- Botero esculturas (1998)
- Salmona (1998)
- El sabor de Colombia (1994)
- Wayuú. Cultura del desierto colombiano (1998)
- Semana Santa en Popayán (1999)
- Cartagena de siempre (1992)
- Palacio de las Garzas (1999)
- Juan Montoya (1998)
- Aves de Colombia. Grabados iluminados del Siglo XVIII (1993)
- Alta Colombia. El esplendor de la montaña (1996)
- Artefactos. Objetos artesanales de Colombia (1992)
- Carros. El automovil en Colombia (1995)
- Espacios Comerciales. Colombia (1994)
- Cerros de Bogotá (2000)
- El Terremoto de San Salvador. Narración de un superviviente (2001)
- Manolo Valdés. La intemporalidad del arte (1999)
- Casa de Hacienda. Arquitectura en el campo colombiano (1997)
- Fiestas. Celebraciones y Ritos de Colombia (1995)
- Costa Rica. Pura Vida (2001)
- Luis Restrepo. Arquitectura (2001)
- Ana Mercedes Hoyos. Palenque (2001)
- La Moneda en Colombia (2001)
- Jardines de Colombia (1996)
- Una jornada en Macondo (1995)
- Retratos (1993)
- Atavíos. Raíces de la moda colombiana (1996)
- La ruta de Humboldt. Colombia - Venezuela (1994)
- Trópico. Visiones de la naturaleza colombiana (1997)
- Herederos de los Incas (1996)
- Casa Moderna. Medio siglo de arquitectura doméstica colombiana (1996)
- Bogotá desde el aire (1994)
- La vida en Colombia (1994)
- Casa Republicana. La bella época en Colombia (1995)
- Selva húmeda de Colombia (1990)
- Richter (1997)
- Por nuestros niños. Programas para su Proteccion y Desarrollo en Colombia (1990)
- Mariposas de Colombia (1991)
- Colombia tierra de flores (1990)
- Los países andinos desde el satélite (1995)
- Deliciosas frutas tropicales (1990)
- Arrecifes del Caribe (1988)
- Casa campesina. Arquitectura vernácula de Colombia (1993)
- Páramos (1988)
- Manglares (1989)
- Señor Ladrillo (1988)
- La última muerte de Wozzeck (2000)
- Historia del Café de Guatemala (2001)
- Casa Guatemalteca (1999)
- Silvia Tcherassi (2002)
- Ana Mercedes Hoyos. Retrospectiva (2002)
- Francisco Mejía Guinand (2002)
- Aves del Llano (1992)
- El año que viene vuelvo (1989)
- Museos de Bogotá (1989)
- El arte de la cocina japonesa (1996)
- Botero Dibujos (1999)
- Colombia Campesina (1989)
- Conflicto amazónico. 1932-1934 (1994)
- Débora Arango. Museo de Arte Moderno de Medellín (1986)
- La Sabana de Bogotá (1988)
- Casas de Embajada en Washington D.C. (2004)
- XVI Bienal colombiana de Arquitectura 1998 (1998)
- Visiones del Siglo XX colombiano. A través de sus protagonistas ya muertos (2003)
- Río Bogotá (1985)
- Jacanamijoy (2003)
- Álvaro Barrera. Arquitectura y Restauración (2003)
- Campos de Golf en Colombia (2003)
- Cartagena de Indias. Visión panorámica desde el aire (2003)
- Guadua. Arquitectura y Diseño (2003)
- Enrique Grau. Homenaje (2003)
- Mauricio Gómez. Con la mano izquierda (2003)
- Ignacio Gómez Jaramillo (2003)
- Tesoros del Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario. 350 años (2003)
- Manos en el arte colombiano (2003)
- Historia de la Fotografía en Colombia. Museo de Arte Moderno de Bogotá (1983)
- Arenas Betancourt. Un realista más allá del tiempo (1986)
- Los Figueroa. Aproximación a su época y a su pintura (1986)
- Andrés de Santa María (1985)
- Ricardo Gómez Campuzano (1987)
- El encanto de Bogotá (1987)
- Manizales de ayer. Album de fotografías (1987)
- Ramírez Villamizar. Museo de Arte Moderno de Bogotá (1984)
- La transformación de Bogotá (1982)
- Las fronteras azules de Colombia (1985)
- Botero en el Museo Nacional de Colombia. Nueva donación 2004 (2004)
- Gonzalo Ariza. Pinturas (1978)
- Grau. El pequeño viaje del Barón Von Humboldt (1977)
- Bogotá Viva (2004)
- Albergues del Libertador en Colombia. Banco de la República (1980)
- El Rey triste (1980)
- Gregorio Vásquez (1985)
- Ciclovías. Bogotá para el ciudadano (1983)
- Negret escultor. Homenaje (2004)
- Mefisto. Alberto Iriarte (2004)
- Suramericana. 60 Años de compromiso con la cultura (2004)
- Rostros de Colombia (1985)
- Flora de Los Andes. Cien especies del Altiplano Cundi-Boyacense (1984)
- Casa de Nariño (1985)
- Periodismo gráfico. Círculo de Periodistas de Bogotá (1984)
- Cien años de arte colombiano. 1886 - 1986 (1985)
- Pedro Nel Gómez (1981)
- Colombia amazónica (1988)
- Palacio de San Carlos (1986)
- Veinte años del Sena en Colombia. 1957-1977 (1978)
- Bogotá. Estructura y principales servicios públicos (1978)
- Colombia Parques Naturales (2006)
- Érase una vez Colombia (2005)
- Colombia 360°. Ciudades y pueblos (2006)
- Bogotá 360°. La ciudad interior (2006)
- Guatemala inédita (2006)
- Casa de Recreo en Colombia (2005)
- Manzur. Homenaje (2005)
- Gerardo Aragón (2009)
- Santiago Cárdenas (2006)
- Omar Rayo. Homenaje (2006)
- Beatriz González (2005)
- Casa de Campo en Colombia (2007)
- Luis Restrepo. construcciones (2007)
- Juan Cárdenas (2007)
- Luis Caballero. Homenaje (2007)
- Fútbol en Colombia (2007)
- Cafés de Colombia (2008)
- Colombia es Color (2008)
- Armando Villegas. Homenaje (2008)
- Manuel Hernández (2008)
- Alicia Viteri. Memoria digital (2009)
- Clemencia Echeverri. Sin respuesta (2009)
- Museo de Arte Moderno de Cartagena de Indias (2009)
- Agua. Riqueza de Colombia (2009)
- Volando Colombia. Paisajes (2009)
- Colombia en flor (2009)
- Medellín 360º. Cordial, Pujante y Bella (2009)
- Arte Internacional. Colección del Banco de la República (2009)
- Hugo Zapata (2009)
- Apalaanchi. Pescadores Wayuu (2009)
- Bogotá vuelo al pasado (2010)
- Grabados Antiguos de la Pontificia Universidad Javeriana. Colección Eduardo Ospina S. J. (2010)
- Orquídeas. Especies de Colombia (2010)
- Apartamentos. Bogotá (2010)
- Luis Caballero. Erótico (2010)
- Luis Fernando Peláez (2010)
- Aves en Colombia (2011)
- Pedro Ruiz (2011)
- El mundo del arte en San Agustín (2011)
- Cundinamarca. Corazón de Colombia (2011)
- El hundimiento de los Partidos Políticos Tradicionales venezolanos: El caso Copei (2014)
- Artistas por la paz (1986)
- Reglamento de uniformes, insignias, condecoraciones y distintivos para el personal de la Policía Nacional (2009)
- Historia de Bogotá. Tomo I - Conquista y Colonia (2007)
- Historia de Bogotá. Tomo II - Siglo XIX (2007)
- Academia Colombiana de Jurisprudencia. 125 Años (2019)
- Duque, su presidencia (2022)
Siete
Amanecer. Turbo, Antioquia. Gabriel Vieira.
Plaza de mercado. Túquerres, Nariño José Fernando Machado.
Plaza de mercado. Túquerres, Nariño José Fernando Machado.
Vendedor de refrescos. Carmen de Bolívar, Bolívar. José Fernando Machado.
Mercado flotante. Leticia, Amazonas. Benjamín Villegas.
Mercado artesanal. Chiquinquirá, Boyacá. José Fernando Machado.
