- Botero esculturas (1998)
- Salmona (1998)
- El sabor de Colombia (1994)
- Wayuú. Cultura del desierto colombiano (1998)
- Semana Santa en Popayán (1999)
- Cartagena de siempre (1992)
- Palacio de las Garzas (1999)
- Juan Montoya (1998)
- Aves de Colombia. Grabados iluminados del Siglo XVIII (1993)
- Alta Colombia. El esplendor de la montaña (1996)
- Artefactos. Objetos artesanales de Colombia (1992)
- Carros. El automovil en Colombia (1995)
- Espacios Comerciales. Colombia (1994)
- Cerros de Bogotá (2000)
- El Terremoto de San Salvador. Narración de un superviviente (2001)
- Manolo Valdés. La intemporalidad del arte (1999)
- Casa de Hacienda. Arquitectura en el campo colombiano (1997)
- Fiestas. Celebraciones y Ritos de Colombia (1995)
- Costa Rica. Pura Vida (2001)
- Luis Restrepo. Arquitectura (2001)
- Ana Mercedes Hoyos. Palenque (2001)
- La Moneda en Colombia (2001)
- Jardines de Colombia (1996)
- Una jornada en Macondo (1995)
- Retratos (1993)
- Atavíos. Raíces de la moda colombiana (1996)
- La ruta de Humboldt. Colombia - Venezuela (1994)
- Trópico. Visiones de la naturaleza colombiana (1997)
- Herederos de los Incas (1996)
- Casa Moderna. Medio siglo de arquitectura doméstica colombiana (1996)
- Bogotá desde el aire (1994)
- La vida en Colombia (1994)
- Casa Republicana. La bella época en Colombia (1995)
- Selva húmeda de Colombia (1990)
- Richter (1997)
- Por nuestros niños. Programas para su Proteccion y Desarrollo en Colombia (1990)
- Mariposas de Colombia (1991)
- Colombia tierra de flores (1990)
- Los países andinos desde el satélite (1995)
- Deliciosas frutas tropicales (1990)
- Arrecifes del Caribe (1988)
- Casa campesina. Arquitectura vernácula de Colombia (1993)
- Páramos (1988)
- Manglares (1989)
- Señor Ladrillo (1988)
- La última muerte de Wozzeck (2000)
- Historia del Café de Guatemala (2001)
- Casa Guatemalteca (1999)
- Silvia Tcherassi (2002)
- Ana Mercedes Hoyos. Retrospectiva (2002)
- Francisco Mejía Guinand (2002)
- Aves del Llano (1992)
- El año que viene vuelvo (1989)
- Museos de Bogotá (1989)
- El arte de la cocina japonesa (1996)
- Botero Dibujos (1999)
- Colombia Campesina (1989)
- Conflicto amazónico. 1932-1934 (1994)
- Débora Arango. Museo de Arte Moderno de Medellín (1986)
- La Sabana de Bogotá (1988)
- Casas de Embajada en Washington D.C. (2004)
- XVI Bienal colombiana de Arquitectura 1998 (1998)
- Visiones del Siglo XX colombiano. A través de sus protagonistas ya muertos (2003)
- Río Bogotá (1985)
- Jacanamijoy (2003)
- Álvaro Barrera. Arquitectura y Restauración (2003)
- Campos de Golf en Colombia (2003)
- Cartagena de Indias. Visión panorámica desde el aire (2003)
- Guadua. Arquitectura y Diseño (2003)
- Enrique Grau. Homenaje (2003)
- Mauricio Gómez. Con la mano izquierda (2003)
- Ignacio Gómez Jaramillo (2003)
- Tesoros del Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario. 350 años (2003)
- Manos en el arte colombiano (2003)
- Historia de la Fotografía en Colombia. Museo de Arte Moderno de Bogotá (1983)
- Arenas Betancourt. Un realista más allá del tiempo (1986)
- Los Figueroa. Aproximación a su época y a su pintura (1986)
- Andrés de Santa María (1985)
- Ricardo Gómez Campuzano (1987)
- El encanto de Bogotá (1987)
- Manizales de ayer. Album de fotografías (1987)
- Ramírez Villamizar. Museo de Arte Moderno de Bogotá (1984)
- La transformación de Bogotá (1982)
- Las fronteras azules de Colombia (1985)
- Botero en el Museo Nacional de Colombia. Nueva donación 2004 (2004)
- Gonzalo Ariza. Pinturas (1978)
- Grau. El pequeño viaje del Barón Von Humboldt (1977)
- Bogotá Viva (2004)
- Albergues del Libertador en Colombia. Banco de la República (1980)
- El Rey triste (1980)
- Gregorio Vásquez (1985)
- Ciclovías. Bogotá para el ciudadano (1983)
- Negret escultor. Homenaje (2004)
- Mefisto. Alberto Iriarte (2004)
- Suramericana. 60 Años de compromiso con la cultura (2004)
- Rostros de Colombia (1985)
- Flora de Los Andes. Cien especies del Altiplano Cundi-Boyacense (1984)
- Casa de Nariño (1985)
- Periodismo gráfico. Círculo de Periodistas de Bogotá (1984)
- Cien años de arte colombiano. 1886 - 1986 (1985)
- Pedro Nel Gómez (1981)
- Colombia amazónica (1988)
- Palacio de San Carlos (1986)
- Veinte años del Sena en Colombia. 1957-1977 (1978)
- Bogotá. Estructura y principales servicios públicos (1978)
- Colombia Parques Naturales (2006)
- Érase una vez Colombia (2005)
- Colombia 360°. Ciudades y pueblos (2006)
- Bogotá 360°. La ciudad interior (2006)
- Guatemala inédita (2006)
- Casa de Recreo en Colombia (2005)
- Manzur. Homenaje (2005)
- Gerardo Aragón (2009)
- Santiago Cárdenas (2006)
- Omar Rayo. Homenaje (2006)
- Beatriz González (2005)
- Casa de Campo en Colombia (2007)
- Luis Restrepo. construcciones (2007)
- Juan Cárdenas (2007)
- Luis Caballero. Homenaje (2007)
- Fútbol en Colombia (2007)
- Cafés de Colombia (2008)
- Colombia es Color (2008)
- Armando Villegas. Homenaje (2008)
- Manuel Hernández (2008)
- Alicia Viteri. Memoria digital (2009)
- Clemencia Echeverri. Sin respuesta (2009)
- Museo de Arte Moderno de Cartagena de Indias (2009)
- Agua. Riqueza de Colombia (2009)
- Volando Colombia. Paisajes (2009)
- Colombia en flor (2009)
- Medellín 360º. Cordial, Pujante y Bella (2009)
- Arte Internacional. Colección del Banco de la República (2009)
- Hugo Zapata (2009)
- Apalaanchi. Pescadores Wayuu (2009)
- Bogotá vuelo al pasado (2010)
- Grabados Antiguos de la Pontificia Universidad Javeriana. Colección Eduardo Ospina S. J. (2010)
- Orquídeas. Especies de Colombia (2010)
- Apartamentos. Bogotá (2010)
- Luis Caballero. Erótico (2010)
- Luis Fernando Peláez (2010)
- Aves en Colombia (2011)
- Pedro Ruiz (2011)
- El mundo del arte en San Agustín (2011)
- Cundinamarca. Corazón de Colombia (2011)
- El hundimiento de los Partidos Políticos Tradicionales venezolanos: El caso Copei (2014)
- Artistas por la paz (1986)
- Reglamento de uniformes, insignias, condecoraciones y distintivos para el personal de la Policía Nacional (2009)
- Historia de Bogotá. Tomo I - Conquista y Colonia (2007)
- Historia de Bogotá. Tomo II - Siglo XIX (2007)
- Academia Colombiana de Jurisprudencia. 125 Años (2019)
- Duque, su presidencia (2022)
El Terremoto de San SalvadorNarración de un superviviente / IV - De la Avenida Independencia al Barrio de San Jacinto |
IV - De la Avenida Independencia al Barrio de San Jacinto


Texto de: Porfirio Barba Jacob
Con ánimo desalentado por lo infructuoso de la búsqueda, emprendemos de nuevo la marcha a través de la ciudad convulsa y dolorosa… Llegamos a la 4ª Avenida Sur y giramos hacia la izquierda. Empieza por ahí una de las zonas pobres de San Salvador: las casas de obreros de escaso salario, las pequeñas pulperías, las tiendas de reducido capital. Nada había, naturalmente, construido con elementos capaces de resistir la violencia de los sismos; y bastó el primer temblor para que toda aquella masa humana, lo mismo que la de otros barrios humildes –El Calvario, La Vega, Concepción, etc.– quedase condenada a vivir sin los objetos que hacen posible el trabajo doméstico, y a padecer la intemperie, el hambre y la desnudez.
