- Botero esculturas (1998)
- Salmona (1998)
- El sabor de Colombia (1994)
- Wayuú. Cultura del desierto colombiano (1998)
- Semana Santa en Popayán (1999)
- Cartagena de siempre (1992)
- Palacio de las Garzas (1999)
- Juan Montoya (1998)
- Aves de Colombia. Grabados iluminados del Siglo XVIII (1993)
- Alta Colombia. El esplendor de la montaña (1996)
- Artefactos. Objetos artesanales de Colombia (1992)
- Carros. El automovil en Colombia (1995)
- Espacios Comerciales. Colombia (1994)
- Cerros de Bogotá (2000)
- El Terremoto de San Salvador. Narración de un superviviente (2001)
- Manolo Valdés. La intemporalidad del arte (1999)
- Casa de Hacienda. Arquitectura en el campo colombiano (1997)
- Fiestas. Celebraciones y Ritos de Colombia (1995)
- Costa Rica. Pura Vida (2001)
- Luis Restrepo. Arquitectura (2001)
- Ana Mercedes Hoyos. Palenque (2001)
- La Moneda en Colombia (2001)
- Jardines de Colombia (1996)
- Una jornada en Macondo (1995)
- Retratos (1993)
- Atavíos. Raíces de la moda colombiana (1996)
- La ruta de Humboldt. Colombia - Venezuela (1994)
- Trópico. Visiones de la naturaleza colombiana (1997)
- Herederos de los Incas (1996)
- Casa Moderna. Medio siglo de arquitectura doméstica colombiana (1996)
- Bogotá desde el aire (1994)
- La vida en Colombia (1994)
- Casa Republicana. La bella época en Colombia (1995)
- Selva húmeda de Colombia (1990)
- Richter (1997)
- Por nuestros niños. Programas para su Proteccion y Desarrollo en Colombia (1990)
- Mariposas de Colombia (1991)
- Colombia tierra de flores (1990)
- Los países andinos desde el satélite (1995)
- Deliciosas frutas tropicales (1990)
- Arrecifes del Caribe (1988)
- Casa campesina. Arquitectura vernácula de Colombia (1993)
- Páramos (1988)
- Manglares (1989)
- Señor Ladrillo (1988)
- La última muerte de Wozzeck (2000)
- Historia del Café de Guatemala (2001)
- Casa Guatemalteca (1999)
- Silvia Tcherassi (2002)
- Ana Mercedes Hoyos. Retrospectiva (2002)
- Francisco Mejía Guinand (2002)
- Aves del Llano (1992)
- El año que viene vuelvo (1989)
- Museos de Bogotá (1989)
- El arte de la cocina japonesa (1996)
- Botero Dibujos (1999)
- Colombia Campesina (1989)
- Conflicto amazónico. 1932-1934 (1994)
- Débora Arango. Museo de Arte Moderno de Medellín (1986)
- La Sabana de Bogotá (1988)
- Casas de Embajada en Washington D.C. (2004)
- XVI Bienal colombiana de Arquitectura 1998 (1998)
- Visiones del Siglo XX colombiano. A través de sus protagonistas ya muertos (2003)
- Río Bogotá (1985)
- Jacanamijoy (2003)
- Álvaro Barrera. Arquitectura y Restauración (2003)
- Campos de Golf en Colombia (2003)
- Cartagena de Indias. Visión panorámica desde el aire (2003)
- Guadua. Arquitectura y Diseño (2003)
- Enrique Grau. Homenaje (2003)
- Mauricio Gómez. Con la mano izquierda (2003)
- Ignacio Gómez Jaramillo (2003)
- Tesoros del Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario. 350 años (2003)
- Manos en el arte colombiano (2003)
- Historia de la Fotografía en Colombia. Museo de Arte Moderno de Bogotá (1983)
- Arenas Betancourt. Un realista más allá del tiempo (1986)
- Los Figueroa. Aproximación a su época y a su pintura (1986)
- Andrés de Santa María (1985)
- Ricardo Gómez Campuzano (1987)
- El encanto de Bogotá (1987)
- Manizales de ayer. Album de fotografías (1987)
- Ramírez Villamizar. Museo de Arte Moderno de Bogotá (1984)
- La transformación de Bogotá (1982)
- Las fronteras azules de Colombia (1985)
- Botero en el Museo Nacional de Colombia. Nueva donación 2004 (2004)
- Gonzalo Ariza. Pinturas (1978)
- Grau. El pequeño viaje del Barón Von Humboldt (1977)
- Bogotá Viva (2004)
- Albergues del Libertador en Colombia. Banco de la República (1980)
- El Rey triste (1980)
- Gregorio Vásquez (1985)
- Ciclovías. Bogotá para el ciudadano (1983)
- Negret escultor. Homenaje (2004)
- Mefisto. Alberto Iriarte (2004)
- Suramericana. 60 Años de compromiso con la cultura (2004)
- Rostros de Colombia (1985)
- Flora de Los Andes. Cien especies del Altiplano Cundi-Boyacense (1984)
- Casa de Nariño (1985)
- Periodismo gráfico. Círculo de Periodistas de Bogotá (1984)
- Cien años de arte colombiano. 1886 - 1986 (1985)
- Pedro Nel Gómez (1981)
- Colombia amazónica (1988)
- Palacio de San Carlos (1986)
- Veinte años del Sena en Colombia. 1957-1977 (1978)
- Bogotá. Estructura y principales servicios públicos (1978)
- Colombia Parques Naturales (2006)
- Érase una vez Colombia (2005)
- Colombia 360°. Ciudades y pueblos (2006)
- Bogotá 360°. La ciudad interior (2006)
- Guatemala inédita (2006)
- Casa de Recreo en Colombia (2005)
- Manzur. Homenaje (2005)
- Gerardo Aragón (2009)
- Santiago Cárdenas (2006)
- Omar Rayo. Homenaje (2006)
- Beatriz González (2005)
- Casa de Campo en Colombia (2007)
- Luis Restrepo. construcciones (2007)
- Juan Cárdenas (2007)
- Luis Caballero. Homenaje (2007)
- Fútbol en Colombia (2007)
- Cafés de Colombia (2008)
- Colombia es Color (2008)
- Armando Villegas. Homenaje (2008)
- Manuel Hernández (2008)
- Alicia Viteri. Memoria digital (2009)
- Clemencia Echeverri. Sin respuesta (2009)
- Museo de Arte Moderno de Cartagena de Indias (2009)
- Agua. Riqueza de Colombia (2009)
- Volando Colombia. Paisajes (2009)
- Colombia en flor (2009)
- Medellín 360º. Cordial, Pujante y Bella (2009)
- Arte Internacional. Colección del Banco de la República (2009)
- Hugo Zapata (2009)
- Apalaanchi. Pescadores Wayuu (2009)
- Bogotá vuelo al pasado (2010)
- Grabados Antiguos de la Pontificia Universidad Javeriana. Colección Eduardo Ospina S. J. (2010)
- Orquídeas. Especies de Colombia (2010)
- Apartamentos. Bogotá (2010)
- Luis Caballero. Erótico (2010)
- Luis Fernando Peláez (2010)
- Aves en Colombia (2011)
- Pedro Ruiz (2011)
- El mundo del arte en San Agustín (2011)
- Cundinamarca. Corazón de Colombia (2011)
- El hundimiento de los Partidos Políticos Tradicionales venezolanos: El caso Copei (2014)
- Artistas por la paz (1986)
- Reglamento de uniformes, insignias, condecoraciones y distintivos para el personal de la Policía Nacional (2009)
- Historia de Bogotá. Tomo I - Conquista y Colonia (2007)
- Historia de Bogotá. Tomo II - Siglo XIX (2007)
- Academia Colombiana de Jurisprudencia. 125 Años (2019)
- Duque, su presidencia (2022)
Cinco

Ricaurte, Valle del Cauca. José Fernando Machado.

