- Botero esculturas (1998)
- Salmona (1998)
- El sabor de Colombia (1994)
- Wayuú. Cultura del desierto colombiano (1998)
- Semana Santa en Popayán (1999)
- Cartagena de siempre (1992)
- Palacio de las Garzas (1999)
- Juan Montoya (1998)
- Aves de Colombia. Grabados iluminados del Siglo XVIII (1993)
- Alta Colombia. El esplendor de la montaña (1996)
- Artefactos. Objetos artesanales de Colombia (1992)
- Carros. El automovil en Colombia (1995)
- Espacios Comerciales. Colombia (1994)
- Cerros de Bogotá (2000)
- El Terremoto de San Salvador. Narración de un superviviente (2001)
- Manolo Valdés. La intemporalidad del arte (1999)
- Casa de Hacienda. Arquitectura en el campo colombiano (1997)
- Fiestas. Celebraciones y Ritos de Colombia (1995)
- Costa Rica. Pura Vida (2001)
- Luis Restrepo. Arquitectura (2001)
- Ana Mercedes Hoyos. Palenque (2001)
- La Moneda en Colombia (2001)
- Jardines de Colombia (1996)
- Una jornada en Macondo (1995)
- Retratos (1993)
- Atavíos. Raíces de la moda colombiana (1996)
- La ruta de Humboldt. Colombia - Venezuela (1994)
- Trópico. Visiones de la naturaleza colombiana (1997)
- Herederos de los Incas (1996)
- Casa Moderna. Medio siglo de arquitectura doméstica colombiana (1996)
- Bogotá desde el aire (1994)
- La vida en Colombia (1994)
- Casa Republicana. La bella época en Colombia (1995)
- Selva húmeda de Colombia (1990)
- Richter (1997)
- Por nuestros niños. Programas para su Proteccion y Desarrollo en Colombia (1990)
- Mariposas de Colombia (1991)
- Colombia tierra de flores (1990)
- Los países andinos desde el satélite (1995)
- Deliciosas frutas tropicales (1990)
- Arrecifes del Caribe (1988)
- Casa campesina. Arquitectura vernácula de Colombia (1993)
- Páramos (1988)
- Manglares (1989)
- Señor Ladrillo (1988)
- La última muerte de Wozzeck (2000)
- Historia del Café de Guatemala (2001)
- Casa Guatemalteca (1999)
- Silvia Tcherassi (2002)
- Ana Mercedes Hoyos. Retrospectiva (2002)
- Francisco Mejía Guinand (2002)
- Aves del Llano (1992)
- El año que viene vuelvo (1989)
- Museos de Bogotá (1989)
- El arte de la cocina japonesa (1996)
- Botero Dibujos (1999)
- Colombia Campesina (1989)
- Conflicto amazónico. 1932-1934 (1994)
- Débora Arango. Museo de Arte Moderno de Medellín (1986)
- La Sabana de Bogotá (1988)
- Casas de Embajada en Washington D.C. (2004)
- XVI Bienal colombiana de Arquitectura 1998 (1998)
- Visiones del Siglo XX colombiano. A través de sus protagonistas ya muertos (2003)
- Río Bogotá (1985)
- Jacanamijoy (2003)
- Álvaro Barrera. Arquitectura y Restauración (2003)
- Campos de Golf en Colombia (2003)
- Cartagena de Indias. Visión panorámica desde el aire (2003)
- Guadua. Arquitectura y Diseño (2003)
- Enrique Grau. Homenaje (2003)
- Mauricio Gómez. Con la mano izquierda (2003)
- Ignacio Gómez Jaramillo (2003)
- Tesoros del Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario. 350 años (2003)
- Manos en el arte colombiano (2003)
- Historia de la Fotografía en Colombia. Museo de Arte Moderno de Bogotá (1983)
- Arenas Betancourt. Un realista más allá del tiempo (1986)
- Los Figueroa. Aproximación a su época y a su pintura (1986)
- Andrés de Santa María (1985)
- Ricardo Gómez Campuzano (1987)
- El encanto de Bogotá (1987)
- Manizales de ayer. Album de fotografías (1987)
- Ramírez Villamizar. Museo de Arte Moderno de Bogotá (1984)
