- Botero esculturas (1998)
- Salmona (1998)
- El sabor de Colombia (1994)
- Wayuú. Cultura del desierto colombiano (1998)
- Semana Santa en Popayán (1999)
- Cartagena de siempre (1992)
- Palacio de las Garzas (1999)
- Juan Montoya (1998)
- Aves de Colombia. Grabados iluminados del Siglo XVIII (1993)
- Alta Colombia. El esplendor de la montaña (1996)
- Artefactos. Objetos artesanales de Colombia (1992)
- Carros. El automovil en Colombia (1995)
- Espacios Comerciales. Colombia (1994)
- Cerros de Bogotá (2000)
- El Terremoto de San Salvador. Narración de un superviviente (2001)
- Manolo Valdés. La intemporalidad del arte (1999)
- Casa de Hacienda. Arquitectura en el campo colombiano (1997)
- Fiestas. Celebraciones y Ritos de Colombia (1995)
- Costa Rica. Pura Vida (2001)
- Luis Restrepo. Arquitectura (2001)
- Ana Mercedes Hoyos. Palenque (2001)
- La Moneda en Colombia (2001)
- Jardines de Colombia (1996)
- Una jornada en Macondo (1995)
- Retratos (1993)
- Atavíos. Raíces de la moda colombiana (1996)
- La ruta de Humboldt. Colombia - Venezuela (1994)
- Trópico. Visiones de la naturaleza colombiana (1997)
- Herederos de los Incas (1996)
- Casa Moderna. Medio siglo de arquitectura doméstica colombiana (1996)
- Bogotá desde el aire (1994)
- La vida en Colombia (1994)
- Casa Republicana. La bella época en Colombia (1995)
- Selva húmeda de Colombia (1990)
- Richter (1997)
- Por nuestros niños. Programas para su Proteccion y Desarrollo en Colombia (1990)
- Mariposas de Colombia (1991)
- Colombia tierra de flores (1990)
- Los países andinos desde el satélite (1995)
- Deliciosas frutas tropicales (1990)
- Arrecifes del Caribe (1988)
- Casa campesina. Arquitectura vernácula de Colombia (1993)
- Páramos (1988)
- Manglares (1989)
- Señor Ladrillo (1988)
- La última muerte de Wozzeck (2000)
- Historia del Café de Guatemala (2001)
- Casa Guatemalteca (1999)
- Silvia Tcherassi (2002)
- Ana Mercedes Hoyos. Retrospectiva (2002)
- Francisco Mejía Guinand (2002)
- Aves del Llano (1992)
- El año que viene vuelvo (1989)
- Museos de Bogotá (1989)
- El arte de la cocina japonesa (1996)
- Botero Dibujos (1999)
- Colombia Campesina (1989)
- Conflicto amazónico. 1932-1934 (1994)
- Débora Arango. Museo de Arte Moderno de Medellín (1986)
- La Sabana de Bogotá (1988)
- Casas de Embajada en Washington D.C. (2004)
- XVI Bienal colombiana de Arquitectura 1998 (1998)
- Visiones del Siglo XX colombiano. A través de sus protagonistas ya muertos (2003)
- Río Bogotá (1985)
- Jacanamijoy (2003)
- Álvaro Barrera. Arquitectura y Restauración (2003)
- Campos de Golf en Colombia (2003)
- Cartagena de Indias. Visión panorámica desde el aire (2003)
- Guadua. Arquitectura y Diseño (2003)
- Enrique Grau. Homenaje (2003)
- Mauricio Gómez. Con la mano izquierda (2003)
- Ignacio Gómez Jaramillo (2003)
- Tesoros del Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario. 350 años (2003)
- Manos en el arte colombiano (2003)
- Historia de la Fotografía en Colombia. Museo de Arte Moderno de Bogotá (1983)
- Arenas Betancourt. Un realista más allá del tiempo (1986)
- Los Figueroa. Aproximación a su época y a su pintura (1986)
- Andrés de Santa María (1985)
- Ricardo Gómez Campuzano (1987)
- El encanto de Bogotá (1987)
- Manizales de ayer. Album de fotografías (1987)
- Ramírez Villamizar. Museo de Arte Moderno de Bogotá (1984)
