- Botero esculturas (1998)
- Salmona (1998)
- El sabor de Colombia (1994)
- Wayuú. Cultura del desierto colombiano (1998)
- Semana Santa en Popayán (1999)
- Cartagena de siempre (1992)
- Palacio de las Garzas (1999)
- Juan Montoya (1998)
- Aves de Colombia. Grabados iluminados del Siglo XVIII (1993)
- Alta Colombia. El esplendor de la montaña (1996)
- Artefactos. Objetos artesanales de Colombia (1992)
- Carros. El automovil en Colombia (1995)
- Espacios Comerciales. Colombia (1994)
- Cerros de Bogotá (2000)
- El Terremoto de San Salvador. Narración de un superviviente (2001)
- Manolo Valdés. La intemporalidad del arte (1999)
- Casa de Hacienda. Arquitectura en el campo colombiano (1997)
- Fiestas. Celebraciones y Ritos de Colombia (1995)
- Costa Rica. Pura Vida (2001)
- Luis Restrepo. Arquitectura (2001)
- Ana Mercedes Hoyos. Palenque (2001)
- La Moneda en Colombia (2001)
- Jardines de Colombia (1996)
- Una jornada en Macondo (1995)
- Retratos (1993)
- Atavíos. Raíces de la moda colombiana (1996)
- La ruta de Humboldt. Colombia - Venezuela (1994)
- Trópico. Visiones de la naturaleza colombiana (1997)
- Herederos de los Incas (1996)
- Casa Moderna. Medio siglo de arquitectura doméstica colombiana (1996)
- Bogotá desde el aire (1994)
- La vida en Colombia (1994)
- Casa Republicana. La bella época en Colombia (1995)
- Selva húmeda de Colombia (1990)
- Richter (1997)
- Por nuestros niños. Programas para su Proteccion y Desarrollo en Colombia (1990)
- Mariposas de Colombia (1991)
- Colombia tierra de flores (1990)
- Los países andinos desde el satélite (1995)
- Deliciosas frutas tropicales (1990)
- Arrecifes del Caribe (1988)
- Casa campesina. Arquitectura vernácula de Colombia (1993)
- Páramos (1988)
- Manglares (1989)
- Señor Ladrillo (1988)
- La última muerte de Wozzeck (2000)
- Historia del Café de Guatemala (2001)
- Casa Guatemalteca (1999)
- Silvia Tcherassi (2002)
- Ana Mercedes Hoyos. Retrospectiva (2002)
- Francisco Mejía Guinand (2002)
- Aves del Llano (1992)
- El año que viene vuelvo (1989)
- Museos de Bogotá (1989)
- El arte de la cocina japonesa (1996)
- Botero Dibujos (1999)
- Colombia Campesina (1989)
- Conflicto amazónico. 1932-1934 (1994)
- Débora Arango. Museo de Arte Moderno de Medellín (1986)
- La Sabana de Bogotá (1988)
- Casas de Embajada en Washington D.C. (2004)
- XVI Bienal colombiana de Arquitectura 1998 (1998)
- Visiones del Siglo XX colombiano. A través de sus protagonistas ya muertos (2003)
- Río Bogotá (1985)
- Jacanamijoy (2003)
- Álvaro Barrera. Arquitectura y Restauración (2003)
- Campos de Golf en Colombia (2003)
- Cartagena de Indias. Visión panorámica desde el aire (2003)
- Guadua. Arquitectura y Diseño (2003)
- Enrique Grau. Homenaje (2003)
- Mauricio Gómez. Con la mano izquierda (2003)
- Ignacio Gómez Jaramillo (2003)
- Tesoros del Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario. 350 años (2003)
- Manos en el arte colombiano (2003)
- Historia de la Fotografía en Colombia. Museo de Arte Moderno de Bogotá (1983)
- Arenas Betancourt. Un realista más allá del tiempo (1986)
- Los Figueroa. Aproximación a su época y a su pintura (1986)
- Andrés de Santa María (1985)
- Ricardo Gómez Campuzano (1987)
- El encanto de Bogotá (1987)
- Manizales de ayer. Album de fotografías (1987)
- Ramírez Villamizar. Museo de Arte Moderno de Bogotá (1984)
- La transformación de Bogotá (1982)
- Las fronteras azules de Colombia (1985)
- Botero en el Museo Nacional de Colombia. Nueva donación 2004 (2004)
- Gonzalo Ariza. Pinturas (1978)
- Grau. El pequeño viaje del Barón Von Humboldt (1977)
- Bogotá Viva (2004)
- Albergues del Libertador en Colombia. Banco de la República (1980)
- El Rey triste (1980)
- Gregorio Vásquez (1985)
- Ciclovías. Bogotá para el ciudadano (1983)
- Negret escultor. Homenaje (2004)
- Mefisto. Alberto Iriarte (2004)
- Suramericana. 60 Años de compromiso con la cultura (2004)
- Rostros de Colombia (1985)
- Flora de Los Andes. Cien especies del Altiplano Cundi-Boyacense (1984)
- Casa de Nariño (1985)
- Periodismo gráfico. Círculo de Periodistas de Bogotá (1984)
- Cien años de arte colombiano. 1886 - 1986 (1985)
- Pedro Nel Gómez (1981)
- Colombia amazónica (1988)
- Palacio de San Carlos (1986)
- Veinte años del Sena en Colombia. 1957-1977 (1978)
- Bogotá. Estructura y principales servicios públicos (1978)
- Colombia Parques Naturales (2006)
- Érase una vez Colombia (2005)
- Colombia 360°. Ciudades y pueblos (2006)
- Bogotá 360°. La ciudad interior (2006)
- Guatemala inédita (2006)
- Casa de Recreo en Colombia (2005)
- Manzur. Homenaje (2005)
- Gerardo Aragón (2009)
- Santiago Cárdenas (2006)
- Omar Rayo. Homenaje (2006)
- Beatriz González (2005)
- Casa de Campo en Colombia (2007)
- Luis Restrepo. construcciones (2007)
- Juan Cárdenas (2007)
- Luis Caballero. Homenaje (2007)
- Fútbol en Colombia (2007)
- Cafés de Colombia (2008)
- Colombia es Color (2008)
- Armando Villegas. Homenaje (2008)
- Manuel Hernández (2008)
- Alicia Viteri. Memoria digital (2009)
- Clemencia Echeverri. Sin respuesta (2009)
- Museo de Arte Moderno de Cartagena de Indias (2009)
- Agua. Riqueza de Colombia (2009)
- Volando Colombia. Paisajes (2009)
- Colombia en flor (2009)
- Medellín 360º. Cordial, Pujante y Bella (2009)
- Arte Internacional. Colección del Banco de la República (2009)
- Hugo Zapata (2009)
- Apalaanchi. Pescadores Wayuu (2009)
- Bogotá vuelo al pasado (2010)
- Grabados Antiguos de la Pontificia Universidad Javeriana. Colección Eduardo Ospina S. J. (2010)
- Orquídeas. Especies de Colombia (2010)
- Apartamentos. Bogotá (2010)
- Luis Caballero. Erótico (2010)
- Luis Fernando Peláez (2010)
- Aves en Colombia (2011)
- Pedro Ruiz (2011)
- El mundo del arte en San Agustín (2011)
- Cundinamarca. Corazón de Colombia (2011)
- El hundimiento de los Partidos Políticos Tradicionales venezolanos: El caso Copei (2014)
- Artistas por la paz (1986)
- Reglamento de uniformes, insignias, condecoraciones y distintivos para el personal de la Policía Nacional (2009)
- Historia de Bogotá. Tomo I - Conquista y Colonia (2007)
- Historia de Bogotá. Tomo II - Siglo XIX (2007)
- Academia Colombiana de Jurisprudencia. 125 Años (2019)
- Duque, su presidencia (2022)
Las conmociones de un siglo
Mónica Meira, Excavación, 1999, acrílico sobre lienzo. 120 x 120 cm.
Alejandro Obregón, Violencia (detalle), 1962, pintura, óleo sobre tela. 155 x 187,55 cm. Banco de la República.Bogotá.
Diego Mazuera, Marcando el paso (detalle), 1996, óleo sobre lienzo. 54 x 65 cm.
Omar Rayo, Shuja II, 1971, acrílico sobre tela, 102 x 102 cm. Banco de la República.Bogotá.
Claude Feuillet, Selva (detalle), 1979, óleo sobre tela, 152 x 118,5 cm. Federación de Cafeteros de Colombia. Bogotá.
María Cristina Cortés, Paisaje homogéneo (detalle), 1988, óleo sobre lienzo. 116 x 163 cm.
Diva Teresa Ramírez, Danzarines en el espacio, 1976, acrílico sobre papel. 160 x 170 cm. Banco de la República. Bogotá.
Elsa Zambrano, cuadro de la serie Las escuelas (detalle), 1979, acrílico sobre lienzo, 120 x 110 cm. Colección Suramericana de Seguros.
Noé León, La tigresa (detalle), 1967, óleo sobre cartón. 39 x 72 cm. Banco de la República. Bogotá.
Guillermo Wiedemann, Ensamblaje, 1963, collage. 72 x 72 cm.
Lorenzo Jaramillo, Caras (detalle), 1981, pastel sobre papel, 100 x 70 cm.
Juan Antonio Roda, El color de la luz (detalle), 2000, óleo sobre lienzo. 125 x 150 cm.
Edgar Negret, Calendario (detalle), 1995, aluminio pintado. 161 x 161 x 40 cm.
Ana Mercedes Hoyos, Serie Bazurto I (detalle), 1992, óleo sobre lienzo, 150 x 150 cm.
José Freddy Serna, Tarde norte, 1997, 160 x 150 cm, óleo sobre lienzo. Colección Suramericana de Seguros.
David Manzur, San Jorge derrotado (detalle), 1993, pastel sobre papel. 50 x 65 cm.
Eduardo Ramírez Villamizar, Escultura.
Miguel Ángel Rojas, Jaguar (detalle), 1999, óleo y laminilla de oro sobre lienzo. 140 x 175 cm.
Fabián Rendón, Vientos (detalle), s. f., grabado al linóleo sobre papel. 70,2 x 100 cm. Banco de la República. Bogotá.
Luis Luna, cuadro de la serie Desastres de Goya, 1999, óleo sobre tela. 140 x 150 cm.
Carlos Jacanamijoy, Domingo 4.30 pm (detalle), 2003, 150 x 170 cm.
Taganga, Magdalena.
Castillo de San Felipe. Cartagena, Bolívar.
Texto de: William Ospina
A lo largo de las guerras civiles del siglo xix se impusieron en Colombia el poder clerical y el poder de los grandes terratenientes, y nunca se abrió camino la modernidad, ni siquiera con las más moderadas de sus reformas liberales. Esas guerras tenían como protagonistas exclusivos a los partidos liberal y conservador, que desde el comienzo de la vida republicana se disputaron con ferocidad el poder, el favor de las regiones y el electorado. Los dos partidos iban cambiando su perfil al ritmo de los tiempos, representaron el proteccionismo y el librecambio, representaron el centralismo y el federalismo, representaron el clericalismo y el radicalismo ateo, representaron el esclavismo y el abolicionismo. La dinámica de esas guerras más bien conservatizó gradualmente las posiciones de ambos partidos; a finales del siglo xix sólo parecían distinguirse por representar a dos sectores poderosos distintos, y a lo largo del siglo xx no fue ya posible identificar en ellos una doctrina coherente.
Después de cincuenta años de hegemonía conservadora, un moderado liberalismo que ya había perdido por el camino su radicalidad anticlerical y buena parte de su vocación social intentó algunas reformas políticas en la década de 1930. Antes de que el conservatismo minoritario se lanzara ferozmente a la reconquista del poder, ya los propios liberales habían moderado sus programas, abandonando la búsqueda de una reforma agraria verdadera en un país donde cien familias eran dueñas del suelo productivo, y renunciando a otras iniciativas en el campo empresarial, en el laboral, y en la defensa de los recursos naturales. Pero a mediados de los años cuarenta los más destacados jefes de ambos partidos encabezaron una furiosa reacción contra el líder liberal Jorge Eliécer Gaitán, un hombre de origen popular que se exaltó como el más importante dirigente del siglo, y cuyo movimiento de reivindicación de campesinos y de trabajadores urbanos por una vez en la historia puso a Colombia a las puertas de la modernidad y en el camino de una verdadera democracia. Gaitán sabía que en estos países todavía marcados por su pasado colonial era preciso un movimiento, como el de la Reforma mexicana, como el que maduraba entonces en las luchas de los mineros bolivianos, por incorporar al pueblo siempre menospreciado y excluido en la mitología de la nación. Pero los aristócratas de ambos partidos, celosos guardianes de una tradición señorial, temían el origen popular de Gaitán y su oratoria en la que convergían la tradición de los tribunos latinos con el clamor callejero, y que electrizaba a las multitudes. Todos nuestros países, que heredaron con la república un orden de antiguas jerarquías y de repulsiones sociales, tenían necesidad de esos vigorosos movimientos populares que hicieran ingresar enfáticamente a los pueblos en la leyenda nacional, y ese era el papel que Gaitán y su movimiento parecían destinados a cumplir en la Colombia de mediados de siglo. Pero en abril de 1948 Gaitán fue asesinado, su proyecto popular fue sacrificado, y Colombia tuvo que vivir otro medio siglo de intolerancia, de racismo y de clasismo, tan hostiles a la presencia del pueblo en la historia oficial que la hicieron a veces casi imperceptible.
El momento más terrible de esos conflictos entre liberales y conservadores fue la violencia del medio siglo, que arreció tras el asesinato de Gaitán. Para recobrar su ascendiente entre el pueblo ya esquivo, los conservadores, que habían recuperado el poder, instauraron la violencia oficial contra las nuevas mayorías; los jerarcas políticos y religiosos de ambos partidos fanatizaron a la población campesina, y la política utilizada como instrumento de división y de exterminio sembró el terror en los campos. Sus consecuencias fueron no sólo el éxodo masivo de los campesinos y el crecimiento descomunal de las ciudades, sino un pacto aristocrático entre liberales y conservadores que se llamó el Frente Nacional y que pacificó transitoriamente al país al precio antidemocrático de prohibir los partidos políticos distintos.