Nuestros ojos ven, y casi no lo creemos, el gran estrago: ha sido total. De aquí en adelante, apenas hay muro que esté erguido, y los que aún no caen se ven fuera de sus cimientos, o vencidos, o a medio sostenerse por un extraño equilibrio. Los horcones y soportes del bahareque, corroídos por el comején, se quebraban abajo; los techos se hundían, y en la calle quedaba el reguero de tejas rotas; los muebles eran vueltos trizas por la pesadumbre de arriba… Las calles estaban casi solitarias, excepto en aquellos parajes de mayor amplitud, donde la gente esperaba, entre angustias de muerte, que cesara de una vez la oscilación de la tierra, que a veces se volvía trepidación, o que llegase la hora final, la hora de entregar el alma a su Creador, si es que ya estaba dispuesto que fuese aquel instante el último de la ciudad devastada.
El grupo de gentes reunidas en la plazuela del Zanjón de las Zuritas nos reveló claramente que estábamos entre las víctimas más lamentables: no había allí –salvo alguna excepción– trajes que mostrasen lujo, ni rostros delicados, ni manos con joyas de alto precio. Había –eso sí– el gran clamor humano, que lo mismo sale de pechos adulados por la seda que de gargantas percudidas por el sol y el aire libre: había la queja lamentable: había el coro de rezos incoherentes, que delatan la débil condición del hombre para resistir a las fuerzas ciegas. Había niños con ojos de espanto, y viejos temblones que se inclinaban con cristiana resignación al mandato de la fatalidad.
Al llegar a una esquina vimos, no lejos de nosotros, a un hombre que se apoyaba tranquilamente en un bahareque tumbado; será alguien –pensé yo– que, ya destruido su hogar, cuida de los despojos porque ladrones no le lleven lo que es su riqueza en ruinas. Nos acercamos con cautela:
—¿Qué hace usted ahí, hombre? –pregunté yo al solitario guardián de los escombros.
—Esperar la voluntá de Dios –respondió él.
—¿Y por qué no se va usted a la plazuela?
—¿No ve que si se acaba de caer esa pared puede matarlo?
Alzó la cabeza de un modo que me sorprendió: y, a la claridad indecisa que el volcán lejano y el incendio de la ciudad arrojaban sobre la escena, pude ver unas pupilas inmóviles, sin expresión, entre unas cuencas rojizas y horribles.
—Me abandonaron aquí, señor –repuso el ciego. Querer irme, sí quiero; pero no sé si en la calle habrá casas caídas y si voy a dar de bruces al caminar. Antes, yo tentaba con mi bordón, pero ahora todo está trastornado.
Guardó silencio y siguió inmóvil. Apenas, al sentir que la tierra temblaba, parecía escaparse de sus labios un murmullo sordo, semejante al que hacían aquella siniestra noche los ramajes de los árboles agitados por el terremoto.
Joaquín y yo insistimos en servirle de lazarillos; pero el hombre, poseído de súbito por un terror oculto, no quiso moverse de su sitio.
—Ya estoy resuelto a morir aquí –nos dijo por último.
Y en su sitio lo dejamos. Parecía una cariátide grotesca que hubiese conservado la integridad de su escultura en medio de los escombros. Sórdido, lamentable y sin ímpetus, en aquel paisaje alumbrado por un resplandor doblemente trágico, el ciego era la expresión más completa de la pequeñez humana.
A poco andar hubimos llegado a la iglesia de La Merced: los muros que la rodeaban exteriormente estaban hechos pedazos; las columnas, en revuelto hacinamiento de ladrillos, habían ido a parar a la mitad de la calle. Pero nada era comparable al estado en que se hallaba el vasto edificio de la Dirección General de Policía, situado al frente de la iglesia: la gran fábrica fue de las primeras en venir a tierra, excepto la oficina donde trabajaba el general Bolaños, que quedó intacta por un capricho del azar. Del resto de la casa se veía aún algo en pie, aunque en inminente peligro de venir al suelo al primer temblor. Pocas horas más tarde, no quedaba de aquello sino escombros amontonados sobre escombros.
En el interior de aquel edificio y de la Escuela Correccional de Menores –obra predilecta del general–, también en ruinas, pasaba una tragedia inenarrable. Los presos, que eran numerosos, fueron puestos en los patios desde que se advirtió el primer síntoma del desmoronamiento, y allí, lejos de grave peligro, los cuidaban algunos gendarmes. ¡Ah! Pero la idea de la prisión en aquellos instantes debió pesar sobre los espíritus de tales hombres, tanto como el más denso muro: berreaban cual si estuviesen expuestos a un potro de martirio, y los berridos, más como aullar de perros alucinados que como voces humanas, ponían espanto en el ánimo más viril. De algunas bocas salían cantos en los instantes en que cesaba el temblor; de otras, cuando la oscilación era muy violenta, salían maldiciones y blasfemias. Nada podría dar idea de aquello; nadie pintará aquel dolor, como no nazca un nuevo Dante para este nuevo infierno.
También los alumnos de la Escuela Correccional estaban puestos a buen seguro y vigilados en un patio. Y también daban gritos de angustia, envueltos en las nubes de polvo que a todos nos rodeaba, en la fatídica penumbra de aquella noche de pesadilla.
Partimos de la esquina de la 4ª Calle Poniente y la 6ª Avenida Sur y, andando hacia este rumbo, bajamos la empinada calle que lleva a la plazuela donde está la Administración de Rentas1. Encontramos una multitud semejante a la que llenaba todos los sitios abiertos. Reinaba allí, junto con el terror a la gran desgracia que se cernía sobre la ciudad, el terror de nuevas y más terribles desgracias que ya iban a venir: la fantasía trágica volaba por los cielos oscurecidos de aquellas mentes llenas de pesadumbre.
Alguien nos pregunta si es verdad que el volcán ha reventado por su base, y una inundación va a dejar sumergida la ciudad. Una mujer inquiere si es cierto que todos moriremos envenenados, a causa de la acción de los gases cuyo olor flota en el aire. Y así nos preguntan, nos preguntan, nos preguntan las más aflictivas y disparatadas cosas.
Huyendo de un mal olor a heces humanas y a despojos animales en putrefacción, que era muy perceptible en aquellos sitios, mi amigo y yo desistimos de cruzar el puente y, sin recordar el laberinto de las calles, doblamos por sobre la 2ª Calle oriente y tomamos la 3ª Avenida Sur. El desastre de aquellos rincones de la ciudad había sido completo, ni una casa en pie; ni siquiera las paredes inclinadas como en otras partes; todo yacía en el suelo. Y era una sucesión de viviendas deshechas, de montones de tierra y palos y cañas, de muebles destruidos, de tejas convertidas en pedazos. Ni un alma; sólo en las inmediaciones del puente Malespín, algunas docenas de familias buscaban refugio. Nos detenemos unos instantes, para oír, entre lágrimas de desolación, historias de ruina sin número. Todos aquellos sitios bajos de la ciudad, que comprenden parte de los barrios de La Vega, Candelaria y San Jacinto, habían sido envueltos por el magno desastre: era allí donde la Naturaleza se había ensañado con los hombres, y no les dejaba ni una casa, ni una buhardilla, ni un muro, ni un tapial en pie. ¿Qué mucho, si aquello es el centro del Valle de las Hamacas, el lugar de donde partió la designación funesta cuando apenas nacía la ciudad?