Lorica, Córdoba. José Fernando Machado.

Pacífico. Efraín García.

Ciénaga, Magdalena. Aldo Brando.

Riohacha, La Guajira. Santiago Harker.

Dibulla, La Guajira. José Fernando Machado.

Isla de Providencia. Cristina Uribe.

Arauca, Arauca. Eduardo González.

Paz de Ariporo, Casanare. Juan Camilo Segura.

San Martín, Meta. Alexis Wallerstein.

Arauca. Eduardo González.

Puerto López, Meta. Alexis Wallerstein.

La Plata, Pacífico. Aldo Brando.

Arauca. Eduardo González.

Puerto Carreño, Vichada. Gaviotas.

Taganga, Magdalena. Eduardo González.

Creciente del río Ingará, Chocó. Jorge Eduardo Arango.

Codazzi, Cesar. José Fernando Machado.

Maicao, La Guajira. Efraín García.

Río Guaviare, Orinoquia. Eduardo González.

Río Atrato, Chocó. El Tiempo.

Sutamarchán, Boyacá. Eduardo González.

Sastre. Buesaco, Nariño. José Fernando Machado.

Trapiche. Consacá, Nariño. José Fernando Machado.

Limpieza del pozo. Roldanillo, Valle del Cauca. José Fernando Machado.

Pueblo Viejo, Magdalena. José Fernando Machado.

Garzón, Huila. Juan Camilo Segura.

