- Botero esculturas (1998)
- Salmona (1998)
- El sabor de Colombia (1994)
- Wayuú. Cultura del desierto colombiano (1998)
- Semana Santa en Popayán (1999)
- Cartagena de siempre (1992)
- Palacio de las Garzas (1999)
- Juan Montoya (1998)
- Aves de Colombia. Grabados iluminados del Siglo XVIII (1993)
- Alta Colombia. El esplendor de la montaña (1996)
- Artefactos. Objetos artesanales de Colombia (1992)
- Carros. El automovil en Colombia (1995)
- Espacios Comerciales. Colombia (1994)
- Cerros de Bogotá (2000)
- El Terremoto de San Salvador. Narración de un superviviente (2001)
- Manolo Valdés. La intemporalidad del arte (1999)
- Casa de Hacienda. Arquitectura en el campo colombiano (1997)
- Fiestas. Celebraciones y Ritos de Colombia (1995)
- Costa Rica. Pura Vida (2001)
- Luis Restrepo. Arquitectura (2001)
- Ana Mercedes Hoyos. Palenque (2001)
- La Moneda en Colombia (2001)
- Jardines de Colombia (1996)
- Una jornada en Macondo (1995)
- Retratos (1993)
- Atavíos. Raíces de la moda colombiana (1996)
- La ruta de Humboldt. Colombia - Venezuela (1994)
- Trópico. Visiones de la naturaleza colombiana (1997)
- Herederos de los Incas (1996)
- Casa Moderna. Medio siglo de arquitectura doméstica colombiana (1996)
- Bogotá desde el aire (1994)
- La vida en Colombia (1994)
- Casa Republicana. La bella época en Colombia (1995)
- Selva húmeda de Colombia (1990)
- Richter (1997)
- Por nuestros niños. Programas para su Proteccion y Desarrollo en Colombia (1990)
- Mariposas de Colombia (1991)
- Colombia tierra de flores (1990)
- Los países andinos desde el satélite (1995)
- Deliciosas frutas tropicales (1990)
- Arrecifes del Caribe (1988)
- Casa campesina. Arquitectura vernácula de Colombia (1993)
- Páramos (1988)
- Manglares (1989)
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- La última muerte de Wozzeck (2000)
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- Casa Guatemalteca (1999)
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- Ana Mercedes Hoyos. Retrospectiva (2002)
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- Aves del Llano (1992)
- El año que viene vuelvo (1989)
- Museos de Bogotá (1989)
- El arte de la cocina japonesa (1996)
- Botero Dibujos (1999)
- Colombia Campesina (1989)
- Conflicto amazónico. 1932-1934 (1994)
- Débora Arango. Museo de Arte Moderno de Medellín (1986)
- La Sabana de Bogotá (1988)
- Casas de Embajada en Washington D.C. (2004)
- XVI Bienal colombiana de Arquitectura 1998 (1998)
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- Jacanamijoy (2003)
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- Guadua. Arquitectura y Diseño (2003)
- Enrique Grau. Homenaje (2003)
- Mauricio Gómez. Con la mano izquierda (2003)
- Ignacio Gómez Jaramillo (2003)
- Tesoros del Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario. 350 años (2003)
- Manos en el arte colombiano (2003)
- Historia de la Fotografía en Colombia. Museo de Arte Moderno de Bogotá (1983)
- Arenas Betancourt. Un realista más allá del tiempo (1986)
- Los Figueroa. Aproximación a su época y a su pintura (1986)
- Andrés de Santa María (1985)
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- Manizales de ayer. Album de fotografías (1987)
- Ramírez Villamizar. Museo de Arte Moderno de Bogotá (1984)
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- Las fronteras azules de Colombia (1985)
- Botero en el Museo Nacional de Colombia. Nueva donación 2004 (2004)
- Gonzalo Ariza. Pinturas (1978)
- Grau. El pequeño viaje del Barón Von Humboldt (1977)
- Bogotá Viva (2004)
- Albergues del Libertador en Colombia. Banco de la República (1980)
- El Rey triste (1980)
- Gregorio Vásquez (1985)
- Ciclovías. Bogotá para el ciudadano (1983)
- Negret escultor. Homenaje (2004)
- Mefisto. Alberto Iriarte (2004)
- Suramericana. 60 Años de compromiso con la cultura (2004)
- Rostros de Colombia (1985)
- Flora de Los Andes. Cien especies del Altiplano Cundi-Boyacense (1984)
- Casa de Nariño (1985)
- Periodismo gráfico. Círculo de Periodistas de Bogotá (1984)
- Cien años de arte colombiano. 1886 - 1986 (1985)
- Pedro Nel Gómez (1981)
- Colombia amazónica (1988)
- Palacio de San Carlos (1986)
- Veinte años del Sena en Colombia. 1957-1977 (1978)
- Bogotá. Estructura y principales servicios públicos (1978)
- Colombia Parques Naturales (2006)
- Érase una vez Colombia (2005)
- Colombia 360°. Ciudades y pueblos (2006)
- Bogotá 360°. La ciudad interior (2006)
- Guatemala inédita (2006)
- Casa de Recreo en Colombia (2005)
- Manzur. Homenaje (2005)
- Gerardo Aragón (2009)
- Santiago Cárdenas (2006)
- Omar Rayo. Homenaje (2006)
- Beatriz González (2005)
- Casa de Campo en Colombia (2007)
- Luis Restrepo. construcciones (2007)
- Juan Cárdenas (2007)
- Luis Caballero. Homenaje (2007)
- Fútbol en Colombia (2007)
- Cafés de Colombia (2008)
- Colombia es Color (2008)
- Armando Villegas. Homenaje (2008)
- Manuel Hernández (2008)
- Alicia Viteri. Memoria digital (2009)
- Clemencia Echeverri. Sin respuesta (2009)
- Museo de Arte Moderno de Cartagena de Indias (2009)
- Agua. Riqueza de Colombia (2009)
- Volando Colombia. Paisajes (2009)
- Colombia en flor (2009)
- Medellín 360º. Cordial, Pujante y Bella (2009)
- Arte Internacional. Colección del Banco de la República (2009)
- Hugo Zapata (2009)
- Apalaanchi. Pescadores Wayuu (2009)
- Bogotá vuelo al pasado (2010)
- Grabados Antiguos de la Pontificia Universidad Javeriana. Colección Eduardo Ospina S. J. (2010)
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- Apartamentos. Bogotá (2010)
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- Artistas por la paz (1986)
- Reglamento de uniformes, insignias, condecoraciones y distintivos para el personal de la Policía Nacional (2009)
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El Terremoto de San SalvadorNarración de un superviviente / III - Del Hospital Rosales a la Avenida Independencia |
III - Del Hospital Rosales a la Avenida Independencia

Texto de: Porfirio Barba Jacob
Hacía ya diez minutos que la tierra estaba sosegada, cuando Joaquín vino a llamarme al grupo que formaba yo con algunos compañeros hacia la parte media del escaño. Y a pesar de la oscuridad de la noche, pude advertir, no sé si en sus pupilas o en el ademán de su rostro, una gran tortura y una insinuación perentoria. Ciertamente, yo también deseaba ir a la ciudad en busca de la dulce niña de ojos castaños, pero un sentimiento de pudor me había vedado proponerlo. Ahora era su hermano mismo quien me invitaba a realizar el viaje, y yo, naturalmente, me presté a ello con el corazón pronto y resuelto. No hubo exceso de palabras explicativas: “¡Vamos¡” –me decía el rostro ingenuo y franco, ennoblecido por la abnegación–. “Vamos” –repuse yo, más con los movimientos que con la voz–. Y echamos a caminar, calle abajo, medio alumbrados por el intenso resplandor del incendio que se alzaba a lo lejos.
¡Ah, no olvidaré jamás, no podría olvidarlo, aquel capítulo de la tragedia! Si hasta entonces había sido grande el terror, ahora iba a volverse inefable como los tormentos del infierno. Fue una marcha zigzagueante por entre paredes que vacilaban, a través de nubes de polvo, rompiendo grupos lamentables de mujeres y niños, sintiendo a cada minuto una nueva conmoción, oyendo por donde quiera el estrépito de una ciudad medio demolida que acababa de venir a tierra… Fue una marcha desatentada, sin rumbo fijo: parecíamos fantasmas acosados por la maldición de Dios. Se hubiese dicho que anhelábamos la muerte, que íbamos en pos de ella. En medio de aquel mundo estremecido que se desmoronaba ante nuestros pasos; en aquella oscuridad; oyendo voces de angustia en lo interior de las ruinas, sin saber si venían de gente opresa por los escombros o de grupos que esperaban en los patios la hora final; bajo la lluvia de arena y respirando siempre aquellos olores a ácidos funestos; corriendo acá parándonos más allá; avanzando ahora y luego retrocediendo; tratando de asirnos a algo firme cuando no podíamos tenernos en pie a causa del terremoto; atormentados por los relámpagos que seguían a cada erupción y por el incesante retumbo, que se agrandaba en quién sabe qué cavernas, que hacía pensar en cañones gigantescos o en carros arrastrados por caballos locos sobre la superficie de una ciudad minada por subterráneos próximos a desplomarse… los dos hombres éramos la más perfecta representación de la debilidad humana frente a las fuerzas ciegas e inexorables de la Naturaleza.