Después de andar por aquel dédalo de calles y callejas, Joaquín y yo comprendemos que no hay salida hacia San Jacinto y determinamos, rodeando el Rastro –cuyas tapias exteriores, al caer, lo habían dejado descubierto–, retornar al puente y pasar el Acelhuate, que antes dejamos a un lado. Y subimos la ardua cuestecita de La Vega, en la cual no hallamos un ser viviente. A lo sumo se distinguen allá, en los solares de las casas abatidas, pequeños grupos de familias que lloran la destrucción de sus viviendas. A un lado y a otro, todas las construcciones que albergaban a aquel pueblo están por tierra: ni una resistió el ímpetu nocturno del terremoto. Las casas no han caído, como en otras zonas, conservando la integridad de los muros y los techos y como con cierto orden; no: aquí se ven desarraigadas –por así decirlo–, estrujadas, revueltas; hay bahareques que fueron a parar a muchas varas del sitio en que se elevaban, y terrones y tejas a inconcebible distancia de la vivienda a la cual pertenecieron. Y así por entre ruinas cada vez más deplorables, más desoladas y más grandes, avanzamos en busca de la plazuela de San Jacinto.
A la medianoche, y al cruzar una esquina, notamos que en la calle próxima se esforzaban dos hombres con ánimo de héroes y catadura de gigantes, por apuntalar una casa que aún se medio sostenía en pie. Habían puesto ya un grueso soporte y pugnaban por afianzar el otro, cuyo extremo acababan de hincar en tierra. Nos detuvimos a contemplar aquel admirable caso de energía, a ver aquella voluntad en acción, que disputaba a la furia del terremoto hasta la última posibilidad de resistencia del hogar amado. Mas en aquel preciso momento vino el gran temblor de las doce –cuya violencia todos recordamos– y los dos héroes anónimos huyeron temerosos: la Naturaleza venía a decirles, bien elocuentemente por cierto y con palabras de ira, que todo esfuerzo contra ella en tales instantes era un esfuerzo inútil.
Un poco más adelante vimos un espectáculo tristísimo: un grupo de gentes que velaban en torno de un niño muerto. Quizá el primer temblor les sorprendió en aquella piadosa acción; entonces sacaron el cadáver al patio –en su pequeña caja blanca, rodeada de flores– para hacerle compañía. Las luces o se habían acabado, o no resistieron el polvo y la ceniza; es lo cierto que en torno se extendía la penumbra de la noche. Había rezos, gritos, cantos; y, entre todas las figuras que formaban el fúnebre cuadro, advertí yo la de la madre atribulada. El gran dolor de su alma no la dejaba sentir los movimientos de la tierra, y permanecía impasible al lado de su hijo muerto, mientras sus compañeras daban voces y echaban a correr a cada acto de ira de la tierra convulsa. Varias veces me volví para contemplar aquella tragedia particular de un corazón, dentro de la tragedia general de una metrópoli. Después las figuras se fueron borrando en la distancia, hasta que se perdieron por completo.
Íbamos a llegar a la Plazuela de San Jacinto, y ya oíamos el rumor que alzaba la multitud allí reunida. Un santo era llevado en procesión, y se le pedía con un tono de súplica y casi de cólera, que aplacase aquel ir y venir, aquel horrendo meneo de la tierra. Parece que el santo no tenía poder para realizar tamaño milagro; porque es lo cierto que en poco más de diez minutos, a partir de aquel en que lo vimos, hubo tres o cuatro temblores, aunque de escasa intensidad.
La plazuela ofrecía un curioso aspecto a causa del gran número de velas que estaban encendidas y que un airecillo, levantado a deshora, pugnaba por apagar en competencia con la arena de ultramonte. Algunas gentes –sobre todo algunos hombres– se habían echado por tierra y aparentemente dormían, arrebujados en sábanos o mantas. Y ni el clamor intermitente, que por momentos se hacía agudo, ni el olor a azufre, ni nada, los despertaba de su sueño. Otros bromeaban en los intervalos habidos entre temblor y temblor, pero al experimentar un vaivén demasiado fuerte se ponían serios, se incorporaban y hasta hacían coro a los rezos femeniles.
Joaquín me invitó a que nos acercáramos a la línea del tranvía, en el punto en que tuerce un poco para descolgarse hacia abajo. Y vimos la ciudad, recostada en el valle, al pie del centinela negro y mudo que le cierra el horizonte por el lado del Oeste. Allá, en la lejanía, se divisaban, blanquecinas en la penumbra de la noche –cada vez menos oscura– las altas torres de la Basílica de hoja de lata. Dominaban el paisaje porque eran la única nota alta y clara en el gran fondo oscuro y bajo. A su pie se movían de vez en vez pequeños puntos luminosos: eran las velas encendidas por quienes tenían aquel pequeño objeto consolador en medio de la tiniebla. Un poco hacia abajo resaltaban los últimos reflejos del incendio, pero su claridad no hacía visibles los edificios ni menos las figuras humanas: se extendía sobre grandes masas informes, de tonos confusos, que se borraban en la total negrura del panorama. Y nada más. Pero la imaginación sí veía claro, ayudada por el recuerdo doloroso: la imaginación reconstruía las escenas horrendas, y pasaban, nunca más semejantes que ahora a los vagos espectros de un cinematógrafo, las gentes medio locas por el terror, en una danza afanosa y doliente que ponía tonos de espanto en las pupilas dilatadas e inmóviles, y livideces de cera en las carnes, y sudor de muerte en las frentes cansadas… ¡Cuánta pena y cuánta inquietud en aquel pequeño recinto humano! ¿Cuántas lágrimas que nadie bajaba de los cielos a enjugar misericordiosamente, y cuántos sollozos que no hallaban eco en el corazón paternal de un Dios de clemencia?
Continuamos nuestra peregrinación a lo largo de cinco o seis cuadras, siempre por entre ruinas de lo que había sido aquel barrio humilde. A un hombre vimos que velaba, con una luz en la mano, el fondo de un taller donde aparecían ruedas y poleas: aquello habría sido, horas antes, una importante fábrica. Más lejos hallamos un perro que lloraba en la más trágica actitud: le cayó encima un tapial y le partió las patas traseras, que quedaron presas por los escombros; y ahora, dando aullidos largos y tristísimos, miraba a los transeúntes y movía alternativamente una y otra mano, como suplicando, en premio de su fidelidad a los hombres, que éstos le libertaran de la dura prisión. Yo hubiera querido llevar a cabo aquella obra; pero Joaquín, a quien nunca había sorprendido en un acto de injusticia o de grosería, me reprendió con aspereza por mi intento. Yo disculpé su destemplanza, pensando en que las grandes aflicciones nos hacen perder la ecuanimidad y nos vuelven intratables y duros de corazón.
Al pie de los barrancos que bordean la calle, en la parte en que ésta se convierte ya en camino real, allí cerca del campo abierto, había casas medio sumergidas entre la tierra. En lo alto de los barrancones –pero sin acercarse mucho al borde–, se agrupaban algunas gentes. Hubo quienes, dando un salto, bajaran para interrogarnos sobre las cosas que habían ocurrido en el centro de la ciudad. Volaban especies estupendas: que el Palacio Nacional había caído en añicos; que el Teatro estaba hecho trizas; que las cañerías, al reventarse, dejaban inundada la ciudad y multitud de personas perecían ahogadas. Tranquilizamos en lo posible a tales gentes, y echamos luego a andar, de grupo en grupo, buscando a Consuelo, a sus hermanitos y al aya, a quienes suponíamos refugiados en aquellos campos.
La muchedumbre diseminada por allá era de más de dos mil personas. Algunas, más aterrorizadas, habían trepado a mayor altura, pensando acaso en un próximo diluvio de fuego desde el volcán de San Salvador. Pocas gentes habían logrado extraer del fondo de las casas, en el momento de arruinarse éstas, algo de abrigo y de menaje. Y se esforzaban ahora por levantar las primeras toldas para pasar la noche. Los hombres iban y venían atareados, clavando estacas, amarrando cuerdas y varales, extendiendo sábanos para formar cobertizos… Las madres de hijos pequeños yacían con sus criaturas dormidas en el regazo. Y tal cual mozo bestial y estúpido se afanaba por galantear a una muchacha que, más provista de razón, mandaba a pasear al impertinente.