- La transformación de Bogotá (1982)
- Las fronteras azules de Colombia (1985)
- Botero en el Museo Nacional de Colombia. Nueva donación 2004 (2004)
- Gonzalo Ariza. Pinturas (1978)
- Grau. El pequeño viaje del Barón Von Humboldt (1977)
- Bogotá Viva (2004)
- Albergues del Libertador en Colombia. Banco de la República (1980)
- El Rey triste (1980)
- Gregorio Vásquez (1985)
- Ciclovías. Bogotá para el ciudadano (1983)
- Negret escultor. Homenaje (2004)
- Mefisto. Alberto Iriarte (2004)
- Suramericana. 60 Años de compromiso con la cultura (2004)
- Rostros de Colombia (1985)
- Flora de Los Andes. Cien especies del Altiplano Cundi-Boyacense (1984)
- Casa de Nariño (1985)
- Periodismo gráfico. Círculo de Periodistas de Bogotá (1984)
- Cien años de arte colombiano. 1886 - 1986 (1985)
- Pedro Nel Gómez (1981)
- Colombia amazónica (1988)
- Palacio de San Carlos (1986)
- Veinte años del Sena en Colombia. 1957-1977 (1978)
- Bogotá. Estructura y principales servicios públicos (1978)
- Colombia Parques Naturales (2006)
- Érase una vez Colombia (2005)
- Colombia 360°. Ciudades y pueblos (2006)
- Bogotá 360°. La ciudad interior (2006)
- Guatemala inédita (2006)
- Casa de Recreo en Colombia (2005)
- Manzur. Homenaje (2005)
- Gerardo Aragón (2009)
- Santiago Cárdenas (2006)
- Omar Rayo. Homenaje (2006)
- Beatriz González (2005)
- Casa de Campo en Colombia (2007)
- Luis Restrepo. construcciones (2007)
- Juan Cárdenas (2007)
- Luis Caballero. Homenaje (2007)
- Fútbol en Colombia (2007)
- Cafés de Colombia (2008)
- Colombia es Color (2008)
- Armando Villegas. Homenaje (2008)
- Manuel Hernández (2008)
- Alicia Viteri. Memoria digital (2009)
- Clemencia Echeverri. Sin respuesta (2009)
- Museo de Arte Moderno de Cartagena de Indias (2009)
- Agua. Riqueza de Colombia (2009)
- Volando Colombia. Paisajes (2009)
- Colombia en flor (2009)
- Medellín 360º. Cordial, Pujante y Bella (2009)
- Arte Internacional. Colección del Banco de la República (2009)
- Hugo Zapata (2009)
- Apalaanchi. Pescadores Wayuu (2009)
- Bogotá vuelo al pasado (2010)
- Grabados Antiguos de la Pontificia Universidad Javeriana. Colección Eduardo Ospina S. J. (2010)
- Orquídeas. Especies de Colombia (2010)
- Apartamentos. Bogotá (2010)
- Luis Caballero. Erótico (2010)
- Luis Fernando Peláez (2010)
- Aves en Colombia (2011)
- Pedro Ruiz (2011)
- El mundo del arte en San Agustín (2011)
- Cundinamarca. Corazón de Colombia (2011)
- El hundimiento de los Partidos Políticos Tradicionales venezolanos: El caso Copei (2014)
- Artistas por la paz (1986)
- Reglamento de uniformes, insignias, condecoraciones y distintivos para el personal de la Policía Nacional (2009)
- Historia de Bogotá. Tomo I - Conquista y Colonia (2007)
- Historia de Bogotá. Tomo II - Siglo XIX (2007)
- Academia Colombiana de Jurisprudencia. 125 Años (2019)
- Duque, su presidencia (2022)
El Terremoto de San SalvadorNarración de un superviviente / II - La Hora Trágica en el Hospital Rosales |
II - La Hora Trágica en el Hospital Rosales
Texto de: Porfirio Barba Jacob
