- Botero esculturas (1998)
- Salmona (1998)
- El sabor de Colombia (1994)
- Wayuú. Cultura del desierto colombiano (1998)
- Semana Santa en Popayán (1999)
- Cartagena de siempre (1992)
- Palacio de las Garzas (1999)
- Juan Montoya (1998)
- Aves de Colombia. Grabados iluminados del Siglo XVIII (1993)
- Alta Colombia. El esplendor de la montaña (1996)
- Artefactos. Objetos artesanales de Colombia (1992)
- Carros. El automovil en Colombia (1995)
- Espacios Comerciales. Colombia (1994)
- Cerros de Bogotá (2000)
- El Terremoto de San Salvador. Narración de un superviviente (2001)
- Manolo Valdés. La intemporalidad del arte (1999)
- Casa de Hacienda. Arquitectura en el campo colombiano (1997)
- Fiestas. Celebraciones y Ritos de Colombia (1995)
- Costa Rica. Pura Vida (2001)
- Luis Restrepo. Arquitectura (2001)
- Ana Mercedes Hoyos. Palenque (2001)
- La Moneda en Colombia (2001)
- Jardines de Colombia (1996)
- Una jornada en Macondo (1995)
- Retratos (1993)
- Atavíos. Raíces de la moda colombiana (1996)
- La ruta de Humboldt. Colombia - Venezuela (1994)
- Trópico. Visiones de la naturaleza colombiana (1997)
- Herederos de los Incas (1996)
- Casa Moderna. Medio siglo de arquitectura doméstica colombiana (1996)
- Bogotá desde el aire (1994)
- La vida en Colombia (1994)
- Casa Republicana. La bella época en Colombia (1995)
- Selva húmeda de Colombia (1990)
- Richter (1997)
- Por nuestros niños. Programas para su Proteccion y Desarrollo en Colombia (1990)
- Mariposas de Colombia (1991)
- Colombia tierra de flores (1990)
- Los países andinos desde el satélite (1995)
- Deliciosas frutas tropicales (1990)
- Arrecifes del Caribe (1988)
- Casa campesina. Arquitectura vernácula de Colombia (1993)
- Páramos (1988)
- Manglares (1989)
- Señor Ladrillo (1988)
- La última muerte de Wozzeck (2000)
- Historia del Café de Guatemala (2001)
- Casa Guatemalteca (1999)
- Silvia Tcherassi (2002)
- Ana Mercedes Hoyos. Retrospectiva (2002)
- Francisco Mejía Guinand (2002)
- Aves del Llano (1992)
- El año que viene vuelvo (1989)
- Museos de Bogotá (1989)
- El arte de la cocina japonesa (1996)
- Botero Dibujos (1999)
- Colombia Campesina (1989)
- Conflicto amazónico. 1932-1934 (1994)
- Débora Arango. Museo de Arte Moderno de Medellín (1986)
- La Sabana de Bogotá (1988)
- Casas de Embajada en Washington D.C. (2004)
- XVI Bienal colombiana de Arquitectura 1998 (1998)
- Visiones del Siglo XX colombiano. A través de sus protagonistas ya muertos (2003)
- Río Bogotá (1985)
- Jacanamijoy (2003)
- Álvaro Barrera. Arquitectura y Restauración (2003)
- Campos de Golf en Colombia (2003)
- Cartagena de Indias. Visión panorámica desde el aire (2003)
- Guadua. Arquitectura y Diseño (2003)
- Enrique Grau. Homenaje (2003)
- Mauricio Gómez. Con la mano izquierda (2003)
- Ignacio Gómez Jaramillo (2003)
- Tesoros del Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario. 350 años (2003)
- Manos en el arte colombiano (2003)
- Historia de la Fotografía en Colombia. Museo de Arte Moderno de Bogotá (1983)
- Arenas Betancourt. Un realista más allá del tiempo (1986)
- Los Figueroa. Aproximación a su época y a su pintura (1986)
- Andrés de Santa María (1985)
- Ricardo Gómez Campuzano (1987)
- El encanto de Bogotá (1987)
- Manizales de ayer. Album de fotografías (1987)
- Ramírez Villamizar. Museo de Arte Moderno de Bogotá (1984)
- La transformación de Bogotá (1982)
- Las fronteras azules de Colombia (1985)
- Botero en el Museo Nacional de Colombia. Nueva donación 2004 (2004)
- Gonzalo Ariza. Pinturas (1978)
- Grau. El pequeño viaje del Barón Von Humboldt (1977)
- Bogotá Viva (2004)
- Albergues del Libertador en Colombia. Banco de la República (1980)
- El Rey triste (1980)
- Gregorio Vásquez (1985)
- Ciclovías. Bogotá para el ciudadano (1983)
- Negret escultor. Homenaje (2004)
- Mefisto. Alberto Iriarte (2004)
- Suramericana. 60 Años de compromiso con la cultura (2004)
- Rostros de Colombia (1985)
- Flora de Los Andes. Cien especies del Altiplano Cundi-Boyacense (1984)
- Casa de Nariño (1985)
- Periodismo gráfico. Círculo de Periodistas de Bogotá (1984)
- Cien años de arte colombiano. 1886 - 1986 (1985)
