- Botero esculturas (1998)
- Salmona (1998)
- El sabor de Colombia (1994)
- Wayuú. Cultura del desierto colombiano (1998)
- Semana Santa en Popayán (1999)
- Cartagena de siempre (1992)
- Palacio de las Garzas (1999)
- Juan Montoya (1998)
- Aves de Colombia. Grabados iluminados del Siglo XVIII (1993)
- Alta Colombia. El esplendor de la montaña (1996)
- Artefactos. Objetos artesanales de Colombia (1992)
- Carros. El automovil en Colombia (1995)
- Espacios Comerciales. Colombia (1994)
- Cerros de Bogotá (2000)
- El Terremoto de San Salvador. Narración de un superviviente (2001)
- Manolo Valdés. La intemporalidad del arte (1999)
- Casa de Hacienda. Arquitectura en el campo colombiano (1997)
- Fiestas. Celebraciones y Ritos de Colombia (1995)
- Costa Rica. Pura Vida (2001)
- Luis Restrepo. Arquitectura (2001)
- Ana Mercedes Hoyos. Palenque (2001)
- La Moneda en Colombia (2001)
- Jardines de Colombia (1996)
- Una jornada en Macondo (1995)
- Retratos (1993)
- Atavíos. Raíces de la moda colombiana (1996)
- La ruta de Humboldt. Colombia - Venezuela (1994)
- Trópico. Visiones de la naturaleza colombiana (1997)
- Herederos de los Incas (1996)
- Casa Moderna. Medio siglo de arquitectura doméstica colombiana (1996)
- Bogotá desde el aire (1994)
- La vida en Colombia (1994)
- Casa Republicana. La bella época en Colombia (1995)
- Selva húmeda de Colombia (1990)
- Richter (1997)
- Por nuestros niños. Programas para su Proteccion y Desarrollo en Colombia (1990)
- Mariposas de Colombia (1991)
- Colombia tierra de flores (1990)
- Los países andinos desde el satélite (1995)
- Deliciosas frutas tropicales (1990)
- Arrecifes del Caribe (1988)
- Casa campesina. Arquitectura vernácula de Colombia (1993)
- Páramos (1988)
- Manglares (1989)
- Señor Ladrillo (1988)
- La última muerte de Wozzeck (2000)
- Historia del Café de Guatemala (2001)
- Casa Guatemalteca (1999)
- Silvia Tcherassi (2002)
- Ana Mercedes Hoyos. Retrospectiva (2002)
- Francisco Mejía Guinand (2002)
- Aves del Llano (1992)
- El año que viene vuelvo (1989)
- Museos de Bogotá (1989)
- El arte de la cocina japonesa (1996)
- Botero Dibujos (1999)
- Colombia Campesina (1989)
- Conflicto amazónico. 1932-1934 (1994)
- Débora Arango. Museo de Arte Moderno de Medellín (1986)
- La Sabana de Bogotá (1988)
- Casas de Embajada en Washington D.C. (2004)
- XVI Bienal colombiana de Arquitectura 1998 (1998)
- Visiones del Siglo XX colombiano. A través de sus protagonistas ya muertos (2003)
- Río Bogotá (1985)
- Jacanamijoy (2003)
- Álvaro Barrera. Arquitectura y Restauración (2003)
- Campos de Golf en Colombia (2003)
- Cartagena de Indias. Visión panorámica desde el aire (2003)
- Guadua. Arquitectura y Diseño (2003)
- Enrique Grau. Homenaje (2003)
- Mauricio Gómez. Con la mano izquierda (2003)
- Ignacio Gómez Jaramillo (2003)
- Tesoros del Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario. 350 años (2003)
- Manos en el arte colombiano (2003)
- Historia de la Fotografía en Colombia. Museo de Arte Moderno de Bogotá (1983)
- Arenas Betancourt. Un realista más allá del tiempo (1986)
- Los Figueroa. Aproximación a su época y a su pintura (1986)
- Andrés de Santa María (1985)
- Ricardo Gómez Campuzano (1987)
- El encanto de Bogotá (1987)
- Manizales de ayer. Album de fotografías (1987)
- Ramírez Villamizar. Museo de Arte Moderno de Bogotá (1984)
- La transformación de Bogotá (1982)
- Las fronteras azules de Colombia (1985)
- Botero en el Museo Nacional de Colombia. Nueva donación 2004 (2004)
- Gonzalo Ariza. Pinturas (1978)
- Grau. El pequeño viaje del Barón Von Humboldt (1977)
- Bogotá Viva (2004)
- Albergues del Libertador en Colombia. Banco de la República (1980)
- El Rey triste (1980)
- Gregorio Vásquez (1985)
- Ciclovías. Bogotá para el ciudadano (1983)
- Negret escultor. Homenaje (2004)
- Mefisto. Alberto Iriarte (2004)
- Suramericana. 60 Años de compromiso con la cultura (2004)
- Rostros de Colombia (1985)
- Flora de Los Andes. Cien especies del Altiplano Cundi-Boyacense (1984)
- Casa de Nariño (1985)
- Periodismo gráfico. Círculo de Periodistas de Bogotá (1984)
- Cien años de arte colombiano. 1886 - 1986 (1985)
- Pedro Nel Gómez (1981)
- Colombia amazónica (1988)
- Palacio de San Carlos (1986)
- Veinte años del Sena en Colombia. 1957-1977 (1978)
- Bogotá. Estructura y principales servicios públicos (1978)
- Colombia Parques Naturales (2006)
- Érase una vez Colombia (2005)
- Colombia 360°. Ciudades y pueblos (2006)
- Bogotá 360°. La ciudad interior (2006)
- Guatemala inédita (2006)
- Casa de Recreo en Colombia (2005)
- Manzur. Homenaje (2005)
- Gerardo Aragón (2009)
- Santiago Cárdenas (2006)
- Omar Rayo. Homenaje (2006)
- Beatriz González (2005)
- Casa de Campo en Colombia (2007)
- Luis Restrepo. construcciones (2007)
- Juan Cárdenas (2007)
- Luis Caballero. Homenaje (2007)
- Fútbol en Colombia (2007)
- Cafés de Colombia (2008)
- Colombia es Color (2008)
- Armando Villegas. Homenaje (2008)
- Manuel Hernández (2008)
- Alicia Viteri. Memoria digital (2009)
- Clemencia Echeverri. Sin respuesta (2009)
- Museo de Arte Moderno de Cartagena de Indias (2009)
- Agua. Riqueza de Colombia (2009)
- Volando Colombia. Paisajes (2009)
- Colombia en flor (2009)
- Medellín 360º. Cordial, Pujante y Bella (2009)
- Arte Internacional. Colección del Banco de la República (2009)
- Hugo Zapata (2009)
- Apalaanchi. Pescadores Wayuu (2009)
- Bogotá vuelo al pasado (2010)
- Grabados Antiguos de la Pontificia Universidad Javeriana. Colección Eduardo Ospina S. J. (2010)
- Orquídeas. Especies de Colombia (2010)
- Apartamentos. Bogotá (2010)
- Luis Caballero. Erótico (2010)
- Luis Fernando Peláez (2010)
- Aves en Colombia (2011)
- Pedro Ruiz (2011)
- El mundo del arte en San Agustín (2011)
- Cundinamarca. Corazón de Colombia (2011)
- El hundimiento de los Partidos Políticos Tradicionales venezolanos: El caso Copei (2014)
- Artistas por la paz (1986)
- Reglamento de uniformes, insignias, condecoraciones y distintivos para el personal de la Policía Nacional (2009)
- Historia de Bogotá. Tomo I - Conquista y Colonia (2007)
- Historia de Bogotá. Tomo II - Siglo XIX (2007)
- Academia Colombiana de Jurisprudencia. 125 Años (2019)
- Duque, su presidencia (2022)
El combate de Güepi
Texto de: Teniente, Juan Lozano y Lozano.
Presentación
Dijimos, y fuimos atendidos por el señor alcalde de Bogotá, de la más patriótica manera, que era indispensable hacer una copiosa edición de la página de Juan Lozano, para distribuirla en todas las escuelas, para enviarla al exterior, para inundar con ella, si posible fuere, al Perú, porque nada se ha escrito que mejor revele el heroísmo de Colombia, ni nada que dé una idea más clara y más exaltadora de la generosidad que ha de ser nuestra norma y es nuestra tradición.
No puede leérsela sin que en el espíritu se sienta el redoble de las dianas y sin que el alma cautiva aspire al vuelo por las regiones donde se está escribiendo con fuego el poema de nuestro destino. Pasajes hay en donde la emoción que producen hace asomar las lágrimas. Ante tanta grandeza en la acción y en la victoria nos sentimos hechizados. Allá está el arrojo de las horas iniciales y allá está la gallardía que reconoce el mérito, compadece al derrotado y tiende la mano misericordiosa al caído.
¡Cuán acertados estuvimos cuando hicimos la afirmación de que entre nosotros no puede llevarse a las fronteras el odio! Hay el arranque magnífico en que la vida se ofrenda con una esplendidez pagana, para alcanzar la victoria. Lo que Juan Lozano cuenta es digno de Bolívar, es digno de Páez, es digno de Córdova. Pasada la tempestad de plomo, es Sucre el que surge en cada colombiano. En Juan Lozano habló Sucre y hablaron todos los capitanes compasivos y airosos de la independencia, cuando rindió el homenaje al valor del peruano que murió maldiciéndonos y reconoció en el teniente Garrido Lecca, hecho prisionero, al heroico artillero que continuaba disparando cuando ya el jefe de su batallón, poseído del pánico, cruzaba como una sombra vertiginosa la selva.
Reflexiones de la mayor sensatez y consideraciones de utilidad evidente hace en su maestra página el teniente Juan Lozano, cuando explica el porqué de la fuga en los hombres acostumbrados al amparo de las fortificaciones y el porqué del arrojo colombiano, de la temeridad, del ímpetu suicida que culmina en la victoria. Y con un respeto profundo por la idealidad del adversario, que defiende a su patria como nosotros defendemos la nuestra, compadece a los hombres llevados a la fuerza, enviados a la hoguera por un déspota sombrío, que no sienten esa emoción que sentimos nosotros la emoción de ser buenos, cuando podemos demostrar, más allá del combate y más allá del triunfo, que somos refractarios a la crueldad y al odio.
Orgullo, santo orgullo de ser colombianos, anhelo de heroísmo, exaltación de la bondad, admiración profunda, gratitud inmarcesible por los defensores de la frontera, sentimos al leer la página de Juan Lozano. Página llena de fulgores, de música marcial, de filosofía, de cristianismo, de grandeza, joya de nuestra literatura y de nuestros anales militares, con ella ganamos ante el mundo otra batalla, diferente de la que describe. Es necesario ahora que la conozca el mundo, traducida a todas las lenguas esenciales.
El Combate de Guepi
Teniente, Juan Lozano y Lozano
Escribo estas líneas desde el peñasco de Güepí, en donde todavía está impregnado el ambiente de un denso olor de pólvora, cuyo humo azuloso apenas ha empezado a extinguirse. Aquí están los campamentos peruanos a medias destrozados casi completamente desfiguradas por nuestra artillería las admirables fortificaciones del enemigo en una pequeña casa de guadua, los prisioneros en custodia aquí y allá, sobre el campo verde que interrumpe la selva, los muertos, los pobres muertos peruanos, pálidos, sangrantes, trágicamente contorsionados. No he tenido la curiosidad mezquina de contarlos. No deberían jamás contarse, al modo como se cuentan las fichas ganadas en el azar de un juego, estos ignotos holocaustos de las hecatombes marciales. La muerte es cosa sacra que esta pequeña ciencia terrenísima de la estadística no tiene derecho a profanar con su plebeya terminología.