Mi amigo y yo, acompañados por los jóvenes cadetes Larios, Guerrero y Melara, volvíamos del paseo habitual a las siete menos cuarto del Jueves de Corpus, y nos detuvimos a descansar por pocos instantes en la sala del Pensionado, que está en el primer piso. Y no bien acabábamos de tomar asiento, cuando un fuerte vaivén del edificio y un ruido indescriptible nos cortaron el habla. Era el primer temblor1. Breves segundos de espera, y advertimos que aquello tenía una violencia alarmante. Nos levantamos para correr hacia la puerta, pero el suelo parecía huir bajo nuestros pies y hacía insegura y difícil la marcha. Del piso alto bajaban con estrépito algunos pensionados. La luz se apaga y quedamos en la más densa oscuridad. Se oyen gritos, se escucha el tropel de enfermos que abandonan las salas, y más de cien personas nos precipitamos hacia afuera en busca de la plazoleta. Los focos se balancean con ritmo desigual, y cada una de las diez mil planchas metálicas del edificio levanta su propio rumor, de suerte que de todas ellas se escapó un ruido vasto y sordo que aumenta la inquietud. Pero la tierra va poco a poco recobrando el reposo, la luz vuelve a encenderse, y muchos de los enfermos regresan al interior del hospital.
En la calle, larga y anchurosa, que se extendía delante de nosotros, la gente se agrupaba para hacer comentarios acerca del suceso. ¡Aquello había sido en extremo fuerte! Alguien discute si se trata de un temblor más duro que el del 6 de septiembre de 1915. Y aún no se acababa la discusión, cuando una nueva sacudida, menos intensa que la anterior, pero de mayor duración, vuelve a sembrar la zozobra en los ánimos. Un vago presentimiento de algo horrible cruza por el alma de la ciudad. Nadie se mueve de su sitio. Y hay unos momentos de angustiosa expectativa, en que los ojos interrogan a los ojos, y los oídos se esfuerzan por recoger en el aire algún rumor inadvertido…
Y es entonces cuando empieza la tragedia inenarrable. Se oye, lejano, lejano, un retumbo que se dilata sordamente, semejante a una tempestad que va conmoviendo montañas. La tierra entera se sacude, y su primer ímpetu hace balancear otra vez los focos eléctricos y apaga las luces de la ciudad2. El edificio del hospital cruje todo como si ya fuese a desplomarse: la Escuela de Medicina se sacude con traqueteos que parecen anunciar su caída. Sentimos que se revientan las raíces de los árboles. Y pasa por debajo de nuestros pies una onda que nos da frío y hace erizar nuestros cabellos.
A este movimiento sucede otro, y el terror aumenta a cada vaivén de la tierra y de las cosas. La línea de la montaña de Occidente ondula con tal violencia que aquello parece ya la hora apocalíptica. Los refugiados de la plazuela difícilmente podemos sostenernos en pie. Tememos a los eucaliptos, a los edificios, al aire, a la oscuridad. Tememos que el suelo se abra en grietas a nuestras plantas y nos sepulte. Y cuando, pasada la violencia de la onda, queremos buscar asiento en los escaños, una nueva y más intensa sacudida nos vuelve a lanzar a mediacalle.
¡Horror! ¡Horror!
Del patio del hospital, donde se han agrupado más de quinientos enfermos, suben ayes desesperados, rezos que piden misericordia a los cielos, gritos de espanto, voces inarticuladas. Los niños se agitan en torno de las Hermanas de la Caridad, que levantan al cielo los crucifijos de sus camándulas. Muchos de los enfermos –los más débiles– yacen por tierra, incapaces de sostenerse en pie. De lo alto de los pensionados claman los inválidos por alguien que vaya a bajarlos. Y entre tanto, el temblor continúa con fuerza indecible, y la oscuridad se vuelve más densa.
¡Horror! ¡Horror!
