- Botero esculturas (1998)
- Salmona (1998)
- El sabor de Colombia (1994)
- Wayuú. Cultura del desierto colombiano (1998)
- Semana Santa en Popayán (1999)
- Cartagena de siempre (1992)
- Palacio de las Garzas (1999)
- Juan Montoya (1998)
- Aves de Colombia. Grabados iluminados del Siglo XVIII (1993)
- Alta Colombia. El esplendor de la montaña (1996)
- Artefactos. Objetos artesanales de Colombia (1992)
- Carros. El automovil en Colombia (1995)
- Espacios Comerciales. Colombia (1994)
- Cerros de Bogotá (2000)
- El Terremoto de San Salvador. Narración de un superviviente (2001)
- Manolo Valdés. La intemporalidad del arte (1999)
- Casa de Hacienda. Arquitectura en el campo colombiano (1997)
- Fiestas. Celebraciones y Ritos de Colombia (1995)
- Costa Rica. Pura Vida (2001)
- Luis Restrepo. Arquitectura (2001)
- Ana Mercedes Hoyos. Palenque (2001)
- La Moneda en Colombia (2001)
- Jardines de Colombia (1996)
- Una jornada en Macondo (1995)
- Retratos (1993)
- Atavíos. Raíces de la moda colombiana (1996)
- La ruta de Humboldt. Colombia - Venezuela (1994)
- Trópico. Visiones de la naturaleza colombiana (1997)
- Herederos de los Incas (1996)
- Casa Moderna. Medio siglo de arquitectura doméstica colombiana (1996)
- Bogotá desde el aire (1994)
- La vida en Colombia (1994)
- Casa Republicana. La bella época en Colombia (1995)
- Selva húmeda de Colombia (1990)
- Richter (1997)
- Por nuestros niños. Programas para su Proteccion y Desarrollo en Colombia (1990)
- Mariposas de Colombia (1991)
- Colombia tierra de flores (1990)
- Los países andinos desde el satélite (1995)
- Deliciosas frutas tropicales (1990)
- Arrecifes del Caribe (1988)
- Casa campesina. Arquitectura vernácula de Colombia (1993)
- Páramos (1988)
- Manglares (1989)
- Señor Ladrillo (1988)
- La última muerte de Wozzeck (2000)
- Historia del Café de Guatemala (2001)
- Casa Guatemalteca (1999)
- Silvia Tcherassi (2002)
- Ana Mercedes Hoyos. Retrospectiva (2002)
- Francisco Mejía Guinand (2002)
- Aves del Llano (1992)
- El año que viene vuelvo (1989)
- Museos de Bogotá (1989)
- El arte de la cocina japonesa (1996)
- Botero Dibujos (1999)
- Colombia Campesina (1989)
- Conflicto amazónico. 1932-1934 (1994)
- Débora Arango. Museo de Arte Moderno de Medellín (1986)
- La Sabana de Bogotá (1988)
- Casas de Embajada en Washington D.C. (2004)
- XVI Bienal colombiana de Arquitectura 1998 (1998)
- Visiones del Siglo XX colombiano. A través de sus protagonistas ya muertos (2003)
- Río Bogotá (1985)
- Jacanamijoy (2003)
- Álvaro Barrera. Arquitectura y Restauración (2003)
- Campos de Golf en Colombia (2003)
- Cartagena de Indias. Visión panorámica desde el aire (2003)
- Guadua. Arquitectura y Diseño (2003)
- Enrique Grau. Homenaje (2003)
- Mauricio Gómez. Con la mano izquierda (2003)
- Ignacio Gómez Jaramillo (2003)
- Tesoros del Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario. 350 años (2003)
- Manos en el arte colombiano (2003)
- Historia de la Fotografía en Colombia. Museo de Arte Moderno de Bogotá (1983)
- Arenas Betancourt. Un realista más allá del tiempo (1986)
- Los Figueroa. Aproximación a su época y a su pintura (1986)
- Andrés de Santa María (1985)
- Ricardo Gómez Campuzano (1987)
- El encanto de Bogotá (1987)
- Manizales de ayer. Album de fotografías (1987)
- Ramírez Villamizar. Museo de Arte Moderno de Bogotá (1984)
- La transformación de Bogotá (1982)
- Las fronteras azules de Colombia (1985)
- Botero en el Museo Nacional de Colombia. Nueva donación 2004 (2004)
- Gonzalo Ariza. Pinturas (1978)
- Grau. El pequeño viaje del Barón Von Humboldt (1977)
- Bogotá Viva (2004)
- Albergues del Libertador en Colombia. Banco de la República (1980)
- El Rey triste (1980)
- Gregorio Vásquez (1985)
- Ciclovías. Bogotá para el ciudadano (1983)
- Negret escultor. Homenaje (2004)
- Mefisto. Alberto Iriarte (2004)
- Suramericana. 60 Años de compromiso con la cultura (2004)
- Rostros de Colombia (1985)
- Flora de Los Andes. Cien especies del Altiplano Cundi-Boyacense (1984)
- Casa de Nariño (1985)
- Periodismo gráfico. Círculo de Periodistas de Bogotá (1984)
- Cien años de arte colombiano. 1886 - 1986 (1985)
- Pedro Nel Gómez (1981)
- Colombia amazónica (1988)
- Palacio de San Carlos (1986)
- Veinte años del Sena en Colombia. 1957-1977 (1978)
- Bogotá. Estructura y principales servicios públicos (1978)
- Colombia Parques Naturales (2006)
- Érase una vez Colombia (2005)
- Colombia 360°. Ciudades y pueblos (2006)
- Bogotá 360°. La ciudad interior (2006)
- Guatemala inédita (2006)
- Casa de Recreo en Colombia (2005)
- Manzur. Homenaje (2005)
- Gerardo Aragón (2009)
- Santiago Cárdenas (2006)
- Omar Rayo. Homenaje (2006)
- Beatriz González (2005)
- Casa de Campo en Colombia (2007)
- Luis Restrepo. construcciones (2007)
- Juan Cárdenas (2007)
- Luis Caballero. Homenaje (2007)
- Fútbol en Colombia (2007)
- Cafés de Colombia (2008)
- Colombia es Color (2008)
- Armando Villegas. Homenaje (2008)
- Manuel Hernández (2008)
- Alicia Viteri. Memoria digital (2009)
- Clemencia Echeverri. Sin respuesta (2009)
- Museo de Arte Moderno de Cartagena de Indias (2009)
- Agua. Riqueza de Colombia (2009)
- Volando Colombia. Paisajes (2009)
- Colombia en flor (2009)
- Medellín 360º. Cordial, Pujante y Bella (2009)
- Arte Internacional. Colección del Banco de la República (2009)
- Hugo Zapata (2009)
- Apalaanchi. Pescadores Wayuu (2009)
- Bogotá vuelo al pasado (2010)
- Grabados Antiguos de la Pontificia Universidad Javeriana. Colección Eduardo Ospina S. J. (2010)
- Orquídeas. Especies de Colombia (2010)
- Apartamentos. Bogotá (2010)
- Luis Caballero. Erótico (2010)
- Luis Fernando Peláez (2010)
- Aves en Colombia (2011)
- Pedro Ruiz (2011)
- El mundo del arte en San Agustín (2011)
- Cundinamarca. Corazón de Colombia (2011)
- El hundimiento de los Partidos Políticos Tradicionales venezolanos: El caso Copei (2014)
- Artistas por la paz (1986)
- Reglamento de uniformes, insignias, condecoraciones y distintivos para el personal de la Policía Nacional (2009)
- Historia de Bogotá. Tomo I - Conquista y Colonia (2007)
- Historia de Bogotá. Tomo II - Siglo XIX (2007)
- Academia Colombiana de Jurisprudencia. 125 Años (2019)
- Duque, su presidencia (2022)
Cuatro
Chávez, Nariño. José Fernando Machado.