Mercado indígena. Silvia, Cauca. José Fernando Machado.
Mercado. La Unión, Valle del Cauca. José Fernando Machado.
Tienda. San Jacinto, Bolívar. José Fernando Machado.
Chocó. El Tiempo.
Otra vez las manos labradoras bordeando una callana de asar arepas de maíz, ensartando cuentas de collar, tejiendo un sombrero de paja, concluyendo una hamaca, bordando, tramando. Alguna copla de años atrás quiso decir la pequeña irreverencia: Un dios enemigo vierte / su tarea distraída: / Teje que teje la vida, / teje que teje la muerte. Pues a ésta, por si hilamos delgado, podríamos colocarla entre las artes manuales.
La mano delicada y la mano burda pueden alcanzar la perfección, cada cual en su oficio. Porque igualmente bello es clavar un clavo, acicalar una pared, fabricar un tejado, arrancar raíces comestibles, tender una palizada, serruchar un trozo seco, armar una balsa, quitar aristas con garlopa, agarrar un remo, aferrarse a una tabla de náufrago… Así también la mano que ofrece la comunión o bendice en la última despedida.
“…y su padre cardaba lana”, así nos enseñaron de niños en la escuela primaria cuando se hablaba de Colón, justo mencionarlo ahora, a casi quinientos años de su descubrimiento de América. Cardar lana, llevarla al telar sencillo de mano o a los complicados de las grandes fábricas… De norte a sur, de este a oeste, por todos los ámbitos, el mapa nacional está lleno de ánimos tejedores, de manos hábiles en tramas y puntos, de cuerpos que se inclinan para ver el trabajo. Y en los talleres caseros la madera que obedece a la cuchilla artesana. Alguna vez leímos algo sobre cualquier escultor que hizo colocar un gran bloque de mármol a la vista del público en el momento en que los niños salían de vacaciones. Al regresar ellos, el más vivaz preguntó lleno de asombro ante la obra realizada por el artista: —”¿Y cómo sabía usted que dentro de ese inmenso tronco de mármol había un caballo?”
Al fin y al cabo cada sombrero va tomando la forma y el carácter de quien lo usa diariamente, de quien de él abusa. Hay cabezas sin sombrero, hay sombreros sin cabeza, dicen los poco agudos, según el ángulo de enfoque. Pero el sombrero fue una necesidad especialmente en nuestros climas de zona tórrida donde el sombrero —de Aguadas, el vueltiao de la Costa, los de Santander, Boyacá y Nariño— ha tomado características especiales y lo no artístico es lo de menor importancia. El llamado De Panamá —fabricado especialmente en Colombia y Ecuador— lo llevó garbosamente Bolívar por calles y salones de París; los de fieltro y paja fina los utilizaron damas y caballeros en una coquetería fugaz, no era necesidad para la subsistencia ni para el lujo, como sí es en nuestros Llanos: Sobre la tierra la palma, / sobre la palma los cielos, / sobre mi caballo, yo, / y sobre yo mi sombrero.
En carretes simples, en ruecas elementales se van hilando el tiempo, la vida, la cabuya, o se van retorciendo. Sacada ésta a su vez de la penca de hojas verdes, en roseta, alargadas, gruesas, acanaladas y firmes, con su espina en el ápice y sus bordes llenos de otras espinas duras y corvas. Con los hilos de la penca se fabrican pitas de atar objetos, esteras, alfombras, costales de transportar granos y frutas, lazos para enlazar y lidiar ganado, cabezales y artículos de uso industrial o doméstico. Cabuya y penca, las de aquella adivinanza que aguzaba en las infancias campesinas cuando también se miraba el paisaje cerca de la casa y se contaban tranquilamente las alas en el cielo, a la hora del sol de los venados: Uña de gato, / punta ‘e tijera, / blanca por dentro, / verde por fuera. Esto cuando era corta la vida, menos enredada que la cabuya, menos espinosa, más cerca de las cosas elementales.
La silla fue un mueble inventado por el cansancio del hombre, de ahí tal vez el que en ocasiones taburetes, sillas y sillones parezcan algo humanizado, que van tomando paulatinamente la forma y el carácter de quienes los utilizan, son ellos nuestra prolongación. También parecen estar en una interminable espera, también revelan su fatiga, también desean arrinconarse en la hora de las soledades. Pero puede suceder así mismo que quien los fabrica y quienes traman su trama de esterilla firme o adhieren el cuero, sientan menos fatiga en su labor y agradezcan el hecho de trajinar incansablemente para el descanso de los otros. Quizás al quitar aristas a la madera, al redondear un brazo, al abollonar un asiento, al perfeccionar un espaldar, al arquear sus soportes a la silla mecedora, estén componiendo nuestros días y congregando amigos y familiares al convite de la amistad y el reposo.
Otra vez la mujer en su rincón deteriorado fabrica el cordial retorcimiento de los hilos en la cabuya, que para sus usos viajará en tambores a los almacenes, a graneros y tiendas, a las fondas del camino real y unirá fuertemente las cosas, como si hermanara de verdad cosas y seres. La trenza de la mujer, más oscura y suave, también parece hecha por otra mano que de afán sigue hilando cabellos y hebras de la planta más útil.
Interminable el trabajo en campos y pueblos, en las afueras de los caseríos, de día y de noche, hasta en el sueño parece prolongarse la tarea de cada jornada. Lana para chales y cobijas, ruanas y mantillas; lana del rebaño vecino, teñida con tintas vegetales, y que dará familiaridad y calor cuando la vendan en las calles pueblerinas, en los anaqueles de las carreteras, en las fondas olorosas a todo lo vegetal y todo lo humano.
El Canto de la Tierra
Texto de: Manuel Mejía Vallejo
Largos y lisos sus cabellos, adusto el gesto inmemorial, el Arhuaco detuvo en el aire su mirada, más allá de todas las cosas.
En su poporo abrillantado por el uso, la cal de concha calcinada y la ración de coca para su brega; y a un lado la flauta de curandero, su embocadura con cañón de pluma de águila. Su mochila, su manta compacta y calurosa, caía como otra forma del conocimiento. Sus palabras tenían el dejo de lo que viene de lejos, para no morir, porque la muerte huye cuando se la mira de frente.
—”Nosotros tenemos fe en un Dios que comentan está en el cielo. Para nosotros no es más que comentario. Porque para nosotros es tan importante la tierra que pisamos como la que nos pintan, invisible. Nuestra lucha es desde la tierra para el hombre. La gente ha despegado su mente de la tierra y se mantiene en el aire, ha negado a la madre de todos los vivientes. Alejarse de ella es renegar de la propia madre. Por eso el indígena hace cultura y pensamiento, porque está en contacto con la tierra. Por eso no destruimos ni quemamos montañas; es como vaciarle los ojos. Si se maltrata a la tierra se hace mal a la propia madre. Los que maltratan la tierra se hacen mal a sí mismos porque la exterminan. Nosotros los indígenas decimos: Amar al indio es amar a la tierra que está sosteniendo todos los universos”.
Se adivinaba en su mirada la mancha del blanco, el que llegó a sus territorios para dar vuelta a un mundo dirigido por lo que antes era lentitud, sabia espera.
—El indígena estudia la verdadera ciencia. Si el poder blanco quiere ir allá debe reconocer nuestros Mamos porque ellos nos representan y reclamamos derecho a nuestro reconocimiento. Dios no se encuentra en el cielo sino en la humanidad que vive de la tierra, y la salvación es regresar a la tierra. Han querido separar a los niños de sus padres, y por tanto separarlos de su propia arcilla.