- La transformación de Bogotá (1982)
- Las fronteras azules de Colombia (1985)
- Botero en el Museo Nacional de Colombia. Nueva donación 2004 (2004)
- Gonzalo Ariza. Pinturas (1978)
- Grau. El pequeño viaje del Barón Von Humboldt (1977)
- Bogotá Viva (2004)
- Albergues del Libertador en Colombia. Banco de la República (1980)
- El Rey triste (1980)
- Gregorio Vásquez (1985)
- Ciclovías. Bogotá para el ciudadano (1983)
- Negret escultor. Homenaje (2004)
- Mefisto. Alberto Iriarte (2004)
- Suramericana. 60 Años de compromiso con la cultura (2004)
- Rostros de Colombia (1985)
- Flora de Los Andes. Cien especies del Altiplano Cundi-Boyacense (1984)
- Casa de Nariño (1985)
- Periodismo gráfico. Círculo de Periodistas de Bogotá (1984)
- Cien años de arte colombiano. 1886 - 1986 (1985)
- Pedro Nel Gómez (1981)
- Colombia amazónica (1988)
- Palacio de San Carlos (1986)
- Veinte años del Sena en Colombia. 1957-1977 (1978)
- Bogotá. Estructura y principales servicios públicos (1978)
- Colombia Parques Naturales (2006)
- Érase una vez Colombia (2005)
- Colombia 360°. Ciudades y pueblos (2006)
- Bogotá 360°. La ciudad interior (2006)
- Guatemala inédita (2006)
- Casa de Recreo en Colombia (2005)
- Manzur. Homenaje (2005)
- Gerardo Aragón (2009)
- Santiago Cárdenas (2006)
- Omar Rayo. Homenaje (2006)
- Beatriz González (2005)
- Casa de Campo en Colombia (2007)
- Luis Restrepo. construcciones (2007)
- Juan Cárdenas (2007)
- Luis Caballero. Homenaje (2007)
- Fútbol en Colombia (2007)
- Cafés de Colombia (2008)
- Colombia es Color (2008)
- Armando Villegas. Homenaje (2008)
- Manuel Hernández (2008)
- Alicia Viteri. Memoria digital (2009)
- Clemencia Echeverri. Sin respuesta (2009)
- Museo de Arte Moderno de Cartagena de Indias (2009)
- Agua. Riqueza de Colombia (2009)
- Volando Colombia. Paisajes (2009)
- Colombia en flor (2009)
- Medellín 360º. Cordial, Pujante y Bella (2009)
- Arte Internacional. Colección del Banco de la República (2009)
- Hugo Zapata (2009)
- Apalaanchi. Pescadores Wayuu (2009)
- Bogotá vuelo al pasado (2010)
- Grabados Antiguos de la Pontificia Universidad Javeriana. Colección Eduardo Ospina S. J. (2010)
- Orquídeas. Especies de Colombia (2010)
- Apartamentos. Bogotá (2010)
- Luis Caballero. Erótico (2010)
- Luis Fernando Peláez (2010)
- Aves en Colombia (2011)
- Pedro Ruiz (2011)
- El mundo del arte en San Agustín (2011)
- Cundinamarca. Corazón de Colombia (2011)
- El hundimiento de los Partidos Políticos Tradicionales venezolanos: El caso Copei (2014)
- Artistas por la paz (1986)
- Reglamento de uniformes, insignias, condecoraciones y distintivos para el personal de la Policía Nacional (2009)
- Historia de Bogotá. Tomo I - Conquista y Colonia (2007)
- Historia de Bogotá. Tomo II - Siglo XIX (2007)
- Academia Colombiana de Jurisprudencia. 125 Años (2019)
- Duque, su presidencia (2022)
VI - El Día 8 de Junio
Texto de: Porfirio Barba Jacob
Había muchos problemas que resolver; pero entre todos ocupaba lugar de exclusiva primacía levantar una barraca, una tienda, un toldo, algo, en fin, que sirviese de vivienda provisional a la familia. Después de elegir el punto, Joaquín salió en busca de los elementos necesarios para la improvisada construcción: lona, varas, alambre. Los niños, ávidos de ver los estragos de la ciudad, marcharon con él. Y Consuelo y yo nos quedamos solos, como por tácito acuerdo.
