- Botero esculturas (1998)
- Salmona (1998)
- El sabor de Colombia (1994)
- Wayuú. Cultura del desierto colombiano (1998)
- Semana Santa en Popayán (1999)
- Cartagena de siempre (1992)
- Palacio de las Garzas (1999)
- Juan Montoya (1998)
- Aves de Colombia. Grabados iluminados del Siglo XVIII (1993)
- Alta Colombia. El esplendor de la montaña (1996)
- Artefactos. Objetos artesanales de Colombia (1992)
- Carros. El automovil en Colombia (1995)
- Espacios Comerciales. Colombia (1994)
- Cerros de Bogotá (2000)
- El Terremoto de San Salvador. Narración de un superviviente (2001)
- Manolo Valdés. La intemporalidad del arte (1999)
- Casa de Hacienda. Arquitectura en el campo colombiano (1997)
- Fiestas. Celebraciones y Ritos de Colombia (1995)
- Costa Rica. Pura Vida (2001)
- Luis Restrepo. Arquitectura (2001)
- Ana Mercedes Hoyos. Palenque (2001)
- La Moneda en Colombia (2001)
- Jardines de Colombia (1996)
- Una jornada en Macondo (1995)
- Retratos (1993)
- Atavíos. Raíces de la moda colombiana (1996)
- La ruta de Humboldt. Colombia - Venezuela (1994)
- Trópico. Visiones de la naturaleza colombiana (1997)
- Herederos de los Incas (1996)
- Casa Moderna. Medio siglo de arquitectura doméstica colombiana (1996)
- Bogotá desde el aire (1994)
- La vida en Colombia (1994)
- Casa Republicana. La bella época en Colombia (1995)
- Selva húmeda de Colombia (1990)
- Richter (1997)
- Por nuestros niños. Programas para su Proteccion y Desarrollo en Colombia (1990)
- Mariposas de Colombia (1991)
- Colombia tierra de flores (1990)
- Los países andinos desde el satélite (1995)
- Deliciosas frutas tropicales (1990)
- Arrecifes del Caribe (1988)
- Casa campesina. Arquitectura vernácula de Colombia (1993)
- Páramos (1988)
- Manglares (1989)
- Señor Ladrillo (1988)
- La última muerte de Wozzeck (2000)
- Historia del Café de Guatemala (2001)
- Casa Guatemalteca (1999)
- Silvia Tcherassi (2002)
- Ana Mercedes Hoyos. Retrospectiva (2002)
- Francisco Mejía Guinand (2002)
- Aves del Llano (1992)
- El año que viene vuelvo (1989)
- Museos de Bogotá (1989)
- El arte de la cocina japonesa (1996)
- Botero Dibujos (1999)
- Colombia Campesina (1989)
- Conflicto amazónico. 1932-1934 (1994)
- Débora Arango. Museo de Arte Moderno de Medellín (1986)
- La Sabana de Bogotá (1988)
- Casas de Embajada en Washington D.C. (2004)
- XVI Bienal colombiana de Arquitectura 1998 (1998)
- Visiones del Siglo XX colombiano. A través de sus protagonistas ya muertos (2003)
- Río Bogotá (1985)
- Jacanamijoy (2003)
- Álvaro Barrera. Arquitectura y Restauración (2003)
- Campos de Golf en Colombia (2003)
- Cartagena de Indias. Visión panorámica desde el aire (2003)
- Guadua. Arquitectura y Diseño (2003)
- Enrique Grau. Homenaje (2003)
- Mauricio Gómez. Con la mano izquierda (2003)
- Ignacio Gómez Jaramillo (2003)
- Tesoros del Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario. 350 años (2003)
- Manos en el arte colombiano (2003)
- Historia de la Fotografía en Colombia. Museo de Arte Moderno de Bogotá (1983)
- Arenas Betancourt. Un realista más allá del tiempo (1986)
- Los Figueroa. Aproximación a su época y a su pintura (1986)
- Andrés de Santa María (1985)
- Ricardo Gómez Campuzano (1987)
- El encanto de Bogotá (1987)
- Manizales de ayer. Album de fotografías (1987)
- Ramírez Villamizar. Museo de Arte Moderno de Bogotá (1984)
- La transformación de Bogotá (1982)
- Las fronteras azules de Colombia (1985)
- Botero en el Museo Nacional de Colombia. Nueva donación 2004 (2004)
- Gonzalo Ariza. Pinturas (1978)
- Grau. El pequeño viaje del Barón Von Humboldt (1977)
- Bogotá Viva (2004)
- Albergues del Libertador en Colombia. Banco de la República (1980)
- El Rey triste (1980)
- Gregorio Vásquez (1985)
- Ciclovías. Bogotá para el ciudadano (1983)
- Negret escultor. Homenaje (2004)
- Mefisto. Alberto Iriarte (2004)
- Suramericana. 60 Años de compromiso con la cultura (2004)
- Rostros de Colombia (1985)
- Flora de Los Andes. Cien especies del Altiplano Cundi-Boyacense (1984)
- Casa de Nariño (1985)
- Periodismo gráfico. Círculo de Periodistas de Bogotá (1984)
- Cien años de arte colombiano. 1886 - 1986 (1985)
- Pedro Nel Gómez (1981)
- Colombia amazónica (1988)
- Palacio de San Carlos (1986)
- Veinte años del Sena en Colombia. 1957-1977 (1978)
- Bogotá. Estructura y principales servicios públicos (1978)
- Colombia Parques Naturales (2006)
- Érase una vez Colombia (2005)
- Colombia 360°. Ciudades y pueblos (2006)
- Bogotá 360°. La ciudad interior (2006)
- Guatemala inédita (2006)
- Casa de Recreo en Colombia (2005)
- Manzur. Homenaje (2005)
- Gerardo Aragón (2009)
- Santiago Cárdenas (2006)
- Omar Rayo. Homenaje (2006)
- Beatriz González (2005)
- Casa de Campo en Colombia (2007)
- Luis Restrepo. construcciones (2007)
- Juan Cárdenas (2007)
- Luis Caballero. Homenaje (2007)
- Fútbol en Colombia (2007)
- Cafés de Colombia (2008)
- Colombia es Color (2008)
- Armando Villegas. Homenaje (2008)
- Manuel Hernández (2008)
- Alicia Viteri. Memoria digital (2009)
- Clemencia Echeverri. Sin respuesta (2009)
- Museo de Arte Moderno de Cartagena de Indias (2009)
- Agua. Riqueza de Colombia (2009)
- Volando Colombia. Paisajes (2009)
- Colombia en flor (2009)
- Medellín 360º. Cordial, Pujante y Bella (2009)
- Arte Internacional. Colección del Banco de la República (2009)
- Hugo Zapata (2009)
- Apalaanchi. Pescadores Wayuu (2009)
- Bogotá vuelo al pasado (2010)
- Grabados Antiguos de la Pontificia Universidad Javeriana. Colección Eduardo Ospina S. J. (2010)
- Orquídeas. Especies de Colombia (2010)
- Apartamentos. Bogotá (2010)
- Luis Caballero. Erótico (2010)
- Luis Fernando Peláez (2010)
- Aves en Colombia (2011)
- Pedro Ruiz (2011)
- El mundo del arte en San Agustín (2011)
- Cundinamarca. Corazón de Colombia (2011)
- El hundimiento de los Partidos Políticos Tradicionales venezolanos: El caso Copei (2014)
- Artistas por la paz (1986)
- Reglamento de uniformes, insignias, condecoraciones y distintivos para el personal de la Policía Nacional (2009)
- Historia de Bogotá. Tomo I - Conquista y Colonia (2007)
- Historia de Bogotá. Tomo II - Siglo XIX (2007)
- Academia Colombiana de Jurisprudencia. 125 Años (2019)
- Duque, su presidencia (2022)
El Terremoto de San SalvadorNarración de un superviviente / V - Del Barrio de San Jacinto al Campo de Marte |
V - Del Barrio de San Jacinto al Campo de Marte
Texto de: Porfirio Barba Jacob
Bajamos otra vez hacia el corazón de la ciudad, a lo largo de la calle del Modelo, y caminamos, siempre por entre ruinas, hasta llegar a los mercados de Candelaria. El de granos yace al descubierto, porque los muros que lo protegían rodaron en los vaivenes sucesivos de la costra terrestre. Un poco más hacia el Norte, la plazuela aparece con su iglesia intacta. Se agrupan allí numerosas gentes de los alrededores. Cada uno de aquellos seres es un espécimen de las clases humildes de San Salvador. Elevan, entre todos, un coro angustioso: es que rezan. Del fondo del templo han sacado la imagen de un santo –otro de esos buenos santos que saben todas las aflicciones humanas, pero que no pueden consolar ninguna– y lo llevan en procesión. Álzanse velas de azulina llama en larga hilera, protegidas por manos piadosas contra el vientecillo cargado de arena y polvo. Y el coro canta la salve, y pasa al credo, y la emprende con el rosario, y acaba en las letanías, para volver a la salve. Un sacerdote lleva la voz. Y nos inspira respeto aquel hombre, que cumple su ministerio consolador en medio de los escombros de la ciudad, como nos los inspiró, en el parque Dueñas, el Ilustrísimo Arzobispo que impartía la absolución a la muchedumbre consternada. ¡Bien hayan los que creen!