Dos o tres veces se movió la tierra por aquel entonces, dando motivo para que se repitieran las voces de espanto y los rezos y los gritos. Sin embargo, pudimos observar que una parte de las gentes, libre del temor de los muros y los techos, permanecía serena. Algunos individuos, reloj en mano, hasta medían el tiempo entre temblor y temblor, y nos advertían, por ejemplo: “hace ya nueve minutos que no hay nada; esto ya se va a acabar”.
Anduvimos en vano de un grupo en otro: Consuelo no estaba en San Jacinto. Y, rendidos al fin por la fatiga, nos dejamos caer en el césped, que negreaba por la lluvia de arena volcánica y estaba húmedo por la menuda lluvia de agua que a aquélla servía de compañera.
Joaquín, destrozado moralmente y lleno de cansancio muscular –(hay que tener en cuenta que estaba convaleciendo de penosa dolencia)– cerró los ojos y se durmió. Yo me entretuve contando los temblores, hasta que después de cuarenta y tantos perdí el número, y me puse a mirar a la montaña, que levantaba hacia el Sur Oeste su masa gigantesca.
Un pintor de genio hubiera podido copiar el panorama con unos pocos trazos de sombra y de luz, con grandes pla oscuros y rojizos. Tonos, muy contados. Sobre un horizonte negro destacábase una mole más negra, una mole de un negro absoluto. Fulgores intermitentes, hacia la parte en que la línea de la cordillera se deprime; y, suscitado por la claridad reverberante, uno que otro matiz de ocre profundo. ¡Ah!, pero esto cambiaba de pronto, y el monte aparecía manchado por vetas grises, y moradas, y otra vez negras; todo lúgubre, todo brotando sombríamente de entre las sombras y volviéndose a hundir en ellas. Arriba, en el cielo, las nubes, inmóviles, densas, como inmenso cortinaje de terciopelo suspendido sobre un teatro gigantesco durante un drama de colosos. Mas he aquí que la luz del volcán de ultramonte surge, neta y brava, en sucesión de relámpagos. Entonces el aire se mueve con violencia: diríase que el nubarrón asciende. Los bordes se le colaron de sangre, de amarillo naranja, de azul verdoso. Parece que arde del otro lado, en la falda invisible, una fragua que se alimenta con bosques enteros y donde caen y se evaporan ríos de ácidos. ¡Dios se ha vuelto alquimista, y se solaza con juegos proporcionados a su poderío! Cada fulgor trae su propio trueno, y como los fulgores reaparecen de instante en instante, los truenos se dan alcance en las cavernas misteriosas de la noche, y forman uno que parece materializarse, avanzar ondulando y apagarse en ondas lejanas, mientras otro y otro le suceden. De súbito el cortinaje, lejos de ascender, se mueve un tanto hacia la izquierda: un gran viento lo peina; entonces se rompe y, por breves minutos, hay figuras fantásticas de dragones, de grifos, de caballos alados, de hombres macrocéfalos, de aves en vuelo convulso, de esqueletos que cabalgan en mujeres de graciosas formas. Y todo se aviva y se transmuta y desaparece, según brillan o se apagan los relámpagos. Y de nuevo se inmoviliza el cortinaje, y de nuevo se le ven los bordes de un rojo de sangre, de un verde azulino, de un ocre profundo. Y siempre, siempre, siempre, aquel remoto y horrendo rimbombo rodando sordo en lo cóncavo de la noche.
Llamé a Joaquín de su precario sueño para que admirase la maravilla de las fraguas lejanas: entreabrió los ojos, miró con sobresalto, y se quedó después en muda contemplación.
Largo tiempo permanecimos allí, como en éxtasis. Sólo la lluvia de arena nos despertó de la abstracción, y entonces volvimos la vista en torno, y luego la dirigimos a la altura: el éter estaba sereno, y la luna y las estrellas brillaban con su dulzura cotidiana, como si aquí abajo no hubiese ningún dolor.
Eran después de todo, una sonrisa de los cielos, abierta piadosamente sobre un pueblo estremecido de angustia.
La tierra parecía haber entrado ya en un relativo sosiego: las oscilaciones eran cada vez menos frecuentes, y muchas personas se atrevían a dejar el campo y a regresar al interior de la ciudad. Joaquín y yo dispusimos hacerlo así, para continuar nuestras andanzas en busca de Consuelo y sus hermanitos. Por mi parte, me esforzaba en tranquilizar a mi compañero; él mismo, después de cerciorarse de que el terremoto había causado pocas, poquísimas desgracias personales, daba entrada al optimismo; sólo que seguía devanándose los sesos por descubrir el punto en que hubiese buscado refugio su familia. Se le ocurrió, finalmente, que quizá se hallase en el Campo de Marte. ¿Por qué no? Consuelo solía visitar a algunas amigas que tienen sus casas por aquel rumbo, y en una de tales visitas pudo sorprenderla el primer temblor. A mí me pareció lógica la inferencia, y me dispuse a acompañar al joven hacia el lejano extremo de la metrópoli.
Quisimos, antes de marchar, cerciorarnos de los daños que el terremoto hubiese causado en las grandes construcciones de la zona de San Jacinto: en la Escuela Normal, en el cuartel El Zapote2, en las torres del inalámbrico, en el Hospital Militar, en la casa del manicomio.
Entre las cosas lamentables de esta catástrofe, ninguna lo será más, para los espíritus que aman el arte, que la ruina de la Escuela Normal que se alzaba en aquel barrio, y que, después de gastos de gran magnitud, estaba ya casi para ser inaugurada3.
Aquel edificio era uno de los más costosos y bellos de la capital. Es más: ha habido peritos en materia arquitectónica, que sostengan que era el edificio más bello de toda Centro América. El atrevimiento y novedad de su estilo, la pureza de sus líneas, el primor de los detalles, la amplitud del conjunto, y un sello airoso, grave y alegre a un tiempo mismo, hacían de la Escuela una verdadera creación.
El arquitecto que había ideado y levantado aquella suntuosa fábrica, –portentoso poema de una fantasía noble y rica–, debe haber lamentado el desastre de la más bella muestra de su ingenio.
La escuela tenía el muro de la fachada anterior enteramente roto de Oriente a Poniente. El que mira hacia este último punto cardinal, presentaba un abultamiento que daba idea del gran desnivel ocasionado por los temblores. Todos los muros del interior veíanse hechos añicos. Y así, en muchos otros lugares, se notaba el estrago.
El edificio, según pensamos entonces, no podrá ser reparado; y lo que costó tanto y cifraba tan alto y noble orgullo, ha de ser demolido por completo. Las piquetas completarán la obra de los temblores.
Y nosotros lloramos la ruina de aquel palacio, porque con dificultad –a lo menos durante años– se volverá a alzar en estas tierras nada tan hermoso e imponente.
El cuartel El Zapote ofrecía, en su elevación, materia propicia a la furia de los temblores; era natural, pues, que resultase medio destruido. Demasiado resistieron aquellos muros; pero al fin se agrietaron, cedieron, rodaron en parte ante las continuas sacudidas. Uno de los garitones quedó casi a punto de desplomarse, y techo y paredes tenían, a las doce y media de la noche, un aspecto deplorable.
El Hospital Militar, apenas en construcción, mostraba sus paredones, aún sin remate, llenos de hendiduras por todas partes: era una fábrica vuelta ruinas antes de estar concluida.
Las torres del inalámbrico se mostraban aparentemente firmes sobre sus bases: pero, a la menor ondulación de la tierra, bailaban en su enorme altura como el palo de un buque en naufragio, e infundían con aquel vaivén un pánico sobrehumano en las gentes que lo contemplaban.
En el manicomio el desastre no había sido sólo material: bajo los muros que cayeron súbitamente con horrísono estruendo, quedaban varios de los pobres enfermos de almas ausentes, despachurrados, aplastados, en repugnante confusión de miembros sangrientos y cráneos donde blanqueaban los sesos fuera de su sitio y revueltos con polvo. Se dice que la víctimas fueron cuatro. El edificio se arruinó precisamente por la parte de las celdas, en ambas secciones, antes de que hubiera tiempo de poner en salvo a los vesánicos. Y si no fue mayor el número de las desgracias, ello se debió a un capricho del destino; o, como diría un férvido creyente, a que hay una Providencia que asigna a cada cual su hora suprema.
