- Botero esculturas (1998)
- Salmona (1998)
- El sabor de Colombia (1994)
- Wayuú. Cultura del desierto colombiano (1998)
- Semana Santa en Popayán (1999)
- Cartagena de siempre (1992)
- Palacio de las Garzas (1999)
- Juan Montoya (1998)
- Aves de Colombia. Grabados iluminados del Siglo XVIII (1993)
- Alta Colombia. El esplendor de la montaña (1996)
- Artefactos. Objetos artesanales de Colombia (1992)
- Carros. El automovil en Colombia (1995)
- Espacios Comerciales. Colombia (1994)
- Cerros de Bogotá (2000)
- El Terremoto de San Salvador. Narración de un superviviente (2001)
- Manolo Valdés. La intemporalidad del arte (1999)
- Casa de Hacienda. Arquitectura en el campo colombiano (1997)
- Fiestas. Celebraciones y Ritos de Colombia (1995)
- Costa Rica. Pura Vida (2001)
- Luis Restrepo. Arquitectura (2001)
- Ana Mercedes Hoyos. Palenque (2001)
- La Moneda en Colombia (2001)
- Jardines de Colombia (1996)
- Una jornada en Macondo (1995)
- Retratos (1993)
- Atavíos. Raíces de la moda colombiana (1996)
- La ruta de Humboldt. Colombia - Venezuela (1994)
- Trópico. Visiones de la naturaleza colombiana (1997)
- Herederos de los Incas (1996)
- Casa Moderna. Medio siglo de arquitectura doméstica colombiana (1996)
- Bogotá desde el aire (1994)
- La vida en Colombia (1994)
- Casa Republicana. La bella época en Colombia (1995)
- Selva húmeda de Colombia (1990)
- Richter (1997)
- Por nuestros niños. Programas para su Proteccion y Desarrollo en Colombia (1990)
- Mariposas de Colombia (1991)
- Colombia tierra de flores (1990)
- Los países andinos desde el satélite (1995)
- Deliciosas frutas tropicales (1990)
- Arrecifes del Caribe (1988)
- Casa campesina. Arquitectura vernácula de Colombia (1993)
- Páramos (1988)
- Manglares (1989)
- Señor Ladrillo (1988)
- La última muerte de Wozzeck (2000)
- Historia del Café de Guatemala (2001)
- Casa Guatemalteca (1999)
- Silvia Tcherassi (2002)
- Ana Mercedes Hoyos. Retrospectiva (2002)
- Francisco Mejía Guinand (2002)
- Aves del Llano (1992)
- El año que viene vuelvo (1989)
- Museos de Bogotá (1989)
- El arte de la cocina japonesa (1996)
- Botero Dibujos (1999)
- Colombia Campesina (1989)
- Conflicto amazónico. 1932-1934 (1994)
- Débora Arango. Museo de Arte Moderno de Medellín (1986)
- La Sabana de Bogotá (1988)
- Casas de Embajada en Washington D.C. (2004)
- XVI Bienal colombiana de Arquitectura 1998 (1998)
- Visiones del Siglo XX colombiano. A través de sus protagonistas ya muertos (2003)
- Río Bogotá (1985)
- Jacanamijoy (2003)
- Álvaro Barrera. Arquitectura y Restauración (2003)
- Campos de Golf en Colombia (2003)
- Cartagena de Indias. Visión panorámica desde el aire (2003)
- Guadua. Arquitectura y Diseño (2003)
- Enrique Grau. Homenaje (2003)
- Mauricio Gómez. Con la mano izquierda (2003)
- Ignacio Gómez Jaramillo (2003)
- Tesoros del Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario. 350 años (2003)
- Manos en el arte colombiano (2003)
- Historia de la Fotografía en Colombia. Museo de Arte Moderno de Bogotá (1983)
- Arenas Betancourt. Un realista más allá del tiempo (1986)
- Los Figueroa. Aproximación a su época y a su pintura (1986)
- Andrés de Santa María (1985)
- Ricardo Gómez Campuzano (1987)
- El encanto de Bogotá (1987)
- Manizales de ayer. Album de fotografías (1987)
- Ramírez Villamizar. Museo de Arte Moderno de Bogotá (1984)
- La transformación de Bogotá (1982)
- Las fronteras azules de Colombia (1985)
- Botero en el Museo Nacional de Colombia. Nueva donación 2004 (2004)
- Gonzalo Ariza. Pinturas (1978)
- Grau. El pequeño viaje del Barón Von Humboldt (1977)
- Bogotá Viva (2004)
- Albergues del Libertador en Colombia. Banco de la República (1980)
- El Rey triste (1980)
- Gregorio Vásquez (1985)
- Ciclovías. Bogotá para el ciudadano (1983)
- Negret escultor. Homenaje (2004)
- Mefisto. Alberto Iriarte (2004)
- Suramericana. 60 Años de compromiso con la cultura (2004)
- Rostros de Colombia (1985)
- Flora de Los Andes. Cien especies del Altiplano Cundi-Boyacense (1984)
- Casa de Nariño (1985)
- Periodismo gráfico. Círculo de Periodistas de Bogotá (1984)
- Cien años de arte colombiano. 1886 - 1986 (1985)
- Pedro Nel Gómez (1981)
- Colombia amazónica (1988)
- Palacio de San Carlos (1986)
- Veinte años del Sena en Colombia. 1957-1977 (1978)
- Bogotá. Estructura y principales servicios públicos (1978)
- Colombia Parques Naturales (2006)
- Érase una vez Colombia (2005)
- Colombia 360°. Ciudades y pueblos (2006)
- Bogotá 360°. La ciudad interior (2006)
- Guatemala inédita (2006)
- Casa de Recreo en Colombia (2005)
