- Botero esculturas (1998)
- Salmona (1998)
- El sabor de Colombia (1994)
- Wayuú. Cultura del desierto colombiano (1998)
- Semana Santa en Popayán (1999)
- Cartagena de siempre (1992)
- Palacio de las Garzas (1999)
- Juan Montoya (1998)
- Aves de Colombia. Grabados iluminados del Siglo XVIII (1993)
- Alta Colombia. El esplendor de la montaña (1996)
- Artefactos. Objetos artesanales de Colombia (1992)
- Carros. El automovil en Colombia (1995)
- Espacios Comerciales. Colombia (1994)
- Cerros de Bogotá (2000)
- El Terremoto de San Salvador. Narración de un superviviente (2001)
- Manolo Valdés. La intemporalidad del arte (1999)
- Casa de Hacienda. Arquitectura en el campo colombiano (1997)
- Fiestas. Celebraciones y Ritos de Colombia (1995)
- Costa Rica. Pura Vida (2001)
- Luis Restrepo. Arquitectura (2001)
- Ana Mercedes Hoyos. Palenque (2001)
- La Moneda en Colombia (2001)
- Jardines de Colombia (1996)
- Una jornada en Macondo (1995)
- Retratos (1993)
- Atavíos. Raíces de la moda colombiana (1996)
- La ruta de Humboldt. Colombia - Venezuela (1994)
- Trópico. Visiones de la naturaleza colombiana (1997)
- Herederos de los Incas (1996)
- Casa Moderna. Medio siglo de arquitectura doméstica colombiana (1996)
- Bogotá desde el aire (1994)
- La vida en Colombia (1994)
- Casa Republicana. La bella época en Colombia (1995)
- Selva húmeda de Colombia (1990)
- Richter (1997)
- Por nuestros niños. Programas para su Proteccion y Desarrollo en Colombia (1990)
- Mariposas de Colombia (1991)
- Colombia tierra de flores (1990)
- Los países andinos desde el satélite (1995)
- Deliciosas frutas tropicales (1990)
- Arrecifes del Caribe (1988)
- Casa campesina. Arquitectura vernácula de Colombia (1993)
- Páramos (1988)
- Manglares (1989)
- Señor Ladrillo (1988)
- La última muerte de Wozzeck (2000)
- Historia del Café de Guatemala (2001)
- Casa Guatemalteca (1999)
- Silvia Tcherassi (2002)
- Ana Mercedes Hoyos. Retrospectiva (2002)
- Francisco Mejía Guinand (2002)
- Aves del Llano (1992)
- El año que viene vuelvo (1989)
- Museos de Bogotá (1989)
- El arte de la cocina japonesa (1996)
- Botero Dibujos (1999)
- Colombia Campesina (1989)
- Conflicto amazónico. 1932-1934 (1994)
- Débora Arango. Museo de Arte Moderno de Medellín (1986)
- La Sabana de Bogotá (1988)
- Casas de Embajada en Washington D.C. (2004)
- XVI Bienal colombiana de Arquitectura 1998 (1998)
- Visiones del Siglo XX colombiano. A través de sus protagonistas ya muertos (2003)
- Río Bogotá (1985)
- Jacanamijoy (2003)
- Álvaro Barrera. Arquitectura y Restauración (2003)
- Campos de Golf en Colombia (2003)
- Cartagena de Indias. Visión panorámica desde el aire (2003)
- Guadua. Arquitectura y Diseño (2003)
- Enrique Grau. Homenaje (2003)
- Mauricio Gómez. Con la mano izquierda (2003)
- Ignacio Gómez Jaramillo (2003)
- Tesoros del Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario. 350 años (2003)
- Manos en el arte colombiano (2003)
- Historia de la Fotografía en Colombia. Museo de Arte Moderno de Bogotá (1983)
- Arenas Betancourt. Un realista más allá del tiempo (1986)
- Los Figueroa. Aproximación a su época y a su pintura (1986)
- Andrés de Santa María (1985)
- Ricardo Gómez Campuzano (1987)
- El encanto de Bogotá (1987)
- Manizales de ayer. Album de fotografías (1987)
- Ramírez Villamizar. Museo de Arte Moderno de Bogotá (1984)
- La transformación de Bogotá (1982)
- Las fronteras azules de Colombia (1985)
- Botero en el Museo Nacional de Colombia. Nueva donación 2004 (2004)
- Gonzalo Ariza. Pinturas (1978)
- Grau. El pequeño viaje del Barón Von Humboldt (1977)
- Bogotá Viva (2004)
- Albergues del Libertador en Colombia. Banco de la República (1980)
- El Rey triste (1980)
- Gregorio Vásquez (1985)
- Ciclovías. Bogotá para el ciudadano (1983)
- Negret escultor. Homenaje (2004)
- Mefisto. Alberto Iriarte (2004)
- Suramericana. 60 Años de compromiso con la cultura (2004)
- Rostros de Colombia (1985)
- Flora de Los Andes. Cien especies del Altiplano Cundi-Boyacense (1984)
- Casa de Nariño (1985)
- Periodismo gráfico. Círculo de Periodistas de Bogotá (1984)
- Cien años de arte colombiano. 1886 - 1986 (1985)
- Pedro Nel Gómez (1981)
- Colombia amazónica (1988)
- Palacio de San Carlos (1986)
- Veinte años del Sena en Colombia. 1957-1977 (1978)
- Bogotá. Estructura y principales servicios públicos (1978)
- Colombia Parques Naturales (2006)
- Érase una vez Colombia (2005)
- Colombia 360°. Ciudades y pueblos (2006)
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- Casa de Recreo en Colombia (2005)
- Manzur. Homenaje (2005)
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- Santiago Cárdenas (2006)
- Omar Rayo. Homenaje (2006)
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- Casa de Campo en Colombia (2007)
- Luis Restrepo. construcciones (2007)
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- Luis Caballero. Homenaje (2007)
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- Cafés de Colombia (2008)
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- Armando Villegas. Homenaje (2008)
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- Alicia Viteri. Memoria digital (2009)
- Clemencia Echeverri. Sin respuesta (2009)
- Museo de Arte Moderno de Cartagena de Indias (2009)
- Agua. Riqueza de Colombia (2009)
- Volando Colombia. Paisajes (2009)
- Colombia en flor (2009)
- Medellín 360º. Cordial, Pujante y Bella (2009)
- Arte Internacional. Colección del Banco de la República (2009)
- Hugo Zapata (2009)
- Apalaanchi. Pescadores Wayuu (2009)
- Bogotá vuelo al pasado (2010)
- Grabados Antiguos de la Pontificia Universidad Javeriana. Colección Eduardo Ospina S. J. (2010)
- Orquídeas. Especies de Colombia (2010)
- Apartamentos. Bogotá (2010)
- Luis Caballero. Erótico (2010)
- Luis Fernando Peláez (2010)
- Aves en Colombia (2011)
- Pedro Ruiz (2011)
- El mundo del arte en San Agustín (2011)
- Cundinamarca. Corazón de Colombia (2011)
- El hundimiento de los Partidos Políticos Tradicionales venezolanos: El caso Copei (2014)
- Artistas por la paz (1986)
- Reglamento de uniformes, insignias, condecoraciones y distintivos para el personal de la Policía Nacional (2009)
- Historia de Bogotá. Tomo I - Conquista y Colonia (2007)
- Historia de Bogotá. Tomo II - Siglo XIX (2007)
- Academia Colombiana de Jurisprudencia. 125 Años (2019)
- Duque, su presidencia (2022)
Colombia
Pedro José Figueroa. Bolívar con la América india, 1819, óleo sobre lienzo. 125 x 95 cm. Quinta de Bolívar. Bogotá.