Mi amigo y yo dejamos aquellos tristes contornos. Por última vez dirijo la vista hacia la maravilla de colores que el fuego desenvuelve, al dorar la cumbre lejana, y contemplo el prismático atavío de la negra nube de la altura. Y pienso, al retirarme, en los pobres locos… Tal vez ellos eran, en la ciudad afligida, los únicos seres que estaban en armonía con la Naturaleza. Porque la Naturaleza parecía loca. Como una loca danzaba entre la noche: y, a fuero de loca, estrujaba hasta echar por tierra la obra que resume los afanes de un gran pueblo. Y alguien hubiera podido decir –si ello no constituyese una blasfemia– que también estaba loco el Ser Invisible y Supremo en quien reposan el equilibrio y el sosiego del mundo.
Notas
- Esta institución de recaudación tributaria fue fundada en 1888. Aunque su edificio sufrió daños menores por los terremotos de 1917 y 1919, fue arrasado por la inundación del 12 de junio de 1912, ocasionada por el desborde del río Acelhuate y la cual anegó la mayor parte de barrios del sur de San Salvador. La siguiente edificación, que aún subsiste, fue hecha en 1927.
- El Cuartel El Zapote fue creado en 1895 y en sus instalaciones funcionó la Escuela Politécnica Militar durante el año 1907. Designada sucesivamente como Primer Regimiento de Artillería, Comando de Transmisiones de la Fuerza Armada, Comando de Ingenieros y futura sede del Museo Militar de El Salvador, esta institución militar ha tenido importante participación en varios golpes de Estado. Así, tuvo un papel preponderante después del martes 14 de diciembre de 1948, cuando un Consejo Revolucionario de Gobierno derrocó al general Salvador Castaneda Castro e instaló su despacho ejecutivo provisional entre los muros de dicha instalación castrense.
- El 20 de junio de 1911 y por mandato del Presidente doctor Manuel Enrique Araújo, fue adquirida por el Estado la llamada Quinta Natalia, ubicada en el barrio de San Jacinto, al sur de la ciudad capital. Esta finca de recreo perteneció a Pedro Ramos, a quien le fue comprada por doce mil colones. Tras la adquisición, sus primeros planos fueron elaborados por el ingeniero Luis Francés, ya que en ella se buscaba construir a la Escuela Normal de Varones o de Maestros. El Presidente Carlos Meléndez colocó la primera piedra del nuevo edificio, el 21 de septiembre de 1913. Erigido por el ingeniero y químico Luis Fleury y por el polémico arquitecto y contratista italiano Gino L. Zaccagna, la estructura levantada por ellos fue dañada gravemente por los terremotos del Jueves de Corpus Christi de 1917 y del lunes 28 de abril de 1919. Sin concluir la obra iniciada, el arquitecto Zaccagna se marchó a pelear al frente austríaco, en junio de 1916, durante la Primera Guerra Mundial. Por su parte, el ingeniero Fleury falleció en San Salvador, el martes 16 de marzo de 1948. Remodelado y restaurado por el arquitecto Amalio Lara, el edificio fue puesto en funcionamiento a partir de la mañana sabatina del 9 de agosto de 1924, cuando la Escuela Normal de Maestros estaba bajo la dirección de los pedagogos alemanes Peter Bock y Erich Loll. Tras el golpe de Estado de diciembre de 1931, los educadores en formación fueron desalojados del edificio y el mismo fue sometido a obras de reparación y modernización, coordinadas por el ingeniero italiano Augusto César Baratta del Vechio a partir de la tercera semana de ese mismo mes y año. Así surgió la actual Casa Presidencial de El Salvador.
El Terremoto de San Salvador |
#AmorPorColombia
El Terremoto de San Salvador Narración de un superviviente / IV - De la Avenida Independencia al Barrio de San Jacinto
IV - De la Avenida Independencia al Barrio de San Jacinto


Texto de: Porfirio Barba Jacob
Con ánimo desalentado por lo infructuoso de la búsqueda, emprendemos de nuevo la marcha a través de la ciudad convulsa y dolorosa… Llegamos a la 4ª Avenida Sur y giramos hacia la izquierda. Empieza por ahí una de las zonas pobres de San Salvador: las casas de obreros de escaso salario, las pequeñas pulperías, las tiendas de reducido capital. Nada había, naturalmente, construido con elementos capaces de resistir la violencia de los sismos; y bastó el primer temblor para que toda aquella masa humana, lo mismo que la de otros barrios humildes –El Calvario, La Vega, Concepción, etc.– quedase condenada a vivir sin los objetos que hacen posible el trabajo doméstico, y a padecer la intemperie, el hambre y la desnudez.
Nuestros ojos ven, y casi no lo creemos, el gran estrago: ha sido total. De aquí en adelante, apenas hay muro que esté erguido, y los que aún no caen se ven fuera de sus cimientos, o vencidos, o a medio sostenerse por un extraño equilibrio. Los horcones y soportes del bahareque, corroídos por el comején, se quebraban abajo; los techos se hundían, y en la calle quedaba el reguero de tejas rotas; los muebles eran vueltos trizas por la pesadumbre de arriba… Las calles estaban casi solitarias, excepto en aquellos parajes de mayor amplitud, donde la gente esperaba, entre angustias de muerte, que cesara de una vez la oscilación de la tierra, que a veces se volvía trepidación, o que llegase la hora final, la hora de entregar el alma a su Creador, si es que ya estaba dispuesto que fuese aquel instante el último de la ciudad devastada.
El grupo de gentes reunidas en la plazuela del Zanjón de las Zuritas nos reveló claramente que estábamos entre las víctimas más lamentables: no había allí –salvo alguna excepción– trajes que mostrasen lujo, ni rostros delicados, ni manos con joyas de alto precio. Había –eso sí– el gran clamor humano, que lo mismo sale de pechos adulados por la seda que de gargantas percudidas por el sol y el aire libre: había la queja lamentable: había el coro de rezos incoherentes, que delatan la débil condición del hombre para resistir a las fuerzas ciegas. Había niños con ojos de espanto, y viejos temblones que se inclinaban con cristiana resignación al mandato de la fatalidad.
Al llegar a una esquina vimos, no lejos de nosotros, a un hombre que se apoyaba tranquilamente en un bahareque tumbado; será alguien –pensé yo– que, ya destruido su hogar, cuida de los despojos porque ladrones no le lleven lo que es su riqueza en ruinas. Nos acercamos con cautela:
—¿Qué hace usted ahí, hombre? –pregunté yo al solitario guardián de los escombros.
—Esperar la voluntá de Dios –respondió él.
—¿Y por qué no se va usted a la plazuela?
—¿No ve que si se acaba de caer esa pared puede matarlo?
Alzó la cabeza de un modo que me sorprendió: y, a la claridad indecisa que el volcán lejano y el incendio de la ciudad arrojaban sobre la escena, pude ver unas pupilas inmóviles, sin expresión, entre unas cuencas rojizas y horribles.
—Me abandonaron aquí, señor –repuso el ciego. Querer irme, sí quiero; pero no sé si en la calle habrá casas caídas y si voy a dar de bruces al caminar. Antes, yo tentaba con mi bordón, pero ahora todo está trastornado.
Guardó silencio y siguió inmóvil. Apenas, al sentir que la tierra temblaba, parecía escaparse de sus labios un murmullo sordo, semejante al que hacían aquella siniestra noche los ramajes de los árboles agitados por el terremoto.
Joaquín y yo insistimos en servirle de lazarillos; pero el hombre, poseído de súbito por un terror oculto, no quiso moverse de su sitio.
—Ya estoy resuelto a morir aquí –nos dijo por último.
Y en su sitio lo dejamos. Parecía una cariátide grotesca que hubiese conservado la integridad de su escultura en medio de los escombros. Sórdido, lamentable y sin ímpetus, en aquel paisaje alumbrado por un resplandor doblemente trágico, el ciego era la expresión más completa de la pequeñez humana.