Y sucedió a entrambos lo que sucede frecuentemente cuando las ideas acuden en extraña barahúnda, como golpeándose unas a otras por manifestarse: que todas se resuelven en una sola, que es síntesis amplia y generosa y a todas sus hermanas les ofrece cauce… A esta síntesis le dieron nacimiento dos hechos capitales: primero, que el matrimonio mío con la joven estaba concertado y dispuesto para el próximo 27 de julio, día de mi cumpleaños; y, segundo que ella había salido, de entre las ruinas, sin casa, sin trajes, sin organización alguna de vida, y no contaba para la vasta obra de la reconstrucción sino con el trabajo de su hermano, también arruinado, ahora sin rumbo que seguir y aún quebrantado por una penosa y larga enfermedad.
Sin advertirlo yo mismo, me había aproximado a Consuelo, y, tomando una de sus manos, alcé los ojos en busca de aquellos otros profundos y llenos de luz. En seguida mis labios dejaron paso a esta pregunta, que era más bien una afirmación del amor:
¿Y por qué no mañana mismo?
Ella me miró sin asombro, como si ya antes, en las horas de angustia, se hubiese asido a aquella idea lisonjera; y, aunque me manifestase que era preciso hablar antes con su hermano, yo traduje la expresión acariciadora de su mirada como un acto de aprobación y de agradecimiento. Y mientras el tiempo pasaba y Joaquín volvía del centro, nos abandonamos a un optimismo risueño. Sí: empezaríamos la vida con ánimo sereno, y al cabo triunfaríamos en ella. De este modo el amor resultaba en nosotros, no fuerte como la muerte, según la expresión del Cantar de los Cantares, sino más fuerte que ella.
Joaquín regresó a las nueve con algunos elementos; organizó el trabajo, encomendándolo a un carpintero amigo suyo, partió con su hermana rumbo a la Avenida: iba a extraer, de entre los escombros, aquellos objetos que fuese posible y que mayor utilidad debían prestar en la vivienda transitoria. Mas antes de marcharse le comuniqué el propósito mío de unirme en matrimonio a Consuelo al día siguiente, si ello era posible, o cuando lo fuera, pero ahí mismo, sobre las ruinas de la ciudad y del hogar, como una afirmación de la vida frente al estrago causado por la Naturaleza. El joven manifestó, emocionado, que sabía apreciar en su justo valer mi resolución, pero me hizo observar que de todos modos sería necesario dejar pasar cuatro o seis días. Comprendí su reserva: recordé que yo estaba obligado a salir aquel mismo día, y le dije que, mientras regresaba de mi viaje, hiciese en mi nombre las diligencias indispensables para la unión. Convinimos en ello, y partió.
Yo fui al hospital con ánimo de cambiarme de ropa, pues la que llevaba se había puesto inútil por la arena volcánica que la ennegrecía. Al entrar me dijeron que un hombre, llegado poco ha, preguntaba por mí. Abro la carta que se me entrega, y hallo, escritas con lápiz en líneas temblorosas que delataban lo horrible de la pena, estas palabras:
“Viva milagrosamente y sin novedad, pero medio muerta de incertidumbre… ¿Qué habrá sido de mi hijo? La zozobra en que estoy es atroz; si no salgo pronto de ella, creeré preferible el destino de las pobres gentes que murieron entre la lava. Un abrazo y un beso. Benedicta”.
¡Era ella, era mi madre, que se anticipaba a mi solicitud, que me enviaba noticias suyas e inquiría angustiosamente noticias mías! Ahora… ¿cómo explicarme la rapidez de esta comunicación? Era el perenne milagro del amor materno. Pido ávidamente detalles: son horribles. Se me habla de la casa sepultada entre la lava, de la fuga nocturna a través de bosques y cafetales, mientras el ígneo torrente viene ahí, a pocos pasos… Y, sin embargo, la primera acción de mi madre resucitada es la de enviarme, pagándolo a precio de oro, un mensaje que me tranquilice y que le lleve a ella nuevas tranquilizadoras. Con los ojos húmedos por las lágrimas le indico al mozo que me aguarde, que en seguida saldremos juntos, y voy en busca de dos bestias de alquiler.