José María Espinosa. Batalla del río Palo (detalle), 1850, óleo sobre lienzo. 81 x 121 cm. Museo Nacional de Colombia.
Atlas dedicado a Jorge Tadeo Lozano, trazado por Francisco José de Caldas, 1811.
Quinta de San Pedro Alejandrino. Santa Marta, Magdalena.
Monumento a los Héroes de la Independencia. Bogotá.
Fuerte de San Fernando de Bocachica. Cartagena, Bolívar.
Telón de boca, obra de Aníbal Gutti. Teatro de Cristóbal Colón. Bogotá.
Ignacio Gómez Jaramillo. Liberación de los esclavos (detalle), 1938, fresco. 326 x 306 cm. Capitolio Nacional. Bogotá.
G. P. Dagrant de Burdeos. Alegoría de la República, vitral, Salón Boyacá, Capitolio Nacional. Bogotá.
San Bernardo del Viento, Córdoba.
Llanos del Casanare.
Plaza de Armas, Casa de Nariño. Bogotá.
Texto de: William Ospina
Hace doscientos años la palabra Colombia era sólo una idea en la mente de un joven caraqueño que estaba viendo nacer las repúblicas de Europa y soñaba modelar también repúblicas con el barro apenas conquistado de América. El joven había heredado ese sueño de un venezolano audaz, Francisco de Miranda, que recorrió Europa, pensando y luchando, y que según la leyenda tuvo en su abrazo a la zarina de Rusia y que dejó su nombre en las paredes interiores del arco napoleónico como uno de los capitanes de la tempestad europea. El joven Bolívar había comprendido que las naciones no siempre son fruto de una larguísima tradición, sino que pueden ser construcciones históricas, resultado del encuentro de un territorio y de unas comunidades con una filosofía.
Así ocurría con la unión americana del norte, donde un vasto territorio se preparaba para grandes tareas históricas bajo el principio de la democracia, gobierno ideal de las mayorías que partía del supuesto de una igualdad esencial entre los seres humanos. Así ocurría con España, que después de diez mil mestizajes había optado por definirse a sí misma como la nación ibérica aglutinada por la lengua castellana, por la religión católica y por la sujeción a la corona unificada de Aragón y de Castilla. Para llegar a esa idea de nación, arbitraria, pero sin duda posible, los Reyes Católicos expulsaron de la península a los moros, cuya civilización había habitado el sur durante siete siglos y había dejado su claridad en la arquitectura, su hospitalidad en las costumbres y su dulzura en las palabras que incorporó para siempre a la lengua; y por expulsar a los judíos, que le habían aportado su larga memoria, su tenacidad y su fatalismo. Sin duda, para construir repúblicas modernas en el territorio americano, era necesario derrotar y expulsar a los españoles peninsulares, que mantenían a sus propios hijos nacidos en América en condiciones de subordinación, y que todo lo organizaban, en esta tierra, en función única de la utilidad para la metrópoli.
El joven caraqueño era un buen hijo de su tiempo. Visto desde los albores del siglo xxi podemos decir que era un romántico, y la verdad es que pocos hombres de aquella edad encarnaron mejor el espíritu de ese movimiento vital que se llamó el romanticismo. Se había educado en los preceptos pedagógicos de Juan Jacobo Rousseau, el meditativo paseante solitario que contagió a xix un novedoso culto por la naturaleza y un ansia de transformaciones políticas que llegaron a ser la fuente de los mayores radicalismos. Rousseau fue un profeta para los muchachos de aquella activa generación, pero cada quien lo interpretaba a su manera. Desde el temible Robespierre, quien lo exaltó en la bandera del jacobinismo violento, símbolo de su credo de virtud y terror, hasta el dulce Friedrich Hölderlin, quien encontró en él a un místico de la naturaleza y al gran anunciador de las conmociones que llegaban al mundo en aquel desmesurado fin de siglo.
Bolívar también era un lector de los filósofos de la ilustración, europeo por su cultura, pero enriquecido espiritualmente por su origen americano y por su condición de criollo, un escritor lúcido y un guerrero generoso, que llegó a ser una leyenda en todo el hemisferio occidental. Uno de los mayores héroes románticos de la Europa de entonces, el poeta inglés George Gordon Byron, no sólo pregonó insistentemente en la Italia de la segunda década del siglo xix su voluntad de enrolarse en las filas de Bolívar para luchar por la independencia de Colombia, sino que bautizó con el nombre de Bolívar al barco en el que navegaba por la bahía de Spezia, en la costa italiana.
