- Botero esculturas (1998)
- Salmona (1998)
- El sabor de Colombia (1994)
- Wayuú. Cultura del desierto colombiano (1998)
- Semana Santa en Popayán (1999)
- Cartagena de siempre (1992)
- Palacio de las Garzas (1999)
- Juan Montoya (1998)
- Aves de Colombia. Grabados iluminados del Siglo XVIII (1993)
- Alta Colombia. El esplendor de la montaña (1996)
- Artefactos. Objetos artesanales de Colombia (1992)
- Carros. El automovil en Colombia (1995)
- Espacios Comerciales. Colombia (1994)
- Cerros de Bogotá (2000)
- El Terremoto de San Salvador. Narración de un superviviente (2001)
- Manolo Valdés. La intemporalidad del arte (1999)
- Casa de Hacienda. Arquitectura en el campo colombiano (1997)
- Fiestas. Celebraciones y Ritos de Colombia (1995)
- Costa Rica. Pura Vida (2001)
- Luis Restrepo. Arquitectura (2001)
- Ana Mercedes Hoyos. Palenque (2001)
- La Moneda en Colombia (2001)
- Jardines de Colombia (1996)
- Una jornada en Macondo (1995)
- Retratos (1993)
- Atavíos. Raíces de la moda colombiana (1996)
- La ruta de Humboldt. Colombia - Venezuela (1994)
- Trópico. Visiones de la naturaleza colombiana (1997)
- Herederos de los Incas (1996)
- Casa Moderna. Medio siglo de arquitectura doméstica colombiana (1996)
- Bogotá desde el aire (1994)
- La vida en Colombia (1994)
- Casa Republicana. La bella época en Colombia (1995)
- Selva húmeda de Colombia (1990)
- Richter (1997)
- Por nuestros niños. Programas para su Proteccion y Desarrollo en Colombia (1990)
- Mariposas de Colombia (1991)
- Colombia tierra de flores (1990)
- Los países andinos desde el satélite (1995)
- Deliciosas frutas tropicales (1990)
- Arrecifes del Caribe (1988)
- Casa campesina. Arquitectura vernácula de Colombia (1993)
- Páramos (1988)
- Manglares (1989)
- Señor Ladrillo (1988)
- La última muerte de Wozzeck (2000)
- Historia del Café de Guatemala (2001)
- Casa Guatemalteca (1999)
- Silvia Tcherassi (2002)
- Ana Mercedes Hoyos. Retrospectiva (2002)
- Francisco Mejía Guinand (2002)
- Aves del Llano (1992)
- El año que viene vuelvo (1989)
- Museos de Bogotá (1989)
- El arte de la cocina japonesa (1996)
- Botero Dibujos (1999)
- Colombia Campesina (1989)
- Conflicto amazónico. 1932-1934 (1994)
- Débora Arango. Museo de Arte Moderno de Medellín (1986)
- La Sabana de Bogotá (1988)
- Casas de Embajada en Washington D.C. (2004)
- XVI Bienal colombiana de Arquitectura 1998 (1998)
- Visiones del Siglo XX colombiano. A través de sus protagonistas ya muertos (2003)
- Río Bogotá (1985)
- Jacanamijoy (2003)
- Álvaro Barrera. Arquitectura y Restauración (2003)
- Campos de Golf en Colombia (2003)
- Cartagena de Indias. Visión panorámica desde el aire (2003)
- Guadua. Arquitectura y Diseño (2003)
- Enrique Grau. Homenaje (2003)
- Mauricio Gómez. Con la mano izquierda (2003)
- Ignacio Gómez Jaramillo (2003)
- Tesoros del Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario. 350 años (2003)
- Manos en el arte colombiano (2003)
- Historia de la Fotografía en Colombia. Museo de Arte Moderno de Bogotá (1983)
- Arenas Betancourt. Un realista más allá del tiempo (1986)
- Los Figueroa. Aproximación a su época y a su pintura (1986)
- Andrés de Santa María (1985)
- Ricardo Gómez Campuzano (1987)
- El encanto de Bogotá (1987)
- Manizales de ayer. Album de fotografías (1987)
- Ramírez Villamizar. Museo de Arte Moderno de Bogotá (1984)
- La transformación de Bogotá (1982)
- Las fronteras azules de Colombia (1985)
- Botero en el Museo Nacional de Colombia. Nueva donación 2004 (2004)
- Gonzalo Ariza. Pinturas (1978)
- Grau. El pequeño viaje del Barón Von Humboldt (1977)
- Bogotá Viva (2004)
- Albergues del Libertador en Colombia. Banco de la República (1980)
- El Rey triste (1980)
- Gregorio Vásquez (1985)
- Ciclovías. Bogotá para el ciudadano (1983)
- Negret escultor. Homenaje (2004)
- Mefisto. Alberto Iriarte (2004)
- Suramericana. 60 Años de compromiso con la cultura (2004)
- Rostros de Colombia (1985)
- Flora de Los Andes. Cien especies del Altiplano Cundi-Boyacense (1984)
- Casa de Nariño (1985)
- Periodismo gráfico. Círculo de Periodistas de Bogotá (1984)
- Cien años de arte colombiano. 1886 - 1986 (1985)
- Pedro Nel Gómez (1981)
- Colombia amazónica (1988)
- Palacio de San Carlos (1986)
- Veinte años del Sena en Colombia. 1957-1977 (1978)
- Bogotá. Estructura y principales servicios públicos (1978)
- Colombia Parques Naturales (2006)
- Érase una vez Colombia (2005)
- Colombia 360°. Ciudades y pueblos (2006)
- Bogotá 360°. La ciudad interior (2006)
- Guatemala inédita (2006)
- Casa de Recreo en Colombia (2005)
- Manzur. Homenaje (2005)
- Gerardo Aragón (2009)
- Santiago Cárdenas (2006)
- Omar Rayo. Homenaje (2006)
- Beatriz González (2005)
- Casa de Campo en Colombia (2007)
- Luis Restrepo. construcciones (2007)
- Juan Cárdenas (2007)
- Luis Caballero. Homenaje (2007)
- Fútbol en Colombia (2007)
- Cafés de Colombia (2008)
- Colombia es Color (2008)
- Armando Villegas. Homenaje (2008)
- Manuel Hernández (2008)
- Alicia Viteri. Memoria digital (2009)
- Clemencia Echeverri. Sin respuesta (2009)
- Museo de Arte Moderno de Cartagena de Indias (2009)
- Agua. Riqueza de Colombia (2009)
- Volando Colombia. Paisajes (2009)
- Colombia en flor (2009)
- Medellín 360º. Cordial, Pujante y Bella (2009)
- Arte Internacional. Colección del Banco de la República (2009)
- Hugo Zapata (2009)
- Apalaanchi. Pescadores Wayuu (2009)
- Bogotá vuelo al pasado (2010)
- Grabados Antiguos de la Pontificia Universidad Javeriana. Colección Eduardo Ospina S. J. (2010)
- Orquídeas. Especies de Colombia (2010)
- Apartamentos. Bogotá (2010)
- Luis Caballero. Erótico (2010)
- Luis Fernando Peláez (2010)
- Aves en Colombia (2011)
- Pedro Ruiz (2011)
- El mundo del arte en San Agustín (2011)
- Cundinamarca. Corazón de Colombia (2011)
- El hundimiento de los Partidos Políticos Tradicionales venezolanos: El caso Copei (2014)
- Artistas por la paz (1986)
- Reglamento de uniformes, insignias, condecoraciones y distintivos para el personal de la Policía Nacional (2009)
- Historia de Bogotá. Tomo I - Conquista y Colonia (2007)
- Historia de Bogotá. Tomo II - Siglo XIX (2007)
- Academia Colombiana de Jurisprudencia. 125 Años (2019)
- Duque, su presidencia (2022)
Seis
Maíz. Capellanía, Cundinamarca. Betty Elder.
Arroz. Casanare. Juan Camilo Segura.
Buenaventura, Valle del Cauca. Aldo Brando.
Indígena. Amazonas. Kenneth Garret.
Quibdó, Chocó. Nereo López.
Indígena. Orinoco. Gaviotas.
