- Botero esculturas (1998)
- Salmona (1998)
- El sabor de Colombia (1994)
- Wayuú. Cultura del desierto colombiano (1998)
- Semana Santa en Popayán (1999)
- Cartagena de siempre (1992)
- Palacio de las Garzas (1999)
- Juan Montoya (1998)
- Aves de Colombia. Grabados iluminados del Siglo XVIII (1993)
- Alta Colombia. El esplendor de la montaña (1996)
- Artefactos. Objetos artesanales de Colombia (1992)
- Carros. El automovil en Colombia (1995)
- Espacios Comerciales. Colombia (1994)
- Cerros de Bogotá (2000)
- El Terremoto de San Salvador. Narración de un superviviente (2001)
- Manolo Valdés. La intemporalidad del arte (1999)
- Casa de Hacienda. Arquitectura en el campo colombiano (1997)
- Fiestas. Celebraciones y Ritos de Colombia (1995)
- Costa Rica. Pura Vida (2001)
- Luis Restrepo. Arquitectura (2001)
- Ana Mercedes Hoyos. Palenque (2001)
- La Moneda en Colombia (2001)
- Jardines de Colombia (1996)
- Una jornada en Macondo (1995)
- Retratos (1993)
- Atavíos. Raíces de la moda colombiana (1996)
- La ruta de Humboldt. Colombia - Venezuela (1994)
- Trópico. Visiones de la naturaleza colombiana (1997)
- Herederos de los Incas (1996)
- Casa Moderna. Medio siglo de arquitectura doméstica colombiana (1996)
- Bogotá desde el aire (1994)
- La vida en Colombia (1994)
- Casa Republicana. La bella época en Colombia (1995)
- Selva húmeda de Colombia (1990)
- Richter (1997)
- Por nuestros niños. Programas para su Proteccion y Desarrollo en Colombia (1990)
- Mariposas de Colombia (1991)
- Colombia tierra de flores (1990)
- Los países andinos desde el satélite (1995)
- Deliciosas frutas tropicales (1990)
- Arrecifes del Caribe (1988)
- Casa campesina. Arquitectura vernácula de Colombia (1993)
- Páramos (1988)
- Manglares (1989)
- Señor Ladrillo (1988)
- La última muerte de Wozzeck (2000)
- Historia del Café de Guatemala (2001)
- Casa Guatemalteca (1999)
- Silvia Tcherassi (2002)
- Ana Mercedes Hoyos. Retrospectiva (2002)
- Francisco Mejía Guinand (2002)
- Aves del Llano (1992)
- El año que viene vuelvo (1989)
- Museos de Bogotá (1989)
- El arte de la cocina japonesa (1996)
- Botero Dibujos (1999)
- Colombia Campesina (1989)
- Conflicto amazónico. 1932-1934 (1994)
- Débora Arango. Museo de Arte Moderno de Medellín (1986)
- La Sabana de Bogotá (1988)
- Casas de Embajada en Washington D.C. (2004)
- XVI Bienal colombiana de Arquitectura 1998 (1998)
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- Jacanamijoy (2003)
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- Historia de la Fotografía en Colombia. Museo de Arte Moderno de Bogotá (1983)
- Arenas Betancourt. Un realista más allá del tiempo (1986)
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- Botero en el Museo Nacional de Colombia. Nueva donación 2004 (2004)
- Gonzalo Ariza. Pinturas (1978)
- Grau. El pequeño viaje del Barón Von Humboldt (1977)
- Bogotá Viva (2004)
- Albergues del Libertador en Colombia. Banco de la República (1980)
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- Ciclovías. Bogotá para el ciudadano (1983)
- Negret escultor. Homenaje (2004)
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- Duque, su presidencia (2022)
Un mundo oculto
Estatua procedente del Montículo Noroeste de la Mesita B del Parque Arqueológico de San Agustín, y actualmente en el Bosque de las Estatuas. Muy probablemente se trata de una representación solar. El mundo funerario y el mundo aéreo y celestial están indisolublemente vinculados en el arte de Macizo Colombiano.
Extracción de una estatua del Montículo Oriental de la Mesita A del Parque Arqueológico de San Agustín, en las excavaciones dirigidas por Konrad Th. Preuss entre 1913 y 1914. Preuss llama la atención sobre el enorme árbol de caucho que allí se encontraba, para dar al lector una idea más cabal de las dificultades que tuvo que enfrentar durante los trabajos.
Francisco José de Caldas, a quien se debe la primera noticia publicada sobre las estatuas, en el Semanario del Nuevo Reino de Granada en 1808.
El geógrafo Agustín Codazzi, quien hizo la primera descripción razonada de las estatuas, durante sus exploraciones para descubrir el origen del río Magdalena en 1857.
Luis Duque Gómez, durante cerca de medio siglo director de los trabajos arqueológicos en San Agustín.
El etnólogo Konrad Th. Preuss, director del Museo Etnológico de Berlín, autor del clásico libro Arte Monumental Prehistórico, basado en los estudios que llevó a cabo entre 1913 y 1914. Foto archivo Instituto Iberoamericano de Berlín.
Dibujos de tumbas de San Agustín hechos por Manuel María Paz en 1857.
Acuarela de José María Gutiérrez de Alba, incluida en su voluminoso manuscrito Impresiones de un viaje a América, quien visitó San Agustín en enero de 1873.
Acuarela original de Manuel María Paz para ilustrar un informe de Agustín Codazzi sobre la estatuaria, publicado en 1863.
Acuarela original de Manuel María Paz para ilustrar un informe de Agustín Codazzi sobre la estatuaria, publicado en 1863.
Acuarela de José María Gutiérrez de Alba, incluida en su voluminoso manuscrito Impresiones de un viaje a América, quien visitó San Agustín en enero de 1873.
El área de San Agustín marcó el comienzo y, durante más de un siglo, el avance de la arqueología en Colombia, y desmpeñó importante papel en la formación de la imagen popular del mundo prehispánico. En la gran exposición realizada en Bogotá en 1907 para celebrar un aniversario más de la Independencia se dispusieron importantes símbolos de la nacionalidad entre pabellones de tardío neoclasicismo en que se exhibían los avances de la industria y las artes colombianas. En primer plano, estatua ecuestre del Libertador Simón Bolívar. A la izquierda, por entre los árboles, se alcanza a ver la primera estatua de San Agustín que vieron los bogotanos, trasladada a la ciudad en 1906 probablemente por el general Carlos Cuervo Márquez, quien visitó el Macizo Colombiano en 1892.
Un muchacho reposa al lado de la estatua del Montículo X de la Meseta A del Alto de los Ídolos en Isnos, durante los trabajos de Konrad Th. Preuss en 1914-15. Preuss la halló “caída hacia delante y echada de cara” y dice que “por la falda corta y por la cinta entrelazada que circunda la cabeza… se comprende que la estatua es femenina”.
El ministro de Bélgica en Colombia (izquierda) y el profesor Paul Rivet (derecha), fundador del Musée de l’Homme de París y conocido por sus teorías sobre el origen del hombre americano, posan en 1938 a los lados de una estatua hallada en el Montículo Noroeste de la Mesita B del Parque Arqueológico de San Agustín. Archivo fotográfico del Instituto Colombiano de Antropología e Historia.
Trabajos de excavación de una tumba en el sitio de Quinchana, 28 kilómetros al oeste de San Agustín, durante la Expedición del Instituto Etnológico Nacional de 1946, bajo la dirección de Luis Duque Gómez. La estatua representa una figura femenina en cuclillas. Archivo fotográfico del Instituto Colombiano de Antropología e Historia.
Excavación de la Mesita A del Parque Arqueológico de San Agustín, en la expedición del Instituto Etnológico Nacional de 1943. Archivo fotográfico del Instituto Colombiano de Antropología e Historia. La escena no es muy lejana a la que 70 años antes describió José María Gutiérrez de Alba: “No bien hubimos penetrado en los primeros grupos de árboles, ofreciéronse a nuestras miradas atónitas, entre excavaciones más o menos recientes, numerosos grupos de estatuas, casi todas de tamaño colosal, medio enterradas las unas, caídas las otras sobre las enormes piedras que acaso les sirvieron de pedestales; envueltas las más entre las raíces y hojarasca del bosque, más o menos próximas al hoyo de que fueron desenterradas, y todas cubiertas por una densa capa de musgo”.
“Al entrar en la plaza de San Agustín”, escribió Preuss, “nos saludaron no menos de 14 colosos, casi todos más grandes que los que poco antes habíamos visto en Uyumbe. Algunos vecinos, patriotas, los llevaron hasta allí, luchando contra toda suerte de dificultades y después de ingentes esfuerzos, los colocaron en fila, mirando a la iglesia. Otras dos estatuas sirven de sostén a las columnas de madera del portón del templo. Casi todos estos colosos eran ya viejos amigos nuestros, conocidos desde los tiempos de Codazzi, solamente que en ese entonces estaban aún en el sitio en que los habían dejado los indios”. En esta especie de museo informal se reunieron estatuas procedentes principalmente de las Mesitas B y C del actual Parque Arqueológico de San Agustín.
La región del Macizo Colombiano, donde tuvieron su asiento las sociedades que labraron las estatuas, está encerrada entre azulosas montañas cubiertas de bosques. En su gradual descenso hacia el valle del Magdalena, el Macizo va formando estrechas mesetas a modo de escalones, onduladas por colinas y cerros y separadas por escarpados pliegues de la cordillera y por las profundas fosas que sirven de cauce a los ríos. La mayor de tales mesetas alberga al pueblo de San Agustín y su Parque Arqueológico. Generosa en prodigios tectónicos, es una tierra también espléndida en vida natural y como habitación para el ser humano. Su posición en proximidades del Ecuador, las diferencias de altura sobre el nivel del mar de sus valles y mesetas y la abundancia de las lluvias crean condiciones propicias para una vegetación exuberante.
El Macizo Colombiano forma en torno a la zona de San Agustín una especie de hemiciclo confinado al norte, al occidente y al sur por enormes montañas. Hacia el oriente, sobrepasando la cordillera Oriental, se abren las vastas selvas amazónicas. Este encerramiento natural, sumado al aislamiento en que estuvo la región desde la época de la Conquista, dejan en los viajeros, aún hoy, la sensación de hallarse en el fin del mundo. Pero al mismo tiempo es el comienzo del mundo, al menos en cuanto respecta a algunos de los rasgos físicos más significativos del norte de América del Sur. Su trascendencia como nudo orográfico y estrella hidrográfica puede verse en el hecho de que allí nacen los ramales Central y Oriental de los Andes colombianos y cinco de los ríos más importantes del país: el Magdalena, el Cauca, el Caquetá, el Putumayo y el Patía.
Explicando por qué no quedaron de los pueblos que habitaron el Macizo Colombiano grandes templos o palacios, Agustín Codazzi escribió: “No conocían el arte de las construcciones urbanas para sustraer sus dioses a las miradas del vulgo, escondiéndolos en el santuario de un templo: los ocultaron entre los bosques y les dieron por templo un valle entero, pero aislado del resto de la tierra, misterioso y casi impenetrable”.
Vista general de la Mesita A del Parque Arqueológico de San Agustín. Las altas montañas que rodean los valles de San Agustín e Isnos bien pudieron haber sido importantes “en la defensa de sus primitivos moradores contra pueblos enemigos”, como observó el arqueólogo Luis Duque Gómez. Con menos pragmatismo, un siglo antes de él el geógrafo Agustín Codazzi vio a la región como un territorio “separado del resto de la tierra como un santuario misterioso, y aún podría decirse que invigilado por las moles estupendas que, cual centinelas de la eternidad, se levantan a su alrededor”. Las estatuas y las tumbas en medio de aquel ambiente de umbrosos valles, profundos precipicios e inverosímiles cascadas inevitablemente dejan en muchos visitantes, como dejaron en Codazzi, la sensación de que aquel es un mundo mítico y mágico.
Tanto las estatuas como las maravillas naturales del Macizo Colombiano permanecieron aisladas y ocultas desde la Conquista hasta principios del siglo xx, pues se hallaban a enormes distancias de las rutas históricas de comunicación entre el norte y el sur de Colombia. Sin embargo, las rutas seguidas por esporádicos viajeros desde la época colonial, e incluso la que toma hoy el transporte de ganado, muestran que San Agustín e Isnos se hallaban en el centro de una red de comunicaciones naturales entre el valle del Magdalena y el sur del continente, y entre las selvas amazónicas y los territorios de Popayán, el Valle del Cauca y el océano Pacífico.
Algunos afluentes del río Magdalena crean espectaculares saltos como el de Bordones y el de El Mortiño, cerca a San José de Isnos, que agregan al paisaje una nota de extraordinario dramatismo y que formaron parte de la experiencia sensorial, y probablemente religiosa y mítica, del artista del Macizo Colombiano.