A poco andar hubimos llegado a la iglesia de La Merced: los muros que la rodeaban exteriormente estaban hechos pedazos; las columnas, en revuelto hacinamiento de ladrillos, habían ido a parar a la mitad de la calle. Pero nada era comparable al estado en que se hallaba el vasto edificio de la Dirección General de Policía, situado al frente de la iglesia: la gran fábrica fue de las primeras en venir a tierra, excepto la oficina donde trabajaba el general Bolaños, que quedó intacta por un capricho del azar. Del resto de la casa se veía aún algo en pie, aunque en inminente peligro de venir al suelo al primer temblor. Pocas horas más tarde, no quedaba de aquello sino escombros amontonados sobre escombros.
En el interior de aquel edificio y de la Escuela Correccional de Menores –obra predilecta del general–, también en ruinas, pasaba una tragedia inenarrable. Los presos, que eran numerosos, fueron puestos en los patios desde que se advirtió el primer síntoma del desmoronamiento, y allí, lejos de grave peligro, los cuidaban algunos gendarmes. ¡Ah! Pero la idea de la prisión en aquellos instantes debió pesar sobre los espíritus de tales hombres, tanto como el más denso muro: berreaban cual si estuviesen expuestos a un potro de martirio, y los berridos, más como aullar de perros alucinados que como voces humanas, ponían espanto en el ánimo más viril. De algunas bocas salían cantos en los instantes en que cesaba el temblor; de otras, cuando la oscilación era muy violenta, salían maldiciones y blasfemias. Nada podría dar idea de aquello; nadie pintará aquel dolor, como no nazca un nuevo Dante para este nuevo infierno.
También los alumnos de la Escuela Correccional estaban puestos a buen seguro y vigilados en un patio. Y también daban gritos de angustia, envueltos en las nubes de polvo que a todos nos rodeaba, en la fatídica penumbra de aquella noche de pesadilla.
Partimos de la esquina de la 4ª Calle Poniente y la 6ª Avenida Sur y, andando hacia este rumbo, bajamos la empinada calle que lleva a la plazuela donde está la Administración de Rentas1. Encontramos una multitud semejante a la que llenaba todos los sitios abiertos. Reinaba allí, junto con el terror a la gran desgracia que se cernía sobre la ciudad, el terror de nuevas y más terribles desgracias que ya iban a venir: la fantasía trágica volaba por los cielos oscurecidos de aquellas mentes llenas de pesadumbre.
Alguien nos pregunta si es verdad que el volcán ha reventado por su base, y una inundación va a dejar sumergida la ciudad. Una mujer inquiere si es cierto que todos moriremos envenenados, a causa de la acción de los gases cuyo olor flota en el aire. Y así nos preguntan, nos preguntan, nos preguntan las más aflictivas y disparatadas cosas.
Huyendo de un mal olor a heces humanas y a despojos animales en putrefacción, que era muy perceptible en aquellos sitios, mi amigo y yo desistimos de cruzar el puente y, sin recordar el laberinto de las calles, doblamos por sobre la 2ª Calle oriente y tomamos la 3ª Avenida Sur. El desastre de aquellos rincones de la ciudad había sido completo, ni una casa en pie; ni siquiera las paredes inclinadas como en otras partes; todo yacía en el suelo. Y era una sucesión de viviendas deshechas, de montones de tierra y palos y cañas, de muebles destruidos, de tejas convertidas en pedazos. Ni un alma; sólo en las inmediaciones del puente Malespín, algunas docenas de familias buscaban refugio. Nos detenemos unos instantes, para oír, entre lágrimas de desolación, historias de ruina sin número. Todos aquellos sitios bajos de la ciudad, que comprenden parte de los barrios de La Vega, Candelaria y San Jacinto, habían sido envueltos por el magno desastre: era allí donde la Naturaleza se había ensañado con los hombres, y no les dejaba ni una casa, ni una buhardilla, ni un muro, ni un tapial en pie. ¿Qué mucho, si aquello es el centro del Valle de las Hamacas, el lugar de donde partió la designación funesta cuando apenas nacía la ciudad?
Después de andar por aquel dédalo de calles y callejas, Joaquín y yo comprendemos que no hay salida hacia San Jacinto y determinamos, rodeando el Rastro –cuyas tapias exteriores, al caer, lo habían dejado descubierto–, retornar al puente y pasar el Acelhuate, que antes dejamos a un lado. Y subimos la ardua cuestecita de La Vega, en la cual no hallamos un ser viviente. A lo sumo se distinguen allá, en los solares de las casas abatidas, pequeños grupos de familias que lloran la destrucción de sus viviendas. A un lado y a otro, todas las construcciones que albergaban a aquel pueblo están por tierra: ni una resistió el ímpetu nocturno del terremoto. Las casas no han caído, como en otras zonas, conservando la integridad de los muros y los techos y como con cierto orden; no: aquí se ven desarraigadas –por así decirlo–, estrujadas, revueltas; hay bahareques que fueron a parar a muchas varas del sitio en que se elevaban, y terrones y tejas a inconcebible distancia de la vivienda a la cual pertenecieron. Y así por entre ruinas cada vez más deplorables, más desoladas y más grandes, avanzamos en busca de la plazuela de San Jacinto.
A la medianoche, y al cruzar una esquina, notamos que en la calle próxima se esforzaban dos hombres con ánimo de héroes y catadura de gigantes, por apuntalar una casa que aún se medio sostenía en pie. Habían puesto ya un grueso soporte y pugnaban por afianzar el otro, cuyo extremo acababan de hincar en tierra. Nos detuvimos a contemplar aquel admirable caso de energía, a ver aquella voluntad en acción, que disputaba a la furia del terremoto hasta la última posibilidad de resistencia del hogar amado. Mas en aquel preciso momento vino el gran temblor de las doce –cuya violencia todos recordamos– y los dos héroes anónimos huyeron temerosos: la Naturaleza venía a decirles, bien elocuentemente por cierto y con palabras de ira, que todo esfuerzo contra ella en tales instantes era un esfuerzo inútil.
Un poco más adelante vimos un espectáculo tristísimo: un grupo de gentes que velaban en torno de un niño muerto. Quizá el primer temblor les sorprendió en aquella piadosa acción; entonces sacaron el cadáver al patio –en su pequeña caja blanca, rodeada de flores– para hacerle compañía. Las luces o se habían acabado, o no resistieron el polvo y la ceniza; es lo cierto que en torno se extendía la penumbra de la noche. Había rezos, gritos, cantos; y, entre todas las figuras que formaban el fúnebre cuadro, advertí yo la de la madre atribulada. El gran dolor de su alma no la dejaba sentir los movimientos de la tierra, y permanecía impasible al lado de su hijo muerto, mientras sus compañeras daban voces y echaban a correr a cada acto de ira de la tierra convulsa. Varias veces me volví para contemplar aquella tragedia particular de un corazón, dentro de la tragedia general de una metrópoli. Después las figuras se fueron borrando en la distancia, hasta que se perdieron por completo.
Íbamos a llegar a la Plazuela de San Jacinto, y ya oíamos el rumor que alzaba la multitud allí reunida. Un santo era llevado en procesión, y se le pedía con un tono de súplica y casi de cólera, que aplacase aquel ir y venir, aquel horrendo meneo de la tierra. Parece que el santo no tenía poder para realizar tamaño milagro; porque es lo cierto que en poco más de diez minutos, a partir de aquel en que lo vimos, hubo tres o cuatro temblores, aunque de escasa intensidad.
La plazuela ofrecía un curioso aspecto a causa del gran número de velas que estaban encendidas y que un airecillo, levantado a deshora, pugnaba por apagar en competencia con la arena de ultramonte. Algunas gentes –sobre todo algunos hombres– se habían echado por tierra y aparentemente dormían, arrebujados en sábanos o mantas. Y ni el clamor intermitente, que por momentos se hacía agudo, ni el olor a azufre, ni nada, los despertaba de su sueño. Otros bromeaban en los intervalos habidos entre temblor y temblor, pero al experimentar un vaivén demasiado fuerte se ponían serios, se incorporaban y hasta hacían coro a los rezos femeniles.