- Pedro Nel Gómez (1981)
- Colombia amazónica (1988)
- Palacio de San Carlos (1986)
- Veinte años del Sena en Colombia. 1957-1977 (1978)
- Bogotá. Estructura y principales servicios públicos (1978)
- Colombia Parques Naturales (2006)
- Érase una vez Colombia (2005)
- Colombia 360°. Ciudades y pueblos (2006)
- Bogotá 360°. La ciudad interior (2006)
- Guatemala inédita (2006)
- Casa de Recreo en Colombia (2005)
- Manzur. Homenaje (2005)
- Gerardo Aragón (2009)
- Santiago Cárdenas (2006)
- Omar Rayo. Homenaje (2006)
- Beatriz González (2005)
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- Luis Restrepo. construcciones (2007)
- Juan Cárdenas (2007)
- Luis Caballero. Homenaje (2007)
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- Cafés de Colombia (2008)
- Colombia es Color (2008)
- Armando Villegas. Homenaje (2008)
- Manuel Hernández (2008)
- Alicia Viteri. Memoria digital (2009)
- Clemencia Echeverri. Sin respuesta (2009)
- Museo de Arte Moderno de Cartagena de Indias (2009)
- Agua. Riqueza de Colombia (2009)
- Volando Colombia. Paisajes (2009)
- Colombia en flor (2009)
- Medellín 360º. Cordial, Pujante y Bella (2009)
- Arte Internacional. Colección del Banco de la República (2009)
- Hugo Zapata (2009)
- Apalaanchi. Pescadores Wayuu (2009)
- Bogotá vuelo al pasado (2010)
- Grabados Antiguos de la Pontificia Universidad Javeriana. Colección Eduardo Ospina S. J. (2010)
- Orquídeas. Especies de Colombia (2010)
- Apartamentos. Bogotá (2010)
- Luis Caballero. Erótico (2010)
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- Pedro Ruiz (2011)
- El mundo del arte en San Agustín (2011)
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- El hundimiento de los Partidos Políticos Tradicionales venezolanos: El caso Copei (2014)
- Artistas por la paz (1986)
- Reglamento de uniformes, insignias, condecoraciones y distintivos para el personal de la Policía Nacional (2009)
- Historia de Bogotá. Tomo I - Conquista y Colonia (2007)
- Historia de Bogotá. Tomo II - Siglo XIX (2007)
- Academia Colombiana de Jurisprudencia. 125 Años (2019)
- Duque, su presidencia (2022)
El Terremoto de San SalvadorNarración de un superviviente / VII - Cálculos y Sorpresas de un Caminante |
VII - Cálculos y Sorpresas de un Caminante
Texto de: Porfirio Barba Jacob
Emprendí el camino en compañía del mozo a quien mi madre había enviado en mi busca. Él estaba expansivo y se empeñaba en hacer comentarios de la catástrofe, pero el obstinado silencio mío lo obligó a callar por fin. Y, ya sin trabas mi pensamiento, me puse a ensayar cálculos sobre la magnitud de las pérdidas ocasionadas por el terremoto. Me servían de base algunos pocos datos estadísticos acerca de la ciudad, los daños que yo había podido apreciar por mí mismo, y los relatos que había oído a numerosas personas con respecto a los estragos en los lugares que no me fue posible visitar.
Por término medio, San Salvador se componía de unas 8.800 casas, sin incluir los edificios públicos, que son numerosos y muchos de ellos de gran precio. De esas 8.800 casas, 200 quedaban intactas: unas 3.000, destruidas por completo; otras 3.000, en malísimas condiciones, de modo que para repararlas sería necesaria una suma igual siquiera a la mitad de su valor; y las restantes, unas 2.600, aunque menos estrujadas, no lo estaban poco, y de todas maneras su reparación iría a demandar gastos considerables.
Si se tiene en cuenta el alto precio que alcanza en esta metrópoli la propiedad raíz, y si se considera lo que costará levantar de nuevo desde sus cimientos, todo lo que quedó por completo destruido, y lo que costará reparar edificios grandes, suntuosos, con materiales de primera clase y en extremo caros, no es aventurado afirmar que serían precisos de 4 a 5.000 pesos1 para que cada una de las viviendas volviese a su ser anterior. Hecha la multiplicación de una suma que expresa el promedio del gasto que hay que realizar ($4.500), por las 8.600 casas en ruinas o semi en ruinas, se obtiene esta cifra enorme, que puede considerarse como el equivalente de las pérdidas en edificios particulares: $38.700.000.00 (treinta y ocho millones setecientos mil pesos).