El Estrecho, sobre estas líneas, punto en que el río Magdalena reduce su cauce a cerca de 1,70 metros, es hoy una de las atracciones turísticas de San Agustín, a pocos kilómetros de distancia. Rodeado de elevadas montañas con espesos bosques y matorrales, en tiempos prehispánicos probablemente fue lugar de alta significación, pues en sus vecindades se han hallado estatuas y petroglifos, así como terrazas de habitación.
El mapa más antiguo conocido del área arqueológica del Macizo Colombiano es el “Plano topográfico de las inmediaciones del pueblo de San Agustín, donde se hallan las antigüedades de los aborígenes”, levantado en 1857 por Agustín Codazzi, jefe de la Comisión Corográfica, en escala de una legua granadina de 5.000 metros. Con letras mayúsculas están marcados los puntos donde se hallaban las 38 esculturas que Codazzi describe en su informe al gobierno, publicado en 1863 como apéndice a la Jeografía física y política del Estado del Tolima, de Felipe Pérez.
Vista del río Magdalena cerca de San Agustín. El río nace en el páramo de Las Papas, a 3.685 metros sobre el nivel del mar, y al llegar a San Agustín ha reducido su altura a unos 1.600 metros. Al cortar las montañas crea una profunda fosa con paredes cubiertas de matorrales y cultivos, animados por ocasionales guaduales e iluminados por las bellas flores del cachimbo o cámbulo, de rojo o naranja encendido.
Collar de cuentas elaborado mediante la técnica de la cera perdida, cuya figura central es un hombre sin cabeza y con desmesuradas manos (Museo del Oro, Bogotá). Aunque el hallazgo en “basureros” de gotas de oro fundido, trozos de alambre y otros restos atribuibles a talleres orfebres son evidencia de que la metalurgia se practicó en el Macizo Colombiano, el corto número de piezas encontradas y la dificultad de identificar un estilo propio de la región parecen poner en duda que la orfebrería hubiera tenido allí un desarrollo similar al de otras áreas arqueológicas de Colombia. Lo que parecen sugerir objetos como este y otros aún más refinados descubiertos en tumbas de San Agustín e Isnos parece ser la circulación de bienes culturales entre esta y otras regiones en las épocas en que se labraron las estatuas.
Las grandes acumulaciones de restos de alfarería que se encuentran en San Agustín y sus alrededores, conocidas por los arqueólogos como “basureros”, demuestran que la fabricación de vasijas de barro fue práctica común e intensa en la región. Sin embargo, la relativa sencillez de las piezas que conocemos no parece indicar que el arte de la cerámica hubiera alcanzado en el Macizo Colombiano el desarrollo que logró en otras regiones, incluso durante el período de la estatuaria monumental.
Las grandes acumulaciones de restos de alfarería que se encuentran en San Agustín y sus alrededores, conocidas por los arqueólogos como “basureros”, demuestran que la fabricación de vasijas de barro fue práctica común e intensa en la región. Sin embargo, la relativa sencillez de las piezas que conocemos no parece indicar que el arte de la cerámica hubiera alcanzado en el Macizo Colombiano el desarrollo que logró en otras regiones, incluso durante el período de la estatuaria monumental.
Las grandes acumulaciones de restos de alfarería que se encuentran en San Agustín y sus alrededores, conocidas por los arqueólogos como “basureros”, demuestran que la fabricación de vasijas de barro fue práctica común e intensa en la región. Sin embargo, la relativa sencillez de las piezas que conocemos no parece indicar que el arte de la cerámica hubiera alcanzado en el Macizo Colombiano el desarrollo que logró en otras regiones, incluso durante el período de la estatuaria monumental.
Las grandes acumulaciones de restos de alfarería que se encuentran en San Agustín y sus alrededores, conocidas por los arqueólogos como “basureros”, demuestran que la fabricación de vasijas de barro fue práctica común e intensa en la región. Sin embargo, la relativa sencillez de las piezas que conocemos no parece indicar que el arte de la cerámica hubiera alcanzado en el Macizo Colombiano el desarrollo que logró en otras regiones, incluso durante el período de la estatuaria monumental.
Es un hecho palmario que en el Macizo Colombiano los principales esfuerzos de transformación del paisaje se dedicaron a la construcción de necrópolis o lugares de culto, combinados a veces con lugares de habitación. El sitio de mayor tamaño es el Alto de los Ídolos, en San José de Isnos, terraplén artificial de 300 metros de longitud en forma de herradura, formado rellenando el espacio entre las cimas aplanadas de dos colinas contiguas. Uno de sus extremos, llamado Meseta A, contenía 11 montículos funerarios con estatuas monumentales, mientras que su complemento, la Meseta B, parece haber sido principalmente sitio de vivienda.
“Mapa de los alrededores de San Agustín, basado en el de Codazzi”, utilizado para ilustrar la obra Arte Monumental Prehistórico, de Konrad Th. Preuss. Están identificados los principales sitios explorados por Preuss en 1913 y 1914.
La mayor parte de la estatuaria del Macizo Colombiano se encontraba dispersa por un área de unos 500 kilómetros cuadrados, en algo más de 60 sitios arqueológicos identificados hasta hoy. Los dos mayores son el Parque Arqueológico de San Agustín, a unos tres kilómetros al occidente del pueblo actual, y el Parque Arqueológico Alto de los Ídolos, en San José de Isnos, al lado opuesto del río Magdalena.
Texto de: Efrain Sánchez
Descubrimiento de la estatuaria del Macizo Colombiano
Salvo por esporádicos viajeros que quizá las contemplaban y seguían su camino, las estatuas del Macizo Colombiano permanecieron ocultas o desdeñadas para los ojos occidentales durante casi 300 años después de la Conquista. Este hecho encierra una de las mayores paradojas históricas de la región, pues al contrario de lo que suele creerse, siempre hubo allí a la vista “estatuas, columnas, adoratorios, mesas, animales, y una imagen del sol desmesurada, todo de piedra, en número prodigioso”, como escribió Francisco José de Caldas luego de su visita a San Agustín en 1797. Y no todas las habían exhumado los buscadores de tesoros, pues como lo confirma Fray Juan de Santa Gertrudis, “se sabe por tradición constante en Timaná que en la Conquista se hallaron en este puesto todos estos monumentos antiguos”. Más aún, al paso de las huestes de Sebastián de Belalcázar en su marcha hacia la llanura de Bogotá en 1538, los indios daban al río Magdalena en esa zona el nombre de Guacallo, o Huaca Allo, que en quechua significa Río de las Tumbas, en obvia referencia a lo que había de notable en el Macizo Colombiano.
Son dos historias, una anónima y no escrita, y la otra, la oficial, tardía y sujeta a las rutas y los intereses de los conquistadores, a la forma como se pobló el país y a la formación de su complejo cuadro regional. No estaba entre los motivos de los españoles la curiosidad arqueológica, ni había en los valles y colinas del Macizo Colombiano la promesa de El Dorado que los atrajo a la alta explanada de Bogotá y a la Cordillera Central. Con todo, fue un episodio de búsqueda frustrada de oro lo que produciría el primer texto descriptivo que conocemos de las estatuas, algunas páginas de Maravillas de la Naturaleza del misionero español Fray Juan de Santa Gertrudis. En su viaje del Putumayo a Santa Fe hacia 1757, Fray Juan conoció en San Agustín a un clérigo de Popayán que había llegado con seis mestizos a cavar guacas, sin encontrar “oro ninguno, solo un zarcillito muy chico”. Dio noticia sobre los monumentos a Fray Juan y este procedió a describirlos con toda precisión dentro de su personal visión de fraile: “una canoa larga de siete varas toda de una pieza… tres obispos de medio cuerpo hasta la rodilla… cinco frailes franciscanos observantes, de las rodillas para arriba labrados de la misma piedra que los obispos”.
Fray Juan fue un descubridor frustrado de las estatuas, pues los cuatro volúmenes de su diario terminaron en la Biblioteca Pública de Palma de Mallorca y solo se publicaron en 1956. En realidad, la historia “moderna” de la estatuaria del Macizo Colombiano comenzó en 1808, cuando en el primer artículo del primer número del Semanario del Nuevo Reino de Granada, Francisco José de Caldas invitó a “recoger y diseñar” las piezas que se hallaban dispersas en los alrededores de San Agustín. ?
Con su autoridad científica y su ascendiente como mártir de la Independencia, Caldas inició la primera fase del descubrimiento de la estatuaria, que abarcó hasta la primera década del siglo xx y se verificó principalmente como subproducto de proyectos gubernamentales destinados a mejorar la situación económica de la nueva nación. En 1825 el botánico Juan María Céspedes recibió comisión del gobierno del General Francisco de Paula Santander para explorar los monumentos y examinar las plantas de la región, en compañía del célebre pintor de la Expedición Botánica Francisco Javier Matis. Según José Joaquín Ortiz, el gobierno remitió a Francia los dibujos hechos por Matis y hasta hoy no se tiene noticia de ellos. Pero probablemente ni terminaron en Francia ni se perdieron del todo. En 1851 se publicó en Viena el libro Antigüedades Peruanas de Mariano Eduardo de Rivero y Johann Jacob von Tshudi, y en su suntuoso Atlas figuran cinco láminas en litografía iluminada que ilustran varias estatuas y “una mesa cuadrada”; son las primeras imágenes impresas que conocemos de la estatuaria del Macizo Colombiano. Rivero había llegado a Bogotá en mayo de 1823 como miembro de una misión científica contratada en París por Francisco Antonio Zea con el objeto de establecer en Bogotá un museo y una escuela de minas. La misión no pudo cumplir su propósito debido a la estrechez fiscal de la República, y los científicos extranjeros se dedicaron a exploraciones en distintas regiones del país. Aunque se fecha la visita de Rivero a San Agustín en 1825, el esquematismo de sus descripciones hace pensar que nunca vio las estatuas personalmente y que las láminas de Antigüedades Peruanas no son otras que las figuras que dibujó Francisco Javier Matis y midió el padre Céspedes en 1825.
En 1857 tuvo lugar el hecho que consagró a la región como objeto de investigaciones históricas y arqueológicas: la visita de la Comisión Corográfica, empresa que llevó a cabo la primera descripción y el primer mapa oficiales del país, dirigida por el geógrafo Agustín Codazzi. Llegado a San Agustín con el fin de “determinar bien el origen del Magdalena y del Caquetá”, Codazzi entregó al gobierno un detallado informe acompañado con ilustraciones hechas por el dibujante Manuel María Paz y un plano topográfico —el primero levantado del lugar—, en el que describe 37 esculturas y hace relación minuciosa del territorio. Reconociendo a Codazzi como “el primer descubridor de este adoratorio”, Konrad Preuss dijo algo que aún hoy tiene plena validez: “Todo nuevo investigador de San Agustín debe ir a buscar en él la base del trabajo que va a emprender”.
Durante el siguiente medio siglo el informe de Codazzi constituyó el fundamento y el modelo para todos los estudios sobre el área de San Agustín. En 1869 la visitó el alemán Alphons Stübel mientras llevaba a cabo investigaciones vulcanológicas. Cuatro años después llegó el español José María Gutiérrez de Alba, agente confidencial enviado por su gobierno a indagar las razones por las cuales la Nueva Granada no había adelantado gestión alguna para obtener su reconocimiento por parte de España. Mientras llevaba a cabo su misión, Gutiérrez realizó extensos recorridos por el país y redactó un voluminoso diario de viaje ilustrado con 466 acuarelas, dibujos, litografías y fotografías. El relato de uno de sus viajes, la “Expedición al Sur”, contiene sus impresiones y varias acuarelas hechas por él mismo de algunas estatuas, y lleva como anexo casi todo el informe de Codazzi y las láminas de Paz. El último explorador decimonónico notable de la estatuaria fue el general Carlos Cuervo Márquez, quien en 1892 llegó a San Agustín con el texto de Codazzi y procedió a tomar apuntes para hacer sus propias descripciones, complementadas con reflexiones sobre el carácter y el origen del pueblo que las produjo. Al reseñar la obra de uno de los primeros exploradores de San Agustín en el siglo xx, el geógrafo alemán Karl Theodor Stöpel, el Journal de la Societé des Américanistes de París urgió a que “una expedición científica, convenientemente equipada, tuviera una larga estancia en el valle de San Agustín para tratar de resolver los problemas que apenas se han planteado”. Entonces estaba ya haciendo los preparativos de su viaje el etnólogo Konrad Theodor Preuss, director del Museo Etnológico de Berlín, con quien comenzó la fase propiamente arqueológica y etnográfica del descubrimiento de la estatuaria del Macizo Colombiano.