Como un río que encuentra un valladar infranqueable en su curso, y se detiene por un momento y luego se derrama en busca de un nuevo cauce, hasta que le sea posible bajar por la quebrada próxima hasta el antiguo, así parecía la ciudad en aquellos momentos. Acaso no quedaran en pie y sin huellas ni estragos del terremoto, más de doscientas casas en San Salvador: algunas, como el gran Hotel Internacional, situado frente a las ruinas de la Logia Masónica, se veían invadidas por muchedumbre de personas ricas que buscaban un cuarto o siquiera dos metros en el corredor donde librarse de la intemperie. Las demás residencias estaban inútiles. Era preciso, pues, levantar galerones de zinc, toldos de lona, siquiera breves cobertizos de sábanas, para la noche que venía. Por otra parte, era preciso entrar en las viviendas semidestruidas y sacar de ellas el abrigo, los trastos, los útiles de cocina, la ropa que hubiese quedado limpia. Los parques, las plazuelas, todos los sitios libres, semejaban vastos campamentos a donde acabara de llegar un gran ejército y donde estuviese levantando el campamento y prendiendo el vivac. Las gentes llegaban temerosas a los edificios: si en esos momentos sobrevenía un temblor –que todavía eran frecuentes– huían despavoridas, dejando quizá los objetos que habían logrado sacar de entre los escombros.
El terror se extendía aún como una garra funesta sobre la metrópoli, y gran número de familias no pensaban sino en huir. Todos los vehículos que podían servir para el transporte alcanzaban precios fabulosos. Era difícil hallar una bestia, un coche, una carreta. Y llegó el caso de que dos jóvenes acaudalados, deseosos de marchar con sus padres y hermanas cuanto antes, entraran en competencia por un automóvil: el dueño del garaje pide doscientos pesos por viaje; uno de los jóvenes ofrece quinientos; el competidor sube a mil, y entonces el primero dice que dará mil quinientos… Al propietario del garaje se le volvía la boca agua…
De los pueblos cercanos empezaban a llegar, a toda prisa, peatones y gentes a caballo, con el propósito de juntarse a sus familias, o al menos de sacarlas de entre las ruinas, pues imaginaban que las desgracias personales eran numerosas.
Y, como para complicar aún más la vida, se presentaba a todos un problema que era necesario resolver cuanto antes: el de la alimentación. Ciertamente, en el mercado, en los almacenes, en todas las casas, quedaban grandes existencias de artículos con qué quitar el hambre; pero el mercado hallábase con duple llave, a los almacenes nadie quería entrar, y lo que guardaban las familias yacía entre paredes que entonces eran hostiles al hombre. Para conseguir una taza de café, un vaso de agua, un pedazo de pan, había que librar una batalla. Y fuimos pocos, muy pocos, los que logramos tomar algún alimento antes de mediodía.
El Gobierno, temeroso de los apetitos desordenados que las grandes catástrofes suelen suscitar en la gente baja, acababa de decretar el estado de sitio. La previsora medida iba a garantizar la vida y la propiedad en la capital, en los demás lugares azotados por el desastre, y en todos los caminos por donde las gentes iban y venían en tristes caravanas.
Los primeros comités de socorro estaban ya formados, o empezaban a formarse. La policía, piquetes de tropa del ejército regular, y hasta los cadetes de la Escuela Politécnica, recorrían las calles. Cuadrillas de peones iban de un lado para otro, recogiendo los alambres de la luz eléctrica, del telégrafo y del teléfono, enteramente rotos, o iniciando la obra difícil de restablecer las tuberías para que la ciudad tuviese agua cuanto antes. En una palabra, la acción de las autoridades se hacía sentir, inmediata, eficaz, previsora, enérgica: servía de consuelo, de estímulo; suscitaba la acción particular; y, llenos de esperanza y coraje, todos nos apresurábamos a empezar de nuevo la vida, sin dejar a las fuerzas ciegas la victoria sobre la ciudad amada y amable.
Entre tanto, tristísimos grupos de gentes desvalidas, que difícilmente vivían, en la época normal, del salario cotidiano, vagaban ya por las calles en demanda de algo con qué quitar el hambre, que empezaba a ser un tormento, y la sed, que lo era desde la noche anterior. Algunas damas habían organizado puestos de socorros y repartían lo poco que era posible. Así lo hizo, dando altísimo ejemplo, la ilustre señora doña Sara de Meléndez, esposa del Presidente de la República. Reconocía ella su calidad de primera dama del país, y cumplía con noble altruismo los deberes que le imponían a la vez su inagotable caridad y su alta posición social.
Quise ver a Consuelo antes de marchar, y fui al Campo. La obra de sacar los escombros de entre las casas había empezado –por cierto que con una actividad febril– y a lo largo de las calles iban amontonándose ya los montículos de tierra y otros despojos, que a poco habían de dar a la ciudad tan extraño aspecto. Y mientras los dueños de viviendas dirigen la obra de los peones, o hacen de peones ellos mismos, vuelan los comentarios, las historias y las lamentaciones de casa a casa y de calle a calle. Un sentimiento igualitario domina a la gente, y todos nos creemos autorizados para relatar al transeúnte las circunstancias en que escapamos de la muerte, y las angustias y zozobras de aquella larga pesadilla nocturna.