Indígena arhuaco. Sierra Nevada de Santa Marta. Cristóbal von Rothkirch.
Maní, Casanare. Vicky Ospina.
Minero. Marmato, Caldas. Fernando Urbina.
Laboreo de oro. Marmato, Caldas. Fernando Urbina.
Minas de oro. Marmato, Caldas. Fernando Urbina.
Mina. Otanche, Boyacá. Kenneth Garret.
Muzo, Boyacá. Kenneth Garret.
Segovia, Antioquia. Gabriel Vieira.
Proceso artesanal de la sal. Cundinamarca. Fernando Urbina.
Finca lechera. Gallinazo, Caldas. Jorge Eduardo Arango.
Ladrillera artesanal. Chinchiná, Caldas. José Fernando Machado.
Trapiche. Villeta, Cundinamarca. León Duque.
Sogamoso, Boyacá. José Fernando Machado.
Carretera veredal. Jardín, Antioquia. Jorge Eduardo Arango.
Sombrerera. Sandoná, Nariño. José Fernando Machado.
Artesano. Taganga. Magdalena. José Fernando Machado.
Alfarera. Nátaga, Huila. José Fernando Machado.
Tejedor de redes. Mediacanoa, Valle del Cauca. José Fernando Machado.
Tejedora de sombrero “vueltiao”. San Andrés de Sotavento, Córdoba. José Fernando Machado.
Remendando la red. Piedras, Tolima. José Fernando Machado.
Monguí, Boyacá. Diego Samper.
Recogiendo cebolla. La Cumbre, Valle del Cauca. José Fernando Machado.
Trapiche. Fosca, Cundinamarca. José Fernando Machado.
Arreglando la cerca. Pitalito, Huila. José Fernando Machado.
Lana. Santander de Quilichao, Cauca. José Fernando Machado.
Desenredando la cabuya. Cocorná, Antioquia. José Fernando Machado.
Taller de barniz. Pasto, Nariño. José Fernando Machado.
Telar para costales de fique. Nariño, Nariño. José Fernando Machado.
Carda de fique. Curití, Santander. José Fernando Machado.
Tallador artesanal. Tangua, Nariño. José Fernando Machado.
Tejedora de sombreros. Santa Rosa, Nariño. José Fernando Machado.
Hilandera de fique. Consacá, Nariño. José Fernando Machado.
Tejedor de mimbre. Mompós, Bolívar. Pilar Gómez.
Hilandera de fique. Nariño, Nariño. José Fernando Machado.
Tejedora de cobijas. Timbío, Cauca. José Fernando Machado.
Sombrerera. Sandoná, Nariño. José Fernando Machado.
Sastre. Sandoná, Nariño. José Fernando Machado.
A ventear el maíz y así quitar lo que le sobra. El maíz, la caña de maíz en la adivinanza de niños: Varita, varita / de mucho primor, / que abajo echa el grano / y arriba la flor. O la de su mazorca seca: En aquel alto muy alto / hay un pobre franciscano: / Tiene dientes y no come, / tiene pelo y no es cristiano. El maíz que da la arepa, que a su vez dio la despedida: Adiós mamita querida / que ya tu hijito se va: / Echále la arepa grande / que tal vez ni volverá…
Tallo de maíz, tallo de los grandes árboles, fresco olor de la madera recién aserrada, frescura en sus hojas y ramas ausentes, animales ausentes que la selva continúe dando su esencia dura, pero sin agotarla. Madera para la cuna, madera para el ataúd, madera para la mesa donde la familia se congrega, madera para la habitación del hombre. Madera para canoas y navíos, para techos y muelles. Madera para todo lo que la especie necesite.
La barequera, el barequero, búsqueda de la pinta de oro en el barro fluvial, otro antiguo oficio del hombre y su codicia. “La barequera —dice el muralista Pedro Nel Gómez— es única en el mundo, la madre, la vieja, la muchacha, la niña, eso no se vio en ninguna otra civilización. Semidesnuda se mete a los ríos, saca la arena, la lava en su batea. El símbolo es la batea. La barequera es una figura monumental, en medio de las aguas su cuerpo es una expresión plástica de alta costura”. Y don Tomás Carrasquilla: “Si el oro es ladino y ardidoso más lo es el minero. Sacarlo es su brujería máxima… Tomando la circular batea, la hunde en el asiento del canalón, la saca colmada y empieza. Derrame aquí, derrame allá, botadura de un lado, botadura de otro, baile va, meneo viene, lo craso se va eliminando, lo delgado se va eliminando…” Amarillo el oro, negro el carbón, dura la vida minera.
Hacer de todo es otro de los extraños oficios del campo, todos los oficios menos el de hacer nada. Ordeñar, encanecar la leche, cuajarla... Y cuidar ganado y encerrar terneros y limpiar establos y madrugar horas antes de que el sol madrugue. Y modelar ladrillos para muros y habitaciones, se sigue trabajando la arcilla, carne de nuestra carne, barro de nuestro barro y lejano al principio cuando apenas éramos una simple cerámica...
Es grato el olor que deja la molienda en el ámbito, caliente el horno con leña y bagazo, caliente el guarapo en los primeros peroles, hirviente la miel al espesarse en otras pailas, nutritivos los panes que deja la caña. La miel que da la panela, / panela que da la plata / pa comprar a la mujer, es un decir coplero: ahora al hombre, tal vez afortunadamente y como dice el refrán, “se le está poniendo el dulce a mordiscos”.
Cascada blanca al fondo, y un hombre con su racimo de plátano sobre una balsa de troncos secos, y el río turbio cansado de agua y tierra en la exuberancia de la vegetación. Y entre ella el tractor para la caña dulce y el bus de escaleras en la carretera a Jardín, casi el pueblo más hermoso de Colombia. Y el hombre y su burrita contra la sed del trópico, y la canoa indígena, limpias la familia y la corriente. Y el barco para el progreso recién llegado y el ciclista frente a la soledad de un paisaje solemne.
Bagazo de caña para el horno ardiente, para la melaza hirviente, para el papel de editar libros. Bagazo… Si te rallan como coco / y te botan el bagazo / y te queman como leña, / con la ceniza me caso —dice la copla costeña. Y saltando a otros oficios, aquí está el sastre que da de vestir; también ellos son la sencillez y la malicia campesinas, el habla sabrosa y comunicativa sin desatender lo que la mano hace.
El niño todero es una institución en montañas, ciudades y caseríos, pero especialmente en el campo, donde ejerce los más comunes y los más extraños oficios: Déle al canalete y a la canoa en agua de mar y río; déle a la carga, esta vez de hojas de palma que cubrirán un rancho o una casa; déle al arreo del ganado jovial, de un corral a otro. Déle, déle… Sus cortos años saben de tareas rudas, de bultos grandes, de viajes largos.
La Cosecha
Texto de: Manuel Mejía Vallejo
Ha llegado la cosecha. Los cafetos se rinden de frutas rojas —uvas excitantes, labios de doncella, besos hechos fruto bajo las hojas humedecidas y brillantes.
Sobre los caminos ondulados, hacia los cafetales, van las chapoleras. Se internan por los arbustos prolíficos, desgranándolos como si fueran mazorcas. También quieren ellas ganar dinero para comprarse trajes nuevos que estrenarán en las fiestas. Van en grupos aparte de los hombres, que entre los cafetales se vuelven atrevidos. Sin embargo, algunas se separan de las demás por su propio riesgo, para ojearse y conversar con sus prometidos o con quienes las dejaron cuitadas en cualquier parranda anterior. Pero no todas son jóvenes. Hay también cuarentonas y aun niñas que desgranan los gajos agobiados por su carga madura.
Sombreros alones algunos, puestos despreocupadamente, o alicortos con barboquejo de moño. Faldas de dibujos vivos, los pies desnudos dejan ver robustas pantorrillas al levantar los brazos, bajo la blusa de alto escote se esculpe patético el busto. En las caras descurtidas la sonrisa parlanchina en fruto abierto y los ojos café molido que hablan con la mirada. Suelto o recogido en trenzas, se desmadeja el cabello sobre las espaldas como la noche sobre los campos montañosos.