- Manzur. Homenaje (2005)
- Gerardo Aragón (2009)
- Santiago Cárdenas (2006)
- Omar Rayo. Homenaje (2006)
- Beatriz González (2005)
- Casa de Campo en Colombia (2007)
- Luis Restrepo. construcciones (2007)
- Juan Cárdenas (2007)
- Luis Caballero. Homenaje (2007)
- Fútbol en Colombia (2007)
- Cafés de Colombia (2008)
- Colombia es Color (2008)
- Armando Villegas. Homenaje (2008)
- Manuel Hernández (2008)
- Alicia Viteri. Memoria digital (2009)
- Clemencia Echeverri. Sin respuesta (2009)
- Museo de Arte Moderno de Cartagena de Indias (2009)
- Agua. Riqueza de Colombia (2009)
- Volando Colombia. Paisajes (2009)
- Colombia en flor (2009)
- Medellín 360º. Cordial, Pujante y Bella (2009)
- Arte Internacional. Colección del Banco de la República (2009)
- Hugo Zapata (2009)
- Apalaanchi. Pescadores Wayuu (2009)
- Bogotá vuelo al pasado (2010)
- Grabados Antiguos de la Pontificia Universidad Javeriana. Colección Eduardo Ospina S. J. (2010)
- Orquídeas. Especies de Colombia (2010)
- Apartamentos. Bogotá (2010)
- Luis Caballero. Erótico (2010)
- Luis Fernando Peláez (2010)
- Aves en Colombia (2011)
- Pedro Ruiz (2011)
- El mundo del arte en San Agustín (2011)
- Cundinamarca. Corazón de Colombia (2011)
- El hundimiento de los Partidos Políticos Tradicionales venezolanos: El caso Copei (2014)
- Artistas por la paz (1986)
- Reglamento de uniformes, insignias, condecoraciones y distintivos para el personal de la Policía Nacional (2009)
- Historia de Bogotá. Tomo I - Conquista y Colonia (2007)
- Historia de Bogotá. Tomo II - Siglo XIX (2007)
- Academia Colombiana de Jurisprudencia. 125 Años (2019)
- Duque, su presidencia (2022)
VIII - La Huida

Texto de: Porfirio Barba Jacob
La finca de Colombia está situada en una de las más bellas comarcas del mundo: se recuesta en la falda del volcán de San Salvador, cuya mole cierra el horizonte visible hacia la parte de Levante, y ve desplegarse el suelo en suaves ondulaciones de contrafuertes, oteros y colinas, entre los cuales corren las hondonadas llenas de misterio y rumor. A lo lejos, por el rumbo de Oeste, vagos lineamientos azules; y entre el sitio muelle y la borrosa lejanía, el valle que se alza y se deprime con blandura, en amagos de tímidos alcores, como deidad yacente cubierta con un velo de tonos verdosos, que apenas dibuja las líneas del cuerpo en plenitud.
Y todo en contorno habla de la obra perfecta del hombre: afanosas legiones talaron los bosques antiguos, escardaron la tierra y la mulleron solícitas, la plantaron de cafetos y la vieron verdear… Árboles de follaje sombrío –los pepetos indígenas– sobresalen con aire de protección. Las casas elevan sus techos a distancia, y con las banderolas de humo de los hogares parecen hacerse signos fraternos. De lejanía, manchas rojizas –que el sol rebaja y pinta de ocre y que el crepúsculo tiñe con suaves tonos violetas–, muestran los lindes de las distintas heredades; y por ahí van las líneas de cercos y vallas, que se alargan, se quiebran, suben en zigzag o descienden en busca de cumbres y hondonadas. Y el verde de los plantíos se aclara o se ennegrece, conforme el curso de las estaciones: toma ligero matiz blanquecino; azulea un poco; y acaba al fin desvaneciéndose, vencido por las distancias, allá donde cae la línea de los cielos.
Pero cuando hay que ver aquel portento es en la época de la floración. Todo es blanco: diríase que la tierra celebra sus nupcias con el hombre, y que se atavía como una reina. Las leves flores son azahares. Hay azahares en los gajos, que desmayan, a semejanza de una mujer en sueño voluptuoso, al peso de la blanca promesa florida. Hay azahares en el suelo, sobre las hojas secas, en las raíces que acaso resaltan: es la forma en que el plantío derrama sus excesos. Y cuando acaba la embriaguez primera y advienen los días en que la flor va a convertirse en fruto, el suelo está como para que pase por él la Virgen entre coros de serafines y querubes, en la fiesta de su Concepción Inmaculada. Azahares… azahares… azahares… alburas… alburas… alburas…
Días después, el calor de arriba y la tibieza de abajo hacen madurar los frutos: endurecen sus almendras, las envuelven en un raso rojo oscuro y las dejan acendradas y perfectas. Y entonces veréis los brazos agobiados bajo la pesadumbre de su dulce carga. Y si la fantasía os ayuda, no es café lo que miraréis en los ramúnculos: ¡es oro; es oro vivo y rojo! Y la mente se alegra, y el corazón se dilata, y el júbilo pone alas al ensueño… ¡Tierra de El Salvador, tierra de bendición, tierra proficua, madre generosa e inagotable!