Es difícil reconstruir en momentos como éstos, tan sobrecargados de emoción entrañable, los incidentes de toda la jornada. Imaginaos el caso de un joven aprendiz de filósofo, que alimentó siempre en lo más hondo de su espíritu un despectivo desamor por la violencia, a quien un día la necesidad de ser consecuente con principios eternos de justicia internacional y humana, lo induce a tomar bajo su comando la batería de ametralladoras de un barco de guerra, frente al enemigo, y en pleno tiro de combate. Nadie podrá exigir de este teniente filósofo el relato técnico que encaja dentro de las páginas severas de la historia militar, ni la fraseología entre científica y bombástica de los partes oficiales. Sólo podrá dar impresiones rápidas, fugaces, en las que el ambiente externo se acerca tanto al paisaje del alma, que a veces se confunde con él en una sola alternativa de exaltación y de melancolía.
La batalla de hoy, primera batalla de la guerra, se ha desarrollado a lo largo de un sector de quince kilómetros, y en el espacio de nueve horas de lucha sin descanso. El caudaloso río Putumayo, ahora en el auge de sus grandes crecientes invernales, describe en este trayecto de la selva dos lentas curvas de dirección opuesta, que desde los aires deben verse como una S gigantesca. En medio del río existen en este lugar varias islas, la mayor de las cuales, Chavaco, podría convertirse en una hacienda de regulares proporciones. Las islas y la banda izquierda del río estaban ocupadas por las tropas de Colombia. En la ribera derecha se hallaban diseminados, a irregulares intervalos tácticos, los diversos puestos peruanos. Hay una gran diferencia de nivel entre las dos riberas y al paso que la nuestra es baja y anegable, y está casi anegada, la peruana se levanta en roja arcilla a varios metros sobre el nivel más alto de las aguas en invierno. Desde el punto de vista del terreno, los peruanos se encontraban en situación de amenazante superioridad.
Hay que haber visto y vivido el invierno en la selva para apreciar todo lo que puede existir de cruel, de brutal, de trágico, en la naturaleza salvaje. El hombre es el artífice del mundo, y este invento suyo de la civilización, que parece atediar a tanto filósofo urbano, es una creación sublime de la inteligencia. Así lo piensa el que recorre estas regiones cuando, desde la última dé cada de febrero, comienzan las lluvias torrenciales. El río se desborda sobre la selva circundante y convierte en pestilente lodo la alfombra de naturaleza muerta que en el verano había cubierto la tierra. Si el tallo de un lirio se transforma en desecho emponzoñado a los pocos días de permanecer en el agua renovada de un vaso de Murano, piénsese en la descomposición que opera el agua arremansada en la vegetación, ya por decrépita, desprendida y caída de los árboles. En las depresiones del terreno se forman vastas ciénagas, que son fértiles criaderos de todos los insectos imaginables, entre ellos el fatídico anofeles, cuyo punzón inyecta el paludismo. En su fondo prospera la inmunda raya, grande como la copa de un paraguas, que se alimenta de cieno y cuyo traidor aguijón infiere una herida incurable, que produce en las carnes humanas la podredumbre de la muerte. Un caimán pequeño, que en estas regiones llaman “babilla”, acecha en las orillas el baño vespertino de mil diversidades de ofidios mientras que el güío monstruoso duerme en los lugares cercanos la lenta digestión de sus presas. Los árboles se hinchan con la simétrica protuberancia de los avisperos, en tanto que la feroz hormiga “tonga” taladra en sus raíces túneles y canales. Y por todas partes, por todos los lugares, la selva enmarañada, la selva infinita, sin luz y sin esperanza, desprovista de puntos cardinales, que del oculto cielo no capta otra cosa que la lluvia. El agua arrastra la tierra de las raíces de los árboles y los deja apoyados extrañamente sobre múltiples patas de gallo, más altas a veces que la estatura de un hombre. De trecho en trecho se oye un estruendo sordo, cuya locación no sabría decirse si es en la vecindad o en la lejanía. A un árbol corpulento le ha faltado apoyo en la tierra, y se ha desplomado arrastrando en su caída otros árboles más débiles. La tempestad, por último, frecuente huésped de la selva, atraviesa con resplandores de tragedia el vaho pestilente y detenido entre el suelo y las copas de los árboles, y el rayo descuaja y carboniza las ceibas más robustas y las más altas acacias. Nuestros soldados han vivido ya diversos meses y se han preparado para la lucha en este escenario, junto a cuya medrosa grandeza aparecen pálidas las descripciones del simoun del desierto y de las tormentas de nieve de las estepas rusas.
A las tres de la madrugada de hoy nuestra línea de combate estaba dispuesta en la forma de una gran media luna. El abultado centro que comprende nuestra orilla, la isla de Chavaco y algunos islotes, era el centro de operaciones del Estado Mayor, desde donde los mayores Luis F. Lesmes y Julio Guarín debían moverse en todas direcciones para asegurar la cooperación oportuna de las diversas armas en las diferentes fases del combate. Allí debía también ser el punto de reunión momentánea con el mayor Ananías Téllez, comandante de todas las tropas de infantería, quien llenaba con su actividad los dos cuernos de esta luna menguante. Prolongando y cerrando un tanto los extremos, los cañoneros Cartagena, arriba, y Santa Marta, abajo, tenían entre sus variadas misiones de combate la de conducir en tiempos variables las tropas nuestras las cuales, ya en la orilla peruana, debían envolver al enemigo en un vasto polígono de fuego, que iría estrechándose hasta la asfixia.
Las peculiaridades de la situación internacional de los últimos días habían impedido a nuestras tropas practicar reconocimientos en la orilla peruana. No iban nuestras fuerzas de la frontera a violar la fe de la república, mientras nuestros delegados en Ginebra y en Washington argüían ante las potencias del mundo la calidad de nación no agresora de Colombia. Esta circunstancia hacía particularmente oscuro y difícil el desarrollo de la acción de armas del enemigo sólo se sabía lo que se había observado desde nuestra orilla: muy poco, por cierto, sobre su constitución, y nada sobre la locación de sus puestos en la selva. En ciertos lugares la greda bermeja de los peñascos, bastante removida, indicaba la existencia de largas zanjas de tiradores o de nidos circulares de ametralladoras mas de las bocas de fuego cuidadosamente mimetizadas entre el boscaje, no podía haber noticia siquiera aproximada.
Decidido ya el ataque, que se hacía indispensable como un acto de legítima defensa contra las continuas agresiones de las guarniciones peruanas que habían cerrado prácticamente la navegación del Putumayo y que ejecutaban verdaderos actos de guerra contra nosotros, se envió ayer tarde, a la orilla opuesta, un pelotón de exploración compuesto de treinta y seis hombres, al mando del capitán Domínguez. De la figura épica de este veterano, habré de hablar más adelante. Su misión de sacrificio consistía en tomar contacto con el enemigo, y localizar así para los cañoneros el lugar mejor apropiado para el desembarco de las primeras compañías. Pero como tal pelotón, para no ser visto antes de tiempo, hubo de cruzar el río muy abajo, detrás de una curva distante, y como el avance en la maraña es lento y difícil, a las tres y media de la mañana de hoy no se había oído el primer disparo. Entonces se decidió por el comando que los cañoneros atravesaran rápidamente el río, y colocaran cada uno una compañía en la orilla peruana, aun a riesgo de dar de manos a boca con fortalezas enemigas, cuyo fuego, disparado de arriba en momentos en que el barco acoderado no tenía campo de tiro, era obviamente peligroso. Antes de pasar adelante, es bueno advertir que en el Cartagena, comandado por el capitán Hernando Mora, y cuyo oficial artillero es el teniente José M. Pacheco, iba el comandante de la flotilla, teniente coronel José D. Solano, y que en el Santa Marta estaba la suprema dirección de la batalla, encarnada en el coronel Roberto D. Rico, comandante del Destacamento Putumayo. El capitán Luis E. Gaitán comanda este barco el teniente Luis Baquero tiene la dirección general del fuego y el manejo directo de los cañones, y el desmedrado autor de estos recuerdos es el comandante de la batería de ametralladoras.
Antes de que se insinuaran las primeras luces del alba, nuestro barco cruzó la orilla opuesta y desembarcó allí, en perfecto silencio y sin que fuera advertido el movimiento, la compañía del capitán Luis Uribe Linares, al frente de cuyos pelotones iban los tenientes Mario García, Deogracias Fonseca, Carlos Manrique y Francisco Benavides. La señal convenida para indicar su avance en la selva paralela a la orilla, era una bandera, que un soldado debía agitar de trecho en trecho, a la orilla del río. Simultáneamente el Cartagena debió desembarcar en la parte alta, en la desembocadura del río Güepí, que en este lugar limita la posición peruana, a la compañía comandada por el capitán Alfonso Collazos.
Esta tropa debía avanzar por la orilla de tal río hasta una gran profundidad, para cortar la retirada del enemigo con un movimiento envolvente. A causa de las curvas del Putumayo, nosotros no veíamos las maniobras del Cartagena.
De aquí en adelante no puedo relatar sino lo que pude ver desde la cubierta de mi barco, y ni aun de lo que pude ver estoy seguro. Si en tiempos normales es tan precario el testimonio humano, cuánto no lo será para el combatiente en las alternativas de un combate. Muy posiblemente no serán exactos algunos de los incidentes que referiré en seguida su orden cronológico bien puede estar equivocado acaso dé importancia excesiva a ciertos detalles de la acción, en tanto que deje de mencionar siquiera episodios decisivos en todo caso, se me escaparán seguramente muchos hechos memorables y muchos nombres para mí muy caros. Sólo podré referir lo que impresionó más vigorosamente mi retina, en medio de las alternativas de la lucha. Seguimos avanzando muy lentamente, acostados casi a la ribera peruana, a la cadencia de la infantería, para protegerla en el encuentro con el enemigo. A las ocho y media de una mañana esplendorosa, hendió los aires el rumor de nuestros aviones de guerra. Era la señal convenida para iniciar el ataque. Como se había previsto, teníamos en ese momento en frente, a cuatro mil metros de distancia, a Cachaya (que los peruanos llaman Bolognesi), primer gran fuerte enemigo, fácilmente distinguible por haber allí varías casas para alojamiento. Tronó entonces por primera vez nuestro poderoso cañón Bofor, a la voz de mando del teniente Baquero y su doble explosión repercutió de curva en curva, a lo largo del frente de combate. No se sabe describir momentos de emoción tan honda. Al mismo tiempo nuestra escuadrilla de aviones volaba sobre el fuerte de Güepí, objetivo principal del combate y nuestros cañones de tierra, comandados por los tenientes Luis Lombana y Francisco Márquez, militar y jurisconsulto el último, disparaban sobre ese mismo sector, que también era batido por la batería de ametralladoras del capitán Pedro Monroy y los tenientes Luis Gómez Jurado y Eduardo Gómez Cadena. También disparaba su formidable artillería el Cartagena, para nosotros invisible. Describían los aviones largos círculos en los aires y de pronto se clavaban vertiginosamente, como si, batidos, no tuvieran ya gobierno, sobre la posición enemiga al llegar a unos cien metros del suelo, volvían a subir con idéntica rapidez, después de describir un espeluznante ángulo agudo el punto de descenso quedaba marcado por una perpendicular que al llegar a las trincheras remataba en una explosión horrenda. Las máquinas se cruzaban unas sobre otras, se reunían, se separaban, montaban y descendían en forma que hacía temer una serie de choques: aquello parecía una infernal colmena. Es grandioso el espectáculo de un bombardeo visto desde la butaca de un cinematógrafo pero visto desde la cubierta de un barco de guerra, cobra un interés singularísimo. Allí la vida, la propia vida nuestra, frágil arcilla en este vórtice del fuego y del acero, depende del éxito de la partida y la corrección del tiro enemigo, que va colocando sus impactos cada vez más precisos, cada vez más cercanos, no deja de producir un cosquilleo en lo hondo del corazón.