Considerando, por otra parte, lo que cada familia perdió en muebles, objetos de arte, vajilla, enseres de cocina, instrumentos de trabajo, etc.; y, además, lo que se perdió en vidrios, licores, perfumes, joyas y otras mercaderías, se puede calcular el estrago en $3.000 por cada una de las 8.800 casas de San Salvador; en conjunto, la suma se elevaba a $26.400.000.00 (veintiséis millones cuatrocientos mil pesos).
De los edificios públicos, algunos estaban intactos, tales como el Palacio y el Teatro Nacionales, el hospital, etc.; pero, aún en éstos, las pérdidas habían sido grandes. Sólo en el primero de ellos el monto de lo destruido excede de $80.000. Ahora bien, repárese en lo que valdrán –considerando en conjunto el material y la obra arquitectónica de los que cayeron por completo o quedaron inútiles, así como los objetos que en éstos y en todos los demás se inutilizaron–, la Escuela de Medicina, la Escuela Normal, la Central de Correos y Telégrafos, el Hospicio de Huérfanos, la Catedral y demás templos, la Universidad, la Escuela Politécnica, el Palacio del Tesoro, el Municipal, los mercados, los teatros Principal, Colón y Variedades, la Imprenta Nacional, La Penitenciaría, la Casa Blanca, la Logia Masónica, la Residencia Presidencial, los cuarteles, los Bancos Occidental, Salvadoreño y Agrícola, el Manicomio, etc., etc., etc..2 El valor aproximado de estos edificios excede de $35.000.000.00 (treinta y cinco millones de pesos). Así, pues, no es exagerado estimar en $15.000.000.00 (quince millones) el dinero necesario para que aquellas imponentes fábricas sean restauradas por completo.
Agréguense a esto $600.000 como valor de los tres grandes centros comerciales que se incendiaron y de las existencias que en ellos había. Y, por último, téngase en cuenta lo que se perdió en telégrafos, teléfonos, instalación eléctrica, sistema de tuberías para el agua; y además, el exceso de gastos que implica la remoción de los escombros amontonados en las calles y que las obstruyen. Estimando todo ello en $1.300.000.00, ya es posible detenerse un momento para fijar, a ojo de buen cubero, lo que le cuesta a la metrópoli salvadoreña el gran terremoto: la enorme, la estupefaciente suma de $81.000.000.00 (ochenta y un millones de pesos).
Cuando subí a esta fabulosa suma de pérdidas habidas sólo en la capital, me asombré yo mismo. ¡Ah! Y faltaba algo aún: el valor de los estragos de Santa Tecla, de Quezaltepeque, de Armenia, de todos los pueblos azotados por el ala trágica, y, además, lo que importaban las haciendas sepultadas bajo la lava. Las plantaciones perdidas por la arena volcánica, las cosechas malogradas, las tierras que se habían vuelto estériles. Tal vez contando todo esto, y otros grandes trastornos como el del ferrocarril de Occidente con parte de la vía cubierta por ríos de lava, lo que le obligará a abrir nueva línea sabe Dios por dónde, se puede estimar que el país no ha perdido menos de $200.000.000.00 (¡doscientos millones de pesos¡). Me asusté de la magnitud de mis cálculos, y quise distraerme pensando en algo que llevase menos amargura a mi alma.
No era posible, sin embargo, echar el pensamiento por vías distintas de aquella que acababa de abrir la catástrofe. Por todas partes se insinuaban los daños: todo nos hablaba del cataclismo, porque dondequiera estaban sus huellas trágicas. Árboles y arbustos, en el bosque y en los plantíos, iban languideciendo bajo el influjo deletéreo de la arena arrojada por el volcán y que los cubría con un manto gris… La tierra entera hacía penitencia para aplacar la cólera del Altísimo: por eso vestía un sayal triste. En algunos sitios noté que las hojas aparecían requemadas; y quizá influyó en ello, no sólo la naturaleza de las sustancias extrañas que las agobiaban, sino la alta temperatura que tales sustancias conservaban aún al caer…
La mole ingente y majestuosa de la montaña donde germinó la catástrofe, mostraba signos visibles de la terribilidad del terremoto: a grandes trechos se le veían desgarrones, desnudeces, manchas blanquecinas, o pardas, o rojizas: eran los enormes derrumbes causados en el meneo terrible. Y no era raro advertir hondas grietas y aun montículos de roca y arenas que obstruían los caminos. Arriba, en el cielo, continuaba suspensa la negra nube que yo había visto vestirse con el ropaje del prisma unas horas antes, en medio de la oscuridad nocturna; y ahora nos decía que una gran tormenta era inminente, y que el agua vendría a agravar la situación, ya lamentable en grado sumo, en que se hallaban ciento cincuenta mil habitantes en la región tan violentamente removida.