Ha llegado la cosecha. Y allí están las chapoleras. Las hay de todas partes: de La Cristalina y San Joaquín, río arriba; de San José y Santa Inés, río abajo. Entre los peones, algunos enamorados improvisan cantos en voz sonora o destemplada: Río San Juan que vas tan lejos, / llevále este cantar. / Decíle que estoy solo y que la quiero, / río San Juan. La tonada sube por los guamos y roza las hojas haciéndolas temblar hasta llegar a oídos de las chapoleras.
—Ese es El Negro, Claudina, que canta pa vos —habla Rosa.
—Acaso es mi novio… —arguye con sonrisa timidona.
—¡Eso son vacas! No haberle visto las caritas que ti-hace. Y vos que t’embelesás.
Pero cerca de ellas otra tonada, arrancada del cancionero popular, interrumpe el diálogo chapoleril:
Anoche soñé, señora,
que dos negros me mataban:
Eran tus hermosos ojos
que encendidos me miraban.
—Esa es pa vos, Rosa —se desquita la otra—. Y por las llagas de Cristo, en qué pensás que no li-hacés caso. Si Rey es de lo mejorcito de por aquí, y ya le está dando quemancia de irse p´al Cauca.
Ella no responde y sigue cogiendo café nerviosamente. Una voz cascada y ronca se deja oír:
—¡Ah güeno cuarent ‘años menos, caray!
Es Eulogio en añoranzas de juventud. Y para una de las cuarentonas:
Qué bien tiembla el mundo,
qué bien se menea,
que ‘tando a tu lao
me güelvo jalea.
La carcajada es general. Todos saborean la picardía oculta en cada una de sus intervenciones.
—Ejate y verás, mano, cómo le cuento a Rita si seguís con esos embelecos.
—¡Ju!, élantélla soy más jodido. Go si no, demóscaros, ¿pa qué semos hombres?
Oiga su mercé: Que tando a tu lao / me güelvo jalea.
Los pequeños cestos atados a la cintura se van llenando de rubíes vegetales y el aire de risas y canciones. En tiempo de cosecha todo es alegría de cafetos rendidos, de churimos y guamos, de arroyos y montañas. Alegría del amor y de la fe con tremular de banderas en cada entonación.
Ha llegado la cosecha. El día se abre con aliento de tonadas y reguero de esperanzas. Esperanza en el amor, esperanza en el tiempo, fe y esperanza en la vida. Todo ríe y tiembla con temblor de espiga al madurar. Desde los cedros en la cumbre hasta las aguas tranquilas de los lagos o las que se desprenden en furiosa catarata. Desde el viento que lleva rumbo sur con aleteo de aves, hasta las flores primeras de naranjos y limoneros. Desde el corazón de las chapoleras hasta los labios masculinos que sienten otros labios abiertos a la entrega. Murmullos desleídos en música, brisa del San Juan que riega aromas para besar el campo, sinfonía profunda de la selva. Todo canta y ríe con la tierra extendida gozosamente a la mañana como el alba trémula de los enamorados.
Ha llegado la cosecha. El día se tiende al sol tibio y bueno que dirige la fiesta terrestre. El retumbar del río suena a euforia de tambores, los arroyuelos son armas o cuerdas de una inmensa arpa. Pañuelos que saludan la mañana son las nubes desleídas en el aire en besos temblorosos, o escalones de nácar para subir al cielo. El viento lleva y trae el amor en cada canto. Es el tiempo de los frutos en sazón, desde el vegetal enhiesto hasta los senos durones de las campesinas. Y el amor también florece, y da frutos, y sus frutos son más dulces que la miel del café maduro, más vivificantes que su jugo anochecido, más hermosos que su florescencia blanca y perfumada.
—¡Ha llegado la cosecha!
Es el tiempo en que las chapoleras guardan suavidad de brisa. En cada pecho almibara una ilusión como el panal en la colmena. Y el Quimulá vuelve a ser el lugar de leyenda, alto de los goces, sonata de las anochecidas. ¿Qué importa si el contento es breve y fugaz el sueño alucinante? ¿Qué importa la vuelta a la brega que cansa, el trabajo que no tiene fin? Es tiempo de cosecha y las caras están alegres y alegres los corazones.
Cuando llegue la Cosecha
Texto de: Roberto Londoño Villegas (Luis Donoso)
Sí lector: en las idas y venidas
de este mundo pictórico y falace,
observamos las gentes prevenidas
que la cosecha del café es la base
de las dulces promesas no cumplidas.
Le preguntaba ayer Juana Montero
a su esposo Atenógenes Mahecha:
—¿Siempre piensas llevarme al extranjero?
Y su consorte contestó ligero:
—Sí, mi amor… ¡cuando llegue la cosecha!
Me decía un amigo cafetero:
—Yo le debo a don Plácido un sombrero
y un flux a Blas, desde vigencia luenga.
Debo pagar aquellas cuentas. Pero…
¡hay que esperar que la cosecha venga!
Margot a Armando, con su voz de endecha
y con acento blando:
—¿Cuándo será la ambicionada fecha
de nuestro enlace, mi querido Armando?
—Muy pronto, vida mía…
—¿Pero, cuándo?
—¡Ay, mi amor, cuando llegue la cosecha!
Le pregunté al señor sepulturero:
—¿Tiene muchos entierros, don Severo?
—Muy pocos son “manque la gente briegue”,
pues ya nadie morirse se propone,
voy a esperar que la cosecha llegue
a ver si este negocio se compone.
Dice el otro: —No hay nada en mi ropero,
pues mi ropa se encuentra ya deshecha.
Debo salir de tal atolladero
y de tan graves circunstancias… Pero,
¡hay que esperar que venga la cosecha!
Doña Inés a su esposo don Bautista:
—Tengo que hacerme ver de algún dentista,
antes de que a mis dientes se les llegue
la hora final y que les pase un chasco…
—Tienes razón, voy a esperar a que llegue
la cosecha… ¡y entonces te complazco!
Que le pague esta cuenta a don Carmelo
porque se encuentra en situación estrecha…
—Dígale que muy pronto la cancelo…
—¿Y cuándo?
—¡Pues cuando llegue la cosecha!
Dulces promesas de contorno bello…
Carameleos, ilusión de pega…
Mas cuando estamos en la dura brega
de cumplir todo aquello,
¡la maldita cosecha nunca llega!
Región Pacífica
Texto de: Manuel Mejía Vallejo
Hace ya muchos años andábamos de olvido por tierras del Chocó, maltratado el corazón por asuntos que le concernían y que nos iba echando en cara permanentemente. De esos hechos sin mayor anécdota viene aquella décima que invocó otros tiempos de ternura y amor y nos repitió la pena, amansada ya en nuestra constancia:
Llovían cielos nubados
por las selvas del Chocó,
llovía tanto que yo
tuve los ojos mojados.
En esos tiempos llorados
nunca de llanto se hablaba,
aunque la pena sobraba
con tan húmedo rigor,
que no sabía el amor
si llovía o si lloraba.
Por aquellos lados nos enviciaron al chontaduro y nos dieron a probar el borojó, por si hacía falta en los enamoramientos. “El Borojó, Borojoa patinoi, fruto milagroso no exento de la magia del litoral, acompaña casi sin excepción el huerto de la familia chocoana. Es una rubiácea (pariente del café), que da un fruto grande, globoso, de gran valor nutritivo. Arbusto de rápido crecimiento y fácil reproducción, debería promoverse también a otras regiones del país como un aporte del Pacífico a la nutrición de los colombianos”.
Nutrición… Es raro el hecho de que haya desnutrición en un paraíso de pesca y vegetales con la total generosidad de sus frutos, desde el chontaduro hasta el árbol del pan. Y para la pesca, la profusión de corvinas y bacalaos, meros y lisas, mojarras, pargos y róbalos junto a los camarones de fuerte y grato sabor.
Con sus mil trescientos noventa y dos kilómetros de costa, de salto en salto sus pueblos y ciudades pequeñas llenas de amargura y color, Tumaco y Guapi, Timbiquí, Micay y Buenaventura, y de aquí los barcos madereros hacia tantas partes del mundo, y luego Bahía Solano y la ensenada de Utría, uno de los sitios más interesantes y hermosos de la tierra.