La Escuela de Medicina empieza a desmoronarse, y una nube de polvo nos envuelve por momentos. Nos buscamos los unos a los otros con las manos; proponemos cosas absurdas; nos disputamos casi a empujones un sitio entre los rieles del tranvía. Camillas con enfermos recién operados empiezan a llegar a la calle. Grupos de gentes despavoridas vienen hasta nosotros desde las casas del barrio. Hay mujeres que permanecen de rodillas, como en éxtasis, los brazos levantados en ademán impetratorio. Y de pronto, algo cae con estrépito allí cerca: es el monumento a Rosales que se desploma junto con los mármoles alegóricos que lo circundan. Y la tierra continúa temblando y el retumbo lejano continúa oyéndose.
¡Horror! ¡Horror!
Los niños lloran y las mujeres rezan a grandes voces, y gritan, y se levantan. Algunas creen que nuestra fuerza puede ampararlas, y nos rodean, convulsas y gemebundas. Entonces la campana del hospital toca a rebato, y vemos con angustia que de una de las habitaciones del Pensionado de mujeres sale una gran llamarada. Y el clamor siniestro se eleva en el aire. “¡El hospital se quema!”. “¡Fuego en los altos!”. El Cadete Guerrero corre hacia el foco de las llamas. Apenas puede sostenerse. Las sacudidas asumen tal grado de violencia, que los hombres caemos por tierra, sin fuerza para resistir. Otro pedazo de la Escuela de Medicina se viene abajo. El ruido del hospital se agiganta, y el llanto y las protestas y los ruegos y los cantos y los ayes se redoblan.
¡Horror! ¡Horror!
Miramos hacia lo largo de la calle, y advertimos que las casas vacilan y caen, ya de un lado, ya del otro, y que las mujeres, arrastrando a los niños, van como locas de lugar en lugar. La estatua del Sabio Álvarez rueda por el suelo, y el escaño de cemento se revienta y las columnas de las puertas vienen a desmoronarse casi a nuestros pies. Y hay quien se eche voluntariamente y vuelva a levantarse y torne a caer, porque no resiste ni el frío de las ondas sucesivas que pasan por debajo de nosotros ni el vaivén que nos derriba a cada momento.
¡Horror! ¡Horror!
Alguien señala entonces hacia el Oriente, y tendemos la vista al centro de la ciudad. Una columna roja, como de 50 metros de altura, ancha de base, circundada por negro y denso humo, se levanta allá lejos… ¿Dónde? Nadie puede decirlo. Sólo sabemos que la ciudad está ardiendo. Y la llama se aviva de pronto y su siniestro resplandor ilumina el cielo; y se oyen muros que caen con ruido infernal, y se ven las chispas volar y regarse hacia todos los puntos del horizonte.
¡Horror! ¡Horror!
Entre tanto, en la sala de Maternidad hay mujeres que, bajo el influjo del susto, sienten ya los dolores del trance terrible. Los médicos y los practicantes andan ahora atendiendo a enfermos que padecen ataques o formando lecho a los recién operados que abandonan las salas. Y se les llama a voces en medio de la barahúnda. Poco después oímos gritos de dolor, y más luego tristes vagidos de criaturas que acaban de llegar al mundo. ¡A qué hora venís a este valle de espanto, pobres niños! Y continúa el retumbo, y continúa el movimiento del suelo y continúa el ruido de los edificios, y continúa el llanto, y parece que la oscuridad nos aprieta más.
¡Horror! ¡Horror!
Un automóvil se acerca a todo correr. Vemos cómo, de pronto, tuerce la línea recta de la ruta que trae. Vemos cómo retrocede y avanza con bruscas sacudidas, según va o viene del suelo bajo las llantas. Y una mujer, a quien la abnegación hace dueña de fuerzas sobrehumanas, desciende a las puertas del hospital: trae a su marido, a quien un tapial ha destrozado las piernas. Es la primera víctima de la hecatombe.
Y entonces pensamos en la magnitud del dolor. En la ciudad, en los pueblos, en los campos, en todas partes están cayendo seres humanos bajo los muros que se derrumban. ¿Dónde estáis vosotros, padres, hermanos, hijos, esposos? ¿En qué sitio os ha sorprendido este cataclismo? ¿Bajo qué piedra dormís ahora el último sueño, o permanecéis gritando, casi muertos, entre el polvo y tal vez ya casi en medio de las llamas?