La carpa de Joaquín estaba ya a medio hacer, y a su sombra yacían algunas prendas de dormir, un baúl desenterrado, algunos objetos de cocina y de comedor, una mesa y dos sillas rotas… ¡Era cuanto quedaba de la casa familiar! Consuelo, a semejanza de todas las damas de la ciudad, ordenaba aquellos despojos. Había conseguido café, azúcar, sal, carne, arroz, y preparaba, con sus lindas manos y con ayuda del aya –que ya estaba reunida al grupo– el almuerzo del 8 de junio… Almuerzo inolvidable, que yo compartí lleno de emoción: que me reveló el temple de alma de la mujer salvadoreña, su voluntad de trabajo, su aptitud para todas las faenas nobles de la vida, su fuerza y su serenidad, sus ímpetus para sobreponerse a las catástrofes.
Me entretuve, a mi pesar, porque el peón no aparecía; y cuando, ya de regreso él, me dispuse a marchar, he aquí que llegan los primeros boletines de los diarios locales. La ansiedad por ver noticias impresas era grande, y no hubo quién no comprase una de aquellas hojas. La del Diario del Salvador –mi periódico predilecto– era en extremo corta: lamentaba patéticamente el desastre, y pedía excusas por no dar una edición normal, a causa de los derrumbes en sus talleres… Y yo, que vi después cómo quedaron éstos, sé qué heroísmo fue preciso para lanzar al público aquel breve aviso. Con la rotativa no se podía contar, porque no había fuerza eléctrica; y un motor de gasolina guardado por previsión, estaba entre escombros. Quedaban tres prensas chicas, pero dos de ellas resultaron desniveladas e inútiles; y la que estaba buena tenía encima una pared a medio caer, de modo que el movimiento de los pedales se hacía en extremo peligroso. Pues allí se imprimió el boletín, mientras a los lados se amontonaban los materiales del taller, revueltos en extraña confusión con la tierra de los bahareques.
Más afortunados los otros periódicos, aunque también maltrechos, pudieron imprimir boletines de mayor espacio y con informes y artículos. Primero La Prensa y luego el Diario Latino, fueron a satisfacer la avidez del público. ¿Qué decían? Lo que a todos nos constaba, y algo más: conjeturas, decires, rumores, entre los datos exactos. Ya se achacaba al Jabalí la causa del desastre, cuando luego se ha visto que fue la loma del Pinar la que hizo erupción1.
Pero algo en aquellas hojas reemplazaba la falta de noticias concretas: el espíritu que los redactores infundían en el pueblo. Ni un lamento cobarde, ni un desmayo: que sacásemos fuerzas, que la ciudad renacería, que la actividad y el amor al trabajo iban a levantar una nueva San Salvador, más bella y pujante. Y esto, unido a los actos oficiales de que también se daba cuenta, fue un “¡levántate y anda!” para la metrópoli: le animó el corazón. Bien hayan los periódicos que de tal modo cumplieron con su deber, aún saliendo de en medio de sus propias ruinas.
Me despedí al fin. Por primera vez mis brazos ceñían, con inocente libertad, el talle de la joven que en breve iría a ser la compañera de mi vida. Un vago aroma femenino quedó en mis manos, en mis ropas… Y una ternura que casi insinuaba lágrimas, pero que era a modo de esas nieblas que el sol levanta sobre los campos virginales después de las grandes tormentas, pasaba por mi alma suave y dulcemente.
Era el milagro del otro amor, que me transfiguraba y me infundía fuerzas.
Notas
- Al respecto, véase lo establecido en las notas números 1 y 3 del capítulo II.
#AmorPorColombia
VI - El Día 8 de Junio
Texto de: Porfirio Barba Jacob
Había muchos problemas que resolver; pero entre todos ocupaba lugar de exclusiva primacía levantar una barraca, una tienda, un toldo, algo, en fin, que sirviese de vivienda provisional a la familia. Después de elegir el punto, Joaquín salió en busca de los elementos necesarios para la improvisada construcción: lona, varas, alambre. Los niños, ávidos de ver los estragos de la ciudad, marcharon con él. Y Consuelo y yo nos quedamos solos, como por tácito acuerdo.