Al cruzar el puente de Candelaria, tan macizo, tan fuerte y tan vasto y, sin embargo, agrietado y maltrecho, comprendemos cuál ha sido, en aquella zona, la terribilidad del fenómeno. Pero dejamos atrás la obra semi en ruinas, y vamos a deplorar la tragedia que se desarrolló ahí cerca, en las Cárceles Nacionales. No parecía que los desperfectos del duple edificio fuesen tan grandes: al menos en lo exterior aquello no era alarmante: un muro desnivelado, repellos caídos, tejas fuera de su sitio. Pero lo triste había sido por dentro. Apenas hubo una pared que no sufriera. Los presos, en el paroxismo del terror, chillaban como si alguien hundiese en sus carnes hierros encendidos. Era un alboroto atroz. Especialmente la sección de mujeres daba la impresión de que un diablo, aparecido en medio de ellas, estuviese amenazándolas, con instrumentos infernales.
Sucedió en la cárcel de varones algo horripilante. Un preso se encontraba en una celda a la hora del terremoto. Siente, de súbito, que el suelo cede y que los muros crujen. Ve caer los primeros terrones, y advierte el polvo que llena el estrecho recinto. Escucha los ayes de fuera, los gritos, los tropeles. Quiere huir, y el restricto espacio lo retiene. Vuelve a temblar la tierra, otro pedazo de la débil muralla se abate, otra nube de polvo se alza. Busca, por instinto, el centro de la bartolina: ¡pobre e inútil recurso contra la muerte inevitable! Y he aquí que los muros siguen arruinándose: ya ha caído la parte alta, y la de abajo está saliéndose de sus cimientos. El preso brinca, como un tigre hostigado dentro de su jaula, y se prende a la reja de hierro que servía de puerta, y que estaba cerrada con triple llave. Y allí se encoge cuanto puede para hacerse pequeño, y se alza hasta donde alcanza, y cierra los ojos como para no ver la pesadumbre que va a aplastarlo… Entonces otra porción de pared cae y rebota, y el hombre, ágil y elástico como un gato, se encumbra y salta por encima del roto paredón … ¡Estaba en salvo! Y cuentan los que lo vieron, que iba después como un sonámbulo, con los ojos desmesuradamente abiertos, sin hablar palabra y como si no se diese cuenta de lo que ocurría en torno de él. A poco se quejó de una gran sed, y luego se durmió con sueño profundo. ¡Acababa de nacer de nuevo, y el sueño sigue a todo nacimiento!
Conmovidos aún por el relato de aquella tragedia, continuamos nuestra marcha. Vamos por entre una doble hilera de ruinas. Hay un silencio pavoroso. De cuando en cuando, un sacudimiento de la superficie que nos soporta, hace levantar el clamor de las muchedumbres, que llega confuso hasta nuestros oídos. Después, sólo el aullar de los perros, de todos los innumerables perros de San Salvador, que andan perdidos, ululando por entre los escombros de las casas de sus dueños.
Cuando pasamos frente a las oficinas del Diario del Salvador me detengo a ver el estrago en que se encuentran: No es tanto, si sólo se mira la parte externa. Un día después, el triste aspecto del edificio en su parte interna me había de revelar la magnitud de los daños: paredes enteras caídas, chibaletes boca abajo, enormes pasteles de anuncios, prensas fuera de su sitio, rollos de papel en la bodega, que importaban más de tres mil pesos, enteramente al descubierto y a punto de perderse con la lluvia que no iba a tardar. Creíamos, entonces, que el antiguo y glorioso periódico no volvería a publicarse. ¡Ah! ¡Pero qué admirable poder de supervivencia el de estos organismos adultos cuyo existir es ya una necesidad para el pueblo!
El Montepío de Las 3 Bolas y el taller mecánico que está al frente, mostraban la miseria a que los dejara reducidos el terremoto. Así mismo veíamos, al avanzar, casi todas las casas de aquel rumbo. Muchas de ellas estaban en pie: se hubiera dicho que no fue grande su pérdida; pero por dentro era un desastre cabal, con sus muebles aterrados, sus paredes divisorias caídas, sus hacinamientos de escombros ocupando lo que fue la sala, la alcoba, el comedor, la despensa… ¡Ni una intacta!
Andando por la 4ª Calle Poniente llegamos al Hospicio1. La parte baja, que era de bahareque, estaba muy dañada. La alta, de hierro y lámina, no había sufrido nada. En aquel sitio habían puesto a los hospicianos, y las Hermanas de la Caridad los cuidaban con la abnegación de que dieron ejemplo en el hospital con los míseros enfermos. Representaban las santas mujeres en la serenidad inconmovible que fía en Dios, y sus palabras llenas de fe caían como un lenitivo en las almas aterrorizadas de los huérfanos.
Al pasar por la plazuela del Calvario encontramos, perdido al acaso entre la multitud, a un hombre del pueblo, anda en busca de alguien que le ayude a desenterrar a un amigo a quien el terremoto sepultó entre ruinas. ¿Cómo? La víctima predestinada, que era un mozo entero y fuerte, sintió el primer temblor y no se movió del sitio que ocupaba; mas de pronto oye traquear algo ahí cerca y entonces se levanta y echa a correr. La casa en que antes estaba no cae; pero un tapial de la calle, por donde él pasa en veloz huida, se desploma en aquel preciso instante, y quien iba en busca de seguridad encuentra la muerte. Ahí quedó con las clavículas rotas, los brazos prisioneros y un gran peso en el pecho. El polvo le acabó de ahogar. Ahora, gentes caritativas atienden al llamamiento que les hace el solícito amigo del difunto, y van a ayudar en la obra de desenterrarlo.
Cuando nos ponemos de nuevo en camino, hacia la estación del Ferrocarril de Santa Tecla2, noto que en la plazuela hay ya una incipiente tranquilidad: los temblores, que se suceden cada diez minutos, no son tan intensos. El afán de erigir carpas donde pasar la noche se advierte por dondequiera; y, aunque no se oye hablar sino de la gran catástrofe, las palabras no son ya tan temblorosas ni angustiadas.
La estación había resultado ilesa: siendo de madera y lámina, pudo sostenerse. Actualmente la invaden fugitivos sin hogar, y en torno de ella empieza la organización de una extraña vida, la vida provisoria, desarreglada, llena de confusión y barahúnda, que sigue a estas catástrofes. En fin, ya se habla de vivir; ya el espíritu del pueblo, no bien pasada la congoja mortal, comienza a reaccionar poco a poco, aún en medio de la vasta ruina que lo circunda.
Íbamos a doblar por la 15ª Avenida, cuando apareció ante nosotros la figura de un hombre largo, enjuto y desgarbado, y creí reconocer en él a un pobre amigo mío a quien reciente duelo –la muerte de su esposa– tenía en violenta tensión de los nervios y como un poco fuera de sí. Era él, en efecto. Con la tenacidad de los seres atormentados por una idea fija, rondaba todas las noches el cementerio, cual si quisiera comunicarse de cerca con la mujer amada que la muerte le arrebató en plena juventud. Supe entonces que a la hora del primer temblor, el excéntrico personaje regresaba ya de su visita diaria al camposanto. Sorprendióle la violencia del fenómeno, y le inmovilizó por unos instantes; luego, ya un poco repuesto, quiso ir a cerciorarse por sí mismo de que los despojos de su compañera no habían sido puestos a flor de tierra por las iras del terremoto. Y allá fue. Y rondando en torno de la necrópolis pasó largos minutos, hasta que, cuando ya se disponía a saltar el muro de la verja, verja y muro vinieron al suelo al ímpetu de las sacudidas. Entonces, libre de valla, penetra en la ciudad de los muertos.