Es curiosa esa capacidad de ciertos seres humanos para impregnar un mundo con su espíritu y para dejar su huella en todo lo que tocan. Cuando uno visita Santa Marta, la alegre ciudad que se extiende entre la misteriosa Sierra Nevada y el mar Caribe, encuentra en medio de un bosque espléndido la vieja casona de San Pedro Alejandrino, con sus ceibas y sus bongas cuatro veces centenarias, en las que Bolívar moribundo tendió su hamaca para dormir como en sus campañas guerreras, y con la solemne y austera habitación donde escuchó por última vez las voces y los vientos del mundo. La hacienda, que nos recuerda cómo eran estas tierras hace varios siglos, con árboles desmesurados –que la modernidad borró por todas partes– y con extensos bosques nativos, sigue conmemorando el nombre de Bolívar aunque el Libertador sólo pasó allí los últimos once días de su vida. Once días que bastaron para borrar todo lo que pudo ocurrir en aquel sitio a lo largo de los siglos.
La Colombia que Bolívar soñaba era más vasta que la tierra que hoy lleva ese nombre. Incluía el istmo de Panamá, donde el Libertador anhelaba erigir la capital de una unión continental de repúblicas, y donde Humboldt y Goethe recomendaban desde entonces que debía construirse el canal interoceánico. Incluía a Venezuela, su propia patria, donde había visto la luz entre la aristocracia mantuana del cacao, que era tan poderosa y tan visible en Europa como los comerciantes de Veracruz, como los mineros de la plata del norte de México, como los poderosos dueños de ingenios de La Habana, como los potentados del Potosí y como los comerciantes de esclavos de Buenos Aires. Incluía al Ecuador, región septentrional del antiguo imperio inca, y una porción considerable de la cuenca del Amazonas. Y, por supuesto, incluía a la zona central que limitaba con todas esas maravillas geográficas, lo que fue el virreinato de la Nueva Granada, la esquina noroccidental de Suramérica, en cuyas costas del Caribe estaba la legendaria fortaleza de Cartagena de Indias, esta región atravesada por la triple cordillera en que se abren los Andes antes de desaparecer en las llanuras del Caribe.
El romántico Bolívar, que amaba por igual las espadas y los versos, reunía en sí las virtudes del soñador y del hombre práctico, y sus páginas de admirable estilo literario dan buena cuenta todavía del espíritu de previsión que siempre tuvo. Sabía que ese territorio, así unificado, podía ser uno de los países más ricos y más influyentes del continente, y que su extraordinaria riqueza agrícola y minera, sus recursos naturales, sus selvas, sus ríos, sus océanos, su composición humana y su posición estratégica podrían permitir el crecimiento de una gran nación. Una vez lograda la independencia del poder español, que durante tres siglos había mantenido a estos territorios en condición de subalternos tributarios y se había beneficiado de sus riquezas sin proponerse nunca, en serio, conferirles un puesto digno en el orden de las naciones, seguramente los propios americanos serían capaces de aprender en poco tiempo las artes del gobierno y los secretos de la administración, y organizarían su riquísimo mundo de un modo eficiente y moderno.
No dejó de advertir que habría dificultades para esa unificación. Aunque los distintos territorios tenían una historia reciente marcada por las mismas tragedias y las mismas hazañas, el modo como se habían ido mezclando los pueblos les daba ya fisonomías singulares, y cuando no hay un pensamiento fuerte ni una filosofía superior que se abra camino, los pueblos quedan en manos del carácter. Bolívar había intentado proveer esa filosofía, pero la causa era demasiado vasta, los problemas a resolver demasiado numerosos y los intereses a conciliar demasiado complejos para que la labor de un solo hombre o de unos cuantos hombres pudiera despejar el camino de todo un mundo.
Los norteamericanos se enfrentaban a un territorio complejo y vastísimo, pero su período colonial no les dejó un legado de privilegios y exclusiones tan conflictivo y tan firmemente establecido como el que encontraban los suramericanos en el momento de proclamar la independencia. Todavía hoy los elocuentes críticos de un estado de cosas que ha cambiado poco desde aquellos tiempos, se permiten, con el saludable desenfado y la irreverencia que son típicos de nuestras sociedades, hacer reproches a esos patriotas libertadores y fundadores por haber realizado tan a medias su misión. El apasionado y muchas veces injusto Fernando Vallejo alza así su grito contra Bolívar en su novela El fuego secreto: “El Libertador, le dicen, ¿pero de qué nos libertó? ¿De España y sus tinterillos? ¿A quienes cada dos meses cambian de alcalde, de personero, de tesorero, de gobernador, de ministro? Por equidad los cambian, por justicia, porque hay que repartirse el botín, el escuálido hueso que le quitamos hace más de ciento cincuenta años al español, incorpóreo ya de tanto ruñir”. En parte tiene razón: a pesar de la Independencia, los grandes terratenientes, herederos de un sistema señorial que en la región oriental del país era de encomenderos que mandaban sobre innumerables indios y en la región occidental de dueños de legiones de esclavos negros, conservaron su poder y sus tierras, otros las consiguieron en ese proceso, y el clero conservó la mayor parte de los privilegios que había adquirido en tres siglos de dominación colonial. Las estratificaciones sociales se habían ido definiendo y fosilizando de siglo en siglo y la apresurada independencia no emprendió jamás la labor de corregir esos males seculares, porque sólo buscaba la modificación del contrato social en términos de quién heredaría el poder de los peninsulares, no de cómo construir un poder distinto, adecuado a la filosofía democrática que Bolívar y Nariño heredaban de sus maestros ilustrados, sus filósofos racionalistas y sus poetas románticos, algo difícil de contagiar a los ricos notables locales que iban a beneficiarse con aquel cambio histórico.