Y sucedió a entrambos lo que sucede frecuentemente cuando las ideas acuden en extraña barahúnda, como golpeándose unas a otras por manifestarse: que todas se resuelven en una sola, que es síntesis amplia y generosa y a todas sus hermanas les ofrece cauce… A esta síntesis le dieron nacimiento dos hechos capitales: primero, que el matrimonio mío con la joven estaba concertado y dispuesto para el próximo 27 de julio, día de mi cumpleaños; y, segundo que ella había salido, de entre las ruinas, sin casa, sin trajes, sin organización alguna de vida, y no contaba para la vasta obra de la reconstrucción sino con el trabajo de su hermano, también arruinado, ahora sin rumbo que seguir y aún quebrantado por una penosa y larga enfermedad.
Sin advertirlo yo mismo, me había aproximado a Consuelo, y, tomando una de sus manos, alcé los ojos en busca de aquellos otros profundos y llenos de luz. En seguida mis labios dejaron paso a esta pregunta, que era más bien una afirmación del amor:
¿Y por qué no mañana mismo?
Ella me miró sin asombro, como si ya antes, en las horas de angustia, se hubiese asido a aquella idea lisonjera; y, aunque me manifestase que era preciso hablar antes con su hermano, yo traduje la expresión acariciadora de su mirada como un acto de aprobación y de agradecimiento. Y mientras el tiempo pasaba y Joaquín volvía del centro, nos abandonamos a un optimismo risueño. Sí: empezaríamos la vida con ánimo sereno, y al cabo triunfaríamos en ella. De este modo el amor resultaba en nosotros, no fuerte como la muerte, según la expresión del Cantar de los Cantares, sino más fuerte que ella.
Joaquín regresó a las nueve con algunos elementos; organizó el trabajo, encomendándolo a un carpintero amigo suyo, partió con su hermana rumbo a la Avenida: iba a extraer, de entre los escombros, aquellos objetos que fuese posible y que mayor utilidad debían prestar en la vivienda transitoria. Mas antes de marcharse le comuniqué el propósito mío de unirme en matrimonio a Consuelo al día siguiente, si ello era posible, o cuando lo fuera, pero ahí mismo, sobre las ruinas de la ciudad y del hogar, como una afirmación de la vida frente al estrago causado por la Naturaleza. El joven manifestó, emocionado, que sabía apreciar en su justo valer mi resolución, pero me hizo observar que de todos modos sería necesario dejar pasar cuatro o seis días. Comprendí su reserva: recordé que yo estaba obligado a salir aquel mismo día, y le dije que, mientras regresaba de mi viaje, hiciese en mi nombre las diligencias indispensables para la unión. Convinimos en ello, y partió.
Yo fui al hospital con ánimo de cambiarme de ropa, pues la que llevaba se había puesto inútil por la arena volcánica que la ennegrecía. Al entrar me dijeron que un hombre, llegado poco ha, preguntaba por mí. Abro la carta que se me entrega, y hallo, escritas con lápiz en líneas temblorosas que delataban lo horrible de la pena, estas palabras:
“Viva milagrosamente y sin novedad, pero medio muerta de incertidumbre… ¿Qué habrá sido de mi hijo? La zozobra en que estoy es atroz; si no salgo pronto de ella, creeré preferible el destino de las pobres gentes que murieron entre la lava. Un abrazo y un beso. Benedicta”.
¡Era ella, era mi madre, que se anticipaba a mi solicitud, que me enviaba noticias suyas e inquiría angustiosamente noticias mías! Ahora… ¿cómo explicarme la rapidez de esta comunicación? Era el perenne milagro del amor materno. Pido ávidamente detalles: son horribles. Se me habla de la casa sepultada entre la lava, de la fuga nocturna a través de bosques y cafetales, mientras el ígneo torrente viene ahí, a pocos pasos… Y, sin embargo, la primera acción de mi madre resucitada es la de enviarme, pagándolo a precio de oro, un mensaje que me tranquilice y que le lleve a ella nuevas tranquilizadoras. Con los ojos húmedos por las lágrimas le indico al mozo que me aguarde, que en seguida saldremos juntos, y voy en busca de dos bestias de alquiler.
