios, como los de la Ilíada, se puedan mirar con admiración y con respeto, se requiere que haya una fundamental identificación humana por encima de las diferencias gentilicias, de los odios tribales, de los desprecios de casta y de las distancias territoriales. Se requiere ser hijos de unos mismos dioses, descender en común de unos amores míticos.
No es sorprendente que el autor de la primera historia de amor verdaderamente conmovedora de la cultura colombiana haya sido también un hombre profundamente preocupado por nuestros orígenes y amorosamente empeñado en descubrir y reivindicar el rostro humano de las culturas indígenas que habían sido borradas por una cultura mestiza avergonzada de sí misma. A fines del siglo xix, el novelista, político, explorador e investigador Jorge Isaacs (cuya novela María, la historia del amor de dos adolescentes frustrada por la muerte en el esplendor del Valle del Cauca, había hecho llorar a todo el continente) emprendió un viaje a la costa caribe, a la Sierra Nevada de Santa Marta y a la Guajira, para estudiar a los pueblos indígenas del Magdalena, sus lenguas, sus costumbres y sus mitologías. En una época en la que apenas nacían la etnología y la antropología en el mundo, Isaacs estaba descubriendo los pueblos ocultos de su propio país, pero esas revelaciones despertaron el rechazo de los pontífices de la cultura oficial, que sólo veían en los indios remanentes bárbaros a los que había que mantener escondidos o civilizar rápidamente al amparo desintegrador de las comunidades eclesiásticas. El entonces presidente de Colombia, Miguel Antonio Caro, un gramático conservador, poeta, latinista y traductor de Virgilio, educado en la veneración de Roma y del mundo medieval español y negado a toda modernidad, denunció a Isaacs como un abominable sustentador de las tesis evolucionistas de Darwin y utilizó el poder para borrar sus esfuerzos intelectuales. Conviene no olvidar que también en la novela María, Isaacs dedicó un capítulo a explorar los orígenes de una princesa africana que, convertida en esclava, termina formando parte de la servidumbre en la mansión de los padres del protagonista.
Sólo en la tercera y cuarta décadas del siglo xx, los antropólogos y sobre todo Gerardo Reichel Dolmatoff, un sabio austríaco conmovido por la riqueza arqueológica y antropológica de Colombia, emprendieron un estudio sistemático de los pueblos nativos, de su diversidad, de sus mitologías y sus filosofías, lo que permitió que la sociedad colombiana comenzara el descubrimiento real de su propio pasado indígena. Así que no está equivocado García Márquez cuando hace que a Macondo lleguen simultáneamente los árabes y los indios. Colombia había vivido después de la Colonia la curiosa ilusión, fomentada por la ideología oficial y por los publicistas políticos, de ser un país homogéneo, blanco, católico, hispánico, castizo, de corte europeo. Los indios eran una leyenda de edades remotas, culebreros solitarios que salían en los días de mercado a vender específicos y yerbas en los pueblos, o seres tenebrosos y rústicos perdidos en las honduras del llano, en las espesuras de los montes o en los espejismos del desierto. La diversidad de sus culturas, el rumor de sus mitos, la belleza de sus ornamentos y de sus indumentarias, la complejidad de sus costumbres, la extrañeza de sus lenguas y la profundidad de sus filosofías son para el resto de los colombianos algo que surgió en el último medio siglo, de modo que estamos en pleno descubrimiento de América. La literatura no solía tenerlos en cuenta y en la poesía no volvieron a aparecer desde la epopeya de Joan de Castellanos en la segunda mitad del siglo xvi, salvo en el curioso poema “Gonzalo de Oyón” de Julio Arboleda.
También los hijos de África poblaron el territorio durante siglos sin que el resto de la sociedad advirtiera su universo mental y sus tradiciones. Sólo empezaron a aparecer con su complejidad cultural en el mencionado capítulo de la María de Isaacs en el siglo xix; en los poemas de Candelario Obeso, el poeta de Mompox, en un diálogo persistente de su destreza rítmica con las músicas de origen europeo, que fue formando en secreto la riqueza musical de los litorales colombianos, las cumbias y los currulaos, los porros, los mapalés y los arrullos, y por supuesto también en su diálogo con la tradición indígena, y en vigorosas creaciones de la música popular reciente como las canciones de Joe Arroyo y de Jairo Varela. También ha sido vistosa su aparición en el mundo deportivo con boxeadores como Rocky Valdez o Kid Pambelé, con grandes futbolistas como Freddy Rincón o Faustino Asprilla, y con pesistas como María Isabel Urrutia, quien obtuvo una medalla de oro en los Juegos Olímpicos de Sidney. Del mismo modo, es cuestión del último siglo la irrupción del aporte de los descendientes de África en nuestra literatura, tanto a través de novelas que tratan específicamente el tema del roce entre las tradiciones culturales de los blancos y de los negros, como Del amor y otros demonios, de García Márquez, y en la obra vigorosa y militantemente mulata de Manuel Zapata Olivella; o el diálogo poético con el orbe cultural de Occidente de hijos del Pacífico como Helcías Martán Góngora, de Guapi, cuya “Declaración de amor” forma parte de la memoria de tantos colombianos:
Las algas marineras y los peces
testigos son de que escribí en la arena
tu bienamado nombre muchas veces.