Preuss llevó a cabo una exploración de poco más de tres meses entre 1913 y 1914 que amplió considerablemente el número de estatuas y sitios descritos. Lo más valioso de su obra, Monumentale vorgeschichtliche Kunst, publicada en Göttingen en 1929, son sus análisis iconográficos, realizados a partir del examen de las formas y sobre el trasfondo de sus propias investigaciones entre los huitotos y los kogis de Colombia. El siguiente hecho importante fue la expedición oficial a San Agustín de 1937, dirigida por el antropólogo español José Pérez de Barradas y con la participación de Gregorio Hernández de Alba y Luis Alfonso Sánchez. Dos años antes, en 1935, había adquirido el gobierno los terrenos de la hacienda La Meseta y establecido con ellos el Parque Arqueológico Nacional, donde se concentró el trabajo de los expedicionarios. Su hallazgo más notable fue la Fuente de Lavapatas, encontrada el 10 de julio de 1937 bajo una capa vegetal de un metro de espesor.
La era de las excavaciones arqueológicas en el Macizo Colombiano solo comenzó en firme en 1943, cuando se envió oficialmente a San Agustín a Luis Duque Gómez, la figura más prominente en la investigación de la región durante las siguientes cuatro décadas. Entre ese año y 1960, Duque abrió centenares de tumbas y sus descubrimientos le permitieron proponer una secuencia cronológica de la ocupación humana en la región. Continuando esta labor en las décadas de 1970 y 1980 y en trabajo conjunto con Julio César Cubillos, Duque dirigió además la reconstrucción y las obras de preservación de los sitios funerarios más importantes de San Agustín e Isnos. Con patrocinio universitario, Gerardo Reichel-Dolmatoff llevó a cabo en 1966 estudios estratigráficos en basureros arqueológicos de la zona de las Mesitas y el Alto de los Ídolos, sobre los cuales basó una cronología muy distinta a la de Duque. Al mismo tiempo analizó la estatuaria, publicando sus conclusiones en San Agustín, A Culture of Colombia, de 1972. En este libro Reichel llama la atención sobre la tendencia de los libros y artículos publicados hasta la fecha a dedicarse a los aspectos “más espectaculares” de la región, las estatuas y las tumbas, y hace un llamado a los especialistas: “Hoy es evidente que en San Agustín se necesita un nuevo tipo de investigación, un enfoque más integrado que diga más sobre sus comienzos, sobre la dispersión de sus pautas de asentamiento y las bases económicas de sus antiguos habitantes”. Tales son, en general, los temas predominantes de los estudios sobre el Alto Magdalena prehispánico en las últimas tres décadas, auspiciados por la Fundación de Investigaciones Arqueológicas Nacionales del Banco de la República, establecida en 1972, el Instituto Colombiano de Antropología e Historia y las universidades.
Han pasado algo más de 150 años desde cuando se iniciaron los estudios sobre la estatuaria del Macizo Colombiano y la etapa de descubrimiento aún continúa. Los avances han sido notables, particularmente en cuanto a la acumulación de materiales arqueológicos. En comparación con 37 estatuas descritas por Codazzi y 108 por Preuss, hoy el inventario más completo que poseemos, elaborado por María Lucía Sotomayor y María Victoria Uribe y publicado en 1987, contiene 514 estatuas, relieves y obras de incisión. Además existe un acervo de fechas asociadas con las estatuas y obtenidas mediante análisis de carbono 14, y hay ya una historia de esfuerzos relacionados con los aspectos artísticos y estéticos de la estatuaria, encabezada por Eugenio Barney Cabrera y Pablo Gamboa. Gracias a las contribuciones de todos estos observadores atentos estamos hoy en mejor posición que nunca para dar una nueva mirada a la estatuaria e intentar descifrar un lenguaje que ha permanecido esquivo durante tanto tiempo.
Geografía mítica
Los valles y colinas del Macizo Colombiano donde se encuentra el área arqueológica de San Agustín forman un territorio de grandes sorpresas y paradojas. Lo primero que ha llamado la atención de los viajeros durante siglos es su aislamiento: “Hállase aquí uno como perdido en un callejón sin salida, y se siente en los confines del mundo”, fue la sensación de Konrad Theodor Preuss al llegar a San Agustín a fines de 1913. Viajando desde el norte, Preuss debió recorrer el ardiente y casi interminable valle del Magdalena, tan inhóspito en algunas partes que los españoles lo llamaron “Valle de las Tristezas”, y antes de llegar se vio ante la Serranía de las Minas, de 2.500 metros de altura y a cuyos pies corren turbulentos los ríos Granates y Bordones. Por el oriente la región se encuentra en el borde de selvas profundas, casi impenetrables, mientras que por el occidente la encierran los páramos silenciosos y helados de la Sierra Nevada de los Coconucos, de 4.600 metros de altura promedio, con el Pico de Paletará y los volcanes Pan de Azúcar, Puracé y Sotará, y por el sur los páramos del Buey y las Papas, con alturas que llegan a 4.200 metros, y el cerro de Cutango, de 3.500 metros. La región entera parece un claustro natural, y esto lo vio Duque Gómez como un rasgo importante para la defensa, pero muchos otros lo han visto como apto para la contemplación, y Codazzi fue el primero en advertirlo: “Lo secuestrado y silencioso del valle, oculto al común de los viandantes y sin más puntos de ingreso a él que un desfiladero al S. y otro al N., lo hacía muy apropiado para dar importancia sobrenatural al culto de los ídolos y para la celebración de ceremonias secretas”. El aislamiento fue la razón por la cual la región permaneció casi deshabitada durante cuatrocientos años después de la conquista española. De las “cinco casas de indios” de que habló Fray Juan de Santa Gertrudis en 1757, el pueblo de San Agustín apenas había progresado hasta componerse de “unas 24 casas pajizas, a lo sumo, de muy mal aspecto y peores condiciones higiénicas” en 1909, como escribió un viajero. Y aún en 1937, al tiempo de la expedición de Pérez de Barradas, no existía carretera y un largo trecho del viaje debía hacerse a caballo.
Y sin embargo, las cosas debieron haber sido bien distintas en tiempos prehispánicos. Es un hecho notable que el Macizo Colombiano constituye el epicentro geográfico más importante de Colombia en términos orográficos e hidrográficos. Es allí donde los Andes adquieren su configuración típica de Colombia, al desprenderse la Cordillera Oriental que recorre el país de sur a norte y se prolonga hasta Venezuela, y allí tienen su origen cinco de los ríos más importantes del país, el Magdalena y el Cauca, que toman la dirección del norte hacia el mar Caribe, el Putumayo y el Caquetá, pertenecientes a la hoya del Amazonas, y el Patía, que va a desaguar en el Pacífico. Al mismo tiempo, San Agustín e Isnos están en el centro de una red de rutas naturales de comunicación entre las llanuras cálidas del Magdalena y el actual departamento de Nariño y Ecuador, y entre el territorio de Popayán y el Valle del Cauca y las selvas del Putumayo y el Caquetá, rutas que apenas comenzaron a descubrirse para la economía colombiana en el siglo xx. En 1937 la riqueza principal de San Agustín era la ganadería, según Pérez de Barradas, pero el ganado no era nativo de la región. Los habitantes lo compraban en el Cauca, luego lo engordaban en sus propias dehesas y posteriormente lo vendían al mercado del Huila en Pitalito. Hoy, filas de grandes camiones transportan ganado desde Florencia y otros puntos del Caquetá hasta los departamentos de Cauca y Valle por la mala carretera de San José de Isnos a Paletará y Popayán. Al parecer solo los indios y los viajeros más apremiados de llegar a su destino conocían antes estas rutas. Uno de los primeros fue Fray Agustín de la Coruña, quien en la primera mitad del siglo xvi hizo el recorrido de Almaguer a Timaná por San Agustín, para acelerar su regreso de Quito, y fue la necesidad de llegar más pronto a Bogotá —sin pasar por Popayán— lo que impulsó a Fray Juan de Santa Gertrudis a viajar desde el Putumayo por Mocoa, Santa Rosa, San Agustín y Pitalito. La ruta del Caquetá fue seguida por José María Gutiérrez de Alba en su excursión a este territorio en 1873. Partiendo de San Agustín con dirección al norte, Gutiérrez pasó por Pitalito, Timaná y Suaza, y desde allí, con rumbo al sur, solo le tomó una corta jornada llegar “a los últimos ranchos que en aquella dirección sirven de límite al mundo civilizado”. En dos días estaba en la selva. No vale la pena especular en cuanto a qué tan transitadas fueron estas rutas en la época prehispánica, pero pocas dudas puede haber en torno a que, si hubo comunicación entre las selvas amazónicas y el Pacífico y entre los Andes centrales y el interior de Colombia, las rutas más naturales eran por San Agustín e Isnos. La razón por la cual no se utilizaron en tiempos históricos debe buscarse en las formas de poblamiento del país y en los intereses geopolíticos y no en las dificultades geográficas. Francisco José de Caldas urgió a las autoridades a considerar el antiguo “camino del Isno” para comunicar a Santa Fe con Quito en lugar del largo y penoso del Páramo de Guanacas, pero no se le prestó atención porque Popayán era entonces el centro de la vital región aurífera de las tierras bajas del Pacífico. Más adelante, el ascenso de Cali como centro económico y político hizo que esta ruta quedara finalmente olvidada.
El paisaje interior de San Agustín e Isnos es único pues ofrece simultáneamente las condiciones para la vida social estable en colinas y valles apacibles, y lo grandioso y dramático de los abismos sobrecogedores y las cascadas inverosímiles. San Agustín está situado a menos de dos grados sobre la línea ecuatorial y sin embargo su temperatura es plácida (19º centígrados en promedio) debido a su altura de 1.700 metros sobre el nivel del mar. Los vientos cálidos del valle del Magdalena se encuentran sobre San Agustín con las corrientes frías de los páramos del Macizo Colombiano, produciendo abundantes lluvias incluso en las temporadas secas. Esta circunstancia es la causa de que en San Agustín crezcan silvestres las más diversas variedades de árboles y plantas tanto de tierra fría como cálida y templada en desordenada y estrecha coexistencia, y a su vez garantiza la abundancia de aguas y la fertilidad de las tierras laborables. Desde cierta altura el panorama se despliega como una sucesión de suaves colinas y pequeños valles con manchas de arboledas y líneas de bosques y matorrales que serpentean señalando el curso de numerosos riachuelos y quebradas, sobresaliendo entre las elevaciones el cono deshecho de un pequeño volcán, el cerro de la Horqueta. Nada prepara al visitante para el espectáculo que reserva la topografía al aproximarse al cauce del Magdalena. Desde su nacimiento hasta Neiva, una distancia de 221 kilómetros, el río desciende más de 3.200 metros, sin cascadas que aceleren su caída. A su paso por San Agustín ya ha vencido casi 2.000 metros a costa de excavar las montañas, creando abismos de 200 y 300 metros de profundidad. Los arroyos y riachuelos que corren por los valles se precipitan formando espectaculares cascadas, y entre los ríos mayores el Bordones se lanza por un barranco de 320 metros de profundidad, el salto de mayor altura en Colombia. ?A escasa distancia de San Agustín, hacia el noroccidente, se halla El Estrecho, angosta garganta por la que se introduce el turbulento Magdalena. El viajero no puede menos que asombrarse ante la escena del río más importante de Colombia, con 1.540 kilómetros de largo y más de 500 afluentes mayores, pasando por una rendija de menos de dos metros de anchura.
El territorio de San Agustín e Isnos es, pues, un lugar de topografía dramática y ostentosa, y al mismo tiempo acogedor y sosegado. Un lugar recogido y casi secreto, enclaustrado entre montañas y profundos precipicios, pero a la vez abierto al exterior. Desde todo punto de vista, un sitio muy distinto a todo cuanto le rodeaba. Un lugar muy peculiar, que con las estatuas, los sepulcros y los monumentos ha tenido siempre un halo mítico.
El misterio de la vida en el Macizo Colombiano
Con todo y el avance de la arqueología en el último siglo, aún prevalece la incertidumbre en torno a los interrogantes fundamentales sobre la vida en esta parte del Macizo Colombiano en la época prehispánica. ¿Cómo fue la evolución de las sociedades que la habitaron y produjeron la estatuaria monumental? ¿Qué clase de lugar era este desde el punto de vista social y cultural?
En cuanto a la evolución, en la segunda mitad del siglo xx se postularon dos secuencias cronológicas muy disímiles tanto en los períodos como en su caracterización. La primera fue la propuesta por Luis Duque Gómez a partir de sus investigaciones en las décadas de 1940 y 1950 en tumbas y montículos funerarios, y la segunda por Gerardo Reichel-Dolmatoff sobre la base de sus excavaciones de 1966 en varios basureros.