Joaquín me invitó a que nos acercáramos a la línea del tranvía, en el punto en que tuerce un poco para descolgarse hacia abajo. Y vimos la ciudad, recostada en el valle, al pie del centinela negro y mudo que le cierra el horizonte por el lado del Oeste. Allá, en la lejanía, se divisaban, blanquecinas en la penumbra de la noche –cada vez menos oscura– las altas torres de la Basílica de hoja de lata. Dominaban el paisaje porque eran la única nota alta y clara en el gran fondo oscuro y bajo. A su pie se movían de vez en vez pequeños puntos luminosos: eran las velas encendidas por quienes tenían aquel pequeño objeto consolador en medio de la tiniebla. Un poco hacia abajo resaltaban los últimos reflejos del incendio, pero su claridad no hacía visibles los edificios ni menos las figuras humanas: se extendía sobre grandes masas informes, de tonos confusos, que se borraban en la total negrura del panorama. Y nada más. Pero la imaginación sí veía claro, ayudada por el recuerdo doloroso: la imaginación reconstruía las escenas horrendas, y pasaban, nunca más semejantes que ahora a los vagos espectros de un cinematógrafo, las gentes medio locas por el terror, en una danza afanosa y doliente que ponía tonos de espanto en las pupilas dilatadas e inmóviles, y livideces de cera en las carnes, y sudor de muerte en las frentes cansadas… ¡Cuánta pena y cuánta inquietud en aquel pequeño recinto humano! ¿Cuántas lágrimas que nadie bajaba de los cielos a enjugar misericordiosamente, y cuántos sollozos que no hallaban eco en el corazón paternal de un Dios de clemencia?
Continuamos nuestra peregrinación a lo largo de cinco o seis cuadras, siempre por entre ruinas de lo que había sido aquel barrio humilde. A un hombre vimos que velaba, con una luz en la mano, el fondo de un taller donde aparecían ruedas y poleas: aquello habría sido, horas antes, una importante fábrica. Más lejos hallamos un perro que lloraba en la más trágica actitud: le cayó encima un tapial y le partió las patas traseras, que quedaron presas por los escombros; y ahora, dando aullidos largos y tristísimos, miraba a los transeúntes y movía alternativamente una y otra mano, como suplicando, en premio de su fidelidad a los hombres, que éstos le libertaran de la dura prisión. Yo hubiera querido llevar a cabo aquella obra; pero Joaquín, a quien nunca había sorprendido en un acto de injusticia o de grosería, me reprendió con aspereza por mi intento. Yo disculpé su destemplanza, pensando en que las grandes aflicciones nos hacen perder la ecuanimidad y nos vuelven intratables y duros de corazón.
Al pie de los barrancos que bordean la calle, en la parte en que ésta se convierte ya en camino real, allí cerca del campo abierto, había casas medio sumergidas entre la tierra. En lo alto de los barrancones –pero sin acercarse mucho al borde–, se agrupaban algunas gentes. Hubo quienes, dando un salto, bajaran para interrogarnos sobre las cosas que habían ocurrido en el centro de la ciudad. Volaban especies estupendas: que el Palacio Nacional había caído en añicos; que el Teatro estaba hecho trizas; que las cañerías, al reventarse, dejaban inundada la ciudad y multitud de personas perecían ahogadas. Tranquilizamos en lo posible a tales gentes, y echamos luego a andar, de grupo en grupo, buscando a Consuelo, a sus hermanitos y al aya, a quienes suponíamos refugiados en aquellos campos.
La muchedumbre diseminada por allá era de más de dos mil personas. Algunas, más aterrorizadas, habían trepado a mayor altura, pensando acaso en un próximo diluvio de fuego desde el volcán de San Salvador. Pocas gentes habían logrado extraer del fondo de las casas, en el momento de arruinarse éstas, algo de abrigo y de menaje. Y se esforzaban ahora por levantar las primeras toldas para pasar la noche. Los hombres iban y venían atareados, clavando estacas, amarrando cuerdas y varales, extendiendo sábanos para formar cobertizos… Las madres de hijos pequeños yacían con sus criaturas dormidas en el regazo. Y tal cual mozo bestial y estúpido se afanaba por galantear a una muchacha que, más provista de razón, mandaba a pasear al impertinente.
Dos o tres veces se movió la tierra por aquel entonces, dando motivo para que se repitieran las voces de espanto y los rezos y los gritos. Sin embargo, pudimos observar que una parte de las gentes, libre del temor de los muros y los techos, permanecía serena. Algunos individuos, reloj en mano, hasta medían el tiempo entre temblor y temblor, y nos advertían, por ejemplo: “hace ya nueve minutos que no hay nada; esto ya se va a acabar”.
Anduvimos en vano de un grupo en otro: Consuelo no estaba en San Jacinto. Y, rendidos al fin por la fatiga, nos dejamos caer en el césped, que negreaba por la lluvia de arena volcánica y estaba húmedo por la menuda lluvia de agua que a aquélla servía de compañera.
Joaquín, destrozado moralmente y lleno de cansancio muscular –(hay que tener en cuenta que estaba convaleciendo de penosa dolencia)– cerró los ojos y se durmió. Yo me entretuve contando los temblores, hasta que después de cuarenta y tantos perdí el número, y me puse a mirar a la montaña, que levantaba hacia el Sur Oeste su masa gigantesca.
Un pintor de genio hubiera podido copiar el panorama con unos pocos trazos de sombra y de luz, con grandes pla oscuros y rojizos. Tonos, muy contados. Sobre un horizonte negro destacábase una mole más negra, una mole de un negro absoluto. Fulgores intermitentes, hacia la parte en que la línea de la cordillera se deprime; y, suscitado por la claridad reverberante, uno que otro matiz de ocre profundo. ¡Ah!, pero esto cambiaba de pronto, y el monte aparecía manchado por vetas grises, y moradas, y otra vez negras; todo lúgubre, todo brotando sombríamente de entre las sombras y volviéndose a hundir en ellas. Arriba, en el cielo, las nubes, inmóviles, densas, como inmenso cortinaje de terciopelo suspendido sobre un teatro gigantesco durante un drama de colosos. Mas he aquí que la luz del volcán de ultramonte surge, neta y brava, en sucesión de relámpagos. Entonces el aire se mueve con violencia: diríase que el nubarrón asciende. Los bordes se le colaron de sangre, de amarillo naranja, de azul verdoso. Parece que arde del otro lado, en la falda invisible, una fragua que se alimenta con bosques enteros y donde caen y se evaporan ríos de ácidos. ¡Dios se ha vuelto alquimista, y se solaza con juegos proporcionados a su poderío! Cada fulgor trae su propio trueno, y como los fulgores reaparecen de instante en instante, los truenos se dan alcance en las cavernas misteriosas de la noche, y forman uno que parece materializarse, avanzar ondulando y apagarse en ondas lejanas, mientras otro y otro le suceden. De súbito el cortinaje, lejos de ascender, se mueve un tanto hacia la izquierda: un gran viento lo peina; entonces se rompe y, por breves minutos, hay figuras fantásticas de dragones, de grifos, de caballos alados, de hombres macrocéfalos, de aves en vuelo convulso, de esqueletos que cabalgan en mujeres de graciosas formas. Y todo se aviva y se transmuta y desaparece, según brillan o se apagan los relámpagos. Y de nuevo se inmoviliza el cortinaje, y de nuevo se le ven los bordes de un rojo de sangre, de un verde azulino, de un ocre profundo. Y siempre, siempre, siempre, aquel remoto y horrendo rimbombo rodando sordo en lo cóncavo de la noche.
Llamé a Joaquín de su precario sueño para que admirase la maravilla de las fraguas lejanas: entreabrió los ojos, miró con sobresalto, y se quedó después en muda contemplación.
Largo tiempo permanecimos allí, como en éxtasis. Sólo la lluvia de arena nos despertó de la abstracción, y entonces volvimos la vista en torno, y luego la dirigimos a la altura: el éter estaba sereno, y la luna y las estrellas brillaban con su dulzura cotidiana, como si aquí abajo no hubiese ningún dolor.