Para comenzar fueron esos mismos poderes y esas mismas notabilidades criollas quienes frustraron el sueño del país que Bolívar había diseñado. Una segunda fila de generales luchaba más bien por construir módicas repúblicas de bolsillo. Páez se hizo a su Venezuela, Flórez a su Ecuador y Santander a su Colombia, y cada uno encontró argumentos para legitimar esa apresurada secesión que diluyó la Gran Colombia cuando Bolívar apenas bajaba a la tumba. Mientras el Libertador iba siendo socavado por la enfermedad, por la adversidad y el desengaño, su sueño continental era socavado también por los intereses locales y facciosos, por la fuerza de militares y políticos mucho menos clarividentes, que perdían de vista al mundo y a la época y sucumbían a la embriaguez de ser los administradores o los opresores de unas aldeas.
Se debe recordar y repetir que nuestros países son inconcebibles sin la modernidad y sin el mundo. Son muy pocas las comunidades que, en los tiempos que corren, puedan reclamar el privilegio de pertenecer a una tradición cerrada sobre sí, dueña de su propia cosmogonía, de su lengua, su filosofía, su sistema de mitos, su indumentaria, su estilo ornamental, su medicina, su espacio ancestral y su universo mágico, y es cierto que la Colombia de hoy tiene entre sus componentes algunas de esas comunidades, llenas de tesoros culturales, profundamente arraigadas en un territorio durante siglos, poseedoras de sabidurías que sin duda serán vitales para el futuro, poseedoras de algunas de las claves de nuestra supervivencia planetaria.
Pero sin perder de vista el valor de esas comunidades, de las naciones indígenas que para nuestro orgullo pueblan el territorio, Colombia es una nación mestiza, inconcebible también sin la cultura de la Grecia clásica, sin el Imperio romano, sin la Edad Media latina, sin los emiratos árabes de Córdoba, sin el Imperio español, sin el Vaticano, sin el Renacimiento europeo, sin el siglo de oro español; sin las aventuras de los holandeses, los ingleses y los españoles en las costas de África; sin los hijos de Guinea, de Malí, de Angola y de Costa de Marfil; sin los piratas británicos, sin la ilustración, sin la Revolución francesa, sin el racionalismo alemán, sin las guerras napoleónicas, sin el liberalismo inglés, sin las fábricas de automóviles de los Estados Unidos, sin el simbolismo de los poetas franceses, sin los imperativos de confort que hoy rigen y también amenazan a la contemporánea sociedad de consumo.
Hay incontables tradiciones del mundo a las que no pertenecemos directamente, y numerosas naciones con las que no tenemos ningún vínculo histórico, pero esos elementos que he enumerado tuvieron un peso decisivo en la formación de nuestro país, de nuestra mentalidad y de nuestros sueños, y forman parte irrenunciable del pasado y del presente que nos constituyen. Los rasgos, la lengua, la literatura, la moralidad, las leyes, las instituciones, las costumbres, esperanzas y defectos que nos caracterizan, están alimentados por ese largo y complejo río de tradiciones culturales entreveradas.
Cada vez que nos preguntamos quiénes somos y qué es Colombia, tenemos que interrogar esa complejidad de orígenes, manifiesta en algunos elementos y símbolos bien visibles: la lengua castellana enriquecida por la experiencia americana; la religión de Cristo harto matizada por nuestro triple universo indígena, europeo y africano; las instituciones republicanas harto modificadas por el gamonalismo y por el espíritu señorial que nos legó la Colonia y que perpetuaron y sofisticaron sus vicios bajo el disfraz de la república; el individualismo mestizo, fundado sobre la sospecha de toda ley, sobre una generalizada vocación transgresora y sobre una peligrosa predominancia de lo privado sobre lo público; una moralidad laxa y burlona que lúcidamente recela de los sistemas pero se gasta en rebeliones pírricas o dañinas; una vigorosa cultura de fusiones cada día más rica, más sorprendente y prometedora.
El nombre de Colombia se quedó con nosotros, y con él la certeza ardua de una complejidad de orígenes que hasta ahora nunca hemos podido asumir plenamente. Ningún nombre es trivial y mucho menos el que un pueblo asume para nombrarse a sí mismo. Para algunos el peso de la tradición lo define todo, y llamarse México o Inglaterra es buscar en la tutela paternal o mítica de los mexicas o de los anglos el fundamento de una existencia histórica. Por supuesto que todos los nombres de naciones han tenido un comienzo, fueron incorporados en un momento preciso a la tradición y a la historia. Francia tuvo que ser por mucho tiempo las Galias y después los poéticos países de Oil y de Oc, antes de que los ángeles del bosque la pusieran en las manos guerreras de Juana de Arco. Irak en eso es testimonio del paso de la historia, pues en el mismo territorio se sucedieron con los siglos algunos legendarios reinos del mundo: donde estuvo el Imperio otomano estuvo antes el Imperio romano, y antes el imperio de Alejandro, y antes Persia, y Asiria, y la Mesopotamia y Caldea, que descubrió en el cielo las estrellas. Níger es la palabra latina que significa negro, y Liberia debe su nombre a los esclavos liberados por América del Norte que volvieron filialmente al África de sus antepasados, con la ayuda del presidente Monroe, al que la capital, Monrovia, debe su nombre.
Llama la atención en este mundo tan antiguo una nación que haya recibido su nombre actual hace apenas un par de siglos, y que sólo se haya acostumbrado a llevarlo hace apenas un siglo y medio. Venezuela ya se llamaba así desde la Conquista, Ecuador debe su nombre a una convención geográfica que sin duda le corresponde, cada uno de los Estados Unidos de América tiene su nombre histórico, pero, sobre todo, en ese vasto país de inmigrantes donde nadie es en rigor nativo, nadie ignora a qué tradición pertenece, dónde está su pasado. Pero es significativo que el nombre de un país no nazca de un elemento del territorio ni del apelativo de una tribu o de un pueblo, sino de un personaje histórico. No habrá mejor ejemplo del triunfo de la idea de individuo en la sociedad contemporánea que este hecho de que se conceda a un país el nombre de una persona. Es una vigorosa consecuencia de ese hecho típicamente moderno que fue el descubrimiento de América, y se ajusta a la circunstancia de que todo el continente haya recibido el nombre de un viajero de hace cinco siglos, aunque el nombre de América eterniza la arbitrariedad de que ese homenaje se rindiera a un viajero secundario y no al verdadero descubridor. Esa supuesta ingratitud fue lo que Bolívar quiso corregir dando a nuestra tierra el nombre del almirante, para eternizar su memoria.