Cuando llegamos a Apopa y dejamos ya el accidentado camino que conduce a aquel sitio, empezamos a encontrar, en tristes caravanas, víctimas que venían del teatro del cataclismo. Por rara circunstancia –que la ciencia explicará un día– no sufrió aquel pueblo como otros de la misma zona: sólo el susto causado por los temblores. Tampoco en Nejapa habían sido muy sensibles los estragos; pero, en cambio, eran más alarmantes las noticias que llegaban. La carretera por donde íbamos enseñaba, de trecho en trecho, algunas hendiduras abiertas por la violencia de los vaivenes. Y avanzando, avanzando, empezamos a vislumbrar la cuenca fatídica, es decir, la zona misma donde tuvo efecto la erupción, y hasta columbramos el humo que se elevaba en móviles columnas desde los infiernillos, gráfico nombre con que la gente de la comarca bautizó desde el primer momento los montes coléricos.
Tarde ya –cuando iba a volver, con la sombra, el terror nocturno– arribamos a Quezaltepeque. La semioscuridad que nos envolvía, y el hecho de estar la población en lugar llano, impidiéronnos contemplarla a distancia. Fue al acercarnos cuando se nos hizo patente la gran consternación que allí reinaba. Realmente, toda la ciudad se hallaba en escombros: unas cuantas casas modernas –que señoreaba, orgulloso en su grandeza incólume, el cabildo, por ser todo de cemento–, estaban aún en pie; lo demás era una deplorable sucesión de ruinas. Los millares de habitantes que componían el pueblo yacían en la plaza y hormigueaban en los alrededores, casi todos a la intemperie: poco fue lo que pudo tenerse a mano para formar carpas. Y había miseria: la había en los estómagos sin alimento, en las almas todavía opresas por el terror, en los rostros lívidos, en las carnes mordidas por el frío de la tarde. Y, como si a los males que sufrió el pueblo fuese necesario agregar los ajenos, habían empezado a llegar, desde la noche del siniestro, prófugos de la comarca funesta, que traían grabado en alma y cuerpo el recuerdo de las cosas horrendas que habían visto, algo como la sombra persistente de la muerte que había aleteado sobre sus cabezas…
¡Uno de esos prófugos era mi madre!
Cuando llegué al albergue transitorio en que se encontraba –hecho con sábanas que facilitó bondadosamente un señor cura– ella esperaba el regreso del peón. Verme a mí, correr, abrir los brazos, ceñirme y caer luego al pie de mi cabalgadura por efecto de la conmoción nerviosa, todo fue uno. La levanté amorosa y blandamente, enjugué el sudor de su rostro, la cubrí de besos, y poco a poco fui infundiéndole fuerzas con la noticia de que me hallaba ileso, y de que lo estaban también Consuelo y todas las personas caras a nuestro corazón.
Mi madre reaccionó pronto, con la energía propia de su temperamento lleno de vigor; y a la reacción física sucedió el alivio moral. Parecía que nuevas fuerzas la estimulaban. Cuando la hice partícipe de mi dulce secreto amoroso y de mi propósito, me abrazó enternecida y reconoció que mi proceder era propio de un hombre de ánimo entero. Después reposó: reposó larga y tranquilamente, mientras yo, a su lado, velaba solícito aquel sueño profundo.
A eso de la medianoche, los gritos de la gente asustada por los temblores, que continuaban sucediéndose, con intervalos muy irregulares, a veces leves, a veces violentos, hicieron que mi madre despertara. Su primer ademán fue de horror: intentaba levantarse, correr… La sombra de un pensamiento fatídico pasó por mi imaginación: ¿sería aquello un signo de la locura terrorífica? Pero ella sonrió al verme, suspiró y quedó tranquila. Me enseñó entonces –¡Oh dolor!– sus pobres pies llagados: en partes mostraban la carne viva, y en partes, grandes ampollas. Y yo comprendí que sería imposible tomar al día siguiente el camino de San Salvador; era preciso, antes, que ella se repusiese un poco del cansancio muscular que la agobiaba, que acabase de reposar espiritualmente al lado mío y, que, a ser fácil, mejorase de aquellas dolorosas lesiones causadas por la andanza al huir de la muerte.
Y en aquella hora en que la oscuridad, envolviéndonos, apretándonos en su seno profundo, hacía más temerosas las visiones, oí de los labios maternos el relato de la fuga que siguió a la sorpresa de la erupción y, gracias a la cual, habían escapado de morir, entre los ríos de lava que cubrieron la casa de la finca de Colombia, los que en ésta se hallaban.