Oraciones y siembras
Texto de: Manuel Mejía Vallejo
—Apenas llueva sembraremos— anunciaba el Hombre, en su acento, ya la cosecha. Y llovía, y sembraban, y seguía lloviendo, y salían de nuevo y regresaban con un amable cansancio animal. Cuando el invierno arreciaba y los relámpagos azoraban las alturas, ella rezaba oraciones contra rayos y tempestades, por los extraviados y perseguidos y vagabundos. Si la estación continuaba amenazante, apelaba al Magníficat. Nunca vieron en su padre tanto respeto cuando aquella voz mansa soltaba las palabras:
—“Glorifica mi alma al Señor y mi espíritu se regocija en Dios mi salvador. Porque ha puesto los ojos en la bajeza de su esclava, por tanto, desde ahora me llamarán bienaventurada todas las generaciones. Porque ha hecho en mí cosas grandes el que es poderoso, cuyo nombre es santo, y cuya misericordia se derrama de generación en generación sobre los que le temen…”
Veían en ella una intérprete de la voluntad divina, sumiso el porte al caer sobre el recogimiento del campo las frases, como buena lluvia. —“…Hizo alarde del poder de su brazo, deshizo las miras del corazón de los soberbios. Derribó el solio a los poderosos y ensalzó a los humildes. Colmó de bienes a los hambrientos y a los ricos los despidió sin nada. Acordándose de su misericordia, acogió a Israel su siervo, según la promesa que hizo a nuestros padres, a Abraham y a sus descendientes por los siglos de los siglos”. Eran ellos los hombres sencillos, y era bueno el Dios que los anunciaba. Creían entonces que las palabras eran hechos porque el Hombre y ella lo pregonaban en sus actos y sus voces.
El sacerdote salió al balcón para mirar los arbustos. “Un día de estos vendrán los pájaros a los árboles recién trasplantados”. Y situándose en la vieja emoción de su padre, quiso alzar los brazos entre un cabuyal para mimetizarse, para que un sinsonte llegara a la palma de sus manos abiertas.
El Maíz
Texto de: Manuel Mejía Vallejo
De nuestras lecciones de botánica en bachillerato recordamos aún aquello de su tallo esbelto como en pocas gramíneas, sus hojas lanceoladas, y lo que nos enorgullecía, saber que pertenece a la especie Zea mays en homenaje al paisano Francisco Antonio Zea, asunto dudoso. Aprendimos igualmente su origen tropicoamericano y que de él se extrae aceite para barnices y jabones, y que cuando descubrieron eso de los híbridos llegó a convertirse en algo esencial para la agricultura de todo el mundo.
También llegamos a saber que sirve de alimento a casi todos los animales, especialmente al ganado y al hombre, y lo adivinamos en la adivinanza que ilustró nuestra niñez:
En aquel alto muy alto / hay un pobre franciscano, / tiene dientes y no come, / tiene pelo y no es cristiano.
Sin contar el canto obligatorio de Gregorio Gutiérrez González y sus estrofas:
¡Qué bello es el maíz! Mas la costumbre
no nos deja admirar su bizarría,
ni agradecer del cielo ese presente
sólo porque lo da todos los días.
Cuando hace muchos años leímos el Popol-Vuh o libro del consejo o libro del común, nuestra Biblia americana, fue otra sorpresa ver cómo, según ese texto maravilloso, los hombres fuimos hechos de maíz. También intentaron hacerlo de barro, pero los homúnculos de ahí provenientes se derritieron a los primeros ensayos de diluvio; después ensayaron con la madera y fracasaron, pues aquellos seres salieron incapacitados para entender que eran criaturas divinas e ignoraban la oración, forma primitiva del milagro.
Indudablemente la civilización indoamericana fue la civilización del maíz, una de las plantas más bellas y prodigiosas. En uno de sus asertos, Germán Arciniegas reflexiona en “El continente de los siete colores”: “Como el arroz en oriente o el trigo en Europa, es el maíz en América. El maíz agrupó y retuvo al hombre lo mismo en el Perú que en México o la América Central. Sembrar, cosechar, moler, usar el maíz en panes o en chichas, son cosas que le llevan a la agricultura y a la industria. Por el maíz aprendieron los americanos a clasificar y a cultivar las plantas. Por el maíz empieza el estudio de una astronomía empírica que culmina con el calendario incaico. El maíz fija en una comarca a la tribu y la lleva a ser el principio de una nación, de un imperio”.
Por ser planta que se da en todos los climas y se consume en todas partes, el maíz va unido irrevocablemente a nuestra idiosincrasia e integra aspectos importantes de nuestras costumbres, en su trabajo y en su culinaria: la arepa en todas sus acepciones regionales, tamales y empanadas, enterrados y bollos de chócolo, sopas y coladas, hasta la chicha intermediaria entre el hombre primitivo y la embriaguez de los dioses que durante siglos y siglos estremecieron los cielos y los suelos de América, esa que Neruda revive:
“Más allá de los ríos y de las montañas, de la nieve, de la lluvia, del sol y de las estrellas, con tu tierra de maíz, con tu pueblo, yo te canto, América y sé que tus
raíces no cambiarán jamás…”
El Mohán
Texto de: Noél Ramírez
…Entre los ríos Hilarco y Guacarco, entre Coyaima y Natagaima, habitaron mucho los mohanes; hoy pueden verse en las peñas de las orillas sus viviendas, que son las cuevas del viento… Cuando uno va por entre el río y escucha los juegos del viento, se siente como embrujado; uno no sabe distinguir si es que viene o va gente conversando, o si son señales de peligro esos silbidos que de repente rasgan el silencio. En los anchos playones de los ríos celebraban los mohanes sus fiestas en noches de verano; tocan músicas dulcísimas que embelesan y atraen; son raros sus instrumentos melodiosos: capadores de carrizo, pequeños tamboriles forrados en cueros de culebra, toscas bandolas con cuerdas de tripas de águila. Cuando andan solos, tocan también a veces, y hacen recordar entonces al “dulce dios bicorne de encantada flauta de los siete cañutos”… Los mohanes se han ido alejando de nuestros ríos familiares; primero las guerras, después la civilización los han hecho emigrar hacia los nacimientos de las aguas o hacia la selva infinita. Lo digo porque a las cabeceras del río Cucuana y del río Tetuán, se han llevado muchas muchachas.
La Madremonte
Texto de: Tomás Carrasquilla
La madremonte, otra vieja u otro espíritu maligno que señoreaba los bosques, desorientaba y trastornaba a los que se aventuraban por sus laberintos y se la oía gritar en las profundidades del monte. A esta diabólica mujer, lo mismo que a las ilusiones, se les atribuía la pérdida de los niños en los campos; ella los conducía hasta elevadas rocas o a lejanos bosques, donde al fin los encontraban sus padres, o al fin morían de hambre.
El Pesebre
Texto de: Manuel Mejía Vallejo
Y las nochebuenas. Era de ver la navidad que se celebraba en nuestra casa cuando aún formábamos parte de la tierra. Durante la semana salíamos a buscar musgo, cardos florecidos, hojas grandes y orquídeas para el pesebre. En la parte superior el establo con los filosóficos buey y mula; encima la estrella de oriente y los Reyes Magos que en una esquina, sobre el desierto, casi se iban al suelo por mirarla. San José y la Virgen camino de Belén, frente a montañas de musgo que habrían de atravesar. Cada día, desde el dieciséis, adelantaban un poco. Nosotros pensábamos que era obra de milagro.
Y un riachuelo que al pasar sobre el establo formaba cascadas de algodón o seda de monte. El lago-espejo lleno de patos. Y un gallo igual de grande al hipopótamo que atravesaba el río; y un lobo como un caballo cerca del rebaño, junto al prado cercado —barranca con grama— donde un puñado de ovejas blancas, una negra quizás, era cuidado por una pareja de pastores idílicos. Casitas de labradores diseminadas en laderas musgosas, burros, elefantes, perros, gatos y cuanto animal acompañó al señor Noé en su excursión al monte Ararat. Y un par de viejos rajando leña, y unos campesinos camino del pueblo y Adán y Eva, y unas cosas más que no sabíamos. Y otras cosas más.
La otra lluvia
Texto de: Manuel Mejía Vallejo
Me recuesto boca arriba contra el césped para contemplar el cielo que la noche va encenizando. Y en tono de lluvia me dicta el corazón:
Gracias por este don inmenso de querer la tierra. Por los aromas de saúcos y poleos que trae la brisa con que el aire tiembla al estamparse los arreboles más allá del platanar. Por esos árboles humanizados que nos hacen llevar al firmamento la mirada. Por este invisible rocío de belleza madura que va regando el alma para que florezca el poema. Por el musgo, y los cardos, y todas las hojas del monte. Y por los pájaros, y por las cascadas, y por las nubes en el paisaje calmo de la tarde.
Gracias también por esta pequeña tristeza que se va escurriendo en jugo de sabores ignorados. Y por esos rayos de luz que envía el cielo como si buscase algo perdido sobre la hierba, y que lamen los árboles dormidos y los maizales en espiga. Y por este canto regado en el ambiente, que es un canto de brisa juguetona.