Arauca. Eduardo González.
Tres llaneros en la canoa que nada, hondo el cauce para el canalete, hondo para el caballo que avanza acuáticamente erguido su cuello, la testuz alerta. Aguas tibias en la extensión de nuestras sabanas orientales donde los morichales se vuelven oasis, y diariamente, bajo las nubes blancas, pasa otro vuelo de nubecillas en las garzas, hacia el viento o contra el viento sus largas patas y sus plumas con suavidad de nube de verano.
Tal vez al nacer ya viene marcado el recental, después marcamos lo que tocamos para mal o para bien. Tumban el ganado, tumban la selva, tumban la vida: nosotros los seres más indomables y crueles, más nobles y desesperados, más inteligentes y bravos y bondadosos. Las cercas llaneras contienen tantos bríos animales, no podrían contener al hombre, el sin barreras, el sin frenos de verdad, el sin jaulas posibles.
Contra un cielo azul de nubes bajas, sobre el caballito galopero que machaca el pasto reseco, el llanero va tras el horizonte que no parece tener fin. Él y sus amigos irán a El Coleo de la res joven, y al terminar las faenas aparecerán en el caney amplio donde danzarán el joropo zapateado al compás del arpa, el cuatro y las maracas, a la luz de la luna o de una lámpara de petróleo con vocación de luna nueva.
Cae la noche llanera sobre el campo inmenso como la misma noche, cae lentamente sobre los pastos frescos ahora, y sobre ese frescor arde todavía un poco del rescoldo vespertino. Muge el ganado libre o tras las cercas de palo duro, relinchan los caballos sueltos en la sabana, canta el gallo al despedir el día, se escucha aún el trino dulce y fuerte de los pájaros que de regreso al nido parecen ir apagando con sus alas el crepúsculo.
Sobre la tortuga dice el diccionario: “Reptil marino del orden de los quelonios, que llega a tener hasta dos metros y medio de largo y uno de ancho, con las extremidades torácicas más desarrolladas que las abdominales, unas y otras en forma de paletas, que no pueden ocultarse, y coraza cuyas láminas, más fuertes en el espaldar que en el peto, tienen manchas verdosas y rojizas. Se alimentan de vegetales marinos, y su carne, huevos y tendones son comestibles”. Y otra, distinta a la de los huevos que miramos, junto al hombre de Arauca: “Reptil de dos a tres decímetros de largo, con los dedos reunidos en forma de muñón, espaldar muy convexo, y láminas granujientas en el centro y manchadas de negro y amarillo en los bordes”. Pero tampoco éste sería ejemplo de nuestra tortuga llanera, hermosa y grande, que deja sus huevos al hijo que vendrá, o al gusto de la gente.
El Cocuyo
Texto de: Joaquín Antonio Uribe
Durante las noches oscuras de nuestros climas, se ven, a modo de estrellas errantes, bandadas de insectos luminosos que vuelan en la sombra. Los naturalistas los clasifican entre los coleópteros de la familia de los elatéridos.
Son los Cocuyos. ¿Quién no conoce estos lindos animalillos que vagan escribiendo curvas indeterminadas, como cometas diminutos que quizá no volverán a aparecer? El más conocido es el Pyrophorus noctilicus, Linn. Dos caracteres le distinguen entre sus congéneres y nos bastan para determinarle: la curiosa propiedad que tiene de saltar perpendicularmente a una notable altura como movido por un poderoso resorte, y la más notable aún de irradiar una luz fosforescente medio azulada mientras danza caprichosamente en el aire.
El Cocuyo es un insecto emblemático, signo del amor de la creación entera. Para mí es el símbolo del Maestro, del Institutor que se lanza entre las obscuridades de la ignorancia, con una llama divina en la frente, a catequizar los corazones e iluminar las almas de los desventurados que duermen el sueño del error.
¡Cómo me parece hermoso el Cocuyo! Quizá una vez pasó sobre las tranquilas aguas de una fuente, una noche tibia y perfumada; se vio retratado en el espejo líquido; se conoció luminoso y comprendió su misión docente. Desde entonces se ve todas las noches llevando por el mundo los rayos de su antorcha santa. Pasa bajo el follaje de las arboledas, como una chispa errante, dejando un rastro luminoso como de una idea que consuela y salva; visita las yemas de los tallos, parvulillos recién desprendidos del seno materno, y las alegra y acaricia; deja sus resplandores en las hojas y en las gotas de rocío que depositó en ellas la mano de la noche, y les da aspecto de telas bordadas de diamantes; descansa sobre las flores, les imprime el reflejo de su fosforescencia y sorprende en ellas los secretos de su actividad vital.
El Bambuco
Texto de: Joaquín Antonio Uribe
Es Colombia uno de los países de América más ricos en danzas y aires musicales, debido especialmente a sus diversos grupos étnicos, a la variedad de climas y a las influencias recibidas, especialmente del Caribe. La guabina, el pasillo, la cumbia, el porro, el mapalé, el currulao y tantos más, que frecuentemente son espectáculo en gran número de países. Sin embargo el bambuco es el más antiguo y tradicional, pues lo bailaron Bolívar y Córdoba, y a sus compases éste venció a los españoles en la batalla de Ayacucho. Por eso damos una estampa sobre aquel aire, característica hasta no hace muchos años, cuando rompían con sus sones el tiple, la lira y la guitarra:
—¡Déjenlos solos!
Y buena pareja hacen. Qué garbo en sus movimientos, qué evasivas furtivas las de ella, qué dibujados requerimientos los de él: Bambuco: el que arde en las noches y se deslíe en el cuerpo, baño de fuego tibio para los pies que zumban. El que sacude y hace poner los pelos de punta, nuevo himno nacional. El del sensualismo desbordado del negro, la elegancia blanca y de gitanería, el dolor ancestral del indígena.
Ningún cantor lo escribió
mas cuando alguien lo está oyendo
el corazón va diciendo:
Eso lo compuse yo.
El que resume el amor y sintetiza sus etapas: los preámbulos, la conquista, la entrega.
¡La eterna historia de amor!
¡Lo que Natura instituye!
La mujer siguiendo al que huye
y huyendo al perseguidor.
Ya alcanza a su compañera, ya la besa, ya la seduce. Con su pañuelo la provoca, la persigue como el toro al torero, ella desquita como el torero al toro. Airosas las piernas que se adivinan en el aire al escribir un vocabulario de provocaciones; saltos menudos, descansos pausados para el desafío, una mano en la cintura, la otra llamando con movimiento rápido de aleta. Altanería y resolución en el requerimiento, prontitud y coquetería en la evasiva desdeñosa. Ya se encuentran en el camino y se vuelven a encontrar evitando el choque en arabescos de llamarada con vientos cruzados. Al fin ella pierde fuerzas ante la insistencia del otro, que la aprisiona lentamente, y se doblegan los cuerpos para dar paso al amor en fuga remansada.
Las cuerdas callan.
—¡Esa sí estuvo por Julio Flórez!
—¡Eso, eso! —gritan los que hicieron circunferencias a la pareja.
—¡Unas vueltas pa los mismos!
—¡Sí, sí! —vociferan. Y el que se destaca entre los músicos, en dominante juego con el tiple:
Este baile de las vueltas
es muy sabroso de ver:
La dama se va de huida
y el galán la va a coger.
Los viejos puentes
Texto de: Manuel Mejía Vallejo
Cuando, ya por estos lados, los españoles intentaban atravesar un río durante sus excursiones en busca de oro, escogían el árbol más alto y grueso de la orilla, lo tumbaban de modo que atravesara el agua, y quedaba listo el puente que ayudaría en sus avances. Después se improvisaron algunos más o menos colgantes, hasta que nuestros campesinos construyeron aquellos inolvidables de orilla a orilla, con fuertes soportes, entablados con orillos resistentes, los embarandaron y les pusieron techo de zinc, madera o teja de barro cocido.