Notas
- A pesar de que la unidad monetaria nacional fue denominada colón a partir de octubre de 1892, la designación anterior de peso ha continuado vigente en el habla popular desde entonces e, incluso, era usada en documentación oficial en las primeras dos décadas del siglo XX.
- El Teatro Principal estaba situado donde se ubica en la actualidad el local de la Lotería Nacional de Beneficencia, en el costado norte de la céntrica Plaza Morazán. Por su parte, el Teatro Variedades estaba ubicado en el extremo sur de la manzana dominada por las alturas de la desaparecida Casa Ambrogi, a dos cuadras al sur de la Plaza Cívica o Parque Barrios. Fue remodelado y reinaugurado el 28 de julio de 1923 bajo el nombre de Teatro Apolo. Años más tarde, fue demolido y reconstruido en estilo art déco por el arquitecto italiano Lucio Capellaro, tras lo cual fue inaugurado como Cine Apolo el 7 de agosto de 1948. Permaneció en funciones hasta mediados de la década de 1990, cuando fue subastado por el Circuito de Teatros Nacionales y convertido en una sala de ventas de muebles varios. El 6 de enero de 1885, J. Maurice Duke, Francisco Camacho, Emeterio S. Ruano, J. M. Alexander y otros prominentes ciudadanos fundaron el Banco Salvadoreño, cuyo primer local fue construido en el predio donde estuviera la residencia de la familia colombiana Álvarez Lalinde, en la esquina suroeste de la manzana occidental frente al Parque de Morazán. En sus años iniciales, esta institución de capital se denominó Banco Particular de El Salvador, pero en 1891 cambió su nombre por el actual, en uso del cual se fusionó con el Banco Internacional (1898), el London Bank of Central America (1902) y Banco de Construcción y Ahorro S. A. (BANCASA, 2000). Modificado en 1926 por los constructores Daniel C. Domínguez, Augusto Baratta y Alberto Ferracutti, el edificio de la céntrica sucursal del Banco Salvadoreño fue demolido en noviembre de 1950 para dar paso a una estructura moderna de cemento armado, inaugurada el 9 de febrero de 1951 y la cual aún funciona en el predio original de dicha casa bancaria. Desde el último lustro del siglo XIX, la Imprenta Nacional ocupa el predio en el que funcionó la Casa del Cuño (1892-1896), frente al ahora llamado Parque Bolívar. Su viejo local fue demolido en agosto de 1950 y el edificio actual, de varios niveles, fue concluido e inaugurado en 1956, con planos elaborados por el arquitecto Francisco Balzaretti y dirección de obras del ingeniero René Glower Valdivieso. En el costado occidental de ese mismo parque se erguían, desde septiembre de 1897, las gruesas murallas de la Penitenciaría Central, construida por el ingeniero Joseph McIlwaine?. Dañada por el terremoto del 3 de mayo de 1965, fue demolida para dar paso al Parque John F. Kennedy, en el que después se construyó el actual edificio del Fondo Social para la Vivienda. Instalado en el sector sur del Parque Bolívar (ahora Plaza Cívica), el Banco Occidental era propiedad del estadounidense Benjamín Bloom y de su tío David, quien habitaba en la residencia del costado poniente de la casa bancaria, erigida para él en 60 días por Andrés Bermúdez. Fundado originalmente en Santa Ana, en noviembre de 1889, era –junto con los bancos Salvadoreño y Agrícola Comercial– parte de las instituciones de capital que acuñaban moneda nacional, tarea que, en forma oficial, les fue denegada a partir de 1934. Después de 62 años de existencia, el Banco Occidental fue liquidado y clausurado el 17 de julio de 1951. Después, en su solar fue construido el moderno edificio del Banco Hipotecario. Desalojado por las oficinas bancarias, alberga desde 1994 las colecciones de la Biblioteca Nacional de El Salvador, institución cultural que resultó con daños de consideración a raíz del terremoto del sábado 13 de enero de 2001.
El Terremoto de San Salvador |
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El Terremoto de San Salvador Narración de un superviviente / VII - Cálculos y Sorpresas de un Caminante
VII - Cálculos y Sorpresas de un Caminante
Texto de: Porfirio Barba Jacob
Emprendí el camino en compañía del mozo a quien mi madre había enviado en mi busca. Él estaba expansivo y se empeñaba en hacer comentarios de la catástrofe, pero el obstinado silencio mío lo obligó a callar por fin. Y, ya sin trabas mi pensamiento, me puse a ensayar cálculos sobre la magnitud de las pérdidas ocasionadas por el terremoto. Me servían de base algunos pocos datos estadísticos acerca de la ciudad, los daños que yo había podido apreciar por mí mismo, y los relatos que había oído a numerosas personas con respecto a los estragos en los lugares que no me fue posible visitar.