Fumigación de la cebolla. Ábrego, Norte de Santander. José Fernando Machado.
Granja experimental. Quindío. Eduardo González.
La Herradura, Valle del Cauca. José Fernando Machado.
Siembra de yuca. San Onofre, Sucre. José Fernando Machado.
Viñedo. La Unión, Valle del Cauca. José Fernando Machado.
Tomate. Vijes, Valle del Cauca. José Fernando Machado.
Maracuyá. Roldanillo, Valle del Cauca. José Fernando Machado.
Minifundios. Tota, Boyacá. José Fernando Machado.
Tuta, Boyacá José Fernando Machado.
Fumigación de papa. Cácota, Norte de Santander. José Fernando Machado.
Nariño, Nariño José Fernando Machado.
Cementerio. Silvia, Cauca. José Fernando Machado.
Recolección de la cebada. Carmen de Carupa, Cundinamarca. José Fernando Machado.
Cultivo de cebolla. Santo Domingo, Caldas. Jorge Eduardo Arango.
Arado con bueyes. Pamplona, Norte de Santander. Eduardo González.
Recolección de la soya. La Unión, Valle del Cauca. José Fernando Machado.
Yotoco, Valle del Cauca. Diego Samper.
Cultivos de papa. Murillo, Tolima. Jorge Eduardo Arango.
Sopó, Cundinamarca Diego Samper.
Que venga el agua, de las nubes altas, de las nubes bajas, de una regadera para el vivero de donde saldrán plantas adultas. Se trabajará en todos los cultivos, maíz y caña, plátano y café, cebada y arroz, y el viento hará móviles los tallos y las hojas y las alas. “Bello es un pájaro blanco en vuelo, un trigal mecido por el viento, y tu cuerpo desnudo”.
Y al regreso de la faena, árboles y árboles detrás, pies sobre la hierba, azadas al hombro, llevando de las manos sus bicicletas, la lentitud cordial anuncia el próximo descanso. Y sobre la greda esquiva, sobre la greda fértil, se anunciarán nuevos retoños que traerán a su vez la esperanza y la fe necesarias al campo, así perdurará la vieja raza humana y los animales convivirán con animales y hombres.
La Caña de Azúcar
Texto de: Manuel Mejía Vallejo
Molé, trapiche, molé, molé / molé la caña que da la miel ... —escuchamos de niños los versos tradicionales si íbamos a la Molienda con trapiche de yegua girante, o al sencillo movido a cuatro manos para sacar guarapo a la caña dura y dulce. Luego el olor de la miel en las pailas al fuego, y los plátanos calados, y la melcocha blanqueada a mano y que durante una semana daba a la alacena ese olor de anís endulzado…
También íbamos al cañaduzal para cortar la caña que diariamente consumían las bestias de silla y de carga, y nos gustaba palpar su tallo leñoso y chupar sus cañutos cuando el machete los dejaba listos. En ocasiones ayudábamos a su siembra por estacas y a jalar del trapiche manual y escuchar trovas y coplas luego de la molienda sobre el bagazal que servía de combustible al horno insaciable. Ya los trapiches empiezan / sus hornillas a prender / y las mulas van subiendo / la caña para moler.
O la canción de Emilio Murillo que regresó en nuestra adolescencia para un amor de estreno: El trapiche es alegría, / hierve en la paila la miel. / ¡Quién besar pudiera un día / tu boquita de clavel!
Ahora los grandes ingenios elaboran el azúcar científicamente, y de la caña se sabe mucho más que los datos simples de ser originaria de la India y de estar lista para su consumo a los diez o quince meses de sembrada, y que es factor de sobrevivencia para muchos países, y de riqueza o temor para altos empresarios; y que las confituras más sofisticadas van a las bocas ávidas del mundo.
Sabemos además cómo desde la Gran Canaria habían traído hasta Santo Domingo en compartimientos especiales esta gramínea que endulzaba el café y el chocolate, pero que sabía amarga en la sangre de indios, negros y mestizos.
Entonces sólo comprobamos lo importante de la panela en la dieta campesina, y sabíamos hasta qué punto un mercado semanal casero era incompleto si la panela no pasaba de ser un sueño frustrado en el viejo costal de cabuya: el trapiche se hacía indispensable para la fuerza física y el amor en casa o en los caminos largos, a pesar de la copla:
El tiempo que yo perdí
cuando me puse a querer;
si hubiera sembrado caña
ya estaría de moler.
Y lo que seguía y recordamos casi con amor sobre esa planta dulce y las moliendas y las trabas de corazón cuando se metía —el corazón— donde no debía meterse, testigos cañaduzales, bagazales, pailas, muladas y caminos de monte… Y los versos sencillos que completaban el paisaje anochecido: La caña que da el guarapo / guarapo que da la miel, / la miel que da la panela / panela que da la plata / pa comprar a la mujer ...