Testigos son la luna y los luceros,
que me enseñaron a esculpir tu nombre
sobre la proa azul de los veleros.
Testigos las palmeras litorales,
porque en sus verdes troncos melodiosos
grabó mi amor tus claras iniciales.
Sabe mi amor la página de altura
de la gaviota en cuyas grises alas
definí con suspiros tu hermosura.
Y los mares del sur, que fueron míos,
y las islas del sur donde a buscarte
arribaba mi voz en los navíos.
Tú sola entre la mar, niña a quien llamo,
ola para el naufragio de mis besos,
isla de amor, no sabes que te amo.
Para que tú lo sepas yo lo digo,
!y pongo al mar inmenso por testigo!
La anómala realidad de Colombia, su caprichosa historia, hizo crecer a los grupos dirigentes con la sensación de ser europeos, con nociones muy precisas de París y de Roma, de Madrid y de Atenas, de César y de Napoleón, y sólo tardíamente les permitió saber que vivían en las regiones equinocciales de América, vecinos de selvas de anacondas y de tropicales mares de ballenas cantoras. Una primera explicación de esa actitud, que permite que muchos colombianos conozcan la torre Eiffel o el Nilo, los grandes lagos norteamericanos o el Coliseo romano pero no los monolitos de San Agustín, ni la ciudad perdida del Tairona, ni la estrella fluvial del Orinoco, ni las infinitas y oceánicas ocarinas tumaco. Es la persistencia de un modelo mental colonial, que venera lo distante y lo ilustre, que desdeña lo cercano como barbarie y ve lo propio como íntimo motivo de vergüenza.
Ello tal vez sería comprensible en los tiempos coloniales: ¿por qué persiste dos siglos después de la independencia, cuando Colombia tiene asegurado su lugar simbólico en el mundo por el esplendor de su naturaleza –la que celebraron tantos viajeros–, por la magia de sus novelistas y de sus poetas, por la fuerza y la originalidad de sus artistas, por la alegría y la variedad de su música, por la riqueza de sus recursos, por la destreza de sus deportistas y por la legendaria temeridad de sus aventureros? La más eficaz labor de la conquista, de la larga colonia española y también de la convulsiva experiencia republicana, fue la ruptura de memorias locales y el acallamiento de tradiciones. La ideología oficial que impera en Colombia, la que rige la mentalidad de sus dirigentes y orienta el discurso de sus grandes medios de comunicación ha seguido presa de ese lamentable discurso colonial que sólo vio sus paradigmas en las metrópolis, que centró su dinámica en la imitación de modelos ilustres, que se sintió siempre en una región marginal del mundo, y giró siglo a siglo como una luna febril alrededor de los viejos centros de la esfera: la corona española, el Vaticano, la Revolución francesa, el mercantilismo inglés, el industrialismo y el consumismo de los Estados Unidos.
Como se ha dicho, en México y en el Perú fue menos difícil reconocer la importancia del pasado indígena, porque aquellas pirámides, aquellas ciudades de la selva centroamericana, aquellas reliquias de piedra de los Andes eran demasiado innegables, demasiado imborrables, pero también porque la rápida rendición de los imperios centrales permitió que las mayorías indígenas de esos países sobrevivieran, y que una numerosa población nativa subsistiera en las sociedades a despecho de la terrible caída demográfica de los primeros tiempos. Con esas vastas comunidades sobrevivió en otros lugares la tradición oral, sobrevivió la memoria de los orígenes y ésta fue trasmitida por las generaciones, en tanto que en países donde la destrucción del pasado fue más lenta y más persistente, como en Colombia, las comunidades nativas tuvieron que refugiarse en lo distante y en lo inaccesible, en las brumas de la sierra, detrás del horizonte, en la espesura de la selva, detrás de la niebla y la lluvia. El pasado indígena fue proscrito, pero además la historia se encargó de perpetuar esta primera experiencia con la forma de incesantes rupturas que borraron toda continuidad de la memoria histórica.