La Papa de América
Texto de: Manuel Mejía Vallejo
Papa, equivalente a patata, es voz quechua como tantas otras que se han metido en el castellano por la puerta grande; sin embargo, en el siglo dieciséis se introdujo humildemente en España e Italia para consumo del ganado, y sólo con las hambres tremendas de mil setecientos y tantos accedieron a su consumo los orgullosos europeos: nuestra solanácea ha evitado la muerte por inanición a millones y millones de habitantes en gran cantidad de países, al punto de que, con el maíz, es lo más importante dejado por América a los demás viejos mundos, ahora totalmente enviciados a tan humilde tubérculo, del que hablan bien cuantos paladares lo prueban.
Cuando salía rumbo al páramo me gustaba ver preparar el terreno de los papales de clima frío, y cuando se inclinaban las personas al enterrar la semilla como en otro ritual, ni en un cuadro de Millet; y cómo iba verdeando el campo a poco de ser sembrado, y al aporcar las matas mecidas por el viento. Y cuando aparecía la flor que repite una vieja adivinanza: Hoja verde, / flor morada, / debajo tiene / su pendejada.
Y los ojos ávidos de sembradores y cosechadores si miraban al cielo estancado en gruesas nubes de invierno, o si no había nubes y el sol tostaba las miradas en el aire. Y a rezar a San Cayetano, patrono del pan y del trabajo, o a echarle a San Isidro otra oración para que no llegue el gusano, para que no llegue el granizo, para que lleguen días mejores.
No podría asegurarse ahora si San Isidro, aún no destronado como protector y amigo de quienes cultivan la tierra, protege también a los que siembran desveladamente coca y marihuana…
Las rogativas
Texto de: Manuel Mejía Vallejo
—¡Sigue malo el tiempo, compadre!
Miran a lo alto con gestos negativos.
—¡Esas nubes no son de llover!
—¡Ni señales de agua!
Al pueblo se dirigen para celebrar las Rogativas, que en otras ocasiones han surtido efecto si el verano asolaba los campos o si el invierno dañaba los cultivos. Sol y agua son el equilibrio del campesino y sus cosechas, por eso los caminos se van llenando rumbo al pueblo donde en sus andas sacarán el santo del sitio, habitualmente San Isidro Labrador, patrono en el que confían por la vigilancia que ejerce sobre las plantaciones.
—“Señor, que nos des y nos conserves los frutos de la tierra. Te rogamos que nos oigas”.
Hombres, mujeres, niños acosan para que el santo aleje las nubes si agobia el agua, o para que envíe el sol si continúan los aguaceros en los sitios sembrados.
—“San Isidro Labrador, quita el agua y llama el sol”.
—¿Seguirá el mal tiempo, compadre?
—El cielo resolverá.
Y otro regreso al sitio de la esperanza, a los ojos tendidos a un mundo donde se marca el destino de hombres y de plantas.
—Señor, que nos des y nos conserves los frutos de la tierra. Te rogamos que nos oigas —rezaban nuevamente pidiendo agua para sus cosechas. De morado, los sacerdotes alternaban con el cortejo:
—Santa María
—Ora pro nobis.
El coro formado por las voces de los campesinos que seguían en procesión al santo del lugar, era ya viento de invierno. Porque las nubes asomaron sobre la cordillera, y el cielo se volvió opaco, y una brisa fría meció los sembrados, y cayó agua. Y los sembradores salieron al campo libre, y dejaron caer sobre sus cuerpos la lluvia buena, y quedaron empapados ellos y las hojas que amarilleara el largo verano. Y el agua fue copiosa, y copiosas las oraciones en acción de gracias. Y eran sus brazos gajos secos rejuvenecidos con la lluvia bienhechora. Y las palabras fueron espigas fértiles mecidas por un viento de oraciones. Y en todos renació la fe en la vida y el amor al terruño. Y de noche se amaron tranquilos, y el pan casero les supo mejor, y en vez del alba que reventaba en bola de nieve sobre los montes, se abrió en sus espíritus descomplicados una aurora de esperanza.
Tierras frutales
Texto de: Manuel Mejía Vallejo
Tampoco es saber mucho saber que, para su cultivo, las frutas se subdividen en tropicales, subtropicales y de clima templado. En tierras ardientes de pura zona tórrida crecen y dejan sus aromas y sabores el mango y la papaya, el banano y el tamarindo. La naranja y sus parientes cítricos, el higo y tantas otras para climas subtropicales, y la pera, la mora y la fresa para climas fríos. Desde que eran solamente silvestres, atrajeron al hombre el sabor, el olor y el temor que se adherían a la pulpa y a la piel de las frutas, que podrían dar su veneno, o dar su entretenimiento al paladar y su alimento para sangre y músculos. Amables al tacto y a la vista, al gusto y al olfato, las frutas llaman desde su sitio natural o desde el frutero de adorno. El dulzor acidulado de mandarinas y limones, de uchuvas, curubas y granadillas, de lulos, piñas y guanábanas; los rojos firmes o desvaídos de frambuesas y sandías, cerezas y granadas; el amarillo pálido o intenso de melones y bananos, zapotes, guayabas y aguacates, hasta la dulce blancura del coco o el ámbar suave de las chirimoyas. Todo el sabor y todo el olor de nuestros campos de tierras altas y bajas, abiertos al verano y al invierno, al día y a la noche, al temor y al goce, a la violencia y a la paz, que llegará después de una esperanza en reposo.
Sol en el Páramo
Texto de: Manuel Mejía Vallejo
Si el viento arrastra la niebla hacia los repechos, o si un recuerdo de verano imprime su expectativa en las hojas, aparece el sol en el cielo paramuno. Sólo entonces llega sobre el cielo un gavilán de dura raza, hermoso el vuelo rapaz, a la medida de su pico y de sus plumas, a la medida de su cuerpo ágil en el aletazo. Sobre los eucaliptos, bajo el sol desnudo, circunda su vuelo en trance de cacería. El gavilán clava los ojos en la sombra, más compacta a medida que se acerca; la mira extenderse rápida en el césped, trepar barrancos, ganar helechales, subir salpicada a la escueta copa de palmas y arbustos y frailejones, saltar de nuevo al pasto reseco, juguetona.
—No dejes juntar los gavilanes de tu sueño con los del cielo de los páramos.
El gavilán disminuye la altura de su vuelo en acecho de su sombra. La sombra se recoge en sí misma cuando se le avienta el gavilán que la produce: ensancha contra el suelo su vigor al frenar al aletazo, sacude su miedo contra las yerbas enmalezadas, hasta que el gavilán se la lleva en las garras y en el pico a los más distantes aires que limitan con un azul nubado.
De minas y de hombres
Texto de: Manuel Mejía Vallejo
Cantera. Imués, Nariño.
Parece ser que, con destino a utensilios de labor y aplicaciones técnicas, los metales se descubrieron en el cercano oriente cuatro mil años antes de Jesucristo. Y más datos de poco esfuerzo: primero fue la minería de aluvión para extraer el oro; luego la de superficie que daba cobre, hierro, plata, estaño en las vetas de las rocas; por último llegó la minería subterránea, que protagonizara la intensidad en varioscuentos de don F. Gómez, y de que nos habla la copla:
Por esta mempa de cueva
se llega hasta el oro en pelo;
por los ojos de mi negra
se desemboca en el cielo.
La posesión del oro creó y sostuvo imperios. Y como la plata era también oro, en el mundo nuevo apareció el Potosí, donde los indios que la trabajaban morían antes de los veintiséis años. Con la conquista de América vino el lavado del oro y su explotación en México y Nueva Granada, y el mundo no tuvo otra obsesión, que inventaba dichos y refranes: “Tener un corazón de oro”, “Valer tanto oro como pesa”, o “Con el oro se compra hasta el cielo” —según se lee en el Diario de Cristóbal Colón.
Un amigo me contaba algo sobre la historia de su padre, inglés, ingeniero de minas: en cualquier ramal cordillerano de los Andes encontró una buena tarde, después de buscar por años casi al azar, el filón más grande de oro puro. Con su martillo y su hacha despegó de la roca dorada algunos kilos del metal, dibujó un mapa de la región, marcó señales y gastó varios días en volver a la capital para organizar y financiar la explotación del filón increíble.