Avanzábamos, pues, lentamente, junto a la orilla peruana del río, al igual de nuestras tropas en la selva, que nos hacían continuas señales de su progreso y mientras el capitán Gaitán guiaba el barco, el teniente Baquero desbarataba con su cañón las fortificaciones de Cachaya. Atentos al sector que nos correspondía batir, apenas teníamos tiempo de mirar de reojo lo que sucedía más arriba, en Güepí, la última de cuyas casas se perdía a nuestra vista en el último recodo del río. Las ametralladoras peruanas nos tenían enfocados de frente pero su tiro era demasiado corto para la distancia, y las balas describían continuas cortinas en el agua. Con mi anteojo de campaña seguía yo sin pestañear desde mi cubierta, con mi batería en silencio, el rápido proceso de la destrucción del fuerte de Cachaya por nuestra artillería. La infantería peruana iba reculando de abrigo en abrigo a cada serie de cañonazos pero seguía siempre disparando y las ametralladoras enemigas continuaban vomitando ráfaga tras ráfaga, detrás de sus espléndidos parapetos.
El golpe de las granadas y del shrapnell en las fortificaciones produce una hecatombe. De lejos se ve la tierra levantarse a varios metros de altura y luego ensombrecer el ambiente como una densa nube, que, al dispersarse, muestra las paredes desplomadas, el maderamen en fragmentos, leprosos los nidos de ametralladoras, y aquí y allá, en el suelo, inmensas troneras humeantes. El Cartagena y las baterías de tierra seguían en tanto batiendo sus objetivos de Güepí, y habían conseguido silenciar ya diversos sectores. De pronto, entre el estruendo ensordecedor de los cañonazos, sentimos tiros de fusilería y ráfagas de metralla a pocos metros de distancia del barco, entre la selva. Nuestras tropas de desembarco habían encontrado el primer núcleo de resistencia y el soldado de la bandera nos hacía señas desde la orilla de que estaban detenidos por el fuego enemigo. Fue entonces cuando nuestras ametralladoras de cubierta entraron en actividad vertiginosa y el tiro enemigo, desviado por este brusco ataque nuestro de sus objetivos de tierra, empezó a golpear contra las planchas de acero del Santa Marta y a silbar sobre nuestras cabezas.
Esto es para el combatiente el momento culminante de la batalla. Sentirse ya dentro de la zona del fuego enemigo, y oír el paso de los proyectiles, no por invisible menos positivo, menos real, menos inequivocable. La reacción emotiva es intensa, pero, contra lo que yo preveía, no es de miedo, ni de susto siquiera. Se produce una anestesia instantánea de cualquier otra sensación que no sea la de la necesidad de dominar al adversario para sustraerse a la muerte. No se piensa en nada, no se recuerda nada sólo hay una conciencia lúcida, un convencimiento profundo de que si no se hace algo, se perece y la actividad encaminada a este objetivo único, embarga todas las facultades del alma. Una a una fueron silenciadas tres bocas de fusil ametralladora colocadas en lo alto de los árboles pero la ametralladora de tierra seguía viva sosteniendo el duelo, y saltaba de posición en posición para mejor guarecerse y para hacer más efectivo su tiro. Y la negra boca vomitaba fuego, con una persistencia heroica. Hay que tener en cuenta que no sólo era batida por el cañonero, sino por la vanguardia de nuestra infantería. Uno de los tiradores de los árboles había sido derribado por el capitán Domínguez, de esa vanguardia, dos de cuyos compañeros quedaron muertos y cuatro heridos en el encuentro, según lo he sabido más tarde y otro tirador aéreo fue alcanzado por el teniente Fonseca, quien resultó levemente herido en el cuello. De pronto, la pertinaz ametralladora suspendió su fuego, a tiempo que sentimos un chasquido en el agua. El tenaz soldado había hundido la fastidiosa máquina, y logró escapar en la selva.
Libres ya de este altercado, que a mí me pareció larguísimo, pero que debió durar sólo unos minutos, yo miré alrededor mío. Mis tiradores, todos entusiastas y sonrientes, limpiando sus armas y poniéndolas en orden para próximas emergencias. En la cubierta de proa el teniente Baquero, con un interés casi científico, continuaba colocando su tiro sobre las fortificaciones de Cachaya, y haciendo observaciones técnicas al excelente artillero sargento Antonio Pardo, que disparaba los cañonazos. “Tiro corto. Ahora uno por tiempo para medir la distancia al último abrigo. Bote de metralla contra el objetivo de la orilla”. El capitán Gaitán, recostado contra la batallola de estribor, en la actitud clásica de un displicente yachtman, impartía de tiempo en tiempo instrucciones al piloto Manuel I. Ortiz sobre las maniobras del barco. El médico, doctor Luis Carlos Cajiao, daba cautelosas vueltas alrededor de la cubierta de gobierno, para presenciar el espectáculo sin ser visto por el coronel Rico fuera de su puesto, que era, naturalmente, la sala blindada y todavía vacía de las operaciones de emergencia. El condestable Jorge Sanclemente, desde la segunda cubierta, nos participaba, con la ingenua vanidad de un propietario, que su cañón antiaéreo es perfectamente eficaz contra objetivos de tierra, como acababa de comprobarlo experimentalmente. El teniente Ricardo Rosero, ayudante del coronel Rico, se levantaba de cerca de una ametralladora que había tomado por su cuenta. El coronel Rico, por su actividad y su coraje, merece una mención aparte.
Jefe del Destacamento Putumayo, supremo director de la batalla por él concebida y organizada, y hombre de carácter reposado y de exquisitas maneras sociales, el coronel Rico, a todo lo largo de la refriega, ha mostrado un arrojo personal digno de los mejores días de la Independencia. Arrojo temerario, que rebasa en mucho los límites de exposición personal que la táctica moderna impone al jefe responsable de una acción de guerra. En medio de la granizada de proyectiles corría el coronel por la cubierta (que más propiamente debería llamarse descubierta, puesto que no tiene abrigo alguno), no sólo comunicando órdenes a las diversas unidades, sino interviniendo directamente en el tiro del barco y en sus maniobras, animando a los soldados, vigilando el aprovisionamiento de las municiones, atendiendo, en fin, a lo grande y a lo pequeño con igual solicitud y con idéntico desprecio del peligro. Quien como yo, simple civil que, hace doce años retirado del Ejército, al cual sólo ingresó por curiosidad intelectual en su adolescencia, no tiene nada que esperar de la carrera de las armas fuera de la oportunidad de servir a la república en esta emergencia, puede permitirse hacer a su amigo el coronel Rico este elogio, que hasta cierto punto es también un afectuoso reproche.
Seguimos, pues, avanzando hacia Cachaya. De aquí en adelante se multiplicaban los puestos enemigos, que oponían enérgica resistencia al paso de nuestra infantería: se estaba combatiendo en la selva. Nosotros apoyábamos con nuestras baterías el fuego de nuestros infantes. Silenciado el objetivo, proseguíamos la marcha, el cañón de proa siempre en su tempestuosa actividad contra las posiciones de Cachaya. Faltaba por vencer el último reducto. A doscientos metros del fuerte, del cual ya sólo débilmente respondían, un nido de ametralladoras no había podido ser batido nuestras baterías no lo localizaban. En ese momento se verificó una hazaña dramática, de las más sensacionales de la jornada. De nuestra orilla colombiana se había desprendido un planchón, que avanzaba directamente a la ribera peruana. Iba maniobrado por un civil, el ingeniero Alfonso Montilla, y conducía a bordo una fracción de la compañía al mando del capitán Ernesto Velosa. Cruzaba el planchón a toda máquina, bajo una lluvia torrencial de ametralladora y de fusilería enemiga. Nosotros, a corta distancia, impotentes para apoyar esta épica embestida por estar nuestro barco colocado en esos instantes en modo de no poder batir la orilla peruana sin causar daño a los nuestros, veíamos el rebote de las balas contra las paredes del planchón, y veíamos también la infinidad de circulos que el plomo enemigo abría alrededor de la descubierta embarcación, de donde contestaban vivamente nuestros fusileros. Amarró finalmente y saltó a tierra el capitán Velosa, seguido de sus hombres. En el paso heroico había perecido uno de nuestros soldados y tres quedaron gravemente heridos. El enemigo seguía disparando aún, con fuego más débil. Pero alcanzado y rodeado a un mismo tiempo por la vanguardia de las tropas de tierra y por el pelotón recién desembarcado, tuvo que cesar el fuego. Los sirvientes de la pieza de artillería yacían por tierra, acribillados. El teniente que disparaba la pieza, al punto de ser ultimado por uno de los nuestros, fue salvado por la intervención del teniente Manrique, quien lo hizo prisionero, lo mismo que a su asistente.
Amarramos por fin en Cachaya, ya conquistado por la fuerza de las armas. Nuestros soldados ocuparon el lugar, que sólo custodiaban ya los muertos. Los vivos huían en desbandada por la selva, después de haber arrojado al río parte de su armamento, llevando consigo lo que les fue dado, y dejando sobre el campo y en las trincheras varias piezas de artillería, una inmensa cantidad de municiones y multitud de vituallas y efectos personales. Nuestro barco pasó rápidamente a la orilla colombiana y regresó trayendo dos pelotones al mando del teniente Gómez Gómez, que habían colaborado en el ataque desde una isla cercana, para iniciar la persecución de los fugitivos en este sector. Mientras desembarcaban, vimos aparecer la cabeza de nuestra infantería sobre la explanada venía entre ellos el teniente Manrique con el oficial peruano y dos soldados presos todos tres fueron conducidos a bordo para su custodia. Desde la batallola de cubierta contemplaba yo en tanto, con un estremecimiento profundo, un cadáver peruano tendido no lejos de la orilla. Estaba en perfecto orden, recostado en la maleza en actitud parecida a la del que, sobre un diván, lee un libro interesante. Sólo que le faltaban el libro y la cabeza, que había desaparecido cercenada del cuello militar por un shrapnell, con la meticulosidad con que lo hubiera hecho un bisturí finísimo.
De aquí en adelante seguimos avanzando rápidamente por el centro del río hacia Güepí, que ya veíamos de frente, pero sobre el cual no podíamos disparar por el riesgo de herir al Cartagena, que evidentemente avanzaba detrás de la curva hacia la posición peruana, y de perjudicar el avance de nuestras tropas de envolvimiento, que debían en esos instantes seguir las orillas del río Güepí. En este trayecto sólo batimos un puesto de fusileros, indudablemente formado por soldados en desbandada que, creyendo huir hacia el interior de la selva, habían ido a dar a la orilla del río. De Cachaya a Güepí hay sólo dos kilómetros. En ese trayecto velozmente recorrido por el Santa MartaÕ tuvimos delante de la vista el espectáculo más impresionante de la batalla. Espectáculo, digo, porque nosotros, no colocados en la dirección del fuego enemigo en esos momentos, veíamos como desde un balcón privilegiado el desenlace de la jornada. En ese momento se libraba una justa definitiva, un duelo a muerte, entre el Cartagena y el flanco norte de las fortificaciones enemigas. En su avance salió el Cartagena de la curva que nos lo ocultaba, pero que en ningún momento lo había ocultado al tiro enemigo y lo vimos precipitarse a toda máquina a través del río contra la fortaleza peruana, bajo un aguacero de metralla que, en vez de menguar, arreciaba a cada instante. Disparaban los cañones del barco a bote de metralla tan continuamente que sus bocas, por la persistencia de las imágenes en la retina, formaban constantes lenguas de fuego a nuestros ojos, y disparaban todas las ametralladoras.