Ese proceso de urbanización transformó a Colombia. De un bucólico país campesino se convirtió en un desgarrado país de ciudades, donde se hizo perceptible toda esa enorme diversidad antes dispersa. Los campesinos, refundidos en las montañas y los valles, en las praderas y las sierras, en los desiertos de salitre y en las brumas eternas del Macizo Central fueron arrojados a una vida desconocida en las barriadas que crecían; y en una progresión incesante que ningún erudito entendió, que ningún político corrigió y que ningún alma piadosa supo consolar, se cumplió la violenta colombianización de las ciudades de Colombia.
Lenta y confusamente, las clases medias que accedieron a la educación empezaron a buscar nuevos horizontes para la sociedad. Unas décadas atrás, Jorge Isaacs, explorador, descubridor, antropólogo antes de la antropología, político, guerrero y novelista de un mundo nuevo, había intentado ser el testigo lúcido de la complejidad del país y el odio de los letrados y los políticos lo había convertido, como ha dicho Borges, en un desengañado. José Asunción Silva, intelectual modernista, comerciante utópico, explorador del lenguaje y poeta renovador, había optado ante las insuperables sordideces del mundo por el definitivo balazo en el corazón. Y Barba Jacob, campesino expulsado por la pequeñez de la aldea, creador ambicioso, y desadaptado furibundo, prefirió huir de Antioquia en busca de un mundo más vasto:
Y errar, errar, errar a solas,
la luz de Saturno en mi sien,
roto mástil sobre las olas
en vaivén.
La historia entera de Colombia puede verse como una historia de éxodos y de cíclicos desplazamientos. A comienzos del siglo xxi Colombia vuelve a mostrar al mundo una cifra de dos millones de desplazados, de refugiados internos, y por primera vez una cifra de cuatro millones de nacionales dispersos por el mundo, pero hay que advertir que buena parte de la literatura y del arte colombiano se hicieron en el exilio, y fue sobre todo México el refugio de muchos de estos grandes creadores. A comienzos del siglo xx Porfirio Barba Jacob, quien entonces se llamaba Miguel Ángel Osorio, y que en las revueltas de Centroamérica se llamó también Ricardo Arenales, vivió un apasionante y turbulento destino continental. Había escapado del letargo de la aldea, y aprendió a hacer suyas, o a hacer resonar en su voz, las virtudes de las tierras que lo acogieron:
Vagó sensual y triste por islas de su América,
en un pinar de Honduras vigorizó el aliento,
la tierra mexicana le dió su rebeldía,
su libertad, sus ímpetus, y era una llama al viento.
México también fue una patria para Germán Pardo García, para Gabriel García Márquez, para el poeta Álvaro Mutis, para el gran impugnador Fernando Vallejo, y para el escritor y escultor Rodrigo Arenas Betancur, pero quienes permanecieron optaron también por la disidencia y por la casi voluntaria marginalidad: Fernando González, filósofo de lenguaje original, que se atrevió a pensar el país por fuera de las pautas estereotipadas de Occidente, llamaba a su refugio en las afueras de Medellín “Otraparte”, y supo ser el orientador de varias generaciones rebeldes. De su magisterio no convencional saldrían los desafíos de Gonzalo Arango, el poeta fundador del nadaísmo, que más que una escuela literaria fue, en tiempos de discordia nacional, una gran amistad; y la aventura intelectual de Estanislao Zuleta, lector apasionado, disertador enciclopédico, maestro de su tierra y de su siglo. El padre de éste, gran amigo de Fernando González, había muerto en el mismo incendio que devoró a Carlos Gardel en el aeropuerto de Medellín, y el hijo llevó a su plenitud el destino intelectual que le había sido negado a aquel joven distinguido, pero rompiendo a la vez con la mentalidad de su linaje de juristas inflexibles y periodistas influyentes.
A partir de 1958, y como un conjuro aristocrático contra la degradación de la violencia política, vinieron los dieciséis años del Frente Nacional: cuatro períodos presidenciales en los que cada vez sólo se presentaban a elecciones candidatos de uno de los partidos. Gobernaron una época de relativa tranquilidad, una de las pocas pausas de civilidad que tuvo Colombia en el siglo xx, y conquistaron una mínima estabilidad, pero sus consecuencias a la larga fueron nefastas para la vida política colombiana y para su democracia siempre precaria. Estos gobiernos comprometidos con la convivencia, pero sólo entre los dirigentes tradicionales, no recibían un país donde se hubiera instaurado una filosofía democrática, sino la herencia de un mundo a la medida de los gamonales y el clero, y, recelosos de una democracia que no les parecía apta para el pueblo, sostuvieron una política de extrema restricción de los derechos ciudadanos y recelosa de toda expresión democrática, mediante un curioso mecanismo de suspensión periódica de las garantías constitucionales llamado el Estado de sitio.
Así se permitió que en un país necesitado como ningún otro de democracia y de pluralismo, prosperara el sentimiento oficial de que los dos partidos tradicionales eran los dueños exclusivos del Estado y se mantuviera en suspenso la democracia efectiva, lo que acabó por hundir en la indiferencia a muchos que se sintieron excluidos de la política y del mundillo social que sustentaba esa política, y por precipitar a otros en una oposición que, falta de garantías, fue derivando hacia la marginalidad y la violencia.
Esos gobiernos debieron responder al tremendo desafío de un crecimiento desordenado de las ciudades. Bogotá pasó en cincuenta años de tener setecientos mil a tener casi ocho millones de habitantes; Medellín de doscientos mil a tres millones; Cali de ciento cincuenta mil a dos millones. La pobreza empezó a notarse de un modo dramático, debido justamente a que ser pobre en el campo no equivale jamás al hambre y la indigencia, pero en la ciudad las familias pueden llegar a carecer de todo. El contraste entre sectores largamente arraigados en unas costumbres urbanas, en un estilo ciudadano y las muchedumbres que llegaban con su noble tradición campesina, ahora inútil y además menospreciada, agudizó la exclusión social; y los gobernantes no supieron percibir el tremendo cambio sociológico que traía consigo esa violenta urbanización.
Sólo algunos líderes populares del llamado Movimiento Revolucionario Liberal, como Alfonso Barberena, en Cali, advirtieron la magnitud de los desafíos que la acelerada urbanización le planteaba a un país que se desconocía a sí mismo, y lucharon denodadamente por un lugar en el espacio urbano y en la conciencia ciudadana para esas muchedumbres que habían perdido su sustento mítico y su lugar en la historia. El centro de interés empezó a ser exclusivamente la ciudad; pero, obnubilado por la idea de que la ciudad era el futuro, de que la modernidad era lo urbano, el país olvidó que esa urbanización acelerada no era fruto natural de la evolución social sino resultado de un proceso dramático de expulsión, de un ritual de sangre bárbaro y primitivo. Era el crimen, no el progreso, lo que inventaba esas ciudades repentinas.
Empezando por la vasta zona cafetera, de la que dependía económicamente el país, y de donde fue expulsada buena parte de la población campesina, la violencia se extendió por muchas regiones. El campo fue gradualmente abandonado. A comienzos de los años sesenta sólo se hablaba de la reforma agraria, pero desde los treinta todos los sucesivos proyectos de reforma agraria habían naufragado en un Congreso de terratenientes, y siguieron naufragando invariablemente hasta hoy. Lo que estimulaba aquel discurso era menos la dramática situación de los campesinos que la amenaza de la Revolución cubana y la necesidad de conjurar experiencias similares anticipándose al discurso de los inconformes. Un inmigrante que vivió en Colombia por mucho tiempo y le brindó su saber, señalaba que a su llegada al país, treinta y cinco años atrás, lo que más le sorprendió era la claridad del análisis de los políticos sobre la realidad nacional, y lo moderno y acertado de sus planteamientos: necesitaría casi tres décadas para comprender que ese discurso siempre lúcido y siempre oportuno de los políticos no tenía ninguna consecuencia en su actuar práctico, y que en el país oficial coexisten siempre las palabras de la modernidad con las estructuras fósiles de un caciquismo primitivo, donde hacer política es manipular electorados cautivos y clientelas para el beneficio privado de los políticos.
Como hemos visto, en Colombia se abrió camino una democracia formal donde lo importante era la apariencia de legitimidad, no la correspondencia de esos rituales con verdades democráticas profundas. Un corolario del viejo estilo jurídico heredado de la Colonia que en el país recibe el nombre de manzanillismo: velar por el respeto escrupuloso de la letra de la ley, cerrando los ojos a sus consecuencias sociales. Un dogmatismo cerril hacía que las cosas fueran legales a toda costa aunque resultara evidente su injusticia. Ese espíritu que venera la letra de la ley y es indiferente a la justicia, es típico de sociedades donde lo importante es el culto de las apariencias, el respeto por la autoridad y no el triunfo de la inteligencia ni de la verdad, donde es siempre más seguro repetir que innovar, obedecer órdenes que asumir responsabilidades.
Una prueba notable de lo que es ese espíritu legalista y manipulador por parte de los usufructuarios de la ley se dio en el plebiscito de 1957. La Constitución colombiana imperaba formalmente desde 1886; era una constitución conservadora, centralista, negadora de la diversidad del país, pero su principal virtud era la de sostener el principio de un país unificado en un territorio donde antes de la Conquista había tantas naciones indígenas distintas, donde no se alcanzó a fortalecer con la Colonia la idea de una nación unitaria, y donde el virreinato apenas duró unas cuantas décadas. En la segunda mitad del siglo xix, el federalismo intentó interpretar la complejidad del país, pero careciendo de la previa instauración de un proyecto nacional, sólo alentó el anhelo secesionista de las élites provinciales, cada una ganosa de una pequeña república a su medida. Sólo la Constitución de 1886 vino a generar y fortalecer la conciencia de un país unitario, aunque su elemento cohesionador era un centralismo aristocrático desdeñoso de las regiones, un discurso patriótico basado en una versión colonial de la historia, la novela de los partidos y de sus poderes, entretejida para mostrar las viejas guerras y las muchas pérdidas territoriales como secretas victorias de la aristocracia bogotana. A esto se añadía la ya mencionada relación supersticiosa con la lengua, fundada en la veneración de la rigidez castiza, y un orden mental de terratenientes feudales aliado con un vigoroso y politizado poder clerical. Colombia era un país, y en gran medida sigue siéndolo, donde componentes sagrados de la nacionalidad, como los indios y los negros, fueron considerados por filósofos oficiales como razas degeneradas y excluidos de un proyecto político y pedagógico verdaderamente democrático. Indio y negro se convirtieron en insultos, como en los años cincuenta llegó a serlo, en un país de montañas, la venerable palabra “montañero”, convertida en el calificativo de todo lo incivil, lo primitivo y lo ingenuo, sin que prácticas antidemocráticas motivaran suficientes reflexiones de las élites intelectuales ni respuestas de gobiernos que presenciaron sin inmutarse la muerte de las tradiciones y el derrumbamiento de un mundo.
En 1957, para conjurar una dictadura militar impuesta por los partidos pero que muy pronto tomó sus propias iniciativas, los políticos recurrieron finalmente al método extremo de convocar a la ciudadanía a un plebiscito. Menos escrúpulos había despertado en la dirigencia colombiana recurrir a la ilegalidad del golpe de Estado para resolver sus diferencias, que tener que recurrir ahora al pueblo para resolver legalmente el problema de la dictadura y de la violencia que esa misma dirigencia había desatado. Allí despertaba el casi instintivo temor de las élites colombianas por todo lo que fuera popular; pero era necesario legitimar ante el mundo el pacto aristocrático del Frente Nacional y no podía discutirse que en un país que se pretende democrático la legitimidad la confiere el favor popular. Sin embargo, es tan grande el recelo por el pueblo o el temor a sus decisiones, que los artífices del plebiscito incorporaron en él una curiosa cláusula según la cual ese pueblo que votaba se prohibía a sí mismo volver a expresarse libremente en las urnas, al proscribir en adelante para siempre el recurso de los plebiscitos que en ese momento consagraban. El manzanillismo añadía nuevos trazos a su propia caricatura. El Frente Nacional nacía a la vez como un pacto aristocrático y como una mordaza que el pueblo, manipulado por los políticos, se imponía a sí mismo. Muchos años después, sería necesario transgredir la pureza de la norma, para que se pudiera realizar el plebiscito que abrió camino a la Asamblea Constituyente en 1991, y con ella a la Constitución que rige al país desde aquel año.