Todo esto, sublimado por el crepúsculo –que aún tendía en el éter sus últimas gasas– miraba el grupo de amigos y trabajadores de la finca de Colombia. Era en el corredor. Pero de improviso, el grupo va y viene, agitado con furia insólita: las cabezas chocan contra las cabezas más cercanas, y los cuerpos, en nueva y terrible ondulación, resultan lanzados de su sitio. Se levantan presurosos, conscientes de la realidad: ¡la tierra tiembla! Elévase el coro de súplicas: ¡Santo Dios, Santo Fuerte, Santo Inmortal! Parece que un río ingente se desborda en galerías de cavernas subterráneas, ahí mismo, baja el suelo en que yacen los consternados moradores; y un ruido que no se sabe si viene de lo hondo o baja de lo alto, pero que es semejante a un trueno largo, ronco y profundo, se difunde en el aire y va de los corazones a los valles, y de los valles a los montes, y de los montes a los abismos. Luego, las cosas saltan, caen, chocan, avanzan, retroceden, se arrastran…
Los hermanos de infortunio huyen de la casa a medio caer y buscan sitios libres. Semejan, al huir, borrachos poseídos de súbita locura: pues así van dando traspiés, inseguros y frenéticos. Las mujeres se arrodillan: los niños lloran, lloran, lloran. Un anciano erige la camándula y empieza el coro del rosario. Pero es inútil querer rezar, cantar, tenerse, levantarse: como figurillas de cartón en un tinglado de titiriteros, los hombres caen por tierra al impulso de la fuerza invisible… ¡Ira de Dios!
La montaña ondula: diríase que su pesadumbre se desploma, que va a rodar la cúspide al ímpetu de un tajo formidable, que acaso saltará en pedazos, como si la hubiesen minado ejércitos de gigantes. Allí cerca, lo que aún resta de la casa viene abajo. Los árboles tienen un sas-sas, un ros-ros; algo siniestro, en fin; es quizá que se quejan. Y los hombres se miran estupefactos: desde el fondo de cada uno, el alma torturada parece preguntar a las otras almas qué es esto, quién lo suscita, qué acto de cólera de alguien que no conocemos provoca el desquiciamiento. Pero toda interrogación es inútil. El cielo está sordo, la tierra está sorda, Dios está sordo:
La obra se muestra, mas se oculta el brazo
cual se oye el grito y no se ve el dolor…
Y los ojos se vuelven a ver las cosas, que danzan como en un torbellino, mientras las almas retornan a su fondo sombrío, solas e inermes en medio del trastorno de la materia… ¡Ira de Dios!
Y de pronto…: después de una sacudida más violenta y un retumbo más sordo y un terror más ciego… de pronto, en medio de la oscurana de la noche… de pronto, ahí cerca, a una distancia que la falta de luz hace parecer más corta… de pronto… ¿qué es esto, madre, padre, hijos, hermanos, amigos?
De una altura que se esfuma en el fondo de aquel panorama trágico, surge soberbia, colosal, dominadora y terrible, una columna de humo. Es negra, es negra, es tres veces negra. Y se encumbra. Y se ensancha en lo alto. Y va desparramándose allá en la región de las nubes. Y tapa el horizonte. Y parece envolverlo todo, sofocarlo todo, tragárselo todo. Después, como si el humo se hubiese transmutado, o como si la columna fuera formada por gasas inflamables, se enciende y chispea y alumbra. Un surtidor de fuego, rojo, rojo, tres veces rojo, está brotando de la cima del cerro. Y sube con ímpetu indescriptible, y también se ensancha, y luego refluye y cae en flecos, en ondas, en copos apretados. Dora las montañas, ilumina los valles, pone reflejos de bronce fundido en los rostros humanos. Y ruge, ruge al derramarse. Y, ya en la tierra, va avanzando, avanzando, como un oleaje de mar desbordado que ha traspuesto las barreras del arenal y rueda con impulso inagotable. Y los hombres dan alaridos y se levantan locos y echan a correr ciegos. La lava está ahí, viene tras ellos, les lame las espaldas, va a alcanzarlos… ¡Ira de Dios!
La caravana es grande: fórmanla don Benjamín Gallo, apoderado del dueño, señor Álvarez; don Jorge Restrepo, administrador de las fincas; mi madre, algunas amigas y amigos, y la humilde tropa de oficiales, peones y cocineras, con sus pobres familias de pequeñuelos. Son cincuenta, setenta, acaso cien personas. Pero el miedo ha suprimido sexos, categorías y cariños: a todos los nivela este infortunio, y el que más corra, el que vuele, será el que vaya delante. No fue posible –¡qué iba a serlo!– traer las bestias que estaban junto a la casa, y ahí quedaron para morir achicharradas entre el fuego líquido. Hasta los amos marchan a pie. Van mujeres sin chal y hombres sin sombrero. Llevan las manos vacías porque no hay objeto que no estorbe. Descienden un poco desde el edificio en escombros y topan con una puerta cerrada que les obstruye el paso; unos saltan por sobre ella, otros rodean para encaramarse en la cerca, éstos se agachan y pasan por debajo. Y continúan el galope frenético.