Como un río que encuentra un valladar infranqueable en su curso, y se detiene por un momento y luego se derrama en busca de un nuevo cauce, hasta que le sea posible bajar por la quebrada próxima hasta el antiguo, así parecía la ciudad en aquellos momentos. Acaso no quedaran en pie y sin huellas ni estragos del terremoto, más de doscientas casas en San Salvador: algunas, como el gran Hotel Internacional, situado frente a las ruinas de la Logia Masónica, se veían invadidas por muchedumbre de personas ricas que buscaban un cuarto o siquiera dos metros en el corredor donde librarse de la intemperie. Las demás residencias estaban inútiles. Era preciso, pues, levantar galerones de zinc, toldos de lona, siquiera breves cobertizos de sábanas, para la noche que venía. Por otra parte, era preciso entrar en las viviendas semidestruidas y sacar de ellas el abrigo, los trastos, los útiles de cocina, la ropa que hubiese quedado limpia. Los parques, las plazuelas, todos los sitios libres, semejaban vastos campamentos a donde acabara de llegar un gran ejército y donde estuviese levantando el campamento y prendiendo el vivac. Las gentes llegaban temerosas a los edificios: si en esos momentos sobrevenía un temblor –que todavía eran frecuentes– huían despavoridas, dejando quizá los objetos que habían logrado sacar de entre los escombros.
El terror se extendía aún como una garra funesta sobre la metrópoli, y gran número de familias no pensaban sino en huir. Todos los vehículos que podían servir para el transporte alcanzaban precios fabulosos. Era difícil hallar una bestia, un coche, una carreta. Y llegó el caso de que dos jóvenes acaudalados, deseosos de marchar con sus padres y hermanas cuanto antes, entraran en competencia por un automóvil: el dueño del garaje pide doscientos pesos por viaje; uno de los jóvenes ofrece quinientos; el competidor sube a mil, y entonces el primero dice que dará mil quinientos… Al propietario del garaje se le volvía la boca agua…
De los pueblos cercanos empezaban a llegar, a toda prisa, peatones y gentes a caballo, con el propósito de juntarse a sus familias, o al menos de sacarlas de entre las ruinas, pues imaginaban que las desgracias personales eran numerosas.
Y, como para complicar aún más la vida, se presentaba a todos un problema que era necesario resolver cuanto antes: el de la alimentación. Ciertamente, en el mercado, en los almacenes, en todas las casas, quedaban grandes existencias de artículos con qué quitar el hambre; pero el mercado hallábase con duple llave, a los almacenes nadie quería entrar, y lo que guardaban las familias yacía entre paredes que entonces eran hostiles al hombre. Para conseguir una taza de café, un vaso de agua, un pedazo de pan, había que librar una batalla. Y fuimos pocos, muy pocos, los que logramos tomar algún alimento antes de mediodía.
El Gobierno, temeroso de los apetitos desordenados que las grandes catástrofes suelen suscitar en la gente baja, acababa de decretar el estado de sitio. La previsora medida iba a garantizar la vida y la propiedad en la capital, en los demás lugares azotados por el desastre, y en todos los caminos por donde las gentes iban y venían en tristes caravanas.
Los primeros comités de socorro estaban ya formados, o empezaban a formarse. La policía, piquetes de tropa del ejército regular, y hasta los cadetes de la Escuela Politécnica, recorrían las calles. Cuadrillas de peones iban de un lado para otro, recogiendo los alambres de la luz eléctrica, del telégrafo y del teléfono, enteramente rotos, o iniciando la obra difícil de restablecer las tuberías para que la ciudad tuviese agua cuanto antes. En una palabra, la acción de las autoridades se hacía sentir, inmediata, eficaz, previsora, enérgica: servía de consuelo, de estímulo; suscitaba la acción particular; y, llenos de esperanza y coraje, todos nos apresurábamos a empezar de nuevo la vida, sin dejar a las fuerzas ciegas la victoria sobre la ciudad amada y amable.
Entre tanto, tristísimos grupos de gentes desvalidas, que difícilmente vivían, en la época normal, del salario cotidiano, vagaban ya por las calles en demanda de algo con qué quitar el hambre, que empezaba a ser un tormento, y la sed, que lo era desde la noche anterior. Algunas damas habían organizado puestos de socorros y repartían lo poco que era posible. Así lo hizo, dando altísimo ejemplo, la ilustre señora doña Sara de Meléndez, esposa del Presidente de la República. Reconocía ella su calidad de primera dama del país, y cumplía con noble altruismo los deberes que le imponían a la vez su inagotable caridad y su alta posición social.