Cuando emprendimos la excursión a lo largo de la 7ª Calle Poniente, una multitud de más de tres mil personas parecía esperar, dispersa de un extremo a otro, el funesto desenlace de aquel duelo entre la vida y la muerte. A la actividad de los instintos, al ir y venir ilógicos, sucedían el estupor, el lúgubre silencio, la quietud de los cuerpos fríos y extenuados. Unas pocas familias habían sacado parte de sus muebles y abrigos, pero aún no se atrevían a organizar aquellos despojos de la antigua propiedad para transcurrir en medio de ellos lo que aún faltaba de la infausta noche. Y todos los rostros se volvían hacia la montaña estremecida, cuyo fuego lejano les daba tonos lívidos y siniestros. Y los contornos semi-iluminados, que se deshacían en sombra densa, eran como bocetos bárbaros de un Rembrandt redivivo sólo para la expresión de una tragedia universal.
Joaquín y yo buscábamos el centro de la calle cuando no nos lo vedaba la muchedumbre. A veces teníamos que acercarnos a los muros, pasar a su alcance. Así nos ocurrió al llegar al edificio de la Junta de Agricultura1, y en esos momentos acababa de arruinarse, casi en silencio, la tapia de la calle. Yo me detuve: Joaquín saltó lateralmente, y su agilidad le libró entonces.
Cuando pasamos junto a la Basílica2, no temblaba; pero, unos momentos más tarde, el ruido nos hizo advertir que otra vez iba y venía el suelo a nuestro paso. Yo volví el rostro, y vi las altas torres: estaban en un baile que infundía espanto: a cada vez que se mecían, describían en el aire un trazo en que hubieran podido caber millones de mundos. Daban la impresión que dan los mástiles de una fragata cuando se empinan y se hunden a merced de la furia del oleaje. Sin embargo, el altísimo edificio seguía firme, con su gótico exagerado de hoja de lata, tal como si su fealdad arquitectónica fuese una garantía de persistencia en medio de aquel gran desastre de la riqueza y de la estética.
Frente a la casa del doctor Carlos Leiva, que aún estaba en pie, pero que crujía en el interior siniestramente, lloraban dos niños en ropas de dormir, tal vez en desamparo por haber perdido a sus padres en la confusión de la huida. Y más lejos, frente a la Dirección de Instrucción Primaria, yacía por tierra, víctima de un síncope, una señora que delataba en su rostro, débilmente alumbrado por manos familiares, la distinción de su origen y el desahogo de su posición social.
Más adelante advertimos un acre olor a ácidos, algo que producía mareos y acrecentaba el dolor de las sienes. Y por debajo de una puerta se escapaba un arroyo lento… lento… Aquello era la Farmacia de Toledo.
Llegamos, por fin, a la esquina que está dominada por la Tesorería General y la Escuela Politécnica3, y el aspecto de los dos edificios, ya desmoronándose, nos hizo suspender bruscamente la marcha y mirarnos con recelo. ¿Nos atreveríamos a pasar? Yo cerré los ojos y me lancé como un demente; cuando volví a darme cuenta de mí, Joaquín estaba a dos pasos.
La tierra continuaba temblando cada dos o tres minutos, y a veces con tanta intensidad como en las primeras horas de la noche. A cada nuevo temblor subía al aire un coro de voces de angustia; subía, no de un punto, no de una calle, no de una plaza, sino de la ciudad entera. Y la ciudad se ponía de rodillas y alzaba los brazos al cielo.
El Palacio Nacional, enhiesto y soberano –como si su belleza fuese la única respetable opuesta a la sorda furia de los elementos–, levantaba ahí cerca, al mecerse con los vaivenes de la tierra, un ruido aterrador. Y así, a despecho de su solidez –¡ya un tanto quebrantada por dentro!– más bien aumentaba nuestro pánico. No quisimos llegar hasta él, y arrancamos derecho hacia el parque de Bolívar4.
El parque era un mar de gentes: ondeaban las cabezas, se movían arriba las manos implorantes como ramas de árboles sin hojas que un huracán sacude. Pero hacia la parte central veíase un gran claro: un claro que formaba, en torno del monumento al héroe insigne, el círculo libre abierto por el temor.
¡Ni quién se hubiese atrevido a acercarse al bronce eminente, que a cada nuevo temblor se movía en su pedestal como si ya fuese a rodar en añicos!
Mi amigo insiste –y yo no quiero contrariarlo– en que acaso su hermana haya podido llegar a este sitio. ¿Y por qué había de venir, atravesando vías peligrosas, cuando en la Avenida, donde estaba su casa, le ofrece la calle ancha el mejor refugio? Pero, en fin, el miedo abre la puerta a los absurdos: busquémosla en el parque… Andando, andando, presas de angustia indescriptible, recorremos aquel jardín, donde no hay nadie que pueda indicarnos la suerte de Consuelo.
Entre tanto, la tragedia de aquella noche ofrecía a nuestros ojos una de sus más imponentes escenas: por encima de los árboles y de las gentes, dominándolo todo con su resplandor, aparece el incendio cercano. “El Fénix”, el “Café Nacional” y la farmacia de la Cruz Roja5, continúan ardiendo; pero ya los muros principales se han derrumbado. De vez en vez se eleva una gran llama, y millones de chispas salen en haces y se dispersan en la altura: lenguas voraces se extienden hacia uno y otro punto, como si quisiesen abrasar más y más espacio. Y hay llamas azules, y llamas de un verde pálido, y llamas de un matiz violeta, y llamas sangrientas: son los ácidos que hacen juegos de colores al ponerse en contacto con la lumbre.
Nos acercamos cuanto es posible. Al fondo se ve el Teatro Colón6, ya arruinado y que parece luchar con la impertinencia de la flama, que quiere envolver los ladrillos incombustibles. Y, por el otro extremo, el Lion D’Or7, ya con fuego en lo alto, presenta un espectáculo desolador.
Lo que ven nuestros ojos entonces resulta imponente y magnífico: una legión de atletas luchan por localizar el fuego y poner fin al desastre. Primero han acudido algunos jóvenes cadetes de la Escuela Politécnica; ahora son los miembros de la Policía Municipal y de la Policía de Línea los que se baten como bravos y resultan los héroes de la jornada: ellos mueven las bombas, ellos trepan a lo alto por escaleras que se bambolean al peso de sus cuerpos. Los sacuden los temblores sucesivos, y todo, hombre, escalera, pared en que ésta se apoya, suelo en que se sustenta el edificio, todo danza. Los rostros son rojos, rojos en aquel baño de luz ardiente: rostros infernales. Pero nada hace ceder el coraje de tales hombres, parece que ya perdieron el instinto de la vida…
Los derrumbes continúan: ora porque no hay pared que resista al terremoto, ora porque, si no tiembla, falta el apoyo de otra pared que ya cedió. Y la gran columna ígnea va a confundir sus resplandores, a lo lejos, con los resplandores de la lava, que fluye en ríos caudalosos tras la negra mole del volcán de San Salvador…
De entre las gentes que miran como sonámbulas la amplia brecha que el incendio abre en las negruras de la noche, sale de pronto un rumor:
—¡El Presidente de la República!
En efecto, es el señor Presidente8. Su presencia infunde valor, da fuerza: es como un conjuro a la voluntad para que se haga superior al desastre. Su semblante revela una serenidad dolorosa. Contempla el espectáculo, pero no le oímos proferir una palabra. Y es que la tortura que pesa sobre su ánimo en estos momentos es inmensa. Él mide lo cercano y lo lejano. Ama a su pueblo, y le ve arruinarse.
Sabe muy bien lo que este terremoto y este incendio y esta conmoción significan en la vida del país: deshecha casi en su totalidad la magna obra del progreso de la metrópoli, abrasados los cafetales en una vasta zona, tal vez ardiendo los bosques, arrasadas probablemente poblaciones enteras del otro lado de la montaña, ¿cuál no es la terribilidad de los problemas que se presentan? Ahora la pavimentación de la ciudad, –ahora el establecimiento de los tranvías eléctricos, –ahora quizá la conclusión de muchos de los caminos carreteros –bellos sueños, todos éstos, que estaban ya próximos a realizarse–, ¿cuánto tiempo irán a verse pospuestos? Y antes que el trastorno en tal orden de cosas ¿cómo no atormentará al Primer Funcionario la idea de las víctimas personales, de las familias y aun de los pueblos que quizá perecieron íntegros en esta sombría hecatombe?
Poco después, y cuando ya el Presidente se ha retirado, se oye un gran estruendo, se ven brotar densas nubes de polvo, se experimenta una vibración de la tierra, distinta de la que causan los temblores. Y del kiosco surge un grito de angustia.
—¡Los policías aplastados! ¡Los mató la pared!
Era que uno de los muros del teatro Colón acababa de desplomarse, en el instante mismo en que varios gendarmes, ahí cerca, conducían una manguera para la lucha contra las llamas.