Eran después de todo, una sonrisa de los cielos, abierta piadosamente sobre un pueblo estremecido de angustia.
La tierra parecía haber entrado ya en un relativo sosiego: las oscilaciones eran cada vez menos frecuentes, y muchas personas se atrevían a dejar el campo y a regresar al interior de la ciudad. Joaquín y yo dispusimos hacerlo así, para continuar nuestras andanzas en busca de Consuelo y sus hermanitos. Por mi parte, me esforzaba en tranquilizar a mi compañero; él mismo, después de cerciorarse de que el terremoto había causado pocas, poquísimas desgracias personales, daba entrada al optimismo; sólo que seguía devanándose los sesos por descubrir el punto en que hubiese buscado refugio su familia. Se le ocurrió, finalmente, que quizá se hallase en el Campo de Marte. ¿Por qué no? Consuelo solía visitar a algunas amigas que tienen sus casas por aquel rumbo, y en una de tales visitas pudo sorprenderla el primer temblor. A mí me pareció lógica la inferencia, y me dispuse a acompañar al joven hacia el lejano extremo de la metrópoli.
Quisimos, antes de marchar, cerciorarnos de los daños que el terremoto hubiese causado en las grandes construcciones de la zona de San Jacinto: en la Escuela Normal, en el cuartel El Zapote2, en las torres del inalámbrico, en el Hospital Militar, en la casa del manicomio.
Entre las cosas lamentables de esta catástrofe, ninguna lo será más, para los espíritus que aman el arte, que la ruina de la Escuela Normal que se alzaba en aquel barrio, y que, después de gastos de gran magnitud, estaba ya casi para ser inaugurada3.
Aquel edificio era uno de los más costosos y bellos de la capital. Es más: ha habido peritos en materia arquitectónica, que sostengan que era el edificio más bello de toda Centro América. El atrevimiento y novedad de su estilo, la pureza de sus líneas, el primor de los detalles, la amplitud del conjunto, y un sello airoso, grave y alegre a un tiempo mismo, hacían de la Escuela una verdadera creación.
El arquitecto que había ideado y levantado aquella suntuosa fábrica, –portentoso poema de una fantasía noble y rica–, debe haber lamentado el desastre de la más bella muestra de su ingenio.
La escuela tenía el muro de la fachada anterior enteramente roto de Oriente a Poniente. El que mira hacia este último punto cardinal, presentaba un abultamiento que daba idea del gran desnivel ocasionado por los temblores. Todos los muros del interior veíanse hechos añicos. Y así, en muchos otros lugares, se notaba el estrago.
El edificio, según pensamos entonces, no podrá ser reparado; y lo que costó tanto y cifraba tan alto y noble orgullo, ha de ser demolido por completo. Las piquetas completarán la obra de los temblores.
Y nosotros lloramos la ruina de aquel palacio, porque con dificultad –a lo menos durante años– se volverá a alzar en estas tierras nada tan hermoso e imponente.
El cuartel El Zapote ofrecía, en su elevación, materia propicia a la furia de los temblores; era natural, pues, que resultase medio destruido. Demasiado resistieron aquellos muros; pero al fin se agrietaron, cedieron, rodaron en parte ante las continuas sacudidas. Uno de los garitones quedó casi a punto de desplomarse, y techo y paredes tenían, a las doce y media de la noche, un aspecto deplorable.
El Hospital Militar, apenas en construcción, mostraba sus paredones, aún sin remate, llenos de hendiduras por todas partes: era una fábrica vuelta ruinas antes de estar concluida.
Las torres del inalámbrico se mostraban aparentemente firmes sobre sus bases: pero, a la menor ondulación de la tierra, bailaban en su enorme altura como el palo de un buque en naufragio, e infundían con aquel vaivén un pánico sobrehumano en las gentes que lo contemplaban.
En el manicomio el desastre no había sido sólo material: bajo los muros que cayeron súbitamente con horrísono estruendo, quedaban varios de los pobres enfermos de almas ausentes, despachurrados, aplastados, en repugnante confusión de miembros sangrientos y cráneos donde blanqueaban los sesos fuera de su sitio y revueltos con polvo. Se dice que la víctimas fueron cuatro. El edificio se arruinó precisamente por la parte de las celdas, en ambas secciones, antes de que hubiera tiempo de poner en salvo a los vesánicos. Y si no fue mayor el número de las desgracias, ello se debió a un capricho del destino; o, como diría un férvido creyente, a que hay una Providencia que asigna a cada cual su hora suprema.
Mi amigo y yo dejamos aquellos tristes contornos. Por última vez dirijo la vista hacia la maravilla de colores que el fuego desenvuelve, al dorar la cumbre lejana, y contemplo el prismático atavío de la negra nube de la altura. Y pienso, al retirarme, en los pobres locos… Tal vez ellos eran, en la ciudad afligida, los únicos seres que estaban en armonía con la Naturaleza. Porque la Naturaleza parecía loca. Como una loca danzaba entre la noche: y, a fuero de loca, estrujaba hasta echar por tierra la obra que resume los afanes de un gran pueblo. Y alguien hubiera podido decir –si ello no constituyese una blasfemia– que también estaba loco el Ser Invisible y Supremo en quien reposan el equilibrio y el sosiego del mundo.
Notas
- Esta institución de recaudación tributaria fue fundada en 1888. Aunque su edificio sufrió daños menores por los terremotos de 1917 y 1919, fue arrasado por la inundación del 12 de junio de 1912, ocasionada por el desborde del río Acelhuate y la cual anegó la mayor parte de barrios del sur de San Salvador. La siguiente edificación, que aún subsiste, fue hecha en 1927.
- El Cuartel El Zapote fue creado en 1895 y en sus instalaciones funcionó la Escuela Politécnica Militar durante el año 1907. Designada sucesivamente como Primer Regimiento de Artillería, Comando de Transmisiones de la Fuerza Armada, Comando de Ingenieros y futura sede del Museo Militar de El Salvador, esta institución militar ha tenido importante participación en varios golpes de Estado. Así, tuvo un papel preponderante después del martes 14 de diciembre de 1948, cuando un Consejo Revolucionario de Gobierno derrocó al general Salvador Castaneda Castro e instaló su despacho ejecutivo provisional entre los muros de dicha instalación castrense.
- El 20 de junio de 1911 y por mandato del Presidente doctor Manuel Enrique Araújo, fue adquirida por el Estado la llamada Quinta Natalia, ubicada en el barrio de San Jacinto, al sur de la ciudad capital. Esta finca de recreo perteneció a Pedro Ramos, a quien le fue comprada por doce mil colones. Tras la adquisición, sus primeros planos fueron elaborados por el ingeniero Luis Francés, ya que en ella se buscaba construir a la Escuela Normal de Varones o de Maestros. El Presidente Carlos Meléndez colocó la primera piedra del nuevo edificio, el 21 de septiembre de 1913. Erigido por el ingeniero y químico Luis Fleury y por el polémico arquitecto y contratista italiano Gino L. Zaccagna, la estructura levantada por ellos fue dañada gravemente por los terremotos del Jueves de Corpus Christi de 1917 y del lunes 28 de abril de 1919. Sin concluir la obra iniciada, el arquitecto Zaccagna se marchó a pelear al frente austríaco, en junio de 1916, durante la Primera Guerra Mundial. Por su parte, el ingeniero Fleury falleció en San Salvador, el martes 16 de marzo de 1948. Remodelado y restaurado por el arquitecto Amalio Lara, el edificio fue puesto en funcionamiento a partir de la mañana sabatina del 9 de agosto de 1924, cuando la Escuela Normal de Maestros estaba bajo la dirección de los pedagogos alemanes Peter Bock y Erich Loll. Tras el golpe de Estado de diciembre de 1931, los educadores en formación fueron desalojados del edificio y el mismo fue sometido a obras de reparación y modernización, coordinadas por el ingeniero italiano Augusto César Baratta del Vechio a partir de la tercera semana de ese mismo mes y año. Así surgió la actual Casa Presidencial de El Salvador.