Chocó, donde hay tantas ranitas kokoy para el veneno mortal, donde la lluvia cae como si fuera la esperanza. En 1501 lo descubrió Rodrigo de Bastidas, poco más tarde Balboa fundó nuestra primera ciudad, Santa María la Antigua del Darién: de allí partió una expedición que descubrió el Mar del Sur u Océano Pacífico. Peces y reptiles entre su fauna, manatíes, zorros, pumas, perros de monte, tigrillos, dantas, ese tapir que da la Uña de la Gran Bestia para las brujerías del campo, religión y misterio, leyendas de los indios Cunas, sus artesanías, chocoes o citaraes, noanamaes o cholos, los emberas, personas a lo grande, y todas las mezclas de creencias y coloridos.
Chocó, el Valle, Cauca y Nariño. Indígenas y negros que trabajan el oro y el platino, mestizos, mulatos, zambos, cuarterones, raza amarga y esperanzada a todo lo largo y ancho de su territorio lleno de ríos, el Patía, el Baudó, el San Juan, el Atrato, y sobre ellos micos bullosos en las ramazones, bandadas de loros y patos trashumantes, algarabía del trópico ardiente.
Y Tumaco al sur y su cultura cerámica de largas antigüedades, y Gorgona mar adentro, antes prisión para delitos graves, ahora otra vez paraíso ecológico. Y nuevamente en la costa continental, allí el cultivo de camarones y la pesca milagrosa, minas, maderas y aires musicales de ritmo seguro, la contradanza y el currulao, el patacoré y el mapalé chocoano, y la inocencia celestial de los “Alabaos” al Niño: Mira qué bonito lo vienen bajando, / con ramos de flores lo van adorando…
Viento y Lluvia
Texto de: Francisco José de Caldas
Llueve la mayor parte del año. Ejércitos inmensos de nubes se lanzan en la atmósfera del seno del Océano Pacífico. El viento oeste que reina constantemente en estos mares, las arroja dentro del continente; los Andes las detienen en la mitad de su carrera. Aquí se acumulan y dan a esas montañas un aspecto sombrío y amenazador; el cielo desaparece; por todas partes no se ven sino nubes pesadas y negras que amenazan a todo ser viviente. Una calma sofocante sobreviene; este es el momento terrible; ráfagas de viento dislocadas arrancan árboles enormes; explosiones eléctricas, truenos espantosos; los ríos salen de su lecho; el mar se enfurece; olas inmensas vienen a estrellarse contra las costas; el cielo se confunde con la tierra y todo parece que anuncia la ruina del universo. En medio de este conflicto el viajero palidece, mientras que el habitante del Chocó duerme tranquilo en el seno de su familia. Una larga experiencia le ha enseñado que los resultados de estas convulsiones de la naturaleza son pocas veces funestos; que todo se reduce a luz y agua y ruido, y que dentro de pocas horas se restablece el equilibrio y la serenidad…
El Barniz de Pasto
Texto de: Manuel Mejía Vallejo
En el año 700 antes de Cristo, los artistas de Tiartal, Tuza y Capulí, eran ya maestros en el arte del decorado en negativo: usaban cera de abejas en aquellas partes de la cerámica que no habían de recibir color. Seguramente fueron ellos investigando nuevas substancias para la decoración cerámica, quienes descubrieron el mopa-mopa. Herencia milenaria de los indígenas, en Nariño se desarrolla esta técnica única en el mundo: el barniz de Pasto. Del árbol se cosecha una resina que cubre los retoños. La resina es alistada y purificada por un completo proceso de ablandamiento, mezcla con pigmentos naturales etc., del que se obtiene finalmente un chicle estirado a la forma de láminas muy delgadas. Con ellas se recubren los objetos de madera por decorar y se dibuja en negativo: entresacando con cuchilla los sobrantes. Esta técnica y la especie que la sostiene, son un tesoro cultural y ecológico de Colombia para el mundo. (El Tiempo, Atlas panorámico de Colombia).
Selvas y Bosques
Texto de: Manuel Mejía Vallejo
La Hermosura, Santander.
En un principio fue la selva en grande, árboles y árboles que cantaran Jorge Isaacs, José Eustasio Rivera y Rómulo Gallegos, lianas y cálida humedad, tambochas y caimanes, arañas y zancudos, conejos y venados, pumas y tigres, osos y serpientes, aves de diferentes colores y tamaños, libélulas y mariposas. Eran las quebradas abismales y los anchos ríos de azarosa mansedumbre, eran los cerros y las llanuras repletas de ramas y de vida. Después vino el hombre y comenzó el daño mayor porque protagonizó la gran tala y los desajustes ecológicos.
“Si quieres llegar a mi corazón, rodea tu casa de árboles” —cantó Jorge Rojas.
Árboles de Colombia, los de climas fríos y climas ardientes, los de climas templados hasta los del páramo escueto, de vientos arrasantes… Altos, bajos, medianos, casi rastreros, con las trepadoras y el plantío hacen de nuestros bosques sobrevivientes algo todavía entrañable, donde habitan cuadrúpedos de comunes o extrañas apariencias, aves y mariposas que convirtieron por este aspecto a nuestro país en el más rico del mundo. Ahora va dejando de serlo, sólo voces aisladas claman contra una próxima desolación. Porque las talas continuas, el uso indebido del hacha y de la sierra, el desprotegimiento de las aguas en sus nacimientos y en su curso hacia otros ríos o hacia el mar, están permitiendo que éste, que fuera el país más prodigioso en maderas y aguas y animales, vaya poco a poco, irrevocablemente, convirtiéndose en un desierto de pegujales al capricho de los ventarrones.
¿Hasta dónde aguantarán nuestras reservas acuáticas y forestales? Quizá no sea disculpa suficiente lo de nuevos espacios para la agricultura y la ganadería al por mayor, se ha repetido que no son fértiles las selvas por colonizar, especialmente las que dan al Amazonas. «Una vez desaparece el bosque original que lo alimentaba y enriquecía con nutrientes, su aparente riqueza se desvanece sin la cobertura del follaje que lo protege de los rayos directos del sol, se endurece hasta formar una especie de costra resistente a las raíces de las nuevas plantas, y sin poderse renovar, una vez se ha talado la selva, se empobrece. Un par de cosechas la agotan».
¿Sí habrá posibilidad, o necesidad de nuevas colonizaciones masivas? El fenómeno de la del Quindío, Caldas, Risaralda fue una urgencia de expansión en el momento en que lo requería una población que aumentaba y aumentaba con desventaja frente a sus necesidades de subsistencia y progreso. Además sobraban terrenos baldíos para tantos crecimientos familiares, así el indio fuera la víctima propiciatoria, arrinconado cada vez más hacia territorios alejados de la civilización, si puede llamarse civilización lo poco que se les ha ofrecido.
Además, ya que el indio autóctono fue el primer campesino que conoció América, su tierra, dejémosle el espacio vital suficiente y ayudémosle a conservar su cultura de milenios, o a recuperarla en un sentido inverso a aquel en que la ha perdido, por demagogia de unos pocos y por un equivocado sentido de la evangelización.
Pero si perdimos extensiones y más extensiones de selva en todos los sitios cardinales, podemos recuperar los bosques y hacer de ellos sitios para que no mueran arroyos y ríos, para que regresen y se reproduzcan los animales nativos, para que el hombre encuentre un ambiente mejor y haga posible una mejor calidad de vida. Y que vuelvan a florecer sin temor las sencillas flores del campo, y que las orquídeas no sean privilegio de coleccionistas o adorno egoísta de jardines exclusivos, sino que abunden en los gajos como antes y brille en ellos la catleya, nuestra flor nacional. Y que regresen también pájaros y mariposas, y que el aire sea nuevo y los vientos lleven por él los aromas silvestres, y en ellos la salud para el cuerpo y el contento para los ojos, los que miran y los que saben sobrecogerse en el entusiasmo. Y que esto no llegue a ser como casi siempre ocurre, otra de las ingenuas utopías con que a veces sueña el cansancio de la vida moderna. Hace poco leía en alguna publicación lo que fluctuaba entre la ingenuidad y la urgencia de aplicarlo: se trataba de un ordenamiento destinado a mejorar el medio ambiente, según el almanaque: Enero: mes de la fauna. Febrero: mes de los peces. Marzo: mes de las aves. Abril: mes de las lluvias. Mayo: mes de las flores. Junio: mes del medio ambiente. Julio: mes del mar. Agosto: mes de los vientos. Septiembre: mes de los suelos. Octubre: mes de los bosques. Noviembre: mes de la naturaleza. Diciembre: mes de los líquenes y de los musgos.