Desde nuestra cubierta veíamos claramente al comandante Solano, al capitán Mora, al teniente Pacheco, al pie del cañón, impávidos sobre la proa, en aquella zona de exterminio. Había en esa ala de combate un fortín tan admirablemente construido, que desafiaba con insolencia a nuestra artillería, ya al final de la acción, después de haber sufrido numerosas averías. Si se quería decidir la batalla, había necesidad de asaltarlo con la infantería en una carga desesperada. Esto debió pensar el comandante Solano en esos momentos y, uniendo el pensamiento a la acción impetuosa, atravesó en su barco y amarró en la orilla. No resistió, sin embargo, el enemigo a tanta presencia de ánimo él, que había resistido a tanta mortífera granada. El sargento Néstor Ospina, con feliz anticipación al éxito de la jornada y todavía bajo el plomo enemigo, saltó del barco a tierra con ocho soldados y clavó la bandera de Colombia sobre el agrio peñasco. Los peruanos huyeron precipitadamente de su último reducto, batido por un certero y postrer cañonazo. Sólo el sargento peruano, comandante del puesto, permaneció en su sitio y herido por las tropas de asalto, tuvo tiempo de lanzar una maldición a Colombia en la cara del médico, doctor Olózaga, que pugnaba por tomarle el pulso. Después cerró los ojos. Me apena no dar a conocer, por no saberlo, el nombre de este guerrero enemigo, digno de un canto homérico.
Las escenas anteriores, que he descrito en largas palabras, duraron menos del tiempo que gasto en describirlas. Aquello fue violento, fulmíneo, decisivo, sensacional, como la embestida de un toro salvaje. Pocas veces se habrá registrado en la historia militar una hazaña como ésta, en la que una unidad naval se lanza contra el frente enemigo con el ímpetu de una carga de caballería. ¡Gloria al comandante Solano y gloria al Cartagena!
Nosotros llegamos a Güepí mientras se clavaba allí nuestra bandera, y amarramos al pie del barco hermano. A un mismo tiempo el coronel Rico, desde la proa del Santa Marta, y el comandante Solano, al pie del cañón del Cartagena, lanzaron un “¡Viva Colombia”!, que fue contestado por las tripulaciones y por la infantería que en esos momentos llenaba la explanada, con un estremecimiento. Sólo en momentos como este puede saber el hombre lo que cabe de sentido en un grito.
He escrito estas impresiones de la batalla de Güepí (que tendrá una influencia decisiva en el desarrollo posterior de la guerra), a retazos y a saltos e imagino que mi relato es una serie de incoherencias. No tengo tiempo de releerlo, ni hay para qué tampoco. Tengo sí el pesar de haber omitido muchas cosas y de haber dado demasiados detalles sobre los que me estaban más cerca, lo cual, en el cuadro general de la acción, hará aparecer de una importancia desproporcionada nuestra tarea de combate. Yo cuento lo que vi o lo que creí ver: y sucede en el dominio de los acontecimientos humanos lo que en el reino de los astros: la luz de las estrellas más lejanas llega tarde a nosotros, y nosotros debemos alumbrarnos con las primeras luces.
No he mencionado en estas líneas la actividad de oficiales y de fracciones de tropa que estaban fuera de mi radio visual, y creo que se me escapan también muchas cosas que me fue dado ver. Así, por ejemplo, la conducta de los oficiales de Estado Mayor, mayores Lesmes, Guarín y Téllez, el último de los cuales tenía, además, la responsabilidad de la infantería. Bajo el fuego enemigo vi repetidas veces aparecer en la cubierta del barco a Guarín y a Lesmes, que se movían en botes o canoas de motor. Hablaban con el coronel Rico para darle informes, pedir órdenes, insinuar determinaciones y luego continuaban, indefensos, bajo los proyectiles, a diversos lugares del largo frente de combate, para coordinar la acción de conjunto. Debo hablar del capitán Luis A. Garcés, del capitán Luis Niño, de los tenientes Restrepo y Blanco, quienes en diversos momentos de peligro cruzaron el río con su tropa. Del teniente julio Bernal, que desplegó una actividad y una energía dignas de encomio en el embarco de las diversas fracciones de tropa. Del teniente Luis A. Lara, comandante del pelotón de Sanidad, quien recogió a todos los heridos y muertos, nuestros y peruanos, en medio del combate y que, en los momentos en que ello no era posible, se batía con fusil como un soldado.
El cuerpo médico actuó con una eficacia y con una serenidad que son timbres de honor para la ciencia colombiana. Sus puestos estaban distribuidos convenientemente en la selva, bajo la dirección general del doctor José del C. Rodríguez Bermúdez. En ellos actuaron los doctores José A. Rodríguez, Alfonso Gamboa Amador, Gabriel Olózaga, Miguel Osorio y Rafael González. Era médico del Cartagena el doctor Ernesto Rodríguez Acosta, y del Santa Marta el doctor Luis Carlos Cajiao, veterano ya de la selva y sumamente popular en el Destacamento, quien merece mención especialísima, pues no vino a la frontera en calidad de médico, sino que se inscribió como voluntario de guerra desde el primer momento, y gana sueldo de soldado. No debo olvidar tampoco el patriotismo y la intrepidez del capellán, padre Trujillo, ni del español padre Justo, de la misión catequizadora, quien, sin tener nada que ver directamente con nuestras tropas, pues se hallaba en Puerto Asís, se presentó motu proprio al frente para acompañarnos. El radiotelegrafista del Santa Marta, señor José M. Vásquez, prestó los más eficaces servicios y el súbdito inglés Mr. Charles Kilby, operador de radio, empuñó un fusil en defensa de la república, por lo cual lo señalo particularmente a la gratitud nacional. Sería ingrato no hacer mención también de militares y civiles que hasta ayer no más estuvieron en Chavaco esperando el diferido combate, y que, por un motivo u otro ajeno a su voluntad, tuvieron que abandonar el lugar antes de la acción definitiva. Ellos estuvieron espiritualmente con nosotros. Tales son, por ejemplo, el doctor Luis Patiño Camargo, jefe de la Sanidad hasta ayer, a quien se debe la admirable organización de ese ramo en el Sur, y el saneamiento y los hospitales militares de Puerto Asís y Caucaya, quien fue llamado urgentemente a Bogotá por sus superiores. El doctor José Tavera, quien vino aquí como dentista, pero que al lado de su ministerio molar, abrió trochas, levantó planos, trabajó como peón y como soldado. El doctor Luis Bueno, que se halla enfermo en Bogotá. Antolín Díaz y Arango Uribe, corresponsales de guerra de El Tiempo y de El País, el primero de los cuales se retiró del frente cuando había la convicción de que estaban suspendidas las hostilidades, y el segundo se halla postrado por el paludismo en Caucaya. Habían ambos disparado su fusil contra el enemigo en los primeros encuentros de Chavaco.
Alberto Mosquera, poeta modernista y soldado voluntario, también combatiente en los tiroteos preliminares, quien cumplía mal de su grado una orden superior en Caucaya. Matoño Carvajal, asesor jurídico del Destacamento, retenido por sus deberes también en Caucaya, quien no pudo prescindir de asomarse, siquiera por breves momentos, en avión, a Chavaco. Y, por último, el mayor José Copete, que cumplía órdenes en la guarnición principal, y los capitanes Virgilio Barco y Carlos Bejarano. A los dos últimos la larga estada en estas regiones les determinó un violento paludismo, por lo cual no pudieron colaborar directamente en la acción que con tanto entusiasmo habían esperado. Barco está en un hospital, en Bogotá. Bejarano ha prestado invaluables servicios al destacamento en el comando y en el Estado Mayor, todavía tiritando por las fiebres y los fríos alternativos.
La toma de Güepí por las armas de Colombia hace nuestro el río Putumayo de Puerto Asís a Puerto Arturo, lo cual es de una importancia decisiva para el subsecuente desarrollo de las operaciones militares. El desenvolvimiento ordenado, sistemático, preciso, de esta batalla, sugiere algunas consideraciones. En primer lugar, la de que el país puede tener confianza en el Ejército. Nuestra institución armada, salida de la reforma militar de 1907, que en la paz ha merecido el unánime aplauso de la ciudadanía, ha pasado hoy la prueba del fuego, cuyo éxito ha sido tradicional consagración del oro puro y del corazón intrépido. Contamos con jefes de esclarecidas dotes militares, con subalternos disciplinados y valerosos, y con una tropa tan aguerrida y tan consciente como la del mejor ejército del mundo.
El plan de ataque, concebido por el coronel Rico en vista de las peculiaridades de la situación y del terreno, y consultado en sus detalles con los excelentes oficiales de Estado Mayor de la frontera, se realizó punto por punto, con precisión casi matemática. La colaboración de las diversas armas fue eficaz y oportuna las eventualidades estaban previstas y así es como el desarrollo inteligente y ordenado de la acción ha arrancado frases de cálido elogio al coronel Boy. No hubo montonera no hubo en momento alguno desconcierto.
El coronel Rico se acredita así ante el país como jefe competente, sereno y valeroso. El comandante Solano, jefe de la flotilla, une a su coraje personal y a su preparación académica, la experiencia viva de la guerra, adquirida durante su larga permanencia en el Ecuador. Ambos jefes constituyen para Colombia en estos instantes una revelación de las grandes capacidades que están latentes en la oficialidad del Ejército.
El Ejército peruano, por lo que se ha podido ver hasta ahora, tiene buena preparación técnica, buen armamento y unidades distinguidas entre sus oficiales. Sus clases son excelentes pero su tropa, en esta frontera por lo menos, está viciada por el reclutamiento forzoso de sus “voluntarios”. Los soldados prisioneros, que hasta ahora pasan de cuarenta, refieren cómo fueron traídos amarrados a este lugar y cómo se les ha hecho trabajar sin descanso, mal alimentados y peor tratados, en la construcción de las fortificaciones. En los diversos diarios de campaña que varios oficiales peruanos dejaron abandonados en la derrota, se registran día a día, numerosas deserciones, hecho que entre nosotros no se ha presentado, ni es concebible que se presente.
Poderosamente influidos por la táctica de la guerra europea que les han enseñado sus maestros, los franceses, los oficiales peruanos no conciben la guerra sino como guerra de trincheras, y son técnicos de primer orden en la construcción de fortificaciones. En este lugar, como en Tarapacá, en corto tiempo y con escasos recursos, han construido kilómetros y kilómetros de abrigos casi inexpugnables. La trinchera en la guerra hace que la fuerza de resistencia de la tropa se multiplique, pues es obvio que para atacar a un soldado en su fortificación, no basta un solo soldado enemigo, sino que hay necesidad de tres por lo menos. Pero, por otra parte, la táctica de protegerse es en alto grado nociva para la moral de la tropa, porque el espíritu agresivo decae. Caído el parapeto que le servía de defensa, el soldado se encuentra desconcertado, perdido, y emprende la fuga. Nuestro soldado, en cambio, tiene la arraigada convicción de que el combate se decide por el asalto cuerpo a cuerpo y esto constituye una arrolladora superioridad.
Falta empuje y falta valor en la mayoría de los oficiales peruanos, aun cuando hay que hacer excepciones muy honrosas. Tal la del teniente Garrido Lecca, prisionero de guerra en nuestro poder, cuya hazaña he relatado. Al teniente Garrido lo había conocido yo en Lima hace doce años, y había recibido de él gentiles atenciones. Después del duelo casi personal que habíamos librado en la batalla con nuestras ametralladoras, recibí la orden, ya en Güepí, de trasladarlo con sus compañeros del barco a una prisión en tierra, y consignarlo al capitán Monroy. Nos reconocimos con mutua complacencia y recordamos los días de Lima. El estaba sereno y tranquilo, a pesar de la convicción que me expresó de que yo lo llevaba para fusilarlo, como es la suerte normal en el Perú del soldado que cae prisionero. Me costó dificultad convencerlo de que estaba entre colombianos, y de que gozaría de las garantías y las consideraciones debidas a su condición, según las leyes de la guerra. No estaban sus colegas a la altura del teniente Garrido. Una orden del capitán Tenorio a sus soldados, que está en nuestro poder, y en la que se manda “resistir hasta la muerte”, no deja de aparecer humorística cuando se sabe que este capitán Tenorio, comandante de Güepí, fue uno de los primeros que abandonaron su puesto y huyeron por la selva. Esto es lo que se llama “dejar” una orden. Las tropas regulares peruanas, desertadas por los oficiales y los reclutas, resistieron hasta el último momento, y quedaron o muertas o heridas, o prisioneras.