Al pasar un caserío cercano, nuevos fugitivos se les agregan. Ahora el número excede de doscientos. Marchan en medio de alaridos; claman piedad al Altísimo; luego caen en lúgubre mudez. Muestran un doble aspecto: vistos por delante, en la semiclaridad de aquella hora, sus contornos son opacos, sin líneas precisas; vistos por la espalda, evocan la visión de herreros que están ante la fragua y se vuelven a un súbito terror… Poco a poco, algunas mujeres, algunos niños, algunos viejos, se van rezagando. Gritan que no se les abandone: ¡la noche ahoga sus gritos! El viento infla las ropas, despeina los cabellos femeninos, los echa hacia atrás, los hace flotar y les arranca matices de cobre que arde. Los hombres jóvenes ganan la delantera; en cambio, todos los seres débiles van quedando; acaso caen, al estrujarse, en las partes donde el camino se angosta… Y nadie tiene clemencia de ellos: los pies avanzan pisando vientres, y pechos, y rostros de niños. Y se oye salir la lava, se la oye caer, se la oye rodando: viene ahí cerca. Ya cubrió la casa tal vez; ya se desbordó; ya los alcanza; ya los envuelve; ya los quema… ¡Ira de Dios!
Llegan a una quebrada y van a cruzarla, cuando desde lo alto alguien grita cosas siniestras: que el camino está interceptado; que el río de fuego puso una valla insuperable, y que el que prosiga, morirá. Es entonces el paroxismo de terror… Unas mujeres desmayan y caen, y quedan abandonadas. De los hombres, los más intrépidos avanzan a pesar de todo: otros se detienen, y otros retroceden. Ocurre una confusión indescriptible, y el grupo se dispersa según el instinto de cada cual. Hay quienes van a buscar, cruzando los cafetales, un camino hacia Nejapa; quienes prefieren seguir hacia San Salvador; quienes se orientan hacia Guayabal: las familias se disgregan. Y, tras el mínimo tiempo perdido, tornan a andar, a correr, a volar. Parecen locos. Van ciegos. Y, a través de los ramajes –alucinados por la oscuridad, por el terror, por la desesperación–, oyen el siniestro ruido y ven el reflejo siniestro: la lava está ahí, viene tras ellos, va a alcanzarlos, va a devorarlos… ¡Ira de Dios!
Y siguen… Siguen dando traspiés, porque la tierra tiembla sin cesar. Al ascender a los parajes eminentes, ven la magnitud y la grandeza de aquel río de fuego. No, no es una boca la que vomita lava: son dos… son tres… El ígneo torrente de la primera se junta al de la segunda y éstos al de la tercera. Y se derraman de un lado y del otro de los cerros. Lo que se ve desde aquí es vasto: leguas enteras de plantíos van siendo sepultados por la escoria ardiente. Y siguen… Desde el fondo de las hondonadas, mirando por entre árboles y arbustos, sin dejar de correr, ven la reverberación y piensan que la muerte avanza con más rapidez que la vida. Ya es la hora suprema. Una madre que lleva un hijo a rastras, da voces a otro que venía con ella: ¡no responde! Un hombre inquiere por su compañera: ¡no la halla! Se han dispersado: el instinto de la vida se ha sobrepuesto al amor. Y nadie sabe de nadie. Y continúa la fuga sin parar, porque el exterminio está a cada instante más cercano. ¡Dichosos los que han logrado ir adelante! … Un relámpago intenso y prolongado –un inaudito relámpago de lava que brota– esclarece, alumbra el camino. Hay piedras blancas, y sobre las piedras hay sangre, mucha sangre…. ¿qué pies la han vertido? Es necesario seguir: que cada uno vierta su propia sangre. La lava está ahí, va a llegar, les quema las espaldas, la sienten como una caricia mortal, envolvente e ineluctable… ¡Ira de Dios!
Y avanzan. Trasponen valles, trepan cerros, devoran llanos, dejan atrás casas y haciendas y plantíos. Una onda cálida baña sus cuerpos de frío sudor. Un polvo fino y hediondo se les mete por la nariz, por la boca, les cubre los cabellos, les pica en las manos. Y se ahogan. Y tienen sed y no hay agua, y cuando la hay no es posible detenerse para tomar un poco en la cuenca de la mano. Una mujer, que en vano ha llamado entre llantos y gemidos a sus criaturas, rezagadas en la huida pavorosa, intenta beber en una charca del tránsito; pero la charca refleja las luces de la noche que arde, y la sedienta retrocede con espanto: ¡piensa que aquello es lava!… Y sigue el vértigo de todos, siempre hacia adelante. Y, en medio de un tétrico silencio, resuena de pronto, como una provocación a la cólera celeste, una carcajada sonora, abierta, cínica… ¿Quién ríe? Ah, es la mujer del agua: se ha echado al borde del camino y ríe más. Ríe con un semblante que, visto a las luces rojizas del volcán, aparece inmovilizado por el dolor: sólo la boca se agita levemente, para que por ella se escape la risa atroz. La mujer se estira, se encoge; su mísero cuerpo brinca; sus ojos trágicos se dilatan. Y su risa fluye, fluye y resuena como una provocación, mientras las lágrimas le inundan el rostro, espejo de mortales congojas. Y queda allí, lanzando carcajadas estentóreas, en tanto que la tropa sigue, sigue, sigue siempre. Porque la lava está llegando: ya les calcina los cabellos; ya les lame las carnes; ya los consume en sus ondas… ¡Ira de Dios!