Y lo primero que ven sus ojos es el suntuoso mausoleo de Morazán, que cruje en furiosos vaivenes. El busto del insigne patricio centroamericano cae de su pedestal, se desnivela y amenaza quedar trocado en montón informe de piedras. Más adelante, el extraño rondador ve el monumento del mariscal González caer en ruinas3. En otro sitio salta una plancha alegórica, o se agrieta un muro, o se rinde un ángel funerario, o se despedaza una corona de yeso… Todo el mármol, todo el jaspe, todo el bronce, todo el oro, todos los símbolos danzan en aquella hora en que no hay misericordia ni aun para los muertos ilustres. Las ramas de los árboles producen un ruido sordo: diríase que los difuntos, al incorporarse para venir a juicio, rasgan sus vestiduras de raso y lino y las dejan en los sarcófagos que los albergaban… Y hay un instante en que, ya en escombros los monumentos y agrietados los nichos y removida en partes la superficie de la tierra, parece que el pueblo inánime va a cobrar vida y a erguirse en medio de la oscuridad… El resplandor de la erupción lejana y el retumbo sordo y prolongado dan a la noche apariencias apocalípticas…
Extraña y solemne debió de aparecer a tales horas la figura de un ser vivo en medio de una ciudad muerta, entre las estatuas yacentes que caían, y las lápidas que saltaban de su sitio, y los cipreses que se inclinaban como a impulsos de un huracán de ultramundo… Y quizá el hombre, alucinado momentáneamente por la visión terrible, corrió hacia el pedazo de suelo que guardaba los restos de su amada, creyendo acaso en que ésta iba a recobrar junto con la vida, las formas de belleza que hicieron de ella en el mundo un vaso predilecto del amor… ¡Ah!, pero nada, ni aun la catástrofe pavorosa tiene poderío para turbar el sosiego de la muerte. Y los moradores de la ciudad del silencio seguían mudos y quietos, insensibles –en medio del reposo eterno–, a las tragedias superficiales y pasajeras de la vida.
Por los datos que pudimos recoger de labios del extraño testigo, supe que sufrieron bastante el mausoleo de la familia Canessa, que era una verdadera obra de arte; el del benemérito general Menéndez, ex presidente de la República, y el del coronel Eligio Ezeta, padre de los generales del mismo nombre que mandaron en El Salvador de 1890 a 18944. Innumerables cruces, bustos de personas y figuras simbólicas quedaron por tierra.
Pequeños desniveles, rajaduras y otros daños de poca importancia, se veían ya aquella noche en el mausoleo del ex presidente Capitán General Gerardo Barrios, quien estableció en definitiva la capital de la República en San Salvador, afirmando así el propósito de no ceder este pedazo de suelo a la ira de los temblores; en los monumentos de los poetas Juan Ramón Molina, Antonio Najarro, Antonio Guevara Valdés y Miguel Plácido Peña; en el del célebre tribuno Álvaro Contreras; en el del general y doctor Luis Alonso Barahona, y en otros varios de hombres ilustres que duermen por siempre en el regazo de la patria salvadoreña5.
Dejamos al hombre espectral y seguimos hacia el Campo de Marte, zigzagueando para ver casas arruinadas. Realmente, ya en la parte central de la ciudad resultaba menos grande el estrago. Muchas residencias estaban a punto de caer; algunas se sostenían en pie, con desperfectos de consideración, pero susceptibles de ser reparadas. Los edificios de cemento puro, los de lámina y zinc y los de bahareque recién construidos, conservaban su integridad, salvo en ornamentos y repellos y en una que otra pared divisoria tumbada. Mas algunos pasos después de una construcción victoriosa, surgían lamentables ruinas. Así la gran fábrica de telas de Sagrera, que quedó al descubierto, mostrando su costosa maquinaria. Así el suntuoso chalet de la Señora Elena viuda de Serrano, que pasaba por ser uno de los mejores de la capital y que fue destruido por completo. Así la casa del doctor Carlos Barahona, en la que apenas quedó un ladrillo sobre otro. Decíase entonces que allí, bajo el informe montón de escombros que no tenían trazas de haber sido alguna vez vivienda humana, yacían los restos de una pobre sirvienta apachurrada: el dato resultó mentiroso.
Entre las residencias de lujo de aquel barrio descollaba la de don Román Mayorga Rivas, Director del Diario del Salvador6. Llamábase Villa Granada, en recuerdo de la ilustre ciudad nicaragüense. Había acumulado su dueño en ella, a través de largos años, los más preciosos objetos del arte suntuario: estatuillas, sedas, porcelanas, platas labradas, cuadros, libros… Y ahora todo yacía bajo escombros. El comedor, que era un poema de buen gusto, delataba el estrago por la separación de las paredes, arrancadas de sus cimientos. De las columnatas que se mostraban al entrar, una veíase en el suelo, hecha añicos, y otra enseñaba horribles grietas. Los muros posteriores habían rodado. Y aun el gran terraplén en que la residencia se asentaba orgullosa, aparecía agrietada y fuera de nivel.
Eran las cuatro de la mañana cuando llegamos al Campo de Marte7. No sólo el antiguo sitio destinado a los deportes, sino todos los lindos prados de césped que rodean la ciudad por aquel rumbo, negreaban ahora por la muchedumbre. Y no era ésta, como en las plazuelas que acabábamos de visitar, ni como en San Jacinto, ni como en la Estación de Santa Tecla, una aglomeración de gentes humildes: antes bien, se trataba casi exclusivamente de la aristocracia de San Salvador, de las familias de más ilustre alcurnia, de más firme orgullo, de más rica heredad. Los cuellos dejaban ver collares de perlas en sartas prodigiosas; las manos aparecían consteladas de gemas que resplandecían al copiar las reverberaciones del monstruo de ultramonte: tal esmeralda, tal rubí, tal zafiro… Y nunca he comprendido, como entonces, la dolorosa analogía que hay entre un diamante y una lágrima.
Y toda aquella doliente humanidad producía una sensación de cansancio, de fatiga moral y muscular. En las sillas que había sido posible hurtarle al hogar destruido, en tal cual ladrillo roto, en el suelo mismo, cubierto de arena volcánica y húmedo por la llovizna suscitada por la erupción, yacían en grupos silenciosos, lúgubres y descaecidos, las míseras familias. Algunas madres arrullaban a sus criaturas dándoles amparo en el regazo, y los pequeñuelos dormían, extenuados por el largo insomnio anterior. Otros, en quienes apenas despuntaba la razón, miraban en torno con ojos profundos, cual si quisieran interrogarnos acerca de aquella vigilia de llantos, de quejas y de preces…
En uno que otro grupo había conversaciones opacas, como a la sordina: en los de más allá, rezos para aplacar la ira de lo alto. El Acordaos de San Bernardo, el Magníficat, el Exorcismo de San Jerónimo, alternaban con el Credo y el Padre Nuestro y la Salve… Nunca esta oración fue más propia de las circunstancias: verdaderamente, los desterrados hijos de Eva suspiraban a la Madre de Dios, gimiendo y llorando en un valle de lágrimas.
Los hombres, quizás realizando un esfuerzo heroico, habían traído de entre las casas algunos colchones y algunas mantas. Otros improvisaban con sábanas y alfombras que libraron de la ruina común, tiendas donde sus familiares pudiesen reposar. Pero el horror nocturno se prolongaba aún, y a cada nueva sacudida de la tierra, las damas poníanse a correr de un grupo a otro, como si temiesen a la misma levedad de las telas que les prestaban amparo. De vez en vez se oía el ruido de un muro que daba en tierra, o de vidrios que se rompían; y estos rumores, junto con el profundo rimbombo del volcán en cólera, ondulaban en la atmósfera como una continuación del clamor de angustia que salía de los pechos humanos.
Joaquín había sabido ya que Consuelo estaba por ahí, en alguno de los corros de señoras, e iba buscándola de sitio en sitio. No tardó en hallarla. Y los dos jóvenes, sin decir ni una palabra, porque las lágrimas no lo permitían, se echaron el uno en los brazos del otro. Yo, respetuoso de aquella efusión del cariño fraterno, me retiré un tanto. Los hermanitos de Consuelo se prendieron a mis piernas y me arrastraron –cediendo a un impulso largo tiempo dormido en sus corazones de inocencia– hasta donde estaba la joven. Yo le tendí la mano, y ella la estrechó en silencio, mientras sus ojos llorosos parecían animarse con un destello de esperanza. Pero entonces, como para amargar aquella gota de felicidad que me deparaba el Destino, una interrogación formidable me hizo estremecer, y en el fondo de mi pecho se ahogó este lamento: ¡Madre mía! ¡Madre mía!
Nos sentamos en el césped y guardamos doloroso silencio por algún tiempo. Consuelo se atrevió a preguntarnos cómo habíamos pasado la noche en el hospital. Joaquín le dijo, por último, que su casa estaba en ruinas, y que apenas sería posible sacar, de debajo de los escombros, las pocas cosas que no hubiese roto la ira de los temblores. Consuelo no pareció inmutarse por las pérdidas materiales: una sola cosa le preocupaba, y era saber la suerte que hubiese corrido la pobre vieja, el aya, de quien no tenía noticia. Le dijimos, para tranquilizarla, que la habíamos dejado a salvo en el Parque Dueñas, rezando en los coros que encabezaba el Ilustrísimo Señor Arzobispo. Y ella creyó la piadosa mentira.