¡Horror! ¡Horror!
El polvo levantado por los muros de la Escuela de Medicina, que se están derrumbando parcialmente, se disipa después de cada sacudida; sin embargo, el aire tiene una pesantez y un mal olor que hacen más intensa la angustia de aquella hora trágica. ¿Qué sucede? Notamos entonces que una lluvia de arena oscura y fina desciende sobre nosotros: ha cubierto ya los techos, los árboles, las aceras, escuece en nuestra piel, hace lagrimar nuestros ojos. Y un dejo a azufre y a ácidos deletéreos impregna las ondas aéreas y nos produce un sudor frío y un mortificante dolor de cabeza.
De pronto se oye, por el camino de Santa Tecla, una gritería que va acercándose por minutos. Y poco después, una avalancha como de cien personas –mujeres y niños especialmente– se precipita hacia el centro de la ciudad. Sus voces revelan ya el paroxismo de la angustia.
—¡Reventó el volcán!3 ¡Ahí viene la lava! ¡Dios santo, misericordia! Nos quemamos. ¡Todos a San Jacinto!4
Y aquellas gentes corren y corren y a su paso arrastran consigo a los menos reflexivos y más aterrorizados.
Entonces nosotros, empinándonos cuanto es posible sobre la parte baja del escaño y mirando por en medio de los ramajes, exploramos el Occidente. Se ve una claridad siniestra, como de un colosal incendio, que surge detrás de las cumbres, y que se aviva y que se atenúa alternativamente: y el cambio en la intensidad del rojo vivaz, guarda una estrecha relación con los retumbos que semejan una tempestad lejana y continua, devuelta por el eco de grandes cavernas geológicas. El fuego no surge de la cúspide del volcán de San Salvador: lo vemos bastante hacia la izquierda, allá donde el terreno se deprime en una amplia curva. Continúa temblando con breves intermitencias, y todos tenemos la espantosa sugestión de que aquello no es sino el preludio de la catástrofe, y de que el gigante dormido va a despertar en breve.
La tierra se aquieta un poco después de dos horas en que propiamente no ha habido sino un solo temblor sin solución de continuidad: ¡gozamos de una breve tregua! Y a la doble luz del incendio de la capital y de los rojizos relámpagos que produce cada nueva erupción, miramos en torno: aparecen como fantasmas los pobres enfermos. Algunos en la plazuela, otros en los patios, unos pocos en los corredores… Vagan de aquí para allá como atacados de locura; gimen; rezan; inquieren. Todos están sudorosos y jadeantes. Y la débil claridad de la catástrofe da a los rostros marchitos un tinte violáceo. Parece como si los muertos de un viejo camposanto se hubiesen levantado de sus tumbas, no para ir al valle de Josafat a oír el juicio de Dios, sino para empezar de nuevo la peregrinación del dolor en un Universo desquiciado
Notas
- Ocurrió a las 18:55 de ese día de Corpus. Su origen estuvo en los pequeños cráteres –denominados Los Chintos– situados al lado inferior norte del extinto Boquerón (1.887 m.) y del valle interior del Playón, todos en la zona del volcán de San Salvador.
- Movimiento telúrico acaecido a las 19:30 horas.
- A las 20: 11 horas, las grietas abiertas, en la Loma del Pinar –al norte del Boquerón–, lanzaron humo negro, materiales en ignición y una correntada de lava de cerca de dos kilómetros de largo, 250 metros de ancho y 3 metros de espesor, según el científico salvadoreño Jorge Lardé y Arthés.
- San Jacinto es un cerro de 1.153 metros sobre el nivel del mar, que se localiza al sur de la ciudad capital salvadoreña. Densamente poblado y explotado por varias canteras para la obtención de piedra de construcción, su jurisdicción la comparten los municipios de San Salvador, San Marcos, Santo Tomás y Soyapango.