O la protesta de un escritor europeo ante el elogio que del azúcar hiciera un príncipe:
—“No les parecería dulce, honorables señores, si supieran la sangre que por ella derraman los esclavos”. Con el sol y el látigo a las espaldas en algunas islas del Caribe.
Pero de la panela fabrican aguardiente y ron las empresas oficiales, y los campesinos esconden todavía el alambique elemental para su tapetusa de contrabando, “tónico, confortante, chupador, apretador y muy sabroso” al decir de Antonio José Restrepo, el inolvidable Ñito, embajador, parlamentario, trovador y juez de gallos en las más afamadas galleras.
Y ya que recordamos al autor de El cancionero de Antioquia, añadamos otra cuarteta de la picaresca del campo y que hace tiempos escuchamos arriba de unos cañaduzales de tierra caliente:
Ya la caña está cortada
y el trapiche está muy bueno:
Decí Teresa Molina,
¿molemos o no molemos?
O el pregón que los campesinos escuchaban en el pueblo vecino después de asistir a misa mayor, cuando el confitero abría sus ventas bajo el toldo plazolero: —A ver, a ver, arrimen todos a probar su pedacito de cielo, zucarito de gloria, bocado de ángel, besito de novia… Piña para la niña, mora para la señora, menta para la sirvienta. Con un centavo prueba, con dos centavos se ceba y hasta a la novia le lleva. A ver, a ver, arrimen, aquí el pedacito de cielo, el bocado de ángel, el besito de novia…
El Amor a la Tierra
Texto de: Eduardo Caballero Calderón
¡Ah, la tierra, el amor a la tierra! Los economistas y sociólogos que moran en la ciudad, pueden decir lo que quieran de la distribución de la riqueza, la rapidez de la moneda, la expropiación de los campos, la comunicación de las haciendas; pero en el fondo del campesino, por encima del amor a la familia, del gusto por la embriaguez dominguera, del respeto por las cosas del culto, existe el amor irrevocable a la tierra. Es un amor físico, que nada tiene de la codicia del ciudadano burgués que goza amontonando cupones y cédulas bancarias. El campesino quiere tierra, lo mismo que yo, a pesar de ser un ciudadano, quiero intensamente la mía. Para Angelito la patria es la tierra que tiene en la vega del Chicamocha y en la vereda del páramo, y su ambición es un terronal, un “volcán”, sombreado por los cedros y robles centenarios que en El Palmar plantaron mis abuelos. Con qué ternura coge Angelito un puñado de terrones, los destripa amorosamente con los dedos, y me dice, sonriendo por debajo de la corrosca:
—¡Es tierra güena, agradecida! ¡Con tantico que llueva no hay quién la iguale! Y es como la mamá: ¡jamás se cansa!
Para Angelito no es un dolor, sino un placer, abrirle las entrañas en largos surcos con el chuzo del arado, revolver los terrones con la azada, limpiarla de pedruscos, cruzarla con pequeños canales que absorben hasta la última gota del regadío. Por las mañanas, cuando el sol comienza a dorar las nubecillas que se sientan sobre la sierra de Güicán, sale Angelito al campo, a su campo. Más que el caldo que bebió de dos grandes sorbos, quemándose los labios y la lengua, lo alienta la fragancia del tablón de cañas, y el caliente y dulce vaho que sopla del trapiche, donde están moliendo. Si es verano, Angelito escruta angustiosamente las nubecillas flacas y transparentes que bogan muy alto, en el pozo azul del cielo, y aprieta los labios con ira. Los terrones amarillos, resecos, se pulverizan al sol.
—¡Ay! ¡Compasión de las cañas!
Acción de Gracias
Texto de: Manuel Mejía Vallejo
Cerca de los cañaduzales que endulzaban los ventarrones de tierra caliente nos veía, callados, la luna menguante. Y como lluvia nos iba dictando el corazón:
—Gracias por la vida y por las faenas del campo. Gracias por el buen trapiche y por la caña que se deshace en guarapo oscuro como las nubes en agua clara. Gracias también por esta luna casera y campesina que amenaza con embestir las estrellas, testigo mudo de las alegrías pequeñas y de la vida tranquilona bajo los ranchos de paja.
Gracias también, noche morena, por tu música de cocuyos y de estrellas tiritantes. Por esta hierba que comienza a humedecerse con el rocío que lloras; por los yarumos que blanquean en el monte; por aquella nubecilla engarzada en los cuernos de la luna y que se desvanece jugando con el viento, y por esas otras cosas que ignoro pero las llevo en mí, como el fruto maduro lleva su sabor.
Trovando y echando coplas
Texto de: Manuel Mejía Vallejo
Ah malhaya quién pudiera
con esta soga enlazar
al viento, que se ha llevado
lo mejor de mi cantar.
Hace muchos años —vivía en Guatemala— un suplemento literario me publicó algunas trovas y coplas, de esas que aprendí de memoria cuando niño. Paul Rivet, uno de los sabios de este siglo, me dijo que como poesía eran superiores a las de Pablo Neruda, su amigo entrañable.
No sé por qué en las antologías se ignora la copla popular. En mí cuando menos, ha sido una motivación para seguir viviendo, desde cuando adolescente y sobre un caballo al frente de una fonda de camino real, escuché aquella absolutamente inolvidable:
Emprésteme su candela
para prender mi tabaco,
que las lágrimas que lloro
me lo apagan cada rato.
Tal vez desde ese momento se me abrieron las ganas de gustar la poesía. El trovador que las decía era Jesús Arenas, arriero de mi padre en el suroeste antioqueño; el mismo que después me repetía, entre muchas, aquella del otro arrasamiento:
Ya se murieron mis perros,
ya mi rancho quedó solo;
mañana me muero yo
para que se acabe todo.
La copla. Desde pequeño la escuché en mi cordillera y la aprendí al galope de caballos por aquellos caminos increíbles del San Juan —Docató, río de los yuyos en lenguaje nativo— abiertos al aire sus cuatro versos cuando un rastro de leyenda hablaba de ausencias por amor, de ausencias por muerte y ausencias por olvido.