Nuestras niñeces estuvieron animadas por esos puentes que acortaban y embellecían el paso, que servían de refugio al viajero en las tempestades, que resonaban briosamente al trote o al galope de las bestias, más briosas con el retumbar de su propio cascoteo, y de noche servía de refugio para las brujas cuando se cansaba el vuelo en escoba o veían inútil su existencia ante la poca fe de quienes antes se asustaban con su solo nombre.
Debajo de aquellas viejas construcciones aún continúa resguardándose el murmurar de la quebrada o del río o del arroyuelo juguetón con las piedras de sus cauces, y en ellos sigue guareciéndose el recuerdo, cómodo sobre su entablado, bajo sus techos, contra los barandales que protegían de las caídas a los grandes o pequeños abismos sorteados por el caminante en fuga buscadora. Puentes atravesados también en el recuerdo, los del San Juan y La Volcanes, los de Quebradabonita y Pipintá, los de toda Colombia, aún resonarán en algún sitio del aire los galopes en aquellos caballos de nuestra infancia, El Carey, La Colorada, Monarca, Sultán, y que de algún modo siguen pastando en esos pastizales que siempre guarda la memoria para el belfo de los animales que años atrás nos ayudaron en el duro camino del hombre.
La Creciente
Texto de: Álvaro Mutis
Al amanecer crece el río, retumban en el alba los enormes troncos que vienen del páramo.
Sobre el lomo de las pardas aguas bajan naranjas maduras, terneros con la boca bestialmente abierta, techos pajizos, loros que chillan sacudidos bruscamente por los remolinos.
Me levanto y bajo hasta el puente. Recostado en la baranda de metal rojizo, miro pasar el desfile abigarrado. Espero un milagro que nunca viene. Tras el agua de repente enriquecida con dones fecundísimos se va mi memoria.
Transito los lugares frecuentados por los adoradores del cedro balsámico, recorro perfumes, casas abandonadas, hoteles visitados en la infancia, sucias estaciones de ferrocarril, salas de espera.
Todo llega a la tierra caliente empujado por las aguas del río, que sigue creciendo: la alegría de los carboneros, el humo de los alambiques, la canción de las tierras altas, la niebla que exorna los caminos, el vaho que despiden los bueyes, la plena, rosada y prometedora ubre de las vacas.
Voces angustiadas comentan el paso de cadáveres, monturas, animales con la angustia pegada en los ojos.
Los murciélagos que habitan la Cueva del Duende huyen lanzando agudos gritos y van a colgarse a las ramas de los guamos o a prenderse de los troncos de los cámbulos. Los espanta la presencia ineluctable y pasmosa del hediondo barro que inunda su morada. Sin dejar de gritar, solicitan la noche en actitud hierática.
El rumor del agua se apodera del corazón y lo tumba contra el viento. Torna la niñez…
¡Oh juventud pesada como un manto!
La espesa humareda de los años perdidos esconde un puñado de cenizas miserables.
La frescura del viento que anuncia la tarde, pasa velozmente por encima de nosotros y deja su huella opulenta en los árboles de la “cuchilla”.
Llega la noche y el río sigue gimiendo al peso arrollador de su innúmera carga.
El olor a tierra maltratada se apodera de todos los rincones de la casa y las maderas crujen blandamente.
De cuando en cuando, un árbol gigantesco que viajará toda la noche, anuncia su paso al golpear sonoramente contra las piedras.
Hace calor y las sábanas se pagan al cuerpo. Con el sueño a cuestas, tomo de nuevo el camino hacia lo inesperado en compañía de la creciente que remueve para mí los más escondidos frutos de la tierra.
Sobre el Indígena
Texto de: Armando Solano
El indio nada espera de la vida. Nada que no sea adversidad y sufrimiento. Y nada le inspira tanta desconfianza como la oferta de una alegría, de una ventaja, del dinero, de la fortuna. El anuncio del bien lo encuentra siempre en actitud defensiva.
¿No lo habéis visto golpear contra una piedra, por ver si resulta falsa, la moneda que le regalaron? En cambio, si muere su hijo, si él queda por la enfermedad incapacitado para el trabajo, si viene a tierra el miserable rancho donde creía abrigarse, o el amo lo expulsa sin saber por qué, de la estancia sembrada por sus manos y cercada por las de sus abuelos, el hombre de nuestra raza no se sorprende ni se desespera. Penas, dolores, humillaciones, afrentas, eso sí aguarda de la vida. Lo contrario lo desconcierta. Y aunque tengo fe en el despertar de esa gleba taciturna a la hora de la reorganización social, de la equitativa apropiación de las cosas hoy monopolizadas, no acertaría a razonar cómo han de surgir los reivindicadores de un agregado que, si de una parte ignora todavía los motivos que lo deben solidarizar, de la otra no acierta a concebir la mejora sustantiva de su situación.
Los animales domésticos
Texto de: Manuel Mejía Vallejo
En verdad nuestros primeros animales domésticos serían el pinche o gorrión afrechero, el cucarachero cantor, las golondrinas, el ratón maicero, hasta la mosca inevitable en tierra caliente o tierra fría. Pero queremos hablar de los animales domesticados por el hombre desde siglos atrás, cuando su inteligencia empezó a necesitarlos.
El perro sin raza conocida, en primer lugar, “perro de indio” le decían ahora tiempos, leal y flaco, juguetón y bravo cuando la bravura se hace necesaria si se trata del niño para defender, de la puerta descuidada, del forastero imprevisto, de la noche sin luna. Ladridos de perro fiel que ya era animal casero en el Paleolítico, veinte mil años antes de Cristo; perro actual sin fatiga en la caza pobre, uñas gastadas de caminar y escarbar, hocico rastreador, orejas vigilantes, cola amistosa, cansancio jadeante después de la jornada, cálido perro de indio.
Y la vaca bramadora cuando su crío soporta el encierro obligatorio, “La Sarda”, “La Canela” o “La Tetona”, paciente al cabecear el ternero en las remudadas, al jalar de la mano dueña cuando exprime los pezones que van soltando chorro a chorro su leche rápida en la jarra de barro, en la cuyabra, en el tazón de peltre, en la totuma para la postrera sabrosa al anochecer con su nata de color y sabor crema. Y el gato paseador y marrullero, amigo de los pies quietos y del calor apaciguado en un vientre tranquilo o en el fogón cocinero o en el catre pobre donde la lana apenas da albergue a la piel que tirita, o sobre la hamaca de tierra ardiente donde el hombre de campo mece su angustia y su pequeño goce. Gato doméstico y arisco y entrañable y presuntuoso, recorredor de tejados y rastrojos, enemigo de los pájaros que llegan al patio, el cucarachero de techos guarecidos, el pinche confianzudo, la mirla arisca, la silga de amarillo fatigado.
Y el ternero mamantón embozalado con el lazo de cabuya trenzada mientras sucede el ordeño, coleador e inquieto por el afán de unir otra vez a la ubre su trompa olorosa a espuma. Los mugidos desvelan la noche, abren la madrugada acompañados frecuentemente por el ladrar del perro cuidador, del grillo o la chicharra, de sapos y ranas en lagunas improvisadas, o el cascoteo de un caballo fantasma entre la oscuridad, el grito de un trasnochado, el silencio sobrecogedor en las distancias enormes.
Y la mula de las fatigas en la montaña, o el caballito de silla y de carga que transporta hasta el pueblo al hombre o a la mujer o al niño enfermo, y lleva el maíz y los fríjoles, la papa y la yuca sobrantes después de la cosecha, y regresa con el mercado y al fin ramonea en la manga vecina para aquietarse y reflejar en la fijeza de sus ojos todo el paisaje, borrado apenas por el parpadeo lento, que hace en ella por instantes la noche.