¿Se habrá preguntado realmente Bolívar qué sentido profundo tendrá el conferir a un país un nombre no sacralizado por una larga tradición y ni siquiera surgido del territorio, sino derivado de un accidente histórico? Un filósofo recomendaba a los científicos utilizar raíces griegas y latinas para nombrar sus descubrimientos, y así enlazar lo nuevo con la tradición. Ello no fue un obstáculo para que los descubridores de las seis partículas subatómicas hayan optado por utilizar como nombre para ellas una onomatopeya literaria, la palabra quark, tomada de las páginas del Finnegan’s wake de James Joyce. Es extraño dar a la antiquísima substancia del mundo, a las regiones geográficas, nombres tan recientes e individuales como Colombia, pero este es un hecho ya secular, muchas generaciones han asumido este nombre como propio, lo han convertido en parte de su identidad, lo han cantado, y han procurado exaltarlo, como toda nación lo precisa, al orden de la mitología.
En nuestra tierra es frecuente que los poetas y los novelistas no utilicen los nombres geográficos e históricos, que todavía nos parecen superficiales y casi provisionales, e inventen nombres que cumplan mejor con la función mítica que se espera de ellos. Ello, decía el poeta Auden, ha sido un hábito más americano que europeo, y los nombres que los escritores americanos les han dado a sus ciudades o sus mundos, el páramo de Auber, el condado de Yoknapatawpha, la aldea de Macondo, el país de Uqbar, la ciudad de Acuarimántima, el planeta Tlön, parecen responder a ese anhelo de crear regiones ilustres y mágicas, que no estén contaminadas por lo provisional y lo inmediato de nuestro mundo.
Sin embargo, en los últimos tiempos, de un modo creciente, nuestros autores han aprendido a nombrar su tierra. Tal vez la irrupción de unas estéticas que no buscan la extrañeza sino más bien el reconocimiento, que no buscan construir un mundo vistoso e ilustre sino que quieren asir la poesía de lo real, por sórdido o precario que sea, les hace más posible entrar en ese comercio con la realidad. Así se fue alternando esa tendencia a la mistificación con la necesidad de nombrar lo que verdaderamente existe. Faulkner también se deleitaba nombrando a Alabama y a Tennessee; García Márquez no pierde oportunidad de evocar y reconstruir a su mítica Cartagena de Indias, de nombrar los vientos eternos de la Guajira, la ciudad de Riohacha y la Ciénaga Grande; Borges también escribe sobre Buenos Aires, sobre Adrogué y Fray Bentos; Barba Jacob no desconoce la poesía de Sayula, de Sopetrán y de Santa Rosa de Osos. También fue él quien dijo, casi por primera vez en tono verdaderamente poético, es decir, libre de efusiones patrióticas y de brindis republicanos, sino como un ejercicio íntimo del lenguaje:
El numen de Colombia me dio una rosa bella,
mas yo pedí el crepúsculo y codicié la estrella.
Tal vez no haya relación causal alguna, pero es curioso que la palabra Colombia, monumento a una vigorosa individualidad, sea el nombre de un país que tiende a rendir un culto excesivo a lo individual. Nadie sabrá decirnos qué papel juega un nombre en la conformación de un destino, así como tampoco sabremos qué tipo de efecto psicológico o mítico obran sobre sus comunidades nombres descriptivos como Argentina o Costa Rica, nombres religiosos como El Salvador o nombres carentes de color poético como Estados Unidos.
#AmorPorColombia
Colombia
Pedro José Figueroa. Bolívar con la América india, 1819, óleo sobre lienzo. 125 x 95 cm. Quinta de Bolívar. Bogotá.
José María Espinosa. Batalla del río Palo (detalle), 1850, óleo sobre lienzo. 81 x 121 cm. Museo Nacional de Colombia.
Atlas dedicado a Jorge Tadeo Lozano, trazado por Francisco José de Caldas, 1811.
Quinta de San Pedro Alejandrino. Santa Marta, Magdalena.
Monumento a los Héroes de la Independencia. Bogotá.
Fuerte de San Fernando de Bocachica. Cartagena, Bolívar.
Telón de boca, obra de Aníbal Gutti. Teatro de Cristóbal Colón. Bogotá.
Ignacio Gómez Jaramillo. Liberación de los esclavos (detalle), 1938, fresco. 326 x 306 cm. Capitolio Nacional. Bogotá.
G. P. Dagrant de Burdeos. Alegoría de la República, vitral, Salón Boyacá, Capitolio Nacional. Bogotá.
San Bernardo del Viento, Córdoba.
Llanos del Casanare.
Plaza de Armas, Casa de Nariño. Bogotá.
Texto de: William Ospina
Hace doscientos años la palabra Colombia era sólo una idea en la mente de un joven caraqueño que estaba viendo nacer las repúblicas de Europa y soñaba modelar también repúblicas con el barro apenas conquistado de América. El joven había heredado ese sueño de un venezolano audaz, Francisco de Miranda, que recorrió Europa, pensando y luchando, y que según la leyenda tuvo en su abrazo a la zarina de Rusia y que dejó su nombre en las paredes interiores del arco napoleónico como uno de los capitanes de la tempestad europea. El joven Bolívar había comprendido que las naciones no siempre son fruto de una larguísima tradición, sino que pueden ser construcciones históricas, resultado del encuentro de un territorio y de unas comunidades con una filosofía.