La vecindad de la aurora iba dando ánimos: a todos, aun a los hombres, nos parecía que al irse la tiniebla de la noche se iba el peligro, y que cualquiera que fuese la situación después de amanecer, seríamos capaces de afrontarla. Por otra parte, nos consolaba ver gendarmes y soldados que recorrían el Campo de un lugar a otro: eran las patrullas que enviaba la autoridad a garantizar el orden contra ladrones y pícaros de todo género. Y aplaudíamos aquel celo, aquella prontitud y aquella eficacia del Gobierno, que así cumplía con sus altos deberes en la hora suprema.
El cielo se iba aclarando, aclarando: borrábanse las estrellas, y a la triste claridad de sus fanales sucedía una claridad más viva. Las personas y las cosas recobraban sus contornos, y en breve pudimos contemplar ya las aristas lejanas, y ver los edificios arruinados, o vencidos, o apenas estrujados por la furia plutónica. Y nos incorporamos sonriendo, como si despertásemos de la horrenda pesadilla de diez horas.
Definitivamente, las leyes del mundo no se habían trastornado: la sucesión del día y la noche era aún una realidad. Y bendijimos a Dios desde el fondo de nuestros corazones, y sentimos impulsos de volver a la acción, al trabajo ordenador y fecundo. Pero… ¿ a dónde ir? Nadie tenía casa: nadie sabía el rumbo que iba a tomar: lo que horas antes fue San Salvador, era en aquellos momentos –ante los ojos del pesimismo común– hacinamiento informe de escombros, sucesión lamentable de ruinas y, cuando menos, difícil equilibrio de paredes que amenazaban aplastarnos.
Notas
- Actual Mercado Municipal Sagrado Corazón.
- Ahora parte del Mercado Central de San Salvador, la estación y el servicio de ferrocarril eran propiedad de los señores Trigueros y Dueñas. Desde 1894, sus máquinas y vagones comunicaban a la ciudad capital con la vecina Nueva San Salvador, ciudad erigida a partir del 25 de diciembre de 1854 en los terrenos de la Hacienda Santa Tecla, al poniente de la San Salvador devastada por el terremoto del Domingo de Resurrección del 16 de abril de 1854. Esta empresa de ferrocarriles a combustión interna sustituyó a la compañía de tranvías de tracción animal, fundada en 1874 y dirigida por Encarnación Mejía.
- El autor se refiere a los monumentos mortuorios dedicados a los ex presidentes de El Salvador, general Francisco Morazán (1792-1842) y mariscal de campo Santiago González. Estos mausoleos y muchos otros trabajos más, elaborados con finos mármoles, sólo fueron posibles gracias a la gestión edilicia del médico Rafael Pino Núñez (1820-1864), quien impulsó la reforma del camposanto local. Esta obra de actualización fue realizada por los instrumentos del hábil albañil Saturnino Madrid, inaugurada el 26 de agosto de 1849 y dañada por los terremotos del 16 de abril de 1854, 19 de marzo de 1873 y 7 de junio de 1917.
- Se refiere a los generales Carlos y Antonio Ezeta, hombres de confianza del Presidente francisco Menéndez, a quien derrocaron en la noche del 22 de junio de 1890, tras encabezar un sangriento asalto a Casa Blanca o Palacio del Ejecutivo, situado en la esquina sureste de la Plaza de Armas (ahora Parque Libertad). Un grupo de soldados profesionales y civiles colaboradores, llamados “los 44”, inició acciones desde Guatemala y, a partir de las dos de la madrugada del 29 de abril de 1894, tomó por asalto el cuartel de Santa Ana, en el inicio de la sangrienta revolución para derrocar a los Ezeta de la Presidencia y Vicepresidencia del país. La situación de ingobernabilidad e incertidumbre militar obligó a éstos a marcharse al destierro, el 4 de junio de 1894, desde el puerto de La Libertad. Junto con ellos partieron cantidades de barras de oro y millones de colones del erario nacional, fortuna que terminó en la compra de una casa en Madrid, en las noches de bohemia de París y en las ruletas de Montecarlo. Luego de un breve encarcelamiento en San Francisco (California), del que pronto fue puesto en libertad, debido a que no fue posible efectuar su extradición a El Salvador, el otrora vicepresidente golpista concluyó sus días terrenos en 1895, en la ciudad de Panamá, donde sus restos reposan en el Cementerio Chino. Por su parte, su hermano Carlos logró llegar al México prerrevolucionario de Porfirio Díaz y establecerse en Mazatlán, donde dormía en los vagones abandonados del ferrocarril. Este contacto directo con ratas y otros bichos le causó la peste bubónica, según testimonio del investigador y doctor salvadoreño Rafael González Sol. El 21 de marzo de 1903 entregó cuentas de su existencia en los salones de un hospital de caridad de dicha localidad.
- En esa enumeración de escritores e intelectuales fallecidos y sepultados en la Sección de los Ilustres del Cementerio General de San Salvador, menciona al vate hondureño Juan Ramón Molina, al médico y aeda salvadoreño Antonio Najarro (1850-1890) y al crítico literario, poeta y periodista nacional, Antonio Guevara Valdés (1845-1882). El orador y periodista hondureño Álvaro Contreras (Cedros, 1839-San Salvador, 1882) era un notable varón que, por hacer críticas públicas al gobierno zaldivarista, fue torturado y asesinado en las cárceles principales de la capital salvadoreña. El adolescente Rubén Darío participó en sus exequias, en las que no faltaron opositores del régimen, en solidaridad con la viuda de Contreras, la dama costarricense Manuela Cañas, y con sus hijas Julia y Rafaela Salvadora (1869-1893, futura primera esposa de Darío, con quien contrajo matrimonio en San Salvador, el 22 de junio de 1890). Su viuda recibió, durante el gobierno menendista, una pensión anual de 600 pesos, la segunda más alta del país, sólo antecedida por la de 1.200 pesos que se entregaba a Adela Guzmán, quien fuera esposa del general y exmandatario Gerardo Barrios. Por su parte, el escritor, periodista y abogado infieri Miguel Plácido Peña vino al mundo en la localidad de Chalatenango (El Salvador), el 5 de octubre de 1862 y murió en San Salvador, el 26 de octubre de 1896. Se trasladó a la ciudad capital en diciembre de 1886 para realizar sus estudios superiores. En su breve existencia, fue electo diputado por el departamento de San Salvador para la Asamblea Nacional de 1893, cuerpo gubernamental en que también se desempeñó como primer secretario. Además, escribió el poemario Inspiraciones (San Salvador, Imprenta La Concordia, 1884), una Economía doméstica (San Salvador, Tipografía La Luz, 1892), la letra de un Himno a Bolívar (1892, con música del maestro Rafael Olmedo) y muchas composiciones poéticas. Redactor del periódico El fígaro (Chalatenango, 1891), varios de sus trabajos fueron publicados en El eco nacional (San Salvador, 1891-1894), El pueblo (San Salvador, 1890-1981) y Centro América (Santa Ana, 1890-4), los tres periódicos defensores del régimen ezetista, durante el cual fungió como oficial mayor del Ministerio de Hacienda, por acuerdo ejecutivo del 29 de septiembre de 1890. Otros textos suyos fueron publicados en la revista La España moderna (Madrid, mayo y noviembre de 1891) y en El diario del hogar (México, 1892). En homenaje a su memoria, una calle de su localidad natal ostenta su nombre.