Pero hay una conclusión más importante, que se desprende de esta batalla: el Perú no puede guerrear contra nosotros, porque no es un país organizado. Para atacar a otra nación con éxito, un ejército necesita de un gobierno responsable y de un país unido que lo respalden. El esfuerzo gigantesco que Colombia ha realizado para transportar a la frontera del Sur miles y miles de toneladas de municiones y aprovisionamientos, por territorios en donde seis meses antes no había ni semblanza de vías de comunicación, implica una colaboración del gobierno con la ciudadanía, honda, estrecha y sentida. Implica una erogación enorme, hecha posible en poquísimos días y en momentos de depresión económica universal, por el desprendimiento patriótico de los ciudadanos de todas las clases sociales. Implica la amorosa consagración del máximum de capacidad de cada uno de los individuos llamados por el gobierno a colaborar en las obras públicas y en los transportes de emergencia. Implica la confianza del país entero en el ejecutivo e implica un ejecutivo digno de la confianza nacional. En el Perú, en cambio, no hay cohesión, no hay espíritu de solidaridad, no hay confianza en el gobierno, no hay dinero, no hay espíritu nacional de sacrificio por la patria. Los diarios de los oficiales a que he hecho mención, transparentan este estado de alma. “Hoy no tenemos víveres”. “Los cañones ofrecidos están en la trocha de Pantoja, pero, naturalmente, no hay quien los transporte”. “Se sabe que hay revolución. ¿Quién nos estará gobernando ahora?” “Hoy está la guarnición a té sin azúcar”. “Llegaron víveres, pero como siempre, incompletos”.
Al vencer el país en esta guerra, nos quedará la satisfacción profunda de que no es sólo el Ejército, ni siquiera el gobierno, sino el país entero quien la ha ganado. La han ganado la sirviente que entregó su anillo de bodas para la defensa el ingeniero y el peón que construyeron las vías el médico que contrarrestó para los soldados los innumerables flagelos de la selva y curó a los heridos el arriero y el boga que transportaron los elementos los diplomáticos, los oradores y los periodistas las madres, las esposas y las hijas, únicas verdaderas víctimas de la guerra. Grande patria es la nuestra y el sacrificio de los hermanos caídos en la batalla no es el más meritorio de los sacrificios que hace el país por la soberanía. He hablado de los compañeros caídos. En ellos están representadas todas las regiones de la república y todos han caído como bravos, sin una vacilación, sin un estremecimiento. El soldado nuestro es el hijo tradicional de Colombia. En él reviven las cualidades todas de los héroes ignotos que un día conquistaron la independencia de España y en días sucesivos, en las mil batallas de nuestras guerras civiles, lograron para nosotros la plenitud de las libertades ciudadanas. Austeros tolimenses, gárrulos costeños, caucanos atrevidos, temibles santandereanos, sufridos y estoicos hijos de Nariño, de Boyacá y de Cundinamarca, traviesos bogotanos, antioqueños tan amenazantes con la acción como con la palabra, hermanos de San Andrés y Providencia, firmes y tranquilos. Aquí está la república aguerrida de los mejores días, sin miedo y sin reproche. Yo he recordado muchas veces, al ver la acometividad y la alegría de estos soldados, aquel clásico soneto a España, de un poeta ilustre: El león despertó, temblad, traidores: lo que vejez creísteis, fue descanso... Güepí, madrugada del 27 de marzo de 1933.
#AmorPorColombia
El combate de Güepi
Texto de: Teniente, Juan Lozano y Lozano.
Presentación
Dijimos, y fuimos atendidos por el señor alcalde de Bogotá, de la más patriótica manera, que era indispensable hacer una copiosa edición de la página de Juan Lozano, para distribuirla en todas las escuelas, para enviarla al exterior, para inundar con ella, si posible fuere, al Perú, porque nada se ha escrito que mejor revele el heroísmo de Colombia, ni nada que dé una idea más clara y más exaltadora de la generosidad que ha de ser nuestra norma y es nuestra tradición.
No puede leérsela sin que en el espíritu se sienta el redoble de las dianas y sin que el alma cautiva aspire al vuelo por las regiones donde se está escribiendo con fuego el poema de nuestro destino. Pasajes hay en donde la emoción que producen hace asomar las lágrimas. Ante tanta grandeza en la acción y en la victoria nos sentimos hechizados. Allá está el arrojo de las horas iniciales y allá está la gallardía que reconoce el mérito, compadece al derrotado y tiende la mano misericordiosa al caído.
¡Cuán acertados estuvimos cuando hicimos la afirmación de que entre nosotros no puede llevarse a las fronteras el odio! Hay el arranque magnífico en que la vida se ofrenda con una esplendidez pagana, para alcanzar la victoria. Lo que Juan Lozano cuenta es digno de Bolívar, es digno de Páez, es digno de Córdova. Pasada la tempestad de plomo, es Sucre el que surge en cada colombiano. En Juan Lozano habló Sucre y hablaron todos los capitanes compasivos y airosos de la independencia, cuando rindió el homenaje al valor del peruano que murió maldiciéndonos y reconoció en el teniente Garrido Lecca, hecho prisionero, al heroico artillero que continuaba disparando cuando ya el jefe de su batallón, poseído del pánico, cruzaba como una sombra vertiginosa la selva.
Reflexiones de la mayor sensatez y consideraciones de utilidad evidente hace en su maestra página el teniente Juan Lozano, cuando explica el porqué de la fuga en los hombres acostumbrados al amparo de las fortificaciones y el porqué del arrojo colombiano, de la temeridad, del ímpetu suicida que culmina en la victoria. Y con un respeto profundo por la idealidad del adversario, que defiende a su patria como nosotros defendemos la nuestra, compadece a los hombres llevados a la fuerza, enviados a la hoguera por un déspota sombrío, que no sienten esa emoción que sentimos nosotros la emoción de ser buenos, cuando podemos demostrar, más allá del combate y más allá del triunfo, que somos refractarios a la crueldad y al odio.
Orgullo, santo orgullo de ser colombianos, anhelo de heroísmo, exaltación de la bondad, admiración profunda, gratitud inmarcesible por los defensores de la frontera, sentimos al leer la página de Juan Lozano. Página llena de fulgores, de música marcial, de filosofía, de cristianismo, de grandeza, joya de nuestra literatura y de nuestros anales militares, con ella ganamos ante el mundo otra batalla, diferente de la que describe. Es necesario ahora que la conozca el mundo, traducida a todas las lenguas esenciales.
El Combate de Guepi
Teniente, Juan Lozano y Lozano
Escribo estas líneas desde el peñasco de Güepí, en donde todavía está impregnado el ambiente de un denso olor de pólvora, cuyo humo azuloso apenas ha empezado a extinguirse. Aquí están los campamentos peruanos a medias destrozados casi completamente desfiguradas por nuestra artillería las admirables fortificaciones del enemigo en una pequeña casa de guadua, los prisioneros en custodia aquí y allá, sobre el campo verde que interrumpe la selva, los muertos, los pobres muertos peruanos, pálidos, sangrantes, trágicamente contorsionados. No he tenido la curiosidad mezquina de contarlos. No deberían jamás contarse, al modo como se cuentan las fichas ganadas en el azar de un juego, estos ignotos holocaustos de las hecatombes marciales. La muerte es cosa sacra que esta pequeña ciencia terrenísima de la estadística no tiene derecho a profanar con su plebeya terminología.
Es difícil reconstruir en momentos como éstos, tan sobrecargados de emoción entrañable, los incidentes de toda la jornada. Imaginaos el caso de un joven aprendiz de filósofo, que alimentó siempre en lo más hondo de su espíritu un despectivo desamor por la violencia, a quien un día la necesidad de ser consecuente con principios eternos de justicia internacional y humana, lo induce a tomar bajo su comando la batería de ametralladoras de un barco de guerra, frente al enemigo, y en pleno tiro de combate. Nadie podrá exigir de este teniente filósofo el relato técnico que encaja dentro de las páginas severas de la historia militar, ni la fraseología entre científica y bombástica de los partes oficiales. Sólo podrá dar impresiones rápidas, fugaces, en las que el ambiente externo se acerca tanto al paisaje del alma, que a veces se confunde con él en una sola alternativa de exaltación y de melancolía.
La batalla de hoy, primera batalla de la guerra, se ha desarrollado a lo largo de un sector de quince kilómetros, y en el espacio de nueve horas de lucha sin descanso. El caudaloso río Putumayo, ahora en el auge de sus grandes crecientes invernales, describe en este trayecto de la selva dos lentas curvas de dirección opuesta, que desde los aires deben verse como una S gigantesca. En medio del río existen en este lugar varias islas, la mayor de las cuales, Chavaco, podría convertirse en una hacienda de regulares proporciones. Las islas y la banda izquierda del río estaban ocupadas por las tropas de Colombia. En la ribera derecha se hallaban diseminados, a irregulares intervalos tácticos, los diversos puestos peruanos. Hay una gran diferencia de nivel entre las dos riberas y al paso que la nuestra es baja y anegable, y está casi anegada, la peruana se levanta en roja arcilla a varios metros sobre el nivel más alto de las aguas en invierno. Desde el punto de vista del terreno, los peruanos se encontraban en situación de amenazante superioridad.
Hay que haber visto y vivido el invierno en la selva para apreciar todo lo que puede existir de cruel, de brutal, de trágico, en la naturaleza salvaje. El hombre es el artífice del mundo, y este invento suyo de la civilización, que parece atediar a tanto filósofo urbano, es una creación sublime de la inteligencia. Así lo piensa el que recorre estas regiones cuando, desde la última dé cada de febrero, comienzan las lluvias torrenciales. El río se desborda sobre la selva circundante y convierte en pestilente lodo la alfombra de naturaleza muerta que en el verano había cubierto la tierra. Si el tallo de un lirio se transforma en desecho emponzoñado a los pocos días de permanecer en el agua renovada de un vaso de Murano, piénsese en la descomposición que opera el agua arremansada en la vegetación, ya por decrépita, desprendida y caída de los árboles. En las depresiones del terreno se forman vastas ciénagas, que son fértiles criaderos de todos los insectos imaginables, entre ellos el fatídico anofeles, cuyo punzón inyecta el paludismo. En su fondo prospera la inmunda raya, grande como la copa de un paraguas, que se alimenta de cieno y cuyo traidor aguijón infiere una herida incurable, que produce en las carnes humanas la podredumbre de la muerte. Un caimán pequeño, que en estas regiones llaman “babilla”, acecha en las orillas el baño vespertino de mil diversidades de ofidios mientras que el güío monstruoso duerme en los lugares cercanos la lenta digestión de sus presas. Los árboles se hinchan con la simétrica protuberancia de los avisperos, en tanto que la feroz hormiga “tonga” taladra en sus raíces túneles y canales. Y por todas partes, por todos los lugares, la selva enmarañada, la selva infinita, sin luz y sin esperanza, desprovista de puntos cardinales, que del oculto cielo no capta otra cosa que la lluvia. El agua arrastra la tierra de las raíces de los árboles y los deja apoyados extrañamente sobre múltiples patas de gallo, más altas a veces que la estatura de un hombre. De trecho en trecho se oye un estruendo sordo, cuya locación no sabría decirse si es en la vecindad o en la lejanía. A un árbol corpulento le ha faltado apoyo en la tierra, y se ha desplomado arrastrando en su caída otros árboles más débiles. La tempestad, por último, frecuente huésped de la selva, atraviesa con resplandores de tragedia el vaho pestilente y detenido entre el suelo y las copas de los árboles, y el rayo descuaja y carboniza las ceibas más robustas y las más altas acacias. Nuestros soldados han vivido ya diversos meses y se han preparado para la lucha en este escenario, junto a cuya medrosa grandeza aparecen pálidas las descripciones del simoun del desierto y de las tormentas de nieve de las estepas rusas.