Joaquín y yo damos vueltas por entre la muchedumbre implorante; él inquiere por aquí, por allá, pero todos sus requerimientos son inútiles: ninguno de sus amigos le da noticia de Consuelo. Y entonces echamos otra vez a andar, en nuestra marcha zigzagueante y pavorosa…
Salvamos rápidamente la distancia que nos separa del parque Dueñas9, y llegamos a presenciar aquí escenas semejantes a las que nos han llenado de tristeza en el parque Bolívar. Es innumerable la multitud: y, como en todas partes, se estrecha, se apelmaza, plañe, impetra, solloza, gime, ruega, va, viene, se echa por tierra, torna a levantarse, alza las manos, erige reliquias de santos, se abraza a los árboles, da vueltas en torno de un mismo sitio, llora, pregunta, y vuelve con terror los ojos hacia el cielo, iluminado fatídicamente. Aquí, como en el otro parque, está gran parte de la aristocracia de la capital: todas aquellas matronas, y aquellas señoritas, y aquellos caballeros, y aquellos niños, que vivían en el centro de la metrópoli y que pudieron salir.
Pero en este sitio hay pocos lugares que no ofrezcan peligro. Exteriormente están las columnatas que sostienen la verja, y que se han derrumbado en parte: lo que subsiste es amenaza inminente. Al centro está aún en alto, ya sin mármoles, ya sin bronces, ya sin planchas de alto relieve alegórico, el costoso y bello monumento a la Libertad…10 Las estatuas yacen en grotescas posturas, al pie, entre pedazos de ricas piedras y ricos ornamentos: y arriba, aún sobre la varilla de hierro que la sustentaba, vese la figura del Ángel que eleva las dos coronas simbólicas; mas la varilla se ha doblado, y el Ángel vacila, inclinándose fuera del centro de gravedad, en inminente riesgo de caer… Y todos huyen de él con escalofrío… Y él sigue en la cima, como si ex profeso se hubiese ladeado hasta lo inverosímil para mirar mejor tanta pena y tantas lágrimas.
Por otra parte se yergue el kiosco: ya sus columnas se han reventado, y no sólo no da abrigo a la despavorida multitud, sino que ni aun la deja acercarse: tal es el miedo que infunde.
También en este parque ha sido inútil la busca: Consuelo no está y nadie nos da razón de su paradero. Pues vámonos: hacia la Avenida Independencia.
Y andando, andando, llegamos a la esquina de la Logia Masónica11. Aquel edificio es ya una ruina: toda la fachada está en el suelo, hecha pedazos; y apenas si resisten, a punto de desmoronarse, restos de las columnas que la soportaban. Las gruesas varillas de hierro quedaron retorcidas: el globo, el inmenso globo que simbolizaba el mundo, está entre los escombros. Y las paredes que aún se mantienen erguidas, amenazan caer al impulso del primer temblor que sobrevenga.
Recorremos, suspensos entre la vida y la muerte, la cuadra que partiendo de la Logia en ruinas va a dar al cuartel del Primer Regimiento de Infantería12. Inmóvil en aquel sitio, y como petrificado por el espanto, yace un grupo de más de cincuenta personas. Unas se han encaramado en el automóvil de Vittorio Vignolo; otras tiemblan y aguardan en la parte más espaciosa de la confluencia de las calles.
La casa de la respetable familia de doña Ana viuda de Rivas está desmoronándose, y los muros que ceden levantan nubes de polvo que sofocan la respiración; las altas murallas del cuartel van y vienen a cada nueva sacudida del suelo; y no lejos de allí, por la parte que mira al alto edificio militar, la casa de los Presidentes de El Salvador13 muestra el inmenso estrago que la ira de los temblores ha hecho en sus paredes… Nos detenemos para formar, por breves instantes, parte de aquella reunión despavorida. Y, a la verdad, en ningún sitio es mayor la angustia ni son más clamorosos los ayes y las súplicas al cielo. Hasta los niños tienen ojos de espanto; hasta sus frentes de inocencia se han cubierto de sudor y negrean por el polvo y la arena volcánica. Y nadie se atreve a huir: por todas partes los edificios vacilan y crujen. De pronto, a un vaivén más fuerte que los anteriores, el grueso muro de ladrillos del cuartel se raja, con sordo ruido, y la inmensa mole del garitón –de donde acaba de ser retirado el centinela– viene abajo con un estruendo atronador. Los ladrillos se desparraman por el suelo, rojos como si estuvieran teñidos de sangre, y el grupo lamentable se dispersa un momento, en medio de aullidos de pavor… ¡La muerte ha rozado con sus alas todas las frentes! Y hay después un silencio largo, largo, preñado de lágrimas, en el cual no se oye sino el retumbo lejano del monte en cólera y el ahogado sollozo de las mujeres y los niños.
Aquel espectáculo ha desgarrado mi corazón, y el amor se sobrepone en mí al instinto de mi propia salvaguardia. Pienso en mi madre, ¿no es acaso allá, en la comarca de ultramonte, ahora removida por el volcán, donde yace la noble mujer que me dio vida? Y pienso después en Consuelo: ¿dónde estará la joven, tal vez desamparada en medio del pavor y de la confusión de esta hora horrenda?
No, no es posible detenernos. ¡Joaquín, vámonos de aquí! Vamos en busca de la pobre niña; después iremos en busca de la pobre anciana. Sí: salvaremos distancias, traspondremos cumbres, llegaremos hasta el propio torrente de materias ígneas… Yo pediré a la lava ardiente, y a la tierra convulsa, y al cielo impasible, los despojos de mi madre…
¡Vámonos de aquí, Joaquín!
Mis venas van a romperse, a saltar en pedazos. Y emprendo una carrera loca, sin que me importe la amenaza de los edificios, sin reparar siquiera en el gran dolor circundante.
Todas estas calles están en ruinas: apenas hay casa que haya resistido. Los escombros se amontonan a un lado y a otro; y por los grandes agujeros de estas viviendas, cuyas paredes caen como la carne de los leprosos, vense aún, en el interior, los muebles y las ropas de las pobres familias: ¡todo estaba dispuesto para la vida, y todo yace ahora bajo la garra de la muerte!
Un gran rumor de voces que claman socorro y de llantos espasmódicos, nos indica que vamos a llegar a un sitio en que hay gran número de refugiados. Y en efecto, nos acercamos a la plazuela de Cervantes, donde comienza la Avenida de la Independencia14. El pequeño prado de césped, los ángulos libres de las calles, todo lo invade una humanidad opresa por el terror. Más de mil personas piden allí la misericordia divina. Hay caras protegidas por pañuelos para librarse de la molestia del polvo y el olor a azufre; hay bellas damas con los ojos rojizos por el llanto, que se apoyan trabajosamente en los brazos de sus padres y hermanos; hay madres con pequeñas criaturas en brazos, y las lágrimas de unas y otras se juntan y corren hacia el suelo estremecido. Y se escuchan voces que piden agua. Toda la ciudad está sedienta: el polvo ha secado nuestras gargantas, llena nuestras fosas nasales, pinta de oscuros tonos nuestros rostros. La saliva falta en nuestras glándulas abrasadas. Y queremos agua. Y la pedimos en vano. Y este último tormento se hace insufrible. ¡Agua! ¡Agua! ¡Agua! Pero nadie nos oye, ni en el cielo ni en la Tierra. Y en vez del agua refrescante, la fatalidad nos envuelve en nuevas y más densas nubes de polvo y arena.
Las estatuas de la Avenida se han ido al suelo casi todas: pocas son las que resisten sobre sus pedestales y bailan en ellos una danza cómica. Vírgenes de mármol, bustos de generales y togados, figuras mitológicas, muestran su blancura confundida con míseros despojos.
La casa donde vivían Consuelo y sus dos hermanos menores, en compañía de una pobre vieja que era su aya, está arruinada: ¿a dónde ha ido la familia? Nadie nos responde. La desesperación de mi compañero raya casi en locura: grita con todos sus pulmones. Y tan sólo el volcán, allá a lo lejos, tiene un retumbo como respuesta a la dolorosa interrogación.
Hemos andado, dando voces, a lo largo de toda la Avenida. Llegamos hasta el fin: sólo muchedumbre dolorosa y pavórica, sólo ruinas y ruinas… Contemplamos por breves segundos el Instituto Salesiano –la gran casa de cemento: está hecha trizas–. Y regresamos en busca de un sitio de salida. Vamos hacia San Jacinto, lugar donde yacen muchos refugiados. Los leones rampantes, adheridos aún al sustentáculo, parecen reír de nuestras figuras de espectros.
Un gran temblor nos sorprende en esta fuga fantástica, y oímos de toda la vasta calle elevarse el clamor doliente. Y deseamos la muerte: ¡que se acabe todo de una vez! ¡Que los montes se den unos contra otros! ¡Que el aire se encienda y nos consuma como leves pajas entre sus llamas! Pero que cese este horrible tormento y que la nada nos acoja en su seno piadoso.
¡Dios santo, misericordia!
Notas
- Actual sede del Ministerio de Salud Pública y Asistencia Social, sobre la Calle Arce.
- La Basílica del Sagrado Corazón fue diseñada por el escultor, pintor y maestro en arquitectura Pascasio González Erazo (1848-1916). Aunque nunca se reunió el fondo suficiente para poder colocarle el rosetón principal en la fachada, fue construida en estilo gótico a partir de 1900, con materiales de lámina troquelada y fina madera procedentes de Bélgica e Inglaterra, vitrales creados en Italia y enladrillado hecho por la firma ítalo-salvadoreña Ferracutti.