Y el burrito peludo como el Platero de Juan Ramón, incansable y manso, enamorado y madrugador, hecho para cargar agua y alimentos y seres humanos, cruzados los pies de éstos sobre la cruz del lomo. Burrita caminera y trotadora amiga de los veranos, del niño y del viejo, familiar en calles y caminos, indispensable como el agua o el sol, de sol a sol en los departamentos de la costa, de sol a frío en los interioranos, donde los Andes se encaraman para derrumbarse luego hacia llanos impasibles.
Y el cerdo de hocico largo y cola enroscada, el que sirve como alcancía del pobre en el campo, “El Runcho” o “La Runcha” gruñidores que hozan en libertad y obedecen al llamado que les anuncia la comida, si no engordan en chiquero, sobados y conservados por su dueña que al mirarlos piensa en el estreno anual de toda la familia.
Y el gallo que sabe también de amanecidas, aleteado su canto desde la una de la mañana, altanero su andar por patios y enyerbados, fosforescente el plumaje que de negro parece azul en el cuello, y el rojizo con plumas negras en cola y alas. Y la gallina clueca atenta a su pollada que la sigue amarillean por yerbales y rincones ante el goce de los niños y la indiferencia del cerdo y la vaca, el caballo, la gallineta y el pavo.
Y en los aires, en contra o en favor del viento, un águila sobreviviente, un gavilán oteador de los polluelos, unas garzas que blanquean el aire, patos y loros de trashumancia, aguilillas o simplemente alas anónimas bajo las nubes igualmente viajeras, en el día, o el canto agorero del currucutó que anuncia en la noche, dicen, la visita de una muerte improvisada. Y al fin el Angel de la Guarda con sus alas cobijadoras de la inocencia, rumbo al sueño de los niños, rumbo al cielo azul de todas las promesas.
El Café
Texto de: Manuel Mejía Vallejo
El café se planta de rodillas, con sol o lluvia sobre las espaldas y el rostro frente al surco, y se recolecta con los brazos en alto. Dos nobles y ancestrales ademanes del hombre, para implorar perdón o beneficios.
Luis Guillermo Echeverri
Hacia mil novecientos veintiocho, en la Cámara de Representantes dijo Antonio José Restrepo: “Colombia es café, o no es”, y eso continuamos sabiéndolo todos los colombianos. Cuando miramos los cafetales, cuando charlamos en rededor de un tinto, cuando el mundo se hace menos duro si saboreamos la mejor bebida para hablar del amor o la muerte, para hojear el periódico o saborear un libro o repetir la lectura de una carta de amor.
“Negro como el diablo, caliente como el infierno, puro como un ángel, dulce como el amor” —decía Talleyrand—, y se quedaba corto en el elogio. Y Napoleón, el grande y cruel, a quien el café debió prohibírsele por su legendaria úlcera abdominal, supo decir para su dolor y su euforia: “El café fuerte en abundancia me hace muy vivaz. Me inspira ardor, fuerza y un suave dolor que no deja de causarme placer. Prefiero sufrir a ser insensible”.
Ese dolor también lo sentimos si comprobamos cómo, al gozar de un buen pocillo de café humeante en la tarde, olvidamos inconscientemente que con él nos bebemos tantas debilidades y tantas agonías de quienes lo cultivan, porque su paisaje nos engaña desde antes de nacer la chapola, aún recordamos la niñez en la finca: recogían las semillas del árbol padre de las cerezas que menos flotaran en una palangana, llena de agua; luego las despulpaban a mano; después de fermentarlas durante diez horas, se lavaban para desprenderles el mucílago; una vez secada a la sombra, sembraban la semilla rápidamente.
Ya habían preparado el germinador con arena de río bien lavada, o con tierra suelta y sin piedras. Para evitar la lluvia, se cubría el almácigo con hojas anchas…
El café, amable a la vista, eufórico en sí mismo, sano en su fruto verde y rojo, brillante en sus hojas, compacto en sus ramas, duro y fértil en su bronco, fuerte en sus raíces, agradable a la lengua en su pulpa, se seca y se diluye, como el hombre.
Y como el hombre dura su edad, persistente y grato a la retina, grato al tacto, grato al paladar. Las abejas liban en sus flores blancas, y es dulce la miel de las abejas de los cafetales…
“Cuando el suave veneno de la uva afianzó en el mundo su general dominación, ahogando la razón y el alma de los hombres y cuando la brumosa cerveza nos asfixiaba el cerebro, los dioses compadecidos de la manera como el mundo se destruía a sí mismo, nos mandaron para tornarnos suaves, sabios y alegres, este rico cordial que es el café arábigo”. Así escribía Pascual de Rosee, hacia mil seiscientos veinticinco, años de gracia…
Y hasta el amor asomaba su rostro oscuro y claro, porque el café también pone su tinte al amor. Ya un prospectador del siglo diecisiete, Valentini, de quien nada he averiguado, sostenía con la exaltación que da la bebida de este grano en su perfecta licuación: ¡“Tú, café, de negro aspecto! ¿Por qué te apreciamos? Porque apenas te apareces, somos tocados por Venus”.
A través de J. A. Osorio Lizarazo —escritor a quien recuerdo— aprendí que un tal Jean François Ducis, hacia mil seiscientos noventa, dijo lo que ahora me gusta, como si saboreara un pocillo de la bebida inefable: Mi querido café, vienes a mi soledad / todas las mañanas a traerme la dicha; / vienes a enhebrarme los encantos del ensueño; / vienes a inflamar mi espíritu y mi corazón.
El corazón, ¡presa olvidada! Músculo fuerte y loco, hacedor de tantas cosas para bien o para mal. El que nos marca las horas, el que atestigua nuestros desengaños, el que se exalta o se opaca por ser termómetro de nuestros hechos vitales. Corazón, pájaro loco.
“Si para preparar la bebida se empleara vino en vez de agua, es muy probable que se obtuviese el tan celebrado nepenthes de Homero, aquel remedio que Elena recibió de una dama egipcia para alegrar el corazón y disipar los contratiempos; pues es evidente que el café vino también de aquel país y como el nepenthes, tiene la virtud de evitar la tristeza y las aprensiones”. Pietro de la Vallée.
Verdes como los llanos eran tus ojos, / verdes como dicen que es la esperanza… —canta Carlos Julio a mi lado. Algún día amanecemos tristes, y llega el café y con éste el humo de la pequeña vasija que nos dice la pena y el olvido, y el amor otra vez y otra vez la pena… Y la canción inefable y el café nos ponen más a tono con la vida.
Esmeraldas
Texto de: Manuel Mejía Vallejo
A la esmeralda colombiana se le merma un poco de poesía si se le llama berilo o se agrega que su principal colorante es óxido de cromo. Peor si se averigua que no es de Muzo, como nos habían contado, sino del monte Zabara la que adorna el vértice de la tiara papal. Sin embargo, sigue siendo para muchos la más espléndida entre las piedras preciosas, y Colombia el país que produce las más finas del mundo.
Aunque a éstas de nuestro territorio se les advierte un ligero tinte rojo por la sangre que siguen derramando la llamada Guerra Verde y las ambiciones torcidas de quienes pretenden su monopolio.
Pero la esmeralda la han llevado orgullosamente reyes y señores, príncipes y privilegiados, y ha servido de centro llamador en las gargantas de nobles y actrices, hasta el cuello sencillo de las enamoradas en la fecha de su compromiso.
Libélulas, esmeraldas, mariposas… Mariposas de Muzo, “donde al aire llaman Colombia” —dijo Gabriela Mistral—. Muzo, Coscuez, Somondoco y otras minas fabulosas que son punto de referencia en el ámbito de la joyería, la vanidad y el poder. Hasta en uno de los Signos del Zodiaco y en libros de adivinaciones para los habitantes de este planeta supersticioso.
#AmorPorColombia
Cinco