Es significativo advertir que cada uno de los períodos del Frente Nacional le dejó al país un nuevo conflicto social. Durante el gobierno de Alberto Lleras Camargo, surgió formalmente la guerrilla de las farc. El gobierno de Guillermo León Valencia, un afable político caucano, epigramático y amigo de la cacería, hijo del poeta modernista Guillermo Valencia, vio aparecer la guerrilla castrista del eln. Durante el gobierno de Carlos Lleras Restrepo, apareció la guerrilla del epl. Y a raíz de la elección de Misael Pastrana Borrero, un sector de las juventudes radicales de la Alianza Nacional Popular fundó en las ciudades el M-19. Más tarde, durante esa asombrosa prolongación del Frente Nacional que fue el gobierno de Alfonso López Michelsen, comenzó el auge del narcotráfico y de la corrupción estatal, y en adelante Colombia vio crecer nuevos ejércitos ilegales, las disidencias guerrilleras y los movimientos de autodefensa campesina, lo mismo que las milicias populares de las ciudades. Guerrillas amigas de la Unión Soviética, guerrillas amigas de Cuba, guerrillas amigas de la China de Mao Tse Toung y guerrillas de intelectuales socialistas y populistas. Venían de grupos reducidos y focalizados, nacidos en centros tradicionales de conflicto, remanentes de la violencia de los cincuenta, o hijos de las disidencias de los comunistas, o hijos de la Revolución cubana, o hijos de la miseria creciente. El fondo social sobre el que se recortaban era el de la dramática transformación de Colombia en una realidad urbana con los campos harto abandonados, aunque todavía estuvieran grandes cultivos de caña de azúcar alimentando los ingenios azucareros en el Valle del Cauca; una parte de la Cordillera Central despojada de sus bosques nativos pero sembrada de cafetales, de maíz y de caña; los valles centrales sembrados de algodón y de frutales, y las regiones del norte sembradas de banano. En el conjunto de la geografía colombiana la mitad del territorio tiene vocación de bosques tropicales, cuya utilidad es la mayor imaginable: surtir agua y oxígeno para un planeta que los necesita, y donde la especie humana pareciera que ni se entera ni lo agradece. Del resto del territorio, está identificado que 17 millones de hectáreas son utilizables para la agricultura y 9 para la ganadería. Sin embargo, la tierra incorporada a la producción era ya muy poca en tiempos del Frente Nacional y hoy se ha reducido a la cifra escandalosa de 3,7 millones de hectáreas, en tanto que 16 millones convertidos en grandes latifundios se aplicaron a la ganadería extensiva ofreciendo un espectáculo irracional a los ojos de los economistas. Más grave que la monstruosa distribución de la propiedad de la tierra, verdaderamente feudal y contraria a toda la racionalidad moderna, es el hecho de que la mayor parte de esas propiedades no están incorporadas a la producción ni responden a ningún sistema de tributación: son en su gran mayoría tierras de familias cuyo orgullo consiste en poseer los títulos y cercar los predios, sin ninguna responsabilidad social.
Las guerrillas eran expresión sobre todo de los sectores campesinos marginales, aunque el eln, nacido de la influencia de la Revolución cubana, había visto reforzada su aventura, que surgió espectacularmente en 1965 en el departamento de Santander, con la adhesión de jóvenes universitarios e intelectuales. El más importante de todos fue el sacerdote Camilo Torres Restrepo, un sociólogo idealista que procuró dirigir un movimiento de oposición al Frente Nacional, pero fue de tal manera hostilizado por la intolerancia del poder que acabó convertido en un símbolo de la lucha revolucionaria latinoamericana, antes de que la muerte del Che Guevara en combate en Bolivia transformara a este guerrero argentino en la figura emblemática, y casi mítica, de esa época. Camilo Torres Restrepo había participado en la elaboración del libro La violencia en Colombia, que era el angustiado balance desde la academia de la escalofriante violencia que patrocinaron los partidos liberal y conservador entre 1945 y 1962. Convencido como Gaitán de que los dos partidos eran la ruina del país, y la causa eficiente de sus desgracias, fundó el Frente Unido, pero su desesperación y la persecución contra su movimiento lo arrojaron en brazos de la guerrilla del eln, y hasta lo llevaron a pensar, como tantos otros, que la insurrección del pueblo colombiano era inminente.
Pero la violencia de los años cincuenta había sido una verdadera guerra civil, en el sentido de que la población colombiana, manipulada por las tribunas y por los púlpitos y víctima de su propia memoria ancestral se sentía parte de esos partidos obligados a desgarrarse mutuamente, y en esa medida cada quien veía como su salvación el triunfo de su respectivo partido. Terminada, así fuera de una manera truculenta, la violencia, la comunidad podía vivir como un hecho la reconciliación que había traído el pacto del Frente Nacional, y creyó con sinceridad que el abrazo de los dirigentes le había regalado la paz a Colombia. Los colombianos estaban hastiados de violencia y era el momento de intentar una propuesta civil, de crear nuevos partidos modernizadores y pacifistas, que no despertaran la ferocidad de los poderes nacionales frente a todo lo nuevo. Pero Camilo Torres pudo comprobar cuán difícil era intentarlo, porque el poder en Colombia, alarmado por la Revolución cubana, veía comunismo en todas las expresiones de la oposición, y decidió negar toda posibilidad de expresión política legal a quien se manifestara en contra del modelo que habían instaurado. Camilo Torres Restrepo contribuyó con su adhesión al fugaz prestigio intelectual de las guerrillas, y repitió el destino del poeta José Martí en la Cuba de la independencia, quien también murió en su primer día de combate.
Eran los años sesenta, y la juventud colombiana súbitamente inmersa en la turbulenta paz urbana se dividía entre los que veían crecer la angustia de un futuro sombrío y los que veían llegar la modernidad que empezaba a abrir el país a los vientos del mundo. La música de la nueva ola, inspirada en la nouvelle vague francesa y sobre todo en los comienzos del rock inglés y norteamericano, aprovechó las pantallas de la televisión recién inaugurada por Rojas Pinilla en la única pausa de la dominación de las élites medievales, para entusiasmar a la nueva generación. Simultáneamente se daba el florecimiento de la nueva narrativa colombiana, con autores como Gabriel García Márquez, Héctor Rojas Herazo, Jorge Zalamea, Álvaro Cepeda Samudio, Manuel Zapata Olivella, Pedro Gómez Valderrama y Manuel Mejía Vallejo; de la poesía de Aurelio Arturo, de Meira del Mar, de Álvaro Mutis, de Jorge Gaitán Durán, de los nadaístas y del siempre joven León de Greiff. Y una explosión de artistas jóvenes como Édgar Negret, Eduardo Ramírez Villamizar, Fernando Botero, Alejandro Obregón, Luis Caballero, Margarita Lozano, Ana Mercedes Hoyos, Enrique Grau, Lucy y Hernando Tejada, Feliza Burztyn, Carlos Granada, en medio de los debates impulsados por la crítica argentina Marta Traba, que fundó en Bogotá el Museo de Arte Moderno, mientras florecían también las experiencias teatrales de grandes maestros como Enrique Buenaventura y Santiago García, al tiempo que las memorables revistas Mito, dirigida por Jorge Gaitán Durán, y Eco, alentada por el librero alemán y gran impulsor cultural Karl Buchholz.
El exdictador Gustavo Rojas Pinilla intentó al final del Frente Nacional recoger la oposición a los partidos y terciar en el debate político, pero aunque hoy todos piensan que ganó las elecciones de 1970, los resultados arrojaron un súbito incremento final de la votación del candidato oficialista Misael Pastrana, y Rojas Pinilla, que ya en 1957 había preferido retirarse antes de invocar el favor popular y precipitar una guerra civil, por segunda vez renunció a sus ambiciones, pero sacrificando en este caso las esperanzas de más de un millón de electores. Esa frustración hizo surgir al movimiento guerrillero M-19, compuesto principalmente por jóvenes intelectuales de las ciudades, que creció a lo largo de los veinte años siguientes, gracias a acciones militares y publicitarias espectaculares, y llegó a ejercer cierta atracción romántica sobre las clases medias del país. Su plenitud ideológica se dio con la irrupción en la vida pública de Jaime Bateman, quien parecía haber superado la tradicional rigidez de los guerrilleros colombianos, su doctrinalismo fanático, y empezaba a articular un discurso cohesionador de sectores más amplios, abandonando el esquematismo marxista e invocando más bien el estímulo a la pluralidad del país. Este discurso iba aliado con un fortalecimiento de las acciones militares, pero a mediados de los años ochenta Bateman murió misteriosamente mientras volaba hacia Panamá, y el movimiento nunca pudo reponerse de esa pérdida. Sus líderes desde entonces intentaron mantener su presencia, llegando a insinuar incluso la posibilidad de una guerra urbana hasta entonces desconocida en Colombia, pero la realidad del país cambiaba vertiginosamente, y la irrupción del narcotráfico en la vida nacional trajo un nuevo elemento dramático a la política y pareció cerrar la posibilidad de que un movimiento nacionalista apelando a las armas pudiera cambiar a la sociedad.
En 1974 concluían los 16 años del Frente Nacional, y llegó al poder Alfonso López Michelsen, quien había sido al principio uno de los más vigorosos críticos de aquella tenaza antidemocrática. Paradójicamente, su gobierno, que debía conducir al país hacia las libertades constitucionales y la democracia activa, persistió en todos los hábitos del régimen de derechos restringidos; permitió que continuara el arrasamiento de los recursos naturales, hasta el punto de que fue en esos años cuando se deforestó más del 50 por 100 de la Sierra Nevada de Santa Marta, la cordillera litoral más alta del mundo; vio surgir impotente o indiferente el poder de los traficantes; permitió que empezara a hacer carrera la corrupción en la administración, y como en los gobiernos anteriores, persistió en la hostilización de todo reclamo popular y de toda oposición democrática. El escenario de la democracia siguió siendo el mismo de los tres lustros anteriores: los movimientos campesinos, los movimientos estudiantiles, los movimientos obreros, fueron rechazados con ferocidad; el derecho de huelga fue prácticamente borrado, exhibido por los medios como una expresión de malignidad de los sectores laborales; las luchas de los estudiantes por una mayor democracia y una verdadera modernidad en la enseñanza se estrellaron con un autoritarismo incapaz de diálogo alguno, y ello fortaleció a los movimientos armados en su convicción de que la única alternativa era la guerra.
Otra de las consecuencias del Frente Nacional fue el total cierre de oportunidades para las clases medias emprendedoras. Ya el M-19 era una buena prueba de que algunos sectores de las clases medias se sentían ahogados por la legalidad del sistema y no encontraban oportunidades de expresión política en el campo de esa democracia restringida. A comienzos de los años setenta, estimulados por un mercado internacional creciente, algunos contrabandistas colombianos empezaron a convertirse en traficantes de drogas. El movimiento juvenil de los años sesenta había abierto camino en el mundo al consumo generalizado de hierbas estimulantes como la marihuana, lo mismo que de substancias industriales como el lsd y otros psicoactivos, y ante ello los Estados Unidos optaron por revivir una de sus más patéticas cruzadas: la prohibición. Debió preverse que ésta, como siempre ocurre, desarrollaría un gran mercado, pero nadie a comienzos de esa década pensó seriamente que aquel negocio llegaría a convertirse en una industria de proporciones gigantescas. En Colombia se veía a los traficantes como una especie particular de contrabandistas con suerte, y en el diálogo cotidiano se los caricaturizaba por su ostentación de nuevos ricos, por su dudoso gusto arquitectónico y ornamental, y por su tendencia a imitar el estilo de los norteamericanos. Se hablaba entonces de la clase emergente, pero ni el Estado ni los particulares presentían que en el nuevo orden del mercado mundial se estaba asistiendo a la aparición de la primera gran multinacional controlada parcialmente por latinoamericanos. Sobre todo nadie imaginaba que el público consumidor de substancias psicoactivas en los países industrializados fuera tan grande y estuviera dispuesto a invertir sumas tan altas en la satisfacción de sus vicios.
La situación colombiana era particularmente propicia para la aparición de traficantes. La historia nacional era una larga crónica de esfuerzos productivos en los cuales sólo habían podido abrirse camino los productos aceptados por las metrópolis. En vano cultivaban nuestros países bienes que aquellas ya produjeran o en los que no estuvieran interesadas. Por eso se fueron formando en nuestro continente las repúblicas azucareras, las repúblicas bananeras, las repúblicas ganaderas, las repúblicas cafeteras: era la metrópoli la que imponía la lógica de la producción, y nuestros campesinos estuvieron siempre sujetos a ese poder del mercado. Por otra parte, la economía colombiana fue siempre condicionada a producir bienes suntuarios o que llegaban a tener el perfil de lujos y casi de vicios. El oro, las perlas, las esmeraldas, el tabaco y el café, fueron sucesivamente algunos de los grandes productos de exportación del mercado colombiano, y nuestra sociedad presenció con muchas de esas bonanzas la aparición de una violencia peculiar. ¿Cómo impedir que lujos nuevos que se daban bien en nuestros suelos y que el imperio parecía dispuesto a consumir en grandes cantidades, se abrieran camino? Si los gobiernos de la metrópoli y de nuestros países hubieran advertido a tiempo el peligro que se cernía sobre todos con la formación de esas inmensas fortunas en el marco especialmente propicio a la violencia de la clandestinidad y la prohibición, habrían tenido que prevenir ese peligro estimulando no sólo la producción sino el consumo de otros productos agrícolas capaces de resolver el problema de los productores y de impedir el auge de los negociantes.
En otros tiempos el café y el chocolate llegaron a ser considerados drogas adictivas tan peligrosas que fueron prohibidos en muchas sociedades. El alcohol, que hoy se consume legalmente, aunque es indiscutida causa de accidentes y mortalidad, tuvo sus épocas feroces de prohibición, y todo parece indicar que el efecto principal de esa prohibición fue la formación de poderes clandestinos extraordinariamente violentos. La hoja de coca ha sido un producto de consumo natural de los pueblos indígenas americanos durante milenios, forma parte de sus ritos religiosos y de sus ceremonias de conocimiento desde tiempo inmemorial. Por su parte la cocaína, es decir, el polvo industrial elaborado a partir de la hoja de coca, fue un producto tolerado y consumido por la sociedad europea en la segunda mitad del siglo xix; llegó a ser un lujo refinado como el rapé; nadie ignora que intelectuales como Sigmund Freud lo consumían con cierta regularidad y le deben a ese uso el resultado de muchas de sus investigaciones; y se sabe que en los cafés de la Francia del fin de siglo xix y de las primeras décadas del siguiente abundaban los afiches invitando al consumo de licores derivados de la coca, que llegaron a ser muy populares. Muchos afirman que el verdadero impulsor del actual auge de la cocaína fue la prohibición, y así lo sostuvo en 1979, cuando el problema apenas empezaba a hacerse visible, el más importante intelectual del establecimiento colombiano, Alberto Lleras Camargo, quien había sido secretario general de la oea y el primer presidente del Frente Nacional.