El Terremoto de San Salvador |
#AmorPorColombia
El Terremoto de San Salvador Narración de un superviviente / II - La Hora Trágica en el Hospital Rosales
II - La Hora Trágica en el Hospital Rosales
Texto de: Porfirio Barba Jacob
Mi amigo y yo, acompañados por los jóvenes cadetes Larios, Guerrero y Melara, volvíamos del paseo habitual a las siete menos cuarto del Jueves de Corpus, y nos detuvimos a descansar por pocos instantes en la sala del Pensionado, que está en el primer piso. Y no bien acabábamos de tomar asiento, cuando un fuerte vaivén del edificio y un ruido indescriptible nos cortaron el habla. Era el primer temblor1. Breves segundos de espera, y advertimos que aquello tenía una violencia alarmante. Nos levantamos para correr hacia la puerta, pero el suelo parecía huir bajo nuestros pies y hacía insegura y difícil la marcha. Del piso alto bajaban con estrépito algunos pensionados. La luz se apaga y quedamos en la más densa oscuridad. Se oyen gritos, se escucha el tropel de enfermos que abandonan las salas, y más de cien personas nos precipitamos hacia afuera en busca de la plazoleta. Los focos se balancean con ritmo desigual, y cada una de las diez mil planchas metálicas del edificio levanta su propio rumor, de suerte que de todas ellas se escapó un ruido vasto y sordo que aumenta la inquietud. Pero la tierra va poco a poco recobrando el reposo, la luz vuelve a encenderse, y muchos de los enfermos regresan al interior del hospital.
En la calle, larga y anchurosa, que se extendía delante de nosotros, la gente se agrupaba para hacer comentarios acerca del suceso. ¡Aquello había sido en extremo fuerte! Alguien discute si se trata de un temblor más duro que el del 6 de septiembre de 1915. Y aún no se acababa la discusión, cuando una nueva sacudida, menos intensa que la anterior, pero de mayor duración, vuelve a sembrar la zozobra en los ánimos. Un vago presentimiento de algo horrible cruza por el alma de la ciudad. Nadie se mueve de su sitio. Y hay unos momentos de angustiosa expectativa, en que los ojos interrogan a los ojos, y los oídos se esfuerzan por recoger en el aire algún rumor inadvertido…
Y es entonces cuando empieza la tragedia inenarrable. Se oye, lejano, lejano, un retumbo que se dilata sordamente, semejante a una tempestad que va conmoviendo montañas. La tierra entera se sacude, y su primer ímpetu hace balancear otra vez los focos eléctricos y apaga las luces de la ciudad2. El edificio del hospital cruje todo como si ya fuese a desplomarse: la Escuela de Medicina se sacude con traqueteos que parecen anunciar su caída. Sentimos que se revientan las raíces de los árboles. Y pasa por debajo de nuestros pies una onda que nos da frío y hace erizar nuestros cabellos.
A este movimiento sucede otro, y el terror aumenta a cada vaivén de la tierra y de las cosas. La línea de la montaña de Occidente ondula con tal violencia que aquello parece ya la hora apocalíptica. Los refugiados de la plazuela difícilmente podemos sostenernos en pie. Tememos a los eucaliptos, a los edificios, al aire, a la oscuridad. Tememos que el suelo se abra en grietas a nuestras plantas y nos sepulte. Y cuando, pasada la violencia de la onda, queremos buscar asiento en los escaños, una nueva y más intensa sacudida nos vuelve a lanzar a mediacalle.
¡Horror! ¡Horror!
Del patio del hospital, donde se han agrupado más de quinientos enfermos, suben ayes desesperados, rezos que piden misericordia a los cielos, gritos de espanto, voces inarticuladas. Los niños se agitan en torno de las Hermanas de la Caridad, que levantan al cielo los crucifijos de sus camándulas. Muchos de los enfermos –los más débiles– yacen por tierra, incapaces de sostenerse en pie. De lo alto de los pensionados claman los inválidos por alguien que vaya a bajarlos. Y entre tanto, el temblor continúa con fuerza indecible, y la oscuridad se vuelve más densa.
¡Horror! ¡Horror!