Quise ver a Consuelo antes de marchar, y fui al Campo. La obra de sacar los escombros de entre las casas había empezado –por cierto que con una actividad febril– y a lo largo de las calles iban amontonándose ya los montículos de tierra y otros despojos, que a poco habían de dar a la ciudad tan extraño aspecto. Y mientras los dueños de viviendas dirigen la obra de los peones, o hacen de peones ellos mismos, vuelan los comentarios, las historias y las lamentaciones de casa a casa y de calle a calle. Un sentimiento igualitario domina a la gente, y todos nos creemos autorizados para relatar al transeúnte las circunstancias en que escapamos de la muerte, y las angustias y zozobras de aquella larga pesadilla nocturna.
La carpa de Joaquín estaba ya a medio hacer, y a su sombra yacían algunas prendas de dormir, un baúl desenterrado, algunos objetos de cocina y de comedor, una mesa y dos sillas rotas… ¡Era cuanto quedaba de la casa familiar! Consuelo, a semejanza de todas las damas de la ciudad, ordenaba aquellos despojos. Había conseguido café, azúcar, sal, carne, arroz, y preparaba, con sus lindas manos y con ayuda del aya –que ya estaba reunida al grupo– el almuerzo del 8 de junio… Almuerzo inolvidable, que yo compartí lleno de emoción: que me reveló el temple de alma de la mujer salvadoreña, su voluntad de trabajo, su aptitud para todas las faenas nobles de la vida, su fuerza y su serenidad, sus ímpetus para sobreponerse a las catástrofes.
Me entretuve, a mi pesar, porque el peón no aparecía; y cuando, ya de regreso él, me dispuse a marchar, he aquí que llegan los primeros boletines de los diarios locales. La ansiedad por ver noticias impresas era grande, y no hubo quién no comprase una de aquellas hojas. La del Diario del Salvador –mi periódico predilecto– era en extremo corta: lamentaba patéticamente el desastre, y pedía excusas por no dar una edición normal, a causa de los derrumbes en sus talleres… Y yo, que vi después cómo quedaron éstos, sé qué heroísmo fue preciso para lanzar al público aquel breve aviso. Con la rotativa no se podía contar, porque no había fuerza eléctrica; y un motor de gasolina guardado por previsión, estaba entre escombros. Quedaban tres prensas chicas, pero dos de ellas resultaron desniveladas e inútiles; y la que estaba buena tenía encima una pared a medio caer, de modo que el movimiento de los pedales se hacía en extremo peligroso. Pues allí se imprimió el boletín, mientras a los lados se amontonaban los materiales del taller, revueltos en extraña confusión con la tierra de los bahareques.
Más afortunados los otros periódicos, aunque también maltrechos, pudieron imprimir boletines de mayor espacio y con informes y artículos. Primero La Prensa y luego el Diario Latino, fueron a satisfacer la avidez del público. ¿Qué decían? Lo que a todos nos constaba, y algo más: conjeturas, decires, rumores, entre los datos exactos. Ya se achacaba al Jabalí la causa del desastre, cuando luego se ha visto que fue la loma del Pinar la que hizo erupción1.
Pero algo en aquellas hojas reemplazaba la falta de noticias concretas: el espíritu que los redactores infundían en el pueblo. Ni un lamento cobarde, ni un desmayo: que sacásemos fuerzas, que la ciudad renacería, que la actividad y el amor al trabajo iban a levantar una nueva San Salvador, más bella y pujante. Y esto, unido a los actos oficiales de que también se daba cuenta, fue un “¡levántate y anda!” para la metrópoli: le animó el corazón. Bien hayan los periódicos que de tal modo cumplieron con su deber, aún saliendo de en medio de sus propias ruinas.
Me despedí al fin. Por primera vez mis brazos ceñían, con inocente libertad, el talle de la joven que en breve iría a ser la compañera de mi vida. Un vago aroma femenino quedó en mis manos, en mis ropas… Y una ternura que casi insinuaba lágrimas, pero que era a modo de esas nieblas que el sol levanta sobre los campos virginales después de las grandes tormentas, pasaba por mi alma suave y dulcemente.
Era el milagro del otro amor, que me transfiguraba y me infundía fuerzas.
Notas
- Al respecto, véase lo establecido en las notas números 1 y 3 del capítulo II.