Porque iba de pena larga y corazón al monte, cuatro líneas con cuatro leños ardidos caían bien a la angustia; y porque seguían diciéndome la sangre me gustaba improvisarlas al viento, buen lugar para la copla. Más tarde las oí repetidas, hasta en algunas colecciones aparecieron anónimas, entonces me supe pueblo. La copla era otra seña de identidad.
Aquí van de muestra cuatro que en alguna forma me dolieron cuando las improvisé, y que inventaban o recalcaban mi pena de bolsillo o mi angustia en todo el panorama:
Oyendo frente al paisaje
bambucos de tiempo lento,
me dan ganas al momento
de morir o estar de viaje.
Partir es sólo el destino
de quien no puede llegar;
llegar sólo es regresar
a donde empieza el camino.
Volverán desde mi huerto
los silbos que aún conserva;
yo estaré bajo la hierba
sosegadamente muerto.
Una campana calló
cuando doblaba tu muerte,
y el silencio fue tan fuerte
que tu muerte lo escuchó.
Aunque en su mayoría las coplas son anónimas, algunas revelan su carácter culto, como en esta encontrada en el muro de una cárcel bogotana, y que conserva su permanente actualidad:
Aquí por justa sentencia
pena un ladrón principiante,
que no robó lo bastante
para probar su inocencia.
O esta mamagallista, un sí es no es folclórica, y citada por Alfonso Reyes en “Las Jitanjáforas”:
El tren sale de día,
la luna sale de noche.
Cuatro ruedas tiene un coche
con mucha melancolía.
Que me hace recordar otra donde la rima forzada fuerza a su vez la índole del idioma:
Ayer que me fui a bañar
me encontré con Evaristo,
y me dio mucho pesar
no haberte podido visto.
O una que se le asemeja en su intención:
Ayer pasé por tu casa
y me sacaste el revólver.
Nunca vayas a creer
que te lo voy a devólver.
La trova nuestra conserva cierto aire familiar con las definiciones clásicas, en el sentido de canción que cantan los trovadores, pero no necesariamente amorosa, pues hay infinidad de ellas que más parecen epigramas. Esta la escuché hace añísimos junto a una putica adorable allá en la Curva del Bosque; todavía esos sitios mantenían el inefable encanto de la prohibición:
Cuando tuve, me querías,
hoy no tengo y me desdeñas:
Vos sos como las campanas
que si no te dan, no suenas.
Entre los trovadores colombianos, probablemente ninguno igualó a Salvo Ruiz, de Concordia, aunque casi siempre vivió en el campo, veterano de las guerras civiles, mulato de tiple y cuchillo, andariego por fondas de llano y cordillera, por ríos y caminos de herradura, enamorado y peleador, habitante de las minas, en cada parte entablaba a canto partido y aceptaba hasta seis trovadores simultáneamente, de donde salía bien librado. Ya tenía él ochenta y cuatro años cuando hace tiempos lo presenté en la Biblioteca Pública Piloto, recién inaugurada.
Esto que sigue ocurrió en mil novecientos cuarenta y cuatro en el viejo Café La Bastilla, durante la primera Exposición Industrial de Colombia: allí miraban e intervenían Tartarín Moreira, El Vate González, León Zafir y otros poetas menores que formaban la bohemia en el Medellín de entonces. Durante el duelo de aquellos trovadores —la gente se apretujaba para oír y ver— sus rivales echaron en cara a Salvo Ruiz el haberse confesado después de treinta años alejado de cualquier iglesia. Entonces les contestó rasgueando su tiple y entonadamente:
Siquiera me confesé,
no li’hace qu’echen candela:
El que lleva a Dios por dentro
arde pero no se quema.
El mismo que aún joven, en otro duelo se bautizó como el más aventajado para el canto suelto, para la improvisación en un descanso de las parrandas bullosas, cuando relumbraba el machete nocturno y el aguardiente gritaba en el pecho y la cabeza de los contendores: aquí su ingenio y su montañero candor:
Yo soy entre los cantores
como es sobre el mar la espuma,
o como el águila real
entre las aves de pluma
El mismo que acompañó a “Ñito” Restrepo, cuando éste cambiaba su traje de etiqueta y sus zapatillas de charol —era embajador en la Liga de las Naciones— por la ruana y las abarcas caminadoras, y en lugar de un mamotreto de diplomático llevaba el carriel y el tiple zandunguero. En una de esas andanzas
—cuenta en “La Campana del Conde” don F. Gómez, el de aquel epitafial:
—“¡Qué diablos va a saber un reloj en qué horas estoy yo!”—, una de sus salidas inolvidables. Según ese cuento-crónica, aparecieron en la fonda de camino real unos señores Pombales, ganaderos llenos de plata por todos los costados, amigos del aguardiente y de la trova. Como que se la dedicaron a “Ñito” en sus improvisaciones, hasta sacarle la rabia cuando le rimaron aquello de poeta con el hecho de no tener una simple peseta. A lo que reviró el inigualable autor de El cancionero de Antioquia:
No tener una peseta
es el peor de mis males.
Ah malhaya quién tuviera
plata como los Pombales:
Lo que no tienen en plata
lo tienen en animales,
que son una misma cosa
animales y Pombales.
Y ahí fue la trifulca, parece que no quedó güeva sana, pues lo que menos sucedió fue que los tales Pombales quedaron con sus tiples y guitarras de sombrero.
Muchas de las coplas que hoy andan de boca en boca son entresacadas de algunos duelos famosos, en que todavía se sucede un descanso para la exaltación lírica, como en esta de malicia ingenua, donde el candor se une al deseo en pareja sabrosa:
Yo te vide persinar,
mis ojos fueron testigos.
¡Quién te pudiera besar
onde dijiste “enemigos”!
O esta, el mejor piropo que he hallado en mis largos caminos:
Cuando en la noche sombría
tus grandes ojos brillaron,
hasta los gallos cantaron
creyendo que amanecía.
Bueno, esta crónica la he fabricado de memoria, y estoy de afán para cumplir con las pequeñas cosas que componen la vida. Así, me tercio el tiple y me largo.
Otros oficios
Texto de: Manuel Mejía Vallejo
Kererije Kaburaje había hecho el maguaré para varios caciques, y cada vez era dispendioso su trabajo: un año transcurrió desde la mañana en que salieron a escoger en la selva el árbol de moena, o el árbol de obberai, corazón duro y fibra compacta que no dejaría rajar la madera. Ceremoniosamente capitaneó la búsqueda, después de bailar desde las siete hasta las doce en la noche alta. Y mientras los hombres salían de madrugada en busca del palo para el maguaré, las mujeres, ya solas, se quedaban en los rituales del baile y del canto.