- Román Mayorga Rivas nació en León (Nicaragua) en 1862 y murió en San Salvador, el 28 de diciembre de 1925, tras una larga carrera como funcionario público, periodista y hombre de letras. Llegado al país a los doce años de edad para estudiar en San Salvador en el colegio dirigido por los mentores Hildebrando Martí y Anselmo Valdés, el joven Mayorga Rivas fue fundador de los periódicos El cometa (1876), Diario del Cometa (1878, con el ecuatoriano Federico Proaño y el salvadoreño Francisco Castañeda), El estudiante (con los doctores Gregorio Meléndez y Pedro Arévalo Mora) y se desempeñó como subsecretario de la recién establecida Dirección Nacional de Estadística. Para la literatura salvadoreña de todos los tiempos, el joven Mayorga Rivas es una de sus figuras más importantes, ya que reunió los tres tomos de su monumental obra antológica Guirnalda salvadoreña (1884-1886), donde compiló datos biográficos y poemas de los y las poetas nacionales del siglo XIX. Gracias a un acuerdo ejecutivo del 27 de agosto de 1881, la obra fue editada originalmente por la Imprenta Nacional, cuando ésta pertenecía al médico italiano Francesco Sagrini. De ese tiraje, la Dirección de Publicaciones del Ministerio de Educación hizo una reedición facsimilar en 1977. Fundador del diario de gran formato El independiente (Managua, 1884-1886), fungió como secretario de la Legación de Nicaragua en Washington D. C. (1886-1893), lo que le permitió estrechar relaciones intelectuales en Boston y New York, ciudad esta en la que laboró como co-redactor de La revista ilustrada (1890), importante medio literario hispanoamericano dirigido por el venezolano Nicanor Bolet Peraza. Amigo de juventud de Rubén Darío y José Martí, Mayorga Rivas retornó a su tierra natal, donde trabajó como subsecretario de Relaciones Exteriores e Instrucción Pública. De vuelta en suelo salvadoreño, se constituyó en uno de los mayores impulsores del periodismo nacional al fundar uno de los periódicos más importantes de Centroamérica y el más moderno en su época: el Diario del Salvador. Este periódico salió por primera vez el lunes 22 de julio de 1895. Su director importó a El Salvador la primera prensa Duplex (1912) y los linotipos iniciales, técnicas con las que revolucionó la industria gráfica de su tiempo. Gracias a cables y corresponsales, fue dando cuenta pormenorizada del desarrollo de la Primera Guerra Mundial (1914-1918) y de las acciones bélicas que tenían lugar en Europa en esos años. Supo reunir como colaboradores del Diario del Salvador a los hombres de mayor prestigio del país y del extranjero: Francisco Gavidia, Carlos Bonilla, Calixto Velado, Rubén Darío, Francisco Herrera Velado, Manuel Álvarez Magaña, David J. Guzmán, Alberto Masferrer, José María Peralta Lagos, Ricardo Arenales (como firmaba entonces el poeta colombiano Porfirio Barba Jacob) y muchos otros. Ningún periódico ejerció sobre el público, en su desarrollo cultural, la influencia que ejerció este periódico en los primeros años del siglo XX en El Salvador. Creó además el Repertorio, la Revista universal y el Suplemento literario del mismo rotativo, en cuyas emisiones quincenales y mensuales se dieron a conocer las obras de los principales autores nacionales de fines del siglo XIX y principios del XX. Estas publicaciones salieron a la luz en agosto de 1904, en 1910 y 1915, y su editor era Samuel C. Dawson, propietario de la imprenta La República. Estas revistas fueron unas de las mejor informadas y de las que leía la gente culta de su época. La empresa Diario del Salvador cerró sus puertas para siempre el viernes 9 de febrero de 1934. Como literato, Mayorga Rivas colaboró con poemas y artículos en otros medios de difusión del pensamiento, tales como El recreo –primer periódico ilustrado nacional (1879)–, La opinión pública, La nación, El pueblo, El ciudadano, La juventud, Repertorio salvadoreño, Minerva y Apolo, Centro América intelectual, La quincena (1903-1908) –revista de la que fue redactor– y Actualidades (1915). Dominó perfectamente el inglés y el francés, habiendo realizado excelentes traducciones literarias de ambas lenguas, como el poema “La esfinge”, del poeta irlandés Oscar Wilde. Entre sus obras figura el libro Viejo y nuevo, publicado en 1915, donde recoge sus versos y sus traducciones de poemas ajenos.
- Durante las festividades del cuarto centenario de la llegada de los ibéricos a tierras americanas, el 12 de octubre de 1892 fue inaugurado el Campo de Marte de San Salvador, importante sitio de recreación y esparcimiento construido por el gobierno español y el general suicida José Ruiz Cantero, a un costo de 125 mil pesos. Desde el 29 de noviembre de 1903 fue designado como Hipódromo Nacional y era utilizado para deportes varios –allí se entrenaba el Sport Club que jugó el primer partido de fútbol de El Salvador, contra su similar de la ciudad occidental de Santa Ana, el 28 de julio de 1899–, carreras de caballos, carros y motocicletas, paradas militares, desfiles estudiantiles y para el aterrizaje y despegue de aviones monomotores y la ejecución de acrobacias aéreas. Después de septiembre de 1924, el Campo de Marte fue conocido como Estadium Nacional. Denominado Parque Infantil de Diversiones desde septiembre de 1956, a finales de la década de los 70 del siglo XX fue escindido para dar paso a la construcción del Palacio de los Deportes y otras dependencias de gobierno.
El Terremoto de San Salvador |
#AmorPorColombia
El Terremoto de San Salvador Narración de un superviviente / V - Del Barrio de San Jacinto al Campo de Marte
V - Del Barrio de San Jacinto al Campo de Marte
Texto de: Porfirio Barba Jacob
Bajamos otra vez hacia el corazón de la ciudad, a lo largo de la calle del Modelo, y caminamos, siempre por entre ruinas, hasta llegar a los mercados de Candelaria. El de granos yace al descubierto, porque los muros que lo protegían rodaron en los vaivenes sucesivos de la costra terrestre. Un poco más hacia el Norte, la plazuela aparece con su iglesia intacta. Se agrupan allí numerosas gentes de los alrededores. Cada uno de aquellos seres es un espécimen de las clases humildes de San Salvador. Elevan, entre todos, un coro angustioso: es que rezan. Del fondo del templo han sacado la imagen de un santo –otro de esos buenos santos que saben todas las aflicciones humanas, pero que no pueden consolar ninguna– y lo llevan en procesión. Álzanse velas de azulina llama en larga hilera, protegidas por manos piadosas contra el vientecillo cargado de arena y polvo. Y el coro canta la salve, y pasa al credo, y la emprende con el rosario, y acaba en las letanías, para volver a la salve. Un sacerdote lleva la voz. Y nos inspira respeto aquel hombre, que cumple su ministerio consolador en medio de los escombros de la ciudad, como nos los inspiró, en el parque Dueñas, el Ilustrísimo Arzobispo que impartía la absolución a la muchedumbre consternada. ¡Bien hayan los que creen!
Al cruzar el puente de Candelaria, tan macizo, tan fuerte y tan vasto y, sin embargo, agrietado y maltrecho, comprendemos cuál ha sido, en aquella zona, la terribilidad del fenómeno. Pero dejamos atrás la obra semi en ruinas, y vamos a deplorar la tragedia que se desarrolló ahí cerca, en las Cárceles Nacionales. No parecía que los desperfectos del duple edificio fuesen tan grandes: al menos en lo exterior aquello no era alarmante: un muro desnivelado, repellos caídos, tejas fuera de su sitio. Pero lo triste había sido por dentro. Apenas hubo una pared que no sufriera. Los presos, en el paroxismo del terror, chillaban como si alguien hundiese en sus carnes hierros encendidos. Era un alboroto atroz. Especialmente la sección de mujeres daba la impresión de que un diablo, aparecido en medio de ellas, estuviese amenazándolas, con instrumentos infernales.
Sucedió en la cárcel de varones algo horripilante. Un preso se encontraba en una celda a la hora del terremoto. Siente, de súbito, que el suelo cede y que los muros crujen. Ve caer los primeros terrones, y advierte el polvo que llena el estrecho recinto. Escucha los ayes de fuera, los gritos, los tropeles. Quiere huir, y el restricto espacio lo retiene. Vuelve a temblar la tierra, otro pedazo de la débil muralla se abate, otra nube de polvo se alza. Busca, por instinto, el centro de la bartolina: ¡pobre e inútil recurso contra la muerte inevitable! Y he aquí que los muros siguen arruinándose: ya ha caído la parte alta, y la de abajo está saliéndose de sus cimientos. El preso brinca, como un tigre hostigado dentro de su jaula, y se prende a la reja de hierro que servía de puerta, y que estaba cerrada con triple llave. Y allí se encoge cuanto puede para hacerse pequeño, y se alza hasta donde alcanza, y cierra los ojos como para no ver la pesadumbre que va a aplastarlo… Entonces otra porción de pared cae y rebota, y el hombre, ágil y elástico como un gato, se encumbra y salta por encima del roto paredón … ¡Estaba en salvo! Y cuentan los que lo vieron, que iba después como un sonámbulo, con los ojos desmesuradamente abiertos, sin hablar palabra y como si no se diese cuenta de lo que ocurría en torno de él. A poco se quejó de una gran sed, y luego se durmió con sueño profundo. ¡Acababa de nacer de nuevo, y el sueño sigue a todo nacimiento!
Conmovidos aún por el relato de aquella tragedia, continuamos nuestra marcha. Vamos por entre una doble hilera de ruinas. Hay un silencio pavoroso. De cuando en cuando, un sacudimiento de la superficie que nos soporta, hace levantar el clamor de las muchedumbres, que llega confuso hasta nuestros oídos. Después, sólo el aullar de los perros, de todos los innumerables perros de San Salvador, que andan perdidos, ululando por entre los escombros de las casas de sus dueños.
Cuando pasamos frente a las oficinas del Diario del Salvador me detengo a ver el estrago en que se encuentran: No es tanto, si sólo se mira la parte externa. Un día después, el triste aspecto del edificio en su parte interna me había de revelar la magnitud de los daños: paredes enteras caídas, chibaletes boca abajo, enormes pasteles de anuncios, prensas fuera de su sitio, rollos de papel en la bodega, que importaban más de tres mil pesos, enteramente al descubierto y a punto de perderse con la lluvia que no iba a tardar. Creíamos, entonces, que el antiguo y glorioso periódico no volvería a publicarse. ¡Ah! ¡Pero qué admirable poder de supervivencia el de estos organismos adultos cuyo existir es ya una necesidad para el pueblo!