CRONOLOGÍAS DE SAN AGUSTÍN
Luis Duque Gómez | Reichel-Dolmatoff | ||
Periodo Sombrerillos | 1410- S.XVI | ||
Periodo Tardío-reciente | 800- S.XVI | Desconocido | 330-1410 |
Clásico Regional | 300-800 | Período Isnos | S.I - 300 |
Período Formativo | 1.000 A.C.-300 | Período Horqueta | 200 A.C.-S. I |
Período Arcaico | 3.300 A.C.-1.000 A.C |
Duque obtuvo la fecha más antigua para San Agustín en un fogón encontrado en el Alto de Lavapatas y que se remonta aproximadamente al año 3300 antes de nuestra era. Este sería el comienzo de lo que llama “Período arcaico” o “pre-agustiniano”, sobre el cual solo conjeturó que correspondería a una sociedad de recolectores que utilizaban burdas lascas de piedra basáltica. Sigue luego un período oscuro de alrededor de 2.600 años, del cual nada se ha hallado que pueda fecharse. No obstante, sitúa el fin del período arcaico en alrededor del año 1.000 antes de nuestra era, cuando se iniciaría un nuevo período, el “Formativo”, cuando ya habría existido una sociedad de cierta complejidad. Según Reichel, la vida sedentaria en San Agustín se habría iniciado con anterioridad al año 200 antes de nuestra era, probablemente con poblaciones originarias de “las regiones selváticas, tanto de las cordilleras y las llanuras aluviales de Colombia, como de la Alta Amazonia”, pero una sociedad estable y con cierto grado de desarrollo solo se encontraría a partir de ese año, en el período que llama “Horqueta”. Algo debió suceder en el primer siglo de nuestra era, pues el estilo de la cerámica cambia de manera drástica y se inicia el período “Isnos”, que se habría prolongado hasta el año 330 de nuestra era. Esta sería la época de las grandes construcciones de tierra, los allanamientos, terraplenes y montículos funerarios, y de la mayoría de las estatuas. Pero este punto en el tiempo es precisamente aquel en el cual Duque Gómez señala el comienzo de las grandes construcciones funerarias. Hacia el año 300 de nuestra era, según Duque, habría empezado el período “Clásico Regional”, con su “arte escultórico monumental, reflejo de complejas formas religiosas” y que se habría extendido hasta alrededor del año 800 de nuestra era, cuando la cerámica adquiere un nuevo estilo y la estatuaria se hace “realista”, iniciándose el período “tardío” o “reciente”, que habría llegado a su fin en el siglo xvi. Para Reichel, por el contrario, a partir del año 330 de nuestra era vendría un período oscuro de más de mil años, y solo en 1410 encontramos nuevamente un conjunto estratigráfico bien definido (Sombrerillos).
Las cronologías de Duque y Reichel no solo definen distintos períodos, sino que representan visiones completamente divergentes sobre los habitantes prehispánicos de San Agustín e Isnos. Reichel no concibe una sola sociedad con sucesivas etapas de desarrollo, sino una serie de sociedades diferentes, cada una de las cuales habría ocupado la región durante un largo período para ser reemplazada por otra, tal vez invasora. Sería erróneo —escribe— hablar de una “cultura de San Agustín”; se trata de “muchas diferentes culturas, de muchas fases que se sucedieron en estas montañas, cada una con sus características propias”. A la inversa, para Duque, los 4.900 años que le calcula a la sociedad que habitó San Agustín en tiempos prehispánicos son “un continuo cultural que descarta por completo intrusiones foráneas”. Los investigadores posteriores, con nuevas evidencias y, particularmente, con nuevas fechas, han tratado de buscar una síntesis plausible. Básicamente, luego de una época oscura, que podría remontarse hasta una antigüedad de 5.500 años, se inició hacia el año 2500 antes de nuestra era la vida social compleja en San Agustín (Período Formativo). Entre el año 200 y alrededor del año 800 de nuestra era habría tenido lugar el período de las grandes construcciones de tierra y la estatuaria monumental (Clásico Regional). Finalmente vendría una época “tardía” o reciente, que llegaría hasta la época de la conquista española. ¿Qué sucedió con la sociedad que produjo las estatuas? ¿Apareció y desapareció en virtud de grandes invasiones? En verdad, nada indica que simplemente hubiera aparecido o desaparecido en dos fechas específicas. Lo que aparentemente apareció y desapareció fue el arte de la escultura, en procesos también caracterizados por importantes variaciones en los estilos de la cerámica.
No hay duda de que durante un período muy prolongado hubo en San Agustín e Isnos una vida comunal activa, un mundo cotidiano con sus ritmos, rutinas, programas vitales, exigencias y prioridades. Pero ¿dónde caben dentro de ese cuadro las tumbas, los montículos funerarios y las estatuas, pertenecientes al mundo sobrenatural y religioso, al mundo del mito y al mundo del arte? El primero en intentar dar respuesta a estos interrogantes fue Agustín Codazzi, para quien el territorio de San Agustín fue un lugar “exclusivamente religioso destinado a la celebración de ritos complicados que se relacionaban con la vida social y constituían una enseñanza dada por medio de la iniciación”. Obviamente habrían residido allí “muchos sacerdotes y agoreros con su respectiva servidumbre, y esto explica por qué en las colinas vacantes se ven todavía señales de zanjas de desagüe, divisiones y labranza de la tierra”. Más de cien años después, Gerardo Reichel-Dolmatoff presentó una hipótesis esencialmente opuesta: “Sería erróneo considerar a la luz de los conocimientos actuales que San Agustín es ante todo una necrópolis o un centro ceremonial. San Agustín es un gran foco cultural donde se encuentran vestigios de toda clase de actividades humanas, no sólo de tipo religioso”.
Quizás el sitio donde esta diferencia de visiones se hace más patente es el Alto de los Ídolos en Isnos. Tiene forma de herradura, creada por la unión de las cimas aplanadas de dos colinas contiguas mediante un terraplén artificial de cerca de 300 metros de longitud. En apariencia, el sitio respondería a la descripción típica de un santuario, como supuso Codazzi, pues sus 11 montículos funerarios y 23 estatuas serían prueba de su carácter de necrópolis y centro ceremonial. Sin embargo, al excavarlo Reichel en 1966 descubrió que era también un inmenso “basurero”. Una espesa capa de residuos de ocupación “formados por generaciones de personas que arrojaban sus desperdicios por las pendientes” cubre toda la superficie del brazo oriental de la herradura (Meseta B), de lo cual concluye que este sitio fue ante todo “un gran lugar de habitación en que los rasgos ceremoniales son solo secundarios con respecto a los demás vestigios culturales”. ¿Tuvieron en realidad el culto y la ceremonia menor trascendencia que la habitación o los cultivos? La respuesta a esta pregunta es decisiva y el Alto de los Ídolos ofrece importantes claves. La Meseta B, originalmente una colina aislada, fue, en efecto, principalmente lugar de habitación, como demostró Reichel, y por esta razón el plano actual de localización de los sepulcros y los templetes la muestra virtualmente vacía. Los montículos funerarios y los monumentos se concentran casi en su totalidad en la colina occidental (Meseta A). En otras palabras, hay una clara separación entre el sitio de vivienda y el sitio de las tumbas. En algún momento, quizás al mismo tiempo en que se iban construyendo los montículos de la Meseta A, se formó el inmenso terraplén artificial que une las dos colinas, quedando así conectado el sitio de habitación con el ámbito de los dioses, héroes culturales o ancestros.
Cada uno de los sitios funerarios y ceremoniales tiene su propio carácter, su propia estructura interna y su propia relación con el paisaje circundante. El primer rasgo que salta a la vista es que no son lugares enteramente naturales. El terreno fue nivelado y sobre esta superficie horizontal se levantaron los “templetes”, constituidos por estructuras dolménicas que en los más elaborados forman una galería estrecha y larga con una especie de fachada con la estatua principal en su centro. Levantado el templete y excavada la tumba, luego de sepultar al difunto se procedía a cubrirlo todo con tierra, formándose montículos artificiales de figura oval y dimensiones variables. El aspecto que ofrecían cada uno de estos sitios era entonces el de una superficie plana donde sobresalían los montículos y las estatuas independientes. Es probable que dominara una vista de 360 grados de los alrededores, pues cada uno de ellos es un “alto” o “mesita”. Las tumbas de este tipo representan la forma más significativa de enterramiento, pero no la única. Las excavaciones arqueológicas pusieron en evidencia una gran diversidad de tipos cuyas expresiones más sencillas son simples pozos superficiales, y entre estos y las tumbas mayores hay categorías que se distinguen en cuanto a forma, profundidad, complejidad y estilo de construcción, lo cual dice mucho sobre el mundo de la vida en San Agustín. Aun con su relativa sencillez en comparación con las de otros centros arqueológicos del mundo, las tumbas mayores seguramente estuvieron destinadas a personajes de alta dignidad. Las sociedades que habitaron el Macizo Colombiano, pues, habrían sido estratificadas, con dignatarios, personajes secundarios y gente del común. Sin embargo, como observa Reichel, la estratificación social no explica por sí sola la diversidad de formas de enterramiento. Tampoco arroja luces sobre las formas de parentesco, los tipos de organización económica o los mecanismos de control social y político. Además, contribuye poco a esclarecer los valores culturales que intervinieron en la creación de la estatuaria monumental.
El examen de las formas de expresión artística parece indicar un hecho palmario en el Macizo Colombiano: Toda la energía creativa y transformadora de la región en la época que se ha llamado “Clásico Regional” se habría concentrado en la escultura funeraria y ceremonial. La cerámica fue evidentemente una ocupación de gran importancia, y el tamaño de su industria alfarera puede colegirse del de los enormes “basureros”. Pero, por otra parte, las piezas descubiertas hasta ahora dejan en claro que no alcanzó la complejidad ni la calidad estética lograda en casi todas las demás áreas arqueológicas de Colombia, ni siquiera durante el período en que se labraron las estatuas monumentales. Sus formas son en general simples, con predominio de ollas globulares o semiglobulares, aquilladas o de cuello curvo, sencillos cuencos de cuerpo ovoide, vasijas cilíndricas o campaniformes, copas con soporte semicónico y vasijas con base trípode. No es posible hablar de evolución de estilos simples a estilos complejos, pues la sencillez es prevaleciente y resalta el hecho de que, salvo por algunos detalles, los tipos de vasija más comunes supervivieron de un período a otro sin mayores cambios. No se han hallado formas que recuerden siquiera remotamente a las estatuas, aunque es notable que la decoración incisa de muchos recipientes es idéntica, en cuanto a motivos y estilo, a los graffiti sin sentido aparente que se encuentran en muchas piedras de varios sitios funerarios.
En la orfebrería se encuentran algunas evocaciones más directas de la estatuaria, pero el examen de la metalurgia plantea serios problemas. Llama la atención el muy escaso número de piezas encontradas en la región por arqueólogos o incluso por “guaqueros”. La orfebrería en efecto se practicó, y los objetos son principalmente narigueras, collares de cuentas, orejeras, diademas y pendientes ejecutados mediante las técnicas usuales del suroccidente colombiano, a saber: martillado, repujado, alambrado, ensamblaje y fundición a la cera perdida. Pero el corto número de piezas sugiere que la orfebrería no parece haber sido una forma de expresión usual y, más significativo aún, el acervo existente no permite identificar un estilo orfebre propio de San Agustín e Isnos. La mayoría de ejemplares conocidos son más bien característicos del área Calima y se habrían obtenido por intercambio o incluso ofrenda por parte de visitantes de tierras lejanas. Las estatuas habrían inspirado a orfebres de otras regiones para producir ciertas piezas, algunas de las cuales se revirtieron a San Agustín e Isnos.
La arquitectura, la ingeniería y el urbanismo “civiles” fueron también expresiones relativamente modestas. Las viviendas, incluidas las que se ha identificado como “casas ceremoniales”, se construyeron con materiales perecederos y sus dimensiones son relativamente pequeñas. Todo lo que se ha hallado de ellas son los huecos en que se hincaban los postes para sostener la techumbre y en algunos casos los sitios para el fogón. Su planta es invariablemente circular o de forma ovalada y en el mayor de los casos solo cubren un área de algo menos de 60 metros cuadrados.