Ricaurte, Valle del Cauca. José Fernando Machado.

Lorica, Córdoba. José Fernando Machado.

Pacífico. Efraín García.

Ciénaga, Magdalena. Aldo Brando.

Riohacha, La Guajira. Santiago Harker.

Dibulla, La Guajira. José Fernando Machado.

Isla de Providencia. Cristina Uribe.

Arauca, Arauca. Eduardo González.

Paz de Ariporo, Casanare. Juan Camilo Segura.

San Martín, Meta. Alexis Wallerstein.

Arauca. Eduardo González.

Puerto López, Meta. Alexis Wallerstein.

La Plata, Pacífico. Aldo Brando.

Arauca. Eduardo González.

Puerto Carreño, Vichada. Gaviotas.

Taganga, Magdalena. Eduardo González.

Creciente del río Ingará, Chocó. Jorge Eduardo Arango.

Codazzi, Cesar. José Fernando Machado.

Maicao, La Guajira. Efraín García.

Río Guaviare, Orinoquia. Eduardo González.

Río Atrato, Chocó. El Tiempo.

Sutamarchán, Boyacá. Eduardo González.

Sastre. Buesaco, Nariño. José Fernando Machado.

Trapiche. Consacá, Nariño. José Fernando Machado.

Limpieza del pozo. Roldanillo, Valle del Cauca. José Fernando Machado.

Pueblo Viejo, Magdalena. José Fernando Machado.

Garzón, Huila. Juan Camilo Segura.