Aunque, mirándolo mejor, cada día sería dedicado a lo que aquí se adjudica para cada mes. ¡Cuánto podría mejorar la vida del hombre, y cuánto ganaría en su agradecimiento la madre tierra!
Canto a la Selva
Texto de: Jose Eustasio Rivera
¡Oh selva, esposa del silencio, madre de la soledad y de la neblina! ¿Qué hado maligno me dejó prisionero en tu cárcel verde? Los pabellones de tus ramajes, como inmensa bóveda, siempre están sobre mi cabeza entre mi aspiración y el cielo claro, que sólo entreveo cuando tus copas estremecidas mueven tu oleaje, a la hora de tus crepúsculos angustiosos. ¿Dónde estará la estrella querida que de tarde pasea las lomas? Aquellos celajes de oro y múrice con que se viste el ángel de los ponientes, ¿por qué no tiemblan en tu dombo? ¡Cuántas veces suspiró mi alma adivinando a través de tus laberintos el reflejo del astro que empurpura las lejanías, hacia el lado de mi país, donde hay llanuras inolvidables y cumbres de corona blanca, desde cuyos picachos me vi a la altura de las cordilleras! ¿Sobre qué sitio erguirá la luna su apacible faro de plata? ¡Tú me robaste el ensueño del horizonte y sólo tienes para mis ojos la monotonía de tu cenit, por donde pasa el plácido albor, que jamás alumbra las hojarascas de tus senos húmedos!
Tú eres la catedral de la pesadumbre, donde dioses desconocidos hablan a media voz en el idioma de los murmullos prometiendo longevidad a los árboles imponentes, contemporáneos del paraíso, que eran ya decanos cuando las primeras tribus aparecieron y esperan impasibles el hundimiento de los siglos venturosos. Tus vegetales forman sobre la tierra la poderosa familia que no se traiciona nunca. El abrazo que no pueden darse tus ramazones lo llevan las enredaderas y los bejucos, y eres solidaria hasta en el dolor de la hoja que cae. Tus multísonas voces forman un solo eco al llorar por los troncos que se desploman, y en cada brecha los nuevos gérmenes apresuran sus gestaciones. Tú tienes la adustez de la fuerza cósmica y encarnas un misterio de la creación. No obstante, mi espíritu sólo se aviene con lo inestable, desde que soporta el peso de tu perpetuidad, y, más que a la encina de fornido gajo, aprendió a amar a la orquídea lánguida porque es efímera como el hombre y marchitable como su ilusión.
¡Déjame huir, oh selva, de tus enfermizas penumbras, formadas con el hálito de los seres que agonizaron en el abandono de tu majestad!
¡Tú misma pareces un cementerio enorme donde te pudres y resucitas! ¡Quiero volver a las regiones donde el secreto no aterra a nadie, donde es imposible la esclavitud, donde la vista no tiene obstáculos y se encumbra el espíritu en la luz libre! ¡Quiero el calor de los arenales, el espejo de las canículas, la vibración de las pampas abiertas! ¡Déjame tornar a la tierra de donde vine, para desandar esa ruta de lágrimas y sangre que recorrí en nefando día, cuando tras la huella de una mujer me arrastré por montes y desiertos, en busca de la Venganza, diosa implacable que sólo sonríe sobre las tumbas!
#AmorPorColombia
Seis
Maíz. Capellanía, Cundinamarca. Betty Elder.
Arroz. Casanare. Juan Camilo Segura.
Buenaventura, Valle del Cauca. Aldo Brando.
Indígena. Amazonas. Kenneth Garret.
Quibdó, Chocó. Nereo López.
Indígena. Orinoco. Gaviotas.
Indígena arhuaco. Sierra Nevada de Santa Marta. Cristóbal von Rothkirch.
Maní, Casanare. Vicky Ospina.
Minero. Marmato, Caldas. Fernando Urbina.
Laboreo de oro. Marmato, Caldas. Fernando Urbina.
Minas de oro. Marmato, Caldas. Fernando Urbina.
Mina. Otanche, Boyacá. Kenneth Garret.
Muzo, Boyacá. Kenneth Garret.
Segovia, Antioquia. Gabriel Vieira.
Proceso artesanal de la sal. Cundinamarca. Fernando Urbina.
Finca lechera. Gallinazo, Caldas. Jorge Eduardo Arango.
Ladrillera artesanal. Chinchiná, Caldas. José Fernando Machado.
Trapiche. Villeta, Cundinamarca. León Duque.
Sogamoso, Boyacá. José Fernando Machado.
Carretera veredal. Jardín, Antioquia. Jorge Eduardo Arango.
Sombrerera. Sandoná, Nariño. José Fernando Machado.
Artesano. Taganga. Magdalena. José Fernando Machado.
Alfarera. Nátaga, Huila. José Fernando Machado.
Tejedor de redes. Mediacanoa, Valle del Cauca. José Fernando Machado.
Tejedora de sombrero “vueltiao”. San Andrés de Sotavento, Córdoba. José Fernando Machado.
Remendando la red. Piedras, Tolima. José Fernando Machado.
Monguí, Boyacá. Diego Samper.
Recogiendo cebolla. La Cumbre, Valle del Cauca. José Fernando Machado.
Trapiche. Fosca, Cundinamarca. José Fernando Machado.
Arreglando la cerca. Pitalito, Huila. José Fernando Machado.
Lana. Santander de Quilichao, Cauca. José Fernando Machado.
Desenredando la cabuya. Cocorná, Antioquia. José Fernando Machado.
Taller de barniz. Pasto, Nariño. José Fernando Machado.
Telar para costales de fique. Nariño, Nariño. José Fernando Machado.
Carda de fique. Curití, Santander. José Fernando Machado.
Tallador artesanal. Tangua, Nariño. José Fernando Machado.
Tejedora de sombreros. Santa Rosa, Nariño. José Fernando Machado.
Hilandera de fique. Consacá, Nariño. José Fernando Machado.
Tejedor de mimbre. Mompós, Bolívar. Pilar Gómez.
Hilandera de fique. Nariño, Nariño. José Fernando Machado.
Tejedora de cobijas. Timbío, Cauca. José Fernando Machado.
Sombrerera. Sandoná, Nariño. José Fernando Machado.
Sastre. Sandoná, Nariño. José Fernando Machado.
A ventear el maíz y así quitar lo que le sobra. El maíz, la caña de maíz en la adivinanza de niños: Varita, varita / de mucho primor, / que abajo echa el grano / y arriba la flor. O la de su mazorca seca: En aquel alto muy alto / hay un pobre franciscano: / Tiene dientes y no come, / tiene pelo y no es cristiano. El maíz que da la arepa, que a su vez dio la despedida: Adiós mamita querida / que ya tu hijito se va: / Echále la arepa grande / que tal vez ni volverá…
Tallo de maíz, tallo de los grandes árboles, fresco olor de la madera recién aserrada, frescura en sus hojas y ramas ausentes, animales ausentes que la selva continúe dando su esencia dura, pero sin agotarla. Madera para la cuna, madera para el ataúd, madera para la mesa donde la familia se congrega, madera para la habitación del hombre. Madera para canoas y navíos, para techos y muelles. Madera para todo lo que la especie necesite.