El Montepío de Las 3 Bolas y el taller mecánico que está al frente, mostraban la miseria a que los dejara reducidos el terremoto. Así mismo veíamos, al avanzar, casi todas las casas de aquel rumbo. Muchas de ellas estaban en pie: se hubiera dicho que no fue grande su pérdida; pero por dentro era un desastre cabal, con sus muebles aterrados, sus paredes divisorias caídas, sus hacinamientos de escombros ocupando lo que fue la sala, la alcoba, el comedor, la despensa… ¡Ni una intacta!
Andando por la 4ª Calle Poniente llegamos al Hospicio1. La parte baja, que era de bahareque, estaba muy dañada. La alta, de hierro y lámina, no había sufrido nada. En aquel sitio habían puesto a los hospicianos, y las Hermanas de la Caridad los cuidaban con la abnegación de que dieron ejemplo en el hospital con los míseros enfermos. Representaban las santas mujeres en la serenidad inconmovible que fía en Dios, y sus palabras llenas de fe caían como un lenitivo en las almas aterrorizadas de los huérfanos.
Al pasar por la plazuela del Calvario encontramos, perdido al acaso entre la multitud, a un hombre del pueblo, anda en busca de alguien que le ayude a desenterrar a un amigo a quien el terremoto sepultó entre ruinas. ¿Cómo? La víctima predestinada, que era un mozo entero y fuerte, sintió el primer temblor y no se movió del sitio que ocupaba; mas de pronto oye traquear algo ahí cerca y entonces se levanta y echa a correr. La casa en que antes estaba no cae; pero un tapial de la calle, por donde él pasa en veloz huida, se desploma en aquel preciso instante, y quien iba en busca de seguridad encuentra la muerte. Ahí quedó con las clavículas rotas, los brazos prisioneros y un gran peso en el pecho. El polvo le acabó de ahogar. Ahora, gentes caritativas atienden al llamamiento que les hace el solícito amigo del difunto, y van a ayudar en la obra de desenterrarlo.
Cuando nos ponemos de nuevo en camino, hacia la estación del Ferrocarril de Santa Tecla2, noto que en la plazuela hay ya una incipiente tranquilidad: los temblores, que se suceden cada diez minutos, no son tan intensos. El afán de erigir carpas donde pasar la noche se advierte por dondequiera; y, aunque no se oye hablar sino de la gran catástrofe, las palabras no son ya tan temblorosas ni angustiadas.
La estación había resultado ilesa: siendo de madera y lámina, pudo sostenerse. Actualmente la invaden fugitivos sin hogar, y en torno de ella empieza la organización de una extraña vida, la vida provisoria, desarreglada, llena de confusión y barahúnda, que sigue a estas catástrofes. En fin, ya se habla de vivir; ya el espíritu del pueblo, no bien pasada la congoja mortal, comienza a reaccionar poco a poco, aún en medio de la vasta ruina que lo circunda.
Íbamos a doblar por la 15ª Avenida, cuando apareció ante nosotros la figura de un hombre largo, enjuto y desgarbado, y creí reconocer en él a un pobre amigo mío a quien reciente duelo –la muerte de su esposa– tenía en violenta tensión de los nervios y como un poco fuera de sí. Era él, en efecto. Con la tenacidad de los seres atormentados por una idea fija, rondaba todas las noches el cementerio, cual si quisiera comunicarse de cerca con la mujer amada que la muerte le arrebató en plena juventud. Supe entonces que a la hora del primer temblor, el excéntrico personaje regresaba ya de su visita diaria al camposanto. Sorprendióle la violencia del fenómeno, y le inmovilizó por unos instantes; luego, ya un poco repuesto, quiso ir a cerciorarse por sí mismo de que los despojos de su compañera no habían sido puestos a flor de tierra por las iras del terremoto. Y allá fue. Y rondando en torno de la necrópolis pasó largos minutos, hasta que, cuando ya se disponía a saltar el muro de la verja, verja y muro vinieron al suelo al ímpetu de las sacudidas. Entonces, libre de valla, penetra en la ciudad de los muertos.
Y lo primero que ven sus ojos es el suntuoso mausoleo de Morazán, que cruje en furiosos vaivenes. El busto del insigne patricio centroamericano cae de su pedestal, se desnivela y amenaza quedar trocado en montón informe de piedras. Más adelante, el extraño rondador ve el monumento del mariscal González caer en ruinas3. En otro sitio salta una plancha alegórica, o se agrieta un muro, o se rinde un ángel funerario, o se despedaza una corona de yeso… Todo el mármol, todo el jaspe, todo el bronce, todo el oro, todos los símbolos danzan en aquella hora en que no hay misericordia ni aun para los muertos ilustres. Las ramas de los árboles producen un ruido sordo: diríase que los difuntos, al incorporarse para venir a juicio, rasgan sus vestiduras de raso y lino y las dejan en los sarcófagos que los albergaban… Y hay un instante en que, ya en escombros los monumentos y agrietados los nichos y removida en partes la superficie de la tierra, parece que el pueblo inánime va a cobrar vida y a erguirse en medio de la oscuridad… El resplandor de la erupción lejana y el retumbo sordo y prolongado dan a la noche apariencias apocalípticas…
Extraña y solemne debió de aparecer a tales horas la figura de un ser vivo en medio de una ciudad muerta, entre las estatuas yacentes que caían, y las lápidas que saltaban de su sitio, y los cipreses que se inclinaban como a impulsos de un huracán de ultramundo… Y quizá el hombre, alucinado momentáneamente por la visión terrible, corrió hacia el pedazo de suelo que guardaba los restos de su amada, creyendo acaso en que ésta iba a recobrar junto con la vida, las formas de belleza que hicieron de ella en el mundo un vaso predilecto del amor… ¡Ah!, pero nada, ni aun la catástrofe pavorosa tiene poderío para turbar el sosiego de la muerte. Y los moradores de la ciudad del silencio seguían mudos y quietos, insensibles –en medio del reposo eterno–, a las tragedias superficiales y pasajeras de la vida.
Por los datos que pudimos recoger de labios del extraño testigo, supe que sufrieron bastante el mausoleo de la familia Canessa, que era una verdadera obra de arte; el del benemérito general Menéndez, ex presidente de la República, y el del coronel Eligio Ezeta, padre de los generales del mismo nombre que mandaron en El Salvador de 1890 a 18944. Innumerables cruces, bustos de personas y figuras simbólicas quedaron por tierra.
Pequeños desniveles, rajaduras y otros daños de poca importancia, se veían ya aquella noche en el mausoleo del ex presidente Capitán General Gerardo Barrios, quien estableció en definitiva la capital de la República en San Salvador, afirmando así el propósito de no ceder este pedazo de suelo a la ira de los temblores; en los monumentos de los poetas Juan Ramón Molina, Antonio Najarro, Antonio Guevara Valdés y Miguel Plácido Peña; en el del célebre tribuno Álvaro Contreras; en el del general y doctor Luis Alonso Barahona, y en otros varios de hombres ilustres que duermen por siempre en el regazo de la patria salvadoreña5.
Dejamos al hombre espectral y seguimos hacia el Campo de Marte, zigzagueando para ver casas arruinadas. Realmente, ya en la parte central de la ciudad resultaba menos grande el estrago. Muchas residencias estaban a punto de caer; algunas se sostenían en pie, con desperfectos de consideración, pero susceptibles de ser reparadas. Los edificios de cemento puro, los de lámina y zinc y los de bahareque recién construidos, conservaban su integridad, salvo en ornamentos y repellos y en una que otra pared divisoria tumbada. Mas algunos pasos después de una construcción victoriosa, surgían lamentables ruinas. Así la gran fábrica de telas de Sagrera, que quedó al descubierto, mostrando su costosa maquinaria. Así el suntuoso chalet de la Señora Elena viuda de Serrano, que pasaba por ser uno de los mejores de la capital y que fue destruido por completo. Así la casa del doctor Carlos Barahona, en la que apenas quedó un ladrillo sobre otro. Decíase entonces que allí, bajo el informe montón de escombros que no tenían trazas de haber sido alguna vez vivienda humana, yacían los restos de una pobre sirvienta apachurrada: el dato resultó mentiroso.
Entre las residencias de lujo de aquel barrio descollaba la de don Román Mayorga Rivas, Director del Diario del Salvador6. Llamábase Villa Granada, en recuerdo de la ilustre ciudad nicaragüense. Había acumulado su dueño en ella, a través de largos años, los más preciosos objetos del arte suntuario: estatuillas, sedas, porcelanas, platas labradas, cuadros, libros… Y ahora todo yacía bajo escombros. El comedor, que era un poema de buen gusto, delataba el estrago por la separación de las paredes, arrancadas de sus cimientos. De las columnatas que se mostraban al entrar, una veíase en el suelo, hecha añicos, y otra enseñaba horribles grietas. Los muros posteriores habían rodado. Y aun el gran terraplén en que la residencia se asentaba orgullosa, aparecía agrietada y fuera de nivel.