Corren todavía, corren y suben a una altura: los más osados vuelven el rostro. Y ven ahora que lo que era la casa es un mar en ignición; que el torrente ha adelantado, cubre los vastos cafetales, rueda hacia abajo, rebasa en las cuencas de los arroyos y dora las colinas…
¡Ah! pero todo está ya un poco lejano. Ya no morirán abrasados: acaban de llegar a las ruinas de Quezaltepeque, y la multitud implorante que rodea la antigua ciudad los convence de que se hallan fuera de peligro. Entonces se buscan, se reconocen; algunas madres llaman a sus hijos y, al no hallarlos, dan alaridos y caen desplomadas. Momentos más tarde, la caridad les brinda lo que tiene –caridad en zozobra, en angustia, en lágrimas–; se echan en tierra como muertos, y reposan extenuados bajo la lluvia de arena, dando tristes ayes y, tal cual vez, repitiendo mecánicamente las voces de espanto. Pero todo, palabras, ayes, gemidos, todo se confunde y se borra, y es como un eco del horrendo y remoto rimbombo que va rodando sordo en lo cóncavo de la noche.
¡Ira de Dios, cuán terrible eres!
Los días 9, 10 y 11 de junio permanecimos en Quezaltepeque, y en este tiempo hubimos de presenciar dolorosas escenas. Como la ciudad era, en gran parte, de antigua construcción, y no de bahareque como la metrópoli, sino de adobe, las casas se desplomaron allá más pronto, sin dar tiempo a que algunas familias pudieran huir, y por tanto, el número de víctimas era considerable. Como sucede siempre, al principio se exageró la cifra de las desgracias personales: hubo quien las hiciese subir, en fantástico cálculo, hasta trescientas. Quizá no habían llegado a cuarenta. A mi me tocó ver la extracción de diez cadáveres; antes de mi llegada ya habían sido inhumados otros, y aún quedaban algunos. Era horrible el aspecto que ofrecían, y no quise seguir asistiendo a aquel macabro hurgar entre escombros, de donde salían cabezas deshechas, piernas rotas, vientres reventados con las tripas de fuera… Además de las desgracias irreparables, había otras leves: muchos golpeados y heridos resultaban. Los llantos de los deudos eran conturbadores. Por otra parte, en aquellos primeros días era insuficiente la provisión de alimentos, y no poca gente sufría por esta causa. Se estaba en espera de los primeros auxilios, que no tardaron en llegar. Las autoridades, especialmente el alcalde, señor Llort, se multiplicaban para atender a las mil urgencias de aquella hora, y distribuían recursos, organizaban la asistencia médica de los heridos, proveían a la construcción de vivienda transitoria. En fin, supieron estar a la altura de sus graves deberes.
La nube que desde la noche de Corpus se había formado sobre la montaña, se deshizo al fin en una lluvia impetuosa, abundante y larga. Vino, pues, una nueva calamidad a empeorar la situación de los sobrevivientes. Y yo pensaba, con horror, en lo que aquel fenómeno significaría para la capital, donde más de cincuenta mil personas se agrupaban en parques y plazas, en campos al aire libre, bajo techos de trapo y de zinc, o se aglomeraban, semidesnudas, semihambrientas, en los portales y entre las ruinas…
Dejamos, por fin, la ciudad deshecha, y marchamos hacia San Salvador. Fue una triste peregrinación. Encontrábamos durante el viaje caravanas de contusos y quemados; carnes donde las piedras arrojadas por el volcán habían hecho agujeros y rasgaduras como proyectiles en una batalla; rostros negros que supuraban; vientres y senos desollados, cubiertos de ampollas, lamentables, horrendos. Y un ¡ay! continuo, un ¡ay! desgarrador, llenaba el camino. Todas aquellas gentes, conducidas por miembros de la autoridad y de la Cruz Roja así como de los nuevos comités de socorro, venían a buscar el amparo del Hospital Rosales, donde ya había espacio para alojarlos y amor para mitigar sus penas.
#AmorPorColombia
VIII - La Huida

Texto de: Porfirio Barba Jacob
La finca de Colombia está situada en una de las más bellas comarcas del mundo: se recuesta en la falda del volcán de San Salvador, cuya mole cierra el horizonte visible hacia la parte de Levante, y ve desplegarse el suelo en suaves ondulaciones de contrafuertes, oteros y colinas, entre los cuales corren las hondonadas llenas de misterio y rumor. A lo lejos, por el rumbo de Oeste, vagos lineamientos azules; y entre el sitio muelle y la borrosa lejanía, el valle que se alza y se deprime con blandura, en amagos de tímidos alcores, como deidad yacente cubierta con un velo de tonos verdosos, que apenas dibuja las líneas del cuerpo en plenitud.
Y todo en contorno habla de la obra perfecta del hombre: afanosas legiones talaron los bosques antiguos, escardaron la tierra y la mulleron solícitas, la plantaron de cafetos y la vieron verdear… Árboles de follaje sombrío –los pepetos indígenas– sobresalen con aire de protección. Las casas elevan sus techos a distancia, y con las banderolas de humo de los hogares parecen hacerse signos fraternos. De lejanía, manchas rojizas –que el sol rebaja y pinta de ocre y que el crepúsculo tiñe con suaves tonos violetas–, muestran los lindes de las distintas heredades; y por ahí van las líneas de cercos y vallas, que se alargan, se quiebran, suben en zigzag o descienden en busca de cumbres y hondonadas. Y el verde de los plantíos se aclara o se ennegrece, conforme el curso de las estaciones: toma ligero matiz blanquecino; azulea un poco; y acaba al fin desvaneciéndose, vencido por las distancias, allá donde cae la línea de los cielos.