Así ocurría con la unión americana del norte, donde un vasto territorio se preparaba para grandes tareas históricas bajo el principio de la democracia, gobierno ideal de las mayorías que partía del supuesto de una igualdad esencial entre los seres humanos. Así ocurría con España, que después de diez mil mestizajes había optado por definirse a sí misma como la nación ibérica aglutinada por la lengua castellana, por la religión católica y por la sujeción a la corona unificada de Aragón y de Castilla. Para llegar a esa idea de nación, arbitraria, pero sin duda posible, los Reyes Católicos expulsaron de la península a los moros, cuya civilización había habitado el sur durante siete siglos y había dejado su claridad en la arquitectura, su hospitalidad en las costumbres y su dulzura en las palabras que incorporó para siempre a la lengua; y por expulsar a los judíos, que le habían aportado su larga memoria, su tenacidad y su fatalismo. Sin duda, para construir repúblicas modernas en el territorio americano, era necesario derrotar y expulsar a los españoles peninsulares, que mantenían a sus propios hijos nacidos en América en condiciones de subordinación, y que todo lo organizaban, en esta tierra, en función única de la utilidad para la metrópoli.
El joven caraqueño era un buen hijo de su tiempo. Visto desde los albores del siglo xxi podemos decir que era un romántico, y la verdad es que pocos hombres de aquella edad encarnaron mejor el espíritu de ese movimiento vital que se llamó el romanticismo. Se había educado en los preceptos pedagógicos de Juan Jacobo Rousseau, el meditativo paseante solitario que contagió a xix un novedoso culto por la naturaleza y un ansia de transformaciones políticas que llegaron a ser la fuente de los mayores radicalismos. Rousseau fue un profeta para los muchachos de aquella activa generación, pero cada quien lo interpretaba a su manera. Desde el temible Robespierre, quien lo exaltó en la bandera del jacobinismo violento, símbolo de su credo de virtud y terror, hasta el dulce Friedrich Hölderlin, quien encontró en él a un místico de la naturaleza y al gran anunciador de las conmociones que llegaban al mundo en aquel desmesurado fin de siglo.
Bolívar también era un lector de los filósofos de la ilustración, europeo por su cultura, pero enriquecido espiritualmente por su origen americano y por su condición de criollo, un escritor lúcido y un guerrero generoso, que llegó a ser una leyenda en todo el hemisferio occidental. Uno de los mayores héroes románticos de la Europa de entonces, el poeta inglés George Gordon Byron, no sólo pregonó insistentemente en la Italia de la segunda década del siglo xix su voluntad de enrolarse en las filas de Bolívar para luchar por la independencia de Colombia, sino que bautizó con el nombre de Bolívar al barco en el que navegaba por la bahía de Spezia, en la costa italiana.
Es curiosa esa capacidad de ciertos seres humanos para impregnar un mundo con su espíritu y para dejar su huella en todo lo que tocan. Cuando uno visita Santa Marta, la alegre ciudad que se extiende entre la misteriosa Sierra Nevada y el mar Caribe, encuentra en medio de un bosque espléndido la vieja casona de San Pedro Alejandrino, con sus ceibas y sus bongas cuatro veces centenarias, en las que Bolívar moribundo tendió su hamaca para dormir como en sus campañas guerreras, y con la solemne y austera habitación donde escuchó por última vez las voces y los vientos del mundo. La hacienda, que nos recuerda cómo eran estas tierras hace varios siglos, con árboles desmesurados –que la modernidad borró por todas partes– y con extensos bosques nativos, sigue conmemorando el nombre de Bolívar aunque el Libertador sólo pasó allí los últimos once días de su vida. Once días que bastaron para borrar todo lo que pudo ocurrir en aquel sitio a lo largo de los siglos.
La Colombia que Bolívar soñaba era más vasta que la tierra que hoy lleva ese nombre. Incluía el istmo de Panamá, donde el Libertador anhelaba erigir la capital de una unión continental de repúblicas, y donde Humboldt y Goethe recomendaban desde entonces que debía construirse el canal interoceánico. Incluía a Venezuela, su propia patria, donde había visto la luz entre la aristocracia mantuana del cacao, que era tan poderosa y tan visible en Europa como los comerciantes de Veracruz, como los mineros de la plata del norte de México, como los poderosos dueños de ingenios de La Habana, como los potentados del Potosí y como los comerciantes de esclavos de Buenos Aires. Incluía al Ecuador, región septentrional del antiguo imperio inca, y una porción considerable de la cuenca del Amazonas. Y, por supuesto, incluía a la zona central que limitaba con todas esas maravillas geográficas, lo que fue el virreinato de la Nueva Granada, la esquina noroccidental de Suramérica, en cuyas costas del Caribe estaba la legendaria fortaleza de Cartagena de Indias, esta región atravesada por la triple cordillera en que se abren los Andes antes de desaparecer en las llanuras del Caribe.
El romántico Bolívar, que amaba por igual las espadas y los versos, reunía en sí las virtudes del soñador y del hombre práctico, y sus páginas de admirable estilo literario dan buena cuenta todavía del espíritu de previsión que siempre tuvo. Sabía que ese territorio, así unificado, podía ser uno de los países más ricos y más influyentes del continente, y que su extraordinaria riqueza agrícola y minera, sus recursos naturales, sus selvas, sus ríos, sus océanos, su composición humana y su posición estratégica podrían permitir el crecimiento de una gran nación. Una vez lograda la independencia del poder español, que durante tres siglos había mantenido a estos territorios en condición de subalternos tributarios y se había beneficiado de sus riquezas sin proponerse nunca, en serio, conferirles un puesto digno en el orden de las naciones, seguramente los propios americanos serían capaces de aprender en poco tiempo las artes del gobierno y los secretos de la administración, y organizarían su riquísimo mundo de un modo eficiente y moderno.
No dejó de advertir que habría dificultades para esa unificación. Aunque los distintos territorios tenían una historia reciente marcada por las mismas tragedias y las mismas hazañas, el modo como se habían ido mezclando los pueblos les daba ya fisonomías singulares, y cuando no hay un pensamiento fuerte ni una filosofía superior que se abra camino, los pueblos quedan en manos del carácter. Bolívar había intentado proveer esa filosofía, pero la causa era demasiado vasta, los problemas a resolver demasiado numerosos y los intereses a conciliar demasiado complejos para que la labor de un solo hombre o de unos cuantos hombres pudiera despejar el camino de todo un mundo.