La barequera, el barequero, búsqueda de la pinta de oro en el barro fluvial, otro antiguo oficio del hombre y su codicia. “La barequera —dice el muralista Pedro Nel Gómez— es única en el mundo, la madre, la vieja, la muchacha, la niña, eso no se vio en ninguna otra civilización. Semidesnuda se mete a los ríos, saca la arena, la lava en su batea. El símbolo es la batea. La barequera es una figura monumental, en medio de las aguas su cuerpo es una expresión plástica de alta costura”. Y don Tomás Carrasquilla: “Si el oro es ladino y ardidoso más lo es el minero. Sacarlo es su brujería máxima… Tomando la circular batea, la hunde en el asiento del canalón, la saca colmada y empieza. Derrame aquí, derrame allá, botadura de un lado, botadura de otro, baile va, meneo viene, lo craso se va eliminando, lo delgado se va eliminando…” Amarillo el oro, negro el carbón, dura la vida minera.
Hacer de todo es otro de los extraños oficios del campo, todos los oficios menos el de hacer nada. Ordeñar, encanecar la leche, cuajarla... Y cuidar ganado y encerrar terneros y limpiar establos y madrugar horas antes de que el sol madrugue. Y modelar ladrillos para muros y habitaciones, se sigue trabajando la arcilla, carne de nuestra carne, barro de nuestro barro y lejano al principio cuando apenas éramos una simple cerámica...
Es grato el olor que deja la molienda en el ámbito, caliente el horno con leña y bagazo, caliente el guarapo en los primeros peroles, hirviente la miel al espesarse en otras pailas, nutritivos los panes que deja la caña. La miel que da la panela, / panela que da la plata / pa comprar a la mujer, es un decir coplero: ahora al hombre, tal vez afortunadamente y como dice el refrán, “se le está poniendo el dulce a mordiscos”.
Cascada blanca al fondo, y un hombre con su racimo de plátano sobre una balsa de troncos secos, y el río turbio cansado de agua y tierra en la exuberancia de la vegetación. Y entre ella el tractor para la caña dulce y el bus de escaleras en la carretera a Jardín, casi el pueblo más hermoso de Colombia. Y el hombre y su burrita contra la sed del trópico, y la canoa indígena, limpias la familia y la corriente. Y el barco para el progreso recién llegado y el ciclista frente a la soledad de un paisaje solemne.
Bagazo de caña para el horno ardiente, para la melaza hirviente, para el papel de editar libros. Bagazo… Si te rallan como coco / y te botan el bagazo / y te queman como leña, / con la ceniza me caso —dice la copla costeña. Y saltando a otros oficios, aquí está el sastre que da de vestir; también ellos son la sencillez y la malicia campesinas, el habla sabrosa y comunicativa sin desatender lo que la mano hace.
El niño todero es una institución en montañas, ciudades y caseríos, pero especialmente en el campo, donde ejerce los más comunes y los más extraños oficios: Déle al canalete y a la canoa en agua de mar y río; déle a la carga, esta vez de hojas de palma que cubrirán un rancho o una casa; déle al arreo del ganado jovial, de un corral a otro. Déle, déle… Sus cortos años saben de tareas rudas, de bultos grandes, de viajes largos.
La Cosecha
Texto de: Manuel Mejía Vallejo
Ha llegado la cosecha. Los cafetos se rinden de frutas rojas —uvas excitantes, labios de doncella, besos hechos fruto bajo las hojas humedecidas y brillantes.
Sobre los caminos ondulados, hacia los cafetales, van las chapoleras. Se internan por los arbustos prolíficos, desgranándolos como si fueran mazorcas. También quieren ellas ganar dinero para comprarse trajes nuevos que estrenarán en las fiestas. Van en grupos aparte de los hombres, que entre los cafetales se vuelven atrevidos. Sin embargo, algunas se separan de las demás por su propio riesgo, para ojearse y conversar con sus prometidos o con quienes las dejaron cuitadas en cualquier parranda anterior. Pero no todas son jóvenes. Hay también cuarentonas y aun niñas que desgranan los gajos agobiados por su carga madura.
Sombreros alones algunos, puestos despreocupadamente, o alicortos con barboquejo de moño. Faldas de dibujos vivos, los pies desnudos dejan ver robustas pantorrillas al levantar los brazos, bajo la blusa de alto escote se esculpe patético el busto. En las caras descurtidas la sonrisa parlanchina en fruto abierto y los ojos café molido que hablan con la mirada. Suelto o recogido en trenzas, se desmadeja el cabello sobre las espaldas como la noche sobre los campos montañosos.
Ha llegado la cosecha. Y allí están las chapoleras. Las hay de todas partes: de La Cristalina y San Joaquín, río arriba; de San José y Santa Inés, río abajo. Entre los peones, algunos enamorados improvisan cantos en voz sonora o destemplada: Río San Juan que vas tan lejos, / llevále este cantar. / Decíle que estoy solo y que la quiero, / río San Juan. La tonada sube por los guamos y roza las hojas haciéndolas temblar hasta llegar a oídos de las chapoleras.
—Ese es El Negro, Claudina, que canta pa vos —habla Rosa.
—Acaso es mi novio… —arguye con sonrisa timidona.
—¡Eso son vacas! No haberle visto las caritas que ti-hace. Y vos que t’embelesás.
Pero cerca de ellas otra tonada, arrancada del cancionero popular, interrumpe el diálogo chapoleril:
Anoche soñé, señora,
que dos negros me mataban:
Eran tus hermosos ojos
que encendidos me miraban.
—Esa es pa vos, Rosa —se desquita la otra—. Y por las llagas de Cristo, en qué pensás que no li-hacés caso. Si Rey es de lo mejorcito de por aquí, y ya le está dando quemancia de irse p´al Cauca.
Ella no responde y sigue cogiendo café nerviosamente. Una voz cascada y ronca se deja oír:
—¡Ah güeno cuarent ‘años menos, caray!
Es Eulogio en añoranzas de juventud. Y para una de las cuarentonas:
Qué bien tiembla el mundo,
qué bien se menea,
que ‘tando a tu lao
me güelvo jalea.
La carcajada es general. Todos saborean la picardía oculta en cada una de sus intervenciones.
—Ejate y verás, mano, cómo le cuento a Rita si seguís con esos embelecos.
—¡Ju!, élantélla soy más jodido. Go si no, demóscaros, ¿pa qué semos hombres?
Oiga su mercé: Que tando a tu lao / me güelvo jalea.
Los pequeños cestos atados a la cintura se van llenando de rubíes vegetales y el aire de risas y canciones. En tiempo de cosecha todo es alegría de cafetos rendidos, de churimos y guamos, de arroyos y montañas. Alegría del amor y de la fe con tremular de banderas en cada entonación.
Ha llegado la cosecha. El día se abre con aliento de tonadas y reguero de esperanzas. Esperanza en el amor, esperanza en el tiempo, fe y esperanza en la vida. Todo ríe y tiembla con temblor de espiga al madurar. Desde los cedros en la cumbre hasta las aguas tranquilas de los lagos o las que se desprenden en furiosa catarata. Desde el viento que lleva rumbo sur con aleteo de aves, hasta las flores primeras de naranjos y limoneros. Desde el corazón de las chapoleras hasta los labios masculinos que sienten otros labios abiertos a la entrega. Murmullos desleídos en música, brisa del San Juan que riega aromas para besar el campo, sinfonía profunda de la selva. Todo canta y ríe con la tierra extendida gozosamente a la mañana como el alba trémula de los enamorados.
Ha llegado la cosecha. El día se tiende al sol tibio y bueno que dirige la fiesta terrestre. El retumbar del río suena a euforia de tambores, los arroyuelos son armas o cuerdas de una inmensa arpa. Pañuelos que saludan la mañana son las nubes desleídas en el aire en besos temblorosos, o escalones de nácar para subir al cielo. El viento lleva y trae el amor en cada canto. Es el tiempo de los frutos en sazón, desde el vegetal enhiesto hasta los senos durones de las campesinas. Y el amor también florece, y da frutos, y sus frutos son más dulces que la miel del café maduro, más vivificantes que su jugo anochecido, más hermosos que su florescencia blanca y perfumada.
—¡Ha llegado la cosecha!