Por término medio, San Salvador se componía de unas 8.800 casas, sin incluir los edificios públicos, que son numerosos y muchos de ellos de gran precio. De esas 8.800 casas, 200 quedaban intactas: unas 3.000, destruidas por completo; otras 3.000, en malísimas condiciones, de modo que para repararlas sería necesaria una suma igual siquiera a la mitad de su valor; y las restantes, unas 2.600, aunque menos estrujadas, no lo estaban poco, y de todas maneras su reparación iría a demandar gastos considerables.
Si se tiene en cuenta el alto precio que alcanza en esta metrópoli la propiedad raíz, y si se considera lo que costará levantar de nuevo desde sus cimientos, todo lo que quedó por completo destruido, y lo que costará reparar edificios grandes, suntuosos, con materiales de primera clase y en extremo caros, no es aventurado afirmar que serían precisos de 4 a 5.000 pesos1 para que cada una de las viviendas volviese a su ser anterior. Hecha la multiplicación de una suma que expresa el promedio del gasto que hay que realizar ($4.500), por las 8.600 casas en ruinas o semi en ruinas, se obtiene esta cifra enorme, que puede considerarse como el equivalente de las pérdidas en edificios particulares: $38.700.000.00 (treinta y ocho millones setecientos mil pesos).
Considerando, por otra parte, lo que cada familia perdió en muebles, objetos de arte, vajilla, enseres de cocina, instrumentos de trabajo, etc.; y, además, lo que se perdió en vidrios, licores, perfumes, joyas y otras mercaderías, se puede calcular el estrago en $3.000 por cada una de las 8.800 casas de San Salvador; en conjunto, la suma se elevaba a $26.400.000.00 (veintiséis millones cuatrocientos mil pesos).
De los edificios públicos, algunos estaban intactos, tales como el Palacio y el Teatro Nacionales, el hospital, etc.; pero, aún en éstos, las pérdidas habían sido grandes. Sólo en el primero de ellos el monto de lo destruido excede de $80.000. Ahora bien, repárese en lo que valdrán –considerando en conjunto el material y la obra arquitectónica de los que cayeron por completo o quedaron inútiles, así como los objetos que en éstos y en todos los demás se inutilizaron–, la Escuela de Medicina, la Escuela Normal, la Central de Correos y Telégrafos, el Hospicio de Huérfanos, la Catedral y demás templos, la Universidad, la Escuela Politécnica, el Palacio del Tesoro, el Municipal, los mercados, los teatros Principal, Colón y Variedades, la Imprenta Nacional, La Penitenciaría, la Casa Blanca, la Logia Masónica, la Residencia Presidencial, los cuarteles, los Bancos Occidental, Salvadoreño y Agrícola, el Manicomio, etc., etc., etc..2 El valor aproximado de estos edificios excede de $35.000.000.00 (treinta y cinco millones de pesos). Así, pues, no es exagerado estimar en $15.000.000.00 (quince millones) el dinero necesario para que aquellas imponentes fábricas sean restauradas por completo.
Agréguense a esto $600.000 como valor de los tres grandes centros comerciales que se incendiaron y de las existencias que en ellos había. Y, por último, téngase en cuenta lo que se perdió en telégrafos, teléfonos, instalación eléctrica, sistema de tuberías para el agua; y además, el exceso de gastos que implica la remoción de los escombros amontonados en las calles y que las obstruyen. Estimando todo ello en $1.300.000.00, ya es posible detenerse un momento para fijar, a ojo de buen cubero, lo que le cuesta a la metrópoli salvadoreña el gran terremoto: la enorme, la estupefaciente suma de $81.000.000.00 (ochenta y un millones de pesos).
Cuando subí a esta fabulosa suma de pérdidas habidas sólo en la capital, me asombré yo mismo. ¡Ah! Y faltaba algo aún: el valor de los estragos de Santa Tecla, de Quezaltepeque, de Armenia, de todos los pueblos azotados por el ala trágica, y, además, lo que importaban las haciendas sepultadas bajo la lava. Las plantaciones perdidas por la arena volcánica, las cosechas malogradas, las tierras que se habían vuelto estériles. Tal vez contando todo esto, y otros grandes trastornos como el del ferrocarril de Occidente con parte de la vía cubierta por ríos de lava, lo que le obligará a abrir nueva línea sabe Dios por dónde, se puede estimar que el país no ha perdido menos de $200.000.000.00 (¡doscientos millones de pesos¡). Me asusté de la magnitud de mis cálculos, y quise distraerme pensando en algo que llevase menos amargura a mi alma.