Eran las cuatro de la mañana cuando llegamos al Campo de Marte7. No sólo el antiguo sitio destinado a los deportes, sino todos los lindos prados de césped que rodean la ciudad por aquel rumbo, negreaban ahora por la muchedumbre. Y no era ésta, como en las plazuelas que acabábamos de visitar, ni como en San Jacinto, ni como en la Estación de Santa Tecla, una aglomeración de gentes humildes: antes bien, se trataba casi exclusivamente de la aristocracia de San Salvador, de las familias de más ilustre alcurnia, de más firme orgullo, de más rica heredad. Los cuellos dejaban ver collares de perlas en sartas prodigiosas; las manos aparecían consteladas de gemas que resplandecían al copiar las reverberaciones del monstruo de ultramonte: tal esmeralda, tal rubí, tal zafiro… Y nunca he comprendido, como entonces, la dolorosa analogía que hay entre un diamante y una lágrima.
Y toda aquella doliente humanidad producía una sensación de cansancio, de fatiga moral y muscular. En las sillas que había sido posible hurtarle al hogar destruido, en tal cual ladrillo roto, en el suelo mismo, cubierto de arena volcánica y húmedo por la llovizna suscitada por la erupción, yacían en grupos silenciosos, lúgubres y descaecidos, las míseras familias. Algunas madres arrullaban a sus criaturas dándoles amparo en el regazo, y los pequeñuelos dormían, extenuados por el largo insomnio anterior. Otros, en quienes apenas despuntaba la razón, miraban en torno con ojos profundos, cual si quisieran interrogarnos acerca de aquella vigilia de llantos, de quejas y de preces…
En uno que otro grupo había conversaciones opacas, como a la sordina: en los de más allá, rezos para aplacar la ira de lo alto. El Acordaos de San Bernardo, el Magníficat, el Exorcismo de San Jerónimo, alternaban con el Credo y el Padre Nuestro y la Salve… Nunca esta oración fue más propia de las circunstancias: verdaderamente, los desterrados hijos de Eva suspiraban a la Madre de Dios, gimiendo y llorando en un valle de lágrimas.
Los hombres, quizás realizando un esfuerzo heroico, habían traído de entre las casas algunos colchones y algunas mantas. Otros improvisaban con sábanas y alfombras que libraron de la ruina común, tiendas donde sus familiares pudiesen reposar. Pero el horror nocturno se prolongaba aún, y a cada nueva sacudida de la tierra, las damas poníanse a correr de un grupo a otro, como si temiesen a la misma levedad de las telas que les prestaban amparo. De vez en vez se oía el ruido de un muro que daba en tierra, o de vidrios que se rompían; y estos rumores, junto con el profundo rimbombo del volcán en cólera, ondulaban en la atmósfera como una continuación del clamor de angustia que salía de los pechos humanos.
Joaquín había sabido ya que Consuelo estaba por ahí, en alguno de los corros de señoras, e iba buscándola de sitio en sitio. No tardó en hallarla. Y los dos jóvenes, sin decir ni una palabra, porque las lágrimas no lo permitían, se echaron el uno en los brazos del otro. Yo, respetuoso de aquella efusión del cariño fraterno, me retiré un tanto. Los hermanitos de Consuelo se prendieron a mis piernas y me arrastraron –cediendo a un impulso largo tiempo dormido en sus corazones de inocencia– hasta donde estaba la joven. Yo le tendí la mano, y ella la estrechó en silencio, mientras sus ojos llorosos parecían animarse con un destello de esperanza. Pero entonces, como para amargar aquella gota de felicidad que me deparaba el Destino, una interrogación formidable me hizo estremecer, y en el fondo de mi pecho se ahogó este lamento: ¡Madre mía! ¡Madre mía!
Nos sentamos en el césped y guardamos doloroso silencio por algún tiempo. Consuelo se atrevió a preguntarnos cómo habíamos pasado la noche en el hospital. Joaquín le dijo, por último, que su casa estaba en ruinas, y que apenas sería posible sacar, de debajo de los escombros, las pocas cosas que no hubiese roto la ira de los temblores. Consuelo no pareció inmutarse por las pérdidas materiales: una sola cosa le preocupaba, y era saber la suerte que hubiese corrido la pobre vieja, el aya, de quien no tenía noticia. Le dijimos, para tranquilizarla, que la habíamos dejado a salvo en el Parque Dueñas, rezando en los coros que encabezaba el Ilustrísimo Señor Arzobispo. Y ella creyó la piadosa mentira.
La vecindad de la aurora iba dando ánimos: a todos, aun a los hombres, nos parecía que al irse la tiniebla de la noche se iba el peligro, y que cualquiera que fuese la situación después de amanecer, seríamos capaces de afrontarla. Por otra parte, nos consolaba ver gendarmes y soldados que recorrían el Campo de un lugar a otro: eran las patrullas que enviaba la autoridad a garantizar el orden contra ladrones y pícaros de todo género. Y aplaudíamos aquel celo, aquella prontitud y aquella eficacia del Gobierno, que así cumplía con sus altos deberes en la hora suprema.
El cielo se iba aclarando, aclarando: borrábanse las estrellas, y a la triste claridad de sus fanales sucedía una claridad más viva. Las personas y las cosas recobraban sus contornos, y en breve pudimos contemplar ya las aristas lejanas, y ver los edificios arruinados, o vencidos, o apenas estrujados por la furia plutónica. Y nos incorporamos sonriendo, como si despertásemos de la horrenda pesadilla de diez horas.
Definitivamente, las leyes del mundo no se habían trastornado: la sucesión del día y la noche era aún una realidad. Y bendijimos a Dios desde el fondo de nuestros corazones, y sentimos impulsos de volver a la acción, al trabajo ordenador y fecundo. Pero… ¿ a dónde ir? Nadie tenía casa: nadie sabía el rumbo que iba a tomar: lo que horas antes fue San Salvador, era en aquellos momentos –ante los ojos del pesimismo común– hacinamiento informe de escombros, sucesión lamentable de ruinas y, cuando menos, difícil equilibrio de paredes que amenazaban aplastarnos.
Notas
- Actual Mercado Municipal Sagrado Corazón.
- Ahora parte del Mercado Central de San Salvador, la estación y el servicio de ferrocarril eran propiedad de los señores Trigueros y Dueñas. Desde 1894, sus máquinas y vagones comunicaban a la ciudad capital con la vecina Nueva San Salvador, ciudad erigida a partir del 25 de diciembre de 1854 en los terrenos de la Hacienda Santa Tecla, al poniente de la San Salvador devastada por el terremoto del Domingo de Resurrección del 16 de abril de 1854. Esta empresa de ferrocarriles a combustión interna sustituyó a la compañía de tranvías de tracción animal, fundada en 1874 y dirigida por Encarnación Mejía.
- El autor se refiere a los monumentos mortuorios dedicados a los ex presidentes de El Salvador, general Francisco Morazán (1792-1842) y mariscal de campo Santiago González. Estos mausoleos y muchos otros trabajos más, elaborados con finos mármoles, sólo fueron posibles gracias a la gestión edilicia del médico Rafael Pino Núñez (1820-1864), quien impulsó la reforma del camposanto local. Esta obra de actualización fue realizada por los instrumentos del hábil albañil Saturnino Madrid, inaugurada el 26 de agosto de 1849 y dañada por los terremotos del 16 de abril de 1854, 19 de marzo de 1873 y 7 de junio de 1917.
- Se refiere a los generales Carlos y Antonio Ezeta, hombres de confianza del Presidente francisco Menéndez, a quien derrocaron en la noche del 22 de junio de 1890, tras encabezar un sangriento asalto a Casa Blanca o Palacio del Ejecutivo, situado en la esquina sureste de la Plaza de Armas (ahora Parque Libertad). Un grupo de soldados profesionales y civiles colaboradores, llamados “los 44”, inició acciones desde Guatemala y, a partir de las dos de la madrugada del 29 de abril de 1894, tomó por asalto el cuartel de Santa Ana, en el inicio de la sangrienta revolución para derrocar a los Ezeta de la Presidencia y Vicepresidencia del país. La situación de ingobernabilidad e incertidumbre militar obligó a éstos a marcharse al destierro, el 4 de junio de 1894, desde el puerto de La Libertad. Junto con ellos partieron cantidades de barras de oro y millones de colones del erario nacional, fortuna que terminó en la compra de una casa en Madrid, en las noches de bohemia de París y en las ruletas de Montecarlo. Luego de un breve encarcelamiento en San Francisco (California), del que pronto fue puesto en libertad, debido a que no fue posible efectuar su extradición a El Salvador, el otrora vicepresidente golpista concluyó sus días terrenos en 1895, en la ciudad de Panamá, donde sus restos reposan en el Cementerio Chino. Por su parte, su hermano Carlos logró llegar al México prerrevolucionario de Porfirio Díaz y establecerse en Mazatlán, donde dormía en los vagones abandonados del ferrocarril. Este contacto directo con ratas y otros bichos le causó la peste bubónica, según testimonio del investigador y doctor salvadoreño Rafael González Sol. El 21 de marzo de 1903 entregó cuentas de su existencia en los salones de un hospital de caridad de dicha localidad.