A las tres de la madrugada de hoy nuestra línea de combate estaba dispuesta en la forma de una gran media luna. El abultado centro que comprende nuestra orilla, la isla de Chavaco y algunos islotes, era el centro de operaciones del Estado Mayor, desde donde los mayores Luis F. Lesmes y Julio Guarín debían moverse en todas direcciones para asegurar la cooperación oportuna de las diversas armas en las diferentes fases del combate. Allí debía también ser el punto de reunión momentánea con el mayor Ananías Téllez, comandante de todas las tropas de infantería, quien llenaba con su actividad los dos cuernos de esta luna menguante. Prolongando y cerrando un tanto los extremos, los cañoneros Cartagena, arriba, y Santa Marta, abajo, tenían entre sus variadas misiones de combate la de conducir en tiempos variables las tropas nuestras las cuales, ya en la orilla peruana, debían envolver al enemigo en un vasto polígono de fuego, que iría estrechándose hasta la asfixia.
Las peculiaridades de la situación internacional de los últimos días habían impedido a nuestras tropas practicar reconocimientos en la orilla peruana. No iban nuestras fuerzas de la frontera a violar la fe de la república, mientras nuestros delegados en Ginebra y en Washington argüían ante las potencias del mundo la calidad de nación no agresora de Colombia. Esta circunstancia hacía particularmente oscuro y difícil el desarrollo de la acción de armas del enemigo sólo se sabía lo que se había observado desde nuestra orilla: muy poco, por cierto, sobre su constitución, y nada sobre la locación de sus puestos en la selva. En ciertos lugares la greda bermeja de los peñascos, bastante removida, indicaba la existencia de largas zanjas de tiradores o de nidos circulares de ametralladoras mas de las bocas de fuego cuidadosamente mimetizadas entre el boscaje, no podía haber noticia siquiera aproximada.
Decidido ya el ataque, que se hacía indispensable como un acto de legítima defensa contra las continuas agresiones de las guarniciones peruanas que habían cerrado prácticamente la navegación del Putumayo y que ejecutaban verdaderos actos de guerra contra nosotros, se envió ayer tarde, a la orilla opuesta, un pelotón de exploración compuesto de treinta y seis hombres, al mando del capitán Domínguez. De la figura épica de este veterano, habré de hablar más adelante. Su misión de sacrificio consistía en tomar contacto con el enemigo, y localizar así para los cañoneros el lugar mejor apropiado para el desembarco de las primeras compañías. Pero como tal pelotón, para no ser visto antes de tiempo, hubo de cruzar el río muy abajo, detrás de una curva distante, y como el avance en la maraña es lento y difícil, a las tres y media de la mañana de hoy no se había oído el primer disparo. Entonces se decidió por el comando que los cañoneros atravesaran rápidamente el río, y colocaran cada uno una compañía en la orilla peruana, aun a riesgo de dar de manos a boca con fortalezas enemigas, cuyo fuego, disparado de arriba en momentos en que el barco acoderado no tenía campo de tiro, era obviamente peligroso. Antes de pasar adelante, es bueno advertir que en el Cartagena, comandado por el capitán Hernando Mora, y cuyo oficial artillero es el teniente José M. Pacheco, iba el comandante de la flotilla, teniente coronel José D. Solano, y que en el Santa Marta estaba la suprema dirección de la batalla, encarnada en el coronel Roberto D. Rico, comandante del Destacamento Putumayo. El capitán Luis E. Gaitán comanda este barco el teniente Luis Baquero tiene la dirección general del fuego y el manejo directo de los cañones, y el desmedrado autor de estos recuerdos es el comandante de la batería de ametralladoras.
Antes de que se insinuaran las primeras luces del alba, nuestro barco cruzó la orilla opuesta y desembarcó allí, en perfecto silencio y sin que fuera advertido el movimiento, la compañía del capitán Luis Uribe Linares, al frente de cuyos pelotones iban los tenientes Mario García, Deogracias Fonseca, Carlos Manrique y Francisco Benavides. La señal convenida para indicar su avance en la selva paralela a la orilla, era una bandera, que un soldado debía agitar de trecho en trecho, a la orilla del río. Simultáneamente el Cartagena debió desembarcar en la parte alta, en la desembocadura del río Güepí, que en este lugar limita la posición peruana, a la compañía comandada por el capitán Alfonso Collazos.
Esta tropa debía avanzar por la orilla de tal río hasta una gran profundidad, para cortar la retirada del enemigo con un movimiento envolvente. A causa de las curvas del Putumayo, nosotros no veíamos las maniobras del Cartagena.
De aquí en adelante no puedo relatar sino lo que pude ver desde la cubierta de mi barco, y ni aun de lo que pude ver estoy seguro. Si en tiempos normales es tan precario el testimonio humano, cuánto no lo será para el combatiente en las alternativas de un combate. Muy posiblemente no serán exactos algunos de los incidentes que referiré en seguida su orden cronológico bien puede estar equivocado acaso dé importancia excesiva a ciertos detalles de la acción, en tanto que deje de mencionar siquiera episodios decisivos en todo caso, se me escaparán seguramente muchos hechos memorables y muchos nombres para mí muy caros. Sólo podré referir lo que impresionó más vigorosamente mi retina, en medio de las alternativas de la lucha. Seguimos avanzando muy lentamente, acostados casi a la ribera peruana, a la cadencia de la infantería, para protegerla en el encuentro con el enemigo. A las ocho y media de una mañana esplendorosa, hendió los aires el rumor de nuestros aviones de guerra. Era la señal convenida para iniciar el ataque. Como se había previsto, teníamos en ese momento en frente, a cuatro mil metros de distancia, a Cachaya (que los peruanos llaman Bolognesi), primer gran fuerte enemigo, fácilmente distinguible por haber allí varías casas para alojamiento. Tronó entonces por primera vez nuestro poderoso cañón Bofor, a la voz de mando del teniente Baquero y su doble explosión repercutió de curva en curva, a lo largo del frente de combate. No se sabe describir momentos de emoción tan honda. Al mismo tiempo nuestra escuadrilla de aviones volaba sobre el fuerte de Güepí, objetivo principal del combate y nuestros cañones de tierra, comandados por los tenientes Luis Lombana y Francisco Márquez, militar y jurisconsulto el último, disparaban sobre ese mismo sector, que también era batido por la batería de ametralladoras del capitán Pedro Monroy y los tenientes Luis Gómez Jurado y Eduardo Gómez Cadena. También disparaba su formidable artillería el Cartagena, para nosotros invisible. Describían los aviones largos círculos en los aires y de pronto se clavaban vertiginosamente, como si, batidos, no tuvieran ya gobierno, sobre la posición enemiga al llegar a unos cien metros del suelo, volvían a subir con idéntica rapidez, después de describir un espeluznante ángulo agudo el punto de descenso quedaba marcado por una perpendicular que al llegar a las trincheras remataba en una explosión horrenda. Las máquinas se cruzaban unas sobre otras, se reunían, se separaban, montaban y descendían en forma que hacía temer una serie de choques: aquello parecía una infernal colmena. Es grandioso el espectáculo de un bombardeo visto desde la butaca de un cinematógrafo pero visto desde la cubierta de un barco de guerra, cobra un interés singularísimo. Allí la vida, la propia vida nuestra, frágil arcilla en este vórtice del fuego y del acero, depende del éxito de la partida y la corrección del tiro enemigo, que va colocando sus impactos cada vez más precisos, cada vez más cercanos, no deja de producir un cosquilleo en lo hondo del corazón.
Avanzábamos, pues, lentamente, junto a la orilla peruana del río, al igual de nuestras tropas en la selva, que nos hacían continuas señales de su progreso y mientras el capitán Gaitán guiaba el barco, el teniente Baquero desbarataba con su cañón las fortificaciones de Cachaya. Atentos al sector que nos correspondía batir, apenas teníamos tiempo de mirar de reojo lo que sucedía más arriba, en Güepí, la última de cuyas casas se perdía a nuestra vista en el último recodo del río. Las ametralladoras peruanas nos tenían enfocados de frente pero su tiro era demasiado corto para la distancia, y las balas describían continuas cortinas en el agua. Con mi anteojo de campaña seguía yo sin pestañear desde mi cubierta, con mi batería en silencio, el rápido proceso de la destrucción del fuerte de Cachaya por nuestra artillería. La infantería peruana iba reculando de abrigo en abrigo a cada serie de cañonazos pero seguía siempre disparando y las ametralladoras enemigas continuaban vomitando ráfaga tras ráfaga, detrás de sus espléndidos parapetos.
El golpe de las granadas y del shrapnell en las fortificaciones produce una hecatombe. De lejos se ve la tierra levantarse a varios metros de altura y luego ensombrecer el ambiente como una densa nube, que, al dispersarse, muestra las paredes desplomadas, el maderamen en fragmentos, leprosos los nidos de ametralladoras, y aquí y allá, en el suelo, inmensas troneras humeantes. El Cartagena y las baterías de tierra seguían en tanto batiendo sus objetivos de Güepí, y habían conseguido silenciar ya diversos sectores. De pronto, entre el estruendo ensordecedor de los cañonazos, sentimos tiros de fusilería y ráfagas de metralla a pocos metros de distancia del barco, entre la selva. Nuestras tropas de desembarco habían encontrado el primer núcleo de resistencia y el soldado de la bandera nos hacía señas desde la orilla de que estaban detenidos por el fuego enemigo. Fue entonces cuando nuestras ametralladoras de cubierta entraron en actividad vertiginosa y el tiro enemigo, desviado por este brusco ataque nuestro de sus objetivos de tierra, empezó a golpear contra las planchas de acero del Santa Marta y a silbar sobre nuestras cabezas.
Esto es para el combatiente el momento culminante de la batalla. Sentirse ya dentro de la zona del fuego enemigo, y oír el paso de los proyectiles, no por invisible menos positivo, menos real, menos inequivocable. La reacción emotiva es intensa, pero, contra lo que yo preveía, no es de miedo, ni de susto siquiera. Se produce una anestesia instantánea de cualquier otra sensación que no sea la de la necesidad de dominar al adversario para sustraerse a la muerte. No se piensa en nada, no se recuerda nada sólo hay una conciencia lúcida, un convencimiento profundo de que si no se hace algo, se perece y la actividad encaminada a este objetivo único, embarga todas las facultades del alma. Una a una fueron silenciadas tres bocas de fusil ametralladora colocadas en lo alto de los árboles pero la ametralladora de tierra seguía viva sosteniendo el duelo, y saltaba de posición en posición para mejor guarecerse y para hacer más efectivo su tiro. Y la negra boca vomitaba fuego, con una persistencia heroica. Hay que tener en cuenta que no sólo era batida por el cañonero, sino por la vanguardia de nuestra infantería. Uno de los tiradores de los árboles había sido derribado por el capitán Domínguez, de esa vanguardia, dos de cuyos compañeros quedaron muertos y cuatro heridos en el encuentro, según lo he sabido más tarde y otro tirador aéreo fue alcanzado por el teniente Fonseca, quien resultó levemente herido en el cuello. De pronto, la pertinaz ametralladora suspendió su fuego, a tiempo que sentimos un chasquido en el agua. El tenaz soldado había hundido la fastidiosa máquina, y logró escapar en la selva.