La Colonia aquí consistió en un esfuerzo persistente que sólo puede ser descrito con difíciles neologismos, un esfuerzo por desamericanizar, por desindigenizar esta realidad; el traslado del mundo europeo a nuestra geografía quiso ser pleno aunque se supiera de antemano imposible. Y empezaron a aparecer flores extrañas en ese injerto entre lo visible y triunfante y lo secreto y vencido. Ya veremos más adelante de qué modo el mestizaje en las formas del arte adquirió después la exuberante apariencia de las formas barrocas. Pero una vez más, a comienzos del siglo xix, como lo ha señalado con perspicacia el historiador Hermes Tovar, una vasta conmoción, la gesta de independencia, fundó al país sobre los supuestos abstractos de la Revolución francesa y de la ilustración, pero cortó el soplo de la memoria de nuestro inmediato pasado hispánico e incluso los hilos que nos unían a esa tradición. Todavía más tarde, a lo largo del siglo xix y apenas comenzado el siglo xx, las guerras civiles entre liberales y conservadores lanzaron a incontables colombianos al destierro y al desamparo, cortaron los lazos de su memoria, el arraigo en los territorios, la conciencia de los orígenes. Pero, tal vez, ninguna de esas guerras entre liberales y conservadores fue tan violenta y tan efectiva en la expulsión y el desarraigo como la salvaje violencia de los años cincuenta, que arrojó a millones de personas de sus tierras, hizo crecer las ciudades de un modo desconocido, de nuevo cortó la memoria del origen y la voz de la tradición, y matizada por el discurso de una supuesta modernización que pretendía que lo urbano era, no una condena forzosa, sino el ideal de la modernidad, convirtió de un modo súbito a nuestras ciudades aldeanas en grandes metrópolis desgarradas por la exclusión y la incomunicación; convirtió, en un país de montañas, a la palabra montañero en una descalificación y en una ofensa, y otra vez sumió en la desmemoria del pasado reciente a las comunidades de la región central del país, la más poblada de todas.
Así se ha vivido el proceso continuo de rupturas que hizo de Colombia tal vez el país más desmemoriado del continente, uno de los menos conscientes de su pasado histórico y uno de los más dispuestos a perder incluso la memoria de sus experiencias recientes. Durante siglos los negros y los mulatos se adormecieron en sus orillas, lejos de la historia; los mestizos de las montañas asumieron como su única referencia el inmediato pasado aldeano y campesino; ese país rural olvidó totalmente que sus abuelos habían sido aventureros planetarios, exploradores y navegantes; y una vasta región de minifundistas diseminados por las montañas de Antioquia y de Santander perdió el mar del origen y empezó a creer que la historia comenzaba con ellos.
El encierro de las aldeas andinas y de los puertos sin mundo adormeció por mucho tiempo al país en la ilusión de estar solo, surgiendo cada día de la tierra, como las plantas, y volviendo a ella más tarde sin el menor contacto con el mundo exterior. O con uno solo: el de la Iglesia católica que desde la lejana Roma gobernaba sus vidas a través de la eficiente mediación sacerdotal. Los esfuerzos de algunas administraciones en el siglo xix por propiciar, como en otros países, la inmigración, tropezaron primero con la resistencia de los posibles inmigrantes europeos que preferían el norte y el sur del continente, porque su régimen de climas les resultaba más familiar, o que temían a la mala influencia de estos climas equinocciales, por sus temperaturas extremas, su humedad y sus “elementos del desastre”. Más tarde la política prefirió obstaculizar la inmigración, y así se fue formando endogámicamente este tipo curioso, el colombiano, hijo de los diversos tipos españoles mezclados con muy diversos tipos indígenas, con los también diversos hijos de África y con muy pocos inmigrantes de otras regiones.
Pero fue la violencia de los años cincuenta, la que, expulsando a las muchedumbres de colombianos de sus parcelas y de sus aldeas y haciéndolos converger sobre las ciudades que crecían, enfrentó a cada colombiano con la complejidad de un país al que desconocía casi por completo, del que tenía una versión escolar empobrecida, aprendida en cartillas donde los animales eran lobos y ruiseñores, las frutas manzanas y racimos de uvas, los símbolos de la república ninfas sentadas en grandes cornucopias y gorros frigios flotando sobre el vacío. El país se nos ha revelado de repente mucho más diverso en su geografía, mucho más complejo en su composición étnica y mucho más rico en sus culturas de lo que nos había enseñado la tradición, y cada colombiano, con un retazo del viejo esquema de país que recibió de la familia y de la escuela, permanece hoy atónito sobre un suelo que lo sorprende, ante unos coterráneos a los que desconoce, frente a unas expresiones culturales que no acaba de sentir como suyas, tratando de proteger su conciencia de sí por la vía de negarse a sentir como propias las dichas y las desdichas de sus conciudadanos.