Arauca. Eduardo González.
Tres llaneros en la canoa que nada, hondo el cauce para el canalete, hondo para el caballo que avanza acuáticamente erguido su cuello, la testuz alerta. Aguas tibias en la extensión de nuestras sabanas orientales donde los morichales se vuelven oasis, y diariamente, bajo las nubes blancas, pasa otro vuelo de nubecillas en las garzas, hacia el viento o contra el viento sus largas patas y sus plumas con suavidad de nube de verano.
Tal vez al nacer ya viene marcado el recental, después marcamos lo que tocamos para mal o para bien. Tumban el ganado, tumban la selva, tumban la vida: nosotros los seres más indomables y crueles, más nobles y desesperados, más inteligentes y bravos y bondadosos. Las cercas llaneras contienen tantos bríos animales, no podrían contener al hombre, el sin barreras, el sin frenos de verdad, el sin jaulas posibles.
Contra un cielo azul de nubes bajas, sobre el caballito galopero que machaca el pasto reseco, el llanero va tras el horizonte que no parece tener fin. Él y sus amigos irán a El Coleo de la res joven, y al terminar las faenas aparecerán en el caney amplio donde danzarán el joropo zapateado al compás del arpa, el cuatro y las maracas, a la luz de la luna o de una lámpara de petróleo con vocación de luna nueva.
Cae la noche llanera sobre el campo inmenso como la misma noche, cae lentamente sobre los pastos frescos ahora, y sobre ese frescor arde todavía un poco del rescoldo vespertino. Muge el ganado libre o tras las cercas de palo duro, relinchan los caballos sueltos en la sabana, canta el gallo al despedir el día, se escucha aún el trino dulce y fuerte de los pájaros que de regreso al nido parecen ir apagando con sus alas el crepúsculo.
Sobre la tortuga dice el diccionario: “Reptil marino del orden de los quelonios, que llega a tener hasta dos metros y medio de largo y uno de ancho, con las extremidades torácicas más desarrolladas que las abdominales, unas y otras en forma de paletas, que no pueden ocultarse, y coraza cuyas láminas, más fuertes en el espaldar que en el peto, tienen manchas verdosas y rojizas. Se alimentan de vegetales marinos, y su carne, huevos y tendones son comestibles”. Y otra, distinta a la de los huevos que miramos, junto al hombre de Arauca: “Reptil de dos a tres decímetros de largo, con los dedos reunidos en forma de muñón, espaldar muy convexo, y láminas granujientas en el centro y manchadas de negro y amarillo en los bordes”. Pero tampoco éste sería ejemplo de nuestra tortuga llanera, hermosa y grande, que deja sus huevos al hijo que vendrá, o al gusto de la gente.
El Cocuyo
Texto de: Joaquín Antonio Uribe
Durante las noches oscuras de nuestros climas, se ven, a modo de estrellas errantes, bandadas de insectos luminosos que vuelan en la sombra. Los naturalistas los clasifican entre los coleópteros de la familia de los elatéridos.
Son los Cocuyos. ¿Quién no conoce estos lindos animalillos que vagan escribiendo curvas indeterminadas, como cometas diminutos que quizá no volverán a aparecer? El más conocido es el Pyrophorus noctilicus, Linn. Dos caracteres le distinguen entre sus congéneres y nos bastan para determinarle: la curiosa propiedad que tiene de saltar perpendicularmente a una notable altura como movido por un poderoso resorte, y la más notable aún de irradiar una luz fosforescente medio azulada mientras danza caprichosamente en el aire.
El Cocuyo es un insecto emblemático, signo del amor de la creación entera. Para mí es el símbolo del Maestro, del Institutor que se lanza entre las obscuridades de la ignorancia, con una llama divina en la frente, a catequizar los corazones e iluminar las almas de los desventurados que duermen el sueño del error.
¡Cómo me parece hermoso el Cocuyo! Quizá una vez pasó sobre las tranquilas aguas de una fuente, una noche tibia y perfumada; se vio retratado en el espejo líquido; se conoció luminoso y comprendió su misión docente. Desde entonces se ve todas las noches llevando por el mundo los rayos de su antorcha santa. Pasa bajo el follaje de las arboledas, como una chispa errante, dejando un rastro luminoso como de una idea que consuela y salva; visita las yemas de los tallos, parvulillos recién desprendidos del seno materno, y las alegra y acaricia; deja sus resplandores en las hojas y en las gotas de rocío que depositó en ellas la mano de la noche, y les da aspecto de telas bordadas de diamantes; descansa sobre las flores, les imprime el reflejo de su fosforescencia y sorprende en ellas los secretos de su actividad vital.
El Bambuco
Texto de: Joaquín Antonio Uribe
Es Colombia uno de los países de América más ricos en danzas y aires musicales, debido especialmente a sus diversos grupos étnicos, a la variedad de climas y a las influencias recibidas, especialmente del Caribe. La guabina, el pasillo, la cumbia, el porro, el mapalé, el currulao y tantos más, que frecuentemente son espectáculo en gran número de países. Sin embargo el bambuco es el más antiguo y tradicional, pues lo bailaron Bolívar y Córdoba, y a sus compases éste venció a los españoles en la batalla de Ayacucho. Por eso damos una estampa sobre aquel aire, característica hasta no hace muchos años, cuando rompían con sus sones el tiple, la lira y la guitarra:
—¡Déjenlos solos!
Y buena pareja hacen. Qué garbo en sus movimientos, qué evasivas furtivas las de ella, qué dibujados requerimientos los de él: Bambuco: el que arde en las noches y se deslíe en el cuerpo, baño de fuego tibio para los pies que zumban. El que sacude y hace poner los pelos de punta, nuevo himno nacional. El del sensualismo desbordado del negro, la elegancia blanca y de gitanería, el dolor ancestral del indígena.
Ningún cantor lo escribió
mas cuando alguien lo está oyendo
el corazón va diciendo:
Eso lo compuse yo.
El que resume el amor y sintetiza sus etapas: los preámbulos, la conquista, la entrega.
¡La eterna historia de amor!
¡Lo que Natura instituye!
La mujer siguiendo al que huye
y huyendo al perseguidor.
Ya alcanza a su compañera, ya la besa, ya la seduce. Con su pañuelo la provoca, la persigue como el toro al torero, ella desquita como el torero al toro. Airosas las piernas que se adivinan en el aire al escribir un vocabulario de provocaciones; saltos menudos, descansos pausados para el desafío, una mano en la cintura, la otra llamando con movimiento rápido de aleta. Altanería y resolución en el requerimiento, prontitud y coquetería en la evasiva desdeñosa. Ya se encuentran en el camino y se vuelven a encontrar evitando el choque en arabescos de llamarada con vientos cruzados. Al fin ella pierde fuerzas ante la insistencia del otro, que la aprisiona lentamente, y se doblegan los cuerpos para dar paso al amor en fuga remansada.
Las cuerdas callan.
—¡Esa sí estuvo por Julio Flórez!
—¡Eso, eso! —gritan los que hicieron circunferencias a la pareja.
—¡Unas vueltas pa los mismos!
—¡Sí, sí! —vociferan. Y el que se destaca entre los músicos, en dominante juego con el tiple:
Este baile de las vueltas
es muy sabroso de ver:
La dama se va de huida
y el galán la va a coger.
Los viejos puentes
Texto de: Manuel Mejía Vallejo
Cuando, ya por estos lados, los españoles intentaban atravesar un río durante sus excursiones en busca de oro, escogían el árbol más alto y grueso de la orilla, lo tumbaban de modo que atravesara el agua, y quedaba listo el puente que ayudaría en sus avances. Después se improvisaron algunos más o menos colgantes, hasta que nuestros campesinos construyeron aquellos inolvidables de orilla a orilla, con fuertes soportes, entablados con orillos resistentes, los embarandaron y les pusieron techo de zinc, madera o teja de barro cocido.
Nuestras niñeces estuvieron animadas por esos puentes que acortaban y embellecían el paso, que servían de refugio al viajero en las tempestades, que resonaban briosamente al trote o al galope de las bestias, más briosas con el retumbar de su propio cascoteo, y de noche servía de refugio para las brujas cuando se cansaba el vuelo en escoba o veían inútil su existencia ante la poca fe de quienes antes se asustaban con su solo nombre.
Debajo de aquellas viejas construcciones aún continúa resguardándose el murmurar de la quebrada o del río o del arroyuelo juguetón con las piedras de sus cauces, y en ellos sigue guareciéndose el recuerdo, cómodo sobre su entablado, bajo sus techos, contra los barandales que protegían de las caídas a los grandes o pequeños abismos sorteados por el caminante en fuga buscadora. Puentes atravesados también en el recuerdo, los del San Juan y La Volcanes, los de Quebradabonita y Pipintá, los de toda Colombia, aún resonarán en algún sitio del aire los galopes en aquellos caballos de nuestra infancia, El Carey, La Colorada, Monarca, Sultán, y que de algún modo siguen pastando en esos pastizales que siempre guarda la memoria para el belfo de los animales que años atrás nos ayudaron en el duro camino del hombre.
La Creciente
Texto de: Álvaro Mutis
Al amanecer crece el río, retumban en el alba los enormes troncos que vienen del páramo.
Sobre el lomo de las pardas aguas bajan naranjas maduras, terneros con la boca bestialmente abierta, techos pajizos, loros que chillan sacudidos bruscamente por los remolinos.
Me levanto y bajo hasta el puente. Recostado en la baranda de metal rojizo, miro pasar el desfile abigarrado. Espero un milagro que nunca viene. Tras el agua de repente enriquecida con dones fecundísimos se va mi memoria.
Transito los lugares frecuentados por los adoradores del cedro balsámico, recorro perfumes, casas abandonadas, hoteles visitados en la infancia, sucias estaciones de ferrocarril, salas de espera.
Todo llega a la tierra caliente empujado por las aguas del río, que sigue creciendo: la alegría de los carboneros, el humo de los alambiques, la canción de las tierras altas, la niebla que exorna los caminos, el vaho que despiden los bueyes, la plena, rosada y prometedora ubre de las vacas.
Voces angustiadas comentan el paso de cadáveres, monturas, animales con la angustia pegada en los ojos.
Los murciélagos que habitan la Cueva del Duende huyen lanzando agudos gritos y van a colgarse a las ramas de los guamos o a prenderse de los troncos de los cámbulos. Los espanta la presencia ineluctable y pasmosa del hediondo barro que inunda su morada. Sin dejar de gritar, solicitan la noche en actitud hierática.
El rumor del agua se apodera del corazón y lo tumba contra el viento. Torna la niñez…
¡Oh juventud pesada como un manto!
La espesa humareda de los años perdidos esconde un puñado de cenizas miserables.
La frescura del viento que anuncia la tarde, pasa velozmente por encima de nosotros y deja su huella opulenta en los árboles de la “cuchilla”.
Llega la noche y el río sigue gimiendo al peso arrollador de su innúmera carga.
El olor a tierra maltratada se apodera de todos los rincones de la casa y las maderas crujen blandamente.
De cuando en cuando, un árbol gigantesco que viajará toda la noche, anuncia su paso al golpear sonoramente contra las piedras.
Hace calor y las sábanas se pagan al cuerpo. Con el sueño a cuestas, tomo de nuevo el camino hacia lo inesperado en compañía de la creciente que remueve para mí los más escondidos frutos de la tierra.
Sobre el Indígena
Texto de: Armando Solano
El indio nada espera de la vida. Nada que no sea adversidad y sufrimiento. Y nada le inspira tanta desconfianza como la oferta de una alegría, de una ventaja, del dinero, de la fortuna. El anuncio del bien lo encuentra siempre en actitud defensiva.