Pero cuando hay que ver aquel portento es en la época de la floración. Todo es blanco: diríase que la tierra celebra sus nupcias con el hombre, y que se atavía como una reina. Las leves flores son azahares. Hay azahares en los gajos, que desmayan, a semejanza de una mujer en sueño voluptuoso, al peso de la blanca promesa florida. Hay azahares en el suelo, sobre las hojas secas, en las raíces que acaso resaltan: es la forma en que el plantío derrama sus excesos. Y cuando acaba la embriaguez primera y advienen los días en que la flor va a convertirse en fruto, el suelo está como para que pase por él la Virgen entre coros de serafines y querubes, en la fiesta de su Concepción Inmaculada. Azahares… azahares… azahares… alburas… alburas… alburas…
Días después, el calor de arriba y la tibieza de abajo hacen madurar los frutos: endurecen sus almendras, las envuelven en un raso rojo oscuro y las dejan acendradas y perfectas. Y entonces veréis los brazos agobiados bajo la pesadumbre de su dulce carga. Y si la fantasía os ayuda, no es café lo que miraréis en los ramúnculos: ¡es oro; es oro vivo y rojo! Y la mente se alegra, y el corazón se dilata, y el júbilo pone alas al ensueño… ¡Tierra de El Salvador, tierra de bendición, tierra proficua, madre generosa e inagotable!
Todo esto, sublimado por el crepúsculo –que aún tendía en el éter sus últimas gasas– miraba el grupo de amigos y trabajadores de la finca de Colombia. Era en el corredor. Pero de improviso, el grupo va y viene, agitado con furia insólita: las cabezas chocan contra las cabezas más cercanas, y los cuerpos, en nueva y terrible ondulación, resultan lanzados de su sitio. Se levantan presurosos, conscientes de la realidad: ¡la tierra tiembla! Elévase el coro de súplicas: ¡Santo Dios, Santo Fuerte, Santo Inmortal! Parece que un río ingente se desborda en galerías de cavernas subterráneas, ahí mismo, baja el suelo en que yacen los consternados moradores; y un ruido que no se sabe si viene de lo hondo o baja de lo alto, pero que es semejante a un trueno largo, ronco y profundo, se difunde en el aire y va de los corazones a los valles, y de los valles a los montes, y de los montes a los abismos. Luego, las cosas saltan, caen, chocan, avanzan, retroceden, se arrastran…
Los hermanos de infortunio huyen de la casa a medio caer y buscan sitios libres. Semejan, al huir, borrachos poseídos de súbita locura: pues así van dando traspiés, inseguros y frenéticos. Las mujeres se arrodillan: los niños lloran, lloran, lloran. Un anciano erige la camándula y empieza el coro del rosario. Pero es inútil querer rezar, cantar, tenerse, levantarse: como figurillas de cartón en un tinglado de titiriteros, los hombres caen por tierra al impulso de la fuerza invisible… ¡Ira de Dios!
La montaña ondula: diríase que su pesadumbre se desploma, que va a rodar la cúspide al ímpetu de un tajo formidable, que acaso saltará en pedazos, como si la hubiesen minado ejércitos de gigantes. Allí cerca, lo que aún resta de la casa viene abajo. Los árboles tienen un sas-sas, un ros-ros; algo siniestro, en fin; es quizá que se quejan. Y los hombres se miran estupefactos: desde el fondo de cada uno, el alma torturada parece preguntar a las otras almas qué es esto, quién lo suscita, qué acto de cólera de alguien que no conocemos provoca el desquiciamiento. Pero toda interrogación es inútil. El cielo está sordo, la tierra está sorda, Dios está sordo:
La obra se muestra, mas se oculta el brazo
cual se oye el grito y no se ve el dolor…
Y los ojos se vuelven a ver las cosas, que danzan como en un torbellino, mientras las almas retornan a su fondo sombrío, solas e inermes en medio del trastorno de la materia… ¡Ira de Dios!
Y de pronto…: después de una sacudida más violenta y un retumbo más sordo y un terror más ciego… de pronto, en medio de la oscurana de la noche… de pronto, ahí cerca, a una distancia que la falta de luz hace parecer más corta… de pronto… ¿qué es esto, madre, padre, hijos, hermanos, amigos?
De una altura que se esfuma en el fondo de aquel panorama trágico, surge soberbia, colosal, dominadora y terrible, una columna de humo. Es negra, es negra, es tres veces negra. Y se encumbra. Y se ensancha en lo alto. Y va desparramándose allá en la región de las nubes. Y tapa el horizonte. Y parece envolverlo todo, sofocarlo todo, tragárselo todo. Después, como si el humo se hubiese transmutado, o como si la columna fuera formada por gasas inflamables, se enciende y chispea y alumbra. Un surtidor de fuego, rojo, rojo, tres veces rojo, está brotando de la cima del cerro. Y sube con ímpetu indescriptible, y también se ensancha, y luego refluye y cae en flecos, en ondas, en copos apretados. Dora las montañas, ilumina los valles, pone reflejos de bronce fundido en los rostros humanos. Y ruge, ruge al derramarse. Y, ya en la tierra, va avanzando, avanzando, como un oleaje de mar desbordado que ha traspuesto las barreras del arenal y rueda con impulso inagotable. Y los hombres dan alaridos y se levantan locos y echan a correr ciegos. La lava está ahí, viene tras ellos, les lame las espaldas, va a alcanzarlos… ¡Ira de Dios!