En la selva, Kererije Kaburaje, según pedía la tradición, señaló el tronco, su grosor y su medida. Y cuando lo transportaron al día siguiente, entonaron la canción del viaje con el tronco comunitario de la tribu Maru, acompasados los movimientos, propiciadores de los altos poderes.
Kererije Kaburaje estaba nervioso aunque para sus vecinos huitotos había hecho maguarés, que llamaban juaros; para sus vecinos Bora, que lo llamaban arón; para sus vecinos Rosiggaro, que decían:
—“Kuúmma pimaneke” al hecho de convocar a la gente con los hondos sones del maguaré.
Después de medir los troncos —menos de un cuerpo indio de largo, más de medio cuerpo de diámetro—, con bebida no fermentada, la caguana, bañaron su madera para que sonara bien, y empezó la brega lenta de ahuecarlo: días y días, luna creciente, luna menguante, lunas-meses soplando la cañita mantenedora de la candela de origen sagrado que abriría el espacio profundo del maguaré. Al fin hizo los pechos para que cambiara de sonido. Entonces dificultosamente lo colgó con fuertes bejucos, y en su hechizamiento lo golpeó rítmicamente con un mazo de caucho. Y creyó escuchar el canto del maguaré en huitoto: Virirede amena vaitcaña, ayona uaina ferede kiburade, que traduce: Encontramos un palo bueno, grato para oír de lejos.
Solo, sin ver mujer alguna, había realizado un trabajo de arte al servicio de su gente, y le había dado el sitio y el sonido para su contento: si encontraba caza o pesca abundantes; si la lluvia o el sol favorecían la cosecha; si maduraban a tiempo sus frutos los altos árboles; si el corazón amanecía enamorado: entonces se acercaba al maguaré, se situaba parsimoniosamente entre los dos troncos, y tocándolos con las manos de goma —juakka, en huitoto; arorabenna en okaina—, alcanzaría lo recóndito de los sonidos.
—¡Maguaré!
O para alejar espíritus que agriarían la kawana y traerían la fiebre y extraviarían a los niños bajo la oscuridad de los árboles. O si la enfermedad o la tristeza conturbaba su cielo, el eco del maguaré se metía en la tierra y en los aires, se empapaba de fuerza germinadora y de saliva de sol y regresaba a la mano calenturienta, al paso lento, a los ojos esperanzados, a la sangre fatigada, y entre el cerco solidario de los suyos hacía fácil el adiós antes de acomodarse en la noche redonda.
—Que ame la oscuridad si es necesaria la oscuridad en el viaje largo.
—Es largo el son del maguaré.
Creyeron entender y pensaron en sus instrumentos, tambores y marimbas de chonta, en quenas y gaitas, en charangos y chirimías, en cuernos y guacharacas, y de tanto pensarlos todo el aire fue música sobrecogedora.
—Es música el cielo.
—La música nos lleva a lo alto.
Cae la noche
Texto de: Manuel Mejía Vallejo
Lo presagiaron el derrumbe del sol, las primeras sombras desprendidas de la montaña, el ulular del viento cuando la luz peleaba sobre el monte su última pelea; lo supieron los pájaros al abandonar patios y rastrojos para buscar la rama o el nido; lo supieron las voces de los mayores, los ojos cansados de los niños, los labios al juntarse en la oración, el terror silencioso, las llamas caseras, los cocuyos.
Después todo fue recogimiento de personas y objetos, y una voz de alguien que todavía creía en tantas estrellas:
—Cayó la noche.
Pero su voz también se hundió, únicamente se veían retazos de paredes blancas, siluetas inmóviles y la presencia de unos cerros que iban quedando igualmente arrasados por la oscuridad.
#AmorPorColombia
Cuatro
Chávez, Nariño. José Fernando Machado.
Fumigación de la cebolla. Ábrego, Norte de Santander. José Fernando Machado.
Granja experimental. Quindío. Eduardo González.
La Herradura, Valle del Cauca. José Fernando Machado.
Siembra de yuca. San Onofre, Sucre. José Fernando Machado.
Viñedo. La Unión, Valle del Cauca. José Fernando Machado.
Tomate. Vijes, Valle del Cauca. José Fernando Machado.
Maracuyá. Roldanillo, Valle del Cauca. José Fernando Machado.
Minifundios. Tota, Boyacá. José Fernando Machado.
Tuta, Boyacá José Fernando Machado.
Fumigación de papa. Cácota, Norte de Santander. José Fernando Machado.
Nariño, Nariño José Fernando Machado.
Cementerio. Silvia, Cauca. José Fernando Machado.
Recolección de la cebada. Carmen de Carupa, Cundinamarca. José Fernando Machado.
Cultivo de cebolla. Santo Domingo, Caldas. Jorge Eduardo Arango.
Arado con bueyes. Pamplona, Norte de Santander. Eduardo González.
Recolección de la soya. La Unión, Valle del Cauca. José Fernando Machado.
Yotoco, Valle del Cauca. Diego Samper.
Cultivos de papa. Murillo, Tolima. Jorge Eduardo Arango.
Sopó, Cundinamarca Diego Samper.
Que venga el agua, de las nubes altas, de las nubes bajas, de una regadera para el vivero de donde saldrán plantas adultas. Se trabajará en todos los cultivos, maíz y caña, plátano y café, cebada y arroz, y el viento hará móviles los tallos y las hojas y las alas. “Bello es un pájaro blanco en vuelo, un trigal mecido por el viento, y tu cuerpo desnudo”.
Y al regreso de la faena, árboles y árboles detrás, pies sobre la hierba, azadas al hombro, llevando de las manos sus bicicletas, la lentitud cordial anuncia el próximo descanso. Y sobre la greda esquiva, sobre la greda fértil, se anunciarán nuevos retoños que traerán a su vez la esperanza y la fe necesarias al campo, así perdurará la vieja raza humana y los animales convivirán con animales y hombres.