Danzó de alegría, gritó, cantó una vieja canción enamorada: con algunos años de trabajo había realizado su sueño. Cuando días después y ya acompañado regresaba por los senderos indicados no podía dar con el camino, o todos los caminos señalaban metas distintas a la de su hallazgo fenomenal. Horas, días, meses buscando el tesoro, y nada: le creció la barba al inglés, le creció la desesperación, le creció al fin la locura, sus botas se volvieron caminos enrevesados, así durante un año, dos, tres años contados por minutos de expectativa delirante, hasta que le hicieron regresar a la llamada civilización. Mucho después, en su lecho de muerte, seguía señalando el sitio preciso de la fantástica mina que jamás encontrarían: el diablo se la había tragado, así dictaba la locura del oro.
Oro, plata, cobre, carbón, zinc, estaño, sal, asbesto, y el peor metal de la codicia, brava la ilusión del minero, corta su esperanza el día de los balances. Minas de veta, minas de aluvión, minas…
Cuando en alguna región paisa por los diciembres aparecía “El verano de los Martínez” y en los playones quedaba el oro de miles y miles de años de transportarlo aquellos ríos, empezaban su tarea los barequeros, que tanto dieron como tema al maestro Pedro Nel Gómez; él mismo también fue minero y cateador en sus mocedades —contaba historias de la Patasola y la Llorona, enrevesadoras de la vida de quienes morían prematuramente por el afán de vivir entre la riqueza.
Según otras historias, los barequeros se tiraban a los charcos y de ellos sacaban bateadas de arena con sus pintas diminutas de amarillo brillante. Cada uno de estos mineros se sumergía, por vestido únicamente su vasija arenera, y cruzado en la boca, apretándolo con los dientes, un cuchillo de tirar a matar. Como sucedía frecuentemente cuando dos bregadores encontraban simultáneamente una “veta” subacuática donde con la arena se mezclaba el oro en proporciones desmesuradas.
—Se demoraban más tiempo en salir a flote. Al rato emergía sólo uno de ellos, resollando por la asfixia, y nadie más. Algunos borbotones de sangre teñían el agua del estero…
La sed del Oro y la leyenda de El Dorado
Texto de: Luis López de Mesa
Lo primero en acuciar la marcha de los conquistadores por entre las selvas de este horno tropical y los ventisqueros de los páramos hirsutos fue la recolección del oro. Sed vesánica que desafía al martirio seguro y a la muerte casi segura también, al miedo de lo ignoto, a la inseguridad del triunfo, a la piedad todos los días y a las más enhiestas normas de los sentimientos humanos muchas veces. Los grandes mitos del oro los enardecían hasta el frenesí del heroísmo.
El tesoro del Dorado juntó en la Sabana de Bogotá los restos de tres magníficas expediciones, llevó la exploración del territorio oriental de la República hasta los últimos rincones, y de su ensueño equívoco surgió el país. El tesoro de Dabaibe les hizo cruzar la manigua pantanosa del Darién, trepar por la impracticable serranía de Abibe, descender al rudo cañón del Cauca medio por el norte, o a él llegar desde Perú, sin que hoy sepamos cómo pudo ello acaecer, para descubrir y poblar el occidente colombiano, inclusive la arriscada Antioquia. A veces un hombre de aquellas huestes inflexibles, como el Licenciado Juan de Badillo, gastaba doscientos mil pesos de su peculio personal, alzaba en armas un ejército, para llegar diezmado y arruinado al fin de una excursión de ochocientos kilómetros por donde se recatarían de ir el jaguar y el águila.
Nunca como entonces se vio la fuerza creadora del mito. Verdad es también que América fue siempre la hija mimada de los mitos: uno la sacó hecha una realidad del seno virgen de “la mar tenebrosa” de occidente; tres la poblaron; otros tres le dieron independencia más tarde.
#AmorPorColombia
Siete
Amanecer. Turbo, Antioquia. Gabriel Vieira.
Plaza de mercado. Túquerres, Nariño José Fernando Machado.
Plaza de mercado. Túquerres, Nariño José Fernando Machado.
Vendedor de refrescos. Carmen de Bolívar, Bolívar. José Fernando Machado.
Mercado flotante. Leticia, Amazonas. Benjamín Villegas.
Mercado artesanal. Chiquinquirá, Boyacá. José Fernando Machado.
Mercado indígena. Silvia, Cauca. José Fernando Machado.
Mercado. La Unión, Valle del Cauca. José Fernando Machado.
Tienda. San Jacinto, Bolívar. José Fernando Machado.
Chocó. El Tiempo.
Otra vez las manos labradoras bordeando una callana de asar arepas de maíz, ensartando cuentas de collar, tejiendo un sombrero de paja, concluyendo una hamaca, bordando, tramando. Alguna copla de años atrás quiso decir la pequeña irreverencia: Un dios enemigo vierte / su tarea distraída: / Teje que teje la vida, / teje que teje la muerte. Pues a ésta, por si hilamos delgado, podríamos colocarla entre las artes manuales.
La mano delicada y la mano burda pueden alcanzar la perfección, cada cual en su oficio. Porque igualmente bello es clavar un clavo, acicalar una pared, fabricar un tejado, arrancar raíces comestibles, tender una palizada, serruchar un trozo seco, armar una balsa, quitar aristas con garlopa, agarrar un remo, aferrarse a una tabla de náufrago… Así también la mano que ofrece la comunión o bendice en la última despedida.
“…y su padre cardaba lana”, así nos enseñaron de niños en la escuela primaria cuando se hablaba de Colón, justo mencionarlo ahora, a casi quinientos años de su descubrimiento de América. Cardar lana, llevarla al telar sencillo de mano o a los complicados de las grandes fábricas… De norte a sur, de este a oeste, por todos los ámbitos, el mapa nacional está lleno de ánimos tejedores, de manos hábiles en tramas y puntos, de cuerpos que se inclinan para ver el trabajo. Y en los talleres caseros la madera que obedece a la cuchilla artesana. Alguna vez leímos algo sobre cualquier escultor que hizo colocar un gran bloque de mármol a la vista del público en el momento en que los niños salían de vacaciones. Al regresar ellos, el más vivaz preguntó lleno de asombro ante la obra realizada por el artista: —”¿Y cómo sabía usted que dentro de ese inmenso tronco de mármol había un caballo?”
Al fin y al cabo cada sombrero va tomando la forma y el carácter de quien lo usa diariamente, de quien de él abusa. Hay cabezas sin sombrero, hay sombreros sin cabeza, dicen los poco agudos, según el ángulo de enfoque. Pero el sombrero fue una necesidad especialmente en nuestros climas de zona tórrida donde el sombrero —de Aguadas, el vueltiao de la Costa, los de Santander, Boyacá y Nariño— ha tomado características especiales y lo no artístico es lo de menor importancia. El llamado De Panamá —fabricado especialmente en Colombia y Ecuador— lo llevó garbosamente Bolívar por calles y salones de París; los de fieltro y paja fina los utilizaron damas y caballeros en una coquetería fugaz, no era necesidad para la subsistencia ni para el lujo, como sí es en nuestros Llanos: Sobre la tierra la palma, / sobre la palma los cielos, / sobre mi caballo, yo, / y sobre yo mi sombrero.
En carretes simples, en ruecas elementales se van hilando el tiempo, la vida, la cabuya, o se van retorciendo. Sacada ésta a su vez de la penca de hojas verdes, en roseta, alargadas, gruesas, acanaladas y firmes, con su espina en el ápice y sus bordes llenos de otras espinas duras y corvas. Con los hilos de la penca se fabrican pitas de atar objetos, esteras, alfombras, costales de transportar granos y frutas, lazos para enlazar y lidiar ganado, cabezales y artículos de uso industrial o doméstico. Cabuya y penca, las de aquella adivinanza que aguzaba en las infancias campesinas cuando también se miraba el paisaje cerca de la casa y se contaban tranquilamente las alas en el cielo, a la hora del sol de los venados: Uña de gato, / punta ‘e tijera, / blanca por dentro, / verde por fuera. Esto cuando era corta la vida, menos enredada que la cabuya, menos espinosa, más cerca de las cosas elementales.