¿No lo habéis visto golpear contra una piedra, por ver si resulta falsa, la moneda que le regalaron? En cambio, si muere su hijo, si él queda por la enfermedad incapacitado para el trabajo, si viene a tierra el miserable rancho donde creía abrigarse, o el amo lo expulsa sin saber por qué, de la estancia sembrada por sus manos y cercada por las de sus abuelos, el hombre de nuestra raza no se sorprende ni se desespera. Penas, dolores, humillaciones, afrentas, eso sí aguarda de la vida. Lo contrario lo desconcierta. Y aunque tengo fe en el despertar de esa gleba taciturna a la hora de la reorganización social, de la equitativa apropiación de las cosas hoy monopolizadas, no acertaría a razonar cómo han de surgir los reivindicadores de un agregado que, si de una parte ignora todavía los motivos que lo deben solidarizar, de la otra no acierta a concebir la mejora sustantiva de su situación.
Los animales domésticos
Texto de: Manuel Mejía Vallejo
En verdad nuestros primeros animales domésticos serían el pinche o gorrión afrechero, el cucarachero cantor, las golondrinas, el ratón maicero, hasta la mosca inevitable en tierra caliente o tierra fría. Pero queremos hablar de los animales domesticados por el hombre desde siglos atrás, cuando su inteligencia empezó a necesitarlos.
El perro sin raza conocida, en primer lugar, “perro de indio” le decían ahora tiempos, leal y flaco, juguetón y bravo cuando la bravura se hace necesaria si se trata del niño para defender, de la puerta descuidada, del forastero imprevisto, de la noche sin luna. Ladridos de perro fiel que ya era animal casero en el Paleolítico, veinte mil años antes de Cristo; perro actual sin fatiga en la caza pobre, uñas gastadas de caminar y escarbar, hocico rastreador, orejas vigilantes, cola amistosa, cansancio jadeante después de la jornada, cálido perro de indio.
Y la vaca bramadora cuando su crío soporta el encierro obligatorio, “La Sarda”, “La Canela” o “La Tetona”, paciente al cabecear el ternero en las remudadas, al jalar de la mano dueña cuando exprime los pezones que van soltando chorro a chorro su leche rápida en la jarra de barro, en la cuyabra, en el tazón de peltre, en la totuma para la postrera sabrosa al anochecer con su nata de color y sabor crema. Y el gato paseador y marrullero, amigo de los pies quietos y del calor apaciguado en un vientre tranquilo o en el fogón cocinero o en el catre pobre donde la lana apenas da albergue a la piel que tirita, o sobre la hamaca de tierra ardiente donde el hombre de campo mece su angustia y su pequeño goce. Gato doméstico y arisco y entrañable y presuntuoso, recorredor de tejados y rastrojos, enemigo de los pájaros que llegan al patio, el cucarachero de techos guarecidos, el pinche confianzudo, la mirla arisca, la silga de amarillo fatigado.
Y el ternero mamantón embozalado con el lazo de cabuya trenzada mientras sucede el ordeño, coleador e inquieto por el afán de unir otra vez a la ubre su trompa olorosa a espuma. Los mugidos desvelan la noche, abren la madrugada acompañados frecuentemente por el ladrar del perro cuidador, del grillo o la chicharra, de sapos y ranas en lagunas improvisadas, o el cascoteo de un caballo fantasma entre la oscuridad, el grito de un trasnochado, el silencio sobrecogedor en las distancias enormes.
Y la mula de las fatigas en la montaña, o el caballito de silla y de carga que transporta hasta el pueblo al hombre o a la mujer o al niño enfermo, y lleva el maíz y los fríjoles, la papa y la yuca sobrantes después de la cosecha, y regresa con el mercado y al fin ramonea en la manga vecina para aquietarse y reflejar en la fijeza de sus ojos todo el paisaje, borrado apenas por el parpadeo lento, que hace en ella por instantes la noche.
Y el burrito peludo como el Platero de Juan Ramón, incansable y manso, enamorado y madrugador, hecho para cargar agua y alimentos y seres humanos, cruzados los pies de éstos sobre la cruz del lomo. Burrita caminera y trotadora amiga de los veranos, del niño y del viejo, familiar en calles y caminos, indispensable como el agua o el sol, de sol a sol en los departamentos de la costa, de sol a frío en los interioranos, donde los Andes se encaraman para derrumbarse luego hacia llanos impasibles.
Y el cerdo de hocico largo y cola enroscada, el que sirve como alcancía del pobre en el campo, “El Runcho” o “La Runcha” gruñidores que hozan en libertad y obedecen al llamado que les anuncia la comida, si no engordan en chiquero, sobados y conservados por su dueña que al mirarlos piensa en el estreno anual de toda la familia.
Y el gallo que sabe también de amanecidas, aleteado su canto desde la una de la mañana, altanero su andar por patios y enyerbados, fosforescente el plumaje que de negro parece azul en el cuello, y el rojizo con plumas negras en cola y alas. Y la gallina clueca atenta a su pollada que la sigue amarillean por yerbales y rincones ante el goce de los niños y la indiferencia del cerdo y la vaca, el caballo, la gallineta y el pavo.
Y en los aires, en contra o en favor del viento, un águila sobreviviente, un gavilán oteador de los polluelos, unas garzas que blanquean el aire, patos y loros de trashumancia, aguilillas o simplemente alas anónimas bajo las nubes igualmente viajeras, en el día, o el canto agorero del currucutó que anuncia en la noche, dicen, la visita de una muerte improvisada. Y al fin el Angel de la Guarda con sus alas cobijadoras de la inocencia, rumbo al sueño de los niños, rumbo al cielo azul de todas las promesas.
El Café
Texto de: Manuel Mejía Vallejo
El café se planta de rodillas, con sol o lluvia sobre las espaldas y el rostro frente al surco, y se recolecta con los brazos en alto. Dos nobles y ancestrales ademanes del hombre, para implorar perdón o beneficios.
Luis Guillermo Echeverri
Hacia mil novecientos veintiocho, en la Cámara de Representantes dijo Antonio José Restrepo: “Colombia es café, o no es”, y eso continuamos sabiéndolo todos los colombianos. Cuando miramos los cafetales, cuando charlamos en rededor de un tinto, cuando el mundo se hace menos duro si saboreamos la mejor bebida para hablar del amor o la muerte, para hojear el periódico o saborear un libro o repetir la lectura de una carta de amor.
“Negro como el diablo, caliente como el infierno, puro como un ángel, dulce como el amor” —decía Talleyrand—, y se quedaba corto en el elogio. Y Napoleón, el grande y cruel, a quien el café debió prohibírsele por su legendaria úlcera abdominal, supo decir para su dolor y su euforia: “El café fuerte en abundancia me hace muy vivaz. Me inspira ardor, fuerza y un suave dolor que no deja de causarme placer. Prefiero sufrir a ser insensible”.
Ese dolor también lo sentimos si comprobamos cómo, al gozar de un buen pocillo de café humeante en la tarde, olvidamos inconscientemente que con él nos bebemos tantas debilidades y tantas agonías de quienes lo cultivan, porque su paisaje nos engaña desde antes de nacer la chapola, aún recordamos la niñez en la finca: recogían las semillas del árbol padre de las cerezas que menos flotaran en una palangana, llena de agua; luego las despulpaban a mano; después de fermentarlas durante diez horas, se lavaban para desprenderles el mucílago; una vez secada a la sombra, sembraban la semilla rápidamente.
Ya habían preparado el germinador con arena de río bien lavada, o con tierra suelta y sin piedras. Para evitar la lluvia, se cubría el almácigo con hojas anchas…
El café, amable a la vista, eufórico en sí mismo, sano en su fruto verde y rojo, brillante en sus hojas, compacto en sus ramas, duro y fértil en su bronco, fuerte en sus raíces, agradable a la lengua en su pulpa, se seca y se diluye, como el hombre.
Y como el hombre dura su edad, persistente y grato a la retina, grato al tacto, grato al paladar. Las abejas liban en sus flores blancas, y es dulce la miel de las abejas de los cafetales…
“Cuando el suave veneno de la uva afianzó en el mundo su general dominación, ahogando la razón y el alma de los hombres y cuando la brumosa cerveza nos asfixiaba el cerebro, los dioses compadecidos de la manera como el mundo se destruía a sí mismo, nos mandaron para tornarnos suaves, sabios y alegres, este rico cordial que es el café arábigo”. Así escribía Pascual de Rosee, hacia mil seiscientos veinticinco, años de gracia…
Y hasta el amor asomaba su rostro oscuro y claro, porque el café también pone su tinte al amor. Ya un prospectador del siglo diecisiete, Valentini, de quien nada he averiguado, sostenía con la exaltación que da la bebida de este grano en su perfecta licuación: ¡“Tú, café, de negro aspecto! ¿Por qué te apreciamos? Porque apenas te apareces, somos tocados por Venus”.
A través de J. A. Osorio Lizarazo —escritor a quien recuerdo— aprendí que un tal Jean François Ducis, hacia mil seiscientos noventa, dijo lo que ahora me gusta, como si saboreara un pocillo de la bebida inefable: Mi querido café, vienes a mi soledad / todas las mañanas a traerme la dicha; / vienes a enhebrarme los encantos del ensueño; / vienes a inflamar mi espíritu y mi corazón.
El corazón, ¡presa olvidada! Músculo fuerte y loco, hacedor de tantas cosas para bien o para mal. El que nos marca las horas, el que atestigua nuestros desengaños, el que se exalta o se opaca por ser termómetro de nuestros hechos vitales. Corazón, pájaro loco.
“Si para preparar la bebida se empleara vino en vez de agua, es muy probable que se obtuviese el tan celebrado nepenthes de Homero, aquel remedio que Elena recibió de una dama egipcia para alegrar el corazón y disipar los contratiempos; pues es evidente que el café vino también de aquel país y como el nepenthes, tiene la virtud de evitar la tristeza y las aprensiones”. Pietro de la Vallée.
Verdes como los llanos eran tus ojos, / verdes como dicen que es la esperanza… —canta Carlos Julio a mi lado. Algún día amanecemos tristes, y llega el café y con éste el humo de la pequeña vasija que nos dice la pena y el olvido, y el amor otra vez y otra vez la pena… Y la canción inefable y el café nos ponen más a tono con la vida.
Esmeraldas
Texto de: Manuel Mejía Vallejo
A la esmeralda colombiana se le merma un poco de poesía si se le llama berilo o se agrega que su principal colorante es óxido de cromo. Peor si se averigua que no es de Muzo, como nos habían contado, sino del monte Zabara la que adorna el vértice de la tiara papal. Sin embargo, sigue siendo para muchos la más espléndida entre las piedras preciosas, y Colombia el país que produce las más finas del mundo.
Aunque a éstas de nuestro territorio se les advierte un ligero tinte rojo por la sangre que siguen derramando la llamada Guerra Verde y las ambiciones torcidas de quienes pretenden su monopolio.
Pero la esmeralda la han llevado orgullosamente reyes y señores, príncipes y privilegiados, y ha servido de centro llamador en las gargantas de nobles y actrices, hasta el cuello sencillo de las enamoradas en la fecha de su compromiso.
Libélulas, esmeraldas, mariposas… Mariposas de Muzo, “donde al aire llaman Colombia” —dijo Gabriela Mistral—. Muzo, Coscuez, Somondoco y otras minas fabulosas que son punto de referencia en el ámbito de la joyería, la vanidad y el poder. Hasta en uno de los Signos del Zodiaco y en libros de adivinaciones para los habitantes de este planeta supersticioso.