- En esa enumeración de escritores e intelectuales fallecidos y sepultados en la Sección de los Ilustres del Cementerio General de San Salvador, menciona al vate hondureño Juan Ramón Molina, al médico y aeda salvadoreño Antonio Najarro (1850-1890) y al crítico literario, poeta y periodista nacional, Antonio Guevara Valdés (1845-1882). El orador y periodista hondureño Álvaro Contreras (Cedros, 1839-San Salvador, 1882) era un notable varón que, por hacer críticas públicas al gobierno zaldivarista, fue torturado y asesinado en las cárceles principales de la capital salvadoreña. El adolescente Rubén Darío participó en sus exequias, en las que no faltaron opositores del régimen, en solidaridad con la viuda de Contreras, la dama costarricense Manuela Cañas, y con sus hijas Julia y Rafaela Salvadora (1869-1893, futura primera esposa de Darío, con quien contrajo matrimonio en San Salvador, el 22 de junio de 1890). Su viuda recibió, durante el gobierno menendista, una pensión anual de 600 pesos, la segunda más alta del país, sólo antecedida por la de 1.200 pesos que se entregaba a Adela Guzmán, quien fuera esposa del general y exmandatario Gerardo Barrios. Por su parte, el escritor, periodista y abogado infieri Miguel Plácido Peña vino al mundo en la localidad de Chalatenango (El Salvador), el 5 de octubre de 1862 y murió en San Salvador, el 26 de octubre de 1896. Se trasladó a la ciudad capital en diciembre de 1886 para realizar sus estudios superiores. En su breve existencia, fue electo diputado por el departamento de San Salvador para la Asamblea Nacional de 1893, cuerpo gubernamental en que también se desempeñó como primer secretario. Además, escribió el poemario Inspiraciones (San Salvador, Imprenta La Concordia, 1884), una Economía doméstica (San Salvador, Tipografía La Luz, 1892), la letra de un Himno a Bolívar (1892, con música del maestro Rafael Olmedo) y muchas composiciones poéticas. Redactor del periódico El fígaro (Chalatenango, 1891), varios de sus trabajos fueron publicados en El eco nacional (San Salvador, 1891-1894), El pueblo (San Salvador, 1890-1981) y Centro América (Santa Ana, 1890-4), los tres periódicos defensores del régimen ezetista, durante el cual fungió como oficial mayor del Ministerio de Hacienda, por acuerdo ejecutivo del 29 de septiembre de 1890. Otros textos suyos fueron publicados en la revista La España moderna (Madrid, mayo y noviembre de 1891) y en El diario del hogar (México, 1892). En homenaje a su memoria, una calle de su localidad natal ostenta su nombre.
- Román Mayorga Rivas nació en León (Nicaragua) en 1862 y murió en San Salvador, el 28 de diciembre de 1925, tras una larga carrera como funcionario público, periodista y hombre de letras. Llegado al país a los doce años de edad para estudiar en San Salvador en el colegio dirigido por los mentores Hildebrando Martí y Anselmo Valdés, el joven Mayorga Rivas fue fundador de los periódicos El cometa (1876), Diario del Cometa (1878, con el ecuatoriano Federico Proaño y el salvadoreño Francisco Castañeda), El estudiante (con los doctores Gregorio Meléndez y Pedro Arévalo Mora) y se desempeñó como subsecretario de la recién establecida Dirección Nacional de Estadística. Para la literatura salvadoreña de todos los tiempos, el joven Mayorga Rivas es una de sus figuras más importantes, ya que reunió los tres tomos de su monumental obra antológica Guirnalda salvadoreña (1884-1886), donde compiló datos biográficos y poemas de los y las poetas nacionales del siglo XIX. Gracias a un acuerdo ejecutivo del 27 de agosto de 1881, la obra fue editada originalmente por la Imprenta Nacional, cuando ésta pertenecía al médico italiano Francesco Sagrini. De ese tiraje, la Dirección de Publicaciones del Ministerio de Educación hizo una reedición facsimilar en 1977. Fundador del diario de gran formato El independiente (Managua, 1884-1886), fungió como secretario de la Legación de Nicaragua en Washington D. C. (1886-1893), lo que le permitió estrechar relaciones intelectuales en Boston y New York, ciudad esta en la que laboró como co-redactor de La revista ilustrada (1890), importante medio literario hispanoamericano dirigido por el venezolano Nicanor Bolet Peraza. Amigo de juventud de Rubén Darío y José Martí, Mayorga Rivas retornó a su tierra natal, donde trabajó como subsecretario de Relaciones Exteriores e Instrucción Pública. De vuelta en suelo salvadoreño, se constituyó en uno de los mayores impulsores del periodismo nacional al fundar uno de los periódicos más importantes de Centroamérica y el más moderno en su época: el Diario del Salvador. Este periódico salió por primera vez el lunes 22 de julio de 1895. Su director importó a El Salvador la primera prensa Duplex (1912) y los linotipos iniciales, técnicas con las que revolucionó la industria gráfica de su tiempo. Gracias a cables y corresponsales, fue dando cuenta pormenorizada del desarrollo de la Primera Guerra Mundial (1914-1918) y de las acciones bélicas que tenían lugar en Europa en esos años. Supo reunir como colaboradores del Diario del Salvador a los hombres de mayor prestigio del país y del extranjero: Francisco Gavidia, Carlos Bonilla, Calixto Velado, Rubén Darío, Francisco Herrera Velado, Manuel Álvarez Magaña, David J. Guzmán, Alberto Masferrer, José María Peralta Lagos, Ricardo Arenales (como firmaba entonces el poeta colombiano Porfirio Barba Jacob) y muchos otros. Ningún periódico ejerció sobre el público, en su desarrollo cultural, la influencia que ejerció este periódico en los primeros años del siglo XX en El Salvador. Creó además el Repertorio, la Revista universal y el Suplemento literario del mismo rotativo, en cuyas emisiones quincenales y mensuales se dieron a conocer las obras de los principales autores nacionales de fines del siglo XIX y principios del XX. Estas publicaciones salieron a la luz en agosto de 1904, en 1910 y 1915, y su editor era Samuel C. Dawson, propietario de la imprenta La República. Estas revistas fueron unas de las mejor informadas y de las que leía la gente culta de su época. La empresa Diario del Salvador cerró sus puertas para siempre el viernes 9 de febrero de 1934. Como literato, Mayorga Rivas colaboró con poemas y artículos en otros medios de difusión del pensamiento, tales como El recreo –primer periódico ilustrado nacional (1879)–, La opinión pública, La nación, El pueblo, El ciudadano, La juventud, Repertorio salvadoreño, Minerva y Apolo, Centro América intelectual, La quincena (1903-1908) –revista de la que fue redactor– y Actualidades (1915). Dominó perfectamente el inglés y el francés, habiendo realizado excelentes traducciones literarias de ambas lenguas, como el poema “La esfinge”, del poeta irlandés Oscar Wilde. Entre sus obras figura el libro Viejo y nuevo, publicado en 1915, donde recoge sus versos y sus traducciones de poemas ajenos.
- Durante las festividades del cuarto centenario de la llegada de los ibéricos a tierras americanas, el 12 de octubre de 1892 fue inaugurado el Campo de Marte de San Salvador, importante sitio de recreación y esparcimiento construido por el gobierno español y el general suicida José Ruiz Cantero, a un costo de 125 mil pesos. Desde el 29 de noviembre de 1903 fue designado como Hipódromo Nacional y era utilizado para deportes varios –allí se entrenaba el Sport Club que jugó el primer partido de fútbol de El Salvador, contra su similar de la ciudad occidental de Santa Ana, el 28 de julio de 1899–, carreras de caballos, carros y motocicletas, paradas militares, desfiles estudiantiles y para el aterrizaje y despegue de aviones monomotores y la ejecución de acrobacias aéreas. Después de septiembre de 1924, el Campo de Marte fue conocido como Estadium Nacional. Denominado Parque Infantil de Diversiones desde septiembre de 1956, a finales de la década de los 70 del siglo XX fue escindido para dar paso a la construcción del Palacio de los Deportes y otras dependencias de gobierno.