La Caña de Azúcar
Texto de: Manuel Mejía Vallejo
Molé, trapiche, molé, molé / molé la caña que da la miel ... —escuchamos de niños los versos tradicionales si íbamos a la Molienda con trapiche de yegua girante, o al sencillo movido a cuatro manos para sacar guarapo a la caña dura y dulce. Luego el olor de la miel en las pailas al fuego, y los plátanos calados, y la melcocha blanqueada a mano y que durante una semana daba a la alacena ese olor de anís endulzado…
También íbamos al cañaduzal para cortar la caña que diariamente consumían las bestias de silla y de carga, y nos gustaba palpar su tallo leñoso y chupar sus cañutos cuando el machete los dejaba listos. En ocasiones ayudábamos a su siembra por estacas y a jalar del trapiche manual y escuchar trovas y coplas luego de la molienda sobre el bagazal que servía de combustible al horno insaciable. Ya los trapiches empiezan / sus hornillas a prender / y las mulas van subiendo / la caña para moler.
O la canción de Emilio Murillo que regresó en nuestra adolescencia para un amor de estreno: El trapiche es alegría, / hierve en la paila la miel. / ¡Quién besar pudiera un día / tu boquita de clavel!
Ahora los grandes ingenios elaboran el azúcar científicamente, y de la caña se sabe mucho más que los datos simples de ser originaria de la India y de estar lista para su consumo a los diez o quince meses de sembrada, y que es factor de sobrevivencia para muchos países, y de riqueza o temor para altos empresarios; y que las confituras más sofisticadas van a las bocas ávidas del mundo.
Sabemos además cómo desde la Gran Canaria habían traído hasta Santo Domingo en compartimientos especiales esta gramínea que endulzaba el café y el chocolate, pero que sabía amarga en la sangre de indios, negros y mestizos.
Entonces sólo comprobamos lo importante de la panela en la dieta campesina, y sabíamos hasta qué punto un mercado semanal casero era incompleto si la panela no pasaba de ser un sueño frustrado en el viejo costal de cabuya: el trapiche se hacía indispensable para la fuerza física y el amor en casa o en los caminos largos, a pesar de la copla:
El tiempo que yo perdí
cuando me puse a querer;
si hubiera sembrado caña
ya estaría de moler.
Y lo que seguía y recordamos casi con amor sobre esa planta dulce y las moliendas y las trabas de corazón cuando se metía —el corazón— donde no debía meterse, testigos cañaduzales, bagazales, pailas, muladas y caminos de monte… Y los versos sencillos que completaban el paisaje anochecido: La caña que da el guarapo / guarapo que da la miel, / la miel que da la panela / panela que da la plata / pa comprar a la mujer ...
O la protesta de un escritor europeo ante el elogio que del azúcar hiciera un príncipe:
—“No les parecería dulce, honorables señores, si supieran la sangre que por ella derraman los esclavos”. Con el sol y el látigo a las espaldas en algunas islas del Caribe.
Pero de la panela fabrican aguardiente y ron las empresas oficiales, y los campesinos esconden todavía el alambique elemental para su tapetusa de contrabando, “tónico, confortante, chupador, apretador y muy sabroso” al decir de Antonio José Restrepo, el inolvidable Ñito, embajador, parlamentario, trovador y juez de gallos en las más afamadas galleras.
Y ya que recordamos al autor de El cancionero de Antioquia, añadamos otra cuarteta de la picaresca del campo y que hace tiempos escuchamos arriba de unos cañaduzales de tierra caliente:
Ya la caña está cortada
y el trapiche está muy bueno:
Decí Teresa Molina,
¿molemos o no molemos?
O el pregón que los campesinos escuchaban en el pueblo vecino después de asistir a misa mayor, cuando el confitero abría sus ventas bajo el toldo plazolero: —A ver, a ver, arrimen todos a probar su pedacito de cielo, zucarito de gloria, bocado de ángel, besito de novia… Piña para la niña, mora para la señora, menta para la sirvienta. Con un centavo prueba, con dos centavos se ceba y hasta a la novia le lleva. A ver, a ver, arrimen, aquí el pedacito de cielo, el bocado de ángel, el besito de novia…
El Amor a la Tierra
Texto de: Eduardo Caballero Calderón
¡Ah, la tierra, el amor a la tierra! Los economistas y sociólogos que moran en la ciudad, pueden decir lo que quieran de la distribución de la riqueza, la rapidez de la moneda, la expropiación de los campos, la comunicación de las haciendas; pero en el fondo del campesino, por encima del amor a la familia, del gusto por la embriaguez dominguera, del respeto por las cosas del culto, existe el amor irrevocable a la tierra. Es un amor físico, que nada tiene de la codicia del ciudadano burgués que goza amontonando cupones y cédulas bancarias. El campesino quiere tierra, lo mismo que yo, a pesar de ser un ciudadano, quiero intensamente la mía. Para Angelito la patria es la tierra que tiene en la vega del Chicamocha y en la vereda del páramo, y su ambición es un terronal, un “volcán”, sombreado por los cedros y robles centenarios que en El Palmar plantaron mis abuelos. Con qué ternura coge Angelito un puñado de terrones, los destripa amorosamente con los dedos, y me dice, sonriendo por debajo de la corrosca:
—¡Es tierra güena, agradecida! ¡Con tantico que llueva no hay quién la iguale! Y es como la mamá: ¡jamás se cansa!
Para Angelito no es un dolor, sino un placer, abrirle las entrañas en largos surcos con el chuzo del arado, revolver los terrones con la azada, limpiarla de pedruscos, cruzarla con pequeños canales que absorben hasta la última gota del regadío. Por las mañanas, cuando el sol comienza a dorar las nubecillas que se sientan sobre la sierra de Güicán, sale Angelito al campo, a su campo. Más que el caldo que bebió de dos grandes sorbos, quemándose los labios y la lengua, lo alienta la fragancia del tablón de cañas, y el caliente y dulce vaho que sopla del trapiche, donde están moliendo. Si es verano, Angelito escruta angustiosamente las nubecillas flacas y transparentes que bogan muy alto, en el pozo azul del cielo, y aprieta los labios con ira. Los terrones amarillos, resecos, se pulverizan al sol.
—¡Ay! ¡Compasión de las cañas!