Es el tiempo en que las chapoleras guardan suavidad de brisa. En cada pecho almibara una ilusión como el panal en la colmena. Y el Quimulá vuelve a ser el lugar de leyenda, alto de los goces, sonata de las anochecidas. ¿Qué importa si el contento es breve y fugaz el sueño alucinante? ¿Qué importa la vuelta a la brega que cansa, el trabajo que no tiene fin? Es tiempo de cosecha y las caras están alegres y alegres los corazones.
Cuando llegue la Cosecha
Texto de: Roberto Londoño Villegas (Luis Donoso)
Sí lector: en las idas y venidas
de este mundo pictórico y falace,
observamos las gentes prevenidas
que la cosecha del café es la base
de las dulces promesas no cumplidas.
Le preguntaba ayer Juana Montero
a su esposo Atenógenes Mahecha:
—¿Siempre piensas llevarme al extranjero?
Y su consorte contestó ligero:
—Sí, mi amor… ¡cuando llegue la cosecha!
Me decía un amigo cafetero:
—Yo le debo a don Plácido un sombrero
y un flux a Blas, desde vigencia luenga.
Debo pagar aquellas cuentas. Pero…
¡hay que esperar que la cosecha venga!
Margot a Armando, con su voz de endecha
y con acento blando:
—¿Cuándo será la ambicionada fecha
de nuestro enlace, mi querido Armando?
—Muy pronto, vida mía…
—¿Pero, cuándo?
—¡Ay, mi amor, cuando llegue la cosecha!
Le pregunté al señor sepulturero:
—¿Tiene muchos entierros, don Severo?
—Muy pocos son “manque la gente briegue”,
pues ya nadie morirse se propone,
voy a esperar que la cosecha llegue
a ver si este negocio se compone.
Dice el otro: —No hay nada en mi ropero,
pues mi ropa se encuentra ya deshecha.
Debo salir de tal atolladero
y de tan graves circunstancias… Pero,
¡hay que esperar que venga la cosecha!
Doña Inés a su esposo don Bautista:
—Tengo que hacerme ver de algún dentista,
antes de que a mis dientes se les llegue
la hora final y que les pase un chasco…
—Tienes razón, voy a esperar a que llegue
la cosecha… ¡y entonces te complazco!
Que le pague esta cuenta a don Carmelo
porque se encuentra en situación estrecha…
—Dígale que muy pronto la cancelo…
—¿Y cuándo?
—¡Pues cuando llegue la cosecha!
Dulces promesas de contorno bello…
Carameleos, ilusión de pega…
Mas cuando estamos en la dura brega
de cumplir todo aquello,
¡la maldita cosecha nunca llega!
Región Pacífica
Texto de: Manuel Mejía Vallejo
Hace ya muchos años andábamos de olvido por tierras del Chocó, maltratado el corazón por asuntos que le concernían y que nos iba echando en cara permanentemente. De esos hechos sin mayor anécdota viene aquella décima que invocó otros tiempos de ternura y amor y nos repitió la pena, amansada ya en nuestra constancia:
Llovían cielos nubados
por las selvas del Chocó,
llovía tanto que yo
tuve los ojos mojados.
En esos tiempos llorados
nunca de llanto se hablaba,
aunque la pena sobraba
con tan húmedo rigor,
que no sabía el amor
si llovía o si lloraba.
Por aquellos lados nos enviciaron al chontaduro y nos dieron a probar el borojó, por si hacía falta en los enamoramientos. “El Borojó, Borojoa patinoi, fruto milagroso no exento de la magia del litoral, acompaña casi sin excepción el huerto de la familia chocoana. Es una rubiácea (pariente del café), que da un fruto grande, globoso, de gran valor nutritivo. Arbusto de rápido crecimiento y fácil reproducción, debería promoverse también a otras regiones del país como un aporte del Pacífico a la nutrición de los colombianos”.
Nutrición… Es raro el hecho de que haya desnutrición en un paraíso de pesca y vegetales con la total generosidad de sus frutos, desde el chontaduro hasta el árbol del pan. Y para la pesca, la profusión de corvinas y bacalaos, meros y lisas, mojarras, pargos y róbalos junto a los camarones de fuerte y grato sabor.
Con sus mil trescientos noventa y dos kilómetros de costa, de salto en salto sus pueblos y ciudades pequeñas llenas de amargura y color, Tumaco y Guapi, Timbiquí, Micay y Buenaventura, y de aquí los barcos madereros hacia tantas partes del mundo, y luego Bahía Solano y la ensenada de Utría, uno de los sitios más interesantes y hermosos de la tierra.
Chocó, donde hay tantas ranitas kokoy para el veneno mortal, donde la lluvia cae como si fuera la esperanza. En 1501 lo descubrió Rodrigo de Bastidas, poco más tarde Balboa fundó nuestra primera ciudad, Santa María la Antigua del Darién: de allí partió una expedición que descubrió el Mar del Sur u Océano Pacífico. Peces y reptiles entre su fauna, manatíes, zorros, pumas, perros de monte, tigrillos, dantas, ese tapir que da la Uña de la Gran Bestia para las brujerías del campo, religión y misterio, leyendas de los indios Cunas, sus artesanías, chocoes o citaraes, noanamaes o cholos, los emberas, personas a lo grande, y todas las mezclas de creencias y coloridos.
Chocó, el Valle, Cauca y Nariño. Indígenas y negros que trabajan el oro y el platino, mestizos, mulatos, zambos, cuarterones, raza amarga y esperanzada a todo lo largo y ancho de su territorio lleno de ríos, el Patía, el Baudó, el San Juan, el Atrato, y sobre ellos micos bullosos en las ramazones, bandadas de loros y patos trashumantes, algarabía del trópico ardiente.
Y Tumaco al sur y su cultura cerámica de largas antigüedades, y Gorgona mar adentro, antes prisión para delitos graves, ahora otra vez paraíso ecológico. Y nuevamente en la costa continental, allí el cultivo de camarones y la pesca milagrosa, minas, maderas y aires musicales de ritmo seguro, la contradanza y el currulao, el patacoré y el mapalé chocoano, y la inocencia celestial de los “Alabaos” al Niño: Mira qué bonito lo vienen bajando, / con ramos de flores lo van adorando…
Viento y Lluvia
Texto de: Francisco José de Caldas
Llueve la mayor parte del año. Ejércitos inmensos de nubes se lanzan en la atmósfera del seno del Océano Pacífico. El viento oeste que reina constantemente en estos mares, las arroja dentro del continente; los Andes las detienen en la mitad de su carrera. Aquí se acumulan y dan a esas montañas un aspecto sombrío y amenazador; el cielo desaparece; por todas partes no se ven sino nubes pesadas y negras que amenazan a todo ser viviente. Una calma sofocante sobreviene; este es el momento terrible; ráfagas de viento dislocadas arrancan árboles enormes; explosiones eléctricas, truenos espantosos; los ríos salen de su lecho; el mar se enfurece; olas inmensas vienen a estrellarse contra las costas; el cielo se confunde con la tierra y todo parece que anuncia la ruina del universo. En medio de este conflicto el viajero palidece, mientras que el habitante del Chocó duerme tranquilo en el seno de su familia. Una larga experiencia le ha enseñado que los resultados de estas convulsiones de la naturaleza son pocas veces funestos; que todo se reduce a luz y agua y ruido, y que dentro de pocas horas se restablece el equilibrio y la serenidad…
El Barniz de Pasto
Texto de: Manuel Mejía Vallejo
En el año 700 antes de Cristo, los artistas de Tiartal, Tuza y Capulí, eran ya maestros en el arte del decorado en negativo: usaban cera de abejas en aquellas partes de la cerámica que no habían de recibir color. Seguramente fueron ellos investigando nuevas substancias para la decoración cerámica, quienes descubrieron el mopa-mopa. Herencia milenaria de los indígenas, en Nariño se desarrolla esta técnica única en el mundo: el barniz de Pasto. Del árbol se cosecha una resina que cubre los retoños. La resina es alistada y purificada por un completo proceso de ablandamiento, mezcla con pigmentos naturales etc., del que se obtiene finalmente un chicle estirado a la forma de láminas muy delgadas. Con ellas se recubren los objetos de madera por decorar y se dibuja en negativo: entresacando con cuchilla los sobrantes. Esta técnica y la especie que la sostiene, son un tesoro cultural y ecológico de Colombia para el mundo. (El Tiempo, Atlas panorámico de Colombia).