No era posible, sin embargo, echar el pensamiento por vías distintas de aquella que acababa de abrir la catástrofe. Por todas partes se insinuaban los daños: todo nos hablaba del cataclismo, porque dondequiera estaban sus huellas trágicas. Árboles y arbustos, en el bosque y en los plantíos, iban languideciendo bajo el influjo deletéreo de la arena arrojada por el volcán y que los cubría con un manto gris… La tierra entera hacía penitencia para aplacar la cólera del Altísimo: por eso vestía un sayal triste. En algunos sitios noté que las hojas aparecían requemadas; y quizá influyó en ello, no sólo la naturaleza de las sustancias extrañas que las agobiaban, sino la alta temperatura que tales sustancias conservaban aún al caer…
La mole ingente y majestuosa de la montaña donde germinó la catástrofe, mostraba signos visibles de la terribilidad del terremoto: a grandes trechos se le veían desgarrones, desnudeces, manchas blanquecinas, o pardas, o rojizas: eran los enormes derrumbes causados en el meneo terrible. Y no era raro advertir hondas grietas y aun montículos de roca y arenas que obstruían los caminos. Arriba, en el cielo, continuaba suspensa la negra nube que yo había visto vestirse con el ropaje del prisma unas horas antes, en medio de la oscuridad nocturna; y ahora nos decía que una gran tormenta era inminente, y que el agua vendría a agravar la situación, ya lamentable en grado sumo, en que se hallaban ciento cincuenta mil habitantes en la región tan violentamente removida.
Cuando llegamos a Apopa y dejamos ya el accidentado camino que conduce a aquel sitio, empezamos a encontrar, en tristes caravanas, víctimas que venían del teatro del cataclismo. Por rara circunstancia –que la ciencia explicará un día– no sufrió aquel pueblo como otros de la misma zona: sólo el susto causado por los temblores. Tampoco en Nejapa habían sido muy sensibles los estragos; pero, en cambio, eran más alarmantes las noticias que llegaban. La carretera por donde íbamos enseñaba, de trecho en trecho, algunas hendiduras abiertas por la violencia de los vaivenes. Y avanzando, avanzando, empezamos a vislumbrar la cuenca fatídica, es decir, la zona misma donde tuvo efecto la erupción, y hasta columbramos el humo que se elevaba en móviles columnas desde los infiernillos, gráfico nombre con que la gente de la comarca bautizó desde el primer momento los montes coléricos.
Tarde ya –cuando iba a volver, con la sombra, el terror nocturno– arribamos a Quezaltepeque. La semioscuridad que nos envolvía, y el hecho de estar la población en lugar llano, impidiéronnos contemplarla a distancia. Fue al acercarnos cuando se nos hizo patente la gran consternación que allí reinaba. Realmente, toda la ciudad se hallaba en escombros: unas cuantas casas modernas –que señoreaba, orgulloso en su grandeza incólume, el cabildo, por ser todo de cemento–, estaban aún en pie; lo demás era una deplorable sucesión de ruinas. Los millares de habitantes que componían el pueblo yacían en la plaza y hormigueaban en los alrededores, casi todos a la intemperie: poco fue lo que pudo tenerse a mano para formar carpas. Y había miseria: la había en los estómagos sin alimento, en las almas todavía opresas por el terror, en los rostros lívidos, en las carnes mordidas por el frío de la tarde. Y, como si a los males que sufrió el pueblo fuese necesario agregar los ajenos, habían empezado a llegar, desde la noche del siniestro, prófugos de la comarca funesta, que traían grabado en alma y cuerpo el recuerdo de las cosas horrendas que habían visto, algo como la sombra persistente de la muerte que había aleteado sobre sus cabezas…
¡Uno de esos prófugos era mi madre!
Cuando llegué al albergue transitorio en que se encontraba –hecho con sábanas que facilitó bondadosamente un señor cura– ella esperaba el regreso del peón. Verme a mí, correr, abrir los brazos, ceñirme y caer luego al pie de mi cabalgadura por efecto de la conmoción nerviosa, todo fue uno. La levanté amorosa y blandamente, enjugué el sudor de su rostro, la cubrí de besos, y poco a poco fui infundiéndole fuerzas con la noticia de que me hallaba ileso, y de que lo estaban también Consuelo y todas las personas caras a nuestro corazón.
Mi madre reaccionó pronto, con la energía propia de su temperamento lleno de vigor; y a la reacción física sucedió el alivio moral. Parecía que nuevas fuerzas la estimulaban. Cuando la hice partícipe de mi dulce secreto amoroso y de mi propósito, me abrazó enternecida y reconoció que mi proceder era propio de un hombre de ánimo entero. Después reposó: reposó larga y tranquilamente, mientras yo, a su lado, velaba solícito aquel sueño profundo.