- Sobre la Avenida España, el antiguo Edificio de la Tesorería General de la República albergó a las oficinas de la Dirección de Correos Nacionales hasta 1985, cuando fue demolido. La Escuela Politécnica o academia militar salvadoreña funcionó en un inmueble situado al lado de la Universidad Nacional, en el costado poniente de la Catedral Metropolitana, donde en la actualidad se encuentra el parquecito José de San Martín. Éste fue sólo uno de los tantos edificios y locales que ocupó esta academia de formación castrense durante su existencia, que abarcó desde el 24 de agosto de 1900 al 17 de febrero de 1922, cuando los cadetes se sublevaron y la institución fue clausurada mediante un decreto presidencial.
- Para contribuir a realzar la belleza arquitectónica del primer Palacio Nacional de San Salvador (15 de enero de 1866-19 de noviembre de 1889), en el sitio de la rústica y colonial plaza de la iglesia y convento de Santo Domingo fue construido el Parque Central o Plaza Principal, erigido bajo la dirección del general español Luis Pérez Gómez y dotado con una fuente al centro, árboles de mamey y naranja, cuadros de arbustos y jardines con una baranda de hierro que los circundaba. Denominado Parque Bolívar durante el régimen de los hermanos Ezeta (1890-1894), en su parte central fueron erigidos dos sucesivos quioscos (1875 y 1891), destinados al esparcimiento popular y a la interpretación de música europea por los integrantes de la Banda de los Altos o Supremos Poderes. En sustitución del último quiosco, el 29 de agosto de 1910 fue colocada en su lugar una estatua ecuestre del ex presidente general Gerardo Barrios, ordenada mediante sendos decretos emitidos el 29 de agosto de 1893 y el 11 de marzo de 1910. Creado en Italia con bronce y granitos (artificial y rosa de Baveno), ese conjunto escultórico fue traído e instalado por la casa comercial del arquitecto veneciano Alberto Ferracutti. Llamado Parque Barrios gracias a un acuerdo ejecutivo del 27 de agosto de 1931, a partir del lunes 10 de julio de 1950 fue sometido a severos trabajos de demolición, que arrasaron con el removido quiosco y con sus jardines circundantes. Convertido en parqueo de automóviles durante varios años, el parque fue sede de muchas manifestaciones sindicales y expresiones populares durante los años de la guerra y la firma de los Acuerdos de Paz, cuando su nombre oficial había sido ya cambiado por el de Plaza Cívica. Fue remodelada por la Alcaldía capitalina en 1999, gracias al patrocinio de la empresa española Telefónica.
- Respectivos almacén alemán –abierto por Johann Lüders en el local donde antes funcionara el Gran Café Central, del catalán Juan Llort–, restaurante-bar masculino –propiedad sucesiva de J. Bernardino Amaya y de Italo Segnini, fue cerrado tras una redada policial en la tarde del martes 27 de abril de 1937–. Almacén, restaurante y botica que se encontraban en la cuadra oriental del parque Bolívar, dominada por el Teatro Colón.
- El Teatro Colón era un conocido y céntrico sitio de reuniones sociales y entretenimiento, debido a sus espectáculos de ópera y demás conciertos, los que se verificaban bajo un falso techo y una techumbre de asbesto, material que junto al amianto también recubría los cortinajes. Su palco presidencial estaba situado a la derecha del escenario y poseía entrada privada sobre la antigua 5a. Calle Oriente. Construido en 1916 al lado del Café Nacional por Rafael y Ángel Guirola, fue destruido por un incendio desatado en una farmacia contigua durante el sismo del 7 de junio de 1917. Reconstruido, fue arrendado por la compañía Paramount, en junio de 1923, como sala de espectáculos cinematográficos. En la actualidad, en su predio se ubica el moderno Edificio Colón.
- Restaurante y almacén construido al lado del flanco oriental de la casa comercial Goldtree Liebes. Reconstruido después del sismo, fue consumido junto con el Almacén París Volcán, el Banco Agrícola Comercial y Goldtree Liebes por el pavoroso incendio desatado en la noche del 22 de julio de 1920. Tras este nuevo siniestro, el local del Lion D’Or fue ocupado por la casa comercial Ruggiero Hnos.
- Se refiere al millonario Carlos Meléndez, nacido en San Salvador el primero de febrero de 1861 y fallecido en la ciudad estadounidense de New York, el 8 de octubre de 1919. A raíz del asesinato del doctor Manuel Enrique Araújo, en su papel de Vicepresidente fungió como Presidente de la República del 9 de febrero de 1913 al 29 de agosto de 1914 y como Presidente electo desde el primero de marzo de 1915 hasta el 21 de diciembre de 1918.
- En el predio polvoriento de la colonial y republicana Plaza Real, del Mayor, Pública, del Cabildo o de Armas, en julio de 1899 se dispuso erigir un moderno parque que testimoniara, de manera errónea, el paso del siglo XIX al XX. En el último anochecer de ese mismo año, las personas no convencidas con el dictamen gubernamental de que el siglo XX iniciaba el primer día de enero de 1901, inauguraron el Parque Dueñas, llamado así en honor al ex presidente nacional Francisco Dueñas. Dotado con un quiosco central, bancos de madera y hierro, jardines, entradas de esquina, palmeras y una baranda art nouveau circundante –construida en 1904 por el arquitecto barcelonés Ignacio Brugueras Llobet (1883-1964), discípulo de Antoni Gaudí–, los contornos de este sitio recreativo fueron uno de los puntos principales de llegada y salida de los tranvías eléctricos de San Salvador entre 1920 y 1925. Llamado Parque Libertad desde el 5 de noviembre de 1938, su quiosco, baranda, arriates, jardines y bustos conmemorativos fueron demolidos o trasladados en julio de 1957, con el fin de utilizar el espacio sobrante como aparcadero de automóviles. Sometida al diario ir y venir de los transeúntes, a múltiples manifestaciones de diversos gremios y partidos, a incendios y al deterioro de su monumento cívico central, su estructura total fue remodelada en el año 2000 por la Alcaldía de San Salvador, que contó para ello con la ayuda económica de la empresa francesa Telecom.
- Tras haber ganado el concurso público abierto por la Junta Patriótica Conmemorativa según decreto legislativo del martes 5 de abril de 1910, el conjunto escultórico en homenaje a los Próceres de la Libertad fue construido en estilo dórico modernizado por el arquitecto genovés Francesco A. Durini Vassalli (1856-1920), instalado en el centro del Parque Dueñas e inaugurado por el Presidente Manuel Enrique Araújo el 5 de noviembre de 1911, durante las luminosas celebraciones del centenario del Primer Grito de Independencia Centroamericana. Dañado con severidad por el sismo del 7 de junio de 1917, los planos y tareas de su reconstrucción le fueron confiados al arquitecto italiano Augusto César Baratta del Vechio (Carrara, 1882-San Salvador, 1971).
- Donde años después fue construido el edificio Tropigás, inmueble en la cuadra norte de la iglesia del Rosario que fue devastado por el sismo del 10 de octubre de 1986. En la actualidad, el predio es ocupado como punto de llegada y salida de los microbuses de la ruta 140, que cubre el trayecto entre las ciudades de San Salvador y San Martín.
- En ese lugar funcionó, en siglos anteriores, el Convento de San Francisco, establecido allí en 1580 por los padres seráficos o franciscanos. Usado como sede de la Asamblea Nacional que promulgó la primera Constitución salvadoreña el 12 de junio de 1824, luego de la extinción de las órdenes religiosas en el territorio salvadoreño (1830), el edificio fue empleado como sede del preuniversitario Colegio de La Asunción (desde el 16 de febrero de 1841 hasta el 8 de diciembre de 1844) y del Palacio Arzobispal (1843). Destruido por el terremoto del Domingo de Resurrección del 16 de abril de 1854, sus paredes superiores fueron demolidas por orden gubernamental en 1859. Parte de los elementos resultantes fueron utilizados para la reedificación de la iglesia de La Merced, en tanto que ripio, tierra y restos humanos de aquellos que estaban enterrados bajo la protección seráfica fueron lanzados al fondo del barranco situado en el antiguo terreno de la familia Zurita. Después de eso, el lote fue demolido casi en su totalidad. Entre 1860 y los primeros meses de 1890, sobre los cimientos del antiguo convento fue erigida la fortaleza militar que albergó sucesivamente al Cuartel de San Francisco, al Cuartel de Artillería y al Primer Regimiento de Infantería. Ante el temor de que sus opositores desataran golpes de Estado en su contra, entre 1890 y 1898 las sucesivas presidencias de los generales Carlos Ezeta y Rafael Antonio Gutiérrez establecieron sus despachos en el interior de los altos y gruesos muros del Cuartel de Artillería de San Salvador. Privadas de sus funciones defensivas, a partir del sábado primero de junio de 1946, aquellas altas murallas fueron destinadas para albergar a las locatarias del demolido Mercado Municipal No. 2. Este nuevo lugar de trabajo se incendió en la noche del jueves 12 de abril de 1956 y desde entonces su predio ha sido utilizado por el Mercado ExCuartel? o de Artesanías. A su vez, esta dependencia capitalina ya se vio reducida a cenizas en dos ocasiones más, ocurridas en horas nocturnas del miércoles 2 de noviembre de 1966 y en las primeras dos horas del martes 24 de enero de 1995.