Los norteamericanos se enfrentaban a un territorio complejo y vastísimo, pero su período colonial no les dejó un legado de privilegios y exclusiones tan conflictivo y tan firmemente establecido como el que encontraban los suramericanos en el momento de proclamar la independencia. Todavía hoy los elocuentes críticos de un estado de cosas que ha cambiado poco desde aquellos tiempos, se permiten, con el saludable desenfado y la irreverencia que son típicos de nuestras sociedades, hacer reproches a esos patriotas libertadores y fundadores por haber realizado tan a medias su misión. El apasionado y muchas veces injusto Fernando Vallejo alza así su grito contra Bolívar en su novela El fuego secreto: “El Libertador, le dicen, ¿pero de qué nos libertó? ¿De España y sus tinterillos? ¿A quienes cada dos meses cambian de alcalde, de personero, de tesorero, de gobernador, de ministro? Por equidad los cambian, por justicia, porque hay que repartirse el botín, el escuálido hueso que le quitamos hace más de ciento cincuenta años al español, incorpóreo ya de tanto ruñir”. En parte tiene razón: a pesar de la Independencia, los grandes terratenientes, herederos de un sistema señorial que en la región oriental del país era de encomenderos que mandaban sobre innumerables indios y en la región occidental de dueños de legiones de esclavos negros, conservaron su poder y sus tierras, otros las consiguieron en ese proceso, y el clero conservó la mayor parte de los privilegios que había adquirido en tres siglos de dominación colonial. Las estratificaciones sociales se habían ido definiendo y fosilizando de siglo en siglo y la apresurada independencia no emprendió jamás la labor de corregir esos males seculares, porque sólo buscaba la modificación del contrato social en términos de quién heredaría el poder de los peninsulares, no de cómo construir un poder distinto, adecuado a la filosofía democrática que Bolívar y Nariño heredaban de sus maestros ilustrados, sus filósofos racionalistas y sus poetas románticos, algo difícil de contagiar a los ricos notables locales que iban a beneficiarse con aquel cambio histórico.
Para comenzar fueron esos mismos poderes y esas mismas notabilidades criollas quienes frustraron el sueño del país que Bolívar había diseñado. Una segunda fila de generales luchaba más bien por construir módicas repúblicas de bolsillo. Páez se hizo a su Venezuela, Flórez a su Ecuador y Santander a su Colombia, y cada uno encontró argumentos para legitimar esa apresurada secesión que diluyó la Gran Colombia cuando Bolívar apenas bajaba a la tumba. Mientras el Libertador iba siendo socavado por la enfermedad, por la adversidad y el desengaño, su sueño continental era socavado también por los intereses locales y facciosos, por la fuerza de militares y políticos mucho menos clarividentes, que perdían de vista al mundo y a la época y sucumbían a la embriaguez de ser los administradores o los opresores de unas aldeas.
Se debe recordar y repetir que nuestros países son inconcebibles sin la modernidad y sin el mundo. Son muy pocas las comunidades que, en los tiempos que corren, puedan reclamar el privilegio de pertenecer a una tradición cerrada sobre sí, dueña de su propia cosmogonía, de su lengua, su filosofía, su sistema de mitos, su indumentaria, su estilo ornamental, su medicina, su espacio ancestral y su universo mágico, y es cierto que la Colombia de hoy tiene entre sus componentes algunas de esas comunidades, llenas de tesoros culturales, profundamente arraigadas en un territorio durante siglos, poseedoras de sabidurías que sin duda serán vitales para el futuro, poseedoras de algunas de las claves de nuestra supervivencia planetaria.
Pero sin perder de vista el valor de esas comunidades, de las naciones indígenas que para nuestro orgullo pueblan el territorio, Colombia es una nación mestiza, inconcebible también sin la cultura de la Grecia clásica, sin el Imperio romano, sin la Edad Media latina, sin los emiratos árabes de Córdoba, sin el Imperio español, sin el Vaticano, sin el Renacimiento europeo, sin el siglo de oro español; sin las aventuras de los holandeses, los ingleses y los españoles en las costas de África; sin los hijos de Guinea, de Malí, de Angola y de Costa de Marfil; sin los piratas británicos, sin la ilustración, sin la Revolución francesa, sin el racionalismo alemán, sin las guerras napoleónicas, sin el liberalismo inglés, sin las fábricas de automóviles de los Estados Unidos, sin el simbolismo de los poetas franceses, sin los imperativos de confort que hoy rigen y también amenazan a la contemporánea sociedad de consumo.
Hay incontables tradiciones del mundo a las que no pertenecemos directamente, y numerosas naciones con las que no tenemos ningún vínculo histórico, pero esos elementos que he enumerado tuvieron un peso decisivo en la formación de nuestro país, de nuestra mentalidad y de nuestros sueños, y forman parte irrenunciable del pasado y del presente que nos constituyen. Los rasgos, la lengua, la literatura, la moralidad, las leyes, las instituciones, las costumbres, esperanzas y defectos que nos caracterizan, están alimentados por ese largo y complejo río de tradiciones culturales entreveradas.
Cada vez que nos preguntamos quiénes somos y qué es Colombia, tenemos que interrogar esa complejidad de orígenes, manifiesta en algunos elementos y símbolos bien visibles: la lengua castellana enriquecida por la experiencia americana; la religión de Cristo harto matizada por nuestro triple universo indígena, europeo y africano; las instituciones republicanas harto modificadas por el gamonalismo y por el espíritu señorial que nos legó la Colonia y que perpetuaron y sofisticaron sus vicios bajo el disfraz de la república; el individualismo mestizo, fundado sobre la sospecha de toda ley, sobre una generalizada vocación transgresora y sobre una peligrosa predominancia de lo privado sobre lo público; una moralidad laxa y burlona que lúcidamente recela de los sistemas pero se gasta en rebeliones pírricas o dañinas; una vigorosa cultura de fusiones cada día más rica, más sorprendente y prometedora.