Lo cierto es que antes de que los gobiernos lo advirtieran, el tráfico de marihuana y de cocaína se había convertido en un negocio gigantesco, y los aparentemente inofensivos negociantes se habían transformado en hombres riquísimos y llenos de poder cuya economía clandestina, que movía gigantescas fortunas, dado que no podía regularse por medio de la ley y de los tribunales, derivaba de un modo sangriento hacia la justicia privada, las vendettas, la acumulación de poder militar y el terrorismo. Desde el comienzo de ese proceso las autoridades confundieron de un modo culpable a tres sectores distintos que participan del negocio de las drogas: los humildes campesinos cultivadores, para quienes sembrar y recoger coca como sus antepasados es una normal actividad agrícola de subsistencia; los sectores de las clases medias que en tiempos de crisis se ven tocados de mil maneras distintas por los dineros de la droga, y las grandes mafias de traficantes que sólo en parte están compuestas por aventureros latinoamericanos, ya que sin duda los grandes distribuidores, que manejan la mayor parte del negocio en la etapa de mayor valor de su mercancía, operan en las naciones donde la droga se consume.
Los campesinos asediados en su economía de subsistencia no entienden que una planta que fue siempre sagrada para los indígenas pueda ser declarada por una civilización insensata como una encarnación del mal y que su cultivo sea condenado como una práctica criminal, más aún si se piensa que siempre hubo un gran comprador legal de hoja de coca, la planta central de Coca-Cola en Atlanta, Estados Unidos. Más valdría preguntarse por qué misteriosa razón el más extendido producto legal de la sociedad de consumo en la era industrial y su más combatido producto ilegal proceden ambos de la misma materia vegetal.
A comienzos de los años ochenta, la actividad de los traficantes de drogas se inclinó hacia la política. Carlos Lehder había fundado un partido nacionalista de extraña ideología, el Movimiento Latino Nacional, y el casi desconocido traficante Pablo Escobar Gaviria se había hecho elegir representante a la Cámara. Pronto querrían tener candidatos a la presidencia de la república. En ese momento comenzó su tensión con el Estado, los Estados Unidos advirtieron de pronto que las fortunas de la droga eran gigantescas, que el consumo se había disparado y que los poderes subterráneos eran descomunales. Y la declaración de guerra al narcotráfico no se hizo esperar. La respuesta de los traficantes a esa guerra, y a la amenaza de la extradición hacia los Estados Unidos, fue el terrorismo, y así comenzó el siguiente episodio de la interminable violencia en Colombia.
El cartel de Gonzalo Rodríguez Gacha y de Pablo Escobar emprendió una despiadada guerra contra la sociedad y contra el Estado que dejó millares de víctimas en unos pocos años. Las barriadas miserables, que no habían recibido ningún beneficio del Estado, y donde crecían los hijos de la violencia de los años cincuenta, desamparados, sin educación y sin horizontes, se convirtieron en los surtidores de sicarios a sueldo de las fortunas del narcotráfico. Centenares de jóvenes pobres y sin destino se convirtieron en los verdugos implacables al servicio de esos poderes, y una nueva ideología de la riqueza fácil y de la violencia como único medio de hacerse respetar se abrió camino en las ciudades de Colombia.
A comienzos de los años ochenta ya se advertía que algo grave ocurría en el orden institucional colombiano. Los partidos políticos habían perdido su perfil y su capacidad de oposición y fiscalización, pero todavía la presencia de algunos dirigentes de viejo estilo obraba como freno a la descomposición moral. Sin embargo, el Frente Nacional ya había cumplido su misión de desarticular el país. Las muchedumbres crecidas bajo el sello de la exclusión y de la mezquindad, se hundían en el resentimiento, la educación no había sido nunca una prioridad de los gobiernos, la miseria se convertía necesariamente en una enorme factoría de delincuentes, y el narcotráfico se perfilaba como un poder enorme que quería a toda costa hacerse reconocer políticamente. Representantes de los barones de la droga se reunieron con algunas personalidades en Panamá para hacer una propuesta asombrosa: al parecer estaban dispuestos a pagar la deuda externa del país y a abandonar el negocio a cambio de ser juzgados en Colombia y seguramente de obtener una amnistía legal para alguna parte de sus fortunas. El hecho exigía llegar a difíciles acuerdos con la comunidad internacional o desafiarla, y el presidente Betancur se negó de plano a esa negociación que por entonces creyeron posible incluso políticos como López Michelsen e intelectuales como Gabriel García Márquez. Tal vez en ese momento habría sido posible desarticular a las mafias nacientes, cuando aún no se habían lanzado al terrorismo y cuando todavía la persistencia de la guerra fría no había convertido a la guerra contra la droga en una prioridad del mayor imperio del mundo.
Pero ya aquellos barones de la droga habían construido una suerte de turbia mitología, y vivían una novela de ambición y violencia que resultaba increíble a los ojos del pueblo. Sus inmensas propiedades, que permitieron a una sola familia estar próxima a poseer un millón de hectáreas; sus cuadras de caballos de paso fino colombiano, una variedad reconocida en el mundo; sus opulentas mansiones; sus refugios inaccesibles; sus rutas de aviones que llevaban sin descanso la droga hasta las costas de los Estados Unidos; sus islas privadas en el Caribe; sus historias de amor; la ferocidad de sus crímenes,; sus gestos populistas como la construcción de centros deportivos bien provistos e iluminados en barrios que habían vivido por décadas el abandono estatal; sus canecas llenas de dólares que parecían revivir en el lenguaje de la postmodernidad los legendarios entierros de los pueblos precolombinos; su exhibicionismo, sus Ferraris y sus Alfa Romeo, engendraron un coro de rumores que embelesaba a los jóvenes de las barriadas.
A lo largo de esa década, uno de los paseos famosos de los colombianos fue la visita de la hacienda Nápoles, de propiedad de Pablo Escobar, en cuya puerta estaba emplazada la avioneta que según rumores le permitió colocar su primer cargamento en territorio de los Estados Unidos; adentro era posible ver el supuesto Bentley agujereado de un gangster norteamericano, y un extenso jardín con animales exóticos viviendo en libertad en los campos de Doradal, en el valle del Magdalena. A orillas de las carreteras surgían de repente pueblos en las inmediaciones de las grandes haciendas, y repentinos bosques de edificios ascendían en las principales ciudades del país. En aquellos quince años se diría que nuevas ciudades crecieron en las viejas: la industria de la construcción tuvo un auge inusitado y Colombia vivió por algún tiempo una inexplicada estabilidad económica en los mismos momentos en que el resto del continente parecía hundirse en la recesión. Colombia, un país que nunca había vivido el esplendor que vivieron México en los tiempos coloniales o La Habana a fines del siglo xviii o la Argentina a comienzos del xx o Venezuela en el medio siglo, vivió por unos cuantos años un vago remedo de prosperidad que incluso alcanzaba a ciertos sectores de las clases pobres, sólo que su causa, que los gobiernos más de una vez atribuyeron a su buena política económica, no era más que el reflejo de un violento negocio clandestino por el que el imperio pagaba sumas fabulosas. Tan conocido era el hecho, que algunos traficantes colombianos alcanzaron a aparecer en las listas anuales de Forbes entre los hombres más ricos del mundo. Pero el asesinato del ministro de Justicia en 1984, y la aplicación por parte del gobierno del tratado de extradición de nacionales vigente con los Estados Unidos, dieron comienzo a una guerra terrorista que mantuvo a Colombia en estado de conmoción durante los diez años siguientes, y la guerra con los extraditables convirtió al país en una progresión de atentados y alarmas, de secuestros políticos y magnicidios.
En 1985, un comando del M-19 asaltó el edificio de la Corte Suprema de Justicia, y tomó como rehenes a los magistrados, a los trabajadores y al público. Una decisión autónoma de los generales, después autorizada por el presidente, ordenó un operativo implacable por parte de la fuerza pública que se lanzó a reconquistar el edificio a sangre y fuego, logrando sólo la inmolación de buena parte de los rehenes, y cuya primera imagen simbólica fue el espectáculo de las armas de la república vueltas contra las puertas de la justicia, de un modo que parecía presagiar el hundimiento del orden legal ante el avance de las armas que viviría el país en los años siguientes. Fue también en esos tiempos cuando a raíz de una propuesta de negociación política con las guerrillas liderada por la administración Betancur, se hizo el experimento de fundar un movimiento político, la Unión Patriótica, que preparara la incorporación de los rebeldes a la vida civil y a la oposición democrática. Increíblemente, más de tres mil militantes desarmados fueron asesinados, en un proceso implacable que pareció agotar la voluntad de paz de las guerrillas colombianas y cerrar las posibilidades de una negociación política. En sucesivas oleadas de terrorismo, durante el gobierno de Virgilio Barco, fueron asesinados cuatro candidatos a la presidencia, varios ministros y altos dignatarios del Estado, numerosos jueces y miembros de las fuerzas armadas, y el estallido de bombas en los lugares públicos convirtió a algunas ciudades colombianas en pesadillas.
Se diría que las guerras colombianas no se crean ni se destruyen sino que se transforman. La guerra entre liberales y conservadores de los años cincuenta se convirtió en la guerra silenciosa contra toda oposición en los años siguientes, y después en la guerra provocada por las primeras guerrillas; vino la guerra del M-19, y no concluía ésta cuando estalló la guerra terrorista de los narcotraficantes. En los años ochenta se pensaba que el mundo sería un jardín de rosas si desaparecían Gonzalo Rodríguez Gacha y Pablo Escobar pero, muerto el uno bajo los platanales del Caribe y abaleado el otro sobre los tejados de Medellín, sobrevino la guerra siguiente, más violenta y generalizada. Ante la debilidad del Estado, saqueado por la corrupción, los ejércitos privados se fortalecieron, y en muchas regiones la irregularidad de la guerra fue haciendo posible la aberración de que las armas de la república se volvieran contra las leyes de la república.
Fortalecida por el debilitamiento del Estado y alimentada por el secuestro, la extorsión, las llamadas vacunas y los impuestos cobrados al narcotráfico, la guerrilla de las farc creció y se extendió por todo el país. Dedicado también al secuestro y a los atentados contra la infraestructura energética, el eln avanzó igualmente sobre buena parte del territorio, y a su vez el epl mantuvo la guerra en algunas regiones. Como respuesta a este auge de la guerrilla, crecieron por igual los grupos rurales de autodefensa, decididos a proteger las regiones de campesinos medios y empresarios agrícolas a los que el Estado desprotegía, y los grupos paramilitares ofensivos, decididos a librar una guerra irregular contra las guerrillas, y que no vacilaron en recurrir al crimen para sembrar el terror en campos y aldeas, mientras las llamadas milicias populares dominaban muchos barrios de las ciudades. El Ejército Nacional, que se veía a menudo acusado de tolerar en sus filas la violación de los derechos humanos, se vio en aprietos para responder a tantos frentes distintos. En un país carente de sentido de lo público, vio como sectores de la sociedad amenazada le exigían protección y hasta lo conminaban a recurrir a prácticas ilegales para defender los intereses de los afectados, de modo que más de una vez tuvo en su seno a individuos dispuestos a volver las armas contra las leyes.
Así se generalizaron la captura de prisioneros con fines de canje, el secuestro con fines extorsivos, los asaltos a los pueblos, los retenes en las carreteras a los que las guerrillas llaman “pescas milagrosas”, las masacres selectivas y el asesinato de personalidades democráticas bajo la acusación de pertenecer a alguno de los bandos en pugna. Aquel que se niegue a comprometerse con la guerra puede ser acusado por cualquier bando de pertenecer al bando contrario, aunque ninguno de esos bandos ha logrado formular un proyecto civilizado y coherente que represente la promesa de un futuro más generoso para las mayorías y que despierte el entusiasmo de la población.
El tradicional sistema de privilegios y exclusiones había fortalecido un tipo de proteccionismo económico que toleraba la negligencia y la pésima calidad de los productos entre los beneficiarios del favor del Estado. Pero con el pretexto de corregir ese error, el gobierno de César Gaviria decretó a comienzos de la última década del siglo una apertura económica indiscriminada que en lugar de fortalecer la economía mejorando la calidad de los productos, ampliando la capacidad de competencia y fortaleciendo a los productores, entregó el mercado a una invasión de productos de economías mejor organizadas y precipitó la ruina de vastos sectores de la industria y la agricultura. El gobierno siguiente se proponía moderar los efectos calamitosos de la apertura, pero el escándalo por la financiación de la campaña con dineros del narcotráfico sometió el gobierno de Ernesto Samper a una tal presión política que el presidente, para no tener que renunciar a su cargo, invirtió buena parte del presupuesto en comprar mediante publicidad y populismo el favor de sus gobernados, y declararle, por exigencia de los Estados Unidos, una guerra sin cuartel a los dineros del narcotráfico. Es por todo ello que bajo estos gobiernos, a medida que se deterioraba la economía y que se debilitaba el Estado, víctima de su propia corrupción, crecieron y se fortalecieron los ejércitos privados hasta llegar a ser por momentos incontrolables para el ejército regular.
El círculo vicioso es inexorable: como el Estado no ofrece soluciones al campo, surgen las guerrillas. Como no ofrece soluciones económicas a los pobres de las ciudades, se fortalece la delincuencia. A consecuencia de ello, como el Estado no está en condiciones de proteger a las clases medias urbanas y rurales de las guerrillas y de la delincuencia, surgen los paramilitares y los ejércitos de vigilancia privada. Pero como el presupuesto de seguridad del Estado debe invertirse en la guerra contra los insurgentes en los campos y en la persecución de las mafias, cuando no en el imparable rastreo de la corrupción, los ciudadanos se ven cada vez más abandonados en manos del hampa, y las ciudades se convierten en tierra de nadie. Así, una sola causa, la creciente pérdida de legitimidad del Estado, se va ramificando en consecuencias caóticas para toda la comunidad, y Colombia se ve desgarrada por una crisis con más cabezas que la hidra mítica, y sin saber por dónde empezar a corregirla.