Libres ya de este altercado, que a mí me pareció larguísimo, pero que debió durar sólo unos minutos, yo miré alrededor mío. Mis tiradores, todos entusiastas y sonrientes, limpiando sus armas y poniéndolas en orden para próximas emergencias. En la cubierta de proa el teniente Baquero, con un interés casi científico, continuaba colocando su tiro sobre las fortificaciones de Cachaya, y haciendo observaciones técnicas al excelente artillero sargento Antonio Pardo, que disparaba los cañonazos. “Tiro corto. Ahora uno por tiempo para medir la distancia al último abrigo. Bote de metralla contra el objetivo de la orilla”. El capitán Gaitán, recostado contra la batallola de estribor, en la actitud clásica de un displicente yachtman, impartía de tiempo en tiempo instrucciones al piloto Manuel I. Ortiz sobre las maniobras del barco. El médico, doctor Luis Carlos Cajiao, daba cautelosas vueltas alrededor de la cubierta de gobierno, para presenciar el espectáculo sin ser visto por el coronel Rico fuera de su puesto, que era, naturalmente, la sala blindada y todavía vacía de las operaciones de emergencia. El condestable Jorge Sanclemente, desde la segunda cubierta, nos participaba, con la ingenua vanidad de un propietario, que su cañón antiaéreo es perfectamente eficaz contra objetivos de tierra, como acababa de comprobarlo experimentalmente. El teniente Ricardo Rosero, ayudante del coronel Rico, se levantaba de cerca de una ametralladora que había tomado por su cuenta. El coronel Rico, por su actividad y su coraje, merece una mención aparte.
Jefe del Destacamento Putumayo, supremo director de la batalla por él concebida y organizada, y hombre de carácter reposado y de exquisitas maneras sociales, el coronel Rico, a todo lo largo de la refriega, ha mostrado un arrojo personal digno de los mejores días de la Independencia. Arrojo temerario, que rebasa en mucho los límites de exposición personal que la táctica moderna impone al jefe responsable de una acción de guerra. En medio de la granizada de proyectiles corría el coronel por la cubierta (que más propiamente debería llamarse descubierta, puesto que no tiene abrigo alguno), no sólo comunicando órdenes a las diversas unidades, sino interviniendo directamente en el tiro del barco y en sus maniobras, animando a los soldados, vigilando el aprovisionamiento de las municiones, atendiendo, en fin, a lo grande y a lo pequeño con igual solicitud y con idéntico desprecio del peligro. Quien como yo, simple civil que, hace doce años retirado del Ejército, al cual sólo ingresó por curiosidad intelectual en su adolescencia, no tiene nada que esperar de la carrera de las armas fuera de la oportunidad de servir a la república en esta emergencia, puede permitirse hacer a su amigo el coronel Rico este elogio, que hasta cierto punto es también un afectuoso reproche.
Seguimos, pues, avanzando hacia Cachaya. De aquí en adelante se multiplicaban los puestos enemigos, que oponían enérgica resistencia al paso de nuestra infantería: se estaba combatiendo en la selva. Nosotros apoyábamos con nuestras baterías el fuego de nuestros infantes. Silenciado el objetivo, proseguíamos la marcha, el cañón de proa siempre en su tempestuosa actividad contra las posiciones de Cachaya. Faltaba por vencer el último reducto. A doscientos metros del fuerte, del cual ya sólo débilmente respondían, un nido de ametralladoras no había podido ser batido nuestras baterías no lo localizaban. En ese momento se verificó una hazaña dramática, de las más sensacionales de la jornada. De nuestra orilla colombiana se había desprendido un planchón, que avanzaba directamente a la ribera peruana. Iba maniobrado por un civil, el ingeniero Alfonso Montilla, y conducía a bordo una fracción de la compañía al mando del capitán Ernesto Velosa. Cruzaba el planchón a toda máquina, bajo una lluvia torrencial de ametralladora y de fusilería enemiga. Nosotros, a corta distancia, impotentes para apoyar esta épica embestida por estar nuestro barco colocado en esos instantes en modo de no poder batir la orilla peruana sin causar daño a los nuestros, veíamos el rebote de las balas contra las paredes del planchón, y veíamos también la infinidad de circulos que el plomo enemigo abría alrededor de la descubierta embarcación, de donde contestaban vivamente nuestros fusileros. Amarró finalmente y saltó a tierra el capitán Velosa, seguido de sus hombres. En el paso heroico había perecido uno de nuestros soldados y tres quedaron gravemente heridos. El enemigo seguía disparando aún, con fuego más débil. Pero alcanzado y rodeado a un mismo tiempo por la vanguardia de las tropas de tierra y por el pelotón recién desembarcado, tuvo que cesar el fuego. Los sirvientes de la pieza de artillería yacían por tierra, acribillados. El teniente que disparaba la pieza, al punto de ser ultimado por uno de los nuestros, fue salvado por la intervención del teniente Manrique, quien lo hizo prisionero, lo mismo que a su asistente.
Amarramos por fin en Cachaya, ya conquistado por la fuerza de las armas. Nuestros soldados ocuparon el lugar, que sólo custodiaban ya los muertos. Los vivos huían en desbandada por la selva, después de haber arrojado al río parte de su armamento, llevando consigo lo que les fue dado, y dejando sobre el campo y en las trincheras varias piezas de artillería, una inmensa cantidad de municiones y multitud de vituallas y efectos personales. Nuestro barco pasó rápidamente a la orilla colombiana y regresó trayendo dos pelotones al mando del teniente Gómez Gómez, que habían colaborado en el ataque desde una isla cercana, para iniciar la persecución de los fugitivos en este sector. Mientras desembarcaban, vimos aparecer la cabeza de nuestra infantería sobre la explanada venía entre ellos el teniente Manrique con el oficial peruano y dos soldados presos todos tres fueron conducidos a bordo para su custodia. Desde la batallola de cubierta contemplaba yo en tanto, con un estremecimiento profundo, un cadáver peruano tendido no lejos de la orilla. Estaba en perfecto orden, recostado en la maleza en actitud parecida a la del que, sobre un diván, lee un libro interesante. Sólo que le faltaban el libro y la cabeza, que había desaparecido cercenada del cuello militar por un shrapnell, con la meticulosidad con que lo hubiera hecho un bisturí finísimo.
De aquí en adelante seguimos avanzando rápidamente por el centro del río hacia Güepí, que ya veíamos de frente, pero sobre el cual no podíamos disparar por el riesgo de herir al Cartagena, que evidentemente avanzaba detrás de la curva hacia la posición peruana, y de perjudicar el avance de nuestras tropas de envolvimiento, que debían en esos instantes seguir las orillas del río Güepí. En este trayecto sólo batimos un puesto de fusileros, indudablemente formado por soldados en desbandada que, creyendo huir hacia el interior de la selva, habían ido a dar a la orilla del río. De Cachaya a Güepí hay sólo dos kilómetros. En ese trayecto velozmente recorrido por el Santa MartaÕ tuvimos delante de la vista el espectáculo más impresionante de la batalla. Espectáculo, digo, porque nosotros, no colocados en la dirección del fuego enemigo en esos momentos, veíamos como desde un balcón privilegiado el desenlace de la jornada. En ese momento se libraba una justa definitiva, un duelo a muerte, entre el Cartagena y el flanco norte de las fortificaciones enemigas. En su avance salió el Cartagena de la curva que nos lo ocultaba, pero que en ningún momento lo había ocultado al tiro enemigo y lo vimos precipitarse a toda máquina a través del río contra la fortaleza peruana, bajo un aguacero de metralla que, en vez de menguar, arreciaba a cada instante. Disparaban los cañones del barco a bote de metralla tan continuamente que sus bocas, por la persistencia de las imágenes en la retina, formaban constantes lenguas de fuego a nuestros ojos, y disparaban todas las ametralladoras.
Desde nuestra cubierta veíamos claramente al comandante Solano, al capitán Mora, al teniente Pacheco, al pie del cañón, impávidos sobre la proa, en aquella zona de exterminio. Había en esa ala de combate un fortín tan admirablemente construido, que desafiaba con insolencia a nuestra artillería, ya al final de la acción, después de haber sufrido numerosas averías. Si se quería decidir la batalla, había necesidad de asaltarlo con la infantería en una carga desesperada. Esto debió pensar el comandante Solano en esos momentos y, uniendo el pensamiento a la acción impetuosa, atravesó en su barco y amarró en la orilla. No resistió, sin embargo, el enemigo a tanta presencia de ánimo él, que había resistido a tanta mortífera granada. El sargento Néstor Ospina, con feliz anticipación al éxito de la jornada y todavía bajo el plomo enemigo, saltó del barco a tierra con ocho soldados y clavó la bandera de Colombia sobre el agrio peñasco. Los peruanos huyeron precipitadamente de su último reducto, batido por un certero y postrer cañonazo. Sólo el sargento peruano, comandante del puesto, permaneció en su sitio y herido por las tropas de asalto, tuvo tiempo de lanzar una maldición a Colombia en la cara del médico, doctor Olózaga, que pugnaba por tomarle el pulso. Después cerró los ojos. Me apena no dar a conocer, por no saberlo, el nombre de este guerrero enemigo, digno de un canto homérico.
Las escenas anteriores, que he descrito en largas palabras, duraron menos del tiempo que gasto en describirlas. Aquello fue violento, fulmíneo, decisivo, sensacional, como la embestida de un toro salvaje. Pocas veces se habrá registrado en la historia militar una hazaña como ésta, en la que una unidad naval se lanza contra el frente enemigo con el ímpetu de una carga de caballería. ¡Gloria al comandante Solano y gloria al Cartagena!
Nosotros llegamos a Güepí mientras se clavaba allí nuestra bandera, y amarramos al pie del barco hermano. A un mismo tiempo el coronel Rico, desde la proa del Santa Marta, y el comandante Solano, al pie del cañón del Cartagena, lanzaron un “¡Viva Colombia”!, que fue contestado por las tripulaciones y por la infantería que en esos momentos llenaba la explanada, con un estremecimiento. Sólo en momentos como este puede saber el hombre lo que cabe de sentido en un grito.
He escrito estas impresiones de la batalla de Güepí (que tendrá una influencia decisiva en el desarrollo posterior de la guerra), a retazos y a saltos e imagino que mi relato es una serie de incoherencias. No tengo tiempo de releerlo, ni hay para qué tampoco. Tengo sí el pesar de haber omitido muchas cosas y de haber dado demasiados detalles sobre los que me estaban más cerca, lo cual, en el cuadro general de la acción, hará aparecer de una importancia desproporcionada nuestra tarea de combate. Yo cuento lo que vi o lo que creí ver: y sucede en el dominio de los acontecimientos humanos lo que en el reino de los astros: la luz de las estrellas más lejanas llega tarde a nosotros, y nosotros debemos alumbrarnos con las primeras luces.
No he mencionado en estas líneas la actividad de oficiales y de fracciones de tropa que estaban fuera de mi radio visual, y creo que se me escapan también muchas cosas que me fue dado ver. Así, por ejemplo, la conducta de los oficiales de Estado Mayor, mayores Lesmes, Guarín y Téllez, el último de los cuales tenía, además, la responsabilidad de la infantería. Bajo el fuego enemigo vi repetidas veces aparecer en la cubierta del barco a Guarín y a Lesmes, que se movían en botes o canoas de motor. Hablaban con el coronel Rico para darle informes, pedir órdenes, insinuar determinaciones y luego continuaban, indefensos, bajo los proyectiles, a diversos lugares del largo frente de combate, para coordinar la acción de conjunto. Debo hablar del capitán Luis A. Garcés, del capitán Luis Niño, de los tenientes Restrepo y Blanco, quienes en diversos momentos de peligro cruzaron el río con su tropa. Del teniente julio Bernal, que desplegó una actividad y una energía dignas de encomio en el embarco de las diversas fracciones de tropa. Del teniente Luis A. Lara, comandante del pelotón de Sanidad, quien recogió a todos los heridos y muertos, nuestros y peruanos, en medio del combate y que, en los momentos en que ello no era posible, se batía con fusil como un soldado.