Acción de Gracias
Texto de: Manuel Mejía Vallejo
Cerca de los cañaduzales que endulzaban los ventarrones de tierra caliente nos veía, callados, la luna menguante. Y como lluvia nos iba dictando el corazón:
—Gracias por la vida y por las faenas del campo. Gracias por el buen trapiche y por la caña que se deshace en guarapo oscuro como las nubes en agua clara. Gracias también por esta luna casera y campesina que amenaza con embestir las estrellas, testigo mudo de las alegrías pequeñas y de la vida tranquilona bajo los ranchos de paja.
Gracias también, noche morena, por tu música de cocuyos y de estrellas tiritantes. Por esta hierba que comienza a humedecerse con el rocío que lloras; por los yarumos que blanquean en el monte; por aquella nubecilla engarzada en los cuernos de la luna y que se desvanece jugando con el viento, y por esas otras cosas que ignoro pero las llevo en mí, como el fruto maduro lleva su sabor.
Trovando y echando coplas
Texto de: Manuel Mejía Vallejo
Ah malhaya quién pudiera
con esta soga enlazar
al viento, que se ha llevado
lo mejor de mi cantar.
Hace muchos años —vivía en Guatemala— un suplemento literario me publicó algunas trovas y coplas, de esas que aprendí de memoria cuando niño. Paul Rivet, uno de los sabios de este siglo, me dijo que como poesía eran superiores a las de Pablo Neruda, su amigo entrañable.
No sé por qué en las antologías se ignora la copla popular. En mí cuando menos, ha sido una motivación para seguir viviendo, desde cuando adolescente y sobre un caballo al frente de una fonda de camino real, escuché aquella absolutamente inolvidable:
Emprésteme su candela
para prender mi tabaco,
que las lágrimas que lloro
me lo apagan cada rato.
Tal vez desde ese momento se me abrieron las ganas de gustar la poesía. El trovador que las decía era Jesús Arenas, arriero de mi padre en el suroeste antioqueño; el mismo que después me repetía, entre muchas, aquella del otro arrasamiento:
Ya se murieron mis perros,
ya mi rancho quedó solo;
mañana me muero yo
para que se acabe todo.
La copla. Desde pequeño la escuché en mi cordillera y la aprendí al galope de caballos por aquellos caminos increíbles del San Juan —Docató, río de los yuyos en lenguaje nativo— abiertos al aire sus cuatro versos cuando un rastro de leyenda hablaba de ausencias por amor, de ausencias por muerte y ausencias por olvido.
Porque iba de pena larga y corazón al monte, cuatro líneas con cuatro leños ardidos caían bien a la angustia; y porque seguían diciéndome la sangre me gustaba improvisarlas al viento, buen lugar para la copla. Más tarde las oí repetidas, hasta en algunas colecciones aparecieron anónimas, entonces me supe pueblo. La copla era otra seña de identidad.
Aquí van de muestra cuatro que en alguna forma me dolieron cuando las improvisé, y que inventaban o recalcaban mi pena de bolsillo o mi angustia en todo el panorama:
Oyendo frente al paisaje
bambucos de tiempo lento,
me dan ganas al momento
de morir o estar de viaje.
Partir es sólo el destino
de quien no puede llegar;
llegar sólo es regresar
a donde empieza el camino.
Volverán desde mi huerto
los silbos que aún conserva;
yo estaré bajo la hierba
sosegadamente muerto.
Una campana calló
cuando doblaba tu muerte,
y el silencio fue tan fuerte
que tu muerte lo escuchó.
Aunque en su mayoría las coplas son anónimas, algunas revelan su carácter culto, como en esta encontrada en el muro de una cárcel bogotana, y que conserva su permanente actualidad:
Aquí por justa sentencia
pena un ladrón principiante,
que no robó lo bastante
para probar su inocencia.
O esta mamagallista, un sí es no es folclórica, y citada por Alfonso Reyes en “Las Jitanjáforas”:
El tren sale de día,
la luna sale de noche.
Cuatro ruedas tiene un coche
con mucha melancolía.
Que me hace recordar otra donde la rima forzada fuerza a su vez la índole del idioma:
Ayer que me fui a bañar
me encontré con Evaristo,
y me dio mucho pesar
no haberte podido visto.
O una que se le asemeja en su intención:
Ayer pasé por tu casa
y me sacaste el revólver.
Nunca vayas a creer
que te lo voy a devólver.
La trova nuestra conserva cierto aire familiar con las definiciones clásicas, en el sentido de canción que cantan los trovadores, pero no necesariamente amorosa, pues hay infinidad de ellas que más parecen epigramas. Esta la escuché hace añísimos junto a una putica adorable allá en la Curva del Bosque; todavía esos sitios mantenían el inefable encanto de la prohibición:
Cuando tuve, me querías,
hoy no tengo y me desdeñas:
Vos sos como las campanas
que si no te dan, no suenas.
Entre los trovadores colombianos, probablemente ninguno igualó a Salvo Ruiz, de Concordia, aunque casi siempre vivió en el campo, veterano de las guerras civiles, mulato de tiple y cuchillo, andariego por fondas de llano y cordillera, por ríos y caminos de herradura, enamorado y peleador, habitante de las minas, en cada parte entablaba a canto partido y aceptaba hasta seis trovadores simultáneamente, de donde salía bien librado. Ya tenía él ochenta y cuatro años cuando hace tiempos lo presenté en la Biblioteca Pública Piloto, recién inaugurada.
Esto que sigue ocurrió en mil novecientos cuarenta y cuatro en el viejo Café La Bastilla, durante la primera Exposición Industrial de Colombia: allí miraban e intervenían Tartarín Moreira, El Vate González, León Zafir y otros poetas menores que formaban la bohemia en el Medellín de entonces. Durante el duelo de aquellos trovadores —la gente se apretujaba para oír y ver— sus rivales echaron en cara a Salvo Ruiz el haberse confesado después de treinta años alejado de cualquier iglesia. Entonces les contestó rasgueando su tiple y entonadamente:
Siquiera me confesé,
no li’hace qu’echen candela:
El que lleva a Dios por dentro
arde pero no se quema.