En 1998, el presidente Andrés Pastrana se reunió en las montañas de Colombia con el líder guerrillero Manuel Marulanda y dio comienzo a un proceso de paz que hizo renacer inicialmente las esperanzas de una comunidad hastiada de violencia, naufragada en la desconfianza y que había perdido casi totalmente el disfrute de su territorio. Desde entonces el gobierno basó su programa en la búsqueda de una negociación política que condujera al armisticio con los ejércitos insurgentes de esta guerra singular que tendía a generalizarse. Atendiendo a ese propósito asumió riesgos políticos serios, como el despeje del área de cinco grandes municipios para adelantar allí el proceso de paz, mientras en el resto del territorio seguía la guerra; la aceptación expresa de que la guerrilla tenía un programa político y era un interlocutor válido del gobierno; y la aceptación gradual de una serie de condiciones de procedimiento lo mismo que de un temario común con los insurgentes de las farc. A comienzos del año 2001 un proceso similar con las guerrillas del eln empezó a esbozarse.
No es que el Estado colombiano en particular sea inepto y que su política de guerra total haya fracasado en la tentativa de derrotar a los insurgentes. Es que a lo largo de décadas el ejército español no ha podido derrotar a eta, y el poderoso ejército inglés no ha podido destruir al ira. Ello es más grave en el caso colombiano, porque no se trata de guerrillas camufladas en algunas ciudades sino de verdaderos ejércitos dispersos por un país cuya topografía hace inexpugnables los fortines en los que resisten, un país donde, a diferencia de los países de Europa y de algunos países de América, es demasiado fácil esconderse y perderse.
Pero siendo la negociación indispensable para garantizar un mínimo futuro a nuestra democracia, es importante saber que el armisticio difícilmente significaría por sí mismo la refundación del país. La ciudadanía se haría demasiadas ilusiones si piensa que un diálogo entre guerreros o entre poderes le puede regalar un país civilizado y próspero. La verdadera solución es menos fácil y menos rápida pero es tal vez la única seria a largo plazo. Consiste en la necesidad de un movimiento democrático nacional formado por todas las mentalidades verdaderamente modernas y comprometidas con el país y con su futuro, que se niegue de un modo radical a perpetuar el estilo político de los partidos tradicionales de Colombia, que entendiendo la realidad de los ejércitos se resista a convertir la violencia en la solución de los problemas nacionales, y que proponga una verdadera aventura de renovación, de redefinición del país, de reestructuración de sus instituciones y de reinvención de la democracia. La primera tarea de ese movimiento es reconocer al país en su ahora evidente complejidad, reinterpretar su historia y en esa medida reformar radicalmente sus instituciones, renovar las costumbres políticas, asumir el desafío de hacer verdaderamente iguales ante la ley a los ciudadanos, buscar la solidaridad nacional no en la letra sino en el estilo mismo de su acción política, y adelantar un gran esfuerzo de dignificación de la comunidad y de elevación de la autoestima de los ciudadanos. No puede haber democracia sin demócratas. No puede haber gobiernos razonables y audaces sin una comunidad que los elija y que tenga la suficiente madurez para controlarlos y fiscalizarlos. No puede haber negociaciones con nadie si los gobiernos no representan un proyecto ético, un ideal de nación, una voluntad clara y mayoritaria, y no tienen, por lo tanto, el poder de negociar. No puede haber una revolución de la educación como la que Colombia requiere con urgencia, sin una redefinición de los ideales nacionales, sin una superación de los prejuicios y las mezquindades que hasta ahora han gobernado la política colombiana durante décadas. Colombia no alcanzará los beneficios de la modernidad si no se atreve a mirarse en el espejo de su complejidad y si no asume el deber de aceptarse a sí misma, de permitirle a cada ciudadano el ejercicio de su libertad pero asignándole a cada uno la medida de su responsabilidad. Ello ya no depende del Estado existente. Depende sólo de la irrupción de una nueva ciudadanía capaz de grandes decisiones políticas, de originales iniciativas económicas y sociales, de procesos culturales y educativos que nos conviertan en una nación reconciliada con su memoria, con su territorio y con su propia originalidad. Sólo cuando cada ciudadano asuma que su papel es fundamental en ese proceso, que su presencia es indispensable y definitiva, cuando tengamos evidencia del poder que puede alcanzar una comunidad solidaria, Colombia podrá contar sus ganancias.
#AmorPorColombia
Las conmociones de un siglo
Mónica Meira, Excavación, 1999, acrílico sobre lienzo. 120 x 120 cm.
Alejandro Obregón, Violencia (detalle), 1962, pintura, óleo sobre tela. 155 x 187,55 cm. Banco de la República.Bogotá.
Diego Mazuera, Marcando el paso (detalle), 1996, óleo sobre lienzo. 54 x 65 cm.
Omar Rayo, Shuja II, 1971, acrílico sobre tela, 102 x 102 cm. Banco de la República.Bogotá.
Claude Feuillet, Selva (detalle), 1979, óleo sobre tela, 152 x 118,5 cm. Federación de Cafeteros de Colombia. Bogotá.
María Cristina Cortés, Paisaje homogéneo (detalle), 1988, óleo sobre lienzo. 116 x 163 cm.
Diva Teresa Ramírez, Danzarines en el espacio, 1976, acrílico sobre papel. 160 x 170 cm. Banco de la República. Bogotá.
Elsa Zambrano, cuadro de la serie Las escuelas (detalle), 1979, acrílico sobre lienzo, 120 x 110 cm. Colección Suramericana de Seguros.
Noé León, La tigresa (detalle), 1967, óleo sobre cartón. 39 x 72 cm. Banco de la República. Bogotá.
Guillermo Wiedemann, Ensamblaje, 1963, collage. 72 x 72 cm.
Lorenzo Jaramillo, Caras (detalle), 1981, pastel sobre papel, 100 x 70 cm.
Juan Antonio Roda, El color de la luz (detalle), 2000, óleo sobre lienzo. 125 x 150 cm.
Edgar Negret, Calendario (detalle), 1995, aluminio pintado. 161 x 161 x 40 cm.
Ana Mercedes Hoyos, Serie Bazurto I (detalle), 1992, óleo sobre lienzo, 150 x 150 cm.
José Freddy Serna, Tarde norte, 1997, 160 x 150 cm, óleo sobre lienzo. Colección Suramericana de Seguros.
David Manzur, San Jorge derrotado (detalle), 1993, pastel sobre papel. 50 x 65 cm.
Eduardo Ramírez Villamizar, Escultura.
Miguel Ángel Rojas, Jaguar (detalle), 1999, óleo y laminilla de oro sobre lienzo. 140 x 175 cm.
Fabián Rendón, Vientos (detalle), s. f., grabado al linóleo sobre papel. 70,2 x 100 cm. Banco de la República. Bogotá.
Luis Luna, cuadro de la serie Desastres de Goya, 1999, óleo sobre tela. 140 x 150 cm.
Carlos Jacanamijoy, Domingo 4.30 pm (detalle), 2003, 150 x 170 cm.
Taganga, Magdalena.
Castillo de San Felipe. Cartagena, Bolívar.
Texto de: William Ospina
A lo largo de las guerras civiles del siglo xix se impusieron en Colombia el poder clerical y el poder de los grandes terratenientes, y nunca se abrió camino la modernidad, ni siquiera con las más moderadas de sus reformas liberales. Esas guerras tenían como protagonistas exclusivos a los partidos liberal y conservador, que desde el comienzo de la vida republicana se disputaron con ferocidad el poder, el favor de las regiones y el electorado. Los dos partidos iban cambiando su perfil al ritmo de los tiempos, representaron el proteccionismo y el librecambio, representaron el centralismo y el federalismo, representaron el clericalismo y el radicalismo ateo, representaron el esclavismo y el abolicionismo. La dinámica de esas guerras más bien conservatizó gradualmente las posiciones de ambos partidos; a finales del siglo xix sólo parecían distinguirse por representar a dos sectores poderosos distintos, y a lo largo del siglo xx no fue ya posible identificar en ellos una doctrina coherente.
Después de cincuenta años de hegemonía conservadora, un moderado liberalismo que ya había perdido por el camino su radicalidad anticlerical y buena parte de su vocación social intentó algunas reformas políticas en la década de 1930. Antes de que el conservatismo minoritario se lanzara ferozmente a la reconquista del poder, ya los propios liberales habían moderado sus programas, abandonando la búsqueda de una reforma agraria verdadera en un país donde cien familias eran dueñas del suelo productivo, y renunciando a otras iniciativas en el campo empresarial, en el laboral, y en la defensa de los recursos naturales. Pero a mediados de los años cuarenta los más destacados jefes de ambos partidos encabezaron una furiosa reacción contra el líder liberal Jorge Eliécer Gaitán, un hombre de origen popular que se exaltó como el más importante dirigente del siglo, y cuyo movimiento de reivindicación de campesinos y de trabajadores urbanos por una vez en la historia puso a Colombia a las puertas de la modernidad y en el camino de una verdadera democracia. Gaitán sabía que en estos países todavía marcados por su pasado colonial era preciso un movimiento, como el de la Reforma mexicana, como el que maduraba entonces en las luchas de los mineros bolivianos, por incorporar al pueblo siempre menospreciado y excluido en la mitología de la nación. Pero los aristócratas de ambos partidos, celosos guardianes de una tradición señorial, temían el origen popular de Gaitán y su oratoria en la que convergían la tradición de los tribunos latinos con el clamor callejero, y que electrizaba a las multitudes. Todos nuestros países, que heredaron con la república un orden de antiguas jerarquías y de repulsiones sociales, tenían necesidad de esos vigorosos movimientos populares que hicieran ingresar enfáticamente a los pueblos en la leyenda nacional, y ese era el papel que Gaitán y su movimiento parecían destinados a cumplir en la Colombia de mediados de siglo. Pero en abril de 1948 Gaitán fue asesinado, su proyecto popular fue sacrificado, y Colombia tuvo que vivir otro medio siglo de intolerancia, de racismo y de clasismo, tan hostiles a la presencia del pueblo en la historia oficial que la hicieron a veces casi imperceptible.
El momento más terrible de esos conflictos entre liberales y conservadores fue la violencia del medio siglo, que arreció tras el asesinato de Gaitán. Para recobrar su ascendiente entre el pueblo ya esquivo, los conservadores, que habían recuperado el poder, instauraron la violencia oficial contra las nuevas mayorías; los jerarcas políticos y religiosos de ambos partidos fanatizaron a la población campesina, y la política utilizada como instrumento de división y de exterminio sembró el terror en los campos. Sus consecuencias fueron no sólo el éxodo masivo de los campesinos y el crecimiento descomunal de las ciudades, sino un pacto aristocrático entre liberales y conservadores que se llamó el Frente Nacional y que pacificó transitoriamente al país al precio antidemocrático de prohibir los partidos políticos distintos.
Ese proceso de urbanización transformó a Colombia. De un bucólico país campesino se convirtió en un desgarrado país de ciudades, donde se hizo perceptible toda esa enorme diversidad antes dispersa. Los campesinos, refundidos en las montañas y los valles, en las praderas y las sierras, en los desiertos de salitre y en las brumas eternas del Macizo Central fueron arrojados a una vida desconocida en las barriadas que crecían; y en una progresión incesante que ningún erudito entendió, que ningún político corrigió y que ningún alma piadosa supo consolar, se cumplió la violenta colombianización de las ciudades de Colombia.
Lenta y confusamente, las clases medias que accedieron a la educación empezaron a buscar nuevos horizontes para la sociedad. Unas décadas atrás, Jorge Isaacs, explorador, descubridor, antropólogo antes de la antropología, político, guerrero y novelista de un mundo nuevo, había intentado ser el testigo lúcido de la complejidad del país y el odio de los letrados y los políticos lo había convertido, como ha dicho Borges, en un desengañado. José Asunción Silva, intelectual modernista, comerciante utópico, explorador del lenguaje y poeta renovador, había optado ante las insuperables sordideces del mundo por el definitivo balazo en el corazón. Y Barba Jacob, campesino expulsado por la pequeñez de la aldea, creador ambicioso, y desadaptado furibundo, prefirió huir de Antioquia en busca de un mundo más vasto:
Y errar, errar, errar a solas,
la luz de Saturno en mi sien,
roto mástil sobre las olas
en vaivén.
La historia entera de Colombia puede verse como una historia de éxodos y de cíclicos desplazamientos. A comienzos del siglo xxi Colombia vuelve a mostrar al mundo una cifra de dos millones de desplazados, de refugiados internos, y por primera vez una cifra de cuatro millones de nacionales dispersos por el mundo, pero hay que advertir que buena parte de la literatura y del arte colombiano se hicieron en el exilio, y fue sobre todo México el refugio de muchos de estos grandes creadores. A comienzos del siglo xx Porfirio Barba Jacob, quien entonces se llamaba Miguel Ángel Osorio, y que en las revueltas de Centroamérica se llamó también Ricardo Arenales, vivió un apasionante y turbulento destino continental. Había escapado del letargo de la aldea, y aprendió a hacer suyas, o a hacer resonar en su voz, las virtudes de las tierras que lo acogieron:
Vagó sensual y triste por islas de su América,
en un pinar de Honduras vigorizó el aliento,
la tierra mexicana le dió su rebeldía,
su libertad, sus ímpetus, y era una llama al viento.
México también fue una patria para Germán Pardo García, para Gabriel García Márquez, para el poeta Álvaro Mutis, para el gran impugnador Fernando Vallejo, y para el escritor y escultor Rodrigo Arenas Betancur, pero quienes permanecieron optaron también por la disidencia y por la casi voluntaria marginalidad: Fernando González, filósofo de lenguaje original, que se atrevió a pensar el país por fuera de las pautas estereotipadas de Occidente, llamaba a su refugio en las afueras de Medellín “Otraparte”, y supo ser el orientador de varias generaciones rebeldes. De su magisterio no convencional saldrían los desafíos de Gonzalo Arango, el poeta fundador del nadaísmo, que más que una escuela literaria fue, en tiempos de discordia nacional, una gran amistad; y la aventura intelectual de Estanislao Zuleta, lector apasionado, disertador enciclopédico, maestro de su tierra y de su siglo. El padre de éste, gran amigo de Fernando González, había muerto en el mismo incendio que devoró a Carlos Gardel en el aeropuerto de Medellín, y el hijo llevó a su plenitud el destino intelectual que le había sido negado a aquel joven distinguido, pero rompiendo a la vez con la mentalidad de su linaje de juristas inflexibles y periodistas influyentes.