La silla fue un mueble inventado por el cansancio del hombre, de ahí tal vez el que en ocasiones taburetes, sillas y sillones parezcan algo humanizado, que van tomando paulatinamente la forma y el carácter de quienes los utilizan, son ellos nuestra prolongación. También parecen estar en una interminable espera, también revelan su fatiga, también desean arrinconarse en la hora de las soledades. Pero puede suceder así mismo que quien los fabrica y quienes traman su trama de esterilla firme o adhieren el cuero, sientan menos fatiga en su labor y agradezcan el hecho de trajinar incansablemente para el descanso de los otros. Quizás al quitar aristas a la madera, al redondear un brazo, al abollonar un asiento, al perfeccionar un espaldar, al arquear sus soportes a la silla mecedora, estén componiendo nuestros días y congregando amigos y familiares al convite de la amistad y el reposo.
Otra vez la mujer en su rincón deteriorado fabrica el cordial retorcimiento de los hilos en la cabuya, que para sus usos viajará en tambores a los almacenes, a graneros y tiendas, a las fondas del camino real y unirá fuertemente las cosas, como si hermanara de verdad cosas y seres. La trenza de la mujer, más oscura y suave, también parece hecha por otra mano que de afán sigue hilando cabellos y hebras de la planta más útil.
Interminable el trabajo en campos y pueblos, en las afueras de los caseríos, de día y de noche, hasta en el sueño parece prolongarse la tarea de cada jornada. Lana para chales y cobijas, ruanas y mantillas; lana del rebaño vecino, teñida con tintas vegetales, y que dará familiaridad y calor cuando la vendan en las calles pueblerinas, en los anaqueles de las carreteras, en las fondas olorosas a todo lo vegetal y todo lo humano.
El Canto de la Tierra
Texto de: Manuel Mejía Vallejo
Largos y lisos sus cabellos, adusto el gesto inmemorial, el Arhuaco detuvo en el aire su mirada, más allá de todas las cosas.
En su poporo abrillantado por el uso, la cal de concha calcinada y la ración de coca para su brega; y a un lado la flauta de curandero, su embocadura con cañón de pluma de águila. Su mochila, su manta compacta y calurosa, caía como otra forma del conocimiento. Sus palabras tenían el dejo de lo que viene de lejos, para no morir, porque la muerte huye cuando se la mira de frente.
—”Nosotros tenemos fe en un Dios que comentan está en el cielo. Para nosotros no es más que comentario. Porque para nosotros es tan importante la tierra que pisamos como la que nos pintan, invisible. Nuestra lucha es desde la tierra para el hombre. La gente ha despegado su mente de la tierra y se mantiene en el aire, ha negado a la madre de todos los vivientes. Alejarse de ella es renegar de la propia madre. Por eso el indígena hace cultura y pensamiento, porque está en contacto con la tierra. Por eso no destruimos ni quemamos montañas; es como vaciarle los ojos. Si se maltrata a la tierra se hace mal a la propia madre. Los que maltratan la tierra se hacen mal a sí mismos porque la exterminan. Nosotros los indígenas decimos: Amar al indio es amar a la tierra que está sosteniendo todos los universos”.
Se adivinaba en su mirada la mancha del blanco, el que llegó a sus territorios para dar vuelta a un mundo dirigido por lo que antes era lentitud, sabia espera.
—El indígena estudia la verdadera ciencia. Si el poder blanco quiere ir allá debe reconocer nuestros Mamos porque ellos nos representan y reclamamos derecho a nuestro reconocimiento. Dios no se encuentra en el cielo sino en la humanidad que vive de la tierra, y la salvación es regresar a la tierra. Han querido separar a los niños de sus padres, y por tanto separarlos de su propia arcilla.
Oraciones y siembras
Texto de: Manuel Mejía Vallejo
—Apenas llueva sembraremos— anunciaba el Hombre, en su acento, ya la cosecha. Y llovía, y sembraban, y seguía lloviendo, y salían de nuevo y regresaban con un amable cansancio animal. Cuando el invierno arreciaba y los relámpagos azoraban las alturas, ella rezaba oraciones contra rayos y tempestades, por los extraviados y perseguidos y vagabundos. Si la estación continuaba amenazante, apelaba al Magníficat. Nunca vieron en su padre tanto respeto cuando aquella voz mansa soltaba las palabras:
—“Glorifica mi alma al Señor y mi espíritu se regocija en Dios mi salvador. Porque ha puesto los ojos en la bajeza de su esclava, por tanto, desde ahora me llamarán bienaventurada todas las generaciones. Porque ha hecho en mí cosas grandes el que es poderoso, cuyo nombre es santo, y cuya misericordia se derrama de generación en generación sobre los que le temen…”
Veían en ella una intérprete de la voluntad divina, sumiso el porte al caer sobre el recogimiento del campo las frases, como buena lluvia. —“…Hizo alarde del poder de su brazo, deshizo las miras del corazón de los soberbios. Derribó el solio a los poderosos y ensalzó a los humildes. Colmó de bienes a los hambrientos y a los ricos los despidió sin nada. Acordándose de su misericordia, acogió a Israel su siervo, según la promesa que hizo a nuestros padres, a Abraham y a sus descendientes por los siglos de los siglos”. Eran ellos los hombres sencillos, y era bueno el Dios que los anunciaba. Creían entonces que las palabras eran hechos porque el Hombre y ella lo pregonaban en sus actos y sus voces.
El sacerdote salió al balcón para mirar los arbustos. “Un día de estos vendrán los pájaros a los árboles recién trasplantados”. Y situándose en la vieja emoción de su padre, quiso alzar los brazos entre un cabuyal para mimetizarse, para que un sinsonte llegara a la palma de sus manos abiertas.
El Maíz
Texto de: Manuel Mejía Vallejo
De nuestras lecciones de botánica en bachillerato recordamos aún aquello de su tallo esbelto como en pocas gramíneas, sus hojas lanceoladas, y lo que nos enorgullecía, saber que pertenece a la especie Zea mays en homenaje al paisano Francisco Antonio Zea, asunto dudoso. Aprendimos igualmente su origen tropicoamericano y que de él se extrae aceite para barnices y jabones, y que cuando descubrieron eso de los híbridos llegó a convertirse en algo esencial para la agricultura de todo el mundo.
También llegamos a saber que sirve de alimento a casi todos los animales, especialmente al ganado y al hombre, y lo adivinamos en la adivinanza que ilustró nuestra niñez:
En aquel alto muy alto / hay un pobre franciscano, / tiene dientes y no come, / tiene pelo y no es cristiano.
Sin contar el canto obligatorio de Gregorio Gutiérrez González y sus estrofas:
¡Qué bello es el maíz! Mas la costumbre
no nos deja admirar su bizarría,
ni agradecer del cielo ese presente
sólo porque lo da todos los días.
Cuando hace muchos años leímos el Popol-Vuh o libro del consejo o libro del común, nuestra Biblia americana, fue otra sorpresa ver cómo, según ese texto maravilloso, los hombres fuimos hechos de maíz. También intentaron hacerlo de barro, pero los homúnculos de ahí provenientes se derritieron a los primeros ensayos de diluvio; después ensayaron con la madera y fracasaron, pues aquellos seres salieron incapacitados para entender que eran criaturas divinas e ignoraban la oración, forma primitiva del milagro.
Indudablemente la civilización indoamericana fue la civilización del maíz, una de las plantas más bellas y prodigiosas. En uno de sus asertos, Germán Arciniegas reflexiona en “El continente de los siete colores”: “Como el arroz en oriente o el trigo en Europa, es el maíz en América. El maíz agrupó y retuvo al hombre lo mismo en el Perú que en México o la América Central. Sembrar, cosechar, moler, usar el maíz en panes o en chichas, son cosas que le llevan a la agricultura y a la industria. Por el maíz aprendieron los americanos a clasificar y a cultivar las plantas. Por el maíz empieza el estudio de una astronomía empírica que culmina con el calendario incaico. El maíz fija en una comarca a la tribu y la lleva a ser el principio de una nación, de un imperio”.