La caravana es grande: fórmanla don Benjamín Gallo, apoderado del dueño, señor Álvarez; don Jorge Restrepo, administrador de las fincas; mi madre, algunas amigas y amigos, y la humilde tropa de oficiales, peones y cocineras, con sus pobres familias de pequeñuelos. Son cincuenta, setenta, acaso cien personas. Pero el miedo ha suprimido sexos, categorías y cariños: a todos los nivela este infortunio, y el que más corra, el que vuele, será el que vaya delante. No fue posible –¡qué iba a serlo!– traer las bestias que estaban junto a la casa, y ahí quedaron para morir achicharradas entre el fuego líquido. Hasta los amos marchan a pie. Van mujeres sin chal y hombres sin sombrero. Llevan las manos vacías porque no hay objeto que no estorbe. Descienden un poco desde el edificio en escombros y topan con una puerta cerrada que les obstruye el paso; unos saltan por sobre ella, otros rodean para encaramarse en la cerca, éstos se agachan y pasan por debajo. Y continúan el galope frenético.
Al pasar un caserío cercano, nuevos fugitivos se les agregan. Ahora el número excede de doscientos. Marchan en medio de alaridos; claman piedad al Altísimo; luego caen en lúgubre mudez. Muestran un doble aspecto: vistos por delante, en la semiclaridad de aquella hora, sus contornos son opacos, sin líneas precisas; vistos por la espalda, evocan la visión de herreros que están ante la fragua y se vuelven a un súbito terror… Poco a poco, algunas mujeres, algunos niños, algunos viejos, se van rezagando. Gritan que no se les abandone: ¡la noche ahoga sus gritos! El viento infla las ropas, despeina los cabellos femeninos, los echa hacia atrás, los hace flotar y les arranca matices de cobre que arde. Los hombres jóvenes ganan la delantera; en cambio, todos los seres débiles van quedando; acaso caen, al estrujarse, en las partes donde el camino se angosta… Y nadie tiene clemencia de ellos: los pies avanzan pisando vientres, y pechos, y rostros de niños. Y se oye salir la lava, se la oye caer, se la oye rodando: viene ahí cerca. Ya cubrió la casa tal vez; ya se desbordó; ya los alcanza; ya los envuelve; ya los quema… ¡Ira de Dios!
Llegan a una quebrada y van a cruzarla, cuando desde lo alto alguien grita cosas siniestras: que el camino está interceptado; que el río de fuego puso una valla insuperable, y que el que prosiga, morirá. Es entonces el paroxismo de terror… Unas mujeres desmayan y caen, y quedan abandonadas. De los hombres, los más intrépidos avanzan a pesar de todo: otros se detienen, y otros retroceden. Ocurre una confusión indescriptible, y el grupo se dispersa según el instinto de cada cual. Hay quienes van a buscar, cruzando los cafetales, un camino hacia Nejapa; quienes prefieren seguir hacia San Salvador; quienes se orientan hacia Guayabal: las familias se disgregan. Y, tras el mínimo tiempo perdido, tornan a andar, a correr, a volar. Parecen locos. Van ciegos. Y, a través de los ramajes –alucinados por la oscuridad, por el terror, por la desesperación–, oyen el siniestro ruido y ven el reflejo siniestro: la lava está ahí, viene tras ellos, va a alcanzarlos, va a devorarlos… ¡Ira de Dios!
Y siguen… Siguen dando traspiés, porque la tierra tiembla sin cesar. Al ascender a los parajes eminentes, ven la magnitud y la grandeza de aquel río de fuego. No, no es una boca la que vomita lava: son dos… son tres… El ígneo torrente de la primera se junta al de la segunda y éstos al de la tercera. Y se derraman de un lado y del otro de los cerros. Lo que se ve desde aquí es vasto: leguas enteras de plantíos van siendo sepultados por la escoria ardiente. Y siguen… Desde el fondo de las hondonadas, mirando por entre árboles y arbustos, sin dejar de correr, ven la reverberación y piensan que la muerte avanza con más rapidez que la vida. Ya es la hora suprema. Una madre que lleva un hijo a rastras, da voces a otro que venía con ella: ¡no responde! Un hombre inquiere por su compañera: ¡no la halla! Se han dispersado: el instinto de la vida se ha sobrepuesto al amor. Y nadie sabe de nadie. Y continúa la fuga sin parar, porque el exterminio está a cada instante más cercano. ¡Dichosos los que han logrado ir adelante! … Un relámpago intenso y prolongado –un inaudito relámpago de lava que brota– esclarece, alumbra el camino. Hay piedras blancas, y sobre las piedras hay sangre, mucha sangre…. ¿qué pies la han vertido? Es necesario seguir: que cada uno vierta su propia sangre. La lava está ahí, va a llegar, les quema las espaldas, la sienten como una caricia mortal, envolvente e ineluctable… ¡Ira de Dios!