La distancia cuantitativa y cualitativa entre la estatuaria y las demás formas de expresión artística y técnica es demasiado grande como para apoyar la suposición de que San Agustín no fue un “centro ceremonial” especializado. La idea de que se trataba de “un conjunto de sencillas comunidades agrícolas”, no se opone a su carácter de centro ceremonial. Por el contrario, el mundo de la vida parecería haber girado en torno a los mundos de la religión y el mito. La estructura social y la vida cotidiana se organizaron, desde luego, con el objeto de sostener, proteger y controlar a una población. Pero simultáneamente estaban orientadas a mantener, reproducir y extender un complejo universo simbólico. ¿Fueron las aldeas y las necrópolis relacionadas con ellas unidades políticas y económicas independientes, o hubo un centro que ejerciera dominio general? ¿Estuvo dicho centro en San Agustín e Isnos, desde donde se controlaba un territorio tan dilatado? Cualquier respuesta a estas preguntas es prematura, pero algunos hechos parecen claros. En primer término, podría argumentarse que no todos los sitios tuvieron la misma trascendencia o el mismo significado. El número de estatuas y tumbas concentradas en un mismo emplazamiento, así como su complejidad y calidad escultórica, destacan tres lugares en particular: la zona de las “mesitas”, actual Parque Arqueológico de San Agustín, el Alto de los Ídolos, en Isnos, y el Alto de las Piedras, en este mismo municipio. Se ha dicho que tal concentración puede deberse a la persistencia de estos lugares como centros funerarios durante un largo período, lo cual daría como resultado una mayor acumulación de monumentos. Con todo, el argumento de la persistencia no contradice —más bien parece apoyar— la idea de una posible jerarquía espacial en tiempos prehispánicos. El uso reiterado de un determinado sitio para fines funerarios o ceremoniales durante centenares de años sencillamente lleva a suponer que tal sitio se hallaba arraigado en la tradición como necrópolis. Además, no puede pasarse por alto el posible valor del paisaje y de los rasgos topográficos como elementos de identidad ambiental asociada con el ritual o el mito. El cañón del río Magdalena habría sido un eje central, antes que una línea divisoria entre las dos zonas. Si San Agustín e Isnos pudieron haber sido el centro de un extenso territorio, su dominio no habría tenido fundamento económico, militar o político sino religioso, al menos durante el “Clásico Regional”.
Para concluir, tal vez la imagen más cercana a lo que pudo haber sido la vida en San Agustín e Isnos hace doce siglos es la de pequeñas sociedades agrícolas, sin grandes ciudades, templos o palacios, organizada en torno a los mundos trascendentales del mito, el arte y la religión, en medio de un suntuoso paisaje que sirvió de escenario a un universo simbólico en perpetua transformación.
#AmorPorColombia
Un mundo oculto
Estatua procedente del Montículo Noroeste de la Mesita B del Parque Arqueológico de San Agustín, y actualmente en el Bosque de las Estatuas. Muy probablemente se trata de una representación solar. El mundo funerario y el mundo aéreo y celestial están indisolublemente vinculados en el arte de Macizo Colombiano.
Extracción de una estatua del Montículo Oriental de la Mesita A del Parque Arqueológico de San Agustín, en las excavaciones dirigidas por Konrad Th. Preuss entre 1913 y 1914. Preuss llama la atención sobre el enorme árbol de caucho que allí se encontraba, para dar al lector una idea más cabal de las dificultades que tuvo que enfrentar durante los trabajos.
Francisco José de Caldas, a quien se debe la primera noticia publicada sobre las estatuas, en el Semanario del Nuevo Reino de Granada en 1808.
El geógrafo Agustín Codazzi, quien hizo la primera descripción razonada de las estatuas, durante sus exploraciones para descubrir el origen del río Magdalena en 1857.
Luis Duque Gómez, durante cerca de medio siglo director de los trabajos arqueológicos en San Agustín.
El etnólogo Konrad Th. Preuss, director del Museo Etnológico de Berlín, autor del clásico libro Arte Monumental Prehistórico, basado en los estudios que llevó a cabo entre 1913 y 1914. Foto archivo Instituto Iberoamericano de Berlín.
Dibujos de tumbas de San Agustín hechos por Manuel María Paz en 1857.
Acuarela de José María Gutiérrez de Alba, incluida en su voluminoso manuscrito Impresiones de un viaje a América, quien visitó San Agustín en enero de 1873.
Acuarela original de Manuel María Paz para ilustrar un informe de Agustín Codazzi sobre la estatuaria, publicado en 1863.
Acuarela original de Manuel María Paz para ilustrar un informe de Agustín Codazzi sobre la estatuaria, publicado en 1863.
Acuarela de José María Gutiérrez de Alba, incluida en su voluminoso manuscrito Impresiones de un viaje a América, quien visitó San Agustín en enero de 1873.
El área de San Agustín marcó el comienzo y, durante más de un siglo, el avance de la arqueología en Colombia, y desmpeñó importante papel en la formación de la imagen popular del mundo prehispánico. En la gran exposición realizada en Bogotá en 1907 para celebrar un aniversario más de la Independencia se dispusieron importantes símbolos de la nacionalidad entre pabellones de tardío neoclasicismo en que se exhibían los avances de la industria y las artes colombianas. En primer plano, estatua ecuestre del Libertador Simón Bolívar. A la izquierda, por entre los árboles, se alcanza a ver la primera estatua de San Agustín que vieron los bogotanos, trasladada a la ciudad en 1906 probablemente por el general Carlos Cuervo Márquez, quien visitó el Macizo Colombiano en 1892.
Un muchacho reposa al lado de la estatua del Montículo X de la Meseta A del Alto de los Ídolos en Isnos, durante los trabajos de Konrad Th. Preuss en 1914-15. Preuss la halló “caída hacia delante y echada de cara” y dice que “por la falda corta y por la cinta entrelazada que circunda la cabeza… se comprende que la estatua es femenina”.
El ministro de Bélgica en Colombia (izquierda) y el profesor Paul Rivet (derecha), fundador del Musée de l’Homme de París y conocido por sus teorías sobre el origen del hombre americano, posan en 1938 a los lados de una estatua hallada en el Montículo Noroeste de la Mesita B del Parque Arqueológico de San Agustín. Archivo fotográfico del Instituto Colombiano de Antropología e Historia.
Trabajos de excavación de una tumba en el sitio de Quinchana, 28 kilómetros al oeste de San Agustín, durante la Expedición del Instituto Etnológico Nacional de 1946, bajo la dirección de Luis Duque Gómez. La estatua representa una figura femenina en cuclillas. Archivo fotográfico del Instituto Colombiano de Antropología e Historia.
Excavación de la Mesita A del Parque Arqueológico de San Agustín, en la expedición del Instituto Etnológico Nacional de 1943. Archivo fotográfico del Instituto Colombiano de Antropología e Historia. La escena no es muy lejana a la que 70 años antes describió José María Gutiérrez de Alba: “No bien hubimos penetrado en los primeros grupos de árboles, ofreciéronse a nuestras miradas atónitas, entre excavaciones más o menos recientes, numerosos grupos de estatuas, casi todas de tamaño colosal, medio enterradas las unas, caídas las otras sobre las enormes piedras que acaso les sirvieron de pedestales; envueltas las más entre las raíces y hojarasca del bosque, más o menos próximas al hoyo de que fueron desenterradas, y todas cubiertas por una densa capa de musgo”.
“Al entrar en la plaza de San Agustín”, escribió Preuss, “nos saludaron no menos de 14 colosos, casi todos más grandes que los que poco antes habíamos visto en Uyumbe. Algunos vecinos, patriotas, los llevaron hasta allí, luchando contra toda suerte de dificultades y después de ingentes esfuerzos, los colocaron en fila, mirando a la iglesia. Otras dos estatuas sirven de sostén a las columnas de madera del portón del templo. Casi todos estos colosos eran ya viejos amigos nuestros, conocidos desde los tiempos de Codazzi, solamente que en ese entonces estaban aún en el sitio en que los habían dejado los indios”. En esta especie de museo informal se reunieron estatuas procedentes principalmente de las Mesitas B y C del actual Parque Arqueológico de San Agustín.
La región del Macizo Colombiano, donde tuvieron su asiento las sociedades que labraron las estatuas, está encerrada entre azulosas montañas cubiertas de bosques. En su gradual descenso hacia el valle del Magdalena, el Macizo va formando estrechas mesetas a modo de escalones, onduladas por colinas y cerros y separadas por escarpados pliegues de la cordillera y por las profundas fosas que sirven de cauce a los ríos. La mayor de tales mesetas alberga al pueblo de San Agustín y su Parque Arqueológico. Generosa en prodigios tectónicos, es una tierra también espléndida en vida natural y como habitación para el ser humano. Su posición en proximidades del Ecuador, las diferencias de altura sobre el nivel del mar de sus valles y mesetas y la abundancia de las lluvias crean condiciones propicias para una vegetación exuberante.
El Macizo Colombiano forma en torno a la zona de San Agustín una especie de hemiciclo confinado al norte, al occidente y al sur por enormes montañas. Hacia el oriente, sobrepasando la cordillera Oriental, se abren las vastas selvas amazónicas. Este encerramiento natural, sumado al aislamiento en que estuvo la región desde la época de la Conquista, dejan en los viajeros, aún hoy, la sensación de hallarse en el fin del mundo. Pero al mismo tiempo es el comienzo del mundo, al menos en cuanto respecta a algunos de los rasgos físicos más significativos del norte de América del Sur. Su trascendencia como nudo orográfico y estrella hidrográfica puede verse en el hecho de que allí nacen los ramales Central y Oriental de los Andes colombianos y cinco de los ríos más importantes del país: el Magdalena, el Cauca, el Caquetá, el Putumayo y el Patía.
Explicando por qué no quedaron de los pueblos que habitaron el Macizo Colombiano grandes templos o palacios, Agustín Codazzi escribió: “No conocían el arte de las construcciones urbanas para sustraer sus dioses a las miradas del vulgo, escondiéndolos en el santuario de un templo: los ocultaron entre los bosques y les dieron por templo un valle entero, pero aislado del resto de la tierra, misterioso y casi impenetrable”.
Vista general de la Mesita A del Parque Arqueológico de San Agustín. Las altas montañas que rodean los valles de San Agustín e Isnos bien pudieron haber sido importantes “en la defensa de sus primitivos moradores contra pueblos enemigos”, como observó el arqueólogo Luis Duque Gómez. Con menos pragmatismo, un siglo antes de él el geógrafo Agustín Codazzi vio a la región como un territorio “separado del resto de la tierra como un santuario misterioso, y aún podría decirse que invigilado por las moles estupendas que, cual centinelas de la eternidad, se levantan a su alrededor”. Las estatuas y las tumbas en medio de aquel ambiente de umbrosos valles, profundos precipicios e inverosímiles cascadas inevitablemente dejan en muchos visitantes, como dejaron en Codazzi, la sensación de que aquel es un mundo mítico y mágico.
Tanto las estatuas como las maravillas naturales del Macizo Colombiano permanecieron aisladas y ocultas desde la Conquista hasta principios del siglo xx, pues se hallaban a enormes distancias de las rutas históricas de comunicación entre el norte y el sur de Colombia. Sin embargo, las rutas seguidas por esporádicos viajeros desde la época colonial, e incluso la que toma hoy el transporte de ganado, muestran que San Agustín e Isnos se hallaban en el centro de una red de comunicaciones naturales entre el valle del Magdalena y el sur del continente, y entre las selvas amazónicas y los territorios de Popayán, el Valle del Cauca y el océano Pacífico.
Algunos afluentes del río Magdalena crean espectaculares saltos como el de Bordones y el de El Mortiño, cerca a San José de Isnos, que agregan al paisaje una nota de extraordinario dramatismo y que formaron parte de la experiencia sensorial, y probablemente religiosa y mítica, del artista del Macizo Colombiano.
El Estrecho, sobre estas líneas, punto en que el río Magdalena reduce su cauce a cerca de 1,70 metros, es hoy una de las atracciones turísticas de San Agustín, a pocos kilómetros de distancia. Rodeado de elevadas montañas con espesos bosques y matorrales, en tiempos prehispánicos probablemente fue lugar de alta significación, pues en sus vecindades se han hallado estatuas y petroglifos, así como terrazas de habitación.
El mapa más antiguo conocido del área arqueológica del Macizo Colombiano es el “Plano topográfico de las inmediaciones del pueblo de San Agustín, donde se hallan las antigüedades de los aborígenes”, levantado en 1857 por Agustín Codazzi, jefe de la Comisión Corográfica, en escala de una legua granadina de 5.000 metros. Con letras mayúsculas están marcados los puntos donde se hallaban las 38 esculturas que Codazzi describe en su informe al gobierno, publicado en 1863 como apéndice a la Jeografía física y política del Estado del Tolima, de Felipe Pérez.
Vista del río Magdalena cerca de San Agustín. El río nace en el páramo de Las Papas, a 3.685 metros sobre el nivel del mar, y al llegar a San Agustín ha reducido su altura a unos 1.600 metros. Al cortar las montañas crea una profunda fosa con paredes cubiertas de matorrales y cultivos, animados por ocasionales guaduales e iluminados por las bellas flores del cachimbo o cámbulo, de rojo o naranja encendido.
Collar de cuentas elaborado mediante la técnica de la cera perdida, cuya figura central es un hombre sin cabeza y con desmesuradas manos (Museo del Oro, Bogotá). Aunque el hallazgo en “basureros” de gotas de oro fundido, trozos de alambre y otros restos atribuibles a talleres orfebres son evidencia de que la metalurgia se practicó en el Macizo Colombiano, el corto número de piezas encontradas y la dificultad de identificar un estilo propio de la región parecen poner en duda que la orfebrería hubiera tenido allí un desarrollo similar al de otras áreas arqueológicas de Colombia. Lo que parecen sugerir objetos como este y otros aún más refinados descubiertos en tumbas de San Agustín e Isnos parece ser la circulación de bienes culturales entre esta y otras regiones en las épocas en que se labraron las estatuas.