- En los primeros tres lustros del siglo XX, las presidencias de Pedro José Escalón y Fernando Figueroa tuvieron como sedes familiares a una enorme y sobria casa, con sistema de ventilación cenital, ubicada entre la 7ª Calle Oriente y la 7ª Avenida Norte (actuales calle Delgado y 8ª avenida norte). Antes de 1880, allí había funcionado una dependencia del ayuntamiento de San Salvador y, hacia 1898, aquella casa fue ocupada por el Instituto Nacional Central, designado en 1942 como “Francisco Menéndez” (INFRAMEN). En 1906, esa Mansión Presidencial fue ampliada mediante la compra del predio destinado para la Cochera Presidencial. Con algunas mejoras más, fue durante la administración del doctor Manuel Enrique Araújo (1911-1913) cuando se consolidó definitivamente el uso de esta casona como morada de la primera familia de El Salvador. Para el inicio de la presidencia del doctor Pío Romero Bosque, aquella Casa Presidencial contaba con una selecta biblioteca, estaciones receptoras y transmisoras de telégrafo y radiotelefonía y un pasadizo secreto y subterráneo que la comunicaba con la fortaleza del Cuartel de Artillería o de Infantería, situado en la manzana de enfrente. En la noche del miércoles 2 de diciembre de 1931, esta Mansión Presidencial resultó dañada en su lámina de paredes y techos, muebles, ventanales y relojería por la nutrida metralla disparada durante el golpe de Estado contra el ingeniero Arturo Araújo. Su sucesor, el general Maximiliano Hernández Martínez, trasladó de manera provisional la sede y la residencia del Poder Ejecutivo al interior del Cuartel El Zapote. Aquella antigua Residencia Presidencial fue sometida a profundas reparaciones, a cargo de la Dirección General de Obras Públicas, con el fin de que alojara a la Escuela Normal de Maestras «España», bautizada así el primero de marzo de 1934. Este local, ubicado en la manzana al poniente del Mercado ExCuartel?, se incendió en la noche del jueves 12 de abril de 1956, junto con el mencionado sitio popular de compraventas.
- La Gran Avenida Independencia era una calle situada en el extremo oriental de la antigua San Salvador, la que fue inaugurada el 20 de diciembre de 1901, mediante un discurso pronunciado por el joven abogado salvadoreño José Gustavo Guerrero, quien años más tarde se desempeñaría como internacionalista y magistrado presidente de la Corte Internacional de Justicia en La Haya (Holanda). Sus aceras estaban adornadas por árboles frondosos y por mármoles de personajes de la historia nacional y mundial, traídos desde Italia por la casa comercial veneciana de los señores Luigi y Alberto Ferracutti e instaladas entre 1902 y 1903. Entre ellos sobresalían las estatuas alegóricas de la Ciencia, Mecánica, Electricidad, Astronomía, Comercio, Industria, Libertad, Poesía, Música, Pintura, Escultura, Agricultura y el dios Marte. También descollaban allí los bustos de José Matías Delgado, Manuel José Arce, el Obispo Ignacio Zaldaña, el Presbítero Isidro Menéndez, el general mexicano Porfirio Díaz y los jarrones que ostentara, en el siglo XIX, la Plaza Morazán, los mismos que le fueron reinstalados en 1996.
El Terremoto de San Salvador |
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El Terremoto de San Salvador Narración de un superviviente / III - Del Hospital Rosales a la Avenida Independencia
III - Del Hospital Rosales a la Avenida Independencia

Texto de: Porfirio Barba Jacob
Hacía ya diez minutos que la tierra estaba sosegada, cuando Joaquín vino a llamarme al grupo que formaba yo con algunos compañeros hacia la parte media del escaño. Y a pesar de la oscuridad de la noche, pude advertir, no sé si en sus pupilas o en el ademán de su rostro, una gran tortura y una insinuación perentoria. Ciertamente, yo también deseaba ir a la ciudad en busca de la dulce niña de ojos castaños, pero un sentimiento de pudor me había vedado proponerlo. Ahora era su hermano mismo quien me invitaba a realizar el viaje, y yo, naturalmente, me presté a ello con el corazón pronto y resuelto. No hubo exceso de palabras explicativas: “¡Vamos¡” –me decía el rostro ingenuo y franco, ennoblecido por la abnegación–. “Vamos” –repuse yo, más con los movimientos que con la voz–. Y echamos a caminar, calle abajo, medio alumbrados por el intenso resplandor del incendio que se alzaba a lo lejos.
¡Ah, no olvidaré jamás, no podría olvidarlo, aquel capítulo de la tragedia! Si hasta entonces había sido grande el terror, ahora iba a volverse inefable como los tormentos del infierno. Fue una marcha zigzagueante por entre paredes que vacilaban, a través de nubes de polvo, rompiendo grupos lamentables de mujeres y niños, sintiendo a cada minuto una nueva conmoción, oyendo por donde quiera el estrépito de una ciudad medio demolida que acababa de venir a tierra… Fue una marcha desatentada, sin rumbo fijo: parecíamos fantasmas acosados por la maldición de Dios. Se hubiese dicho que anhelábamos la muerte, que íbamos en pos de ella. En medio de aquel mundo estremecido que se desmoronaba ante nuestros pasos; en aquella oscuridad; oyendo voces de angustia en lo interior de las ruinas, sin saber si venían de gente opresa por los escombros o de grupos que esperaban en los patios la hora final; bajo la lluvia de arena y respirando siempre aquellos olores a ácidos funestos; corriendo acá parándonos más allá; avanzando ahora y luego retrocediendo; tratando de asirnos a algo firme cuando no podíamos tenernos en pie a causa del terremoto; atormentados por los relámpagos que seguían a cada erupción y por el incesante retumbo, que se agrandaba en quién sabe qué cavernas, que hacía pensar en cañones gigantescos o en carros arrastrados por caballos locos sobre la superficie de una ciudad minada por subterráneos próximos a desplomarse… los dos hombres éramos la más perfecta representación de la debilidad humana frente a las fuerzas ciegas e inexorables de la Naturaleza.
Cuando emprendimos la excursión a lo largo de la 7ª Calle Poniente, una multitud de más de tres mil personas parecía esperar, dispersa de un extremo a otro, el funesto desenlace de aquel duelo entre la vida y la muerte. A la actividad de los instintos, al ir y venir ilógicos, sucedían el estupor, el lúgubre silencio, la quietud de los cuerpos fríos y extenuados. Unas pocas familias habían sacado parte de sus muebles y abrigos, pero aún no se atrevían a organizar aquellos despojos de la antigua propiedad para transcurrir en medio de ellos lo que aún faltaba de la infausta noche. Y todos los rostros se volvían hacia la montaña estremecida, cuyo fuego lejano les daba tonos lívidos y siniestros. Y los contornos semi-iluminados, que se deshacían en sombra densa, eran como bocetos bárbaros de un Rembrandt redivivo sólo para la expresión de una tragedia universal.
Joaquín y yo buscábamos el centro de la calle cuando no nos lo vedaba la muchedumbre. A veces teníamos que acercarnos a los muros, pasar a su alcance. Así nos ocurrió al llegar al edificio de la Junta de Agricultura1, y en esos momentos acababa de arruinarse, casi en silencio, la tapia de la calle. Yo me detuve: Joaquín saltó lateralmente, y su agilidad le libró entonces.
Cuando pasamos junto a la Basílica2, no temblaba; pero, unos momentos más tarde, el ruido nos hizo advertir que otra vez iba y venía el suelo a nuestro paso. Yo volví el rostro, y vi las altas torres: estaban en un baile que infundía espanto: a cada vez que se mecían, describían en el aire un trazo en que hubieran podido caber millones de mundos. Daban la impresión que dan los mástiles de una fragata cuando se empinan y se hunden a merced de la furia del oleaje. Sin embargo, el altísimo edificio seguía firme, con su gótico exagerado de hoja de lata, tal como si su fealdad arquitectónica fuese una garantía de persistencia en medio de aquel gran desastre de la riqueza y de la estética.
Frente a la casa del doctor Carlos Leiva, que aún estaba en pie, pero que crujía en el interior siniestramente, lloraban dos niños en ropas de dormir, tal vez en desamparo por haber perdido a sus padres en la confusión de la huida. Y más lejos, frente a la Dirección de Instrucción Primaria, yacía por tierra, víctima de un síncope, una señora que delataba en su rostro, débilmente alumbrado por manos familiares, la distinción de su origen y el desahogo de su posición social.
Más adelante advertimos un acre olor a ácidos, algo que producía mareos y acrecentaba el dolor de las sienes. Y por debajo de una puerta se escapaba un arroyo lento… lento… Aquello era la Farmacia de Toledo.
Llegamos, por fin, a la esquina que está dominada por la Tesorería General y la Escuela Politécnica3, y el aspecto de los dos edificios, ya desmoronándose, nos hizo suspender bruscamente la marcha y mirarnos con recelo. ¿Nos atreveríamos a pasar? Yo cerré los ojos y me lancé como un demente; cuando volví a darme cuenta de mí, Joaquín estaba a dos pasos.