Y avanzan. Trasponen valles, trepan cerros, devoran llanos, dejan atrás casas y haciendas y plantíos. Una onda cálida baña sus cuerpos de frío sudor. Un polvo fino y hediondo se les mete por la nariz, por la boca, les cubre los cabellos, les pica en las manos. Y se ahogan. Y tienen sed y no hay agua, y cuando la hay no es posible detenerse para tomar un poco en la cuenca de la mano. Una mujer, que en vano ha llamado entre llantos y gemidos a sus criaturas, rezagadas en la huida pavorosa, intenta beber en una charca del tránsito; pero la charca refleja las luces de la noche que arde, y la sedienta retrocede con espanto: ¡piensa que aquello es lava!… Y sigue el vértigo de todos, siempre hacia adelante. Y, en medio de un tétrico silencio, resuena de pronto, como una provocación a la cólera celeste, una carcajada sonora, abierta, cínica… ¿Quién ríe? Ah, es la mujer del agua: se ha echado al borde del camino y ríe más. Ríe con un semblante que, visto a las luces rojizas del volcán, aparece inmovilizado por el dolor: sólo la boca se agita levemente, para que por ella se escape la risa atroz. La mujer se estira, se encoge; su mísero cuerpo brinca; sus ojos trágicos se dilatan. Y su risa fluye, fluye y resuena como una provocación, mientras las lágrimas le inundan el rostro, espejo de mortales congojas. Y queda allí, lanzando carcajadas estentóreas, en tanto que la tropa sigue, sigue, sigue siempre. Porque la lava está llegando: ya les calcina los cabellos; ya les lame las carnes; ya los consume en sus ondas… ¡Ira de Dios!
Corren todavía, corren y suben a una altura: los más osados vuelven el rostro. Y ven ahora que lo que era la casa es un mar en ignición; que el torrente ha adelantado, cubre los vastos cafetales, rueda hacia abajo, rebasa en las cuencas de los arroyos y dora las colinas…
¡Ah! pero todo está ya un poco lejano. Ya no morirán abrasados: acaban de llegar a las ruinas de Quezaltepeque, y la multitud implorante que rodea la antigua ciudad los convence de que se hallan fuera de peligro. Entonces se buscan, se reconocen; algunas madres llaman a sus hijos y, al no hallarlos, dan alaridos y caen desplomadas. Momentos más tarde, la caridad les brinda lo que tiene –caridad en zozobra, en angustia, en lágrimas–; se echan en tierra como muertos, y reposan extenuados bajo la lluvia de arena, dando tristes ayes y, tal cual vez, repitiendo mecánicamente las voces de espanto. Pero todo, palabras, ayes, gemidos, todo se confunde y se borra, y es como un eco del horrendo y remoto rimbombo que va rodando sordo en lo cóncavo de la noche.
¡Ira de Dios, cuán terrible eres!
Los días 9, 10 y 11 de junio permanecimos en Quezaltepeque, y en este tiempo hubimos de presenciar dolorosas escenas. Como la ciudad era, en gran parte, de antigua construcción, y no de bahareque como la metrópoli, sino de adobe, las casas se desplomaron allá más pronto, sin dar tiempo a que algunas familias pudieran huir, y por tanto, el número de víctimas era considerable. Como sucede siempre, al principio se exageró la cifra de las desgracias personales: hubo quien las hiciese subir, en fantástico cálculo, hasta trescientas. Quizá no habían llegado a cuarenta. A mi me tocó ver la extracción de diez cadáveres; antes de mi llegada ya habían sido inhumados otros, y aún quedaban algunos. Era horrible el aspecto que ofrecían, y no quise seguir asistiendo a aquel macabro hurgar entre escombros, de donde salían cabezas deshechas, piernas rotas, vientres reventados con las tripas de fuera… Además de las desgracias irreparables, había otras leves: muchos golpeados y heridos resultaban. Los llantos de los deudos eran conturbadores. Por otra parte, en aquellos primeros días era insuficiente la provisión de alimentos, y no poca gente sufría por esta causa. Se estaba en espera de los primeros auxilios, que no tardaron en llegar. Las autoridades, especialmente el alcalde, señor Llort, se multiplicaban para atender a las mil urgencias de aquella hora, y distribuían recursos, organizaban la asistencia médica de los heridos, proveían a la construcción de vivienda transitoria. En fin, supieron estar a la altura de sus graves deberes.
La nube que desde la noche de Corpus se había formado sobre la montaña, se deshizo al fin en una lluvia impetuosa, abundante y larga. Vino, pues, una nueva calamidad a empeorar la situación de los sobrevivientes. Y yo pensaba, con horror, en lo que aquel fenómeno significaría para la capital, donde más de cincuenta mil personas se agrupaban en parques y plazas, en campos al aire libre, bajo techos de trapo y de zinc, o se aglomeraban, semidesnudas, semihambrientas, en los portales y entre las ruinas…
Dejamos, por fin, la ciudad deshecha, y marchamos hacia San Salvador. Fue una triste peregrinación. Encontrábamos durante el viaje caravanas de contusos y quemados; carnes donde las piedras arrojadas por el volcán habían hecho agujeros y rasgaduras como proyectiles en una batalla; rostros negros que supuraban; vientres y senos desollados, cubiertos de ampollas, lamentables, horrendos. Y un ¡ay! continuo, un ¡ay! desgarrador, llenaba el camino. Todas aquellas gentes, conducidas por miembros de la autoridad y de la Cruz Roja así como de los nuevos comités de socorro, venían a buscar el amparo del Hospital Rosales, donde ya había espacio para alojarlos y amor para mitigar sus penas.