Las grandes acumulaciones de restos de alfarería que se encuentran en San Agustín y sus alrededores, conocidas por los arqueólogos como “basureros”, demuestran que la fabricación de vasijas de barro fue práctica común e intensa en la región. Sin embargo, la relativa sencillez de las piezas que conocemos no parece indicar que el arte de la cerámica hubiera alcanzado en el Macizo Colombiano el desarrollo que logró en otras regiones, incluso durante el período de la estatuaria monumental.
Las grandes acumulaciones de restos de alfarería que se encuentran en San Agustín y sus alrededores, conocidas por los arqueólogos como “basureros”, demuestran que la fabricación de vasijas de barro fue práctica común e intensa en la región. Sin embargo, la relativa sencillez de las piezas que conocemos no parece indicar que el arte de la cerámica hubiera alcanzado en el Macizo Colombiano el desarrollo que logró en otras regiones, incluso durante el período de la estatuaria monumental.
Las grandes acumulaciones de restos de alfarería que se encuentran en San Agustín y sus alrededores, conocidas por los arqueólogos como “basureros”, demuestran que la fabricación de vasijas de barro fue práctica común e intensa en la región. Sin embargo, la relativa sencillez de las piezas que conocemos no parece indicar que el arte de la cerámica hubiera alcanzado en el Macizo Colombiano el desarrollo que logró en otras regiones, incluso durante el período de la estatuaria monumental.
Las grandes acumulaciones de restos de alfarería que se encuentran en San Agustín y sus alrededores, conocidas por los arqueólogos como “basureros”, demuestran que la fabricación de vasijas de barro fue práctica común e intensa en la región. Sin embargo, la relativa sencillez de las piezas que conocemos no parece indicar que el arte de la cerámica hubiera alcanzado en el Macizo Colombiano el desarrollo que logró en otras regiones, incluso durante el período de la estatuaria monumental.
Es un hecho palmario que en el Macizo Colombiano los principales esfuerzos de transformación del paisaje se dedicaron a la construcción de necrópolis o lugares de culto, combinados a veces con lugares de habitación. El sitio de mayor tamaño es el Alto de los Ídolos, en San José de Isnos, terraplén artificial de 300 metros de longitud en forma de herradura, formado rellenando el espacio entre las cimas aplanadas de dos colinas contiguas. Uno de sus extremos, llamado Meseta A, contenía 11 montículos funerarios con estatuas monumentales, mientras que su complemento, la Meseta B, parece haber sido principalmente sitio de vivienda.
“Mapa de los alrededores de San Agustín, basado en el de Codazzi”, utilizado para ilustrar la obra Arte Monumental Prehistórico, de Konrad Th. Preuss. Están identificados los principales sitios explorados por Preuss en 1913 y 1914.
La mayor parte de la estatuaria del Macizo Colombiano se encontraba dispersa por un área de unos 500 kilómetros cuadrados, en algo más de 60 sitios arqueológicos identificados hasta hoy. Los dos mayores son el Parque Arqueológico de San Agustín, a unos tres kilómetros al occidente del pueblo actual, y el Parque Arqueológico Alto de los Ídolos, en San José de Isnos, al lado opuesto del río Magdalena.
Texto de: Efrain Sánchez
Descubrimiento de la estatuaria del Macizo Colombiano
Salvo por esporádicos viajeros que quizá las contemplaban y seguían su camino, las estatuas del Macizo Colombiano permanecieron ocultas o desdeñadas para los ojos occidentales durante casi 300 años después de la Conquista. Este hecho encierra una de las mayores paradojas históricas de la región, pues al contrario de lo que suele creerse, siempre hubo allí a la vista “estatuas, columnas, adoratorios, mesas, animales, y una imagen del sol desmesurada, todo de piedra, en número prodigioso”, como escribió Francisco José de Caldas luego de su visita a San Agustín en 1797. Y no todas las habían exhumado los buscadores de tesoros, pues como lo confirma Fray Juan de Santa Gertrudis, “se sabe por tradición constante en Timaná que en la Conquista se hallaron en este puesto todos estos monumentos antiguos”. Más aún, al paso de las huestes de Sebastián de Belalcázar en su marcha hacia la llanura de Bogotá en 1538, los indios daban al río Magdalena en esa zona el nombre de Guacallo, o Huaca Allo, que en quechua significa Río de las Tumbas, en obvia referencia a lo que había de notable en el Macizo Colombiano.
Son dos historias, una anónima y no escrita, y la otra, la oficial, tardía y sujeta a las rutas y los intereses de los conquistadores, a la forma como se pobló el país y a la formación de su complejo cuadro regional. No estaba entre los motivos de los españoles la curiosidad arqueológica, ni había en los valles y colinas del Macizo Colombiano la promesa de El Dorado que los atrajo a la alta explanada de Bogotá y a la Cordillera Central. Con todo, fue un episodio de búsqueda frustrada de oro lo que produciría el primer texto descriptivo que conocemos de las estatuas, algunas páginas de Maravillas de la Naturaleza del misionero español Fray Juan de Santa Gertrudis. En su viaje del Putumayo a Santa Fe hacia 1757, Fray Juan conoció en San Agustín a un clérigo de Popayán que había llegado con seis mestizos a cavar guacas, sin encontrar “oro ninguno, solo un zarcillito muy chico”. Dio noticia sobre los monumentos a Fray Juan y este procedió a describirlos con toda precisión dentro de su personal visión de fraile: “una canoa larga de siete varas toda de una pieza… tres obispos de medio cuerpo hasta la rodilla… cinco frailes franciscanos observantes, de las rodillas para arriba labrados de la misma piedra que los obispos”.
Fray Juan fue un descubridor frustrado de las estatuas, pues los cuatro volúmenes de su diario terminaron en la Biblioteca Pública de Palma de Mallorca y solo se publicaron en 1956. En realidad, la historia “moderna” de la estatuaria del Macizo Colombiano comenzó en 1808, cuando en el primer artículo del primer número del Semanario del Nuevo Reino de Granada, Francisco José de Caldas invitó a “recoger y diseñar” las piezas que se hallaban dispersas en los alrededores de San Agustín. ?
Con su autoridad científica y su ascendiente como mártir de la Independencia, Caldas inició la primera fase del descubrimiento de la estatuaria, que abarcó hasta la primera década del siglo xx y se verificó principalmente como subproducto de proyectos gubernamentales destinados a mejorar la situación económica de la nueva nación. En 1825 el botánico Juan María Céspedes recibió comisión del gobierno del General Francisco de Paula Santander para explorar los monumentos y examinar las plantas de la región, en compañía del célebre pintor de la Expedición Botánica Francisco Javier Matis. Según José Joaquín Ortiz, el gobierno remitió a Francia los dibujos hechos por Matis y hasta hoy no se tiene noticia de ellos. Pero probablemente ni terminaron en Francia ni se perdieron del todo. En 1851 se publicó en Viena el libro Antigüedades Peruanas de Mariano Eduardo de Rivero y Johann Jacob von Tshudi, y en su suntuoso Atlas figuran cinco láminas en litografía iluminada que ilustran varias estatuas y “una mesa cuadrada”; son las primeras imágenes impresas que conocemos de la estatuaria del Macizo Colombiano. Rivero había llegado a Bogotá en mayo de 1823 como miembro de una misión científica contratada en París por Francisco Antonio Zea con el objeto de establecer en Bogotá un museo y una escuela de minas. La misión no pudo cumplir su propósito debido a la estrechez fiscal de la República, y los científicos extranjeros se dedicaron a exploraciones en distintas regiones del país. Aunque se fecha la visita de Rivero a San Agustín en 1825, el esquematismo de sus descripciones hace pensar que nunca vio las estatuas personalmente y que las láminas de Antigüedades Peruanas no son otras que las figuras que dibujó Francisco Javier Matis y midió el padre Céspedes en 1825.
En 1857 tuvo lugar el hecho que consagró a la región como objeto de investigaciones históricas y arqueológicas: la visita de la Comisión Corográfica, empresa que llevó a cabo la primera descripción y el primer mapa oficiales del país, dirigida por el geógrafo Agustín Codazzi. Llegado a San Agustín con el fin de “determinar bien el origen del Magdalena y del Caquetá”, Codazzi entregó al gobierno un detallado informe acompañado con ilustraciones hechas por el dibujante Manuel María Paz y un plano topográfico —el primero levantado del lugar—, en el que describe 37 esculturas y hace relación minuciosa del territorio. Reconociendo a Codazzi como “el primer descubridor de este adoratorio”, Konrad Preuss dijo algo que aún hoy tiene plena validez: “Todo nuevo investigador de San Agustín debe ir a buscar en él la base del trabajo que va a emprender”.
Durante el siguiente medio siglo el informe de Codazzi constituyó el fundamento y el modelo para todos los estudios sobre el área de San Agustín. En 1869 la visitó el alemán Alphons Stübel mientras llevaba a cabo investigaciones vulcanológicas. Cuatro años después llegó el español José María Gutiérrez de Alba, agente confidencial enviado por su gobierno a indagar las razones por las cuales la Nueva Granada no había adelantado gestión alguna para obtener su reconocimiento por parte de España. Mientras llevaba a cabo su misión, Gutiérrez realizó extensos recorridos por el país y redactó un voluminoso diario de viaje ilustrado con 466 acuarelas, dibujos, litografías y fotografías. El relato de uno de sus viajes, la “Expedición al Sur”, contiene sus impresiones y varias acuarelas hechas por él mismo de algunas estatuas, y lleva como anexo casi todo el informe de Codazzi y las láminas de Paz. El último explorador decimonónico notable de la estatuaria fue el general Carlos Cuervo Márquez, quien en 1892 llegó a San Agustín con el texto de Codazzi y procedió a tomar apuntes para hacer sus propias descripciones, complementadas con reflexiones sobre el carácter y el origen del pueblo que las produjo. Al reseñar la obra de uno de los primeros exploradores de San Agustín en el siglo xx, el geógrafo alemán Karl Theodor Stöpel, el Journal de la Societé des Américanistes de París urgió a que “una expedición científica, convenientemente equipada, tuviera una larga estancia en el valle de San Agustín para tratar de resolver los problemas que apenas se han planteado”. Entonces estaba ya haciendo los preparativos de su viaje el etnólogo Konrad Theodor Preuss, director del Museo Etnológico de Berlín, con quien comenzó la fase propiamente arqueológica y etnográfica del descubrimiento de la estatuaria del Macizo Colombiano.
Preuss llevó a cabo una exploración de poco más de tres meses entre 1913 y 1914 que amplió considerablemente el número de estatuas y sitios descritos. Lo más valioso de su obra, Monumentale vorgeschichtliche Kunst, publicada en Göttingen en 1929, son sus análisis iconográficos, realizados a partir del examen de las formas y sobre el trasfondo de sus propias investigaciones entre los huitotos y los kogis de Colombia. El siguiente hecho importante fue la expedición oficial a San Agustín de 1937, dirigida por el antropólogo español José Pérez de Barradas y con la participación de Gregorio Hernández de Alba y Luis Alfonso Sánchez. Dos años antes, en 1935, había adquirido el gobierno los terrenos de la hacienda La Meseta y establecido con ellos el Parque Arqueológico Nacional, donde se concentró el trabajo de los expedicionarios. Su hallazgo más notable fue la Fuente de Lavapatas, encontrada el 10 de julio de 1937 bajo una capa vegetal de un metro de espesor.
La era de las excavaciones arqueológicas en el Macizo Colombiano solo comenzó en firme en 1943, cuando se envió oficialmente a San Agustín a Luis Duque Gómez, la figura más prominente en la investigación de la región durante las siguientes cuatro décadas. Entre ese año y 1960, Duque abrió centenares de tumbas y sus descubrimientos le permitieron proponer una secuencia cronológica de la ocupación humana en la región. Continuando esta labor en las décadas de 1970 y 1980 y en trabajo conjunto con Julio César Cubillos, Duque dirigió además la reconstrucción y las obras de preservación de los sitios funerarios más importantes de San Agustín e Isnos. Con patrocinio universitario, Gerardo Reichel-Dolmatoff llevó a cabo en 1966 estudios estratigráficos en basureros arqueológicos de la zona de las Mesitas y el Alto de los Ídolos, sobre los cuales basó una cronología muy distinta a la de Duque. Al mismo tiempo analizó la estatuaria, publicando sus conclusiones en San Agustín, A Culture of Colombia, de 1972. En este libro Reichel llama la atención sobre la tendencia de los libros y artículos publicados hasta la fecha a dedicarse a los aspectos “más espectaculares” de la región, las estatuas y las tumbas, y hace un llamado a los especialistas: “Hoy es evidente que en San Agustín se necesita un nuevo tipo de investigación, un enfoque más integrado que diga más sobre sus comienzos, sobre la dispersión de sus pautas de asentamiento y las bases económicas de sus antiguos habitantes”. Tales son, en general, los temas predominantes de los estudios sobre el Alto Magdalena prehispánico en las últimas tres décadas, auspiciados por la Fundación de Investigaciones Arqueológicas Nacionales del Banco de la República, establecida en 1972, el Instituto Colombiano de Antropología e Historia y las universidades.