El mismo que aún joven, en otro duelo se bautizó como el más aventajado para el canto suelto, para la improvisación en un descanso de las parrandas bullosas, cuando relumbraba el machete nocturno y el aguardiente gritaba en el pecho y la cabeza de los contendores: aquí su ingenio y su montañero candor:
Yo soy entre los cantores
como es sobre el mar la espuma,
o como el águila real
entre las aves de pluma
El mismo que acompañó a “Ñito” Restrepo, cuando éste cambiaba su traje de etiqueta y sus zapatillas de charol —era embajador en la Liga de las Naciones— por la ruana y las abarcas caminadoras, y en lugar de un mamotreto de diplomático llevaba el carriel y el tiple zandunguero. En una de esas andanzas
—cuenta en “La Campana del Conde” don F. Gómez, el de aquel epitafial:
—“¡Qué diablos va a saber un reloj en qué horas estoy yo!”—, una de sus salidas inolvidables. Según ese cuento-crónica, aparecieron en la fonda de camino real unos señores Pombales, ganaderos llenos de plata por todos los costados, amigos del aguardiente y de la trova. Como que se la dedicaron a “Ñito” en sus improvisaciones, hasta sacarle la rabia cuando le rimaron aquello de poeta con el hecho de no tener una simple peseta. A lo que reviró el inigualable autor de El cancionero de Antioquia:
No tener una peseta
es el peor de mis males.
Ah malhaya quién tuviera
plata como los Pombales:
Lo que no tienen en plata
lo tienen en animales,
que son una misma cosa
animales y Pombales.
Y ahí fue la trifulca, parece que no quedó güeva sana, pues lo que menos sucedió fue que los tales Pombales quedaron con sus tiples y guitarras de sombrero.
Muchas de las coplas que hoy andan de boca en boca son entresacadas de algunos duelos famosos, en que todavía se sucede un descanso para la exaltación lírica, como en esta de malicia ingenua, donde el candor se une al deseo en pareja sabrosa:
Yo te vide persinar,
mis ojos fueron testigos.
¡Quién te pudiera besar
onde dijiste “enemigos”!
O esta, el mejor piropo que he hallado en mis largos caminos:
Cuando en la noche sombría
tus grandes ojos brillaron,
hasta los gallos cantaron
creyendo que amanecía.
Bueno, esta crónica la he fabricado de memoria, y estoy de afán para cumplir con las pequeñas cosas que componen la vida. Así, me tercio el tiple y me largo.
Otros oficios
Texto de: Manuel Mejía Vallejo
Kererije Kaburaje había hecho el maguaré para varios caciques, y cada vez era dispendioso su trabajo: un año transcurrió desde la mañana en que salieron a escoger en la selva el árbol de moena, o el árbol de obberai, corazón duro y fibra compacta que no dejaría rajar la madera. Ceremoniosamente capitaneó la búsqueda, después de bailar desde las siete hasta las doce en la noche alta. Y mientras los hombres salían de madrugada en busca del palo para el maguaré, las mujeres, ya solas, se quedaban en los rituales del baile y del canto.
En la selva, Kererije Kaburaje, según pedía la tradición, señaló el tronco, su grosor y su medida. Y cuando lo transportaron al día siguiente, entonaron la canción del viaje con el tronco comunitario de la tribu Maru, acompasados los movimientos, propiciadores de los altos poderes.
Kererije Kaburaje estaba nervioso aunque para sus vecinos huitotos había hecho maguarés, que llamaban juaros; para sus vecinos Bora, que lo llamaban arón; para sus vecinos Rosiggaro, que decían:
—“Kuúmma pimaneke” al hecho de convocar a la gente con los hondos sones del maguaré.
Después de medir los troncos —menos de un cuerpo indio de largo, más de medio cuerpo de diámetro—, con bebida no fermentada, la caguana, bañaron su madera para que sonara bien, y empezó la brega lenta de ahuecarlo: días y días, luna creciente, luna menguante, lunas-meses soplando la cañita mantenedora de la candela de origen sagrado que abriría el espacio profundo del maguaré. Al fin hizo los pechos para que cambiara de sonido. Entonces dificultosamente lo colgó con fuertes bejucos, y en su hechizamiento lo golpeó rítmicamente con un mazo de caucho. Y creyó escuchar el canto del maguaré en huitoto: Virirede amena vaitcaña, ayona uaina ferede kiburade, que traduce: Encontramos un palo bueno, grato para oír de lejos.
Solo, sin ver mujer alguna, había realizado un trabajo de arte al servicio de su gente, y le había dado el sitio y el sonido para su contento: si encontraba caza o pesca abundantes; si la lluvia o el sol favorecían la cosecha; si maduraban a tiempo sus frutos los altos árboles; si el corazón amanecía enamorado: entonces se acercaba al maguaré, se situaba parsimoniosamente entre los dos troncos, y tocándolos con las manos de goma —juakka, en huitoto; arorabenna en okaina—, alcanzaría lo recóndito de los sonidos.
—¡Maguaré!
O para alejar espíritus que agriarían la kawana y traerían la fiebre y extraviarían a los niños bajo la oscuridad de los árboles. O si la enfermedad o la tristeza conturbaba su cielo, el eco del maguaré se metía en la tierra y en los aires, se empapaba de fuerza germinadora y de saliva de sol y regresaba a la mano calenturienta, al paso lento, a los ojos esperanzados, a la sangre fatigada, y entre el cerco solidario de los suyos hacía fácil el adiós antes de acomodarse en la noche redonda.
—Que ame la oscuridad si es necesaria la oscuridad en el viaje largo.
—Es largo el son del maguaré.
Creyeron entender y pensaron en sus instrumentos, tambores y marimbas de chonta, en quenas y gaitas, en charangos y chirimías, en cuernos y guacharacas, y de tanto pensarlos todo el aire fue música sobrecogedora.
—Es música el cielo.
—La música nos lleva a lo alto.
Cae la noche
Texto de: Manuel Mejía Vallejo
Lo presagiaron el derrumbe del sol, las primeras sombras desprendidas de la montaña, el ulular del viento cuando la luz peleaba sobre el monte su última pelea; lo supieron los pájaros al abandonar patios y rastrojos para buscar la rama o el nido; lo supieron las voces de los mayores, los ojos cansados de los niños, los labios al juntarse en la oración, el terror silencioso, las llamas caseras, los cocuyos.
Después todo fue recogimiento de personas y objetos, y una voz de alguien que todavía creía en tantas estrellas:
—Cayó la noche.
Pero su voz también se hundió, únicamente se veían retazos de paredes blancas, siluetas inmóviles y la presencia de unos cerros que iban quedando igualmente arrasados por la oscuridad.