A partir de 1958, y como un conjuro aristocrático contra la degradación de la violencia política, vinieron los dieciséis años del Frente Nacional: cuatro períodos presidenciales en los que cada vez sólo se presentaban a elecciones candidatos de uno de los partidos. Gobernaron una época de relativa tranquilidad, una de las pocas pausas de civilidad que tuvo Colombia en el siglo xx, y conquistaron una mínima estabilidad, pero sus consecuencias a la larga fueron nefastas para la vida política colombiana y para su democracia siempre precaria. Estos gobiernos comprometidos con la convivencia, pero sólo entre los dirigentes tradicionales, no recibían un país donde se hubiera instaurado una filosofía democrática, sino la herencia de un mundo a la medida de los gamonales y el clero, y, recelosos de una democracia que no les parecía apta para el pueblo, sostuvieron una política de extrema restricción de los derechos ciudadanos y recelosa de toda expresión democrática, mediante un curioso mecanismo de suspensión periódica de las garantías constitucionales llamado el Estado de sitio.
Así se permitió que en un país necesitado como ningún otro de democracia y de pluralismo, prosperara el sentimiento oficial de que los dos partidos tradicionales eran los dueños exclusivos del Estado y se mantuviera en suspenso la democracia efectiva, lo que acabó por hundir en la indiferencia a muchos que se sintieron excluidos de la política y del mundillo social que sustentaba esa política, y por precipitar a otros en una oposición que, falta de garantías, fue derivando hacia la marginalidad y la violencia.
Esos gobiernos debieron responder al tremendo desafío de un crecimiento desordenado de las ciudades. Bogotá pasó en cincuenta años de tener setecientos mil a tener casi ocho millones de habitantes; Medellín de doscientos mil a tres millones; Cali de ciento cincuenta mil a dos millones. La pobreza empezó a notarse de un modo dramático, debido justamente a que ser pobre en el campo no equivale jamás al hambre y la indigencia, pero en la ciudad las familias pueden llegar a carecer de todo. El contraste entre sectores largamente arraigados en unas costumbres urbanas, en un estilo ciudadano y las muchedumbres que llegaban con su noble tradición campesina, ahora inútil y además menospreciada, agudizó la exclusión social; y los gobernantes no supieron percibir el tremendo cambio sociológico que traía consigo esa violenta urbanización.
Sólo algunos líderes populares del llamado Movimiento Revolucionario Liberal, como Alfonso Barberena, en Cali, advirtieron la magnitud de los desafíos que la acelerada urbanización le planteaba a un país que se desconocía a sí mismo, y lucharon denodadamente por un lugar en el espacio urbano y en la conciencia ciudadana para esas muchedumbres que habían perdido su sustento mítico y su lugar en la historia. El centro de interés empezó a ser exclusivamente la ciudad; pero, obnubilado por la idea de que la ciudad era el futuro, de que la modernidad era lo urbano, el país olvidó que esa urbanización acelerada no era fruto natural de la evolución social sino resultado de un proceso dramático de expulsión, de un ritual de sangre bárbaro y primitivo. Era el crimen, no el progreso, lo que inventaba esas ciudades repentinas.
Empezando por la vasta zona cafetera, de la que dependía económicamente el país, y de donde fue expulsada buena parte de la población campesina, la violencia se extendió por muchas regiones. El campo fue gradualmente abandonado. A comienzos de los años sesenta sólo se hablaba de la reforma agraria, pero desde los treinta todos los sucesivos proyectos de reforma agraria habían naufragado en un Congreso de terratenientes, y siguieron naufragando invariablemente hasta hoy. Lo que estimulaba aquel discurso era menos la dramática situación de los campesinos que la amenaza de la Revolución cubana y la necesidad de conjurar experiencias similares anticipándose al discurso de los inconformes. Un inmigrante que vivió en Colombia por mucho tiempo y le brindó su saber, señalaba que a su llegada al país, treinta y cinco años atrás, lo que más le sorprendió era la claridad del análisis de los políticos sobre la realidad nacional, y lo moderno y acertado de sus planteamientos: necesitaría casi tres décadas para comprender que ese discurso siempre lúcido y siempre oportuno de los políticos no tenía ninguna consecuencia en su actuar práctico, y que en el país oficial coexisten siempre las palabras de la modernidad con las estructuras fósiles de un caciquismo primitivo, donde hacer política es manipular electorados cautivos y clientelas para el beneficio privado de los políticos.
Como hemos visto, en Colombia se abrió camino una democracia formal donde lo importante era la apariencia de legitimidad, no la correspondencia de esos rituales con verdades democráticas profundas. Un corolario del viejo estilo jurídico heredado de la Colonia que en el país recibe el nombre de manzanillismo: velar por el respeto escrupuloso de la letra de la ley, cerrando los ojos a sus consecuencias sociales. Un dogmatismo cerril hacía que las cosas fueran legales a toda costa aunque resultara evidente su injusticia. Ese espíritu que venera la letra de la ley y es indiferente a la justicia, es típico de sociedades donde lo importante es el culto de las apariencias, el respeto por la autoridad y no el triunfo de la inteligencia ni de la verdad, donde es siempre más seguro repetir que innovar, obedecer órdenes que asumir responsabilidades.
Una prueba notable de lo que es ese espíritu legalista y manipulador por parte de los usufructuarios de la ley se dio en el plebiscito de 1957. La Constitución colombiana imperaba formalmente desde 1886; era una constitución conservadora, centralista, negadora de la diversidad del país, pero su principal virtud era la de sostener el principio de un país unificado en un territorio donde antes de la Conquista había tantas naciones indígenas distintas, donde no se alcanzó a fortalecer con la Colonia la idea de una nación unitaria, y donde el virreinato apenas duró unas cuantas décadas. En la segunda mitad del siglo xix, el federalismo intentó interpretar la complejidad del país, pero careciendo de la previa instauración de un proyecto nacional, sólo alentó el anhelo secesionista de las élites provinciales, cada una ganosa de una pequeña república a su medida. Sólo la Constitución de 1886 vino a generar y fortalecer la conciencia de un país unitario, aunque su elemento cohesionador era un centralismo aristocrático desdeñoso de las regiones, un discurso patriótico basado en una versión colonial de la historia, la novela de los partidos y de sus poderes, entretejida para mostrar las viejas guerras y las muchas pérdidas territoriales como secretas victorias de la aristocracia bogotana. A esto se añadía la ya mencionada relación supersticiosa con la lengua, fundada en la veneración de la rigidez castiza, y un orden mental de terratenientes feudales aliado con un vigoroso y politizado poder clerical. Colombia era un país, y en gran medida sigue siéndolo, donde componentes sagrados de la nacionalidad, como los indios y los negros, fueron considerados por filósofos oficiales como razas degeneradas y excluidos de un proyecto político y pedagógico verdaderamente democrático. Indio y negro se convirtieron en insultos, como en los años cincuenta llegó a serlo, en un país de montañas, la venerable palabra “montañero”, convertida en el calificativo de todo lo incivil, lo primitivo y lo ingenuo, sin que prácticas antidemocráticas motivaran suficientes reflexiones de las élites intelectuales ni respuestas de gobiernos que presenciaron sin inmutarse la muerte de las tradiciones y el derrumbamiento de un mundo.
En 1957, para conjurar una dictadura militar impuesta por los partidos pero que muy pronto tomó sus propias iniciativas, los políticos recurrieron finalmente al método extremo de convocar a la ciudadanía a un plebiscito. Menos escrúpulos había despertado en la dirigencia colombiana recurrir a la ilegalidad del golpe de Estado para resolver sus diferencias, que tener que recurrir ahora al pueblo para resolver legalmente el problema de la dictadura y de la violencia que esa misma dirigencia había desatado. Allí despertaba el casi instintivo temor de las élites colombianas por todo lo que fuera popular; pero era necesario legitimar ante el mundo el pacto aristocrático del Frente Nacional y no podía discutirse que en un país que se pretende democrático la legitimidad la confiere el favor popular. Sin embargo, es tan grande el recelo por el pueblo o el temor a sus decisiones, que los artífices del plebiscito incorporaron en él una curiosa cláusula según la cual ese pueblo que votaba se prohibía a sí mismo volver a expresarse libremente en las urnas, al proscribir en adelante para siempre el recurso de los plebiscitos que en ese momento consagraban. El manzanillismo añadía nuevos trazos a su propia caricatura. El Frente Nacional nacía a la vez como un pacto aristocrático y como una mordaza que el pueblo, manipulado por los políticos, se imponía a sí mismo. Muchos años después, sería necesario transgredir la pureza de la norma, para que se pudiera realizar el plebiscito que abrió camino a la Asamblea Constituyente en 1991, y con ella a la Constitución que rige al país desde aquel año.
Es significativo advertir que cada uno de los períodos del Frente Nacional le dejó al país un nuevo conflicto social. Durante el gobierno de Alberto Lleras Camargo, surgió formalmente la guerrilla de las farc. El gobierno de Guillermo León Valencia, un afable político caucano, epigramático y amigo de la cacería, hijo del poeta modernista Guillermo Valencia, vio aparecer la guerrilla castrista del eln. Durante el gobierno de Carlos Lleras Restrepo, apareció la guerrilla del epl. Y a raíz de la elección de Misael Pastrana Borrero, un sector de las juventudes radicales de la Alianza Nacional Popular fundó en las ciudades el M-19. Más tarde, durante esa asombrosa prolongación del Frente Nacional que fue el gobierno de Alfonso López Michelsen, comenzó el auge del narcotráfico y de la corrupción estatal, y en adelante Colombia vio crecer nuevos ejércitos ilegales, las disidencias guerrilleras y los movimientos de autodefensa campesina, lo mismo que las milicias populares de las ciudades. Guerrillas amigas de la Unión Soviética, guerrillas amigas de Cuba, guerrillas amigas de la China de Mao Tse Toung y guerrillas de intelectuales socialistas y populistas. Venían de grupos reducidos y focalizados, nacidos en centros tradicionales de conflicto, remanentes de la violencia de los cincuenta, o hijos de las disidencias de los comunistas, o hijos de la Revolución cubana, o hijos de la miseria creciente. El fondo social sobre el que se recortaban era el de la dramática transformación de Colombia en una realidad urbana con los campos harto abandonados, aunque todavía estuvieran grandes cultivos de caña de azúcar alimentando los ingenios azucareros en el Valle del Cauca; una parte de la Cordillera Central despojada de sus bosques nativos pero sembrada de cafetales, de maíz y de caña; los valles centrales sembrados de algodón y de frutales, y las regiones del norte sembradas de banano. En el conjunto de la geografía colombiana la mitad del territorio tiene vocación de bosques tropicales, cuya utilidad es la mayor imaginable: surtir agua y oxígeno para un planeta que los necesita, y donde la especie humana pareciera que ni se entera ni lo agradece. Del resto del territorio, está identificado que 17 millones de hectáreas son utilizables para la agricultura y 9 para la ganadería. Sin embargo, la tierra incorporada a la producción era ya muy poca en tiempos del Frente Nacional y hoy se ha reducido a la cifra escandalosa de 3,7 millones de hectáreas, en tanto que 16 millones convertidos en grandes latifundios se aplicaron a la ganadería extensiva ofreciendo un espectáculo irracional a los ojos de los economistas. Más grave que la monstruosa distribución de la propiedad de la tierra, verdaderamente feudal y contraria a toda la racionalidad moderna, es el hecho de que la mayor parte de esas propiedades no están incorporadas a la producción ni responden a ningún sistema de tributación: son en su gran mayoría tierras de familias cuyo orgullo consiste en poseer los títulos y cercar los predios, sin ninguna responsabilidad social.
Las guerrillas eran expresión sobre todo de los sectores campesinos marginales, aunque el eln, nacido de la influencia de la Revolución cubana, había visto reforzada su aventura, que surgió espectacularmente en 1965 en el departamento de Santander, con la adhesión de jóvenes universitarios e intelectuales. El más importante de todos fue el sacerdote Camilo Torres Restrepo, un sociólogo idealista que procuró dirigir un movimiento de oposición al Frente Nacional, pero fue de tal manera hostilizado por la intolerancia del poder que acabó convertido en un símbolo de la lucha revolucionaria latinoamericana, antes de que la muerte del Che Guevara en combate en Bolivia transformara a este guerrero argentino en la figura emblemática, y casi mítica, de esa época. Camilo Torres Restrepo había participado en la elaboración del libro La violencia en Colombia, que era el angustiado balance desde la academia de la escalofriante violencia que patrocinaron los partidos liberal y conservador entre 1945 y 1962. Convencido como Gaitán de que los dos partidos eran la ruina del país, y la causa eficiente de sus desgracias, fundó el Frente Unido, pero su desesperación y la persecución contra su movimiento lo arrojaron en brazos de la guerrilla del eln, y hasta lo llevaron a pensar, como tantos otros, que la insurrección del pueblo colombiano era inminente.
Pero la violencia de los años cincuenta había sido una verdadera guerra civil, en el sentido de que la población colombiana, manipulada por las tribunas y por los púlpitos y víctima de su propia memoria ancestral se sentía parte de esos partidos obligados a desgarrarse mutuamente, y en esa medida cada quien veía como su salvación el triunfo de su respectivo partido. Terminada, así fuera de una manera truculenta, la violencia, la comunidad podía vivir como un hecho la reconciliación que había traído el pacto del Frente Nacional, y creyó con sinceridad que el abrazo de los dirigentes le había regalado la paz a Colombia. Los colombianos estaban hastiados de violencia y era el momento de intentar una propuesta civil, de crear nuevos partidos modernizadores y pacifistas, que no despertaran la ferocidad de los poderes nacionales frente a todo lo nuevo. Pero Camilo Torres pudo comprobar cuán difícil era intentarlo, porque el poder en Colombia, alarmado por la Revolución cubana, veía comunismo en todas las expresiones de la oposición, y decidió negar toda posibilidad de expresión política legal a quien se manifestara en contra del modelo que habían instaurado. Camilo Torres Restrepo contribuyó con su adhesión al fugaz prestigio intelectual de las guerrillas, y repitió el destino del poeta José Martí en la Cuba de la independencia, quien también murió en su primer día de combate.