Han pasado algo más de 150 años desde cuando se iniciaron los estudios sobre la estatuaria del Macizo Colombiano y la etapa de descubrimiento aún continúa. Los avances han sido notables, particularmente en cuanto a la acumulación de materiales arqueológicos. En comparación con 37 estatuas descritas por Codazzi y 108 por Preuss, hoy el inventario más completo que poseemos, elaborado por María Lucía Sotomayor y María Victoria Uribe y publicado en 1987, contiene 514 estatuas, relieves y obras de incisión. Además existe un acervo de fechas asociadas con las estatuas y obtenidas mediante análisis de carbono 14, y hay ya una historia de esfuerzos relacionados con los aspectos artísticos y estéticos de la estatuaria, encabezada por Eugenio Barney Cabrera y Pablo Gamboa. Gracias a las contribuciones de todos estos observadores atentos estamos hoy en mejor posición que nunca para dar una nueva mirada a la estatuaria e intentar descifrar un lenguaje que ha permanecido esquivo durante tanto tiempo.
Geografía mítica
Los valles y colinas del Macizo Colombiano donde se encuentra el área arqueológica de San Agustín forman un territorio de grandes sorpresas y paradojas. Lo primero que ha llamado la atención de los viajeros durante siglos es su aislamiento: “Hállase aquí uno como perdido en un callejón sin salida, y se siente en los confines del mundo”, fue la sensación de Konrad Theodor Preuss al llegar a San Agustín a fines de 1913. Viajando desde el norte, Preuss debió recorrer el ardiente y casi interminable valle del Magdalena, tan inhóspito en algunas partes que los españoles lo llamaron “Valle de las Tristezas”, y antes de llegar se vio ante la Serranía de las Minas, de 2.500 metros de altura y a cuyos pies corren turbulentos los ríos Granates y Bordones. Por el oriente la región se encuentra en el borde de selvas profundas, casi impenetrables, mientras que por el occidente la encierran los páramos silenciosos y helados de la Sierra Nevada de los Coconucos, de 4.600 metros de altura promedio, con el Pico de Paletará y los volcanes Pan de Azúcar, Puracé y Sotará, y por el sur los páramos del Buey y las Papas, con alturas que llegan a 4.200 metros, y el cerro de Cutango, de 3.500 metros. La región entera parece un claustro natural, y esto lo vio Duque Gómez como un rasgo importante para la defensa, pero muchos otros lo han visto como apto para la contemplación, y Codazzi fue el primero en advertirlo: “Lo secuestrado y silencioso del valle, oculto al común de los viandantes y sin más puntos de ingreso a él que un desfiladero al S. y otro al N., lo hacía muy apropiado para dar importancia sobrenatural al culto de los ídolos y para la celebración de ceremonias secretas”. El aislamiento fue la razón por la cual la región permaneció casi deshabitada durante cuatrocientos años después de la conquista española. De las “cinco casas de indios” de que habló Fray Juan de Santa Gertrudis en 1757, el pueblo de San Agustín apenas había progresado hasta componerse de “unas 24 casas pajizas, a lo sumo, de muy mal aspecto y peores condiciones higiénicas” en 1909, como escribió un viajero. Y aún en 1937, al tiempo de la expedición de Pérez de Barradas, no existía carretera y un largo trecho del viaje debía hacerse a caballo.
Y sin embargo, las cosas debieron haber sido bien distintas en tiempos prehispánicos. Es un hecho notable que el Macizo Colombiano constituye el epicentro geográfico más importante de Colombia en términos orográficos e hidrográficos. Es allí donde los Andes adquieren su configuración típica de Colombia, al desprenderse la Cordillera Oriental que recorre el país de sur a norte y se prolonga hasta Venezuela, y allí tienen su origen cinco de los ríos más importantes del país, el Magdalena y el Cauca, que toman la dirección del norte hacia el mar Caribe, el Putumayo y el Caquetá, pertenecientes a la hoya del Amazonas, y el Patía, que va a desaguar en el Pacífico. Al mismo tiempo, San Agustín e Isnos están en el centro de una red de rutas naturales de comunicación entre las llanuras cálidas del Magdalena y el actual departamento de Nariño y Ecuador, y entre el territorio de Popayán y el Valle del Cauca y las selvas del Putumayo y el Caquetá, rutas que apenas comenzaron a descubrirse para la economía colombiana en el siglo xx. En 1937 la riqueza principal de San Agustín era la ganadería, según Pérez de Barradas, pero el ganado no era nativo de la región. Los habitantes lo compraban en el Cauca, luego lo engordaban en sus propias dehesas y posteriormente lo vendían al mercado del Huila en Pitalito. Hoy, filas de grandes camiones transportan ganado desde Florencia y otros puntos del Caquetá hasta los departamentos de Cauca y Valle por la mala carretera de San José de Isnos a Paletará y Popayán. Al parecer solo los indios y los viajeros más apremiados de llegar a su destino conocían antes estas rutas. Uno de los primeros fue Fray Agustín de la Coruña, quien en la primera mitad del siglo xvi hizo el recorrido de Almaguer a Timaná por San Agustín, para acelerar su regreso de Quito, y fue la necesidad de llegar más pronto a Bogotá —sin pasar por Popayán— lo que impulsó a Fray Juan de Santa Gertrudis a viajar desde el Putumayo por Mocoa, Santa Rosa, San Agustín y Pitalito. La ruta del Caquetá fue seguida por José María Gutiérrez de Alba en su excursión a este territorio en 1873. Partiendo de San Agustín con dirección al norte, Gutiérrez pasó por Pitalito, Timaná y Suaza, y desde allí, con rumbo al sur, solo le tomó una corta jornada llegar “a los últimos ranchos que en aquella dirección sirven de límite al mundo civilizado”. En dos días estaba en la selva. No vale la pena especular en cuanto a qué tan transitadas fueron estas rutas en la época prehispánica, pero pocas dudas puede haber en torno a que, si hubo comunicación entre las selvas amazónicas y el Pacífico y entre los Andes centrales y el interior de Colombia, las rutas más naturales eran por San Agustín e Isnos. La razón por la cual no se utilizaron en tiempos históricos debe buscarse en las formas de poblamiento del país y en los intereses geopolíticos y no en las dificultades geográficas. Francisco José de Caldas urgió a las autoridades a considerar el antiguo “camino del Isno” para comunicar a Santa Fe con Quito en lugar del largo y penoso del Páramo de Guanacas, pero no se le prestó atención porque Popayán era entonces el centro de la vital región aurífera de las tierras bajas del Pacífico. Más adelante, el ascenso de Cali como centro económico y político hizo que esta ruta quedara finalmente olvidada.
El paisaje interior de San Agustín e Isnos es único pues ofrece simultáneamente las condiciones para la vida social estable en colinas y valles apacibles, y lo grandioso y dramático de los abismos sobrecogedores y las cascadas inverosímiles. San Agustín está situado a menos de dos grados sobre la línea ecuatorial y sin embargo su temperatura es plácida (19º centígrados en promedio) debido a su altura de 1.700 metros sobre el nivel del mar. Los vientos cálidos del valle del Magdalena se encuentran sobre San Agustín con las corrientes frías de los páramos del Macizo Colombiano, produciendo abundantes lluvias incluso en las temporadas secas. Esta circunstancia es la causa de que en San Agustín crezcan silvestres las más diversas variedades de árboles y plantas tanto de tierra fría como cálida y templada en desordenada y estrecha coexistencia, y a su vez garantiza la abundancia de aguas y la fertilidad de las tierras laborables. Desde cierta altura el panorama se despliega como una sucesión de suaves colinas y pequeños valles con manchas de arboledas y líneas de bosques y matorrales que serpentean señalando el curso de numerosos riachuelos y quebradas, sobresaliendo entre las elevaciones el cono deshecho de un pequeño volcán, el cerro de la Horqueta. Nada prepara al visitante para el espectáculo que reserva la topografía al aproximarse al cauce del Magdalena. Desde su nacimiento hasta Neiva, una distancia de 221 kilómetros, el río desciende más de 3.200 metros, sin cascadas que aceleren su caída. A su paso por San Agustín ya ha vencido casi 2.000 metros a costa de excavar las montañas, creando abismos de 200 y 300 metros de profundidad. Los arroyos y riachuelos que corren por los valles se precipitan formando espectaculares cascadas, y entre los ríos mayores el Bordones se lanza por un barranco de 320 metros de profundidad, el salto de mayor altura en Colombia. ?A escasa distancia de San Agustín, hacia el noroccidente, se halla El Estrecho, angosta garganta por la que se introduce el turbulento Magdalena. El viajero no puede menos que asombrarse ante la escena del río más importante de Colombia, con 1.540 kilómetros de largo y más de 500 afluentes mayores, pasando por una rendija de menos de dos metros de anchura.
El territorio de San Agustín e Isnos es, pues, un lugar de topografía dramática y ostentosa, y al mismo tiempo acogedor y sosegado. Un lugar recogido y casi secreto, enclaustrado entre montañas y profundos precipicios, pero a la vez abierto al exterior. Desde todo punto de vista, un sitio muy distinto a todo cuanto le rodeaba. Un lugar muy peculiar, que con las estatuas, los sepulcros y los monumentos ha tenido siempre un halo mítico.
El misterio de la vida en el Macizo Colombiano
Con todo y el avance de la arqueología en el último siglo, aún prevalece la incertidumbre en torno a los interrogantes fundamentales sobre la vida en esta parte del Macizo Colombiano en la época prehispánica. ¿Cómo fue la evolución de las sociedades que la habitaron y produjeron la estatuaria monumental? ¿Qué clase de lugar era este desde el punto de vista social y cultural?
En cuanto a la evolución, en la segunda mitad del siglo xx se postularon dos secuencias cronológicas muy disímiles tanto en los períodos como en su caracterización. La primera fue la propuesta por Luis Duque Gómez a partir de sus investigaciones en las décadas de 1940 y 1950 en tumbas y montículos funerarios, y la segunda por Gerardo Reichel-Dolmatoff sobre la base de sus excavaciones de 1966 en varios basureros.
CRONOLOGÍAS DE SAN AGUSTÍN
Luis Duque Gómez | Reichel-Dolmatoff | ||
Periodo Sombrerillos | 1410- S.XVI | ||
Periodo Tardío-reciente | 800- S.XVI | Desconocido | 330-1410 |
Clásico Regional | 300-800 | Período Isnos | S.I - 300 |
Período Formativo | 1.000 A.C.-300 | Período Horqueta | 200 A.C.-S. I |
Período Arcaico | 3.300 A.C.-1.000 A.C |
Duque obtuvo la fecha más antigua para San Agustín en un fogón encontrado en el Alto de Lavapatas y que se remonta aproximadamente al año 3300 antes de nuestra era. Este sería el comienzo de lo que llama “Período arcaico” o “pre-agustiniano”, sobre el cual solo conjeturó que correspondería a una sociedad de recolectores que utilizaban burdas lascas de piedra basáltica. Sigue luego un período oscuro de alrededor de 2.600 años, del cual nada se ha hallado que pueda fecharse. No obstante, sitúa el fin del período arcaico en alrededor del año 1.000 antes de nuestra era, cuando se iniciaría un nuevo período, el “Formativo”, cuando ya habría existido una sociedad de cierta complejidad. Según Reichel, la vida sedentaria en San Agustín se habría iniciado con anterioridad al año 200 antes de nuestra era, probablemente con poblaciones originarias de “las regiones selváticas, tanto de las cordilleras y las llanuras aluviales de Colombia, como de la Alta Amazonia”, pero una sociedad estable y con cierto grado de desarrollo solo se encontraría a partir de ese año, en el período que llama “Horqueta”. Algo debió suceder en el primer siglo de nuestra era, pues el estilo de la cerámica cambia de manera drástica y se inicia el período “Isnos”, que se habría prolongado hasta el año 330 de nuestra era. Esta sería la época de las grandes construcciones de tierra, los allanamientos, terraplenes y montículos funerarios, y de la mayoría de las estatuas. Pero este punto en el tiempo es precisamente aquel en el cual Duque Gómez señala el comienzo de las grandes construcciones funerarias. Hacia el año 300 de nuestra era, según Duque, habría empezado el período “Clásico Regional”, con su “arte escultórico monumental, reflejo de complejas formas religiosas” y que se habría extendido hasta alrededor del año 800 de nuestra era, cuando la cerámica adquiere un nuevo estilo y la estatuaria se hace “realista”, iniciándose el período “tardío” o “reciente”, que habría llegado a su fin en el siglo xvi. Para Reichel, por el contrario, a partir del año 330 de nuestra era vendría un período oscuro de más de mil años, y solo en 1410 encontramos nuevamente un conjunto estratigráfico bien definido (Sombrerillos).