La Escuela de Medicina empieza a desmoronarse, y una nube de polvo nos envuelve por momentos. Nos buscamos los unos a los otros con las manos; proponemos cosas absurdas; nos disputamos casi a empujones un sitio entre los rieles del tranvía. Camillas con enfermos recién operados empiezan a llegar a la calle. Grupos de gentes despavoridas vienen hasta nosotros desde las casas del barrio. Hay mujeres que permanecen de rodillas, como en éxtasis, los brazos levantados en ademán impetratorio. Y de pronto, algo cae con estrépito allí cerca: es el monumento a Rosales que se desploma junto con los mármoles alegóricos que lo circundan. Y la tierra continúa temblando y el retumbo lejano continúa oyéndose.
¡Horror! ¡Horror!
Los niños lloran y las mujeres rezan a grandes voces, y gritan, y se levantan. Algunas creen que nuestra fuerza puede ampararlas, y nos rodean, convulsas y gemebundas. Entonces la campana del hospital toca a rebato, y vemos con angustia que de una de las habitaciones del Pensionado de mujeres sale una gran llamarada. Y el clamor siniestro se eleva en el aire. “¡El hospital se quema!”. “¡Fuego en los altos!”. El Cadete Guerrero corre hacia el foco de las llamas. Apenas puede sostenerse. Las sacudidas asumen tal grado de violencia, que los hombres caemos por tierra, sin fuerza para resistir. Otro pedazo de la Escuela de Medicina se viene abajo. El ruido del hospital se agiganta, y el llanto y las protestas y los ruegos y los cantos y los ayes se redoblan.
¡Horror! ¡Horror!
Miramos hacia lo largo de la calle, y advertimos que las casas vacilan y caen, ya de un lado, ya del otro, y que las mujeres, arrastrando a los niños, van como locas de lugar en lugar. La estatua del Sabio Álvarez rueda por el suelo, y el escaño de cemento se revienta y las columnas de las puertas vienen a desmoronarse casi a nuestros pies. Y hay quien se eche voluntariamente y vuelva a levantarse y torne a caer, porque no resiste ni el frío de las ondas sucesivas que pasan por debajo de nosotros ni el vaivén que nos derriba a cada momento.
¡Horror! ¡Horror!
Alguien señala entonces hacia el Oriente, y tendemos la vista al centro de la ciudad. Una columna roja, como de 50 metros de altura, ancha de base, circundada por negro y denso humo, se levanta allá lejos… ¿Dónde? Nadie puede decirlo. Sólo sabemos que la ciudad está ardiendo. Y la llama se aviva de pronto y su siniestro resplandor ilumina el cielo; y se oyen muros que caen con ruido infernal, y se ven las chispas volar y regarse hacia todos los puntos del horizonte.
¡Horror! ¡Horror!
Entre tanto, en la sala de Maternidad hay mujeres que, bajo el influjo del susto, sienten ya los dolores del trance terrible. Los médicos y los practicantes andan ahora atendiendo a enfermos que padecen ataques o formando lecho a los recién operados que abandonan las salas. Y se les llama a voces en medio de la barahúnda. Poco después oímos gritos de dolor, y más luego tristes vagidos de criaturas que acaban de llegar al mundo. ¡A qué hora venís a este valle de espanto, pobres niños! Y continúa el retumbo, y continúa el movimiento del suelo y continúa el ruido de los edificios, y continúa el llanto, y parece que la oscuridad nos aprieta más.
¡Horror! ¡Horror!
Un automóvil se acerca a todo correr. Vemos cómo, de pronto, tuerce la línea recta de la ruta que trae. Vemos cómo retrocede y avanza con bruscas sacudidas, según va o viene del suelo bajo las llantas. Y una mujer, a quien la abnegación hace dueña de fuerzas sobrehumanas, desciende a las puertas del hospital: trae a su marido, a quien un tapial ha destrozado las piernas. Es la primera víctima de la hecatombe.