La tierra continuaba temblando cada dos o tres minutos, y a veces con tanta intensidad como en las primeras horas de la noche. A cada nuevo temblor subía al aire un coro de voces de angustia; subía, no de un punto, no de una calle, no de una plaza, sino de la ciudad entera. Y la ciudad se ponía de rodillas y alzaba los brazos al cielo.
El Palacio Nacional, enhiesto y soberano –como si su belleza fuese la única respetable opuesta a la sorda furia de los elementos–, levantaba ahí cerca, al mecerse con los vaivenes de la tierra, un ruido aterrador. Y así, a despecho de su solidez –¡ya un tanto quebrantada por dentro!– más bien aumentaba nuestro pánico. No quisimos llegar hasta él, y arrancamos derecho hacia el parque de Bolívar4.
El parque era un mar de gentes: ondeaban las cabezas, se movían arriba las manos implorantes como ramas de árboles sin hojas que un huracán sacude. Pero hacia la parte central veíase un gran claro: un claro que formaba, en torno del monumento al héroe insigne, el círculo libre abierto por el temor.
¡Ni quién se hubiese atrevido a acercarse al bronce eminente, que a cada nuevo temblor se movía en su pedestal como si ya fuese a rodar en añicos!
Mi amigo insiste –y yo no quiero contrariarlo– en que acaso su hermana haya podido llegar a este sitio. ¿Y por qué había de venir, atravesando vías peligrosas, cuando en la Avenida, donde estaba su casa, le ofrece la calle ancha el mejor refugio? Pero, en fin, el miedo abre la puerta a los absurdos: busquémosla en el parque… Andando, andando, presas de angustia indescriptible, recorremos aquel jardín, donde no hay nadie que pueda indicarnos la suerte de Consuelo.
Entre tanto, la tragedia de aquella noche ofrecía a nuestros ojos una de sus más imponentes escenas: por encima de los árboles y de las gentes, dominándolo todo con su resplandor, aparece el incendio cercano. “El Fénix”, el “Café Nacional” y la farmacia de la Cruz Roja5, continúan ardiendo; pero ya los muros principales se han derrumbado. De vez en vez se eleva una gran llama, y millones de chispas salen en haces y se dispersan en la altura: lenguas voraces se extienden hacia uno y otro punto, como si quisiesen abrasar más y más espacio. Y hay llamas azules, y llamas de un verde pálido, y llamas de un matiz violeta, y llamas sangrientas: son los ácidos que hacen juegos de colores al ponerse en contacto con la lumbre.
Nos acercamos cuanto es posible. Al fondo se ve el Teatro Colón6, ya arruinado y que parece luchar con la impertinencia de la flama, que quiere envolver los ladrillos incombustibles. Y, por el otro extremo, el Lion D’Or7, ya con fuego en lo alto, presenta un espectáculo desolador.
Lo que ven nuestros ojos entonces resulta imponente y magnífico: una legión de atletas luchan por localizar el fuego y poner fin al desastre. Primero han acudido algunos jóvenes cadetes de la Escuela Politécnica; ahora son los miembros de la Policía Municipal y de la Policía de Línea los que se baten como bravos y resultan los héroes de la jornada: ellos mueven las bombas, ellos trepan a lo alto por escaleras que se bambolean al peso de sus cuerpos. Los sacuden los temblores sucesivos, y todo, hombre, escalera, pared en que ésta se apoya, suelo en que se sustenta el edificio, todo danza. Los rostros son rojos, rojos en aquel baño de luz ardiente: rostros infernales. Pero nada hace ceder el coraje de tales hombres, parece que ya perdieron el instinto de la vida…
Los derrumbes continúan: ora porque no hay pared que resista al terremoto, ora porque, si no tiembla, falta el apoyo de otra pared que ya cedió. Y la gran columna ígnea va a confundir sus resplandores, a lo lejos, con los resplandores de la lava, que fluye en ríos caudalosos tras la negra mole del volcán de San Salvador…
De entre las gentes que miran como sonámbulas la amplia brecha que el incendio abre en las negruras de la noche, sale de pronto un rumor:
—¡El Presidente de la República!
En efecto, es el señor Presidente8. Su presencia infunde valor, da fuerza: es como un conjuro a la voluntad para que se haga superior al desastre. Su semblante revela una serenidad dolorosa. Contempla el espectáculo, pero no le oímos proferir una palabra. Y es que la tortura que pesa sobre su ánimo en estos momentos es inmensa. Él mide lo cercano y lo lejano. Ama a su pueblo, y le ve arruinarse.
Sabe muy bien lo que este terremoto y este incendio y esta conmoción significan en la vida del país: deshecha casi en su totalidad la magna obra del progreso de la metrópoli, abrasados los cafetales en una vasta zona, tal vez ardiendo los bosques, arrasadas probablemente poblaciones enteras del otro lado de la montaña, ¿cuál no es la terribilidad de los problemas que se presentan? Ahora la pavimentación de la ciudad, –ahora el establecimiento de los tranvías eléctricos, –ahora quizá la conclusión de muchos de los caminos carreteros –bellos sueños, todos éstos, que estaban ya próximos a realizarse–, ¿cuánto tiempo irán a verse pospuestos? Y antes que el trastorno en tal orden de cosas ¿cómo no atormentará al Primer Funcionario la idea de las víctimas personales, de las familias y aun de los pueblos que quizá perecieron íntegros en esta sombría hecatombe?
Poco después, y cuando ya el Presidente se ha retirado, se oye un gran estruendo, se ven brotar densas nubes de polvo, se experimenta una vibración de la tierra, distinta de la que causan los temblores. Y del kiosco surge un grito de angustia.
—¡Los policías aplastados! ¡Los mató la pared!
Era que uno de los muros del teatro Colón acababa de desplomarse, en el instante mismo en que varios gendarmes, ahí cerca, conducían una manguera para la lucha contra las llamas.
Joaquín y yo damos vueltas por entre la muchedumbre implorante; él inquiere por aquí, por allá, pero todos sus requerimientos son inútiles: ninguno de sus amigos le da noticia de Consuelo. Y entonces echamos otra vez a andar, en nuestra marcha zigzagueante y pavorosa…
Salvamos rápidamente la distancia que nos separa del parque Dueñas9, y llegamos a presenciar aquí escenas semejantes a las que nos han llenado de tristeza en el parque Bolívar. Es innumerable la multitud: y, como en todas partes, se estrecha, se apelmaza, plañe, impetra, solloza, gime, ruega, va, viene, se echa por tierra, torna a levantarse, alza las manos, erige reliquias de santos, se abraza a los árboles, da vueltas en torno de un mismo sitio, llora, pregunta, y vuelve con terror los ojos hacia el cielo, iluminado fatídicamente. Aquí, como en el otro parque, está gran parte de la aristocracia de la capital: todas aquellas matronas, y aquellas señoritas, y aquellos caballeros, y aquellos niños, que vivían en el centro de la metrópoli y que pudieron salir.
Pero en este sitio hay pocos lugares que no ofrezcan peligro. Exteriormente están las columnatas que sostienen la verja, y que se han derrumbado en parte: lo que subsiste es amenaza inminente. Al centro está aún en alto, ya sin mármoles, ya sin bronces, ya sin planchas de alto relieve alegórico, el costoso y bello monumento a la Libertad…10 Las estatuas yacen en grotescas posturas, al pie, entre pedazos de ricas piedras y ricos ornamentos: y arriba, aún sobre la varilla de hierro que la sustentaba, vese la figura del Ángel que eleva las dos coronas simbólicas; mas la varilla se ha doblado, y el Ángel vacila, inclinándose fuera del centro de gravedad, en inminente riesgo de caer… Y todos huyen de él con escalofrío… Y él sigue en la cima, como si ex profeso se hubiese ladeado hasta lo inverosímil para mirar mejor tanta pena y tantas lágrimas.
Por otra parte se yergue el kiosco: ya sus columnas se han reventado, y no sólo no da abrigo a la despavorida multitud, sino que ni aun la deja acercarse: tal es el miedo que infunde.
También en este parque ha sido inútil la busca: Consuelo no está y nadie nos da razón de su paradero. Pues vámonos: hacia la Avenida Independencia.
Y andando, andando, llegamos a la esquina de la Logia Masónica11. Aquel edificio es ya una ruina: toda la fachada está en el suelo, hecha pedazos; y apenas si resisten, a punto de desmoronarse, restos de las columnas que la soportaban. Las gruesas varillas de hierro quedaron retorcidas: el globo, el inmenso globo que simbolizaba el mundo, está entre los escombros. Y las paredes que aún se mantienen erguidas, amenazan caer al impulso del primer temblor que sobrevenga.
Recorremos, suspensos entre la vida y la muerte, la cuadra que partiendo de la Logia en ruinas va a dar al cuartel del Primer Regimiento de Infantería12. Inmóvil en aquel sitio, y como petrificado por el espanto, yace un grupo de más de cincuenta personas. Unas se han encaramado en el automóvil de Vittorio Vignolo; otras tiemblan y aguardan en la parte más espaciosa de la confluencia de las calles.