El nombre de Colombia se quedó con nosotros, y con él la certeza ardua de una complejidad de orígenes que hasta ahora nunca hemos podido asumir plenamente. Ningún nombre es trivial y mucho menos el que un pueblo asume para nombrarse a sí mismo. Para algunos el peso de la tradición lo define todo, y llamarse México o Inglaterra es buscar en la tutela paternal o mítica de los mexicas o de los anglos el fundamento de una existencia histórica. Por supuesto que todos los nombres de naciones han tenido un comienzo, fueron incorporados en un momento preciso a la tradición y a la historia. Francia tuvo que ser por mucho tiempo las Galias y después los poéticos países de Oil y de Oc, antes de que los ángeles del bosque la pusieran en las manos guerreras de Juana de Arco. Irak en eso es testimonio del paso de la historia, pues en el mismo territorio se sucedieron con los siglos algunos legendarios reinos del mundo: donde estuvo el Imperio otomano estuvo antes el Imperio romano, y antes el imperio de Alejandro, y antes Persia, y Asiria, y la Mesopotamia y Caldea, que descubrió en el cielo las estrellas. Níger es la palabra latina que significa negro, y Liberia debe su nombre a los esclavos liberados por América del Norte que volvieron filialmente al África de sus antepasados, con la ayuda del presidente Monroe, al que la capital, Monrovia, debe su nombre.
Llama la atención en este mundo tan antiguo una nación que haya recibido su nombre actual hace apenas un par de siglos, y que sólo se haya acostumbrado a llevarlo hace apenas un siglo y medio. Venezuela ya se llamaba así desde la Conquista, Ecuador debe su nombre a una convención geográfica que sin duda le corresponde, cada uno de los Estados Unidos de América tiene su nombre histórico, pero, sobre todo, en ese vasto país de inmigrantes donde nadie es en rigor nativo, nadie ignora a qué tradición pertenece, dónde está su pasado. Pero es significativo que el nombre de un país no nazca de un elemento del territorio ni del apelativo de una tribu o de un pueblo, sino de un personaje histórico. No habrá mejor ejemplo del triunfo de la idea de individuo en la sociedad contemporánea que este hecho de que se conceda a un país el nombre de una persona. Es una vigorosa consecuencia de ese hecho típicamente moderno que fue el descubrimiento de América, y se ajusta a la circunstancia de que todo el continente haya recibido el nombre de un viajero de hace cinco siglos, aunque el nombre de América eterniza la arbitrariedad de que ese homenaje se rindiera a un viajero secundario y no al verdadero descubridor. Esa supuesta ingratitud fue lo que Bolívar quiso corregir dando a nuestra tierra el nombre del almirante, para eternizar su memoria.
¿Se habrá preguntado realmente Bolívar qué sentido profundo tendrá el conferir a un país un nombre no sacralizado por una larga tradición y ni siquiera surgido del territorio, sino derivado de un accidente histórico? Un filósofo recomendaba a los científicos utilizar raíces griegas y latinas para nombrar sus descubrimientos, y así enlazar lo nuevo con la tradición. Ello no fue un obstáculo para que los descubridores de las seis partículas subatómicas hayan optado por utilizar como nombre para ellas una onomatopeya literaria, la palabra quark, tomada de las páginas del Finnegan’s wake de James Joyce. Es extraño dar a la antiquísima substancia del mundo, a las regiones geográficas, nombres tan recientes e individuales como Colombia, pero este es un hecho ya secular, muchas generaciones han asumido este nombre como propio, lo han convertido en parte de su identidad, lo han cantado, y han procurado exaltarlo, como toda nación lo precisa, al orden de la mitología.
En nuestra tierra es frecuente que los poetas y los novelistas no utilicen los nombres geográficos e históricos, que todavía nos parecen superficiales y casi provisionales, e inventen nombres que cumplan mejor con la función mítica que se espera de ellos. Ello, decía el poeta Auden, ha sido un hábito más americano que europeo, y los nombres que los escritores americanos les han dado a sus ciudades o sus mundos, el páramo de Auber, el condado de Yoknapatawpha, la aldea de Macondo, el país de Uqbar, la ciudad de Acuarimántima, el planeta Tlön, parecen responder a ese anhelo de crear regiones ilustres y mágicas, que no estén contaminadas por lo provisional y lo inmediato de nuestro mundo.
Sin embargo, en los últimos tiempos, de un modo creciente, nuestros autores han aprendido a nombrar su tierra. Tal vez la irrupción de unas estéticas que no buscan la extrañeza sino más bien el reconocimiento, que no buscan construir un mundo vistoso e ilustre sino que quieren asir la poesía de lo real, por sórdido o precario que sea, les hace más posible entrar en ese comercio con la realidad. Así se fue alternando esa tendencia a la mistificación con la necesidad de nombrar lo que verdaderamente existe. Faulkner también se deleitaba nombrando a Alabama y a Tennessee; García Márquez no pierde oportunidad de evocar y reconstruir a su mítica Cartagena de Indias, de nombrar los vientos eternos de la Guajira, la ciudad de Riohacha y la Ciénaga Grande; Borges también escribe sobre Buenos Aires, sobre Adrogué y Fray Bentos; Barba Jacob no desconoce la poesía de Sayula, de Sopetrán y de Santa Rosa de Osos. También fue él quien dijo, casi por primera vez en tono verdaderamente poético, es decir, libre de efusiones patrióticas y de brindis republicanos, sino como un ejercicio íntimo del lenguaje:
El numen de Colombia me dio una rosa bella,
mas yo pedí el crepúsculo y codicié la estrella.
Tal vez no haya relación causal alguna, pero es curioso que la palabra Colombia, monumento a una vigorosa individualidad, sea el nombre de un país que tiende a rendir un culto excesivo a lo individual. Nadie sabrá decirnos qué papel juega un nombre en la conformación de un destino, así como tampoco sabremos qué tipo de efecto psicológico o mítico obran sobre sus comunidades nombres descriptivos como Argentina o Costa Rica, nombres religiosos como El Salvador o nombres carentes de color poético como Estados Unidos.