Por ser planta que se da en todos los climas y se consume en todas partes, el maíz va unido irrevocablemente a nuestra idiosincrasia e integra aspectos importantes de nuestras costumbres, en su trabajo y en su culinaria: la arepa en todas sus acepciones regionales, tamales y empanadas, enterrados y bollos de chócolo, sopas y coladas, hasta la chicha intermediaria entre el hombre primitivo y la embriaguez de los dioses que durante siglos y siglos estremecieron los cielos y los suelos de América, esa que Neruda revive:
“Más allá de los ríos y de las montañas, de la nieve, de la lluvia, del sol y de las estrellas, con tu tierra de maíz, con tu pueblo, yo te canto, América y sé que tus
raíces no cambiarán jamás…”
El Mohán
Texto de: Noél Ramírez
…Entre los ríos Hilarco y Guacarco, entre Coyaima y Natagaima, habitaron mucho los mohanes; hoy pueden verse en las peñas de las orillas sus viviendas, que son las cuevas del viento… Cuando uno va por entre el río y escucha los juegos del viento, se siente como embrujado; uno no sabe distinguir si es que viene o va gente conversando, o si son señales de peligro esos silbidos que de repente rasgan el silencio. En los anchos playones de los ríos celebraban los mohanes sus fiestas en noches de verano; tocan músicas dulcísimas que embelesan y atraen; son raros sus instrumentos melodiosos: capadores de carrizo, pequeños tamboriles forrados en cueros de culebra, toscas bandolas con cuerdas de tripas de águila. Cuando andan solos, tocan también a veces, y hacen recordar entonces al “dulce dios bicorne de encantada flauta de los siete cañutos”… Los mohanes se han ido alejando de nuestros ríos familiares; primero las guerras, después la civilización los han hecho emigrar hacia los nacimientos de las aguas o hacia la selva infinita. Lo digo porque a las cabeceras del río Cucuana y del río Tetuán, se han llevado muchas muchachas.
La Madremonte
Texto de: Tomás Carrasquilla
La madremonte, otra vieja u otro espíritu maligno que señoreaba los bosques, desorientaba y trastornaba a los que se aventuraban por sus laberintos y se la oía gritar en las profundidades del monte. A esta diabólica mujer, lo mismo que a las ilusiones, se les atribuía la pérdida de los niños en los campos; ella los conducía hasta elevadas rocas o a lejanos bosques, donde al fin los encontraban sus padres, o al fin morían de hambre.
El Pesebre
Texto de: Manuel Mejía Vallejo
Y las nochebuenas. Era de ver la navidad que se celebraba en nuestra casa cuando aún formábamos parte de la tierra. Durante la semana salíamos a buscar musgo, cardos florecidos, hojas grandes y orquídeas para el pesebre. En la parte superior el establo con los filosóficos buey y mula; encima la estrella de oriente y los Reyes Magos que en una esquina, sobre el desierto, casi se iban al suelo por mirarla. San José y la Virgen camino de Belén, frente a montañas de musgo que habrían de atravesar. Cada día, desde el dieciséis, adelantaban un poco. Nosotros pensábamos que era obra de milagro.
Y un riachuelo que al pasar sobre el establo formaba cascadas de algodón o seda de monte. El lago-espejo lleno de patos. Y un gallo igual de grande al hipopótamo que atravesaba el río; y un lobo como un caballo cerca del rebaño, junto al prado cercado —barranca con grama— donde un puñado de ovejas blancas, una negra quizás, era cuidado por una pareja de pastores idílicos. Casitas de labradores diseminadas en laderas musgosas, burros, elefantes, perros, gatos y cuanto animal acompañó al señor Noé en su excursión al monte Ararat. Y un par de viejos rajando leña, y unos campesinos camino del pueblo y Adán y Eva, y unas cosas más que no sabíamos. Y otras cosas más.
La otra lluvia
Texto de: Manuel Mejía Vallejo
Me recuesto boca arriba contra el césped para contemplar el cielo que la noche va encenizando. Y en tono de lluvia me dicta el corazón:
Gracias por este don inmenso de querer la tierra. Por los aromas de saúcos y poleos que trae la brisa con que el aire tiembla al estamparse los arreboles más allá del platanar. Por esos árboles humanizados que nos hacen llevar al firmamento la mirada. Por este invisible rocío de belleza madura que va regando el alma para que florezca el poema. Por el musgo, y los cardos, y todas las hojas del monte. Y por los pájaros, y por las cascadas, y por las nubes en el paisaje calmo de la tarde.
Gracias también por esta pequeña tristeza que se va escurriendo en jugo de sabores ignorados. Y por esos rayos de luz que envía el cielo como si buscase algo perdido sobre la hierba, y que lamen los árboles dormidos y los maizales en espiga. Y por este canto regado en el ambiente, que es un canto de brisa juguetona.
La Papa de América
Texto de: Manuel Mejía Vallejo
Papa, equivalente a patata, es voz quechua como tantas otras que se han metido en el castellano por la puerta grande; sin embargo, en el siglo dieciséis se introdujo humildemente en España e Italia para consumo del ganado, y sólo con las hambres tremendas de mil setecientos y tantos accedieron a su consumo los orgullosos europeos: nuestra solanácea ha evitado la muerte por inanición a millones y millones de habitantes en gran cantidad de países, al punto de que, con el maíz, es lo más importante dejado por América a los demás viejos mundos, ahora totalmente enviciados a tan humilde tubérculo, del que hablan bien cuantos paladares lo prueban.
Cuando salía rumbo al páramo me gustaba ver preparar el terreno de los papales de clima frío, y cuando se inclinaban las personas al enterrar la semilla como en otro ritual, ni en un cuadro de Millet; y cómo iba verdeando el campo a poco de ser sembrado, y al aporcar las matas mecidas por el viento. Y cuando aparecía la flor que repite una vieja adivinanza: Hoja verde, / flor morada, / debajo tiene / su pendejada.
Y los ojos ávidos de sembradores y cosechadores si miraban al cielo estancado en gruesas nubes de invierno, o si no había nubes y el sol tostaba las miradas en el aire. Y a rezar a San Cayetano, patrono del pan y del trabajo, o a echarle a San Isidro otra oración para que no llegue el gusano, para que no llegue el granizo, para que lleguen días mejores.
No podría asegurarse ahora si San Isidro, aún no destronado como protector y amigo de quienes cultivan la tierra, protege también a los que siembran desveladamente coca y marihuana…
Las rogativas
Texto de: Manuel Mejía Vallejo
—¡Sigue malo el tiempo, compadre!
Miran a lo alto con gestos negativos.
—¡Esas nubes no son de llover!
—¡Ni señales de agua!
Al pueblo se dirigen para celebrar las Rogativas, que en otras ocasiones han surtido efecto si el verano asolaba los campos o si el invierno dañaba los cultivos. Sol y agua son el equilibrio del campesino y sus cosechas, por eso los caminos se van llenando rumbo al pueblo donde en sus andas sacarán el santo del sitio, habitualmente San Isidro Labrador, patrono en el que confían por la vigilancia que ejerce sobre las plantaciones.
—“Señor, que nos des y nos conserves los frutos de la tierra. Te rogamos que nos oigas”.
Hombres, mujeres, niños acosan para que el santo aleje las nubes si agobia el agua, o para que envíe el sol si continúan los aguaceros en los sitios sembrados.
—“San Isidro Labrador, quita el agua y llama el sol”.
—¿Seguirá el mal tiempo, compadre?
—El cielo resolverá.
Y otro regreso al sitio de la esperanza, a los ojos tendidos a un mundo donde se marca el destino de hombres y de plantas.
—Señor, que nos des y nos conserves los frutos de la tierra. Te rogamos que nos oigas —rezaban nuevamente pidiendo agua para sus cosechas. De morado, los sacerdotes alternaban con el cortejo:
—Santa María
—Ora pro nobis.
El coro formado por las voces de los campesinos que seguían en procesión al santo del lugar, era ya viento de invierno. Porque las nubes asomaron sobre la cordillera, y el cielo se volvió opaco, y una brisa fría meció los sembrados, y cayó agua. Y los sembradores salieron al campo libre, y dejaron caer sobre sus cuerpos la lluvia buena, y quedaron empapados ellos y las hojas que amarilleara el largo verano. Y el agua fue copiosa, y copiosas las oraciones en acción de gracias. Y eran sus brazos gajos secos rejuvenecidos con la lluvia bienhechora. Y las palabras fueron espigas fértiles mecidas por un viento de oraciones. Y en todos renació la fe en la vida y el amor al terruño. Y de noche se amaron tranquilos, y el pan casero les supo mejor, y en vez del alba que reventaba en bola de nieve sobre los montes, se abrió en sus espíritus descomplicados una aurora de esperanza.