La casa de la respetable familia de doña Ana viuda de Rivas está desmoronándose, y los muros que ceden levantan nubes de polvo que sofocan la respiración; las altas murallas del cuartel van y vienen a cada nueva sacudida del suelo; y no lejos de allí, por la parte que mira al alto edificio militar, la casa de los Presidentes de El Salvador13 muestra el inmenso estrago que la ira de los temblores ha hecho en sus paredes… Nos detenemos para formar, por breves instantes, parte de aquella reunión despavorida. Y, a la verdad, en ningún sitio es mayor la angustia ni son más clamorosos los ayes y las súplicas al cielo. Hasta los niños tienen ojos de espanto; hasta sus frentes de inocencia se han cubierto de sudor y negrean por el polvo y la arena volcánica. Y nadie se atreve a huir: por todas partes los edificios vacilan y crujen. De pronto, a un vaivén más fuerte que los anteriores, el grueso muro de ladrillos del cuartel se raja, con sordo ruido, y la inmensa mole del garitón –de donde acaba de ser retirado el centinela– viene abajo con un estruendo atronador. Los ladrillos se desparraman por el suelo, rojos como si estuvieran teñidos de sangre, y el grupo lamentable se dispersa un momento, en medio de aullidos de pavor… ¡La muerte ha rozado con sus alas todas las frentes! Y hay después un silencio largo, largo, preñado de lágrimas, en el cual no se oye sino el retumbo lejano del monte en cólera y el ahogado sollozo de las mujeres y los niños.
Aquel espectáculo ha desgarrado mi corazón, y el amor se sobrepone en mí al instinto de mi propia salvaguardia. Pienso en mi madre, ¿no es acaso allá, en la comarca de ultramonte, ahora removida por el volcán, donde yace la noble mujer que me dio vida? Y pienso después en Consuelo: ¿dónde estará la joven, tal vez desamparada en medio del pavor y de la confusión de esta hora horrenda?
No, no es posible detenernos. ¡Joaquín, vámonos de aquí! Vamos en busca de la pobre niña; después iremos en busca de la pobre anciana. Sí: salvaremos distancias, traspondremos cumbres, llegaremos hasta el propio torrente de materias ígneas… Yo pediré a la lava ardiente, y a la tierra convulsa, y al cielo impasible, los despojos de mi madre…
¡Vámonos de aquí, Joaquín!
Mis venas van a romperse, a saltar en pedazos. Y emprendo una carrera loca, sin que me importe la amenaza de los edificios, sin reparar siquiera en el gran dolor circundante.
Todas estas calles están en ruinas: apenas hay casa que haya resistido. Los escombros se amontonan a un lado y a otro; y por los grandes agujeros de estas viviendas, cuyas paredes caen como la carne de los leprosos, vense aún, en el interior, los muebles y las ropas de las pobres familias: ¡todo estaba dispuesto para la vida, y todo yace ahora bajo la garra de la muerte!
Un gran rumor de voces que claman socorro y de llantos espasmódicos, nos indica que vamos a llegar a un sitio en que hay gran número de refugiados. Y en efecto, nos acercamos a la plazuela de Cervantes, donde comienza la Avenida de la Independencia14. El pequeño prado de césped, los ángulos libres de las calles, todo lo invade una humanidad opresa por el terror. Más de mil personas piden allí la misericordia divina. Hay caras protegidas por pañuelos para librarse de la molestia del polvo y el olor a azufre; hay bellas damas con los ojos rojizos por el llanto, que se apoyan trabajosamente en los brazos de sus padres y hermanos; hay madres con pequeñas criaturas en brazos, y las lágrimas de unas y otras se juntan y corren hacia el suelo estremecido. Y se escuchan voces que piden agua. Toda la ciudad está sedienta: el polvo ha secado nuestras gargantas, llena nuestras fosas nasales, pinta de oscuros tonos nuestros rostros. La saliva falta en nuestras glándulas abrasadas. Y queremos agua. Y la pedimos en vano. Y este último tormento se hace insufrible. ¡Agua! ¡Agua! ¡Agua! Pero nadie nos oye, ni en el cielo ni en la Tierra. Y en vez del agua refrescante, la fatalidad nos envuelve en nuevas y más densas nubes de polvo y arena.
Las estatuas de la Avenida se han ido al suelo casi todas: pocas son las que resisten sobre sus pedestales y bailan en ellos una danza cómica. Vírgenes de mármol, bustos de generales y togados, figuras mitológicas, muestran su blancura confundida con míseros despojos.
La casa donde vivían Consuelo y sus dos hermanos menores, en compañía de una pobre vieja que era su aya, está arruinada: ¿a dónde ha ido la familia? Nadie nos responde. La desesperación de mi compañero raya casi en locura: grita con todos sus pulmones. Y tan sólo el volcán, allá a lo lejos, tiene un retumbo como respuesta a la dolorosa interrogación.
Hemos andado, dando voces, a lo largo de toda la Avenida. Llegamos hasta el fin: sólo muchedumbre dolorosa y pavórica, sólo ruinas y ruinas… Contemplamos por breves segundos el Instituto Salesiano –la gran casa de cemento: está hecha trizas–. Y regresamos en busca de un sitio de salida. Vamos hacia San Jacinto, lugar donde yacen muchos refugiados. Los leones rampantes, adheridos aún al sustentáculo, parecen reír de nuestras figuras de espectros.
Un gran temblor nos sorprende en esta fuga fantástica, y oímos de toda la vasta calle elevarse el clamor doliente. Y deseamos la muerte: ¡que se acabe todo de una vez! ¡Que los montes se den unos contra otros! ¡Que el aire se encienda y nos consuma como leves pajas entre sus llamas! Pero que cese este horrible tormento y que la nada nos acoja en su seno piadoso.
¡Dios santo, misericordia!
Notas
- Actual sede del Ministerio de Salud Pública y Asistencia Social, sobre la Calle Arce.
- La Basílica del Sagrado Corazón fue diseñada por el escultor, pintor y maestro en arquitectura Pascasio González Erazo (1848-1916). Aunque nunca se reunió el fondo suficiente para poder colocarle el rosetón principal en la fachada, fue construida en estilo gótico a partir de 1900, con materiales de lámina troquelada y fina madera procedentes de Bélgica e Inglaterra, vitrales creados en Italia y enladrillado hecho por la firma ítalo-salvadoreña Ferracutti.
- Sobre la Avenida España, el antiguo Edificio de la Tesorería General de la República albergó a las oficinas de la Dirección de Correos Nacionales hasta 1985, cuando fue demolido. La Escuela Politécnica o academia militar salvadoreña funcionó en un inmueble situado al lado de la Universidad Nacional, en el costado poniente de la Catedral Metropolitana, donde en la actualidad se encuentra el parquecito José de San Martín. Éste fue sólo uno de los tantos edificios y locales que ocupó esta academia de formación castrense durante su existencia, que abarcó desde el 24 de agosto de 1900 al 17 de febrero de 1922, cuando los cadetes se sublevaron y la institución fue clausurada mediante un decreto presidencial.
- Para contribuir a realzar la belleza arquitectónica del primer Palacio Nacional de San Salvador (15 de enero de 1866-19 de noviembre de 1889), en el sitio de la rústica y colonial plaza de la iglesia y convento de Santo Domingo fue construido el Parque Central o Plaza Principal, erigido bajo la dirección del general español Luis Pérez Gómez y dotado con una fuente al centro, árboles de mamey y naranja, cuadros de arbustos y jardines con una baranda de hierro que los circundaba. Denominado Parque Bolívar durante el régimen de los hermanos Ezeta (1890-1894), en su parte central fueron erigidos dos sucesivos quioscos (1875 y 1891), destinados al esparcimiento popular y a la interpretación de música europea por los integrantes de la Banda de los Altos o Supremos Poderes. En sustitución del último quiosco, el 29 de agosto de 1910 fue colocada en su lugar una estatua ecuestre del ex presidente general Gerardo Barrios, ordenada mediante sendos decretos emitidos el 29 de agosto de 1893 y el 11 de marzo de 1910. Creado en Italia con bronce y granitos (artificial y rosa de Baveno), ese conjunto escultórico fue traído e instalado por la casa comercial del arquitecto veneciano Alberto Ferracutti. Llamado Parque Barrios gracias a un acuerdo ejecutivo del 27 de agosto de 1931, a partir del lunes 10 de julio de 1950 fue sometido a severos trabajos de demolición, que arrasaron con el removido quiosco y con sus jardines circundantes. Convertido en parqueo de automóviles durante varios años, el parque fue sede de muchas manifestaciones sindicales y expresiones populares durante los años de la guerra y la firma de los Acuerdos de Paz, cuando su nombre oficial había sido ya cambiado por el de Plaza Cívica. Fue remodelada por la Alcaldía capitalina en 1999, gracias al patrocinio de la empresa española Telefónica.
- Respectivos almacén alemán –abierto por Johann Lüders en el local donde antes funcionara el Gran Café Central, del catalán Juan Llort–, restaurante-bar masculino –propiedad sucesiva de J. Bernardino Amaya y de Italo Segnini, fue cerrado tras una redada policial en la tarde del martes 27 de abril de 1937–. Almacén, restaurante y botica que se encontraban en la cuadra oriental del parque Bolívar, dominada por el Teatro Colón.