Las cronologías de Duque y Reichel no solo definen distintos períodos, sino que representan visiones completamente divergentes sobre los habitantes prehispánicos de San Agustín e Isnos. Reichel no concibe una sola sociedad con sucesivas etapas de desarrollo, sino una serie de sociedades diferentes, cada una de las cuales habría ocupado la región durante un largo período para ser reemplazada por otra, tal vez invasora. Sería erróneo —escribe— hablar de una “cultura de San Agustín”; se trata de “muchas diferentes culturas, de muchas fases que se sucedieron en estas montañas, cada una con sus características propias”. A la inversa, para Duque, los 4.900 años que le calcula a la sociedad que habitó San Agustín en tiempos prehispánicos son “un continuo cultural que descarta por completo intrusiones foráneas”. Los investigadores posteriores, con nuevas evidencias y, particularmente, con nuevas fechas, han tratado de buscar una síntesis plausible. Básicamente, luego de una época oscura, que podría remontarse hasta una antigüedad de 5.500 años, se inició hacia el año 2500 antes de nuestra era la vida social compleja en San Agustín (Período Formativo). Entre el año 200 y alrededor del año 800 de nuestra era habría tenido lugar el período de las grandes construcciones de tierra y la estatuaria monumental (Clásico Regional). Finalmente vendría una época “tardía” o reciente, que llegaría hasta la época de la conquista española. ¿Qué sucedió con la sociedad que produjo las estatuas? ¿Apareció y desapareció en virtud de grandes invasiones? En verdad, nada indica que simplemente hubiera aparecido o desaparecido en dos fechas específicas. Lo que aparentemente apareció y desapareció fue el arte de la escultura, en procesos también caracterizados por importantes variaciones en los estilos de la cerámica.
No hay duda de que durante un período muy prolongado hubo en San Agustín e Isnos una vida comunal activa, un mundo cotidiano con sus ritmos, rutinas, programas vitales, exigencias y prioridades. Pero ¿dónde caben dentro de ese cuadro las tumbas, los montículos funerarios y las estatuas, pertenecientes al mundo sobrenatural y religioso, al mundo del mito y al mundo del arte? El primero en intentar dar respuesta a estos interrogantes fue Agustín Codazzi, para quien el territorio de San Agustín fue un lugar “exclusivamente religioso destinado a la celebración de ritos complicados que se relacionaban con la vida social y constituían una enseñanza dada por medio de la iniciación”. Obviamente habrían residido allí “muchos sacerdotes y agoreros con su respectiva servidumbre, y esto explica por qué en las colinas vacantes se ven todavía señales de zanjas de desagüe, divisiones y labranza de la tierra”. Más de cien años después, Gerardo Reichel-Dolmatoff presentó una hipótesis esencialmente opuesta: “Sería erróneo considerar a la luz de los conocimientos actuales que San Agustín es ante todo una necrópolis o un centro ceremonial. San Agustín es un gran foco cultural donde se encuentran vestigios de toda clase de actividades humanas, no sólo de tipo religioso”.
Quizás el sitio donde esta diferencia de visiones se hace más patente es el Alto de los Ídolos en Isnos. Tiene forma de herradura, creada por la unión de las cimas aplanadas de dos colinas contiguas mediante un terraplén artificial de cerca de 300 metros de longitud. En apariencia, el sitio respondería a la descripción típica de un santuario, como supuso Codazzi, pues sus 11 montículos funerarios y 23 estatuas serían prueba de su carácter de necrópolis y centro ceremonial. Sin embargo, al excavarlo Reichel en 1966 descubrió que era también un inmenso “basurero”. Una espesa capa de residuos de ocupación “formados por generaciones de personas que arrojaban sus desperdicios por las pendientes” cubre toda la superficie del brazo oriental de la herradura (Meseta B), de lo cual concluye que este sitio fue ante todo “un gran lugar de habitación en que los rasgos ceremoniales son solo secundarios con respecto a los demás vestigios culturales”. ¿Tuvieron en realidad el culto y la ceremonia menor trascendencia que la habitación o los cultivos? La respuesta a esta pregunta es decisiva y el Alto de los Ídolos ofrece importantes claves. La Meseta B, originalmente una colina aislada, fue, en efecto, principalmente lugar de habitación, como demostró Reichel, y por esta razón el plano actual de localización de los sepulcros y los templetes la muestra virtualmente vacía. Los montículos funerarios y los monumentos se concentran casi en su totalidad en la colina occidental (Meseta A). En otras palabras, hay una clara separación entre el sitio de vivienda y el sitio de las tumbas. En algún momento, quizás al mismo tiempo en que se iban construyendo los montículos de la Meseta A, se formó el inmenso terraplén artificial que une las dos colinas, quedando así conectado el sitio de habitación con el ámbito de los dioses, héroes culturales o ancestros.
Cada uno de los sitios funerarios y ceremoniales tiene su propio carácter, su propia estructura interna y su propia relación con el paisaje circundante. El primer rasgo que salta a la vista es que no son lugares enteramente naturales. El terreno fue nivelado y sobre esta superficie horizontal se levantaron los “templetes”, constituidos por estructuras dolménicas que en los más elaborados forman una galería estrecha y larga con una especie de fachada con la estatua principal en su centro. Levantado el templete y excavada la tumba, luego de sepultar al difunto se procedía a cubrirlo todo con tierra, formándose montículos artificiales de figura oval y dimensiones variables. El aspecto que ofrecían cada uno de estos sitios era entonces el de una superficie plana donde sobresalían los montículos y las estatuas independientes. Es probable que dominara una vista de 360 grados de los alrededores, pues cada uno de ellos es un “alto” o “mesita”. Las tumbas de este tipo representan la forma más significativa de enterramiento, pero no la única. Las excavaciones arqueológicas pusieron en evidencia una gran diversidad de tipos cuyas expresiones más sencillas son simples pozos superficiales, y entre estos y las tumbas mayores hay categorías que se distinguen en cuanto a forma, profundidad, complejidad y estilo de construcción, lo cual dice mucho sobre el mundo de la vida en San Agustín. Aun con su relativa sencillez en comparación con las de otros centros arqueológicos del mundo, las tumbas mayores seguramente estuvieron destinadas a personajes de alta dignidad. Las sociedades que habitaron el Macizo Colombiano, pues, habrían sido estratificadas, con dignatarios, personajes secundarios y gente del común. Sin embargo, como observa Reichel, la estratificación social no explica por sí sola la diversidad de formas de enterramiento. Tampoco arroja luces sobre las formas de parentesco, los tipos de organización económica o los mecanismos de control social y político. Además, contribuye poco a esclarecer los valores culturales que intervinieron en la creación de la estatuaria monumental.
El examen de las formas de expresión artística parece indicar un hecho palmario en el Macizo Colombiano: Toda la energía creativa y transformadora de la región en la época que se ha llamado “Clásico Regional” se habría concentrado en la escultura funeraria y ceremonial. La cerámica fue evidentemente una ocupación de gran importancia, y el tamaño de su industria alfarera puede colegirse del de los enormes “basureros”. Pero, por otra parte, las piezas descubiertas hasta ahora dejan en claro que no alcanzó la complejidad ni la calidad estética lograda en casi todas las demás áreas arqueológicas de Colombia, ni siquiera durante el período en que se labraron las estatuas monumentales. Sus formas son en general simples, con predominio de ollas globulares o semiglobulares, aquilladas o de cuello curvo, sencillos cuencos de cuerpo ovoide, vasijas cilíndricas o campaniformes, copas con soporte semicónico y vasijas con base trípode. No es posible hablar de evolución de estilos simples a estilos complejos, pues la sencillez es prevaleciente y resalta el hecho de que, salvo por algunos detalles, los tipos de vasija más comunes supervivieron de un período a otro sin mayores cambios. No se han hallado formas que recuerden siquiera remotamente a las estatuas, aunque es notable que la decoración incisa de muchos recipientes es idéntica, en cuanto a motivos y estilo, a los graffiti sin sentido aparente que se encuentran en muchas piedras de varios sitios funerarios.
En la orfebrería se encuentran algunas evocaciones más directas de la estatuaria, pero el examen de la metalurgia plantea serios problemas. Llama la atención el muy escaso número de piezas encontradas en la región por arqueólogos o incluso por “guaqueros”. La orfebrería en efecto se practicó, y los objetos son principalmente narigueras, collares de cuentas, orejeras, diademas y pendientes ejecutados mediante las técnicas usuales del suroccidente colombiano, a saber: martillado, repujado, alambrado, ensamblaje y fundición a la cera perdida. Pero el corto número de piezas sugiere que la orfebrería no parece haber sido una forma de expresión usual y, más significativo aún, el acervo existente no permite identificar un estilo orfebre propio de San Agustín e Isnos. La mayoría de ejemplares conocidos son más bien característicos del área Calima y se habrían obtenido por intercambio o incluso ofrenda por parte de visitantes de tierras lejanas. Las estatuas habrían inspirado a orfebres de otras regiones para producir ciertas piezas, algunas de las cuales se revirtieron a San Agustín e Isnos.
La arquitectura, la ingeniería y el urbanismo “civiles” fueron también expresiones relativamente modestas. Las viviendas, incluidas las que se ha identificado como “casas ceremoniales”, se construyeron con materiales perecederos y sus dimensiones son relativamente pequeñas. Todo lo que se ha hallado de ellas son los huecos en que se hincaban los postes para sostener la techumbre y en algunos casos los sitios para el fogón. Su planta es invariablemente circular o de forma ovalada y en el mayor de los casos solo cubren un área de algo menos de 60 metros cuadrados.
La distancia cuantitativa y cualitativa entre la estatuaria y las demás formas de expresión artística y técnica es demasiado grande como para apoyar la suposición de que San Agustín no fue un “centro ceremonial” especializado. La idea de que se trataba de “un conjunto de sencillas comunidades agrícolas”, no se opone a su carácter de centro ceremonial. Por el contrario, el mundo de la vida parecería haber girado en torno a los mundos de la religión y el mito. La estructura social y la vida cotidiana se organizaron, desde luego, con el objeto de sostener, proteger y controlar a una población. Pero simultáneamente estaban orientadas a mantener, reproducir y extender un complejo universo simbólico. ¿Fueron las aldeas y las necrópolis relacionadas con ellas unidades políticas y económicas independientes, o hubo un centro que ejerciera dominio general? ¿Estuvo dicho centro en San Agustín e Isnos, desde donde se controlaba un territorio tan dilatado? Cualquier respuesta a estas preguntas es prematura, pero algunos hechos parecen claros. En primer término, podría argumentarse que no todos los sitios tuvieron la misma trascendencia o el mismo significado. El número de estatuas y tumbas concentradas en un mismo emplazamiento, así como su complejidad y calidad escultórica, destacan tres lugares en particular: la zona de las “mesitas”, actual Parque Arqueológico de San Agustín, el Alto de los Ídolos, en Isnos, y el Alto de las Piedras, en este mismo municipio. Se ha dicho que tal concentración puede deberse a la persistencia de estos lugares como centros funerarios durante un largo período, lo cual daría como resultado una mayor acumulación de monumentos. Con todo, el argumento de la persistencia no contradice —más bien parece apoyar— la idea de una posible jerarquía espacial en tiempos prehispánicos. El uso reiterado de un determinado sitio para fines funerarios o ceremoniales durante centenares de años sencillamente lleva a suponer que tal sitio se hallaba arraigado en la tradición como necrópolis. Además, no puede pasarse por alto el posible valor del paisaje y de los rasgos topográficos como elementos de identidad ambiental asociada con el ritual o el mito. El cañón del río Magdalena habría sido un eje central, antes que una línea divisoria entre las dos zonas. Si San Agustín e Isnos pudieron haber sido el centro de un extenso territorio, su dominio no habría tenido fundamento económico, militar o político sino religioso, al menos durante el “Clásico Regional”.
Para concluir, tal vez la imagen más cercana a lo que pudo haber sido la vida en San Agustín e Isnos hace doce siglos es la de pequeñas sociedades agrícolas, sin grandes ciudades, templos o palacios, organizada en torno a los mundos trascendentales del mito, el arte y la religión, en medio de un suntuoso paisaje que sirvió de escenario a un universo simbólico en perpetua transformación.