Tierras frutales
Texto de: Manuel Mejía Vallejo
Tampoco es saber mucho saber que, para su cultivo, las frutas se subdividen en tropicales, subtropicales y de clima templado. En tierras ardientes de pura zona tórrida crecen y dejan sus aromas y sabores el mango y la papaya, el banano y el tamarindo. La naranja y sus parientes cítricos, el higo y tantas otras para climas subtropicales, y la pera, la mora y la fresa para climas fríos. Desde que eran solamente silvestres, atrajeron al hombre el sabor, el olor y el temor que se adherían a la pulpa y a la piel de las frutas, que podrían dar su veneno, o dar su entretenimiento al paladar y su alimento para sangre y músculos. Amables al tacto y a la vista, al gusto y al olfato, las frutas llaman desde su sitio natural o desde el frutero de adorno. El dulzor acidulado de mandarinas y limones, de uchuvas, curubas y granadillas, de lulos, piñas y guanábanas; los rojos firmes o desvaídos de frambuesas y sandías, cerezas y granadas; el amarillo pálido o intenso de melones y bananos, zapotes, guayabas y aguacates, hasta la dulce blancura del coco o el ámbar suave de las chirimoyas. Todo el sabor y todo el olor de nuestros campos de tierras altas y bajas, abiertos al verano y al invierno, al día y a la noche, al temor y al goce, a la violencia y a la paz, que llegará después de una esperanza en reposo.
Sol en el Páramo
Texto de: Manuel Mejía Vallejo
Si el viento arrastra la niebla hacia los repechos, o si un recuerdo de verano imprime su expectativa en las hojas, aparece el sol en el cielo paramuno. Sólo entonces llega sobre el cielo un gavilán de dura raza, hermoso el vuelo rapaz, a la medida de su pico y de sus plumas, a la medida de su cuerpo ágil en el aletazo. Sobre los eucaliptos, bajo el sol desnudo, circunda su vuelo en trance de cacería. El gavilán clava los ojos en la sombra, más compacta a medida que se acerca; la mira extenderse rápida en el césped, trepar barrancos, ganar helechales, subir salpicada a la escueta copa de palmas y arbustos y frailejones, saltar de nuevo al pasto reseco, juguetona.
—No dejes juntar los gavilanes de tu sueño con los del cielo de los páramos.
El gavilán disminuye la altura de su vuelo en acecho de su sombra. La sombra se recoge en sí misma cuando se le avienta el gavilán que la produce: ensancha contra el suelo su vigor al frenar al aletazo, sacude su miedo contra las yerbas enmalezadas, hasta que el gavilán se la lleva en las garras y en el pico a los más distantes aires que limitan con un azul nubado.
De minas y de hombres
Texto de: Manuel Mejía Vallejo
Cantera. Imués, Nariño.
Parece ser que, con destino a utensilios de labor y aplicaciones técnicas, los metales se descubrieron en el cercano oriente cuatro mil años antes de Jesucristo. Y más datos de poco esfuerzo: primero fue la minería de aluvión para extraer el oro; luego la de superficie que daba cobre, hierro, plata, estaño en las vetas de las rocas; por último llegó la minería subterránea, que protagonizara la intensidad en varioscuentos de don F. Gómez, y de que nos habla la copla:
Por esta mempa de cueva
se llega hasta el oro en pelo;
por los ojos de mi negra
se desemboca en el cielo.
La posesión del oro creó y sostuvo imperios. Y como la plata era también oro, en el mundo nuevo apareció el Potosí, donde los indios que la trabajaban morían antes de los veintiséis años. Con la conquista de América vino el lavado del oro y su explotación en México y Nueva Granada, y el mundo no tuvo otra obsesión, que inventaba dichos y refranes: “Tener un corazón de oro”, “Valer tanto oro como pesa”, o “Con el oro se compra hasta el cielo” —según se lee en el Diario de Cristóbal Colón.
Un amigo me contaba algo sobre la historia de su padre, inglés, ingeniero de minas: en cualquier ramal cordillerano de los Andes encontró una buena tarde, después de buscar por años casi al azar, el filón más grande de oro puro. Con su martillo y su hacha despegó de la roca dorada algunos kilos del metal, dibujó un mapa de la región, marcó señales y gastó varios días en volver a la capital para organizar y financiar la explotación del filón increíble.
Danzó de alegría, gritó, cantó una vieja canción enamorada: con algunos años de trabajo había realizado su sueño. Cuando días después y ya acompañado regresaba por los senderos indicados no podía dar con el camino, o todos los caminos señalaban metas distintas a la de su hallazgo fenomenal. Horas, días, meses buscando el tesoro, y nada: le creció la barba al inglés, le creció la desesperación, le creció al fin la locura, sus botas se volvieron caminos enrevesados, así durante un año, dos, tres años contados por minutos de expectativa delirante, hasta que le hicieron regresar a la llamada civilización. Mucho después, en su lecho de muerte, seguía señalando el sitio preciso de la fantástica mina que jamás encontrarían: el diablo se la había tragado, así dictaba la locura del oro.
Oro, plata, cobre, carbón, zinc, estaño, sal, asbesto, y el peor metal de la codicia, brava la ilusión del minero, corta su esperanza el día de los balances. Minas de veta, minas de aluvión, minas…
Cuando en alguna región paisa por los diciembres aparecía “El verano de los Martínez” y en los playones quedaba el oro de miles y miles de años de transportarlo aquellos ríos, empezaban su tarea los barequeros, que tanto dieron como tema al maestro Pedro Nel Gómez; él mismo también fue minero y cateador en sus mocedades —contaba historias de la Patasola y la Llorona, enrevesadoras de la vida de quienes morían prematuramente por el afán de vivir entre la riqueza.
Según otras historias, los barequeros se tiraban a los charcos y de ellos sacaban bateadas de arena con sus pintas diminutas de amarillo brillante. Cada uno de estos mineros se sumergía, por vestido únicamente su vasija arenera, y cruzado en la boca, apretándolo con los dientes, un cuchillo de tirar a matar. Como sucedía frecuentemente cuando dos bregadores encontraban simultáneamente una “veta” subacuática donde con la arena se mezclaba el oro en proporciones desmesuradas.
—Se demoraban más tiempo en salir a flote. Al rato emergía sólo uno de ellos, resollando por la asfixia, y nadie más. Algunos borbotones de sangre teñían el agua del estero…
La sed del Oro y la leyenda de El Dorado
Texto de: Luis López de Mesa
Lo primero en acuciar la marcha de los conquistadores por entre las selvas de este horno tropical y los ventisqueros de los páramos hirsutos fue la recolección del oro. Sed vesánica que desafía al martirio seguro y a la muerte casi segura también, al miedo de lo ignoto, a la inseguridad del triunfo, a la piedad todos los días y a las más enhiestas normas de los sentimientos humanos muchas veces. Los grandes mitos del oro los enardecían hasta el frenesí del heroísmo.
El tesoro del Dorado juntó en la Sabana de Bogotá los restos de tres magníficas expediciones, llevó la exploración del territorio oriental de la República hasta los últimos rincones, y de su ensueño equívoco surgió el país. El tesoro de Dabaibe les hizo cruzar la manigua pantanosa del Darién, trepar por la impracticable serranía de Abibe, descender al rudo cañón del Cauca medio por el norte, o a él llegar desde Perú, sin que hoy sepamos cómo pudo ello acaecer, para descubrir y poblar el occidente colombiano, inclusive la arriscada Antioquia. A veces un hombre de aquellas huestes inflexibles, como el Licenciado Juan de Badillo, gastaba doscientos mil pesos de su peculio personal, alzaba en armas un ejército, para llegar diezmado y arruinado al fin de una excursión de ochocientos kilómetros por donde se recatarían de ir el jaguar y el águila.
Nunca como entonces se vio la fuerza creadora del mito. Verdad es también que América fue siempre la hija mimada de los mitos: uno la sacó hecha una realidad del seno virgen de “la mar tenebrosa” de occidente; tres la poblaron; otros tres le dieron independencia más tarde.