- El Teatro Colón era un conocido y céntrico sitio de reuniones sociales y entretenimiento, debido a sus espectáculos de ópera y demás conciertos, los que se verificaban bajo un falso techo y una techumbre de asbesto, material que junto al amianto también recubría los cortinajes. Su palco presidencial estaba situado a la derecha del escenario y poseía entrada privada sobre la antigua 5a. Calle Oriente. Construido en 1916 al lado del Café Nacional por Rafael y Ángel Guirola, fue destruido por un incendio desatado en una farmacia contigua durante el sismo del 7 de junio de 1917. Reconstruido, fue arrendado por la compañía Paramount, en junio de 1923, como sala de espectáculos cinematográficos. En la actualidad, en su predio se ubica el moderno Edificio Colón.
- Restaurante y almacén construido al lado del flanco oriental de la casa comercial Goldtree Liebes. Reconstruido después del sismo, fue consumido junto con el Almacén París Volcán, el Banco Agrícola Comercial y Goldtree Liebes por el pavoroso incendio desatado en la noche del 22 de julio de 1920. Tras este nuevo siniestro, el local del Lion D’Or fue ocupado por la casa comercial Ruggiero Hnos.
- Se refiere al millonario Carlos Meléndez, nacido en San Salvador el primero de febrero de 1861 y fallecido en la ciudad estadounidense de New York, el 8 de octubre de 1919. A raíz del asesinato del doctor Manuel Enrique Araújo, en su papel de Vicepresidente fungió como Presidente de la República del 9 de febrero de 1913 al 29 de agosto de 1914 y como Presidente electo desde el primero de marzo de 1915 hasta el 21 de diciembre de 1918.
- En el predio polvoriento de la colonial y republicana Plaza Real, del Mayor, Pública, del Cabildo o de Armas, en julio de 1899 se dispuso erigir un moderno parque que testimoniara, de manera errónea, el paso del siglo XIX al XX. En el último anochecer de ese mismo año, las personas no convencidas con el dictamen gubernamental de que el siglo XX iniciaba el primer día de enero de 1901, inauguraron el Parque Dueñas, llamado así en honor al ex presidente nacional Francisco Dueñas. Dotado con un quiosco central, bancos de madera y hierro, jardines, entradas de esquina, palmeras y una baranda art nouveau circundante –construida en 1904 por el arquitecto barcelonés Ignacio Brugueras Llobet (1883-1964), discípulo de Antoni Gaudí–, los contornos de este sitio recreativo fueron uno de los puntos principales de llegada y salida de los tranvías eléctricos de San Salvador entre 1920 y 1925. Llamado Parque Libertad desde el 5 de noviembre de 1938, su quiosco, baranda, arriates, jardines y bustos conmemorativos fueron demolidos o trasladados en julio de 1957, con el fin de utilizar el espacio sobrante como aparcadero de automóviles. Sometida al diario ir y venir de los transeúntes, a múltiples manifestaciones de diversos gremios y partidos, a incendios y al deterioro de su monumento cívico central, su estructura total fue remodelada en el año 2000 por la Alcaldía de San Salvador, que contó para ello con la ayuda económica de la empresa francesa Telecom.
- Tras haber ganado el concurso público abierto por la Junta Patriótica Conmemorativa según decreto legislativo del martes 5 de abril de 1910, el conjunto escultórico en homenaje a los Próceres de la Libertad fue construido en estilo dórico modernizado por el arquitecto genovés Francesco A. Durini Vassalli (1856-1920), instalado en el centro del Parque Dueñas e inaugurado por el Presidente Manuel Enrique Araújo el 5 de noviembre de 1911, durante las luminosas celebraciones del centenario del Primer Grito de Independencia Centroamericana. Dañado con severidad por el sismo del 7 de junio de 1917, los planos y tareas de su reconstrucción le fueron confiados al arquitecto italiano Augusto César Baratta del Vechio (Carrara, 1882-San Salvador, 1971).
- Donde años después fue construido el edificio Tropigás, inmueble en la cuadra norte de la iglesia del Rosario que fue devastado por el sismo del 10 de octubre de 1986. En la actualidad, el predio es ocupado como punto de llegada y salida de los microbuses de la ruta 140, que cubre el trayecto entre las ciudades de San Salvador y San Martín.
- En ese lugar funcionó, en siglos anteriores, el Convento de San Francisco, establecido allí en 1580 por los padres seráficos o franciscanos. Usado como sede de la Asamblea Nacional que promulgó la primera Constitución salvadoreña el 12 de junio de 1824, luego de la extinción de las órdenes religiosas en el territorio salvadoreño (1830), el edificio fue empleado como sede del preuniversitario Colegio de La Asunción (desde el 16 de febrero de 1841 hasta el 8 de diciembre de 1844) y del Palacio Arzobispal (1843). Destruido por el terremoto del Domingo de Resurrección del 16 de abril de 1854, sus paredes superiores fueron demolidas por orden gubernamental en 1859. Parte de los elementos resultantes fueron utilizados para la reedificación de la iglesia de La Merced, en tanto que ripio, tierra y restos humanos de aquellos que estaban enterrados bajo la protección seráfica fueron lanzados al fondo del barranco situado en el antiguo terreno de la familia Zurita. Después de eso, el lote fue demolido casi en su totalidad. Entre 1860 y los primeros meses de 1890, sobre los cimientos del antiguo convento fue erigida la fortaleza militar que albergó sucesivamente al Cuartel de San Francisco, al Cuartel de Artillería y al Primer Regimiento de Infantería. Ante el temor de que sus opositores desataran golpes de Estado en su contra, entre 1890 y 1898 las sucesivas presidencias de los generales Carlos Ezeta y Rafael Antonio Gutiérrez establecieron sus despachos en el interior de los altos y gruesos muros del Cuartel de Artillería de San Salvador. Privadas de sus funciones defensivas, a partir del sábado primero de junio de 1946, aquellas altas murallas fueron destinadas para albergar a las locatarias del demolido Mercado Municipal No. 2. Este nuevo lugar de trabajo se incendió en la noche del jueves 12 de abril de 1956 y desde entonces su predio ha sido utilizado por el Mercado ExCuartel? o de Artesanías. A su vez, esta dependencia capitalina ya se vio reducida a cenizas en dos ocasiones más, ocurridas en horas nocturnas del miércoles 2 de noviembre de 1966 y en las primeras dos horas del martes 24 de enero de 1995.
- En los primeros tres lustros del siglo XX, las presidencias de Pedro José Escalón y Fernando Figueroa tuvieron como sedes familiares a una enorme y sobria casa, con sistema de ventilación cenital, ubicada entre la 7ª Calle Oriente y la 7ª Avenida Norte (actuales calle Delgado y 8ª avenida norte). Antes de 1880, allí había funcionado una dependencia del ayuntamiento de San Salvador y, hacia 1898, aquella casa fue ocupada por el Instituto Nacional Central, designado en 1942 como “Francisco Menéndez” (INFRAMEN). En 1906, esa Mansión Presidencial fue ampliada mediante la compra del predio destinado para la Cochera Presidencial. Con algunas mejoras más, fue durante la administración del doctor Manuel Enrique Araújo (1911-1913) cuando se consolidó definitivamente el uso de esta casona como morada de la primera familia de El Salvador. Para el inicio de la presidencia del doctor Pío Romero Bosque, aquella Casa Presidencial contaba con una selecta biblioteca, estaciones receptoras y transmisoras de telégrafo y radiotelefonía y un pasadizo secreto y subterráneo que la comunicaba con la fortaleza del Cuartel de Artillería o de Infantería, situado en la manzana de enfrente. En la noche del miércoles 2 de diciembre de 1931, esta Mansión Presidencial resultó dañada en su lámina de paredes y techos, muebles, ventanales y relojería por la nutrida metralla disparada durante el golpe de Estado contra el ingeniero Arturo Araújo. Su sucesor, el general Maximiliano Hernández Martínez, trasladó de manera provisional la sede y la residencia del Poder Ejecutivo al interior del Cuartel El Zapote. Aquella antigua Residencia Presidencial fue sometida a profundas reparaciones, a cargo de la Dirección General de Obras Públicas, con el fin de que alojara a la Escuela Normal de Maestras «España», bautizada así el primero de marzo de 1934. Este local, ubicado en la manzana al poniente del Mercado ExCuartel?, se incendió en la noche del jueves 12 de abril de 1956, junto con el mencionado sitio popular de compraventas.
- La Gran Avenida Independencia era una calle situada en el extremo oriental de la antigua San Salvador, la que fue inaugurada el 20 de diciembre de 1901, mediante un discurso pronunciado por el joven abogado salvadoreño José Gustavo Guerrero, quien años más tarde se desempeñaría como internacionalista y magistrado presidente de la Corte Internacional de Justicia en La Haya (Holanda). Sus aceras estaban adornadas por árboles frondosos y por mármoles de personajes de la historia nacional y mundial, traídos desde Italia por la casa comercial veneciana de los señores Luigi y Alberto Ferracutti e instaladas entre 1902 y 1903. Entre ellos sobresalían las estatuas alegóricas de la Ciencia, Mecánica, Electricidad, Astronomía, Comercio, Industria, Libertad, Poesía, Música, Pintura, Escultura, Agricultura y el dios Marte. También descollaban allí los bustos de José Matías Delgado, Manuel José Arce, el Obispo Ignacio Zaldaña, el Presbítero Isidro Menéndez, el general mexicano Porfirio Díaz y los jarrones que ostentara, en el siglo XIX, la Plaza Morazán, los mismos que le fueron reinstalados en 1996.