Eran los años sesenta, y la juventud colombiana súbitamente inmersa en la turbulenta paz urbana se dividía entre los que veían crecer la angustia de un futuro sombrío y los que veían llegar la modernidad que empezaba a abrir el país a los vientos del mundo. La música de la nueva ola, inspirada en la nouvelle vague francesa y sobre todo en los comienzos del rock inglés y norteamericano, aprovechó las pantallas de la televisión recién inaugurada por Rojas Pinilla en la única pausa de la dominación de las élites medievales, para entusiasmar a la nueva generación. Simultáneamente se daba el florecimiento de la nueva narrativa colombiana, con autores como Gabriel García Márquez, Héctor Rojas Herazo, Jorge Zalamea, Álvaro Cepeda Samudio, Manuel Zapata Olivella, Pedro Gómez Valderrama y Manuel Mejía Vallejo; de la poesía de Aurelio Arturo, de Meira del Mar, de Álvaro Mutis, de Jorge Gaitán Durán, de los nadaístas y del siempre joven León de Greiff. Y una explosión de artistas jóvenes como Édgar Negret, Eduardo Ramírez Villamizar, Fernando Botero, Alejandro Obregón, Luis Caballero, Margarita Lozano, Ana Mercedes Hoyos, Enrique Grau, Lucy y Hernando Tejada, Feliza Burztyn, Carlos Granada, en medio de los debates impulsados por la crítica argentina Marta Traba, que fundó en Bogotá el Museo de Arte Moderno, mientras florecían también las experiencias teatrales de grandes maestros como Enrique Buenaventura y Santiago García, al tiempo que las memorables revistas Mito, dirigida por Jorge Gaitán Durán, y Eco, alentada por el librero alemán y gran impulsor cultural Karl Buchholz.
El exdictador Gustavo Rojas Pinilla intentó al final del Frente Nacional recoger la oposición a los partidos y terciar en el debate político, pero aunque hoy todos piensan que ganó las elecciones de 1970, los resultados arrojaron un súbito incremento final de la votación del candidato oficialista Misael Pastrana, y Rojas Pinilla, que ya en 1957 había preferido retirarse antes de invocar el favor popular y precipitar una guerra civil, por segunda vez renunció a sus ambiciones, pero sacrificando en este caso las esperanzas de más de un millón de electores. Esa frustración hizo surgir al movimiento guerrillero M-19, compuesto principalmente por jóvenes intelectuales de las ciudades, que creció a lo largo de los veinte años siguientes, gracias a acciones militares y publicitarias espectaculares, y llegó a ejercer cierta atracción romántica sobre las clases medias del país. Su plenitud ideológica se dio con la irrupción en la vida pública de Jaime Bateman, quien parecía haber superado la tradicional rigidez de los guerrilleros colombianos, su doctrinalismo fanático, y empezaba a articular un discurso cohesionador de sectores más amplios, abandonando el esquematismo marxista e invocando más bien el estímulo a la pluralidad del país. Este discurso iba aliado con un fortalecimiento de las acciones militares, pero a mediados de los años ochenta Bateman murió misteriosamente mientras volaba hacia Panamá, y el movimiento nunca pudo reponerse de esa pérdida. Sus líderes desde entonces intentaron mantener su presencia, llegando a insinuar incluso la posibilidad de una guerra urbana hasta entonces desconocida en Colombia, pero la realidad del país cambiaba vertiginosamente, y la irrupción del narcotráfico en la vida nacional trajo un nuevo elemento dramático a la política y pareció cerrar la posibilidad de que un movimiento nacionalista apelando a las armas pudiera cambiar a la sociedad.
En 1974 concluían los 16 años del Frente Nacional, y llegó al poder Alfonso López Michelsen, quien había sido al principio uno de los más vigorosos críticos de aquella tenaza antidemocrática. Paradójicamente, su gobierno, que debía conducir al país hacia las libertades constitucionales y la democracia activa, persistió en todos los hábitos del régimen de derechos restringidos; permitió que continuara el arrasamiento de los recursos naturales, hasta el punto de que fue en esos años cuando se deforestó más del 50 por 100 de la Sierra Nevada de Santa Marta, la cordillera litoral más alta del mundo; vio surgir impotente o indiferente el poder de los traficantes; permitió que empezara a hacer carrera la corrupción en la administración, y como en los gobiernos anteriores, persistió en la hostilización de todo reclamo popular y de toda oposición democrática. El escenario de la democracia siguió siendo el mismo de los tres lustros anteriores: los movimientos campesinos, los movimientos estudiantiles, los movimientos obreros, fueron rechazados con ferocidad; el derecho de huelga fue prácticamente borrado, exhibido por los medios como una expresión de malignidad de los sectores laborales; las luchas de los estudiantes por una mayor democracia y una verdadera modernidad en la enseñanza se estrellaron con un autoritarismo incapaz de diálogo alguno, y ello fortaleció a los movimientos armados en su convicción de que la única alternativa era la guerra.
Otra de las consecuencias del Frente Nacional fue el total cierre de oportunidades para las clases medias emprendedoras. Ya el M-19 era una buena prueba de que algunos sectores de las clases medias se sentían ahogados por la legalidad del sistema y no encontraban oportunidades de expresión política en el campo de esa democracia restringida. A comienzos de los años setenta, estimulados por un mercado internacional creciente, algunos contrabandistas colombianos empezaron a convertirse en traficantes de drogas. El movimiento juvenil de los años sesenta había abierto camino en el mundo al consumo generalizado de hierbas estimulantes como la marihuana, lo mismo que de substancias industriales como el lsd y otros psicoactivos, y ante ello los Estados Unidos optaron por revivir una de sus más patéticas cruzadas: la prohibición. Debió preverse que ésta, como siempre ocurre, desarrollaría un gran mercado, pero nadie a comienzos de esa década pensó seriamente que aquel negocio llegaría a convertirse en una industria de proporciones gigantescas. En Colombia se veía a los traficantes como una especie particular de contrabandistas con suerte, y en el diálogo cotidiano se los caricaturizaba por su ostentación de nuevos ricos, por su dudoso gusto arquitectónico y ornamental, y por su tendencia a imitar el estilo de los norteamericanos. Se hablaba entonces de la clase emergente, pero ni el Estado ni los particulares presentían que en el nuevo orden del mercado mundial se estaba asistiendo a la aparición de la primera gran multinacional controlada parcialmente por latinoamericanos. Sobre todo nadie imaginaba que el público consumidor de substancias psicoactivas en los países industrializados fuera tan grande y estuviera dispuesto a invertir sumas tan altas en la satisfacción de sus vicios.
La situación colombiana era particularmente propicia para la aparición de traficantes. La historia nacional era una larga crónica de esfuerzos productivos en los cuales sólo habían podido abrirse camino los productos aceptados por las metrópolis. En vano cultivaban nuestros países bienes que aquellas ya produjeran o en los que no estuvieran interesadas. Por eso se fueron formando en nuestro continente las repúblicas azucareras, las repúblicas bananeras, las repúblicas ganaderas, las repúblicas cafeteras: era la metrópoli la que imponía la lógica de la producción, y nuestros campesinos estuvieron siempre sujetos a ese poder del mercado. Por otra parte, la economía colombiana fue siempre condicionada a producir bienes suntuarios o que llegaban a tener el perfil de lujos y casi de vicios. El oro, las perlas, las esmeraldas, el tabaco y el café, fueron sucesivamente algunos de los grandes productos de exportación del mercado colombiano, y nuestra sociedad presenció con muchas de esas bonanzas la aparición de una violencia peculiar. ¿Cómo impedir que lujos nuevos que se daban bien en nuestros suelos y que el imperio parecía dispuesto a consumir en grandes cantidades, se abrieran camino? Si los gobiernos de la metrópoli y de nuestros países hubieran advertido a tiempo el peligro que se cernía sobre todos con la formación de esas inmensas fortunas en el marco especialmente propicio a la violencia de la clandestinidad y la prohibición, habrían tenido que prevenir ese peligro estimulando no sólo la producción sino el consumo de otros productos agrícolas capaces de resolver el problema de los productores y de impedir el auge de los negociantes.
En otros tiempos el café y el chocolate llegaron a ser considerados drogas adictivas tan peligrosas que fueron prohibidos en muchas sociedades. El alcohol, que hoy se consume legalmente, aunque es indiscutida causa de accidentes y mortalidad, tuvo sus épocas feroces de prohibición, y todo parece indicar que el efecto principal de esa prohibición fue la formación de poderes clandestinos extraordinariamente violentos. La hoja de coca ha sido un producto de consumo natural de los pueblos indígenas americanos durante milenios, forma parte de sus ritos religiosos y de sus ceremonias de conocimiento desde tiempo inmemorial. Por su parte la cocaína, es decir, el polvo industrial elaborado a partir de la hoja de coca, fue un producto tolerado y consumido por la sociedad europea en la segunda mitad del siglo xix; llegó a ser un lujo refinado como el rapé; nadie ignora que intelectuales como Sigmund Freud lo consumían con cierta regularidad y le deben a ese uso el resultado de muchas de sus investigaciones; y se sabe que en los cafés de la Francia del fin de siglo xix y de las primeras décadas del siguiente abundaban los afiches invitando al consumo de licores derivados de la coca, que llegaron a ser muy populares. Muchos afirman que el verdadero impulsor del actual auge de la cocaína fue la prohibición, y así lo sostuvo en 1979, cuando el problema apenas empezaba a hacerse visible, el más importante intelectual del establecimiento colombiano, Alberto Lleras Camargo, quien había sido secretario general de la oea y el primer presidente del Frente Nacional.
Lo cierto es que antes de que los gobiernos lo advirtieran, el tráfico de marihuana y de cocaína se había convertido en un negocio gigantesco, y los aparentemente inofensivos negociantes se habían transformado en hombres riquísimos y llenos de poder cuya economía clandestina, que movía gigantescas fortunas, dado que no podía regularse por medio de la ley y de los tribunales, derivaba de un modo sangriento hacia la justicia privada, las vendettas, la acumulación de poder militar y el terrorismo. Desde el comienzo de ese proceso las autoridades confundieron de un modo culpable a tres sectores distintos que participan del negocio de las drogas: los humildes campesinos cultivadores, para quienes sembrar y recoger coca como sus antepasados es una normal actividad agrícola de subsistencia; los sectores de las clases medias que en tiempos de crisis se ven tocados de mil maneras distintas por los dineros de la droga, y las grandes mafias de traficantes que sólo en parte están compuestas por aventureros latinoamericanos, ya que sin duda los grandes distribuidores, que manejan la mayor parte del negocio en la etapa de mayor valor de su mercancía, operan en las naciones donde la droga se consume.
Los campesinos asediados en su economía de subsistencia no entienden que una planta que fue siempre sagrada para los indígenas pueda ser declarada por una civilización insensata como una encarnación del mal y que su cultivo sea condenado como una práctica criminal, más aún si se piensa que siempre hubo un gran comprador legal de hoja de coca, la planta central de Coca-Cola en Atlanta, Estados Unidos. Más valdría preguntarse por qué misteriosa razón el más extendido producto legal de la sociedad de consumo en la era industrial y su más combatido producto ilegal proceden ambos de la misma materia vegetal.
A comienzos de los años ochenta, la actividad de los traficantes de drogas se inclinó hacia la política. Carlos Lehder había fundado un partido nacionalista de extraña ideología, el Movimiento Latino Nacional, y el casi desconocido traficante Pablo Escobar Gaviria se había hecho elegir representante a la Cámara. Pronto querrían tener candidatos a la presidencia de la república. En ese momento comenzó su tensión con el Estado, los Estados Unidos advirtieron de pronto que las fortunas de la droga eran gigantescas, que el consumo se había disparado y que los poderes subterráneos eran descomunales. Y la declaración de guerra al narcotráfico no se hizo esperar. La respuesta de los traficantes a esa guerra, y a la amenaza de la extradición hacia los Estados Unidos, fue el terrorismo, y así comenzó el siguiente episodio de la interminable violencia en Colombia.
El cartel de Gonzalo Rodríguez Gacha y de Pablo Escobar emprendió una despiadada guerra contra la sociedad y contra el Estado que dejó millares de víctimas en unos pocos años. Las barriadas miserables, que no habían recibido ningún beneficio del Estado, y donde crecían los hijos de la violencia de los años cincuenta, desamparados, sin educación y sin horizontes, se convirtieron en los surtidores de sicarios a sueldo de las fortunas del narcotráfico. Centenares de jóvenes pobres y sin destino se convirtieron en los verdugos implacables al servicio de esos poderes, y una nueva ideología de la riqueza fácil y de la violencia como único medio de hacerse respetar se abrió camino en las ciudades de Colombia.
A comienzos de los años ochenta ya se advertía que algo grave ocurría en el orden institucional colombiano. Los partidos políticos habían perdido su perfil y su capacidad de oposición y fiscalización, pero todavía la presencia de algunos dirigentes de viejo estilo obraba como freno a la descomposición moral. Sin embargo, el Frente Nacional ya había cumplido su misión de desarticular el país. Las muchedumbres crecidas bajo el sello de la exclusión y de la mezquindad, se hundían en el resentimiento, la educación no había sido nunca una prioridad de los gobiernos, la miseria se convertía necesariamente en una enorme factoría de delincuentes, y el narcotráfico se perfilaba como un poder enorme que quería a toda costa hacerse reconocer políticamente. Representantes de los barones de la droga se reunieron con algunas personalidades en Panamá para hacer una propuesta asombrosa: al parecer estaban dispuestos a pagar la deuda externa del país y a abandonar el negocio a cambio de ser juzgados en Colombia y seguramente de obtener una amnistía legal para alguna parte de sus fortunas. El hecho exigía llegar a difíciles acuerdos con la comunidad internacional o desafiarla, y el presidente Betancur se negó de plano a esa negociación que por entonces creyeron posible incluso políticos como López Michelsen e intelectuales como Gabriel García Márquez. Tal vez en ese momento habría sido posible desarticular a las mafias nacientes, cuando aún no se habían lanzado al terrorismo y cuando todavía la persistencia de la guerra fría no había convertido a la guerra contra la droga en una prioridad del mayor imperio del mundo.