Y entonces pensamos en la magnitud del dolor. En la ciudad, en los pueblos, en los campos, en todas partes están cayendo seres humanos bajo los muros que se derrumban. ¿Dónde estáis vosotros, padres, hermanos, hijos, esposos? ¿En qué sitio os ha sorprendido este cataclismo? ¿Bajo qué piedra dormís ahora el último sueño, o permanecéis gritando, casi muertos, entre el polvo y tal vez ya casi en medio de las llamas?
¡Horror! ¡Horror!
El polvo levantado por los muros de la Escuela de Medicina, que se están derrumbando parcialmente, se disipa después de cada sacudida; sin embargo, el aire tiene una pesantez y un mal olor que hacen más intensa la angustia de aquella hora trágica. ¿Qué sucede? Notamos entonces que una lluvia de arena oscura y fina desciende sobre nosotros: ha cubierto ya los techos, los árboles, las aceras, escuece en nuestra piel, hace lagrimar nuestros ojos. Y un dejo a azufre y a ácidos deletéreos impregna las ondas aéreas y nos produce un sudor frío y un mortificante dolor de cabeza.
De pronto se oye, por el camino de Santa Tecla, una gritería que va acercándose por minutos. Y poco después, una avalancha como de cien personas –mujeres y niños especialmente– se precipita hacia el centro de la ciudad. Sus voces revelan ya el paroxismo de la angustia.
—¡Reventó el volcán!3 ¡Ahí viene la lava! ¡Dios santo, misericordia! Nos quemamos. ¡Todos a San Jacinto!4
Y aquellas gentes corren y corren y a su paso arrastran consigo a los menos reflexivos y más aterrorizados.
Entonces nosotros, empinándonos cuanto es posible sobre la parte baja del escaño y mirando por en medio de los ramajes, exploramos el Occidente. Se ve una claridad siniestra, como de un colosal incendio, que surge detrás de las cumbres, y que se aviva y que se atenúa alternativamente: y el cambio en la intensidad del rojo vivaz, guarda una estrecha relación con los retumbos que semejan una tempestad lejana y continua, devuelta por el eco de grandes cavernas geológicas. El fuego no surge de la cúspide del volcán de San Salvador: lo vemos bastante hacia la izquierda, allá donde el terreno se deprime en una amplia curva. Continúa temblando con breves intermitencias, y todos tenemos la espantosa sugestión de que aquello no es sino el preludio de la catástrofe, y de que el gigante dormido va a despertar en breve.
La tierra se aquieta un poco después de dos horas en que propiamente no ha habido sino un solo temblor sin solución de continuidad: ¡gozamos de una breve tregua! Y a la doble luz del incendio de la capital y de los rojizos relámpagos que produce cada nueva erupción, miramos en torno: aparecen como fantasmas los pobres enfermos. Algunos en la plazuela, otros en los patios, unos pocos en los corredores… Vagan de aquí para allá como atacados de locura; gimen; rezan; inquieren. Todos están sudorosos y jadeantes. Y la débil claridad de la catástrofe da a los rostros marchitos un tinte violáceo. Parece como si los muertos de un viejo camposanto se hubiesen levantado de sus tumbas, no para ir al valle de Josafat a oír el juicio de Dios, sino para empezar de nuevo la peregrinación del dolor en un Universo desquiciado
Notas
- Ocurrió a las 18:55 de ese día de Corpus. Su origen estuvo en los pequeños cráteres –denominados Los Chintos– situados al lado inferior norte del extinto Boquerón (1.887 m.) y del valle interior del Playón, todos en la zona del volcán de San Salvador.
- Movimiento telúrico acaecido a las 19:30 horas.
- A las 20: 11 horas, las grietas abiertas, en la Loma del Pinar –al norte del Boquerón–, lanzaron humo negro, materiales en ignición y una correntada de lava de cerca de dos kilómetros de largo, 250 metros de ancho y 3 metros de espesor, según el científico salvadoreño Jorge Lardé y Arthés.
- San Jacinto es un cerro de 1.153 metros sobre el nivel del mar, que se localiza al sur de la ciudad capital salvadoreña. Densamente poblado y explotado por varias canteras para la obtención de piedra de construcción, su jurisdicción la comparten los municipios de San Salvador, San Marcos, Santo Tomás y Soyapango.