Selvas y Bosques
Texto de: Manuel Mejía Vallejo
La Hermosura, Santander.
En un principio fue la selva en grande, árboles y árboles que cantaran Jorge Isaacs, José Eustasio Rivera y Rómulo Gallegos, lianas y cálida humedad, tambochas y caimanes, arañas y zancudos, conejos y venados, pumas y tigres, osos y serpientes, aves de diferentes colores y tamaños, libélulas y mariposas. Eran las quebradas abismales y los anchos ríos de azarosa mansedumbre, eran los cerros y las llanuras repletas de ramas y de vida. Después vino el hombre y comenzó el daño mayor porque protagonizó la gran tala y los desajustes ecológicos.
“Si quieres llegar a mi corazón, rodea tu casa de árboles” —cantó Jorge Rojas.
Árboles de Colombia, los de climas fríos y climas ardientes, los de climas templados hasta los del páramo escueto, de vientos arrasantes… Altos, bajos, medianos, casi rastreros, con las trepadoras y el plantío hacen de nuestros bosques sobrevivientes algo todavía entrañable, donde habitan cuadrúpedos de comunes o extrañas apariencias, aves y mariposas que convirtieron por este aspecto a nuestro país en el más rico del mundo. Ahora va dejando de serlo, sólo voces aisladas claman contra una próxima desolación. Porque las talas continuas, el uso indebido del hacha y de la sierra, el desprotegimiento de las aguas en sus nacimientos y en su curso hacia otros ríos o hacia el mar, están permitiendo que éste, que fuera el país más prodigioso en maderas y aguas y animales, vaya poco a poco, irrevocablemente, convirtiéndose en un desierto de pegujales al capricho de los ventarrones.
¿Hasta dónde aguantarán nuestras reservas acuáticas y forestales? Quizá no sea disculpa suficiente lo de nuevos espacios para la agricultura y la ganadería al por mayor, se ha repetido que no son fértiles las selvas por colonizar, especialmente las que dan al Amazonas. «Una vez desaparece el bosque original que lo alimentaba y enriquecía con nutrientes, su aparente riqueza se desvanece sin la cobertura del follaje que lo protege de los rayos directos del sol, se endurece hasta formar una especie de costra resistente a las raíces de las nuevas plantas, y sin poderse renovar, una vez se ha talado la selva, se empobrece. Un par de cosechas la agotan».
¿Sí habrá posibilidad, o necesidad de nuevas colonizaciones masivas? El fenómeno de la del Quindío, Caldas, Risaralda fue una urgencia de expansión en el momento en que lo requería una población que aumentaba y aumentaba con desventaja frente a sus necesidades de subsistencia y progreso. Además sobraban terrenos baldíos para tantos crecimientos familiares, así el indio fuera la víctima propiciatoria, arrinconado cada vez más hacia territorios alejados de la civilización, si puede llamarse civilización lo poco que se les ha ofrecido.
Además, ya que el indio autóctono fue el primer campesino que conoció América, su tierra, dejémosle el espacio vital suficiente y ayudémosle a conservar su cultura de milenios, o a recuperarla en un sentido inverso a aquel en que la ha perdido, por demagogia de unos pocos y por un equivocado sentido de la evangelización.
Pero si perdimos extensiones y más extensiones de selva en todos los sitios cardinales, podemos recuperar los bosques y hacer de ellos sitios para que no mueran arroyos y ríos, para que regresen y se reproduzcan los animales nativos, para que el hombre encuentre un ambiente mejor y haga posible una mejor calidad de vida. Y que vuelvan a florecer sin temor las sencillas flores del campo, y que las orquídeas no sean privilegio de coleccionistas o adorno egoísta de jardines exclusivos, sino que abunden en los gajos como antes y brille en ellos la catleya, nuestra flor nacional. Y que regresen también pájaros y mariposas, y que el aire sea nuevo y los vientos lleven por él los aromas silvestres, y en ellos la salud para el cuerpo y el contento para los ojos, los que miran y los que saben sobrecogerse en el entusiasmo. Y que esto no llegue a ser como casi siempre ocurre, otra de las ingenuas utopías con que a veces sueña el cansancio de la vida moderna. Hace poco leía en alguna publicación lo que fluctuaba entre la ingenuidad y la urgencia de aplicarlo: se trataba de un ordenamiento destinado a mejorar el medio ambiente, según el almanaque: Enero: mes de la fauna. Febrero: mes de los peces. Marzo: mes de las aves. Abril: mes de las lluvias. Mayo: mes de las flores. Junio: mes del medio ambiente. Julio: mes del mar. Agosto: mes de los vientos. Septiembre: mes de los suelos. Octubre: mes de los bosques. Noviembre: mes de la naturaleza. Diciembre: mes de los líquenes y de los musgos.
Aunque, mirándolo mejor, cada día sería dedicado a lo que aquí se adjudica para cada mes. ¡Cuánto podría mejorar la vida del hombre, y cuánto ganaría en su agradecimiento la madre tierra!
Canto a la Selva
Texto de: Jose Eustasio Rivera
¡Oh selva, esposa del silencio, madre de la soledad y de la neblina! ¿Qué hado maligno me dejó prisionero en tu cárcel verde? Los pabellones de tus ramajes, como inmensa bóveda, siempre están sobre mi cabeza entre mi aspiración y el cielo claro, que sólo entreveo cuando tus copas estremecidas mueven tu oleaje, a la hora de tus crepúsculos angustiosos. ¿Dónde estará la estrella querida que de tarde pasea las lomas? Aquellos celajes de oro y múrice con que se viste el ángel de los ponientes, ¿por qué no tiemblan en tu dombo? ¡Cuántas veces suspiró mi alma adivinando a través de tus laberintos el reflejo del astro que empurpura las lejanías, hacia el lado de mi país, donde hay llanuras inolvidables y cumbres de corona blanca, desde cuyos picachos me vi a la altura de las cordilleras! ¿Sobre qué sitio erguirá la luna su apacible faro de plata? ¡Tú me robaste el ensueño del horizonte y sólo tienes para mis ojos la monotonía de tu cenit, por donde pasa el plácido albor, que jamás alumbra las hojarascas de tus senos húmedos!
Tú eres la catedral de la pesadumbre, donde dioses desconocidos hablan a media voz en el idioma de los murmullos prometiendo longevidad a los árboles imponentes, contemporáneos del paraíso, que eran ya decanos cuando las primeras tribus aparecieron y esperan impasibles el hundimiento de los siglos venturosos. Tus vegetales forman sobre la tierra la poderosa familia que no se traiciona nunca. El abrazo que no pueden darse tus ramazones lo llevan las enredaderas y los bejucos, y eres solidaria hasta en el dolor de la hoja que cae. Tus multísonas voces forman un solo eco al llorar por los troncos que se desploman, y en cada brecha los nuevos gérmenes apresuran sus gestaciones. Tú tienes la adustez de la fuerza cósmica y encarnas un misterio de la creación. No obstante, mi espíritu sólo se aviene con lo inestable, desde que soporta el peso de tu perpetuidad, y, más que a la encina de fornido gajo, aprendió a amar a la orquídea lánguida porque es efímera como el hombre y marchitable como su ilusión.
¡Déjame huir, oh selva, de tus enfermizas penumbras, formadas con el hálito de los seres que agonizaron en el abandono de tu majestad!
¡Tú misma pareces un cementerio enorme donde te pudres y resucitas! ¡Quiero volver a las regiones donde el secreto no aterra a nadie, donde es imposible la esclavitud, donde la vista no tiene obstáculos y se encumbra el espíritu en la luz libre! ¡Quiero el calor de los arenales, el espejo de las canículas, la vibración de las pampas abiertas! ¡Déjame tornar a la tierra de donde vine, para desandar esa ruta de lágrimas y sangre que recorrí en nefando día, cuando tras la huella de una mujer me arrastré por montes y desiertos, en busca de la Venganza, diosa implacable que sólo sonríe sobre las tumbas!