Pero ya aquellos barones de la droga habían construido una suerte de turbia mitología, y vivían una novela de ambición y violencia que resultaba increíble a los ojos del pueblo. Sus inmensas propiedades, que permitieron a una sola familia estar próxima a poseer un millón de hectáreas; sus cuadras de caballos de paso fino colombiano, una variedad reconocida en el mundo; sus opulentas mansiones; sus refugios inaccesibles; sus rutas de aviones que llevaban sin descanso la droga hasta las costas de los Estados Unidos; sus islas privadas en el Caribe; sus historias de amor; la ferocidad de sus crímenes,; sus gestos populistas como la construcción de centros deportivos bien provistos e iluminados en barrios que habían vivido por décadas el abandono estatal; sus canecas llenas de dólares que parecían revivir en el lenguaje de la postmodernidad los legendarios entierros de los pueblos precolombinos; su exhibicionismo, sus Ferraris y sus Alfa Romeo, engendraron un coro de rumores que embelesaba a los jóvenes de las barriadas.
A lo largo de esa década, uno de los paseos famosos de los colombianos fue la visita de la hacienda Nápoles, de propiedad de Pablo Escobar, en cuya puerta estaba emplazada la avioneta que según rumores le permitió colocar su primer cargamento en territorio de los Estados Unidos; adentro era posible ver el supuesto Bentley agujereado de un gangster norteamericano, y un extenso jardín con animales exóticos viviendo en libertad en los campos de Doradal, en el valle del Magdalena. A orillas de las carreteras surgían de repente pueblos en las inmediaciones de las grandes haciendas, y repentinos bosques de edificios ascendían en las principales ciudades del país. En aquellos quince años se diría que nuevas ciudades crecieron en las viejas: la industria de la construcción tuvo un auge inusitado y Colombia vivió por algún tiempo una inexplicada estabilidad económica en los mismos momentos en que el resto del continente parecía hundirse en la recesión. Colombia, un país que nunca había vivido el esplendor que vivieron México en los tiempos coloniales o La Habana a fines del siglo xviii o la Argentina a comienzos del xx o Venezuela en el medio siglo, vivió por unos cuantos años un vago remedo de prosperidad que incluso alcanzaba a ciertos sectores de las clases pobres, sólo que su causa, que los gobiernos más de una vez atribuyeron a su buena política económica, no era más que el reflejo de un violento negocio clandestino por el que el imperio pagaba sumas fabulosas. Tan conocido era el hecho, que algunos traficantes colombianos alcanzaron a aparecer en las listas anuales de Forbes entre los hombres más ricos del mundo. Pero el asesinato del ministro de Justicia en 1984, y la aplicación por parte del gobierno del tratado de extradición de nacionales vigente con los Estados Unidos, dieron comienzo a una guerra terrorista que mantuvo a Colombia en estado de conmoción durante los diez años siguientes, y la guerra con los extraditables convirtió al país en una progresión de atentados y alarmas, de secuestros políticos y magnicidios.
En 1985, un comando del M-19 asaltó el edificio de la Corte Suprema de Justicia, y tomó como rehenes a los magistrados, a los trabajadores y al público. Una decisión autónoma de los generales, después autorizada por el presidente, ordenó un operativo implacable por parte de la fuerza pública que se lanzó a reconquistar el edificio a sangre y fuego, logrando sólo la inmolación de buena parte de los rehenes, y cuya primera imagen simbólica fue el espectáculo de las armas de la república vueltas contra las puertas de la justicia, de un modo que parecía presagiar el hundimiento del orden legal ante el avance de las armas que viviría el país en los años siguientes. Fue también en esos tiempos cuando a raíz de una propuesta de negociación política con las guerrillas liderada por la administración Betancur, se hizo el experimento de fundar un movimiento político, la Unión Patriótica, que preparara la incorporación de los rebeldes a la vida civil y a la oposición democrática. Increíblemente, más de tres mil militantes desarmados fueron asesinados, en un proceso implacable que pareció agotar la voluntad de paz de las guerrillas colombianas y cerrar las posibilidades de una negociación política. En sucesivas oleadas de terrorismo, durante el gobierno de Virgilio Barco, fueron asesinados cuatro candidatos a la presidencia, varios ministros y altos dignatarios del Estado, numerosos jueces y miembros de las fuerzas armadas, y el estallido de bombas en los lugares públicos convirtió a algunas ciudades colombianas en pesadillas.
Se diría que las guerras colombianas no se crean ni se destruyen sino que se transforman. La guerra entre liberales y conservadores de los años cincuenta se convirtió en la guerra silenciosa contra toda oposición en los años siguientes, y después en la guerra provocada por las primeras guerrillas; vino la guerra del M-19, y no concluía ésta cuando estalló la guerra terrorista de los narcotraficantes. En los años ochenta se pensaba que el mundo sería un jardín de rosas si desaparecían Gonzalo Rodríguez Gacha y Pablo Escobar pero, muerto el uno bajo los platanales del Caribe y abaleado el otro sobre los tejados de Medellín, sobrevino la guerra siguiente, más violenta y generalizada. Ante la debilidad del Estado, saqueado por la corrupción, los ejércitos privados se fortalecieron, y en muchas regiones la irregularidad de la guerra fue haciendo posible la aberración de que las armas de la república se volvieran contra las leyes de la república.
Fortalecida por el debilitamiento del Estado y alimentada por el secuestro, la extorsión, las llamadas vacunas y los impuestos cobrados al narcotráfico, la guerrilla de las farc creció y se extendió por todo el país. Dedicado también al secuestro y a los atentados contra la infraestructura energética, el eln avanzó igualmente sobre buena parte del territorio, y a su vez el epl mantuvo la guerra en algunas regiones. Como respuesta a este auge de la guerrilla, crecieron por igual los grupos rurales de autodefensa, decididos a proteger las regiones de campesinos medios y empresarios agrícolas a los que el Estado desprotegía, y los grupos paramilitares ofensivos, decididos a librar una guerra irregular contra las guerrillas, y que no vacilaron en recurrir al crimen para sembrar el terror en campos y aldeas, mientras las llamadas milicias populares dominaban muchos barrios de las ciudades. El Ejército Nacional, que se veía a menudo acusado de tolerar en sus filas la violación de los derechos humanos, se vio en aprietos para responder a tantos frentes distintos. En un país carente de sentido de lo público, vio como sectores de la sociedad amenazada le exigían protección y hasta lo conminaban a recurrir a prácticas ilegales para defender los intereses de los afectados, de modo que más de una vez tuvo en su seno a individuos dispuestos a volver las armas contra las leyes.
Así se generalizaron la captura de prisioneros con fines de canje, el secuestro con fines extorsivos, los asaltos a los pueblos, los retenes en las carreteras a los que las guerrillas llaman “pescas milagrosas”, las masacres selectivas y el asesinato de personalidades democráticas bajo la acusación de pertenecer a alguno de los bandos en pugna. Aquel que se niegue a comprometerse con la guerra puede ser acusado por cualquier bando de pertenecer al bando contrario, aunque ninguno de esos bandos ha logrado formular un proyecto civilizado y coherente que represente la promesa de un futuro más generoso para las mayorías y que despierte el entusiasmo de la población.
El tradicional sistema de privilegios y exclusiones había fortalecido un tipo de proteccionismo económico que toleraba la negligencia y la pésima calidad de los productos entre los beneficiarios del favor del Estado. Pero con el pretexto de corregir ese error, el gobierno de César Gaviria decretó a comienzos de la última década del siglo una apertura económica indiscriminada que en lugar de fortalecer la economía mejorando la calidad de los productos, ampliando la capacidad de competencia y fortaleciendo a los productores, entregó el mercado a una invasión de productos de economías mejor organizadas y precipitó la ruina de vastos sectores de la industria y la agricultura. El gobierno siguiente se proponía moderar los efectos calamitosos de la apertura, pero el escándalo por la financiación de la campaña con dineros del narcotráfico sometió el gobierno de Ernesto Samper a una tal presión política que el presidente, para no tener que renunciar a su cargo, invirtió buena parte del presupuesto en comprar mediante publicidad y populismo el favor de sus gobernados, y declararle, por exigencia de los Estados Unidos, una guerra sin cuartel a los dineros del narcotráfico. Es por todo ello que bajo estos gobiernos, a medida que se deterioraba la economía y que se debilitaba el Estado, víctima de su propia corrupción, crecieron y se fortalecieron los ejércitos privados hasta llegar a ser por momentos incontrolables para el ejército regular.
El círculo vicioso es inexorable: como el Estado no ofrece soluciones al campo, surgen las guerrillas. Como no ofrece soluciones económicas a los pobres de las ciudades, se fortalece la delincuencia. A consecuencia de ello, como el Estado no está en condiciones de proteger a las clases medias urbanas y rurales de las guerrillas y de la delincuencia, surgen los paramilitares y los ejércitos de vigilancia privada. Pero como el presupuesto de seguridad del Estado debe invertirse en la guerra contra los insurgentes en los campos y en la persecución de las mafias, cuando no en el imparable rastreo de la corrupción, los ciudadanos se ven cada vez más abandonados en manos del hampa, y las ciudades se convierten en tierra de nadie. Así, una sola causa, la creciente pérdida de legitimidad del Estado, se va ramificando en consecuencias caóticas para toda la comunidad, y Colombia se ve desgarrada por una crisis con más cabezas que la hidra mítica, y sin saber por dónde empezar a corregirla.
En 1998, el presidente Andrés Pastrana se reunió en las montañas de Colombia con el líder guerrillero Manuel Marulanda y dio comienzo a un proceso de paz que hizo renacer inicialmente las esperanzas de una comunidad hastiada de violencia, naufragada en la desconfianza y que había perdido casi totalmente el disfrute de su territorio. Desde entonces el gobierno basó su programa en la búsqueda de una negociación política que condujera al armisticio con los ejércitos insurgentes de esta guerra singular que tendía a generalizarse. Atendiendo a ese propósito asumió riesgos políticos serios, como el despeje del área de cinco grandes municipios para adelantar allí el proceso de paz, mientras en el resto del territorio seguía la guerra; la aceptación expresa de que la guerrilla tenía un programa político y era un interlocutor válido del gobierno; y la aceptación gradual de una serie de condiciones de procedimiento lo mismo que de un temario común con los insurgentes de las farc. A comienzos del año 2001 un proceso similar con las guerrillas del eln empezó a esbozarse.
No es que el Estado colombiano en particular sea inepto y que su política de guerra total haya fracasado en la tentativa de derrotar a los insurgentes. Es que a lo largo de décadas el ejército español no ha podido derrotar a eta, y el poderoso ejército inglés no ha podido destruir al ira. Ello es más grave en el caso colombiano, porque no se trata de guerrillas camufladas en algunas ciudades sino de verdaderos ejércitos dispersos por un país cuya topografía hace inexpugnables los fortines en los que resisten, un país donde, a diferencia de los países de Europa y de algunos países de América, es demasiado fácil esconderse y perderse.
Pero siendo la negociación indispensable para garantizar un mínimo futuro a nuestra democracia, es importante saber que el armisticio difícilmente significaría por sí mismo la refundación del país. La ciudadanía se haría demasiadas ilusiones si piensa que un diálogo entre guerreros o entre poderes le puede regalar un país civilizado y próspero. La verdadera solución es menos fácil y menos rápida pero es tal vez la única seria a largo plazo. Consiste en la necesidad de un movimiento democrático nacional formado por todas las mentalidades verdaderamente modernas y comprometidas con el país y con su futuro, que se niegue de un modo radical a perpetuar el estilo político de los partidos tradicionales de Colombia, que entendiendo la realidad de los ejércitos se resista a convertir la violencia en la solución de los problemas nacionales, y que proponga una verdadera aventura de renovación, de redefinición del país, de reestructuración de sus instituciones y de reinvención de la democracia. La primera tarea de ese movimiento es reconocer al país en su ahora evidente complejidad, reinterpretar su historia y en esa medida reformar radicalmente sus instituciones, renovar las costumbres políticas, asumir el desafío de hacer verdaderamente iguales ante la ley a los ciudadanos, buscar la solidaridad nacional no en la letra sino en el estilo mismo de su acción política, y adelantar un gran esfuerzo de dignificación de la comunidad y de elevación de la autoestima de los ciudadanos. No puede haber democracia sin demócratas. No puede haber gobiernos razonables y audaces sin una comunidad que los elija y que tenga la suficiente madurez para controlarlos y fiscalizarlos. No puede haber negociaciones con nadie si los gobiernos no representan un proyecto ético, un ideal de nación, una voluntad clara y mayoritaria, y no tienen, por lo tanto, el poder de negociar. No puede haber una revolución de la educación como la que Colombia requiere con urgencia, sin una redefinición de los ideales nacionales, sin una superación de los prejuicios y las mezquindades que hasta ahora han gobernado la política colombiana durante décadas. Colombia no alcanzará los beneficios de la modernidad si no se atreve a mirarse en el espejo de su complejidad y si no asume el deber de aceptarse a sí misma, de permitirle a cada ciudadano el ejercicio de su libertad pero asignándole a cada uno la medida de su responsabilidad. Ello ya no depende del Estado existente. Depende sólo de la irrupción de una nueva ciudadanía capaz de grandes decisiones políticas, de originales iniciativas económicas y sociales, de procesos culturales y educativos que nos conviertan en una nación reconciliada con su memoria, con su territorio y con su propia originalidad. Sólo cuando cada ciudadano asuma que su papel es fundamental en ese proceso, que su presencia es indispensable y definitiva, cuando tengamos evidencia del poder que puede alcanzar una comunidad solidaria, Colombia podrá contar sus ganancias.