El cuerpo médico actuó con una eficacia y con una serenidad que son timbres de honor para la ciencia colombiana. Sus puestos estaban distribuidos convenientemente en la selva, bajo la dirección general del doctor José del C. Rodríguez Bermúdez. En ellos actuaron los doctores José A. Rodríguez, Alfonso Gamboa Amador, Gabriel Olózaga, Miguel Osorio y Rafael González. Era médico del Cartagena el doctor Ernesto Rodríguez Acosta, y del Santa Marta el doctor Luis Carlos Cajiao, veterano ya de la selva y sumamente popular en el Destacamento, quien merece mención especialísima, pues no vino a la frontera en calidad de médico, sino que se inscribió como voluntario de guerra desde el primer momento, y gana sueldo de soldado. No debo olvidar tampoco el patriotismo y la intrepidez del capellán, padre Trujillo, ni del español padre Justo, de la misión catequizadora, quien, sin tener nada que ver directamente con nuestras tropas, pues se hallaba en Puerto Asís, se presentó motu proprio al frente para acompañarnos. El radiotelegrafista del Santa Marta, señor José M. Vásquez, prestó los más eficaces servicios y el súbdito inglés Mr. Charles Kilby, operador de radio, empuñó un fusil en defensa de la república, por lo cual lo señalo particularmente a la gratitud nacional. Sería ingrato no hacer mención también de militares y civiles que hasta ayer no más estuvieron en Chavaco esperando el diferido combate, y que, por un motivo u otro ajeno a su voluntad, tuvieron que abandonar el lugar antes de la acción definitiva. Ellos estuvieron espiritualmente con nosotros. Tales son, por ejemplo, el doctor Luis Patiño Camargo, jefe de la Sanidad hasta ayer, a quien se debe la admirable organización de ese ramo en el Sur, y el saneamiento y los hospitales militares de Puerto Asís y Caucaya, quien fue llamado urgentemente a Bogotá por sus superiores. El doctor José Tavera, quien vino aquí como dentista, pero que al lado de su ministerio molar, abrió trochas, levantó planos, trabajó como peón y como soldado. El doctor Luis Bueno, que se halla enfermo en Bogotá. Antolín Díaz y Arango Uribe, corresponsales de guerra de El Tiempo y de El País, el primero de los cuales se retiró del frente cuando había la convicción de que estaban suspendidas las hostilidades, y el segundo se halla postrado por el paludismo en Caucaya. Habían ambos disparado su fusil contra el enemigo en los primeros encuentros de Chavaco.
Alberto Mosquera, poeta modernista y soldado voluntario, también combatiente en los tiroteos preliminares, quien cumplía mal de su grado una orden superior en Caucaya. Matoño Carvajal, asesor jurídico del Destacamento, retenido por sus deberes también en Caucaya, quien no pudo prescindir de asomarse, siquiera por breves momentos, en avión, a Chavaco. Y, por último, el mayor José Copete, que cumplía órdenes en la guarnición principal, y los capitanes Virgilio Barco y Carlos Bejarano. A los dos últimos la larga estada en estas regiones les determinó un violento paludismo, por lo cual no pudieron colaborar directamente en la acción que con tanto entusiasmo habían esperado. Barco está en un hospital, en Bogotá. Bejarano ha prestado invaluables servicios al destacamento en el comando y en el Estado Mayor, todavía tiritando por las fiebres y los fríos alternativos.
La toma de Güepí por las armas de Colombia hace nuestro el río Putumayo de Puerto Asís a Puerto Arturo, lo cual es de una importancia decisiva para el subsecuente desarrollo de las operaciones militares. El desenvolvimiento ordenado, sistemático, preciso, de esta batalla, sugiere algunas consideraciones. En primer lugar, la de que el país puede tener confianza en el Ejército. Nuestra institución armada, salida de la reforma militar de 1907, que en la paz ha merecido el unánime aplauso de la ciudadanía, ha pasado hoy la prueba del fuego, cuyo éxito ha sido tradicional consagración del oro puro y del corazón intrépido. Contamos con jefes de esclarecidas dotes militares, con subalternos disciplinados y valerosos, y con una tropa tan aguerrida y tan consciente como la del mejor ejército del mundo.
El plan de ataque, concebido por el coronel Rico en vista de las peculiaridades de la situación y del terreno, y consultado en sus detalles con los excelentes oficiales de Estado Mayor de la frontera, se realizó punto por punto, con precisión casi matemática. La colaboración de las diversas armas fue eficaz y oportuna las eventualidades estaban previstas y así es como el desarrollo inteligente y ordenado de la acción ha arrancado frases de cálido elogio al coronel Boy. No hubo montonera no hubo en momento alguno desconcierto.
El coronel Rico se acredita así ante el país como jefe competente, sereno y valeroso. El comandante Solano, jefe de la flotilla, une a su coraje personal y a su preparación académica, la experiencia viva de la guerra, adquirida durante su larga permanencia en el Ecuador. Ambos jefes constituyen para Colombia en estos instantes una revelación de las grandes capacidades que están latentes en la oficialidad del Ejército.
El Ejército peruano, por lo que se ha podido ver hasta ahora, tiene buena preparación técnica, buen armamento y unidades distinguidas entre sus oficiales. Sus clases son excelentes pero su tropa, en esta frontera por lo menos, está viciada por el reclutamiento forzoso de sus “voluntarios”. Los soldados prisioneros, que hasta ahora pasan de cuarenta, refieren cómo fueron traídos amarrados a este lugar y cómo se les ha hecho trabajar sin descanso, mal alimentados y peor tratados, en la construcción de las fortificaciones. En los diversos diarios de campaña que varios oficiales peruanos dejaron abandonados en la derrota, se registran día a día, numerosas deserciones, hecho que entre nosotros no se ha presentado, ni es concebible que se presente.
Poderosamente influidos por la táctica de la guerra europea que les han enseñado sus maestros, los franceses, los oficiales peruanos no conciben la guerra sino como guerra de trincheras, y son técnicos de primer orden en la construcción de fortificaciones. En este lugar, como en Tarapacá, en corto tiempo y con escasos recursos, han construido kilómetros y kilómetros de abrigos casi inexpugnables. La trinchera en la guerra hace que la fuerza de resistencia de la tropa se multiplique, pues es obvio que para atacar a un soldado en su fortificación, no basta un solo soldado enemigo, sino que hay necesidad de tres por lo menos. Pero, por otra parte, la táctica de protegerse es en alto grado nociva para la moral de la tropa, porque el espíritu agresivo decae. Caído el parapeto que le servía de defensa, el soldado se encuentra desconcertado, perdido, y emprende la fuga. Nuestro soldado, en cambio, tiene la arraigada convicción de que el combate se decide por el asalto cuerpo a cuerpo y esto constituye una arrolladora superioridad.
Falta empuje y falta valor en la mayoría de los oficiales peruanos, aun cuando hay que hacer excepciones muy honrosas. Tal la del teniente Garrido Lecca, prisionero de guerra en nuestro poder, cuya hazaña he relatado. Al teniente Garrido lo había conocido yo en Lima hace doce años, y había recibido de él gentiles atenciones. Después del duelo casi personal que habíamos librado en la batalla con nuestras ametralladoras, recibí la orden, ya en Güepí, de trasladarlo con sus compañeros del barco a una prisión en tierra, y consignarlo al capitán Monroy. Nos reconocimos con mutua complacencia y recordamos los días de Lima. El estaba sereno y tranquilo, a pesar de la convicción que me expresó de que yo lo llevaba para fusilarlo, como es la suerte normal en el Perú del soldado que cae prisionero. Me costó dificultad convencerlo de que estaba entre colombianos, y de que gozaría de las garantías y las consideraciones debidas a su condición, según las leyes de la guerra. No estaban sus colegas a la altura del teniente Garrido. Una orden del capitán Tenorio a sus soldados, que está en nuestro poder, y en la que se manda “resistir hasta la muerte”, no deja de aparecer humorística cuando se sabe que este capitán Tenorio, comandante de Güepí, fue uno de los primeros que abandonaron su puesto y huyeron por la selva. Esto es lo que se llama “dejar” una orden. Las tropas regulares peruanas, desertadas por los oficiales y los reclutas, resistieron hasta el último momento, y quedaron o muertas o heridas, o prisioneras.
Pero hay una conclusión más importante, que se desprende de esta batalla: el Perú no puede guerrear contra nosotros, porque no es un país organizado. Para atacar a otra nación con éxito, un ejército necesita de un gobierno responsable y de un país unido que lo respalden. El esfuerzo gigantesco que Colombia ha realizado para transportar a la frontera del Sur miles y miles de toneladas de municiones y aprovisionamientos, por territorios en donde seis meses antes no había ni semblanza de vías de comunicación, implica una colaboración del gobierno con la ciudadanía, honda, estrecha y sentida. Implica una erogación enorme, hecha posible en poquísimos días y en momentos de depresión económica universal, por el desprendimiento patriótico de los ciudadanos de todas las clases sociales. Implica la amorosa consagración del máximum de capacidad de cada uno de los individuos llamados por el gobierno a colaborar en las obras públicas y en los transportes de emergencia. Implica la confianza del país entero en el ejecutivo e implica un ejecutivo digno de la confianza nacional. En el Perú, en cambio, no hay cohesión, no hay espíritu de solidaridad, no hay confianza en el gobierno, no hay dinero, no hay espíritu nacional de sacrificio por la patria. Los diarios de los oficiales a que he hecho mención, transparentan este estado de alma. “Hoy no tenemos víveres”. “Los cañones ofrecidos están en la trocha de Pantoja, pero, naturalmente, no hay quien los transporte”. “Se sabe que hay revolución. ¿Quién nos estará gobernando ahora?” “Hoy está la guarnición a té sin azúcar”. “Llegaron víveres, pero como siempre, incompletos”.
Al vencer el país en esta guerra, nos quedará la satisfacción profunda de que no es sólo el Ejército, ni siquiera el gobierno, sino el país entero quien la ha ganado. La han ganado la sirviente que entregó su anillo de bodas para la defensa el ingeniero y el peón que construyeron las vías el médico que contrarrestó para los soldados los innumerables flagelos de la selva y curó a los heridos el arriero y el boga que transportaron los elementos los diplomáticos, los oradores y los periodistas las madres, las esposas y las hijas, únicas verdaderas víctimas de la guerra. Grande patria es la nuestra y el sacrificio de los hermanos caídos en la batalla no es el más meritorio de los sacrificios que hace el país por la soberanía. He hablado de los compañeros caídos. En ellos están representadas todas las regiones de la república y todos han caído como bravos, sin una vacilación, sin un estremecimiento. El soldado nuestro es el hijo tradicional de Colombia. En él reviven las cualidades todas de los héroes ignotos que un día conquistaron la independencia de España y en días sucesivos, en las mil batallas de nuestras guerras civiles, lograron para nosotros la plenitud de las libertades ciudadanas. Austeros tolimenses, gárrulos costeños, caucanos atrevidos, temibles santandereanos, sufridos y estoicos hijos de Nariño, de Boyacá y de Cundinamarca, traviesos bogotanos, antioqueños tan amenazantes con la acción como con la palabra, hermanos de San Andrés y Providencia, firmes y tranquilos. Aquí está la república aguerrida de los mejores días, sin miedo y sin reproche. Yo he recordado muchas veces, al ver la acometividad y la alegría de estos soldados, aquel clásico soneto a España, de un poeta ilustre: El león despertó, temblad, traidores: lo que vejez creísteis, fue descanso... Güepí, madrugada del 27 de marzo de 1933.