A eso de la medianoche, los gritos de la gente asustada por los temblores, que continuaban sucediéndose, con intervalos muy irregulares, a veces leves, a veces violentos, hicieron que mi madre despertara. Su primer ademán fue de horror: intentaba levantarse, correr… La sombra de un pensamiento fatídico pasó por mi imaginación: ¿sería aquello un signo de la locura terrorífica? Pero ella sonrió al verme, suspiró y quedó tranquila. Me enseñó entonces –¡Oh dolor!– sus pobres pies llagados: en partes mostraban la carne viva, y en partes, grandes ampollas. Y yo comprendí que sería imposible tomar al día siguiente el camino de San Salvador; era preciso, antes, que ella se repusiese un poco del cansancio muscular que la agobiaba, que acabase de reposar espiritualmente al lado mío y, que, a ser fácil, mejorase de aquellas dolorosas lesiones causadas por la andanza al huir de la muerte.
Y en aquella hora en que la oscuridad, envolviéndonos, apretándonos en su seno profundo, hacía más temerosas las visiones, oí de los labios maternos el relato de la fuga que siguió a la sorpresa de la erupción y, gracias a la cual, habían escapado de morir, entre los ríos de lava que cubrieron la casa de la finca de Colombia, los que en ésta se hallaban.
Notas
- A pesar de que la unidad monetaria nacional fue denominada colón a partir de octubre de 1892, la designación anterior de peso ha continuado vigente en el habla popular desde entonces e, incluso, era usada en documentación oficial en las primeras dos décadas del siglo XX.
- El Teatro Principal estaba situado donde se ubica en la actualidad el local de la Lotería Nacional de Beneficencia, en el costado norte de la céntrica Plaza Morazán. Por su parte, el Teatro Variedades estaba ubicado en el extremo sur de la manzana dominada por las alturas de la desaparecida Casa Ambrogi, a dos cuadras al sur de la Plaza Cívica o Parque Barrios. Fue remodelado y reinaugurado el 28 de julio de 1923 bajo el nombre de Teatro Apolo. Años más tarde, fue demolido y reconstruido en estilo art déco por el arquitecto italiano Lucio Capellaro, tras lo cual fue inaugurado como Cine Apolo el 7 de agosto de 1948. Permaneció en funciones hasta mediados de la década de 1990, cuando fue subastado por el Circuito de Teatros Nacionales y convertido en una sala de ventas de muebles varios. El 6 de enero de 1885, J. Maurice Duke, Francisco Camacho, Emeterio S. Ruano, J. M. Alexander y otros prominentes ciudadanos fundaron el Banco Salvadoreño, cuyo primer local fue construido en el predio donde estuviera la residencia de la familia colombiana Álvarez Lalinde, en la esquina suroeste de la manzana occidental frente al Parque de Morazán. En sus años iniciales, esta institución de capital se denominó Banco Particular de El Salvador, pero en 1891 cambió su nombre por el actual, en uso del cual se fusionó con el Banco Internacional (1898), el London Bank of Central America (1902) y Banco de Construcción y Ahorro S. A. (BANCASA, 2000). Modificado en 1926 por los constructores Daniel C. Domínguez, Augusto Baratta y Alberto Ferracutti, el edificio de la céntrica sucursal del Banco Salvadoreño fue demolido en noviembre de 1950 para dar paso a una estructura moderna de cemento armado, inaugurada el 9 de febrero de 1951 y la cual aún funciona en el predio original de dicha casa bancaria. Desde el último lustro del siglo XIX, la Imprenta Nacional ocupa el predio en el que funcionó la Casa del Cuño (1892-1896), frente al ahora llamado Parque Bolívar. Su viejo local fue demolido en agosto de 1950 y el edificio actual, de varios niveles, fue concluido e inaugurado en 1956, con planos elaborados por el arquitecto Francisco Balzaretti y dirección de obras del ingeniero René Glower Valdivieso. En el costado occidental de ese mismo parque se erguían, desde septiembre de 1897, las gruesas murallas de la Penitenciaría Central, construida por el ingeniero Joseph McIlwaine?. Dañada por el terremoto del 3 de mayo de 1965, fue demolida para dar paso al Parque John F. Kennedy, en el que después se construyó el actual edificio del Fondo Social para la Vivienda. Instalado en el sector sur del Parque Bolívar (ahora Plaza Cívica), el Banco Occidental era propiedad del estadounidense Benjamín Bloom y de su tío David, quien habitaba en la residencia del costado poniente de la casa bancaria, erigida para él en 60 días por Andrés Bermúdez. Fundado originalmente en Santa Ana, en noviembre de 1889, era –junto con los bancos Salvadoreño y Agrícola Comercial– parte de las instituciones de capital que acuñaban moneda nacional, tarea que, en forma oficial, les fue denegada a partir de 1934. Después de 62 años de existencia, el Banco Occidental fue liquidado y clausurado el 17 de julio de 1951. Después, en su solar fue construido el moderno edificio del Banco Hipotecario. Desalojado por las oficinas bancarias, alberga desde 1994 las colecciones de la Biblioteca Nacional de El Salvador, institución cultural que resultó con daños de consideración a raíz del terremoto del sábado 13 de enero de 2001.